Las aventuras de Huckleberry Finn

Capítulo 4

Capítulo 4

Bueno, pues pasaron como tres o cuatro meses, y estaba ya bien entrado el invierno. Yo había asistido a la escuela casi todo ese tiempo y podía deletrear y leer y escribir solo un poco, y podía recitar la tabla de multiplicar hasta seis por siete que son treinta y cinco, y yo creo que nunca podría seguir más allá aunque viviera siempre. En cualquier caso, no tengo ninguna confianza en las matemáticas.

Al principio odiaba la escuela, pero poco a poco llegué a poder aguantarla. Cuando estaba demasiado cansado, hacía novillos, y la paliza que me daban al día siguiente me sentaba bien y me animaba algo. Así que cuanto más tiempo hacía que iba a la escuela más fácil me resultaba soportarla. Estaba también habituándome más o menos a las costumbres de la viuda, y ellas no se me hacían tan ásperas. Vivir dentro de una casa y dormir en una cama me fastidiaba bastante, pero antes de llegar el tiempo frío, solía escaparme y dormir a veces en el bosque, y así eso me daba un respiro. Me gustaban más las viejas costumbres, pero también me iban gustando un poquito las nuevas. La viuda dijo que yo iba mejorando lento pero seguro, y que lo hacía bastante satisfactoriamente. Ella dijo que no sentía vergüenza de mí.

Una mañana ocurrió que volqué el salero durante el desayuno. Tan pronto como pude, estiré la mano para tomar un poco de sal y tirarla sobre el hombro izquierdo y así evitar la mala suerte, pero la señorita Watson se me adelantó y me cortó en seco. Ella dijo: «Quita las manos de ahí, Huckleberry. ¡Qué desorden armas siempre!». La viuda dijo una palabra en mi favor, pero eso no iba a alejar la mala suerte, lo sabía yo muy bien. Me marché, después del desayuno, y me sentía preocupado y temeroso, y me preguntaba dónde iría a caerme algo encima, y qué iba a ser. Hay maneras de evitar algunas clases de mala suerte, pero esta no era de esas clases; así que no intenté hacer nada, sino que iba arrastrándome lento y con el espíritu abatido, y vigilante.

Bajé al jardín de delante de la casa y trepé por los escalones por donde puedes cruzar la valla alta de madera. Había unos centímetros de nieve recién caída en el suelo, y vi las huellas de alguien. Esta persona había venido de la cantera y se había parado cerca de los escalones un rato, y luego siguió pegado a la cerca del jardín. Era raro que no hubiera entrado, después de pararse de esa manera. No podía entenderlo. Era muy extraño. Iba a seguir las huellas, pero antes me agaché a mirarlas. Al principio no me di cuenta de nada, pero luego sí. Había en el tacón izquierdo de la bota una cruz hecha con clavos grandes, para alejar al diablo.

En un segundo estuve de pie y corriendo cuesta abajo. Miraba hacia atrás por encima del hombro de cuando en cuando, pero no veía a nadie. Me presenté en la casa del juez Thatcher tan pronto como pude llegar. Él dijo:

—Vaya, hijo, llegas sin aliento. ¿Vienes a cobrar el interés?

—No, señor —dije—. ¿Es que hay algo para mí?

—Ah, sí, los intereses semestrales llegaron anoche…, más de ciento cincuenta dólares. Una buena fortuna para ti. Mejor que me dejes invertirlo junto con los seis mil, porque si te lo llevas, lo gastarás.

—No, señor —dije—. No quiero gastarlo. No lo quiero, ni los seis mil tampoco. Quiero que usted lo tome; quiero dárselo a usted, los seis mil y todo.

Estaba sorprendido. Parecía que no podía entenderlo. Él dijo:

—Pues ¿qué es lo que quieres decir, hijo?

—Por favor —dije—, no me haga preguntas. ¿Lo cogerá, no?

Él dijo:

—Bueno, estoy confundido. ¿Es que pasa algo?

—Por favor, cójalo —dije yo— y no me pregunte nada; así no tendré que decir mentiras.

Pensó un rato y luego dijo:

—¡Ah, ah! Creo que entiendo. Tú quieres venderme todas tus propiedades, no dármelas. Esa es la idea apropiada.

Entonces escribió algo en un papel y lo leyó otra vez y dijo:

—Ahí tienes, ves que dice «como retribución». Eso significa que yo te las he comprado y pagado. Toma un dólar. Ahora firma.

Así que lo firmé y me fui.

El negro de la señorita Watson, Jim, tenía una pelota de pelo, tan grande como un puño, que la habían sacado del cuarto estómago de un buey, y él solía hacer magia con ella. Dijo que había un espíritu dentro y que ese lo sabía todo. Así que fui a verle esa noche y le dije que papá estaba por acá otra vez, porque encontré sus huellas en la nieve. Lo que yo quería saber era qué iba a hacer. ¿Iba a quedarse? Jim sacó su pelota de pelo y dijo algo encima de ella, y luego la levantó y la dejó caer en el suelo. Cayó como cosa muy sólida, y solo rodó unos centímetros. Jim lo intentó otra vez, y luego otra, y la pelota se comportó igual. Jim se puso de rodillas, y le acercó la oreja y escuchó. Pero no servía de nada; dijo que no quería hablar. Dijo que a veces no quería hablar sin recibir dinero. Yo le dije que tenía una vieja moneda falsa de un cuarto de dólar, que no valía para nada, porque el latón se veía un poco a través del baño de plata; y que, además, no la aceptarían en ningún sitio, aunque no se viera el latón, porque era tan lisa que al tocarla parecía grasienta, y eso la delataba siempre. (Pensé también que sería mejor no decirle nada del dólar que me había dado el juez). Dije que era una moneda muy falsa, pero que quizá la aceptaría la pelota de pelo, porque acaso ella no sabría distinguirla. Jim olió y mordió y frotó la moneda, y dijo que él lo arreglaría de manera que la pelota pensara que era buena. Dijo que abriría con un cuchillo una patata blanca cruda y metería la moneda dentro y la dejaría ahí toda la noche, y que a la mañana siguiente no se podría ver nada del latón, y ya no parecería grasienta la moneda, y que de esa manera cualquiera en el pueblo la aceptaría en un segundo, ni que decir tiene una pelota de pelo. Bueno, ya sabía yo que una patata podría valer para eso, pero lo había olvidado.

Jim puso la moneda debajo de la pelota de pelo, y se arrodilló y escuchó de nuevo. Esta vez dijo que la pelota de pelo estaba bien. Dijo que me diría toda mi suerte si yo quería. Adelante, le dije. Y la pelota de pelo habló entonces con Jim, y Jim me lo contó a mí. Él dijo:

—Tu viejo padre no sabe todavía qué va a hacer. A veces cree que se marchará, y luego otra vez cree que se quedará. Lo mejor que puedes hacer es quedarte tranquilo y dejarle al viejo coger su propio camino. Hay dos ángeles revoloteando alrededor de él. Uno de ellos es blanco y brillante y el otro es negro. El blanco le empuja a hacer el bien algún rato, y luego viene volando el negro y todo lo machaca. Un individuo no puede saber todavía cuál va a llevarle al fin. Pero tú estás bien. Vas a pasar por muchas dificultades en tu vida, y también alegrías considerables. A veces te vas a hacer daño, a veces te pondrás malo; pero todas las veces vas a ponerte bien otra vez. Hay dos chicas volando alrededor de ti en tu vida. Una es rubia y la otra es morena. Una es rica y la otra pobre. Te vas a casar con la pobre primero, y poco después, con la rica. Tú debes quedarte lejos del agua en cuanto puedas; y no corras ningún riesgo, porque está escrito en los libros que te van a ahorcar.

Cuando encendí la vela y subí a mi cuarto esa noche, allí estaba sentado papá…, ¡era él mismo!

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