IV
IV
Franz Stenio luchó varios días entre la vida y la muerte. El médico
díagnosticó una fiebre cerebral, de la que todo podía temerse. Yacía el
joven en un casi continuo delirio, y Klaus, que le cuidaba noche y día
con verdadera solicitud paternal, estaba horrorizado de su propia obra.
El viejo profesor, no obstante los años que llevaba tratando a su
discípulo, no había comprendido hasta entonces toda la nativa brutalidad
de aquel alma selvática, supersticiosa e impasible, cuya vida entera
habíase refugiado en la pasión por la música tan sólo, alma que
únicamente podía alimentarse del aplauso, alma terrenal, inhumana; alma
genuina de artista, pero con la parte divina ausente en absoluto de
aquel hijo de las musas, toda imaginación y poesía cerebral, pero sin
corazón, sin piedad.
Mas de una vez, al seguir el inseguible hilo de aquella delirante
fantasía, el buen anciano se creía transportado por vez primera a una
región inexplorada, absurda de locura, cual si aquella naturaleza
psíquica, encerrada en el débil cuerpo del enfermo, no fuese de esta
Tierra, sino de algún otro planeta informe o incompleto. El terror ante
todo ello le tenía también enfermo ya a él, y hasta llegó a preguntarse
si valdría la pena de salvar la vida de aquella criatura infernal o
dejarla morir piadosamente antes de que recobrase el uso de sus
sentidos.
Amaba no obstante demasiado a su «hijo» para así hacerlo, por lo que
en el acto rechazó su mente esta última idea. Franz había hechizado el
alma esencialmente música del maestro, y no parecía sino que la vida de
los dos se hallaba ligada con un vínculo irrompible por el Hado mismo.
Semejante convicción, adquirida en un vivo rayo de luz espiritual a la
cabecera del enfermo, decidióle al fin, como si fuese una revelación, a
salvar al muchacho, aun cuando fuese a costa de su ya gastada e inútil
vida.
Era aquel el séptimo día de enfermedad. La crisis de la mañana fué la
más terrible de cuantas había n asaltado hasta entonces al joven, quien
llevaba ya veinticuatro horas sin cesar de disparatar ni de cerrar los
ojos, y describiendo con macabra minuciosidad sus detalles más nimios.
Espectros espantosos; sombras siniestras de crimen flotaban en sarta
inacabable en los ámbitos aquellos, sarta cuyos personajes eran puntual
mente nombrados y designados por el enfermo como si se tratase de
antiguos conocidos. Creíase un nuevo Sísifo, atado al peñasco del
Caúcaso con los cuatro fragmentos de intestino transformados en otras
tantas cuerdas de violín... Un río Stix, no de negras aguas, sino de
roja sangre, corría a sus pies de condenado eterno, y añadía
enloquecido:
¿Deseas, ¡oh infeliz anciano!, saber cómo se llama esta roca de mi
Cáucaso? ¡Pues se llama Samuel Klaus, aquel pobre viejo que me enseñó a
tocar el violín!
¡Oh, sí, yo soy, yo solo, la causa de tu desgracia, hijo mío!—le
contestaba éste llorando y cogiéndole las manos con desesperación—. ¡Yo
mismo, al tratar de consolarle, te he matado imprudentemente, pues que
te he herido de muerte a tu imaginación al informarte acerca de las
negras artes de Paganini!
¡Ja, ja, ja! —replicaba el enfermo con horrísona carcajada satánica—.
Pobre viejo chocho, ¿qué es lo que me dices? ¡Tu carne es deleznable!
¡Yo la cortaría así!... ¡Tú no vales nada y sólo parecerías bien
extendido tu intestino sobre un buen violín de Cremona y metida en su
alma el alma tuya!
Klaus sintió un escalofrío mortal, pero guardó silencio, e
inclinándose sobre la frente del joven abrasada por la fiebre, depositó
en ella un beso largo y amantísimo.., saliendo unos instantes fuera de
la estancia porque sentía que le ahogaba la desesperación. Al retornar
de allí a poco, el delirio había tomado otro curso. Franz cantaba,
tratando de imitar las notas de su violín, con la misma satisfacción
salvaje que si ya tuviese tendidos en éste, a guisa de cuerdas, los
intestinos del maestro.
Por la tarde el delirio revistió una forma imposible de describir.
Igneos espíritus metían en la hoguera a su queridísimo instrumento.
Manos esqueléticas, manos que eran las del joven, brotando chispas y
llamas por todos sus dedos, hacían señas al viejo para que se acercase, y
abrirle en canal con absoluta rapidez, ¡para disecarle ferozmente a él,
a Samuel Klaus el maestro, «el único hombre que, al amarle tan tierna y
desinteresadamente, era el único también cuyos intestinos podían serle
de alguna utilidad al mundo.»
Al otro día, y como por encanto, la fiebre cesó, y dos días después
Stenio pudo dejar el lecho sin conservar recuerdos de su enfermedad y
sin sospechar que en sus delirios había dejado a Klaus leer en el fondo
de sus más secretos pensamientos... El único resultado fatal de la
enfermedad fué aquella que, firme el joven en su promesa al arrancar a
su violín sus antiguas cuerdas, y careciendo su indomable pasión
artística de semejante válvula, se sumió en el estudio de la Alquimia,
la Quiromancia y demás artes ocultas con tanta y mayor pasión que la que
antes sintiera por la música.
Pasaron semanas y aun meses, y ni el maestro ni el discípulo mentaron
siquiera a Paganini. El violín, sin cuerdas y cubierto de polvo y
telarañas, oscilaba colgado en su sitio, olvidado y mudo, y en medio de
la profunda melancolía que se había apoderado de entrambos apenas si
cruzaban la palabra. Diríase que el violín no era sino un cadáver que la
fatalidad había interpuesto entre los dos. Sarcástico y sombrío, el
joven evitaba cuidadosamente toda conversación sobre la música.
Para sondar un tanto en el alma del joven y saber lo que pasaba en
ella, cierto día el anciano sacó de su caja su olvidado violín y se puso
a tocar no sé qué tarantela. A las primeras notas Franz experimentó una
sacudida nerviosa semejante a un latigazo, pero nada dijo. Los ojos se
le salían de las órbitas y escapó al fin como un loco, vagando al azar
por las calles de París durante muchas horas, mientras que el buen Klaus
arrojó su instrumento y se encerró en su alcoba hasta el otro día.
Como se ve, aquello no podía continuar así.
Una noche, en la que el joven Stenio estaba más sombrío e imponente
quizá que nunca, el viejo maestro se levantó repentinamente de su silla,
y dirigiéndose con resolución hacia su discípulo amado, imprimió un
largo beso en la frente de éste, diciéndole amoroso:
—Franz querido: esto no puede continuar así. ¿No crees que es llegado el tiempo de poner fin a nuestra violenta situación?
—Franz despertó sobresaltado de su letargo habitual, respondiendo como en sueños: Cierto: ya es tiempo más que sobrado de ponerlo fin.
Ambos se fueron a acostar sin decir más palabra.
Al otro día no vió Franz al anciano en su sitio de costumbre.
Vistióse y pasó al comedor que separaba las dos alcobas. Ni el fuego
había sido encendido aquel día, como era el hábito de Samuel, ni se veía
otra huella alguna de las ordinarias ocupaciones del maestro. Franz,
extrañado de todo aquello, sentóse en su sitio de siempre al lado de la
apagada chimenea, cayendo en su eterna obsesión, obsesión de la que
salió extrañamente al extender las manos hacia atrás para cruzarlas tras
su cabeza; chocaron ellas con algo que estaba en el estante de detrás y
que cayó al suelo con estrépito... ¡Era la caja del violín del pobre
Klaus, que cala rodando a los pies de su discípulo y vaciaba su
contenido, su violín mismo, cuyas cuerdas, al dar de plano contra la
chimenea, produjeron algo así como un gemido lastimero. El efecto que
aquello produjo en el joven fué mágico.
—¡Samuel, Samuel!—gritó sin hallar respuesta—. ¿Qué es lo que pasa?— añadió, dirigiéndose ansiosamente hacia la alcoba de éste.
Mas en aquel punto retrocedió espantado ante el eco de su propia voz,
que no lograba contestación alguna... La habitación estaba a obscuras, y
al abrirla vió que Samuel Klaus yacía sobre su lecho, rígido y frío...
¡Estaba muerto!
El choque fué terrible. La loca ambición del artista fanático no dejó
ni lugar casi al primer impulso de afecto hacia aquel amado muerto a
quien tanto debía... Iba, pues, a obrar en el acto, como era de temerse,
cuando su vista perturbada se fijó en un escrito dirigido a él y que
decía:
«Franz, hijo querido. Cuando leas ésta, tu viejo maestro, tu amigo,
habrá hecho ya el mayor sacrificio que por el logro de tu ideal de fama y
riqueza podía. El que te amó tanto, hele ya aquí frío e inerte. Ya
sabes lo que te corresponde hacer... ¡Fuera necias preocupaciones! Yo,
libre y espontáneamente, te he ofrendado mi cuerpo, en holocausto a tu
fama futura, y realizarías la más negra de las ingratitudes si, por
timidez o cobardía, hicieses inútil este sacrificio mío. Cuando tu amado
violín se vea con sus nuevas cuerdas y estas cuerdas sean una parte de
mi propio sér, aquél se verá ya investido del mismo secreto mágico del
célebre Paganini. En ellas, en mis cuerdas, encontrarás, siempre que
quieras los ecos de mi voz, mis gemidos, mis cantos de amor y de
bienvenida, los acentos todos más patéticos, en fin, de mi inmenso amor
hacia ti... Así, pues, mi Franz idolatrado, ¡nada temas; nada vaciles!
Coge triunfal mente tu instrumento y lánzate al mundo siguiendo los
pasos de aquel que sembró la desesperación y la desgracia en la senda de
nuestras ilusiones.. Preséntate altanero en cuantos lugares él se
presente a los públicos; búrlate de él y rétale al más gallardo de los
desafíos. Entonces alcanzarás a comprender y a oir, oh, Franz querido,
cuán potentes son siempre las notas de todo amor desinteresado, y en la
última caricia de aquellas cuerdas te acordarás de que son el cuerpo y
el alma de tu abnegado maestro que, por última vez, te abraza y te
bendice,
Samuel.»
Dos ardientes lágrimas pugnaron por brotar de los ojos del
enloquecido Stenio, pero se evaporaron antes casi de surgir, mientras
que aquéllos, con fulgores demoníacos nacidos de un orgullo y de una
ambición sin límites, se fijaron con fruición en el yerto cadáver. La
pluma se resiste a escribir lo que allí pasó más tarde, una vez que se
cumplieron los trámites de la ley con el suicida, porque conviene
advertir que el abnegado Samuel Klaus lo había previsto todo para
asegurar la impunidad de su discípulo, escribiendo una carta a la
justicia para que a nadie se culpase de su muerte.
Después de un casi simulacro de autopsia por parte de las autoridades
judiciales, allí quedó el cadáver del pobre Klaus, a la completa vol
untad de su heredero...
No habían transcurrido bien quince días, después de aquel de la
desgracia, cuando ya estaba el violín de Franz descolgado de su sitio,
desempolvado, limpio y con sus cuatro flamantes cuerdas nuevas. Su
dueño, el impasible Franz Stenio, no se atrevía ni a mirarlas. Quiso
tocar, pero el mismo arco parecía temblar en sus manos como el puñal en
las del asesino novicio. Resolvió entonces no tocar hasta el memorable
día aquel en que había de rivalizar con el odiado Paganini, y aun
superarle, sin duda. Por entonces el estupendo artista no se encontraba
ya en París, sino que recorría triunfal las ciudades flamencas de
Bélgica.