Comentario IX
Comentario IX
El hombre y sus tres almas.—La magia del verdadero
psiquismo.—El genio verdadero.
Tres son, según los platónicos, las facultades de la mente
humana: la apercepción, la razón y la intuición, correspondiéndose,
respectivamente, con otras tantas «almas»: el alma puramente animal o
pasional, el alma racional y el alma divina. El predominio de la primera
caracteriza al hombre vulgar; el de la segunda, al hombre de talento, y
el de la tercera al genio. propiamente dicho.
El artista, el «vate», es un mago que, elevándose, logra penetrar
con su imaginación creadora en ese excelso mundo que se ha llamado
Devachán, Walhalla, Amenti, Paraíso o Campos Elíseos. Allí recibe
inspiraciones de seres superiores; allí, como cantó Gabriel y Galán
respecto de Velázquez y su «Cristo», recibe luces, que en su pobre mente
no son ya sino sombras para llenar, en fin, de «sombras de sombras el
lienzo» al despertar en este bajo mundo.
Pero todo santuario cerrado con llaves de rectitud, puede ser siempre
abierto impíamente por ganzúas; y si él es accesible al justo, eterno
atormentado de aquí abajo, también es abierto, aunque ilusoriamente, por
la vía anormal, a la manera como, a más de la vía recta del matrimonio
para alcanzar a la mujer amada, existen esotras vías tortuosas en las
que caemos con frecuencia excesiva para, en vez de avergonzarnos, hacer
luego de ella, ¡insensatos!, la base una seudoliteratura.
Poe, Verlaine, como el artista de nuestro cuento, escalaron la
empírea inspiración, no por derecho. propio y con llave maestra, cual el
santo Beethoven, sino con funesta ganzúa; por eso el karma o ley de
justa retribución les transformó al punto— cual en todos los cuentos de
magia— aquellos efectivos tesoros inefables y áureos, en «paraísos
artificiales », o séase en veneno, dolor, maldición y muerte...
A lo Divino no se le invoca en vano, porque su Fuego puede consumir a
la víctima, dentro de un verdadero «Sacrificio Eucarístico» Cuando
alzamos nuestro cáliz de dolor y de esfuerzo hacia el Ideal, el Ideal
baja a consagrarle; pero, ¡ay de la frágil vasija resquebrajada por el
vicio! Ella será rota, como las retortas de antaño en las que se
pretendía obtener el fluor..., porque todo Prometeo que alza titánico su
antorcha para encenderla en el Sol y alumbrar con ella luego a sus
hermanos menores, queda preso en el Cáucaso por la cadena de sus propias
pasiones, pasiones tanto más desencadenadas cuanto más próximas se
sienten ellas a morir.
De aquí los peligros de la Magia, por lo cual las religiones
todas—como ecos que son ellas de la primitiva Verdad perdida, que fué
científica—exigían la virtud como esencia moral indispensable para
afrontar aquéllos sin riesgo, a la manera de la previa asepsia de la
operatoria quirúrgica. ¿Qué insensato se metería de rondón en un
laboratorio, sin previo conocimiento de los cuerpos que va a manejar y
de las reacciones que va a producir?
Por eso, los que nos dedicamos a los estudios teosóficos no pasamos además del Ocultismo teórico, o sea de la Historia y del socrático gnoscete ipsum.
Penetrar en el Ocultismo práctico, sin una energía y una pureza
integral sobrehumana, nos costaría la vida, o, lo que es peor, caeríamos
en la locura bajo una de sus formas protéicas de aberraciones sexuales,
juego, alcoholismo o morfina...
Nuestras luchas hacia el ideal—«milicia es la vida del hombre sobre
la tierra»—son al modo de una jugada de tresillo, con arreglo al
abolengo ocultista que a todos los juegos caracteriza. El hombre de
pureza integral nada tiene que temer, pues reúne los cinco estuches: la
espada del conocimiento intuitivo; la «mala», que es la carta buena, por
lo mismo que parece la más ínfima; el basto de la energía física; el
«as», el «uno» o el punto y el rey o, mejor dicho, el señorío sobre las
pasiones; mas ¡ay de él si le faltan algunos de estos estuches! La
«Magia Negra”, que sigue a la blanca como la sombra a la luz—la mala
magia del mundo, los elementales y la «carne» o egoísmo—, tratará de
estrellar al «jugador» tendiéndole la zancadilla del vicio y...—¡antes
codillo que llevada!— le gritará además el vulgo, una vez que se
convenza de que no puede ser puesta la jugada, o sea conservado el statu
quo de todos los «Panzas» del mundo. Nuestro héroe Stenio, pues, que
venía para efectivo genio, perdió la jugada; le dieron «codillo»...
Codillo hasta cierto punto, porque la carne pecadora no es sino la
cárcel del alma, que Platón diría, y porque no hay que olvidar a aquel
donosísimo e curda de Un enemigo del pueblo, de Ibsen, que fué el único
que dió la razón al martirizado doctor Stockmann, cuando todos los
sensatos se la quitaban.. por lo mismo que la tenía. Ni hay que olvidar
que los genios viciosos, son a la manera de divinos inválidos de la
conquista del Santo Grial de la ciencia y de la vida.
—Dadnos el nombre del señor más virtuoso que conozcáis para
encomendarle una misión excelsa—le dijo cierta vez al coronel Olcott uno
de sus maestros...
El bueno del presidente fundador de la Sociedad Teosófica dió al
punto unos cuantos nombres de gente «bien», como en nuestra actual
hipocresía decimos; pero el maestro sonrió, y señalando al borracho más
empedernido de la ciudad:
—¡Ese es el más puro— le dijeron—, porque acaso en el fondo de su
copa no se ha hecho sino apurar el cáliz de sus espirituales amarguras!.
Recordemos piadosos, por tanto, aquella inscripción de cierta
capilla segoviana que reza: «A los hermanos extraviados », temblando al
par ante la sentencia apocalíptica que dice: « ¡Mire no caiga el que
esté en pie!»
Las flores del mal,, las flores negras,, no son sino reflejos
ilusorios de algo divino sobre las cenagosas aguas de nuestra
existencia; pero estos reflejos no existirían si de aquella celeste
realidad suprema de ultratumba no partiesen, como no habrá monedas
falsas con el busto de Alfonso XIV mientras no acuñemos las legítimas,
que estas seudomagias de las ganzúas pecadoras no son sino
falsificaciones egoísticas de aquella magia una de la heroica virtud,
que es «magnes» porque es imán, «imán de amor», y es «magna» porque es
ciencia integral, hacia la que eternamente tienden los esfuerzos de los
hombres todos desde que el mundo es mundo.
Pero no olvidemos, en fin, que al robar a los cielos sus tesoros
tenemos que dar algo en cambio, porque de la nada no se hace nada, y
este algo no es sino el sacrificio generoso, ya que, como dice «Zanoni»
«Sólo puede salvarse y salvar a los demás el que se sacrifica».
Todo esto, que se puede, en general, decir de los genios de la Historia, es perfectamente aplicable al del relato que nos ocupa.
Hijo de la tierra alpina, tan dada siempre a todos los ocultismos,
Franz Stenio era, sin duda, «una larva de genio», aunque sólo fuese por
aquello de que «querer es poder», o bien por lo que dijo Newton de que
el genio es la paciencia. Su juventud venía orientada hacia el buen
sendero: el que arranca de la dulce contemplación e imitación de la
Naturaleza. Como la Maestra H. P. B. en su infancia, según el testimonio
de su propia familia, la juventud del novel artista Stenio se deslizó
feliz, en perpetuo y musical diálogo entre su violín y aquellos elfos o
espíritus naturales que habían mecido su cuna...
Así, con tales auspicios, la carrera musical del joven habría sido
muy otra, si el demonio de la ambición no le hubiese avasallado como a
tantos. «—Todo eso te daré, si rendido me adorases,, murmura al oído de
Jesús el perverso tentador, mientras le muestra el mágico panorama de
las cosas de la Tierra. Pero Stenio, lejos de resistir al maléfico
embustero con aquellas palabras reveladoras de la divina dignidad de
nuestro Espíritu, con las que jesús le responde al tentador: «—¡Al Señor
sólo adorarás y a Él sólo servirás!», cede al espolazo de la envidia y
cae, infeliz, en esa terrible doctrina de la Magia negra que ha llenado
de sangre y de luto al mundo, doctrina expresada en esta breve frase:
«¡El fin justifica los medios!...»
La envidia, sí; ese funesto empeño de nuestra pequeñez de no dejarnos
superar por otro, precipitó al héroe del cuento en el abismo de su
propia locura, como precipita hoy y siempre al mundo occidental con la
funesta doctrina de la «concurrencia» en lugar de la cooperación. La
envidia, en efecto, no es sino «la emulación sin justicia», la tristeza
del bien «ajeno», el sentimiento negativo, en fin, «que nos sugiere la
falsa idea de que subimos sólo porque hacemos bajar o rebajamos a los
demás». Por la envidia se pierden, pues, hombres y pueblos, ni más ni
menos que el Stenio de nuestro cuento.
No somos lógicos en nuestra conducta; por eso somos pésimos
«arquitectos» en el sentido simbólico de esta palabra tan incomprendida.
Pretendemos alzar espléndidos edificios intelectuales con ladrillos de
pésima moralidad. De aquí la pasada guerra, en la que aquella doctrina
del fin justificando a los medios ha tenido todo su macabro
desenvolvimiento.. y también toda su justa o kármica sanción... Para el
mundo, como para el cuitado Franz Stenio, lo importante es escalar la
pasional altura de nuestras ambiciones, sin contar, como aquel célebre
general, el número de nuestros muertos: ¡de nuestras víctimas, que el
karma torna luego redivivas, como el fantasma del pobre viejo Samuel
Klaus, para exigirnos la indeclinable cuenta de nuestras locuras! Franz
quiso ser un nuevo Orfeo, y, falto de la debida espiritualidad, acabó en
un pobre precito. ¡Así acaban, en verdad, todos los infelices
ambiciosos de lo que nada vale, pues que es efímero cual la «verdura de
las eras bíblicas»!
He aquí otra vez, como en el relato de La cueva de los ecos,
el eterno engaño del crimen, la eterna venta de nuestra «primogenitura»
por un plato de lentejas; la siempre ciega bestia humana presa en el
anzuelo del mal, por un cebo que, las más veces, ni aún llega a
deglutir... ¡Un noble fin de esfuerzo redentor, perseguido con el empleo
de unos medios reprobables! ¡La negación, una vez más, del viejo
aforismo que enseña cómo la mayor, la única utilidad verdadera, es la
Justicia distributiva! ¡Del honeste vivere; alterum non ledere; sum caique tribuere, que los jurisconsultos romanos decían!...
*
«El alma de un violín», como los demás relatos de este libro,
pueden ser tomados en tres sentidos: como pura novela, como pura verdad y
como una verdad poetizada, es decir, como fábula; en el más
alto y educador sentido de la palabra. Idéntico problema se nos presentó
también al glosar otra obra análoga de la Maestra: la que lleva el
título de « Por las grutas y selvas del Indostán.»
Repetimos, pues, ahora lo que con motivo de esta última obra dijimos.
H. P. B., como todos los Iniciados, Platón inclusive, acostumbraba a
encerrar en verdaderas fábulas, las terribles verdades del Ocultismo.
Así, el Stenio del cuento, al hablar con los genios de las montañas en
la época de su juventud, no es sino el trasunto de la propia juventud de
la autora, por su propia hermana referida. El Stenio, en cambio, que
abre las entrañas de su maestro, el viejo Klaus, no es sino un reflejo
de la hechicería medieval de los untos de sebo humano; de los bebedizos a
base de sangre humana, y demás actos criminales de la necromancia de
todos los tiempos y países, que aún en la España de este siglo han sido
!raí dos a nueva y tristísima actualidad, con asesinatos como los de
Gádor, o como los de Enriqueta Martí.
Podrá o no ser legendario el hecho de que el intestino humano, tenso
sobre el puente de un violín, llegue a dar notas verdaderamente astrales
o extrahumanas, cual voz del otro mundo, pero la ciencia moderna, a
poco que se la estruje en sus procedimientos de antes de la guerra,
puede enseñarnos algo parecido: la Opoterapia en su más genuino sentido,
y que perdonen los doctos de buena fe esta nuestra sincera ingenuidad.
La flamante terapéutica opoterápica consiste, como es sabido, en el
empleo medicamentoso de ciertos jugos glandulares, tales como la
pituitrina, la adrenalina, la tiroidina, etc., jugos tanto más
vitalízadores, dentro de su aplicación respectiva, cuanto que proceden,
según el Ocultismo, de otros tantos chacras vitales o «centros astrales
de nuestro organismo físico.» Es cierto, dicho sea en honor de la
siempre bien intencionada ciencia médica, que los jugos en cuestión se
extraen siempre de cuerpos de animales—con una licitud moral idéntica a
la de la tan discutida vacuna, o bien a la del uso mismo que de la carne
animal hacemos como alimento—; pero en esto precisamente estriba el
riesgo necromante de semejante proceder, porque el certero instinto del
vulgo, más desaprensivo en todo caso que el del sabio puesto que suele
detenerle en la senda delictiva el precepto del Código penal antes que
el propio imperativo de la conciencia, puede muy bien inferir que si es
preferible para tales casos el jugo del tiroides de un mamífero que el
de un ave, por ejemplo, preferible a todo, seria, en definitiva, la
tiroidina obtenida de un semejante nuestro. ¿Quién podría negar que
acaso un orden de consideraciones análogas llevó antaño a la humanidad
hasta el sacrificio humano y hacia la antropofagia?...
Para esclarecer, en lo posible este último punto, conviene sentar algunas premisas.
Todo pueblo salvaje, contra lo que erróneamente cree nuestra ciencia,
no es un pueblo primitivo, sino un pueblo degenerado. Como dice el
Vizconde de Figamiere en su obra Mundo, Submundo y Supramundo,
el estad o primitivo de la humanidad, como el de cada hombre en
particular, no es la barbarie, sino la inocencia: esa paradisíaca
sencillez de la Edad de Oro que nos pintan todas las religiones—y cuenta
con que toda religión, toda leyenda, es, científicamente, un fósil, de testimonio tan indeclinable como los fósiles óseos, valga el pleonasmo, en cuyo estudio se funda la Paleontología—. Así se
explica, por otra parte, el que todo pueblo salvaje tenga rasgos
rutinarios, reveladores de una cultura perdida; por ejemplo, los zodiacos y otros adornos científicos, que ningunas gentes de esta clase dejan de emplear sin conocer su
significado verdadero, por haberle perdido en tiempo inmemorial, al
perder su ancestral cultura.
Si alguna duda cupiese acerca de estos asertos, la finada guerra se
encargaría de desvanecerla. ¿No hemos visto, acaso, a la cultísima
Alemania, en la apoteosis de sus poderes militares e intelectuales,
lanzarse loca a una lucha tras la que se ha visto asomar la barbarie,
cuando no reinar como soberana? Suponed que semejante ideología de «
ciencia sin virtud», o de « fines, tenidos por buenos, queriendo
justificar los medios», hubiese triunfado. Entonces el dilema
inexcusable era: o el retorno a la plena vida animal y la muerte
consiguiente de la Humanidad, o la venida de una catástrofe como la de
la sumersión de la culta Atlántida, la necromante antecesora, junta con
la Lemuria, de todos cuantos pueblos yacen en el seno de la barbarie o
el salvajismo.
Y aquí, precisamente, está el nudo de la dificultad. Pueblos
antiquísimos como los de México, cuyos restos de una gran cultura aún
podemos admirar hoy mismo, tenían los sacrificios humanos por
institución esencialmente religiosa. El incruento Sacrificio de la Misa
católica, pareció abolir entre ellos, a raíz de la conquista, aquellos
cruentos sacrificios, cuya utilidad debió estar reconocida por los
sacerdotes y pueblos que en tan alta estima los tenían. Pero tales
pueblos, al comer las carnes de las víctimas del Teocalf o Templo, no
hacían sino continuar, con su grosería característica, el refinado
sacrificio de necromante perversidad antes operado por el sacerdote maya
en el recóndito seno del Santuario o Aditya, sacrificio que era, sin
duda, el de la extracción «para la efectiva salud del pueblo» de
aquellos jugos glandulares de piluitrina, adrenalina, tiroidina,
etcétera, que hoy también, aunque sólo de animales, ha llegado a extraer
nuestra ciencia médica. Por eso, el pistaco o sacerdote indio
de hoy, al inmolar en el dolmen a su víctima, con la acostumbrada
ceremonia religiosa productora de la antropofagia, aún abre a la víctima
el pecho y le extrae el corazón con su bárbaro cuchillo de sílex...
Antes de dejar estas tristes cuestiones por otras más gratas, hay que
decir dos palabras acerca del tan conocido famoso pacto diabólico,
espanto del medioevo e irrisión de nuestra sabia época, por aquello de
que solemos reírnos de lo que antes nos causara terrores.
Entreguémonos dóciles a semejantes burlas confesando paladinamente que creemos existe el pacto demoniaco en nuestros días igual que en la Edad Media, estribando la diferencia de unos con otros tiempos en el concepto que
formemos del Demonio, de ese dogma de ciertos hombres religiosos, y en
el que nos hagamos del tal pacto mismo.
El demonio existe, pero no como personaje real « con
cuernos, rabo» y demás adornos, sino que viene a ser para el teósofo la
personalización simbólica de los elementales, es decir, de esas
perversas entidades de lo astral, enemigas del hombre, tantas veces
citadas en el decurso de estas páginas. Por eso, si se nos pregunta si
cabe evo car al maligno con las acostumbradas fórmulas hechiceriles, o
con otras, diremos que no hay necesidad de ello, dado que toda mala obra
es una sugestión de tales entes o una invocación a los mismos. El
hombre que se somete a tales seres, por sus pasiones, hace ipso facto
pacto tácito con ellos, pues que les entrega el tesoro de su psiquis y
de su libertad a cambio de los siempre mentidos placeres, por ellos
mismos, o sea por nuestras pasiones, prometidos.
En mitos cual La oreja del diablo aparece bien clara esta
doctrina. Cuando el héroe Domicio corta al diablo la oreja,
inutilizándole, éste se resigna a no intervenir más en el mundo, bien
seguro de que « le bastan al hombre sus propias pasiones para hacer un
infierno en torno suyo.»
Además, todo acto que real izamos fuera de la ley natural, es una
abdicación de la soberanía de nuestro Espíritu sobre esas «almas
inferiores», mónadas de los componentes de nuestra propia carne, que
nunca deja de ser de este bajo mundo, es decir, una invocación
consciente o inconsciente a los malignos, a los «ladrones», de la
parábola evangélica que también figuran en Hillel, el maestro de jesús.
¡Y cuántos hombres que tienen hecho « tácito pacto con el demonio» no
se codean con nosotros todos los días!... Aquí, el negrero que,
sacrificando a sus semejantes con todo género de perfidias, ha logrado
ser rico..., ¡rico hasta el día en que la enfermedad, el crimen, el
remordimiento no lo sumen en el abismo de la pobreza efectiva! Allá, el
político desaprensivo que, mintiendo siempre y traicionando siempre,
logró escalar el Poder, hasta que el elemental de su tácito
pacto no le precipita por la Roca Tarpeya, desde su Capitolio. Acullá el
magistrado que vendió la justicia por el acostumbrado plato de
lentejas; el militar que amasó glorias tan falsas come fugaces con
sacrificio de millares de víctimas; el profesional, en fin, que
transformó en vil comercio de egoísmos su humano sacerdocio...
¡Todos, todos cayeron víctimas del pacto tácito con los tentadores de sus desatadas ambiciones!
¿A qué seguir, si ello está en la mente de todo el mundo? Nuestra
conciencia moral es como escollo marítimo siempre combatido por el
embate del mar y las tormentas de nuestras pasiones todas, pasiones sin
las cuales es imposible, por otra parte, nuestro progreso. Nuestra
conciencia, en efecto, es como la línea normal o perpendicular al plano
de la realidad de la vida, y las sugestiones de los elementales, siempre
deseosos de « pactar con nosotros nuestra ruina», son las oblicuas,
oblicuas tanto más peligrosas cuanto más se aparten del plano de la
perpendicular, que es la norma... Por eso todo criminal tiene hecho «su
pacto con el diablo», y los tesoros que por el «pacto» soñó con
adquirir, como todos los de la leyenda, no tardan en transformársele
cruel mente en polvo y ceniza... ¿Qué importa, pues, para el caso, el
que medie o no el pacto de sangre, si sangre, en el sentido simbólico,
es todo cuanto al hombre da la vida? Vendiendo la conciencia,
al tenor de la propuesta del tentador a jesús, citada en páginas
anteriores, se tiene todo en este mundo, pero en realidad se acaba no
sólo no logrando nada, sino aun perdiendo cuanto antes se tenía, como el
perro de la fábula, que soltó su presa de carne real. por atrapar la
que veía falazmente reflejada en las aguas del arroyo...
*
Parte no pequeña de la moral de «El alma de un violín» reza con todos los artistas.
La Maestra nos ofrece en su relato el contraste cruel que suele existir entre el artista y el hombre propiamente dicho.
Franz Stenio, en efecto, no tiene pero como músico. Constante en su
labor, ciego enamorado de su arte, sacrifica en los altares de la diosa
Armonia todo, todo: su juventud, sus ilusiones, su vida, haciendo
verdadero aquel dicho de Goethe de que «quien tiene un arte, no necesita
de ninguna otra religión más que la de su arte mismo.»
Pero, como dice la Maestra, la imaginación artística y la poesía
cerebral, sin el divino don de la Piedad, son facultades meramente
psíquicas, muy por bajo de la Realidad Una, representada en nosotros por
nuestro Espíritu.
Más temible pasión que la del usurero amontonando oro, es la de la
fama y del aplauso, que, con raras excepciones, se ceba en cuantos
hombres viven de los públicos. Sin necesidad de pensar en las diabólicas
manipulaciones atribuidas a Tartini, a Paganini o a Stenio, bien puede
creerse en la existencia de artistas capaces de inmolar sus afectos más
caros y sus más altos deberes, en aras del Moloch de una fama universal,
como aquéllos se dice inmolasen a sus seres queridos. ¿Y acaso, en
otros órdenes, no hay quien hace total abandono de sus deberes de aquí
abajo, con padre, hermano o hijo, para buscar entre las paredes de un
claustro a un Dios extracósmico que en su pecho yace oculto?. Por eso es
tan difícil de encontrar entre estos últimos a semidioses como
Beethoven, que supieron integrar ambas cosas, mereciendo por ello el
culto interior que les consagra la Humanidad agradecida.
Convengamos, pues, en que es más difícil aún ser hombre de bien que
ser artista, aunque al ojo vulgar no le parezca así. Finalicemos, pues,
este comentario haciendo notar el vigor de colorido con el que H. P. B.,
tan conocedora del corazón humano y de su eterna lucha con los
elementales, nos describe la horrible psicosis de su héroe. En vano
buscaréis en los tratados de Patología descripción más completa que la
que aquélla hace de esas dolencias que el cerebro físico sufre, pero que
no han sido contraídas por él, sino por su alma, víctima de la borrasca
de las pasiones.
Tampoco es para olvidada la enseñanza ocultista encerrada en los últimos párrafos acerca de las astrales agonías del doble
del viejo Klaus, hasta verse reintegrado en todas sus vísceras. Ello
nos recuerda la creencia griega acerca de los manes de los muertos sin
los consiguientes honores funerarios, o acerca de las almas de los
cristianos que desde el otro mundo piden misas. Siendo, en efecto, el
mundo astral una como continuación del mundo físico, natural es que en
él, seres poco evolucionados aún, sientan las mismas preocupaciones que
les caracterizasen en vida.