Páginas Ocultistas y Cuentos Macabros

VII. ¡La eternidad es un ensueño o fugaz!

VII. ¡La eternidad es un ensueño o fugaz!

Antaño, las absurdas creencias de ciertas gentes respecto de los

espíritus buenos y malos, me parecían incomprensibles, pero, a partir,

¡ay!, de las dolorosas experiencias de aquellos momentos, las comprendía

ya.

Para robustecer, no obstante, mi incredulidad nativa, procuraba

evocar en mi mente cuanto me era dable los recuerdos de mis lecturas

antisupersticiosas: el juicioso razonar de Hume; las áticas mordacidades

sarcásticas de Voltaire, y aquellos pasajes de Rousseau, donde llamaba a

la superstición «la eterna perturbación de la sociedad».—¿A qué

afectarnos por las fantasmagorías del ensueño—me decía con ellos—,

cuando luego comprobamos su completa falsedad en la vigilia? ¿Por qué,

como dijo el clásico, han de asustarnos con cosas que no son; nombres

cuyo sentido no vemos?...

Un día en que el anciano capitán nos relataba supersticiosas

historias marineras, un infatuado y pedante misionero inglés nos recordó

aquella frase de Fielding de que «la superstición da al hombre la

estupidez de la bestia, pero en el mismo instante que tal decía, vile

vacilar de un modo extraño y detenerse. bruscamente, mientras que yo,

que había permanecido alejado de la conversación general, creí leer

claramente en la aureola de vibrantes radiaciones que desde hacía muchos

días percibía sobre todas las cabezas, las palabras con que Fielding

concluía su proposición:«... y el escepticismo le torna loco.»

Había ya oído hablar muchas veces, sin admitirla, la afirmación de

que quienes pretenden gozar del dudoso privilegio de la clarividencia

ven los pensamientos de las personas presentes como retratados en su

propia aura.» Yo ya, ¡absurda paradoja!, me veía dotado, en efecto, de

la facultad desagradabilísima de poder comprobar por mi la exactitud del

odioso hecho, agregando un nuevo conjunto de horrores a mi ridícula

vida, y viéndome forzado a tener que ocultar a los demás dones tan

funestos, cual si se tratara de un caso de lepra. Mi odio entonces hacia

el yamabooshi y el bonzo no tuvo límites, pues aquél, sin duda alguna,

habla tocado con sus nefastas manipulaciones algún secreto resorte de mi

cerebro fisiológico y puesto en acción alguna facultad de las

ordinariamente ocultas en la constitución humana... ¡Y el maldito

farsante japonés había introducido tal plaga en mí mismo!

De nada práctico me servía mi impotente cólera. Además, bogábamos ya

en aguas europeas, y de allí a pocos días anclaramos en Hamburgo, donde

cesarían mis dudas y temores. Aun cuando la clarividencia pudiese

existir en algún caso, tal como en la lectura de los pensamientos, lo de

ver las cosas a distancia, según yo lo había soñado bajo la sugestión

del yamabooshi, era demasiado admitir dentro de las humanas

posibilidades... Pese a todos estos tristes razonamientos, mi corazón

parecía decirme que me engañaba en ellos, sintiendo como si mi

definitiva condenación se hallase próxima, con sufrimientos tan

atenazadores, que intensificaban peligrosamente mi postración física y

mental.

La noche misma de nuestra entrada en Hamburgo me asaltó un ensueño

cruel. Me parecía que yo mismo me veía muerto; mi cuerpo yacía rígido e

inerte, y al par que mi conciencia se daba cuenta de ello, parecía

prepararse también a su extinción; mas, como tenia aprendido que el

cerebro conservaba el calor vital durante unos minutos más que los

órganos periféricos, aquello no me podía extrañar. Así, en el crepúsculo

del gran misterio, al borde, ya sin duda, de la tenebrosa sima que

ningún mortal puede repasar una vez franqueada; mi pensamiento, envuelto

en los restos de una vitalidad que escapaba por instantes, se iba

extinguiendo como una llama, y asistiendo al propio tiempo a su

aniquilamiento, pero tornando mi «yo», nota de aquellas mis últimas

impresiones con el apresuramiento de aquel que sabe que va a caer el

negro manto de la nada sobre su conciencia para tener el goce de sentir todo el gran triúnfo de mis convicciones relativas a la completa y absoluta cesación del sér...

Todo se iba obscureciendo por momentos en derredor mío. Enormes

sombras, fantásticas e informes, desfilaban ante mi desvanecida vista;

primero lentas, luego aceleradas, y, final mente, girando vertiginosas

en torno de mí, cual en terrible danza macabra, y una vez alcanzado su

objeto de intensificar las tinieblas, abriendo un como indefinido ámbito

de vacías e impalpables negruras; un insondable océano de eternidad,

por el que, ilimitado, se deslizaba el tiempo, esa fantástica progenie

del¡ hombre, sin que jamás alcance a acabarlo de cruzar...

No en vano ha dicho Catón que los ensueños no son sino el reflejo de

todos nuestros temores y esperanzas. Como en estado de vigilia jamás he

temido a la muerte, ante la evidencia de mi inminente afán me sentí

tranquilo, hasta consolado de que el término de mis torturas mentales se

avecindase. La angustia aquella mía se había ya tornado intolerable, y

si, como dice Séneca, la muerte no es sino la cesación de todo cuanto

fuésemos antes, valía más morir que no soportar durante tantos meses

tamaña agonía.

—Mi cuerpo está— ya muerto—me decía—, y mi —«yo», mi conciencia, que

es la que de mí queda por algunos momentos más, se prepara ya a

seguirle; debilitándose mis percepciones mentales, se irán borrando

segundo tras segundo, hasta que el anhelado olvido me envuelva por

completo en su sudario. ¡Ven, pues, dulce y consoladora muerte; tu sueño

sin ensueños es un puerto de paz y de refugio en medio de las borrascas

de la vida...! ¡Dichosa, pues, la barca solitaria que a la ansiada

orilla de la muerte me conduce! Allí, en su regazo eterno, descansaré

por siempre, y tú, pobre cuerpo ¡adiós! ¡Gustoso te abandono, ya que me

has dado más dolores que placeres en la vida!

Mientras yo entonaba este himno a la muerte libertadora, la examinaba

al par con extraña curiosidad, no pudiendo menos de maravillarme, sin

embargo, de que mi acción cerebral continuase siendo tan

vigorosa. Mi cuerpo, desvanecido ante mi vista algunos segundos,

reaparecía una y varias veces con su cadavérica faz... De improviso

experimenté un violentísimo deseo de saber cuánto duraría el complicado

proceso de mi disolución antes de que el cerebro, estampando su último

sello, me dejase inerte. A través de las, para mí transparentes, paredes

de mi cráneo, podía contemplar y hasta tocar mi masa cerebral.

¿Con qué manos?, me es imposible el precisarlo; pero el contacto de su

fría y viscosa materia, me producía profundísima impresión. Con un

terror indecible, advertí que mi sangre se había congelado por completo,

y que, alterada la íntima constitución de mis células cerebrales, se

imposibilitaba ya en absoluto todo funcionamiento... Al par, la misma o

mayor obscuridad me rodeaba impenetrable en todas direcciones; pero

además, enfrente de mí, y fuese la que fuese la dirección de mi mirada,

veía un como gigantesco reloj circular, cuya caraza enorme y blanca se

destacaba de un modo siniestro sobre aquel obscuro marco que le rodeaba.

Su péndola oscilaba con la acostumbrada regularidad a uno y otro lado,

como si pretendiese divisar la eternidad, y las agujas señalaban ¡cosa

bien extraordinaria!, las cinco y siete minutos, es decir, la hora precisa en que comenzase en Kioto mi tortura.

No bien noté esta terrible coincidencia, cuando, horrorizado del modo

más pavoroso, me sentí arrastrado de idéntica manera que antaño;

nadando, bogando veloz por debajo del suelo, en el mismo medio viscoso y

paradójico. Así vime otra vez ante la tumba, donde los despedazados

restos de mi cuñado yacían; presencié luego, retrospectivamente, su

muerte desdichada; la escena de la recepción de la noticia fatal por mi

hermana, con el aditamento de su locura, todo sin perder el detalle más

mínimo.

Para mayor espanto esta vez, ¡ay!, ya no estaba, acorazado en aquella

tranquila indiferencia de roca con que viese la vez primera la escena,

sino que mis torturas mentales, mi ansiedad, mi desesperación en medio

de aquel ciclón de muerte, ya no tenían limites... ¡Oh, y cómo sufría

aquel cúmulo de horrores infernales, con el añadido del peor de todos,

que era la desesperada realidad de que mi cuerpo estaba ya muerto...!

No bien se hizo una leve pausa de alivio, torné a ver de igual modo la enorme esfera con sus manecillas colosales marcando ¡las cinco y siete y medio minutos

Pero, antes de que hubiera ten ido tiempo de darme cuenta exacta de tal

cambio, la aguja empezó a moverse lentamente hacia atrás, deteniéndose

en el séptimo minuto, para sentirme otra y otra vez forzado a padecer

sin término la repetición de los mismos horrores de bogar por el seno de

la tierra y de presenciar la repetición exacta e implacable de las

mismísimas escenas espantosas que parecían no terminar jamás...

Al propio tiempo mi conciencia parecía triplicarse, quintuplicarse,

decuplicarse, pudiendo vivir y sentir en el mismo lapso de tiempo en

media docena de sitios a la vez, desfilando ante mí múltiples sucesos de

su vida en diferentes épocas y circunstancias de mi vida, pero

predominando sobre todas mi experiencia espiritual de Kioto. A la manera de como en la famosa fuga del Don juan, de Mozart, se destacan desgarradoras las notas de la desesperación de

Elvira, sin que por esto se entrecrucen ni confundan con la melodía del

minuet, ni con el canto de seducción, ni con el coro, de la misma manera

pasé una y mil veces, mezclada con las congojas de las demás escenas,

por aquella indescriptible agonía de Kioto, y oía las inútiles

exhortaciones del bonzo, al par que se me presentaban, sin con ello

confundirse, múltiples recuerdos, ora de mi niñez o de mi adolescencia,

ora de mis padres, ora, en fin, de aquel día memorable en que salvara a

un amigo que estaba ahogándose y me burlaba de su padre, que me daba

emocionado las gracias por haber así salvado «su alma», no pre parada

sin duda aún para dar cuentas a «su Hacedor». ¡Todo ello, por supuesto,

en la conciencia más complicada y multiforme!

—¡Hablad, hablad de personalidades múltiples, vosotros los profesores

de psicofisiología! —me decía en medio de aquella tortura que habría

bastado a matar a media docena de hombres—. ¡Hablad vosotros,

orgullosos, infatuados con la lectura de miles de libros!... Jamás

podríais explicarme, no obstante, la sucesión de aquella horrorosa

cadena real, al par que ensoñada, cuyo desfilar parecía no tener fin.

No, aunque se rebelase mi conciencia contra ciertas afirmaciones

teológicas, negar no podía ya la realidad de mi Yo inmortal...

¿Cuál, es, pues, oh Misterio, tu insondable Realidad que de tal modo

conduces, sin término conocido y con el cuerpo ya muerto, a nuestro

pensamiento y nuestra imaginación? ¿Podrá, acaso, ser cierta esa

doctrina de la reencarnación en la que tanto porfiaba el bonzo que

creyese? ¿Por qué no, si cada año nace una nueva hoja y una nueva flor

de una misma y permanente raíz?..

En aquel punto, el fatídico reloj desapareció, mientras que la voz cariñosa del bonzo una vez más parecía repetir: «En el caso de que hayáis entreabierto sólo una vez la puerta del augusto

eternidad...»

Un instante después, la voz del bonzo era ahogada por multitud de

otras voces en la cubierta. Anegado en un sudor frío, desperté.

¡Estábamos en Hamburgo!

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