Páginas Ocultistas y Cuentos Macabros

Comentario VI

Comentario VI

Recuerdos de los Médicis.—Una biblioteca ocultista en Venecia.— Lo que pudo ser y no fué nuestra célebre Biblioteca de El Escorial.—Los talismanes.—«Los dos cequies de oro», de Don Alfonso XIII.—El collar de perlas, de la Archiduquesa Isabel de Austria.— El idolillo de Sadi Carnot y la muerte violenta de éste.—¿Pueden los Plementales «hacer oir» una voz aún no pronunciada?—El «Caballo endemoniado,» de Granger y el perro «Rolf» en París.—El «perro loco», de Mistral.

Como dice muy bien la Maestra, no hubo familia italiana ilustre en el medioevo que no tuviese sus puntas y ribetes de hechicería, pero entre todas ellas sobresalió respecto del particular la de los Médicis, egregia estirpe que tuvo por fundador a Cosme, el médico del Emperador Cariomagno, de cuyo reinado tantas cosas de magia se refieren, desde su intimidad con el Pontificado, hasta su famoso anillo, talismán, se dice, de su oculto poder.

Todas las pasiones de estas gentes eran magníficamente terribles y aristocráticas. Su generosidad no conocía límites, ni sus odios y vendettas tampoco. Desterrado Cosme a Venecia, esta Señoría le trató mejor que a un rey, por lo cual, agradecido, mandó construir junto al convento de los benedictinos un edificio inmenso, donde fundó la biblioteca ocultista europea mejor quizá, excepto la secreta del Vaticano. Los más raros manuscritos vinieron pronto a enriquecerla, porque pagaba espléndidamente cientos de emisarios encargados de recorrer las ciudades más lamosas de Oriente y de Occidente en busca de obras relacionadas con su pasión favorita.

Célebre es sobre este particular la disputa que Cosme tuvo con Alfonso de Nápoles por la posesión de un ejemplar de Tito Livio. Otras tales tuvo con el propio Nicolás V. Antes de morir Cosme, el anciano tuvo la felicidad de conocer la imprenta y de ver establecerse las de Veneda y Milán y la de Subiaco junto a Roma, celebérrima tanto en los fastos de la filología como en los del monacato benedictino. De Lorenzo el Magnífico y de Julio de Médicis, nietos de aquél, no hay sino decir que ellos fueron el Renacimiento. Mas, por desgracia, su amor a la cultura corría parejas con sus crímenes, que llegaron hasta a producir terribles guerras civiles. El retrato de Lorenzo en el «Pensieroso» es una de las obras maestras de Miguel Angel. Otra «obra maestra» de aquéllos lo fueron sus temidos venenos, que en aquellos tiempos suponen el conocimiento de lodo un tratado de Química ocultista.

Renunciemos, para no ser excesivamente extensos, a relatar los crímenes de esta familia, los cuales pueden verse además en las Enciclopedia

*

En el epígrafe de referencia se alude a los talismanes, tales como los del cardenal Wood.

En realidad, pocas son las familias ilustres de las que no se cuenta algo parecido. El lector no llevará a mal que le recordemos alguno, empezando por «los dos cequíes de oro», que, se dice, hacen invulnerable a Don Alfonso XIII contra todo atentado anarquista, de los que ha sufrido dos por lo menos, y a cual más terribles. Sin responder de su autenticidad, copiamos el caso de la revista La Estrella de Occidente, de Buenos Aires, donde se dice:

«Un día—el rey aun no se había casado—se encontró, en un camino de los alrededores de Madrid, con una ancianita gitana, a quien quiso dar algunas monedas. Con gran sorpresa vió que la anciana las rechazaba con orgullo:

—Guarda eso, rey—dijo— ; yo no soy de raza que acepte limosnas...

La gitana con los ojos fijos y hundidos bajo las abovedadas cejas, prosiguió diciendo con sus labios marchitos:

—Mi raza es más antigua que la tuya. Yo soy la última de las Almoravides que dominaron en Marruecos y en el Sur de España por los siglos once y doce. Por lo tanto, soy yo quien te debe una dádiva. Toma, pues, rey; toma esta moneda de oro.

Eso diciendo, la tzigana dió a Don Alfonso XIII un cequí con la efigie de Ishag, hijo de Tachfin, último rey de los Almoravides, y prosiguió:

—Consérvala; ella te será un talismán que te hará invulnerable en medio de todos los peligros: no existe más que un solo cequí igual en el mundo. Lo he dado a una joven muy bella y muy buena... Me había caído no sé dónde sobre la calzada.. sufría horriblemente herida... Ella, que pasaba en su carroza, me apercibió, se detuvo y vino hacia mí, se inclinó, estancando con su fino pañuelo la sangre que manaba de mi frente. Las personas de su séquito la llamaban Alteza. Pues bien, rey; busca esta bella y buena Alteza. Hazla tu esposa. No serás feliz más que con ella.»

Y la anciana gitana se alejó lentamente, apoyada en su bastón; mientras el rey, pensativo, regresaba a su palacio.

Desde entonces, el rey ja más se separó del prestigioso cequí.

Se asegura que en su primera visita oficial a París, mostró Don Alfonso el talismán a monsieur Loubet, y le contó la anécdota cuando estalló la bomba que le estaba destinada. Si este hecho es exacto, hay que confesar que existe en él bastante motivo para excitar su viva imaginación de español. Es más: los acontecimientos posteriores han acrecentado en él la convicción de que el cequí poseía misteriosas virtudes.

En efecto: cuando el rey estuvo en Londres, contó de nuevo la historia, que se esparció un tanto. Luego se descubrió que el otro cequí estaba en posesión de la princesa Ena de Battenberg. Alfonso XIII pidió la mano de la princesa y la hizo reina Victoria de España. Desde entonces, nadie oyó decir que no fuese feliz con ella.

Tal vez sea de poca razón atribuir a objetos alguna virtud mágica, sin embargo, casos como el de Alfonso XIII tienen sus buenas excusas para ello. Existe cerca de su persona, en su propia familia, se dice, otra prodigiosa historia; pero una historia sombría: la historia de un ópalo maléfico que perteneció a su padre, Alfonso XII. Cuando este último casó con la rei na Mercedes, alguien le había dado en recuerdo un magnífico ópalo engastado en un anillo. La joven reina, atraída por el encanto de la joya, no dejó en paz a su real esposo para que le diera el anillo. Desde que lo obtuvo, su salud se alteró, hasta que murió dos meses después. El rey dió el anillo a su hermana, quien en menos de una semana murió igual mente. La joven duquesa de Montpensier, que lo poseyó en seguida, murió al cabo de tres meses. El rey, que lo guardó entonces, murió poco después. La reina María Cristina no consintió el su destrucción, y lo ofreció a la lglesia: es la sortija que está en el dedo de la estatua de Nuestra Señora del Pilar.

Si se cree en el maleficio del ópalo, ¿por qué no creer en la virtud mágica de los cequíes?, termina diciendo el anónimo articulista. ¿Y cómo dejar de reconocer, sin ser supersticioso, que hay algo que confunde en esas extrañas coincidencias? Que Alfonso XIII tenga fe en la eficacia del cequí, no se puede dudar de ello. Desde luego, sea cual fuere su valor natural, se concibe muy bien su impasibilidad admirable cuantas veces ha pasado rozándole el ala de la muerte.»

Entre los talismanes fatídicos es célebre, por otra parte, el de la archiduquesa Isabel de Austria.

«El 24 de Abril de 1854, el emperador francisco José colocó en el cuello de la que desde aquel día era su esposa, un collar de perlas que no tenia semejante; un regalo digno de un soberano; una joya merecedora de ser llevada por una princesa tan bella y tan bondadosa como la hija del duque Maximiliano de Baviera. Del tesoro imperial eligió el enamorado monarca las más grandes y hermosas perlas, de maravillosas irisaciones e incomparable blancura. Para completar el número de ellas, necesario para hacer un doble collar, tuvo que gastar más de un millón de coronas. Cada perla pesaba de 75 a 100 quilates, y el valor del collar pasaba de cinco millones de coronas. Ciertos supersticiosos cortesanos hicieron saber a la emperatriz que las perlas significaban lágrimas; pero ella, por coquetería femenina, por amor a su egregio esposo o porque su carácter no la hacía asequible a la superstición, desde el día de su enlace con francisco José, hasta 1889, no separó de su alabastrino cuello aquel collar que envidiaban la rei na Victoria de Inglaterra y la czarina de Rusia.

Desgraciadamente, los supersticiosos acertaron, pues, a las intranquilidades y peligros de los primeros años de soberanía, siguieron dolorosas e irreparables desdichas de familia que frecuentemente hacían asomar las lágrimas a los ojos de la hermosa emperatriz. Y cual si el fatalismo de que se creía culpable al tesoro en perlas que llevaba en su garganta, perdurara en ella aún después de haberse desprendido de él, la emperatriz sucumbe bajo el puñal de un fanático. Pero aún hubo más: en la noche del 29 al 30 de Enero de 1889, el archiduque Rodolfo, el heredero del trono, su único hijo varón, puso término a su vida de una manera misteriosa. La desgracia era inmensa, tan grande como inesperada; pero la emperatriz Isabel, dando pruebas de una fortaleza increíble en su sexo, aunque nada sorprendente en persona habituada a la desgracia, hizo frente, con insuperable valor y sangre fría, a la difícil situación creada por el suicidio de su primogénito. Sustituyó a su esposo en sus deberes de soberano y revocó las órdenes dadas por éste para su abdicación. En tan tristes momentos nadie la vió derramar una lágrima. Su rostro, por lo severo y rígido, parecía el de una esfinge, mejor diríamos, el de un cadáver, por la intensa palidez que le empañaba.

Pasada la crisis, francisco—José se hizo cargo nuevamente de la gobernación de sus dos Estados, e inmediatamente, como si todas sus energías hubiesen pasado a su esposo, la emperatriz cayó gravemente enferma. «Que me lleven a Achilleson; allí quiero morir», repetía sin cesar, con voz débil y angustiosa. Y a Achilleson fué llevada. Achilleson era su retiro favorito, el tranquilo y hermoso palacio que años después pasó a ser propiedad del emperador Guillermo y actualmente convertido en hospital y sanatorio de los servios enfermos o heridos llevados a Corfú.

La naturaleza de la egregia enferma y los desvelos de la ciencia, le restituyeron al fin la salud perdida. Cuando abandonó por primera vez el lecho, atendiendo a ese deseo natural en todo enfermo que entra en la convalecencia y más natural aún si se trata de una mujer, pidió un espejo, y al ver en su luna retratada su imagen dió un grito que llenó de alarma a sus familiares. Su rostro se había vuelto densamente pálido, pero en su espíritu no había abatimiento: lo que había arrancado aquel grito era la vista del collar, su aspecto. Las perlas estaban muertas, les faltaban sus maravillosas irisaciones y su blancura sin igual. La emperatriz, que no se había separado de su joya querida durante su enfermedad, había salvado la vida, pero sus adoradas perlas habían muerto.

No queriendo separarse para siempre de sus perlas, y recordando que éstas recobran sus orientes volviendo al mar por algún tiempo, cuando lo pierden, ya por la edad ya por determinadas influencias, lo encerró en una especie de canastilla de plata, que depositó fuertemente anclada en el fondo del mar Jónico.

¿Pero en qué lugar?... Se ignora, pues solamente dos personas lo conocían. La emperatriz, que se llevó el secreto a la tumba cuando fué asesinada, y una dama de su confianza, quien la sobrevivió poco tiempo.»

Otro talismán de funesto agüero es la famosa «estatuilla encantada» de la cual, entre otras revistas, se ocupa la Revista Intemacionale de Espiritismo Científico, en estos términos:

»Monsieur Le Bon, que tenia relaciones con el que luego fué Presidente de la República, M. Sadi Carnot, trajo a éste como recuerdo, de vuelta de un viaje de la India, un idolillo de piedra de un trabajo curiosísimo. Sobre esta estatua—dijo el explorador al presentar el regalo—corre en Oriente una tradición. Perteneció por largo tiempo a la dinastía de los reyes de Kadjnari. El rajah que me la dió, me recomendó deshacerme de ella lo más pronto posible, pues este ídolo asegura, dicen, el poder a uno de los miembros de la familia que lo posea, pero también debe hacerlo morir de muerte violenta. El príncipe indio que me hizo este satánico presente, quería reinar; pero no perecer de modo trágico. Habiendo alcanzado el trono, temió el puñal y pensó conjurar la muerte deshaciéndose de su estatua: por eso me la regaló. Yo la encontré original por su rareza artística y por su extraña reputación, y pensé, por tanto, en traérosla. Mas no sería leal el hacerlo sin preveniros de los grandes riesgos que su poseedor ha de correr. Si no ambicionáis las honras y si teméis los peligros que amenazan en esta época a un jefe de Estado, rehusad mi regalo sin la menor pena.»

La leyenda le pareció chocante a Carnot, que era, digámoslo de pasada, un espíritu convencido, y encantado con el raro bibelot, éste fué alegremente aceptado. Algún tiempo después, Carnot, «de la manera más inesperada», era electo Presidente de la República. La noche del mismo día, Gustavo Le Bon recibió de madame Carnot este lacónico billete: «¡Es la estatuilla!» Siete años más tarde el jefe del Estado moría en Lyon, apuñalado por Caserio. Cuando madame Carnot murió, sus hijos encontraron en el testamento materno la encarecida petición de deshacerse, lo más pronto posible, del ídolo indio. Obedientes y respetuosos, cumplieron el deseo de su madre. Hoy no se sabe en qué manos para la funesta estatua; mas el corazón de Gustavo Le Bon sangra todavía. De ahí, según dicen la mayoría de las gentes, el origen de ese inmenso odio del sabio para la magia negra y para las manifestaciones del mundo invisible.

El «caballo endemoniado», de Granger, parece un muy próximo pariente de estotro perro Rolf que tanto ruido hizo hace unos años con sus maravillas en la capital de Francia.

Al presentarse en París, el año pasado, los caballos calculadores de Erbelfeld, dice Lumen, despertaron tal curiosidad y tal emulación, que, posteriormente, se han venido dando a conocer otros caballos y otros animales sabios., y en las páginas de esta revista, aunque sólo como nota de impresión, más de una vez nos hemos ocupado de ellos. Del perro Rolf, por ejemplo, hemos dicho muy poco, y no ciertamente porque creyéramos que no merecía más la gran inteligencia que revelaba, sino porque pensábamos aprovechar la primera coyntura que tuviéramos para traducir y reproducir lo que de él han dicho Duchatel, vicepresidente de la Sociedad de Estudios Psíquicos de París, y Mackencie (Dr. William), de la Universidad de Ginebra; pero es tanto, tan interesante y tan irreductible lo que estos distinguidos psicólogos han escrito sobre el ya famoso Rolf, que no hemos hallado medio, hasta el presente, de cumplir nuestro propósito.

Otra cosa es la reciente experiencia llevada a cabo con el mencionado perro. Tiene, para nosotros, la triple ventaja de ser concluyente; de ser, en su limitación, una demostración abreviada de las facultades intelectuales del can, y de estar relatada concisamente en Les Annales des Sciencies Psychiques, de París.

Rolf es un hermoso perro, de quien es propietaria la señora Mceckel, de Mannheim, quien le ha enseñado a sumar, restar, multiplicar, dividir, elevar a potencias y extraer raíces, y a expresar sus ideas por medio de un alfabeto convencional, que él utiliza indicando las letras por medio de golpes con su mano derecha. La historia escolar de este perro es curiosa y de sumo interés; pero como es larga, prescindimos de ella. Lo que antecede nos parece suficiente para que el lector pueda apreciar en toda su importancia lo que sigue:

«Una nueva experiencia, planeada de modo que quede excluída de ella toda causa de error involuntario, acaba de ejecutarse en Bergzabern con el famoso perro Rolf. Tuvo la tal por actores y testigos a la señora Mceckel, al procurador Dr. Ritterspacker y al Dr. Lindeman, y consistió en ésto: Una noche, la señora Maeckel fué a la Waldmulhe, casa de salud situada a unos cien pasos de su villa, y separada de ésta por un jardín muy frondoso y una huerta. Rol quedó en la villa de su dueña, en la que se presentó el Dr. Ritterspacker después que hubo salido la señora Maeckel. La camarera condujo a Rolf a presencia del Doctor, y éste enseñó al perro un objeto, que el animal debla describir a la señora Maeckel, en presencia del Dr. Amo Lindeman, estando en la casa de salud Waldmulhe, mientras el Dr. Ritterspacker permanecía en la villa de la señora Maeckel. En efecto, después que Rol vió el objeto, se entregó el perro a la camarera, quien condujo al animal adonde estaba su señora. Es de advertir que el doctor Ritterspacker no había visto antes de este momento a la camarera; ni ella sabía tampoco lo que el Doctor había enseñado al perro, puesto que, durante la presentación del objeto, la fámula estuvo en la cocina, siguiendo la orden expresa recibida. Por lo tanto, ni la camarera pudo ver ni oir lo que pasaba en el salón en que estaba el Doctor con el perro, ni cabe inteligencia ninguna sospechosa entre la camarera y su señorita.

Llegó Rolf a la Waldmulhe, donde fué recogido por la señora Maeckel en preséncia del Dr. Amo Lindeman y su señora; y al entregar la fámula el can, no medió gesto ni palabra ninguna concerniente al objeto mostrado a Rol por el Doctor.

Cuando se hubo retirado la doméstica y el perro se hubo tranquilizado de cierto recelo que al parecer le inspiraba el lugar, su dueña empezó con él el siguiente diálogo:

Señora Maeckel.—¿Has gruñido?

—Sí—respondió Rol, con golpes dados con su mano sobre una placa que le presentó su dueña. El perro no se mostró propicio entonces a seguir respondiendo a las preguntas que su dueña le hizo, y sólo después de largas exhortaciones se decidió a contestar a la pregunta—«¿Qué te han enseñado?»— con una serie de golpes en los que cada grupo de ellos representaba una letra.

Señora Maeckel.—¿Es tu contestación completa?

Rolf,—Si.

En buen alemán, la contestación del perro quería decir:

No gehn über! guck an. No. ¡Idlo a ver!

Señora Maeckel.—Rolf, eso no es correcto, y tú no querrás pecar de descortés. ¿Verdad que nos dirás en seguida lo que te han enseñado?

Rolf.—No.

Nueva exhortación enérgica por parte de la señora Maeckel, y Rolf manotea esta serie numérica:

5 13 7 13 16 5 2 5

l i b i s l o l

cuya traducción literal es:

En buen alemán: Lieb ist Lot equivale a «Lo es amable.»

El perro no se decidía a nombrar el objeto, y en vista de ello, amenazóle su dueña con vencer su obstinada resistencia a latigazos. Entonces dijo que lo que le habían mostrado era un pequeño pollo dorado.

Señora Mceckel.—¿Has querido decir un pequeño pollo dorado?

Rolf,—Sí.

La señora Maeckel y los esposos Lindeman fueron seguidamente a la villa de la primera y comunicaron al Dr. Ritterspacker la respuesta del perro, enterándose entonces de que, con efecto, el Doctor había enseñado a Rolf un pájaro con plumas doradas, de esos que se les da a los niños para que jueguen.

También resultó exacta la contestación a la pregunta: « —¿Has gruñido? Rolf» no sólo había gruñido, sino que habia mordido ligeramente al Dr. Ritterspacker, porque éste trató de sujetarle. Los doctores Ritterspacker y Lindeman, en dos testimonios diferentes, confirman punto por punto todos los detalles de la relación anterior»

Maurice Verne, por su parte, en Les Annales Politiques et Litteraires (Abril 1914), nos refiere curiosos detalles relativos al perro favorito del poeta Mistral. El escritor francés se expresa así:

«Mistral se interesaba por todos los fenómenos de lo desconocido. Creía haber observado en torno suyo fenómenos inquietantes y su perro, el viejo Barboche, era, para él, un inagotable objeto de meditación.

—Una noche—dice el poeta—llevé conmigo un residuo de una antigua muela romana hallada en Saint—Remy. Era la ruina una media luna de granito rojo, desgastada por el tiempo.

Desde que Barboche vió la piedra, empezó a ser presa de insensata exilación... Aunque hasta entonces había sido un perro como cualquier otro, la muela le enloqueció súbitamente. Saltaba sobre el objeto, queriéndomelo arrebatar, gemía, parecía atacado de hidrofobia y quería morderme. Tuve que entregarle aquella hermosa pieza de museo, al fin. Al instante Barboche se puso a reconstituir el movimiento de rotación que probablemente tuvo la piedra, y, desde entonces, mi viejo camarada no cesó de hacerla girar, hasta que tuve que ocultársela. Dadle una verdadera muela, una piedra redonda cualquiera, y no hará caso de ella: es la otra la que le produce frenesí: es la otra la que hace girar sin descanso, como si cumpliera una tarea que le ha sido impuesta. El poeta quiso que lo supiéramos experimental mente. Llamó a Barboche. El viejo can se precipitó sobre su amo para arrebatarle la muela; se retorcía epiléptico; gruñía; ladridos trágicos se escapaban de su pesado cuerpo. Mistral dejó caer la piedra. Barboche se lanzó sobre ella en silencio. Sus viejas patas, hechas ligeras, se posaron sobre la muela y empezaron a hacerla rodar y más rodar. No nos oía, no nos atendía, no nos miraba siquiera: proseguía su trabajo ciegamente, automáticamente...

Un obispo quiso ver al can. Había puesto sobre su hábito talar, de modo bien visible, su cruz episcopal, que brillaba sobrecargada de pedrería. Y se trajo Barboche la muela. Contra su costumbre, el can permaneció curvado, sujeto por no se sabe qué fuerza obscura. Apenas el obispo volvió la espalda, Barboche, presa de un insólito frenesí, se puso a hacer girar la muela.

Mistral quedó verdaderamente emocionado por esta aventura.

Refiere aún el poeta, que un día, habiendo puesto un acanto de piedra contra la pared de la casa en que escribía Mireille, ¡nació allí un acanto! De igual suerte, en la fachada de la casa donde jamás se había visto una planta adventicia, apareció una higuera, venida no se sabe cómo y arraigada no se sabe dónde. ¡Y la higuera es el símbolo del amor de Mireille…».

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