IV. Visión de horrores
IV. Visión de horrores
¿Dónde estoy? ¿Qué me acontece?, preguntéme ansiosamente tan luego
como, al cabo de un tiempo cuya duración me sería imposible de precisar,
torné a hallarme en posesión de mis sentidos, advirtiendo, con
sorpresa, que me movía rapidísimo hacia adelante, a la vez que
experimentaba una rara y extraña sensación como de nadar en el seno de
un agua tranquila, sin esfuerzo ni molestia alguna y rodeado por todas
partes de la obscuridad más completa. Diríase que bogaba a lo largo de
una inacabable galería submarina y llena de agua; de una tierra
densísima, al par que perfectamente penetrable, o de un aire no menos
sofocante y denso que la tierra misma, aunque ninguno de aquellos
elementos me molestase lo más mínimo en mi desenfrenada marcha de humano
proyectil lanzado hacia lo desconocido..., mientras que aun sonaba el
eco de aquella mi última frase: «deseo saber las razones por las que mi
hermana querida guarda tan prolongado silencio para conmigo que... Pero
de cuantas palabras constaba aquella frase, sólo una, la de «saber»,
perduraba angustiosa en mi oído, viniendo a mí cual una criatura
viviente que con ello me obsesionase.
Otro movimiento más rápido e involuntario, otra nueva zumbullida en
aquel tan informe como angustioso elemento, y héme aquí ya, de pie,
efectivamente de pie, dentro del suelo, amacizado por todos lados en una
tierra compacta, y que resultaba, sin embargo, de perfecta
transparencia para mis perturbadísimos sentidos. ¡Cuán absurda, cuán
inexplicable situación! Un nuevo instante de suprema angustia, y héme
ahora ¡horror de horrores! con un negro ataúd tendido bajo mis pies; una
sencilla caja de pino, lecho postrero de un desdichado que ya no era un
hombre de carne, sino un repugnante esqueleto, dislocado y mutilado,
cual víctima de nueva Inquisición, mientras la voz aquella, mía y no mía
a la vez, repetía el eterno sonsonete postrero «de...saber las razones
por las que... sonando junto a mi, pero como proviniendo, no obstante,
de la más apartada lejanía y despertando en mi mente la idea de que en
todas aquellas intolerables angustias no llevaba empleado tiempo alguno,
pues que estaba pronunciando, todavía las palabras mismas con las que
en Kioto, al lado del yamabooshi, empezaba a formular mi anhelo de saber
lo que a mi pobre hermana acontecía a la sazón.
Súbito, aquellos informes y repugnantes restos principiaron a
revestirse de carne y como a recomponerse en el más extraño de los
retornos retrospectivos, hasta reintegrar el aspecto normal de un hombre
cuya fisonomía ¡ay! me era harto conocida, pues que resultaba nada
menos que el marido de mi pobre hermana, a quien tanto había amado
también; pero a quien, en medio de la mayor indiferencia, veía ahora
destrozado como si acabase de ser víctima de un accidente cruel. —¿Qué
te ha ocurrido, desdichado?—traté de preguntarle.
En el inexplicable estado en que yo me hallaba, no bien me formulaba
mentalmente una pregunta cualquiera, la contestación se me presentaba
instantánea cual en un panorama retrospectivo. Vi, pues, así, en el acto
y detalle tras detalle, todas las circunstancias que rodearon a la
muerte de mi desdichado Karl, a saber: que el principal de la fábrica,
en la que, lleno de robustez y de vida, él trabajaba, había traído de
América y montado una monstruosa máquina de aserrar maderas; que éste,
para apretar una tuerca o examinar el motor, había tenido un momento de
descuido; y que había sido cogido por el juego del volante, precipitado,
hecho trizas, antes de que los compañeros pudieran correr en su
auxilio... ¡Muerto, triturado, transformado en horrible hacinamiento de
carne y de sangre, que, sin embargo, no me causaba la emoción más
ínfima, cual si de frío mármol fuese!
En mi macabra, aunque indiferente pesadilla, acompañé al cortejo
funerario. Nos detuvimos en la casa de la familia y, como si se tratase
de otro que no fuera yo, presencié impasible la escena de la llegada a
ella de la espantosa noticia con sus menores detalles; escuché el grito
de agonía de mi enloquecida hermana; percibí el sordo golpe de su
cuerpo, cayendo pesadamente sobre los restos de su esposo, y hasta oí
pronunciar mi nombre. Pero no se crea que lo percibía como de ordinario,
sino mucho más intensamente, pues que podía seguir con la más impasible
de las curiosidades indiscretas, el sacudimiento y la perturbación
instantánea de aquel cerebro al estallar la escena; el movimiento
vermiforme y agigantado de las fibras tubulares; el cambio fulgurante de
coloración en el encéfalo y el paso de la materia nerviosa toda desde
el blanco al escarlata, al rojo sombrío y al azul: un como relámpago
lívido y fosfórico seguido de completa obscuridad en los ámbitos de la
memoria, cual si aquella fulguración surgida de la tapa del cráneo, se
ensanchase dibujando un contorno humano, duplicado, desprendido del
inerte cuerpo de mi hermana, que se iba extendiendo y esfumando,
mientras que yo me decía a mí mismo: ¡Esto es la locura, la incurable
locura de por vida, pues que el principio inteligente, no sólo no está
extinguido temporalmente, sino que acaba de abandonar para siempre el
tabernáculo craneano, arrojado de él por la fuerza terrible de la
repentina emoción.. «El lazo entre la esencia animal y la divina se
acaba de romper», me dije, mientras que al oir el término «divino» tan
poco familiar en mí, «mi Pensamiento» se echó con a reir... al par que
seguían resonando corno en el primer momento el final de mi inacabable
frase...» saber las razones por las que mi hermana querida guarda
tan...»
Al conjuro de mi inacabable pregunta, la escena reveladora continuó.
Vi a la madre, a mi propia hermana, convertida en una infeliz idiota en
el manicomio de la ciudad, y a sus siete hijos menores en un asilo,
mientras que mis predilectos, el chico, de quince años, y la chica
mayor, de catorce, se ponían a servir como criados. El capitán de un
buque mercante se llevaba a mi sobrino, y una vieja hebrea adoptaba a la
pobre niña.
Yo seguía anotando en mi mente todos aquellos horripilantes detalles,
con una indiferencia y una sangre fría pasmosas. La misma idea de
horrores debe entenderse como algo ulterior, pues que yo no sentía, en
verdad, horror alguno, ni durante toda la visión aquélla experimenté la
noción más débil de amor ni de piedad, porque mis sentimientos parecían
paralizados, abolidos, al igual de mis sentidos externos... Sólo al
volver en mi fué cuando pude darme cuenta en toda su enormidad de
aquellas pérdidas irreparables, y por ello confieso que no poco de lo
que siempre negara obstinadamente, me veía a admitirlo, en vista de
tamañas experiencias. Si alguien me hubiese dicho antes que el hombre
podía actuar fuera de su cuerpo, pensar fuera de su cerebro y ser
transportado mentalmente a miles de leguas de distancia de su carne por
medio de un poder incomprensible y misterioso, al punto la hubiera
deputado por loco, ¡y, sin embargo, este loco soy yo! Diez, ciento, mil
veces durante el resto de mi miserable existencia, he pasado por
semejante vida fuera de mi cuerpo. ¡Hora funesta fué aquella en que fué
despertado en mí por vez primera tan terrible poder, pues ya ni el
consuelo me queda de poder atribuir tales visiones de sucesos distantes a delirios de la locura!... Si un loco ve lo que no existe, mis visiones,
¡ay!, han resultado, por el contrario, infaliblemente exactas, para
desgracia mía.
Pero sigamos con mi narración.
Apenas había visto a mi infeliz sobrina en su albergue israelita,
cuando percibí un segundo choque de la misma naturaleza que el primero
que me había lanzado y hecho bogar a través de las entrañas de la
Tierra. Abrí nuevamente los ojos y me hallé en el mismo punto de
partida, fijando casual mente mi vista en las manecillas del reloj, que
marcaban, ¡absurdo misterio! las cinco y siete minutos y medio... ¡Todas mis espantosas experiencias se habían desarrollado, pues, en sólo medio minuto!
Aun esta misma noción del brevísimo instante transcurrido entre el
momento en que miré al reloj al tomar el espejo de manos del yamabooshi y aquel otro momento de medio minuto después, es también un pensamiento
posterior. Iba ya a desplegar los labios para seguirme burlando del
yamabooshi y de su experimento, cuando el recuerdo completo de cuanto
acababa de ver fulguró cual vívido relámpago en mi cerebro. Un grito de
desesperación suprema se escapó de mi pecho, y sentí como si la creación
entera se desplomase sobre mi cabeza en un caos de ruina y desolación.
Mi corazón presentía ya el destino que me aguardaba, y un fúnebre manto
de tristeza cayó fatal sobre mí para todo el resto de mi vida...