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VIII. Desgracias a granel

VIII. Desgracias a granel

Mis socios de Hamburgo apenas pudieron reconocerme, ¡tan enfermo y cambiado estaba! Al punto partí para Nuremberg.

Media hora después de mi llegada a la ciudad de Nuremberg, toda duda

relativa a la verdad de mi visión de Kioto había desaparecido. La

realidad era, si cabe, peor que aquélla, y en adelante estaba fatalmente

condenado a la vida más infeliz. Seguro podía estar de que, en efecto,

había visto uno por uno todos los detalles de la tragedia desgarradora:

mi cuñado destrozado por los engranajes de la máquina; mi hermana, loca

y próxima a morir, y mi sobrina, la flor más acabada de la Naturaleza,

deshonrada y en un antro de infamia; los niños pequeños muertos en un

asilo; bajo una enfermedad contagiosa, y el único sobrino que

sobrevivía, ausente de ignorado paradero. Todo un hogar feliz,

aniquilado, quedando yo tan sólo como triste testigo de ello en este

miserable mundo de desolación, deshonra y muerte. La brutalidad del

choque, el peso horrendo del enorme desastre, me hizo caer desvanecido,

pero no sin antes oir estas crueles palabras del burgomaestre:

—Si antes de partir de Kioto hubieseis telegrafiado a las autoridades

de la ciudad vuestra residencia y vuestra intención de regresar a

vuestro país para encargaros de vuestra familia, hubiéramos podido

colocarla provisional mente en otra parte, salvándolos así de su

destino; pero como todos ignorábamos que los niños tuviesen pariente

alguno, sólo pudimos internarlos en el asilo donde por desgracia han

sucumbido...

Este era el golpe de gracia dado a mi desesperación. ¡Sí, mi abandono

había matado a mis sobrinitos! Si yo, en vez de aferrarme a mis

ridículos escepticismos, hubiese seguido los consejos del bonzo Tamoora y

dado crédito a la desgracia que por clarividencia y clariavidiencia me

había hecho ver y oir el yamabooshi, aquello se hubiera podido evitar

telegrafiando a las autoridades antes de mi regreso. Acaso podría, pues,

no alcanzarme la censura de mis semejantes; pero jamás podría ya

escapar a las recriminaciones de mi propia conciencia, ni a la tortura

de mi corazón en todos los días de mi vida. Allí fué, entonces, el

maldecir mis pertinaces terquedades; mi sistemática negación de los

hechos que yo mismo había visto, y hasta mi torcida educación. El mundo

entero no había sabido darme otra..

Me sobrepuse a mi dolor, en un supremo esfuerzo, a fin de cumplir un

último deber mío para con los muertos y con los vivos. Pero una vez que

saqué a mi hermana del asilo e hice que viniese a su lado a su hija para

asistirla en sus últimos días, no sin obligar a confesar su crimen a la

infame judía, todas mis fuerzas me abandonaron, y una semana escasa

después de mi llegada convertíme en un loco delirante atrapado bajo la

garra de una fiebre cerebral. Durante algún tiempo fluctué entre la

muerte y la vida, desafiando la pericia de los mejores médicos. Por fin

venció mi robusta constitución, y, con gran pesar mio, me declararon

salvado... ¡Salvado, si, pero condenado a llevar eternamente sobre mis

hombros la carga aborrecible de la vida, sin esperanza de remedio en la

tierra y rehusando creer en otra cosa alguna más que en una corta

supervivencia de la conciencia más allá de la tumba, y con el aditamento

insufrible de la vuelta inmediata, durante los primeros días de la

convalecencia, de aquellas inevitables visiones, cuya realidad ya no

podía negar, ni considerarlas de allí en adelante como las hijas de un

cerebro ocioso, concebidas por la loca fantasía., sino la fotografía de

las desgracias de mis mejores amigos! ¡Mi tortura era, pues, la del

Prometeo encadenado, y durante la noche una despiada la y férrea mano de

hierro me conducía a la cabecera de la cama de mi hermana, forzado a

observar hora tras hora el silencioso desmoronarse de su gastado

organismo, y a presenciar, como si dentro de él estuviese, los

sufrimientos de un cerebro deshabitado por su dueño, e imposibilitado

reflejar ni transmitir sus percepciones. Aún había algo peor para mí, y

era el tener que mirar durante el día el rostro inocente e infantil de

mi sobrinita, tan sublimemente pura en su misma profanación, y

presenciar durante la noche, con el retorno de mis visiones, la escena,

siempre renovada de su deshonra... Sueños de perfecta forma objetiva,

idénticos a los sufridos en el vapor, y noche tras noche repetidos...

Algo, sin embargo, se había desarrollado nuevo en mí, cual la oruga

que, evolucionando en crisálida, acaba por transformarse en mariposa, el

símbolo del alma; algo nuevo y transcendental había brotado en mi sér

de su antes cerrado capullo, y veía ya, no sólo como en un principio y

por consecuencia de la identificación de mi naturaleza interna con la

del dai-djin obsesor, sino por el espontáneo desarrollo de un nuevo

poder personal y psíquico que aquellas infernales criaturas trataban de

impedir, cuidando de que no pudiese ver nada elevado ni agradable. Mi

lacerado corazón era fuente ya de amor y simpatía hacia todos los

dolores de mis semejantes, cual si un corazón nuevo fluyese fuera del

corazón físico, re percutiendo fuertemente en mi alma separada del

cuerpo. Así, ¡infeliz de mí!, tuve que apurar hasta las heces del

sufrimiento por haber rechazado en Kioto la purificación ofrecida,

purificación en que tardíamente creía ya, bajo el insoportable yugo de

dai-djin.

Poco falta de mi triste historia. La pobre mártir de mi hermana loca,

falleció, al fin, víctima de la tisis; su tierna hija no tardó en

seguirla. En cuanto a mí, ya era un anciano prematuro de sesenta años,

en lugar de treinta. Incapaz de sacudir mi yugo, que me mantenía tan al

borde de la locura, tomé la resolución heroica de tornar a Kioto,

postrarme a los pies del yamabooshi, pedirle perdón por mi necedad y no

separarme de su lado hasta que aquel espíritu infernal que yo mismo

había evocado, y del que mi incredulidad me impidió el separarme, fuese

ahuyentado para siempre...

Tres meses después, me vi nuevamente en mi casa japonesa al lado del

venerable bonzo Tamoora Hideyeri, para que me condujese, sin perder un

momento, a la presencia del santo asceta... La respuesta del bonzo me

llenó de estupor. ¡El yamabooshi había abandonado el país sin que se

supiese su paradero y, según su costumbre, no tornaría al país hasta

dentro de siete años!

Ante tamaño contratiempo fuí a pedir ayuda y protección a otros

santos yamabooshis, y aun cuando sabía harto bien que en mi caso era

inútil el buscar otro Adepto eficaz que me curase, mi venerable amigo

Tamoora hizo cuanto pudo por remediar mi desgraciada situación. ¡Todo en

vano!; aquel gusano roedor amenazaba siempre acabar con mi razón y con

mi vida. El bonzo y otros santos varones de su fraternidad me invitaron a

que me incorporase a su instituto, diciéndome:

—Sólo el que evocó sobre vos el dai-djin es quien tiene el poder de

ahuyentarle. Interin llega, la voluntad y la firme fe en los nativos

poderes inherentes a nuestra alma es la que os puede servir de lenitivo.

Un «espíritu» de la perversión de éste puede ser desalojado fácilmente

de un alma en un principio, pero si se le deja apoderarse de ella, como

en vuestro caso, se hace punto menos que imposible el desarraigar a

tamaño ente infernal, sin poner en gran peligro la vida de la víctima.

Agradecido, acepté lo que aquellos piadosos varones me proponían. No

obstante el demonio de mi incredulidad, tan arraigada en mi alma como el

propio dai-djin, me esforcé en no perder aquella mi última probabilidad

de salvación. Arreglé, pues, mis negocios comerciales. A pesar de mis

pérdidas, vime sorprendido con que poseía una regular fortuna, aunque

las riquezas, sin nadie con quien compartirlas, ya no tenían atractivo

alguno para mí, porque, con el gran Lau-tze, había ya aprendido que el

conocimiento, la distinción entre lo que es real y lo que es ilusorio,

es el áncora de salvación contra los embates de la vida. Asegurada una

pequeña renta, abandoné el mundo e incorporéme al discipulado de «los

Maestros de la Gran Visión», en un retiro tranquilo y misterioso, donde,

en soledad y silencio, llevo sondados mil hondos problemas de la

ciencia y de la vida, y leído numerosos volúmenes secretos de la

biblioteca oculta de Tzionene, mediante lo que he logrado el dominio

sobre ciertos seres del mundo inferior. Pero no pude conseguir el gran

secreto del señorío sobre los funestos dai—djin. La clave sobre tan

peligroso elemental sólo es poseída por los más altos iniciados de

aquella Escuela de Ocultismo, pues hay que llegar antes a la suprema

categoría de los santos yamabooshis. Mi eterno y nativo escepticismo era

siempre un obstáculo para grandes progresos, y así, en mi nueva

situación serenamente ascética, los consabidos cuadros se reproducían de

cuando en cuando sin que lo pudiese evitar, por lo que convencido de mi

ineptitud para la condición sublime de un Adepto ni de un Vidente,

desistí de continuar. Sin esperanzas ya de perder por completo mi don

fatal, regresé a Europa, confinándome en este chalet suizo, donde mi

desgraciada hermana y yo hemos nacido, y donde escribo.

—Hijo mío—me había dicho el noble bonzo—, no os desesperéis.

Considerad como una mera consecuencia de vuestro karma lo que os ha

sucedido. Ningún hombre que voluntariamente se haya entregado al señorío

de un dai-djin puede esperar nunca el alcanzar el estado de yamabooshi,

Arahat o Adepto, a menos de ser purificado inmediatamente. Al igual de

la cicatriz que deja toda herida, la marca fatídica de un dai-djin no

puede borrarse jamás de un alma hasta que ésta sea purificada por un

nuevo nacimiento. No os desalentéis, antes bien, resignaos con vuestra

desgracia que os ha conducido más o menos tortuosamente a adquirir

ciertos conocimientos transcendentes, que de otro modo habríais

despreciado siempre. De tamaño conocimiento no os podrá despojar nunca

el más poderoso dai-djin. ¡Adiós, pues, y que la gran Madre de

Misericordia os conceda su protección augusta y su consuelo...!

Desde entonces, mi vida de estudioso anacoreta ha hecho mucho más

tardías mis visiones; bendigo al yamabooshi que me sacara del abismo de

mi materialismo primitivo, y he mantenido la más fraternal de las

correspondencias con el bonzo Tamoora Hindeyeri, cuya santa muerte,

gracias a mi funesto don, tuve el privilegio de presenciar a tantosmiles

de leguas, en el instante mismo en que ocurría.

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