Páginas Ocultistas y Cuentos Macabros

VI

VI

El momento supremo llegó: Franz Stenio se hallaba en su puesto,

tranquilo y sonriente. El teatro estaba lleno de bote en bote y mucha

gente había quedado fuera pretendiendo entrar por dinero o por favor. Un río de oro desaguaba, pues, en el bolsillo del avaro Paganini, seguro,

además, de su triunfo artístico.

Tocábale empezar al famoso maestro. Cuando, dueño perfecto del

público, salió a escena con su estradivarius, estalló una frenética

tempestad de aplausos, que duró largo rato, haciendo retemblar las

paredes del salón. En medio del más religioso silencio, preludió sus

célebres variaciones de «La Bruja», interrumpidas por mal contenidos

¡bravos! Al acabarlas de un modo prodigioso, aquello fué el delirio de

entusiasmo, hacienda creer al joven Stenio, durante largo rato, que su

turno no le llegaría nunca, o que el público, creyendo insuperable la

ejecución que acababa de oír, ni se prestaría a escucharle siquiera. Por fin, el maestro, abrumado por tantos lauros, pudo retirarse del

escenario, pero no sin tropezar su desdeñosa mirada triunfal con la

serena y retadora del joven Franz, que se disponía para su faena.

La frialdad más glacial acogió las primeras notas de Stenio, sin que

el presagio de tan mal comienzo le desconcertase lo más mínimo. Pálido,

erguido, sereno, con la más despreciativa sonrisa en sus delgados

labios, continuó, sin embargo, impasible y seguro de si mismo.

Al avanzar las notas del preludio, una extraña reacción se operó en

el público. Si, aquella hábil factura musical era la misma de Paganini,

se dijeron pronto todos, pero era algo más también, sin disputa. No

pocos llegaron a pensar que jamás habla mostrado tan exlraordinaria

originalidad el artista italiano, ni aun en sus momentos más sublimes.

Las cuerdas aquellas, pisadas por los largos y enérgicos dedos del joven Stenio, vibraban, temblaban sobrehumanas, cual los intestinos aún

palpitantes de la víctima bajo el escalpelo del disector; gimiendo en

extraña melodía, como el lamento angélico de un niño moribundo. Aquellas no eran, no, las resonancias ordinarias de unas cuerdas, sino notas de

la lira de Orfeo, evocadas por la mirada satánica y siempre fija en

ellas de aquellos sus ojazos azules. En torno, sí, de aquel novísimo

mago del arte, los sonidos parecían colorearse y tomar formas tangibles, como criaturas brotadas de las cuerdas al conjuro del joven artista,

criaturas infernales, informes, burlonas, proteicas, en la más brujesca

de las danzas macabras, mientras que allá en las sombrías interioridades del escenario parecían estarse representando al par las mayores

lubricidades, los más sabáticos y monstruosos himeneos...

El público vióse así presa bien pronto de la más inevitable

alucinación colectiva. Paralizados todos, e impotentes para romper el

peligroso encanto, todos yacían pálidos y jadeantes, acurrucados en sus

asientos respectivos, con el frío sudor de la muerte. Todas las delicias del opio, todos los ensueños mórbidos de los paraísos artificiales

ensoñados en sus pipas por los más perturbados fantaseadores coránicos,

con huríes seductoras en cuyos labios de fuego libasen a un tiempo la

vida y la muerte, estaban allí, y el público entero vivía, horrorizado y agónico, el veneno de aquel enloquecedor delirio.. Las señoras

chillaban y se desmayaban, los hombres rechinaban los dientes y

crispaban las manos con ardores de calentura...

Llegó así el finale, a un tiempo mismo anhelado y temido,

después de un verdadero terremoto de entusiasmo y frenesí. Un último y

radiante saludo del joven Stenio, y héle ya alzando su arco para atacar

triunfante el alegro famoso. Entonces sus ojos tropezaron un momento con los de Paganini, quien sentado tranquilamente en el palco del

empresario, no se había quedado atrás en sus aplausos, aunque sus

ojillos, negros y penetrantes como puñales, mostraban la más impasible

indiferencia, fijos, no en Franz, sino en las misteriosas cuerdas del

estradivarius. Aquello estuvo a punto de turbar al joven, pero se

repuso, y dejando caer gallardamente el arco, dió, al punto, las

primeras notas.

El entusiasmo del público llegó entonces a su paroxismo, porque era

ya indudable que las mágicas voces de mil brujas, sonaban allí mismo en

los ámbitos de la escena. Aquí ladraban con ella rabiosos perros y

aullaban lobos y tigres famélicos; allá silbaba la serpiente venenosa;

chirriaba la corneja, rugía el león, gemía el viento, estallaba el

trueno, cantaban, al par, en fin, el ruiseñor y el grillo... Luego el

cromatismo de las últimas escalas, no parecía sino las desenfrenadas

carreras y vuelos de las malditas, en una saturnal sin precedentes en

las noches de Walpurgis...

Pero en los momentos mismos de aquella satánica apoteosis del

delirio; en mitad de una de las escalas cromáticas postreras, acaeció

una cosa extraña sobre toda ponderación. Los sonidos se habían hecho

inconexos, contradictorios, inarmónicos, absurdos, mientras que del

fondo de la caja sonora surgía la voz cascada y chillona del anciano

Samuel Klaus, que, espeluznante y mortal, le decía:

—¿Cumplí o no cumplí mi promesa, Franz, hijo querido? ¿Estás ya, pues, contento de mí y de mi sacrificio?

A la diabólica aparición de aquella voz, el encanto funesto quedó

roto al punto, y libre ya con ello el público de la fascinación que le

había dominado hasta entonces, prorrumpió en carcajadas estruendosas, en burlas y en silbidos. Los músicos de la orquesta, pálidos aun por las

emociones macabras anteriormente sufridas, se desternillaban de risa

sobre sus atriles, y el auditorio en masa se levantó y requirió la

puerta riendo ruidosamente, aunque sin acertar con la clave de aquel

enigma. Mas, bien pronto hubo de quedarse petrificado todo aquel agitado mar de butacas y palcos, porque todos los circunstantes percibieron

algo que les heló de espanto. Las hermosas facciones juveniles de Franz

Stenio cambiaron y envejecieron en un segundo; su gallardo cuerpo se

encorvó al instante como bajo el peso de los años... Los más sensitivos

fueron más allá aun, en sus videncias, puesto que, surgiendo del cuerpo

de Franz como un vapor giratorio y opalino, pronto vieron formarse una

blanca nube que se contorneó en derredor de esta otra forma más amplia y amenazadora: la del viejo maestro Samuel Klaus, gruñona y grotesca, con

el vientre sangrando y con los intestinos tendidos sobre la caja del

violín, mientras con frenético movimiento, ya de un condenado eterno,

Franz, rascaba y rascaba con su arco sobre aquellas cuerdas humanas,

como esas figuras malditas talladas en los románicos capiteles del

medioevo...

El pánico fué general: cada cual ganó enloquecido la puerta exterior

como mejor pudo, aterrados por los estallidos consecutivos como cuatro

grandes truenos de las cuerdas fatídicas, que se arrancaban con

violencia

Los pocos que acudieron a la escena para socorrer al desdichado

artista, le hallaron con el violín hecho pedazos y con las cuerdas

enrolladas en su cuello, como serpientes vengadoras que le acababan de

ahogar.

Cuando la gente de fuera se hubo informado del desgraciado fin de

Franz Stenio sin dejar para pagar su entierro ni la cuenta de su hotel,

Nicolás Paganini, aunque avaro siempre y en todo momento, se apresuró a

satisfacer ambas por entero, y a recoger también hasta las últimas

astillas del destrozado violín.

¿Por qué lo haría?...

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