Páginas Ocultistas y Cuentos Macabros

El campo luminoso

El campo luminoso

Escenas caninas de Constantinopla.— Los perros vagabundos.—

hechos justifican plenamente la visión de la pobre sonámbula.—El otro mundo es este mundo mismo.

Procedentes de Grecia habíamos llegado a Constantinopla un alegre

y escogido grupo de turistas. Doce o más horas al día habíamos dedicado

a subir y bajar por las escarpadas alturas de Pera, visitando lugares,

encaramándonos en lo alto de los minaretes y abriéndonos camino entre

jaurías hambrientas: los perros vagabundos, tradicionales dueños de las

calles de Estambul. Se dice que la vida bohemia es contagiosa, y que

ninguna civilización ha alcanzado a destruir el encanto de la libertad

omnímoda una vez que se han gustado sus dulzuras. El gitano no puede

vivir sin su tienda portátil, que es su carro, y a veces el viaje a pie

es para él una segunda naturaleza, una fascinación irresistible de su

nómada y precaria existencia. Mi principal cuidado, por tanto, desde que

entré en Constantinopla, fué el de evitar que mi perdiguero Ralph

cayese también víctima de tamaño contagio viniendo en ganas de unirse

alegremente a los beduinos de su canina raza que infestaban las calles

de la ciudad.

Aquel hermoso camarada de mi perro era mi más fiel y constante amigo,

y temeroso de perderlo, lo vigilaba en sus menores impulsos; pero el

pobre animal se portó durante los tres primeros días como un cuadrúpedo

medianamente educado. A las imprudentes acometidas de sus congéneres

mahometanos, su única respuesta era la de meter el rabo entre piernas,

bajar humildemente las orejas y buscar acobardado la protección de

cualquiera de nosotros. Viéndolo, pues, tan refractario a las malas

compañías empecé a confiarme en su discreción y disminuyendo mi

vigilancia, pero de allí a poco tuve que lamentar el haber puesto una

excesiva confianza en mala parte. En un momento de descuido, unas

sirenas de cuatro patas le sedujeron traidoras, y lo único que de él vi

fué la punta de su gallardo rabo desapareciendo en sucia y tortuosa

callejuela.

Inútiles resultaron después las pesquisas practicadas para dar con el

paradero final de mi mudo compañero. Ofrecí veinte, treinta, cuarenta

francos a quien le hallase y me le trajese. En un momento se puso en su

busca una legión de malteses más vagabundos que los mismos perros, y que

asaltaron nuestro hotel trayendo sendos perros sarnosos en sus brazos,

perros que pretendían hacer pasar por mi fiel amigo. Mientras más me

resistía yo a semejante matute, más porfiaban ellos, y uno de aquellos

miserables, cayendo de rodillas y sacando del pecho una antigua y

corroída medalla de la Virgen, llegó hasta a jurarme que la misma Reina

del Cielo se le había aparecido para indicarle cuál era el verdadero

animal. Un momento hasta temíme que la súbita desaparición de Ralph determinase un curioso motín, como acaso habría ocurrido si nuestro patrón no hiciese venir a una pareja de kavasses o policías que se encargaron de aventar corteses a aquella turba de bípedos y de cuadrúpedos.

Sospeché entonces que ya no volvería a ver más a mi perrito, y aun

acabé por perder toda esperanza, cuando el conserje del hotel—un

honorable ex salteador de caminos, hombre que no habría pasado menos de

media docena de años como penado en las galeras,—me aseguró solemnemente

que todas mis pesquisas serían inútiles, pues mi perdiguero habría sido

muerto y devorado por sus congéneres, dado que los perros turcos

vagabundos encuentran muy de su gusto las carnes de sus sabrosos

hermanos los perritos de Inglaterra.

La anterior escena había ocurrido en plena calle, a la puerta del

hotel, y ya iba a retornar a mis habitaciones, cuando una anciana

griega, que me había estado oyendo desde el umbral de una casa cerrada,

dijo a mi acompañante Miss H... que, si queríamos, podía interrogarse

sobre el caso a los derviches.

—¿Y qué pueden saber esas gentes acerca del paradero de mi can? respondíles con ironía.

—Los hombres santos lo saben todo, para ellos no hay secretos— oh

jetó misteriosamente la anciana—. La semana pasada me robaron un abrigo

nuevo que mi hijo me trajo de Brusa y, como veis, lo recobré y lo tengo

puesto.

—Pero, entonces, los santos hombres os le han transformado también de

nuevo en viejo—añadió uno de los de la partida señalando a un gran

jirón preso con alfileres que mostraba el abrigo en la espalda.

—Esta es, precisamente, la parte más grave de mi historia—contestó la

vieja con aplomo—; porque, habéis de saber que ellos me mostraron en el

espejo mágico el barrio, la casa y hasta la habitación donde el judío

que me lo robase estaba en aquel instante haciéndole pedazos. Mi hijo y

yo volamos al punto al barrio de Kalindijkulosek donde atrapamos al

ladrón en plena faena, al mismo ladrón que habíamos visto en el espejo y

que, convicto y confeso, pronto fué metido en la cárcel.

Aunque ninguno de los de la partida sabíamos qué podría ser aquello

del espejo mágico de los derviches, resolvimos ir a ver a uno de éstos

al otro día. En efecto, apenas los muecines, con monótono vocear, hablan

cantado desde los altos minaretes la hora del mediodía, descendimos

desde la colina de Pera hasta el puerto de Gálata, abriéndonos paso a

codazos por entre los abigarrados concurrentes al mercado. Aquella Babel

de cien lenguas; aquella ensordecedora algarabía nos levantaba dolor de

cabeza. Por otra parte, allí no hay medio de orientarse ni de buscar

las calles por sus nombres ni las casas por su número, y hay que confiar

en Alah y en su profeta, cuando no en las vagas indicaciones de la

proximidad del punto que se busca a tal edificio o mezquita.

A costa, pues, de mil rodeos y pesquisas, acabamos por encontrar el

barrio donde se vendían cosas inglesas, detrás del cual se encontraba el

sitio al que nos dirigíamos. Aunque el guía de nuestro hotel no sabía

tampoco el retiro de los «santos hombres», un chicuelo griego, en toda

la sencillez del desnudo más nativo, consintió, mediante una moneducha

de cobre, en llevarnos a la presencia de uno de aquellos adivinos.

Penetramos en un sombrío salón, que más bien parecía establo

abandonado. El piso, largo y estrecho, estaba cubierto de arena, y sólo

recibía luz por pequeñas ventanas allá arriba. Los derviches, terminados

sus ritos matinales, descansaban, sin duda, unos tendidos cuan largos

eran, otros recostados, y en pie, con extraviada mirada meditando, nos

dijeron, acerca de la Deidad invisible. Todos ellos parecían de inerte

mármol, sin responder a nuestras preguntas. Nuestra perplejidad acabó

pronto, sin embargo, cuando uno de ellos, seco y alto, con una

puntiaguda gorra que le hacía parecer mucho más alto aún, surgió no sé

de dónde, diciéndonos que él era el superior de aquella comunidad de

santos, añadiendo que no nos habían respondido porque cuando, mediante

la oración, se ponen en comunicación con Alah, no se les puede

interrumpir por motivo alguno.

Nuestro intérprete explicó al viejo que nuestra visita sólo a él se

dirigía, puesto que él era el depositario de la varilla adivinatoria. Al

punto nos extendió la mano en demanda de la previa limosna. Luego que

se hubo guardado ésta, se negó a practicar ceremonia alguna para la

averiguación del paradero del perro más que ante dos miembros solamente

de nuestra comitiva, que fueron Miss H... y mi persona.

Ambos penetramos seguidamente tras el derviche a lo largo de un

corredor semisubterráneo; subimos por una escalera portátil a una pieza

artesonada, y de ella hasta un miserable desván, lleno de polvo y de

telarañas. Allí vimos en un rincón un bulto, que yo creí era un montón

como de trapos viejos y que se movió poniéndose en pie. Era la criatura

más deforme y astrosa que en mi vida he visto. Una mujer—niña; una enana

hidrocéfala e imponente, con unos hombros de granadero, y por piernas

dos patitas de araña, piernas arqueadas que apenas si podían soportar la

desproporción de la feísima mole de su cuerpo. Su cara, burlona y

agresiva como la de un sátiro, mostraba una media luna roja pintada

sobre su frente; su cabeza se encondía bajo un mugriento turbante; sus

piernas ostentaban grandes bombachos turcos; una sucia muselina envolvía

su cuerpo, alcanzando apenas a cubrir las deformidades de sus carnes,

llenas de tatuajes, signos y letras árabes.

La espantosa criatura se desplomó más que se sentó en medio de la

pieza, levantando una molesta nube de polvo; ¡era la famosa Tatmos, el

oráculo de Damasco, al decir de las gentes!

Al punto el derviche trazó con tiza en torno de la muchacha un

círculo de unos tres pies de radio; sacó, no sé de dónde, doce

lamparitas de cobre, que llenó del contenido negruzco de una botella que

ocultaba en su pecho y las colocó sin simetría en torno de la víctima;

de un entrepaño de la desvencijada puerta arrancó una astilla y,

cogiéndola entre el pulgar y el índice, empezó a soplarla a intervalos

regulares, mascullando al par oraciones, fórmulas como de encantamiento,

hasta que de pronto, y sin causa ostensible, brotó una chispa de la

astilla que comenzó a arder como una seca pajuela. Con aquel fuego, tan

extrañamente obtenido, comenzó a encender las doce lámparas del círculo.

Tatmos la adivina, que hasta entonces había yacido inerte, se quitó

rápidamente los bombachos y los arrojó al rincón, dejándonos al

descubierto con sus monstruosos pies, la belleza adicional de un sexto

dedo. El derviche, por su parte, entró en el círculo, y, cogiéndola por

los tobillos, la alzó cual un saco de patatas, poniéndola bonitamente

cabeza abajo, balanceándola en esta posición como un péndulo, y acabando

por hacerla girar en el aire del más extraño modo.

Mi compañera, Miss H..., aterrada ante el estupendo caso que tenia a

la vista, huyó a refugiarse en el ángulo más apartado, mientras que la

enana, bajo el impulso del derviche, acabó por adquirir un movimiento

rotatorio, como el de una peonza, durante dos minutos, hasta que fué

disminuyendo y cesó por completo.

La infeliz enana, así mesmerizada, parecía sumida en un estado como

de catalepsia, con su barba sobre el pecho, y espantosa sobre toda

ponderación. El derviche luego cerró cuidadosamente la única ventana del

recinto y habríamos quedado a obscuras a no ser por un agujero de la

misma, por donde penetraba un rayo de sol, que venía a caer exactamente

sobre la muchacha. Nos impuso silencio con ademán solemne, cruzó los

brazos sobre el pecho, y, fijando su mirada en el punto brillante que

caía sobre la cabeza de Talmas, quedó tan in móvil como ella, mientras

yo me deshacía en cábalas pretendiendo averiguar qué relación podrían

tener tamañas extravagancias con la averiguación del paradero de mi Ralph.

El disco brillante que demarcaba el rayo de sol se fué convirtiendo,

no sé cómo, en una estrella brillante. Por inexplicable fenómeno de

óptica, la estancia que antes había estado pobremente iluminada por

aquel rayito de luz, se fué obscureciendo más y más a medida que

aumentaba en brillantez la estrella, hasta que nos vimos envueltos en

una obscuridad. verdaderamente cimeriana, mientras que la estrella

titilaba y giraba lentamente al principio; luego, con vertiginosa

rapidez, creciendo hasta envolver a la enana como en un océano luminoso.

finalmente, la estrella decreció en su giro, al par que se iba apagando

con los suaves destellos de la luna en el agua, iluminando sin

penumbras el círculo y dejando el resto en absoluta obscuridad.

Llegado así el supremo momento, el derviche, sin pronunciar palabra,

alargó la mano, con la que me cogió la mía, señalándome el círculo

luminoso. Por todo su ámbito vimos como formarse y condensarse flóculos

blanquecinos de plateado brillo lunar, los cuales constituyeron bien

pronto informes figuras cambiantes, al modo de reflexiones astrales en

un espejo. Pronto, con asombro por mi parte, y con la consternación de

mi amiga, se nos presentó, en el panorama así formado, el puente

principal, que une a la antigua con la nueva ciudad, atravesando el

Cuerno de Oro desde Gálata a Estambul. Vimos deslizarse por el Bósforo

los alegres caiques; el hormiguear de la ciudad; las quintas; los

palacios y demás edificios encarnados, reflejándose fantásticos en las

aguas iluminadas por el sol del mediodía y desfilando mágicamente, hasta

el punto de que no podíamos discernir si era todo aquello lo que se

movía o nos movíamos simplemente nosotros. Lo más extraño del caso era

que, no obstante toda aquella agitada Vida que se mostraba a nuestra

vista, no se escuchaba el menor ruido, sino que se desarrollaba en el

silencio angustioso de un ensueño singular... Las calles iban

sucediéndose unas a otras en raudo desfilar nuestro o suyo. Ora pasaba

una tienda de estrecha callejuela; ora un café turco lleno de fumadores

de opio en el momento en que uno de éstos vertía inadvertido el café y

el narghilé sobre su vecino, recibiendo de él una sarta de injurias. De

visión en visión llegamos así ante un gran edificio, en el que reconocí

el palacio del Ministerio de Hacienda, y allí, ¡oh, dolor! en los fosos

traseros del mismo, moribundo y lleno de fango su sedoso pelo, yacía mi

pobre perro Ralph, rodeado de otros perros de pésima catadura, que se entretenían en cazar moscas a la sombra...

Sabía ya, pues, cuanto deseaba, aunque no había dicho ni una palabra

acerca del perro al derviche, e impaciente por comprobar lo de mi perro

traté de salir, pero, desaparecida ya la escena, Miss H... se colocó a

su vez al lado del derviche, murmurando en su oído no sé qué palabras

con ese tono ardiente y apasionado con que suelen las jóvenes enamoradas

hablar del adorado él.

—Pensaré en él—dijo.

No bien formulado casi mentalmente el deseo que tales palabras

entrañaban, cuando se nos presentó una gran planicie de arena, en cuyo

fondo se veía el azulado mar bajo los rayos del sol y un gran vapor

surcando las aguas a lo largo de la costa, seguido de blanca estela. La

cubierta hormigueaba de pasajeros, y entre ellos resaltaba, apoyado

contra la barandilla de popa, un apuesto joven.. ¡Era él

Miss H... suspiró, se sonrió y sonrojó alternativamente con la

natural emoción. Después concentró de nuevo su pensamiento, y he aquí ya

que al par el barco se aleja y desaparece. El espejo mágico queda unos

momentos sin panorama. Mas bien pronto otras manchas luminosas aparecen

en su faz, que componen al fin el ámbito de una biblioteca con alfombra y

cortinones verdes. Ante un montón de libros y sentado en una frailera,

está escribiendo un anciano a la luz de la lámpara. Su cabello es gris y

está peinado hacia atrás; su cara toda afeitada y respirando

benevolencia...

El derviche hizo entonces un pequeño movimiento con la mano,

imponiéndonos silencio. La luz del mágico campo palideció y de nuevo

quedamos sin ver imagen ninguna. De allí a poco tornó a mostrársenos

Constantinopla, y con ella nuestra habitación del hotel con sus libros y

periódicos sobre la mesa; el sombrero de viaje de mi amiga colgado en

la percha, y sobre su cama el vestido que se había quitado aquella

mañana para venir. Los detalles más reales completaban el cuadro, y para

mayor maravilla vimos sobre la mesa dos cartas sin abrir, recién

traídas por el correo y cuya letra de los sobres al punto fué reconocida

por mi amiga. Eran ambas de un pariente suyo muy querido, por cuyo

silencio se sentía inquieta hacía días.

Nuevo cambio de la mágica escena, y henos ya como en el cuarto

ocupado por el hermano de Miss H..., quien yacía echado hacia atrás en

un sillón, mientras que un criado le ponía paños en la cabeza, de la que

con horror vimos que salía sangre. No acertábamos a explicarnos

aquello, habiéndole dejado hacía una hora y en perfecta salud Miss H...

lanzó un grito, y cogiéndome presurosa por la mano se lanzó hacia la

puerta. Llegamos presurosos a casa, pudiendo comprobar, en efecto, que

el joven hermano de Miss H... acababa de caerse por la escalera,

produciéndose una herida de escasa importancia; que sobre la mesa de

nuestro gabinete esperaban, recién traídas, dos cartas dirigidas a Miss

H... por un pariente desde Atenas. No me faltó más para comprobar en un

todo nuestras visiones de el campo luminoso del espejo mágico

del derviche, sino tomar un carruaje, dirigirnos hacia el Ministerio de

Hacienda, en cuyo foso, tal y como tuviese la desdicha de verle en aquel

espejo, estropeado, famélico, pero aún con vida, yacía mi hermoso

perdiguero, rodeado de otros perros de mal aspecto que cazaban moscas...

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