Capítulo 36
Capítulo 36
Aquella noche, en cuanto pensamos que ya dormían todos, bajamos por el tubo del pararrayos, y nos encerramos en el cobertizo; sacamos luego los trozos de hongo luminoso y nos pusimos a trabajar. Despejamos el suelo en un espacio de un metro y medio, alrededor del centro del tronco de la base. Tom dijo que ahora estábamos exactamente detrás de la cama de Jim, y que cavaríamos el túnel debajo de ella, y al terminar, nadie en la cabaña sabría que había un agujero allí, porque la colcha de Jim colgaba casi hasta el suelo, y hubieras tenido que levantarla y mirar debajo de la cama para ver el agujero. Así que cavamos y cavamos con los cuchillos de mesa hasta casi medianoche; y entonces estábamos rendidos, y teníamos las manos con ampollas, y a pesar de todo no parecía que hubiéramos adelantado casi nada. Por fin dije:
—Este no es un trabajo de treinta y siete años; este es un trabajo de treinta y ocho años, Tom Sawyer.
Él no dijo nada. Pero suspiró y al rato dejó de cavar, y entonces, durante bastante rato, supe que estaba pensando. Luego dijo:
—Es inútil, Huck, no va a resultar. Si fuéramos presos sí resultaría, porque entonces tendríamos tantos años como quisiéramos, y sin prisas; y no podríamos cavar más que unos minutos cada día mientras relevaban la guardia, y así no nos saldrían ampollas en las manos, y podríamos seguir constantemente, año tras año, y hacerlo bien y como se debe hacer. Pero nosotros no podemos entretenernos; tenemos que darnos prisa; no tenemos tiempo que perder. Si pasáramos otra noche así, tendríamos que suspender el trabajo durante una semana para que se nos curaran las manos… Antes no creo que pudiésemos ni tocar un cuchillo de mesa.
—Bueno, entonces ¿qué vamos a hacer, Tom?
—Te lo diré. No es correcto y no es moral, y a mí no me gustaría que se supiera; pero no hay más remedio: tenemos que cavar el túnel con los picos y dar a entender que son cuchillos de mesa.
—Eso sí que es hablar bien —dije—; parece que vas haciéndote cada vez más sensato, Tom Sawyer. Los picos es lo suyo, sea moral o no; y en cuanto a mí, en todo caso, me importa un pepino la moralidad del asunto. Cuando yo me pongo a robar un negro, o una sandía, o un libro de la escuela dominical, me importa muy poco el cómo lo hago con tal que lo haga. Lo que quiero es mi negro, o lo que quiero es mi sandía, o lo que quiero es mi libro de la escuela dominical; y si un pico es la cosa que está más a mano, pues con el pico voy a cavar y voy a sacar ese negro o esa sandía o ese libro de la escuela dominical, y no doy una rata muerta por lo que las autoridades en la materia piensen sobre el particular.
—Bueno —dijo—, en un caso como este hay una excusa para recurrir a los picos y al fingimiento; si no fuera así, yo no lo aprobaría, ni me quedaría a un lado mientras se rompían las reglas…, porque lo que está bien, está bien, y lo que está mal, está mal, y uno no tiene por qué hacerlo mal cuando no es ignorante y sabe las cosas. Podría valer que tú cavaras el túnel para Jim con un pico, sin fingir, porque tú no sabes nada que sea mejor; pero para mí no vale, porque sí sé lo que se debe hacer. Dame un cuchillo de mesa.
Él tenía el suyo, pero le entregué el mío. Lo tiró al suelo y dijo:
—Dame un cuchillo de mesa.
No sabía qué hacer…, pero de pronto lo comprendí. Rebusqué entre las herramientas viejas, y saqué un azadón y se lo di, y él lo cogió y se puso a trabajar y no dijo ni una palabra.
Siempre era así de escrupuloso, tan lleno de principios.
Así que yo cogí una pala, y nos dedicamos a picar y a palear por turnos, y las cosas iban a toda marcha. Seguimos trabajando alrededor de media hora, lo cual era todo el tiempo que podíamos mantenernos en pie; pero ya teníamos un agujero bastante grande como para demostrar el esfuerzo que habíamos hecho. Cuando llegué al piso de arriba, miré por la ventana y vi a Tom haciendo todo lo que podía para trepar por el tubo del pararrayos; pero no pudo lograrlo, de lo doloridas que tenía las manos. Por fin dijo:
—Es inútil, no puedo. ¿Qué crees que debo hacer? ¿No se te ocurre nada?
—Sí —dije—, pero me imagino que no es reglamentario. Sube por las escaleras y da a entender que son el tubo del pararrayos.
Así lo hizo.
Al día siguiente Tom robó una cuchara de peltre y un candelero de bronce, con los que hacer unas plumas para Jim, y robó seis velas de sebo; y yo rondé alrededor de las cabañas de los negros y esperé la ocasión y, por fin, robé tres platos de hojalata. Tom dijo que no eran suficientes; pero yo dije que nadie vería los platos que tiraba Jim, porque iban a caer entre los brezos y los chamicos bajo el agujero de la ventana… Luego podíamos devolvérselos y él podría usarlos otra vez. Así que Tom quedó satisfecho. Luego dijo:
—Ahora, lo que tenemos que estudiar es cómo hacer llegar estas cosas a Jim.
—Las llevamos por el túnel —dije— cuando lo tengamos terminado.
Me miró con desprecio y dijo algo así como que nadie había oído nunca una idea tan idiota, y luego se puso a pensar. Al poco rato había ideado otros dos recursos, pero todavía no hacía falta decidir cuál íbamos a emplear. Dijo que primero teníamos que enterarle a Jim de nuestros planes.
Esa noche bajamos por el tubo del pararrayos un poco después de las diez, y llevamos una de las velas, y escuchamos bajo el agujero de la ventana y oímos roncar a Jim; así que tiramos dentro la vela y no le despertó. Luego nos pusimos a trabajar con furia con el pico y la pala, y en unas dos horas y media la tarea quedó terminada. Nos arrastramos dentro debajo de la cama de Jim y tanteamos por allí y encontramos la vela y la encendimos, y miramos a Jim un rato, y le encontramos con aspecto saludable y sano, y luego le despertamos lenta y suavemente. Estaba tan contento de vernos que casi lloró; y nos llamó guapitos y todos los nombres cariñosos que se le ocurrían; y era partidario de que buscáramos un cortafrío en seguida para cortarle la cadena y poder largarnos todos, sin perder tiempo. Pero Tom le mostró cuán irregular resultaría, y se sentó y le contó todos nuestros planes, y cómo podríamos alterarlos en cualquier momento que hubiera señal de alarma; y le tranquilizó diciéndole que no debía temer nada, porque seguro que íbamos a verle libre. Así que Jim dijo que estaba de acuerdo, y nos sentamos un rato a hablar de los días pasados, y luego Tom le hizo muchas preguntas, y cuando Jim le contó que el tío Silas le visitaba para rezar con él cada día o a lo sumo cada dos días, y que la tía Sally entraba a ver si estaba cómodo y si tenía bastante de comer, y que los dos le trataban con mucha amabilidad, Tom dijo:
—Ahora sí que sé cómo arreglar nuestros planes. Vamos a pasarte unas cosas con mis tíos.
Dije:
—No hagas una cosa semejante. Es una de las ideas más burras que he visto nunca.
Pero no me hizo el menor caso y siguió adelante. Así procedía siempre cuando tenía sus planes trazados.
De modo que le dijo a Jim que tendríamos que pasarle de contrabando el pastel de la escala de cuerda, además de otras cosas grandes, con Nat, el negro que le traía la comida; y que Jim debía tener cuidado y no mostrar sorpresa y no dejar que Nat le viera sacar las cosas; y que pondríamos cosas pequeñas en los bolsillos del tío y que Jim tenía que robárselas de los bolsillos; y otras veces ataríamos cosas a las cintas del delantal de la tía o se las pondríamos en el bolsillo del delantal, si teníamos ocasión; y le contó a Jim qué cosas serían y para qué vahan. Y le contó cómo escribir el diario con sangre en la camisa, y todo lo demás. Se lo contó todo. Jim no podía entender el sentido de la mayor parte de aquellas cosas, pero admitía que éramos gente blanca y sabíamos más que él; así que estaba satisfecho y dijo que haría todo exactamente como Tom se lo había explicado.
Jim tenía muchas pipas de maíz y tabaco; así que pasamos allí un rato de veras agradable y sociable; luego salimos a gatas por el agujero y fuimos a casa a acostarnos, con las manos que parecían que alguien las hubiera masticado. Tom estaba muy animado. Dijo que era la diversión mejor de su vida, y la más intelectual; y dijo que si él pudiera idear el modo de hacerlo, seguiríamos con esto toda la vida y además dejaríamos a nuestros hijos la tarea de liberar a Jim, porque él creía que Jim le tomaría cada vez más gusto al asunto a medida que se fuera acostumbrando. Dijo que de esa manera se podría prolongar todo esto durante ochenta años, y sería el tiempo más largo de la historia gastado para liberar a nadie. Y dijo que nos haría célebres a todos los que habíamos intervenido.
Por la mañana nos dirigimos a la pila de leña y partimos en trozos manejables los candeleros de bronce y Tom se los metió en el bolsillo junto con la cuchara de peltre. Luego fuimos a las cabañas de los negros, y mientras yo distraía a Nat, Tom metió un trozo de candelero en el pan de maíz que estaba en la cacerola de Jim, y acompañamos a Nat para ver cómo saldría la cosa; y salió de forma notable: cuando Jim tomó un bocado del pan, el trozo de candelero casi le hace puré los dientes; así que nunca hubo una cosa que resultara tan bien. Tom mismo lo dijo. Jim no dejó entrever nada; solo dio a entender que seguramente era un trozo de piedra o de algo que, como sabes, siempre suele encontrar uno en el pan; pero en adelante no mordía nada sin antes atravesarlo con el tenedor por tres o cuatro sitios.
Y mientras estábamos allí en la luz mortecina, salió un par de sabuesos de debajo de la cama de Jim; y los siguieron más, amontonándose hasta once sabuesos y casi no quedaba sitio donde respirar. ¡Demonios, se nos olvidó cerrar la puerta del cobertizo! El negro Nat solo gritó una vez: «¡Brujas!», y cayó desmayado al suelo entre los perros, y se puso a gemir como si estuviera muriéndose. Tom abrió la puerta de un tirón y echó afuera un pedazo de carne del plato de Jim, y los perros se lanzaron hacia allá y en dos segundos él salió también y volvió a entrar y cerró la puerta de nuevo, y yo sabía que él había cerrado además la otra puerta. Luego se ocupó del negro, mimándole y diciéndole palabras cariñosas y preguntándole si de nuevo había imaginado ver alguna cosa rara. El negro levantó la cabeza y parpadeó mirando por todo alrededor, y dijo:
—Señorito Sid, me dirás que soy un tonto, pero creo que si no he visto casi un millón de perros o diablos o algo así, pues que me caiga muerto aquí mismo sobre mis propias huellas. Los vi, seguro, sin ninguna duda. Señorito Sid, los sentí…, los sentí, señor, estaban todos encima de mí. Maldita sea, si solo pudiera echarle mano a una de esas brujas…, solo una vez…, una vez nada más…, es todo lo que pido. Pero aún más me gustaría que me dejaran en paz. Eso es lo que quiero.
Tom dijo:
—Bueno, te diré lo que pienso. ¿Sabes por qué vienen aquí justo a la hora del desayuno de este negro fugitivo? Es porque las brujas tienen hambre; es por eso. Tú debes prepararles un pastel de brujas, eso es lo que tienes que hacer.
—Pero por todos los cielos, señorito Sid, ¿cómo voy a hacer un pastel de brujas? Yo no sé hacerlo. Nunca antes he oído hablar de una cosa semejante.
—Bueno, entonces, tendré que hacerlo yo mismo…
—¿Lo harás, bonito, lo harás? ¡Oh, yo besaría el suelo debajo de tus pies!
—Muy bien, lo haré, tratándose de ti, y considerando que has sido bueno con nosotros y que nos has mostrado a este negro fugitivo. Pero hay que tener muchísimo cuidado. Cuando lleguemos por acá, tienes que volverte de espaldas; y luego no dar a entender que has visto nada en absoluto de lo que pongamos en la cacerola. Y no mires cuando Jim lo saque de la cacerola…, algo podría ocurrir, yo no sé qué. Y sobre todo, no toques las cosas de las brujas.
—¿Tocarlas, señorito Sid? ¿De qué estás hablando? Yo no pondría ni el peso de un dedo en esas cosas, ni por diez centenares de miles de millones de dólares, ni por nada lo haría.