Los "espíritus" vampiros
Los "espíritus" vampiros
Nada existe inhabitado en la Naturaleza.— En los «espíritus»
de semimuerte y los enterramientos prematuros.
Cada una de las cosas organizadas de este mundo, tanto del
visible como del invisible, tiene un elemento apropiado para sí misma.
El pez vive en el agua; la planta consume el ácido carbónico, el cual,
por el contrario, es mortal para el animal y el hombre. Algunos seres
están organizados para vivir en las capas más enrarecidas del aire;
otros en las más densas. La vida, para unos, pende de la luz del sol,
mientras que para otros precisa de la obscuridad. De este modo la sabia
economía de la Naturaleza adapta siempre alguna forma viva a cada una de
las condiciones existentes. Estas analogías permiten inferir que en
toda la Naturaleza no existe punto alguno inhabitado, y que además cada
cosa viviente cuenta con cuantas condiciones se precisan para su vida.
Ahora bien; admitiendo que en el universo existe una parte invisible, la
disposición inmutable de la Naturaleza autoriza la conclusión de que
semejante parte está ocupada, ni más ni menos que la parte visible, y
desde el momento en que existen espíritus, fuerza es aceptar la existencia de una gran diversidad de los mismos, dentro de su mundo respectivo.
Decir que todos los espíritus son iguales entre sí, o que
están adapta dos a un mismo medio ambiente, o, en fin, que poseen
poderes idénticos, o que obedecen a las mismas afinidades y atracciones,
sería tan absurdo como pensar que todos los animales son anfibios, o
que todos los hombres pueden nutrirse con la misma clase de alimentos.
Razonable es, pues, el suponer que los espíritus más groseros
están sumergidos en los más profundos abismos de la atmósfera
espiritual, es decir, de lo más cercano a nuestra tierra, mientras que
las naturalezas más puras, están muchísimo más lejos del terrestre
ambiente... Suponer lo contrario y pensar que cualquiera de estos grados
de espíritus pueden ocupar el sitio ni las condiciones de los
otros, equivaldría como a esperar que en ley de hidráulica do líquidos
de diferentes densidades pueden cambiar el grado que Je corresponde en
el aerómetro de Baumé.
Görres relata (Mystiques, III, 63) una conversación que él
tuvo con algunos hindúes de la costa de Malabar. Habiéndoles preguntado
si entre ellos se presentaban espíritus o apariciones respondieron: «—Sí; pero son malos espíritus. Los buenos se aparecen poquísimas veces. Los malos espíritus aquellos son generalmente los de los suicidas y personas asesinadas, es decir, de las que han muerto de un modo violento, quienes revolotean
en torno nuestro y se nos aparecen como fantasmas, engañando a las
gentes de cortos alcances y tentando a las demás personas de mil maneras
diferentes, siéndoles la noche especial mente favorable para ello.»
Porfirio (De Sacrificiis; capítulo de El verdadero culto)
nos presenta sobre esto algunos hechos repugnantes cuya verdad está
comprobada por la experiencia de todos los estudiantes de magia. «El
alma de las gentes perversas— dice—tiene, aun después de la muerte,
cierto apego a su cuerpo y una afinidad hacia él proporcionada a la
violencia con que se quebrantó su unión. Por eso nosotros, cuando
desarrollamos ciertas facultades, podemos ver a muchos espíritus
cernerse, poseídos de desesperación, en torno de sus restos terrenales y
hasta buscar anhelantes los pútridos despojos de otros cuerpos, y,
sobre todo, la sangre recientemente derramada, la que, por un momento,
parece comunicarles algunas de las facultades de la vida,» Si algún
espiritista pone en duda las palabras del gran teurgo, no tiene más que
ensayar en sus sesiones de materialización los efectos de una poca de
sangre humana fresca. «Los dioses y los ángeles se nos aparecen—dice
Jámblico— en medio de paz y de Armonía, y los demonios malos,
revolviéndolo todo sin orden ni concierto... En cuanto a las almas ordinarias, es muy raro el que podamos percibirlas.»
El alma, en efecto, nace en este mundo abandonando el otro mundo,en
el cual ha existido antes de encarnar en la Tierra... Ella parece luego
morir cuando se separa de su cuerpo, en el cual como en frágil barca ha
cruzado por esta vida... Pero esta muerte no aniquila el alma, sino que
la transforma tan sólo, ora en un sér protector de esos que los romanos
conocían y reverenciaban con tal nombre y con el de manes, penates y lares, ora, si ha sido perverso, en una larva, un lemur,
un espíritu errante, terror de los malvados... Cuando por razón de
vicios, crímenes y pasiones animales un espíritu desencarnado ha caído
en la octava esfera: el Hades alegórico pagano o el gehnna
de la Biblia, que es la región más próxima a nuestra Tierra, puede
arrepentirse con el vislumbre de razón y de con ciencia que aún
conserva... Un ardiente deseo de resarcirse de sus sufrimientos; un
ferviente anhelo de retorno, pueden conducirle de nuevo hacia la
atmósfera terrestre, donde quedará errante y sufriendo más o menos en su
triste soledad. Sus instintos le impulsarán a buscar con avidez el
contacto de los vivos..
Tales espíritus son los invisibles, pero demasiado palpables
vampiros magnéticos; los demonios subjetivos tan bien conocidos por las
monjas y frailes extáticos de la Edad Media y por los «brujos» a
quienes tanta celebridad dió el Martillo de Hechiceros; verdaderos clarividentes sensitivos según sus propias confesiones. Son los demonios sanguinarios de Porfirio; las larvas y lemures
de los antiguos; los abominables instrumentos de sugestión que
condujeron a tantas desgraciadas y débiles víctimas al tormento y al
patíbulo. Orígenes sostiene que cuantos demonios obsesionaban a los
energúmenos del Nuevo Testamento eran «espíritus
humanos»...Moisés sabía perfectamente quiénes eran estos desgraciados y
no ignoraba las tremendas consecuencias a que estaban expuestas las
personas que cedían a tales influencias demoníacas, por cuyo motivo
promulgó sus terribles decretos contra tales «brujos». Jesús, en cambio,
lleno de justicia y de divino amor hacia la Humanidad, se limitaba a curarlos en lugar de matarlos.
Más tarde, andando los tiempos, nuestro clero, el pretendido modelo de
virtudes cristianas, siguió la ley de Moisés, prescindiendo de Aquel a
quien llamaban «su Dios Vivo», y quemaron por millares a los pretendidos
«hechiceros». ¡Hechicero! ¡fatídico nombre que llevaba aparejada antaño
la muerte más ignominiosa y que hoy día, levanta, en cambio, una
tempestad de sarcasmos y de ridículo!...
La historia de los sortilegios de Salem, tal como los encontramos
registrados en las obras de Cotton, Mather, Calef, Upham y otros, son un
trágico capítulo de la historia de Norteamérica, que jamás ha sido
descripto de acuerdo con la verdad de los hechos.
En el pueblo de Salem Vitcheraft, cuatro o cinco muchachas se sintieron convertidas en médiums
espontáneas, como hoy diríamos, por haber convivido con una negra india
del Oeste norteamericano, quien era muy ducha en tas operaciones de
magia negra conocidas por rito de Obeah. Las indicadas
muchachas se empezaron a sentir como maltratadas por alfilerazos,
pellizcos y mordiscos en diferentes partes de su cuerpo, debidos a
invisibles espectros que no las dejaban un momento de reposo. La célebre
Narración de Deodal Lawson (Londres, 1704), consigna que
aquellos espíritus, obsesores de las muchachas, las maltrataban por el
conocido método hechiceril del emboutement, o sea de las
figurillas. de cera, trapos, etcétera, representando a las víctimas, y
sobre las que clavaban los alfileres, daban los pellizcos, etc., que
luego, por telepatía, experimentaban las infelices jovenzuelas». Mr.
Upham nos refiere que Abigail Hobles, una de estas muchachas, reconoció
que había hecho pacto con el diablo, «el cual se le aparecía bajo la
forma de un mancebo, y le mandaba que atormentase a las doncellas a
quienes conocía, llevándole imágenes de madera que más o menos se les
pareciesen y espinas para clavarlas en dichas imágenes, lo cual hacía
ella al pie de la letra, con estas últimas, recibiendo entonces aquellas
muchachas idéntico dolor al que experimentarían si las propias espinas
se clavasen en sus carnes.»
Todos estos lamentables hechos históricos cuya validez ha sido
comprobada por el irrecusable testimonio de los Tribunales que
entendieron en la causa, confirma la doctrina de Paracelso, siendo por
demás sorprendente que un sabio tan sesudo como Upham, haya podido
acumular en las mil páginas de sus dos volúmenes, semejante masa de
evidencia legal, para demostrar la intervención en aquellos hechos de
almas ligadas aun a la Tierra y de los maliciosos espíritus de la
Naturaleza, sin sospechar la verdad ocultista que se halla detrás de
estas tragedias, ya que hace algunos siglos que Lucrecio ponía en boca
del viejo Ennius estas frases de perfecto ocultismo, que dicen:
Bis duo sunt hominis: mane, caro, spiritus, umbra;
Orcus habet manes.
Respecto de esta clase de hechos, por increíbles que hoy parezcan
a nuestro escepticismo, no debemos preguntarnos, imparciales, cuál de
los autores antiguos menciona hechos de índole tan aparentemente
sobrenatural, sino más bien, quién de ellos es el que no los menciona.
En la Odisea de Homero (v. 82) hallamos a Ulises evocando el espíritu de
su amigo el adivino Tiresias, mediante la ceremonia de la «fiesta de la
sangre.» El héroe de Troya desenvaina su espada, ahuyentando con ella a
los millares de sedientos fantasmas atraídos por el cruento sacrificio,
y su mismo amigo Tiresias no se atreve a acercarse al hoyo sangriento,
mientras que Ulises blande el arma homicida... Al troyano Eneas, en la
Eneida de Virgilio (libro VI, v. 260), al tratar de descender al reino
de las sombras, la Sibila que le guía a sus umbrales, le ordena que
desenvaine su espada y se abra paso a través de la compacta muchedumbre
de las fugaces sombras que le obstruyen sedientas su camino:
Tuque invade viam, vaginâque eripe ferrum.
Glanvil, en su Sadducismus Trlumphatus, da una reseña maravillosa
de la aparición del «tamborilero de Tedworth., acaecida en 1661, y en
la cual el scin—lecca, o duplicado del brujo tamborilero, se asustaba
grandemente a la vista de una espada. Psellus, en su obra De Daemon,
hace una larga narración acerca del terrible estado en que se vió sumida
su cuñada por la posesión de un daimon elementario, y de cómo fué
curada aquélla por el conjurador Anaphalangis, quien comenzó amenazando
con la espada desenvainada al invisible obsesor de aquel cuerpo, hasta
lograr que le desalojase. Psellus expone luego el catecismo de la
demonología en estos o parecidos términos:
«¿Deseáis saber sí los cuerpos invisibles de los espíritus pueden ser
heridos con una espada u otra arma cual quiera? Pues sabed que sí, que
pueden serlo. Un objeto d uro arrojado contra ellos les causará el
correspondiente dolor como si aun viviesen aquí abajo; porque, aunque
sus cuerpos no estén ya formados de las substancias resistentes que los
nuestros, no por ello dejan de ser sensibles, porque en los seres
dotados de sensibilidad no son únicamente sus nervios los que tienen la
facultad de sentir, sino que también la tiene el espíritu que reside en
ellos... Sin auxilio de organismo físico alguno, el espíritu ve, oye y
siente cualquier contacto... Si le dividís en dos, sentirá el mismo
dolor que experimentaría cualquier hombre vivo, porque su cuerpo actual
no deja de ser materia, aunque de naturaleza tan sutil que general mente
es invisible para nuestros ojos.
...Sin embargo, hay una cosa que distingue al cuerpo del vivo del del
muerto, y es que cuando se seccionan los miembros de una persona viva
no pueden volver a reunirse las dos porciones fácilmente, mientras que
el tenue cuerpo etéreo de un demonio se reintegra inmediatamente después
que se le ha cercenado por completo, a la manera como el agua o el aire
se unen después que les ha atravesado un cuerpo sólido cualquiera. Mas,
a pesar de ello, cada rasguño o herida inferida es causa de dolores
para aquel demonio, razón por la cual todos ellos temen la p unta de la espada o los demás instrumentos de defensa.
Bodin, el más sabio demonólogo de su siglo, sostiene la misma opinión
tan repetida así mismo por el Porfirio y Jámblico, siguiendo a Platón y
a Plutarco, como saben además muy bien todos los teurgistas. En la
Demonología de aquel sabio se nos cuenta: Recuerdo que en 1557 un
demonio elemental de los llamados relampagueantes, cayó con el rayo en
casa del zapatero Pondot, y al punto empezaron a llover piedras en toda
la habitación, con las cuales pudo llenar un arcón el ama de la casa,
cerrando enseguida herméticamente las ventanas, lo que no impidió, sin
embargo, el que las piedras siguiesen cayendo, aunque sin dañar a
ninguno de los allí presentes. El magistrado Latomí vino a informarse,
pero no bien entre cuando el espíritu le arrrebató su sombrero. Seis
días iban así transcurridos cuando el consejero M. J. Morgues llegó
también a buscarme para esclarecer tal misterio. Cuando entramos en la
casa ya alguien había aconsejado al dueño de la misma que se encomendase
a Dios de todo corazón y blandiese con energía por todo el ámbito del
aposento su espada desenvainada. Desde aquel momento cesaron como por
encanto aquellos fenómenos que durante una semana les habían tenido tan
molestos.»
Los libros de hechicería de la Edad Media están llenos de narraciones
análogas, pero los más antiguos filósofos no sólo mencionan relatos
análogos, sino que puntualmente los describen y analizan.
Proclo figura en primera linea en punto a semejantes maravillas.
Pasma verdaderamente la colección de hechos que presenta, corroborados
por testigos, entre ellos algunos famosos filósofos. Al recordar muchos
casos de su tiempo en los que a no pocos cadáveres se los había
encontrado con diferentes posiciones en sus tumbas, lo atribuye a que
eran larvas o vampiros, como los casos—añade—referidos por los
antiguos respecto de Aristio, Epiménides y Hermodoro., o como los otros
cinco de la Historia de Clearco, el discípulo de Aristóteles. Para
acabar, cita el caso de Filonea. Esta hija del Demostrator, añade,
casada contra su vol untad con un tal Krotero, murió poco después, pero a
los seis meses de muerta volvió a la vida, como dice Proclo, a causa de
su antiguo amor por el joven Macates, a quien visitó durante muchas
noches sucesivas hasta que ella, o mejor dicho el vampiro que hacía sus
veces, murió de rabia. Su cuerpo muerto, después de su segundo
fallecimiento, fué visto por toda la ciudad en la casa de su padre,
mientras que su sepultura se encontró vacía. Semejante suceso está
confirmado por las Epístolas de Hiparco y por las de Arriedo a
filipo, según relata Catalina Crowe en su Nighi—Side et Nature, pág.
335. Demócrito en sus escritos referentes al Hades, diserta, en fin,
ampliamente sobre las posibilidades de que algunos muertos retornen a la
vida.
Para hacerse cargo de la timidez, frivolidad y prejuicios con los que
se suelen juzgar estos y otros mil hechos del pasado, no hay sino
hojear la obra del Dr. Figuier, Historia de lo maravilloso en los
tiempos modernos. La obra apoyada en testimonios tan valiosos como el
del célebre Dr. Calmeil, director del asilo de lunáticos de Charentón,
se ocupa documentadisimamente de los profetas de Cevennes; los
camisardos, los jansenistas, el diácono Paris y cien otras epidemias de
neurosis consignadas en la historia de los últimos siglos y que sólo
podemos ligeramente mencionar, máxime habiendo sido descriptos por
cuantos autores modernos se han ocupado de estos problemas.
Los asombrosos fenómenos de los convulsionarios de Cevennes se
presentaron como una verdadera epidemia a fines de 1700. Las medidas
inhumanas adoptadas por los católicos franceses para extirpar aquel
espíritu de profecía que había asaltado a una población entera, son
sucesos históricos sobre los que no tenemos por qué insistir. El mero
hecho de que un puñado de hombres, mujeres y niños, que apenas sumaban
dos mil personas, resistiesen durante años enteros a los 60.000 soldados
del rey, es ya por sí solo un prodigio. Todas las maravillas acaecidas a
aquéllos, están registradas en los procesos que hoy se conservan en los
Archivos de Francia. Existe entre éstos el informe oficial que el feroz
abate Chayla, prior de Laval elevó a Roma, y en el cual se lamenta de
que el espíritu maligno fuese tan poderoso que no bastase exorcismo ni
tortura inquisitorial alguna que alcanzase a desalojarle de los
cevenneses. Añade el abate que él mismo puso las manos de esta gente
sobre carbones encendidos; que envolvió a varios otros en algodón
impregnado en aceite y les prendió fuego, sin conseguir en uno y otro
caso que se chamuscasen ni que se formase una sola ampolla en su
epidermis; que se dispararon tiros sobre ellos a quemarropa,
encontrándose luego aplastadas las balas entre la ropa y la piel, sin
producirles el menor rasguño, etc., etc...
«A fines del siglo XVII—dice el Dr. Figuier después de relatar todo
esto—, una anciana importó en Cevennes aquel espíritu de profecía, que
bien pronto se comunicó a diversos jóvenes de ambos sexos, acabando el
contagio por ser general. Hombres, mujeres, tiernos niños se habían
constituído en torrentes de la más extraña inspiración, expresándose, no
en patois ordinario, sino en el más correcto francés, lengua
tan poco conocida en la región en aquel tiempo. Hasta los niños de pecho
profetizaban. Ocho mil profetas— continúa—se esparcieron por el país y
la mitad de las facultades de Medicina de Francia, entre ellas la de
Montpeller, se apresuraron a constituirse en Cevennes, declarándose
maravilladas y confundidas al escuchar a gentes sin cultura literaria
alguna disertar eruditamente de cosas de las que jamás supieron una
palabra, y hasta se expresaban con igual lucidez ¡meros niños de teta!,
durando horas y horas los tales discursos... Aquello —añade el
comentador— no fué sino una momentánea exaltación de las facultades
intelectuales, fenómenos que pueden observarse en muchas afecciones del
cerebro»... ¡Exaltación momentánea, que dura muchas horas, en cerebros
de niños de pecho, hablando en correcto francés antes de que hayan
podido aprender ni una sola palabra de su patois: ¡Oh milagro de la
fisiología! Prodigio debía ser tu nombre, exclama el católico Des
Mousseaux al comentar la obra de Figuier en la suya acerca de «Las
costumbres y prácticas de los demonios».
Vengamos ahora a los no menos célebres prodigios de los jansenistas,
según el Dr. Figuier, con gran copia de datos históricos, nos cuenta.
El diácono París era un jansenista que murió en 1727. In mediatamente
después de su muerte comenzaron a ocurrir junto a su tumba los más
sorprendentes fenómenos. El cementerio rebosaba de gente desde la
madrugada hasta la noche, y los jesuítas, exasperados al ver que los
herejes verificaban las curas más maravillosas y todo género de
prodigios, acudieron a las autoridades, obteniendo de ellas la orden de
que se cerrase la entrada a la tumba del célebre diácono. Pero a pesar
de todos los obstáculos las maravillas continuaron durante unos veinte
años. El obispo Douglas, que fué a París con este exclusivo objeto,
visitó el sepulcro y pudo comprobar que los milagros continuaban como el
primer día entre los convulsionarios, cosa que, forzosamente, se
achacó, como siempre, al diablo. El propio Hume, en sus Ensayos filosóficos,
añade: Jamás seguramente se habrán atribuído a una sola persona tantos
milagros como los que últimamente se han dado como acaecidos junto a la
tumba del diácono París. Doquiera se veían enfermos que habían sanado,
sordos que habían oído y ciegos que habían recobrado la vista por la
virtud del sepulcro santo. Pero lo más extraordinario del caso es que
muchos de dichos milagros acaecieron en el sitio mismo de la tumba, ante
jueces de indiscutible seriedad y rectitud, en una época ilustrada,
hechos que ni los propios jesuitas, a pesar de ser gentes de ordinario
instruídas; de contar con el apoyo de las autoridades civiles, y de ser
decididos enemigos de las opiniones en cuyo favor se dice que fueron
obrados los milagros, han sido capaces ni de negarlos, ni de refutarlos,
ni de descubrir su verdádera causa. Tal es la verdad que arroja el
testimonio histórico acerca de semejantes sucesos.»
El Dr. Middleton, en su Investigación libre, obra que
escribió acerca de dichos fenómenos a los diez y nueve años de haber
comenzado y cuando ya estaban en franca decadencia, declara que la
evidencia de tales milagros es tan plena e indiscutible por lo menos
como la de las maravillas que de los apóstoles se refieren. En efecto,
dichos fenómenos, cuya autenticidad está probada por tan tos millares de
testigos, ante magistrados y a despecho del clero católico entonces
omnipotente, deben ser colocados entre los más sorprendentes que
registran la Historia. Carré de Montgeron, miembro del Parlamento, que
se hizo famoso por sus relaciones con los jansenistas, los enumera
cuidadosamente en los cuatro gruesos volúmenes en cuarto dedicados al
rey, bajo el título de La Vérité des miracles operés par lintercession de M. de París, demontrée contre l'Archeveque de Sens.
Por sus irrespetuosidades hacia el clero romano fué encerrado en la
Bastilla; pero era tal el cúmulo de testimonios personales y oficiales
aducidos para probar cada uno de los casos, que la obra fué aceptada.
«Una de las convulsionarías— dice Figuier—apoyada por sus lomos en la
punta de aguda estaca, se mantenía doblada en forma de arco con la
mayor impasibilidad. El placer mayor que podía darse a esta criatura era
recibir en tal posición y sobre su estómago el golpe de un pedrusco de
cincuenta libras suspendido de una polea. Montgeron y muchos otros
testigos añaden que, no sólo no mostraba magulladuras la muchacha, sino
que pedía a voz en grito que golpeasen aún más fuerte.
Juana Maulet, otra joven de veinte años, apoyada SU espalda contra la
pared, recibía sobre su epigastrio centenares de golpes dados por un
forzudo gañán con un martillo de treinta libras sobre un taladro de
hierro apoyado así sobre la boca del estómago de la débil
paciente. Pudiera creerse—añade Montgeron al relatarlo— que el taladro
debería hundirse en las entrañas de ésta, pero, al contrario, ella
gritaba, con la cara radiante de felicidad: «¡Oh qué delicia, y cuánto
placer me causa este golpeteo! ¡Valor, hermano, y golpead con doble
fuerza, si podéis!...»
La relación oficial de tales maravillas, que es mucho más completa
que la de Figuier, añade otros detalles, tales como el de aquellos que
serenamente se ponían a describir sucesos distantes, luego
infaliblemente comprobados; el de mantenerse en el aire muchos de estos
convulsionarios merced a una fuerza invisible y sin que todos los
esfuerzos reunidos de los miembros de la Comisión eran impotentes para
obligarles a que bajasen. Viéronse ancianas trepando con agilidad de
gatos monteses por muros verticales hasta de treinta pies de altura.
El Dr. Calmeil, director del Asilo de locos de Charentón, dió acerca
de estos y otros fenómenos análogos la acostumbrada explicación que de
ellos dan los médicos: «el meteorismo o plenitud de gases en el tubo
digestivo; el estado espasmódico del útero de las mujeres; la turgencia
de las envolturas carnosas de las capas musculares que protegen y cubren
el abdomen, etc.; añadiendo que la asombros resistencia ofrecida por el
cuerpo de los convulsionarios era debida al histerismo o a la
epilepsia, fuerza que tiene algunos puntos de contacto con los cambios
de sensibilidad que se producen por el miedo, la cólera, en una palabra,
cualquiera otra pasión de ánimo llevada hasta el paroxismo. Para el
terrible crítico católico Des Mousseaux, en su obra citada, replica
lleno de indignación ante ésta y otras opiniones semejantes de nuestra
ciencia médica:
«¿Estaba el ilustrado médico completamente despierto cuando formuló
tales teorías?.. Si él o el Dr. Figuier quisiesen mantener seriamente
sus categóricas afirmaciones podríamos decirles: «¿Nos permitiríais una
vez, por vía de experimento, insultaros tan duramente que estallaseis en
justa indignación contra nosotros al oír de nuestros labios, por
ejemplo, que falseáis la ciencia y estafáis a vuestro público, y,
aprovechando tal momento, repitiésemos con vosotros los experimentos de
Cevennes, dándoos un saludable masaje con estacas o garrotes,
seguros de que otra cosa no resultarían estos terribles golpes, dado el
estado de insensibilidad a que seguramente os llevaría vuestra cólera?«
Inútil es el añadir que el reto de Des Mousseaux ha quedado, por siempre, sin respuesta.
Volvamos a los hechos de vampirismo.
Verdaderas o falsas, existen entre los orientales «supersticiones» de
una naturaleza tal como jamás pudieron soñar un Edgard—Poe o un
Hoffmann, y estas creencias se hallan infiltradas en la misma sangre de
las naciones que las dieron vida. Cuidadosamente expurgadas de toda
exageración, se verá que encierran una creencia universal en aquellas
almas astrales, inquietas y errabundas conocidas con los nombres de
gulas o vampiros. Un obispo armenio del siglo V, llamado Yeznik, cita
algunos ejemplos de esta clase en el libro I, párrafos 20 y 30, de una
obra manuscrita que se conservaba hace unos treinta años en la
biblioteca del monasterio de Etchmeadzine, en la Armenia rusa. Entre
otras existe una tradición que data de los tiempos del paganismo y,
según la cual, siempre que un héroe cuya vida es todavía necesaria en la
tierra, cae en el campo de batalla, los aralez, o sean los
antiguos dioses populares del país, quienes poseen la facultad de poder
volver a la vida a los que han muerto en el combate, lamen las
sangrientas heridas de la víctima, y soplan sobre ellos hasta que les
han comunicado una vida nueva y vigorosa, después de lo cual, el
guerrero se levanta; desaparecen todas sus heridas y vuelve a ocupar su
puesto en la batalla. Pero el espíritu inmortal del héroe vuela muy
lejos, entretanto, y vive el resto de sus días en un templo abandonado y
lejano.
Tan luego, por otra parte, como un adepto era iniciado en el último y
más solemne misterio de la transmisión de la vida, el séptimo y temible
rito de la gran operación sacerdotal que constituye la más elevada
teurgia, ya no pertenece más a este mundo. Su alma era ya libre desde
aquel momento, y los siete pecados mortales, en acecho siempre hasta entonces para devorar su corazón al tiempo en que su alma libertada por la muerte cruzase las siete escaleras y los siete portales, ya no podían dañarle ni en muerte ni en vida, por cuanto había pasado
ya las siete dobles pruebas y los doce trabajos de la hora final. El
Sumo Hierofante era quien únicamente sabía cómo llevar a cabo esta
solemne operación de infundir su propio aliento vital y su propia alma
astral en el adepto escogido por él para sucederle, y quien de esta
suerte quedaba así dotado de una doble vida.
La Epistola V a los Hebreos trata del sacrificio de sangre. En donde existe un testamento— dice—, necesariamente debe mediar la muerte del testador...
Sin el derramamiento de sangre no hay remisión alguna...» La sangre
produce fantasmas, y sus emanaciones proporcionan a ciertos espíritus
los materiales necesarios para formar sus apariciones transitorias. «La
sangre—dice El iphas Levi—es la primera encarnación del flúido
universal, la luz vital material izada. Su producción es la más
maravillosa de de todas las maravillas de la Naturaleza; vive, porque
se transforma perpetuamente, siendo el efectivo Proteo universal. La
sangre procede de principios en los cuales antes no existía nada
análogo, y que se convierte en carne, huesos, cabellos, sudor,
lágrimas.. La substancia universal, con su doble movimiento, es el gran
arcano del Sér, la sangre es a su vez el gran arcano de la vida.
«La sangre, dice el hindú Ramatsariar, contiene todos los secretos de
la existencia; ningún ser viviente puede existir sin ella. El comer
sangre es profanar la obra del Creador.» Por ello Moisés, siguiendo la
universal tradición prohibe hacerlo.
Paracelso escribe que con los vapores de la sangre puede uno evocar
cualquier espíritu que desee ver, puesto que con sus emanaciones se
formará una apariencia, un cuerpo visible—pero esto es perfecta
hechicería o necromancia.— Los hierofantes de Baal se inferian
profundas incisiones en su cuerpo y con su propia sangre producían
apariciones objetivas y tangibles. Los secuaces de cierta secta persa,
muchos de los cuales se ven en las cercanías de los establecimientos
rusos de Temerchan—Shoura y Derbent, tienen sus misterios religiosos,
durante los cuales forman un gran círculo y giran en frenética danza.
Estando arruinados sus templos, verifican sus ritos en edificios
retirados y cerrados a toda vista desde el exterior, edificios con una
gruesa capa de arena como pavimento. Todos van vestidos con flotantes
vestiduras blancas y las cabezas desnudas y afeitadas. Armados de
cuchillos y excitados por la macabra danza, pronto llegan a un grado tal
de excitación furiosa que comienzan a herirse a sí propios y a los
otros hasta que no pueden más y el pavimento queda empapado en sangre.
Antes de que semejante «Misterio» termine, cada hombre tiene un
compañero con quien danza. Algunas veces los espectrales bailarines
tienen cabellos en sus cráneos lo cual se diferencian de los
naturales de sus inconscientes cabezas. Como hemos prometido
solemnemente el no divulgar los demás detalles de esta terrible
ceremonia que sólo hemos presenciado una vez, debemos abandonar este
punto, añadiendo que durante el tiempo en que estuvimos en Petrovsk, del
Cáucaso, presenciamos otro misterio semejante.
Antiguamente las hechiceras de Tesalia añadían algunas veces a la
sangre del célebre cordero negro, la de un ni ño, para mejor evocar las
sombras. A los sacerdotes se les enseñaba el arle de evocar los
espíritus de los muertos, así como los de los elementos, pero su manera
de proceder no era ciertamente las de aquellas terribles hechiceras.
Entre los yakuts de Siberia, en los mismos confines del lago Baikal y
junto al río Vitema, existe otra tribu que practica la hechicería tal y
corno la ejercían las famosas brujas de la Tesalia. Sus creencias
religiosas son una mezcla extraña de superstición y de filosofía...
Según ellas las almas de los muertos se convierten en sombras
condenadas a vagar sobre la tierra hasta que se verifique cierto cambio,
ora favorable, ora adverso, que ellos explican, por supuesto. Las
sombras luminosas o sean las de los buenos, se convierten en los
guardianes o protectores de aquellos a quienes han amado en la tierra.
Las sombras obscuras, siempre procuran, por el contrario, causar daño a
cuantos en vida conocieron, incitándoles al crimen y demás malas
acciones, perjudicando así por todos los medios a los mortales...
Durante los sacrificios de sangre, que siempre se verifican de noche,
los yakuts evocan las sombras obscuras o malvadas para saber de
ellas el modo cómo han de contener su malignidad. La sangre les es
necesaria para esto, porque sin sus vapores, no podrían aquéllas hacerse
visibles, y aun serían, creen, más peligrosas, pues que la extraerían
de las personas vivientes por medio de la transpiración. En cuanto a las
sombras buenas o luminosas, ellas no precisan ser evocadas
así, porque les desagrada, y porque cuando quieren, pueden hacer sentir,
sin necesidad de nada, su presencia.
La evocación por medio de la sangre se practica también, aunque con
diferente objeto, en distintos puntos de Bulgaria y de Moldavia,
especialmente en los distritos vecinos a los musulmanes. La tiranía y
esclavitud horribles a que han estado sujetos estos desgraciados
cristianos durante siglos les ha hecho mil veces más impresionables y
más supersticiosos. El día 7 de Mayo de cada año, los habitantes de
Bulgaria y Moldavia-Valaca celebran la fiesta de los muertos. En efecto,
después de puesto el sol, multitud de hombres y mujeres, llevando
sendos cirios en las manos, acuden a los cementerios y oran sobre las
tumbas de sus difuntos.
Esta antigua y solemne ceremonia, llamada Trizna, es una
reminiscencia general de los primitivos ritos cristianos; pero era más
solemne todavía mientras duró la esclavitud musulmana.. Entre los
habitantes de las ciudades la ceremonia es ya meramente rituaria; pero
entre algunos campesinos el rito toma proporciones de toda una evocación
teúrgica. La víspera del día de la Ascensión, las mujeres búlgaras
encienden una porción de lámparas y cirios; junto a las tumbas colocan
crisoles sobre trípodes, y el incienso perfuma la atmósfera en un
grandísimo radio alrededor, Desde que anochece hasta un poco antes de la
media noche, y en memoria del muerto, se convida a comer a los amigos y
a un cierto número de mendigos, obsequiándoles además con vino y raki
o aguardiente, y se distribuye dinero a los pobres. En cuanto ha
terminado la fiesta, se acercan los convidados a la tumba, y llamando al
difunto por su nombre, le dan las gracias por las bondades de que han
sido objeto. Cuando ya todos, incl uso los parientes más cercanos, se
han ido marchando, una mujer, general mente la de más edad, se queda
sola con el muerto, y se asegura que procede entonces a la ceremonia de
la evocación. Prosternada de hinojos, y después de fervientes súplicas
al muerto una y mil veces repetidas para que se presente, la mujer se
extrae un número mayor o menor de gotas de sangre del lado izquierdo de
su pecho y las deja caer lentamente sobre la tumba. Esto da fuerza al
invisible espíritu del muerto que vaga en derredor del sepulcro,
permitiéndole, por algunos instantes, el asumir forma visible y dar sus
instrucciones adecuadas a la cristiana teurgista o bien bendiciéndola
simplemente y desapareciendo hasta el. año próximo. Tan firmemente está
arraigada semejante creencia, que, con motivo de una dificultad de
familia, hemos oído a una mujer moldava proponer a su hermano el demorar
toda decisión acerca del asunto debatido hasta que en la noche de la
Ascensión pudiese el padre resolver la dificultad, cosa a la que el
hermano accedió como si su padre se hallase en la habitación contigua.
Que en la Naturaleza existen secretos terribles, bien puede creerlo el que, como nosotros, ha sido testigo del caso del zunchar
ruso, caso en el que no pudo el hechicero morir hasta que comunicase a
otro la palabra, lo cual rara vez dejan de hacerlo por su parte los
hierofantes de la Magia Blanca.
*
Los hindúes creen tan firmemente como los servios y húngaros en
los vampiros. «El hecho de un espectro que reaparece para chupar la
sangre humana, dice el Dr. Pierart, famoso mesmerizador, en un artículo
sabio de la Revue Spiritualiste, volumen IV, no es tan inexplicable como parece, y menos para los espiritistas, quienes admiten los fenómenos llamados de bicorporeidad o duplicación del alma, Esas manos espectrales que hemos estrechado, esos miembros materializados
que tan palpablemente hemos visto en las sesiones mediumnímicas, son
una prueba evidente acerca de cuántas y cuántas cosas son posibles, bajo
condiciones favorables, para esos espectros de lo astral evocados por
ellas.»
Al así expresarse el respetable médico, no hace sino reproducir la teoría cabalista acerca de los shandim, o sea de la categoría más inferior de todos los seres espirituales. Al referirnos Maimónides en su obra Abodah Sarah que las gentes de su tiempo se veían obligadas
a mantener íntimas relaciones con sus difuatos, describen las fiestas
de sangre que en tales casos se celebraban. Cavaban al efecto un hoyo en
el suelo en el cual vertían sangre fresca y, colocando encima del mismo
una mesa, evocaban a los espíritus, quienes presurosos acudían,
contestando a todas sus preguntas. No obstante de ello, Pierart, con
toda su doctrina teurgista acerca del vampirismo, se muestra
indignadísimo contra la superstición del clero al ordenar que se
atraviese con una estaca el corazón de todo cadáver sobre quien hayan
recaído sospechas de vampirismo.
En tanto que la forma astral del muerto no esté completamente
desprendida del cuerpo, existe, en efecto, cierta trabazón en virtud de
la cual, mediante la atracción magnética, puede obligarse a aquella
forma a que retorne y se posesione de nuevo del cuerpo. Acontece en
ocasiones que la forma astral no se ha desprendido de éste más que a
medias, por decirlo así, cuando el cuerpo es enterrado por presentar
todas las apariencias de una muerte efectiva. En semejantes horribles
casos, el alma astral, aterrada, retorna violentamente a su envoltura de
carne, y entonces la desdichada victima, o bien acaba de morir
realmente tras el paroxismo de las atroces angustias de la sofocación, o
bien, si durante su existencia terrestre, ha sido groseramente
material, se convierte en un vampiro...
En este segundo caso, empieza para el misero cataléptico, así
enterrado en vida, una existencia verdaderamente bicorpórea, en la que
el cuerpo que yace aprisionado en la tumba es sostenido con la sangre o
flúidos vitales que sus cuerpos astrales fantasmáticos roban aquí y allá
a los vivos, porque, es sabido, que sta última forma etérea puede ir
donde le plazca y, en tanto que el lazo que la mantiene unida al cuerpo
no se rompa, vagar en forma ya visible ya invisible, alimentándose
arteramente de sus humanas victimas. A juzgar por todas las apariencias,
semejante espíritu logra seguidamente el transmitir, mediante
una disposición misteriosa e invisible que acaso llegue a ser explicada
algún día, el producto de su succiones flúidicas al cuerpo material que
yace inerte en el fondo de la tumba, contribuyendo así a perpetuar en
cierto modo aquel su estado de catalepsia.
Brierre de Boismont cita algunos casos por el estilo, completamente
auténticos, que ha tenido a bien calificar de alucinaciones”, «Una
reciente investigación ha demostrado— dice un periódico francés— que en
1871 dos cadáveres fueron sometidos al infame tratamiento de la
superstición popular, por instigación del clero... ¡Oh ciega
preocupación!, pero el Dr. Pierart, citado por el escritor católico Des
Monsseaux quien resueltamente admite el vampirismo, exclama: »—¿Ciega
superstición, decís? Sí, tan ciega como gustéis, pero, ¿de dónde
provienen tales preocupaciones? ¿Por qué se han perpetuado ellas a
través de todas las épocas y en tantísimos países? Después de la
infinidad de casos de vampirismos como se han visto, ¿debemos decir
nosotros que hoy ya no sucede tal cosa y que los casos que de ello se
relatan jamás tuvieron sólido fundamento? De la nada, nada se hace. Cada
creencia, cada costumbre, procede de los hechos y causas que le han
dado origen. Si nunca se hubiese visto aparecer en el seno de las
familias de ciertos países, seres revestidos de las ordinarias
apariencias de los muertos yendo a chupar la sangre de una o varias
personas y si de esto no hubiese resultado la muerte por extenuación de
la victima, nadie hubiese ido jamás a desenterrar los cadáveres a los
cementerios, ni jamás hubiésemos presenciado nosotros el hecho increíble
de haberse encontrado personas enterradas varios años antes, con el
cuerpo blando y flexible, los ojos abiertos, la tez sonrosada, con la
boca y narices llenas de sangre y manando sangre a torrentes en el acto
de ser decapitada.»
Uno de los más importantes ejemplos de vampirismo figura en las cartas reservadas del filósofo, marqués d'Argens, y en la Revue Britanique
de Marzo de 1837, el viajero inglés Pashley describe algunos casos de
que tuvo noticia en la isla de Candia. El Dr. jobard, sabio belga,
anticatólico y antiespiritista, da testimonio de otros casos análogos en
su obra acerca de Les Hauls Phenomenes de la Magie, pág. 199.
«No quiero examinar, dice el obispo de Avrauches Huet (Huetiana,
página 81), si los casos de vampirismo que se relatan diariamente son
verdaderos o meros frutos de un error popular, mas es lo cierto que han
sido atestiguados por tantos autores competentes y fidedignos y por un número tan considerable de testigos de vista, que nadie debe decidirse en esta cuestión sin contar con una gran dosis de prudencia.»
Aquel buen señor de Des Mousseaux, que tanto se ha molestado
recogiendo materiales para su teoría demonológica, nos sale con algunos
ejemplos sensacionales para demostrar que todos estos casos se deben a
la intervención del diablo, el cual forna las formas fantasmáticas de
los muertos para revestirse de ellas y vagar por las noches chupando la
sangre de las gentes, explicación que a nosotros nos parecería excelente
si no pudiésemos arreglarnos con otras mejores sin traer a la escena a
personaje tan siniestro. Si de una vez para siempre queremos creer en el
retomo de los espíritus, tenemos una multitud de: perversos
sensualistas, miserables y criminales de todas clases, especialmente
suicidas, capaces de rivalizar en malicia con el mismísimo diablo en sus
mejores días, que ya es bastante por sí solo el vemos actualmente
obligados a creer en lo que vemos y sabemos que es un hecho, o sea en los espíritus, sin necesidad de añadir a nuestro panteón de espectros a un diablo a quien nadie ha visto nunca.
Sin embargo, en lo que al vampirismo se refiere, hay particularidades
interesantísimas que recoger, desde el momento en que la creencia en
tal fenómeno ha existido desde las épocas más remotas en todos los
países. Las naciones eslavas, los griegos, válacos y servios, dudarían
primero de la existencia de sus enemigos los turcos que del hecho
relativo a la existencia de los vampiros. Los brucolak o vurdalak,
como son denominados estos últimos, son huéspedes sobrado familiares en
el hogar eslavo para que se dude de ellos. Escritores del mayor
talento, hombres tan integérrimas como llenos de perspicacia, se han
ocupado del asunto creyendo en él por supuesto... ¿De dónde proviene
esta máxima creencia a través de los tiempos; esa identidad de detalles y
analogías en las descripciones de aquel singular fenómeno, que
encontramos en el testimonio jurado de pueblos extraños los unos a los
otros y que discrepan, sin embargo, por completo, respecto a otras
varias supersticiones?
«Hay—dice Dom Calme!, escéptico monje benedictino del siglo XIX, en su artículo Apparitions
(vol. II, pág. 47 de la obra antes citada)— dos procedimientos
distintos para destruir la creencia de estos pretendidos espectros... El
primero consiste en explicar los prodigios del vampirismo por medio de meras causas físicas: el segundo en negar completamente la verdad de tales relatos, cosa que consideramos lo más seguro y más prudente.»
El primer procedimiento de explicar, en efecto, el vampirismo por me
dio de causas físicas, aunque ocultas, es el adoptado por la escuela de
Mesmerismo de Pierart, y, no son ciertamente los espiritistas quiénes
más derecho puedan tener de rechazar lo plausible de esta explicación.
El segundo plan, sin embargo, es el adoptado por los hombres de ciencia y
por los escépticos. Según advierte Des Mousseaux, no hay camino que
menos filosofía requiera que este procedimiento expedito de la negación
rotunda de lo que se ignora.
«Cierto día—añade Dom Calme!—, empezó a aparecerse inopinadamente a
los habitantes de una aldea, cerca de Kodom, el espectro de un pastor,
y, a consecuencia del susto, o bien por otra causa cualquiera, todos
murieron antes de una semana. Exasperados los demás campesinos ante
aquello, fueron en busca del cadáver del pastor y le desenterraron,
clavándole con una gran estaca en el suelo. Otra vez aparecióse, sin
embargo su espectro aquella misma noche, sumiendo a la población en
terrores casi apocalípticos y matando por sofocación a varios
habitantes, en vista de lo cual, las autoridades locales entregaron el
cuerpo del pastor al verdugo, el cual Je quemó en un campo vecino. El
cadáver—añade Des Mousseaux al comentar el hecho—aullaba como un loco,
pateando y re sistiéndose como sí estuviese vivo, arrojando rojas
oleadas de sangre por la herida de la estaca, y las apariciones de su
espectro no cesaron hasta que el cuerpo todo no quedó reducido a
cenizas.
»En más de una ocasión—continúa Dom Calmet—varios agentes de la
justicia visitaron los lugares que, según públicos rumores, eran
frecuentados por espectros. Los cadáveres de éstos fueron al punto
exhumados y siempre se observó sano y sonrosado el cuerpo de todos los
sospechosos de vampirismo. Observábase también que los objetos
familiares de las casas antaño habitadas por ellos en vida, se movían
extrañamente sin que nadie los tocase. Por un celo muy natural, las
autoridades se negaban generalmente a la cremación o a la decapitación,
sin cumplir antes los procedimientos legales: se citaban, pues,
testigos, y sus declaraciones eran oídas y atentamente meditadas. Luego
se pasaba al examen de los cadáveres desenterrados, y si presentaban,
por su parte, las inequívocas señales dichas de su vampirismo, eran
entregados al verdugo.
»La dificultad principal, empero, de todo esto—termina Dom Calme!—, consiste en saber el cómo y cuándo estos vampiros pueden abandonar sus tumbas y, luego de realizar sus proezas, tornar a entrar en ellas, sin que parezca que la tierra haya sido removida lo más mínimo, habiéndosele visto por los testigos con sus habituales vestidos, comiendo
y vagando en fin, de un lado a otro, cual si estuviesen vivos... Y si
todo ello no es sino pura fantasía por parte de quienes se vieron favorecidos
por semejantes visitas, ¿por qué, indefectiblemente se encuentran luego
en sus respectivas sepulturas los cadáveres de tales espectros, frescos
y flexibles, llenos de sangre, y sin ofrecer en su cuerpo señales de
descomposición alguna?
¿Cómo explicar el que al día siguiente de la noche en que repelidos
espectros aterrorizaron con su aparición a los vecinos, sus pies
resultaban sucios y cubiertos de barro, cosa que no se observaba en modo
alguno con los demás cadáveres del mismo cementerio? ¿Por qué, una vez
quemados los cuerpos de los vampiros, nunca tornan a aparecer sus
espectros y por qué, en fin, han ocurrido casos semejantes con tanta frecuencia en este país, haciendo imposible el desterrar de él tamañas supersticiones?.»
Existe, a no dudarlo, un estado de semimuerte, fenómeno de
naturaleza desconocida y desechado, por tanto, como superstición por la
fisiología y la psicología de nuestra época. En semejante estado, el
cuerpo está virtualmente muerto, y en los casos de aquellas personas en
los que la materia haya predominado sobre el espíritu, sin que una
perversión absoluta, sin embargo, haya destruído el hilo de oro que une
al alma humana con su Supremo Espíritu, una vez que el cuerpo físico
yace abandonado a sí mismo, el alma astral se i rá desprendiendo de él
por medio de esfuerzos graduales, separándose completamente de aquél al
romper el eslabón último de los corpóreos vínculos. A partir de este
momento, una polarización magnética repelerá violentamente al hombre
etéreo, de la masa orgánica de su cuerpo, ya en franca descomposición, y
toda la dificultad consiste, primero, en que nosotros nos imaginamos
que el momento de tal separación entre los dos cuerpos es aquel en que
el hombre es declarado muerto por la ciencia, y no después, y
segundo, en la incredulidad dominante acerca de la existencia, sea del
alma, sea del espíritu, mantenida injustamante por esa misma ciencia.
Pierart trata de demostrar en su trabajo que son siempre peligrosos los enterramientos prematuros, aun cuando ofrezca señales indudables de putrefacción. «Los infelices muertos catalépticos— dice—enterrados como muertos efectivos en lugares secos y frescos en donde el cuerpo no puede ser destruido por causas locales, su «espíritu» (es decir, su cuerpo astral), revistiéndose de un cuerpo fuidico
(o etéreo) se ve impelido a abandonar su tumba y a ejecutar, a expensas
de los seres vivientes, los actos peculiares de su vida física, los de
nutrición muy especial mente, y cuyos elementos—gracias a un misterioso
lazo existente entre el cuerpo y el alma, lazo que la ciencia
espiritualista explicará algún día—, son transmitidos al cuerpo material
que yace en la sepultura, ayudándole de este modo a conservar su mísera
existencia. Semejantes espíritus, vagando en sus cuerpos
efímeros, han sido vistos con frecuencia alejándose o retornando a los
cementerios, y se ha sabido que, cayendo sobre vivos, les han chupado la
sangre, vampirizándoles. Ulteriores investigaciones judiciales, luego,
han venido a demostrar que, a consecuencia de tamaña monstruosidad,
sobrevenía una extraordinaria hemación o desangre de las víctimas,
quienes por ello, más de una vez habían sucumbido.»
Así, pues, al tenor del piadoso consejo de Dom Calmet, o debemos
persistir en negar los hechos, o bien, si es que hemos de aceptar los
testimonios humanos y legales, muy dignos de respeto, aceptar la única
explicación posible dada por Glanvil al decir en el volumen II, pág. 70
de su Sadducismus Triumphatus, que e las almas de los difuntos
se encarnan en vehículos aéreos o etéreos, como está plenamente
comprobado por hombres tan eminentes como el Dr. More, al evidenciar que
semejante doctrina fué siempre la de los Santos Padres y los más
antiguos filósofos...»
Antes de abandonar el repulsivo tema del vampirismo, y sin otra
garantía que la de habérnoslo comunicado varios testigos fidedignos,
queremos citar un caso más para que pueda servir de ejemplo:
A principios de este siglo, acaeció en Rusia uno de los más horribles
casos de vampirismo que la Historia registra. El gobernador de la
provincia de Tch*** era un hombre de unos sesenta años, y de un carácter
celoso, malicioso y cruel. Investido de una autoridad despótica, la
ejercía sin contemplación alguna, llevado siempre del primer impulso de
sus brutales instintos. Habíase enamorado el gobernador de una linda
muchacha, hija de un oficial subordinado suyo, y, a pesar de que la
doncella estaba prometida a un joven que la amaba extraordinariamente,
el tirano obligó al padre de la muchacha a que la desposase con él y no
con el joven. Presa de la mayor desesperación, la pobre víctima llegó a
ser la esposa del viejo, quien bien pronto se mostró lleno de celos,
llegando hasta golpearla y encerrarla semanas enteras en su domicilio
sin dejarla hablar con nadie más que en su presencia. Por último, el
odioso gobernador cayó enfermo cierto día y murió; pero al sentir ya
próximo su inevitable fin, hizo jurar a su esposa que no se volvería a
casar, conminándola, con las más horribles imprecaciones, de que en el
caso de que faltase a su juramento, llegaría hasta salir del sepulcro, y
la mataría.
El tirano fué enterrado en el cementerio de la ciudad que cae al otro
lado del río, y su libertada viuda, de allí a poco, venciendo sus
escrúpulos por su juramento, dió de nuevo oídos a las instancias de su
antiguo novio, y quedaron comprometidos ambos para casarse en plazo
breve.
La noche misma de la acostumbrada fiesta esponsalicia, cuando ya se
había retirado todo el mundo, se alborotó la antigua casa con unos
angustiosos gritos de horror y lamentos que salían de la cámara de la
novia.
Forzáronse al punto las puertas y vióse con sorpresa que la infeliz
mujer yacía desmayada en su lecho, al par que se percibía el ruido como
de un carruaje saliendo del patio. El cuerpo de la joven estaba lleno de
cardenales debidos, al parecer, a fuertes pellizcos recibidos, y en su
cuello se veía una como ligerísima punzada de la que brotaban gotitas de
sangre. Todo el mundo quedó pronto pasmado de horror al volver en sí la
viuda y narrar aterrorizada que su difunto marido, el gobernador, había
entrado súbitamente y sin saber cómo en la cerrada habitación,
exactamente como en vida, con la diferencia de presentar en su semblante
una horrible palidez cadavérica, y la había golpeado y pellizcado
cruelmente, después de haberle echado en cara su inconstancia.
Inútil es añadir que nadie dió crédito a semejante relato, pero a la
mañana siguiente el centinela apostado en el otro extremo del puente por
el que cruza el río, refirió que, momentos antes de la media noche, un
carruaje arrastrado por seis caballos, pasó con velocidad vertiginosa
por el puente, en dirección de la ciudad y sin hacer el menor caso de
las voces de ¡alto!, que se le dieron.
El nuevo gobernador, que no creía en la historia de semejante
aparición, tomó la precaución, sin embargo, de doblar los centinelas de
la otra parte del puente, a pesar de lo cual, el suceso se repetía noche
tras noche con desesperante regularidad. Los soldados custodios de la
barrera del pontazgo, declaraban unánimes que, a pesar de todos sus
cuidados y de los esfuerzos hechos para detenerle, el fantástico
carruaje pasaba velozmente por delante sin que fuesen ellos capaces de
impedirlo. Todas las noches también oíase en el patio de la casa el
mismo ruido, prolongado y sordo, del coche consabido; los vigilantes,
juntamente con los criados y la familia de la viuda, quedaban sumidos al
punto en un profundo sueño, y todas las mañanas resultaba, en fin, la
pobre víctima, magullada, ensangrentada y desfallecida.
No hay que decir la consternación que tamaño suceso producía ya en
toda la ciudad. Los médicos no acertaban a explicar aquel caso; los
sacerdotes se constituían en el palacio de la viuda para en él pasar la
noche en oración, mas al acercarse el instante de la media noche todos
caían presa de un letargo invencible, El mismo arzobispo llegó de la
capital y practicó en persona la ceremonia del exorcismo, pero a la
mañana siguiente hallóse a la viuda en estado más deplorable que nunca y
ya próxima a morir.
Para calmar, en fin, al horrorizado vecindario, el gobernador se vió
obligado a adoptar las medidas más severas. Situó a cincuenta cosacos a
lo largo del puente con orden terminante de detener a todo trance al
carruaje—fantasma. Sonaron, sin embargo, las doce campanadas de la media
noche y vióse venir veloz el coche por el camino del cementerio. El
oficial de guardia y un sacerdote, crucifijo en mano, se plantaron
delante de la barrera del pontazgo, gritando a la vez:
En el nombre de Dios y en el del Czar, ¿quén viene aquí?— A lo que,
una cabeza harto conocida por todos, apareció por la ventanilla del
coche, y una voz, que no lo era menos, contestó con energía:
¡El Consejero secreto de Estado y Gobernador C!...—y en el mismo
instante, el sacerdote, el oficial y los cincuenta soldados fueron
lanzados violentamente a un lado, cual sacudidos por una conmoción
eléctrica, al par que el fantástico y lujoso tren cruzaba veloz sin que
nadie pudiese detenerle.
El arzobispo, entonces, y como último recurso, apeló al procedimiento
sancionado por el tiempo, o sea el de desenterrar el cuerpo y clavarlo
en tierra por medio de una aguda estaca de roble que le atravesase el
corazón, cosa que fué puntualmente ejecutada con gran pompa religiosa y
en presencia de todo el pueblo. Los narradores del maravilloso hecho me
aseguraron que el cuerpo del gobernador se halló, en efecto, repleto de
sangre y con las mejillas y los labios rojos. En el momento de clavarle
la estaca exhaló un gemido, mientras que un gran chorro de sangre brotó
con ímpetu a bastante altura. El arzobispo pronunció luego el exorcismo
acostumbrado, y, desde entonces, no se oyó hablar más del vampiro ni de
su fantástico carruaje.
Hasta qué punto las circunstancias del caso hayan podido ser
exageradas por la tradición, no podemos decirlo, pero nosotros lo
sabemos hace años por un testigo ocular, y aun hoy día existen aún
familias en Rusia cuyos ancianos miembros recuerdan fielmente el
espantoso suceso.