Capítulo 18
Capítulo 18
Mira, el coronel Grangerford era todo un caballero. Era un caballero de pies a cabeza; y también lo era su familia. Era bien nacido, como suele decirse, y eso tiene tanto valor en un hombre como en un caballo, como decía la viuda Douglas, y nadie negó nunca que ella fuera de la primera aristocracia de nuestro pueblo; y también papá lo decía siempre, aunque él no tenía más clase que un bagre de cabeza chata. El coronel Grangerford era muy alto y muy delgado, y tenía la tez de un color moreno pálido, sin un asomo de rojo en la cara; se hacía afeitar toda su delgada cara cada mañana; y tenía los labios de lo más finos que he visto, y las aletas de la nariz de lo más delgadas, y la nariz aguileña y las cejas muy pobladas, y los ojos de lo más negros, y hundidos tan profundamente que parecían mirarte como desde cavernas, si puede decirse así. Tenía la frente alta, y el pelo era canoso y lacio y le caía hasta los hombros. Las manos eran largas y delgadas, y todos los días de su vida se ponía una camisa limpia y un traje entero de pies a cabeza hecho de lino tan blanco que te hería los ojos mirarlo; y los domingos llevaba un frac azul con botones de cobre. Usaba un bastón de caoba con empuñadura de plata. No había nada de frivolidad en él, ni una pizca, pero nunca levantaba la voz. Era todo lo bondadoso que podía ser; lo podías sentir, sabes, y así te daba confianza. A veces se sonreía, y era bueno verlo; pero cuando se ponía derecho como un asta de bandera y empezaba a echar relámpagos por debajo de las cejas, querías trepar primero a un árbol y solo después enterarte de lo que pasaba. No hacía falta decirle a nadie que se comportara; todo el mundo tenía buenos modales cuando él estaba delante. Y a todo el mundo le gustaba también su compañía; era casi siempre como la luz del sol; quiero decir que daba la impresión de que hacía buen tiempo. Cuando se convertía en un montón de nubes, se ponía todo terriblemente oscuro durante medio minuto, y eso bastaba; nada volvía ya a ir mal durante una semana.
Cuando él y la vieja señora bajaban a desayunar por las mañanas, toda la familia se ponía de pie y les daba los buenos días y no se sentaba nadie otra vez hasta que ellos no se hubieran sentado. Luego Tom y Bob se acercaban al aparador dónde estaba la garrafa y preparaban un vaso de bitter y se lo entregaban a él, y él lo sostenía en la mano y esperaba hasta que Tom y Bob preparaban los suyos, y luego estos se inclinaban y decían: «Nuestros respetos, señor y señora», y ellos se inclinaban un poquito y decían, gracias, y entonces bebían los tres; y al fin Bob y Tom vertían una cucharada de agua sobre el azúcar y la chispa de o de manzana que había quedado en el fondo de sus propios vasos y nos lo daban a mí y a Buck, y también nosotros bebíamos a la salud de los viejos.
Bob era el hermano mayor y luego venía Tom; los dos eran hombres altos y hermosos, con los hombros muy anchos y las caras morenas, y el pelo largo y negro y los ojos negros. Se vestían de lino blanco de pies a cabeza, como el viejo señor, y llevaban sombreros de Panamá.
Después venía la señorita Charlotte; tenía veinticinco años y era alta y orgullosa y espléndida, buenísima cuando no estaba irritada; pero cuando se enfadaba, tenía una mirada que te hacía querer que te tragara la tierra, igual que le pasaba a su padre. Era de veras hermosa.
Lo era también su hermana, la señorita Sophia, pero de otro modo. Ella era apacible y dulce como una paloma, y solo tenía veinte años.
Cada persona tenía su propio negro para servirle, y Buck también. Para mi negro resultaba todo monstruosamente fácil, porque yo no estaba acostumbrado a que me hicieran las cosas, pero el negro de Buck estaba atareado la mayor parte del tiempo.
Estos eran hoy todos los miembros de la familia, pero antes había más personas… Tres hijos que murieron asesinados, y Emmeline, que murió.
El viejo señor era dueño de muchas granjas y de más de cien negros. A veces un montón de gente venía a la casa, a caballo, desde diez o quince millas a la redonda, y se quedaban cinco o seis días, y tenían festejos por ahí y en el río, y de día hacían bailes y excursiones por los bosques, y de noche hacían grandes bailes en la casa. La mayor parte de la gente que venía eran parientes de la familia. Los hombres traían con ellos sus fusiles. Se juntaba una cantidad impresionante de personas de clase, te lo aseguro.
Había también otro clan de aristócratas que vivía por allí cerca, cinco o seis familias, en su mayoría con el apellido de Shepherdson. Eran tan elegantes y bien nacidos y ricos y espléndidos como la tribu de los Grangerford. Los Shepherdson y los Grangerford usaban el mismo embarcadero de vapores, que estaba a unas dos millas río arriba de nuestra casa; así que a veces yo me acercaba hasta allí con muchos de los nuestros a observar a muchos de los Shepherdson que montaban en sus finos caballos.
Un día Buck y yo estábamos cazando lejos, en el bosque, y oímos acercarse un caballo. Cruzamos el camino, y Buck dijo:
—¡De prisa! ¡Escóndete en el bosque!
Nos escondimos y luego nos asomamos a mirar a través de las hojas. Después de un rato, un joven espléndido vino galopando por el camino, montando bien y con aires de soldado. Llevaba el fusil cruzado en el arzón. Yo creo que le había visto antes. Era el joven Harney Shepherdson. Oí junto a mi oreja el disparo del fusil de Buck y el sombrero de Harney se le cayó de la cabeza. Agarró el fusil y cabalgó derecho al lugar donde estábamos escondidos. Pero no esperamos. Echamos a correr por el bosque. El bosque no era espeso, así que miré por encima del hombro para tratar de esquivar las balas, y por dos veces vi cómo Harney apuntaba a Buck; y luego vi que Harney se marchaba por donde había venido, me imagino que para recoger el sombrero, pero yo no podía verlo. No dejamos de correr hasta que llegamos a casa. Los ojos del viejo señor llamearon un minuto, creo que de satisfacción sobre todo. Luego se le suavizó la cara, y dijo algo bondadoso:
—No me gusta eso de tirar desde detrás de un matorral. ¿Por qué no saliste al camino, hijo?
—Los Shepherdson no lo hacen, padre. Siempre juegan con ventaja.
La señorita Charlotte mantenía la cabeza erguida como una reina mientras Buck contaba la historia, y se le dilataban las aletas de la nariz, y sus ojos echaban chispas. Los dos jóvenes tenían la cara sombría, pero no dijeron nada. La señorita Sophia se puso pálida pero le volvió el color cuando se enteró de que el hombre no estaba herido.
Tan pronto como pude apartarme con Buck a solas, y llevarle junto a los graneros de maíz que hay bajo los árboles, le dije:
—¿Querías matarle, Buck?
—Pues claro que sí.
—¿Qué te ha hecho?
—¿Él? Nunca me ha hecho nada.
—Pues entonces, ¿por qué querías matarle?
—Pues por nada… Solo es a causa de la venganza.
—¿Qué quieres decir?
—Pero ¿dónde te han criado? ¿No sabes lo que significa eso?
—No, nunca he oído hablar de venganzas de este tipo. Cuéntamelo.
—Bueno —dijo Buck—, la venganza es así: un hombre tiene un altercado con otro hombre, y le mata; luego el hermano del otro mata al primero; luego los otros hermanos, de los dos lados, van a por los otros; luego los primos entran en el juego…, y poco a poco todo el mundo se mata, y ya no hay más venganza. Pero todo eso va un poco lento, y cuesta mucho tiempo.
—¿Esta lleva mucho tiempo. Buck?
—Pues ¡ya lo creo! Empezó hace treinta años o cosa así. Hubo un lío sobre algo, y luego un pleito para arreglarlo; y el juicio salió en contra de uno de los hombres, y así él fue y mató al hombre que había ganado, como era natural, claro. Cualquiera lo habría hecho.
—¿Cuál fue la causa del lío, Buck? ¿Tierras?
—Creo que sí… No lo sé.
—Pero ¿quién empezó con los tiros? ¿Fue un Grangerford o un Shepherdson?
—Por Dios, ¿cómo podré saberlo yo? Fue hace tanto tiempo…
—¿No lo sabe nadie?
—Oh, sí, papá lo sabe, supongo, y algunos de los viejos; pero ahora no saben el motivo de la pelea por la que empezó el asunto.
—¿Se han matado muchos. Buck?
—Sí, la mar de entierros. Pero no se matan siempre. Papá tiene unas postas en el cuerpo, pero a él no le importa, seguramente porque él pesa tan poco. A Bob le hicieron unas marcas con un cuchillo de caza, y Tom ha estado herido un par de veces.
—¿Alguien ha muerto asesinado este año, Buck?
—Sí; nosotros quitamos a uno, y ellos quitaron a otro. Hace como tres meses mi primo Bud, de catorce años, iba a caballo por el bosque al otro lado del río, y no llevaba armas; fue una maldita tontería por su parte, y en un sitio solitario oyó que venía alguien a caballo detrás de él, y vio al viejo Baldy Shepherdson que le perseguía con el fusil en la mano y el pelo blanco volando al viento; y en vez de saltar del caballo y meterse entre los matorrales, Bud pensó que podía correr más que él; así siguió la carrera, muy reñida, durante cinco millas o más, y con el viejo ganando cada vez más terreno; así que por fin Bud vio que era inútil, y paró y se dio la vuelta para recibir las balas de frente, sabes, y el viejo se acercó al galope y lo derribó a tiros. Pero no tuvo mucha oportunidad de gozar de su suerte, porque una semana después, nuestra gente le mató a él.
—Yo creo que aquel viejo era un cobarde, Buck.
—Yo creo que no era ningún cobarde. No, ni muchísimo menos. No hay ni un cobarde entre esos Shepherdson, ni uno. Y no hay ningún cobarde entre los Grangerford tampoco. Pues ese viejo se defendió durante media hora un día en una pelea contra tres Grangerford, y salió ganando. Todos iban a caballo; y él saltó del caballo y se metió detrás de un pequeño montón de leña, y puso el caballo delante de él para detener las balas; pero los Grangerford seguían montados y caracoleaban alrededor del viejo, y le acribillaron a él, y él a ellos. El viejo y su caballo volvieron a casa con bastantes agujeros y cojeando, pero a los Grangerford hubo que llevarlos a casa, y uno estaba muerto y el otro murió al día siguiente. No, señor; si alguien está a la caza de cobardes, no querrá gastar el tiempo con esos Shepherdson, porque entre ellos no se cría ninguno de esa especie.
El domingo siguiente fuimos todos a la iglesia; todo el mundo a caballo, unas tres millas. Los hombres llevaban los fusiles, y también Buck, y los tenían entre las rodillas o muy a mano apoyados contra la pared. Los Shepherdson hicieron lo mismo. El predicador nos dio bastante duro: habló cuanto pudo sobre el amor fraternal, y aburrimientos por el estilo; pero a la salida todo el mundo dijo que había sido un buen sermón, y hablaron de él durante el regreso a casa, y tenían tal cantidad de cosas que decir sobre la fe y las buenas obras y la gracia ilimitada y la «predestinación», y no sé cuántas cosas más, que de veras me pareció a mí aquel uno de los domingos más pesados que he encontrado hasta ahora en mi vida.
Alrededor de una hora después de comer, todo el mundo estaba somnoliento, algunos en las sillas y otros en sus cuartos, y la cosa se puso bastante aburrida. Buck y uno de los perros estaban profundamente dormidos estirados en la hierba bajo el sol. Subí a nuestro cuarto y pensé echarme yo también una siesta. Encontré a la dulce señorita Sophia de pie en la puerta de su cuarto, que estaba junto al nuestro, y ella me llevó dentro de su cuarto y cerró suavemente la puerta, y me preguntó si yo le tenía cariño, y dije que sí; y me preguntó si yo sería capaz de hacer algo por ella, sin contárselo a nadie, y dije que sí lo haría. Luego dijo que había olvidado su libro de Evangelios, que lo olvidó en la iglesia, en el asiento, entre otros dos libros; y me pidió que saliera muy en silencio y fuera a traérselo, y que no le dijera nada a nadie. Prometí que lo haría. Así que me fui y me alejé por el camino adelante y cuando llegué no había nadie en la iglesia, salvo quizá un cerdo o dos, porque la puerta no tenía cerradura; y a los cerdos les gusta en el verano un suelo de tablas gruesas de madera, porque está fresco. Si te fijas bien, la mayoría de la gente no asiste a la iglesia salvo cuando tiene la obligación de asistir; pero un cerdo es distinto.
Me dije a mí mismo: algo pasa aquí, no es natural que una muchacha se ponga toda angustiada por un libro de Evangelios. Así que sacudí el libro y cayó un pedacito de papel en que estaba escrito con lápiz: A las dos y media. Remiré el libro por todas partes, pero no encontré nada más. No podía entender nada del asunto, así que volví a meter el papel en el libro, y cuando llegué a casa y subí arriba, allí estaba la señorita Sophia en la puerta, esperándome. Me metió dentro y cerró la puerta; luego miró en el libro de Evangelios hasta encontrar el papel; y tan pronto como lo leyó, se puso contenta, y antes de que pudiera darme cuenta, me agarró y me abrazó, y dijo que era el mejor muchacho del mundo, y que no se lo contara a nadie. Durante un minuto tenía la cara muy roja, y se le encendieron los ojos, y eso la ponía muy bonita. Yo estaba bastante asombrado, pero cuando recobré el aliento, le pregunté que qué decía el papel, y ella me preguntó si lo había leído, y dije que no, y ella me preguntó si sabía leer lo escrito a mano, y le dije: «No, solo las letras de molde»; y luego me explicó que el papel no era nada más que un marcador, y que podía irme ya a jugar.
Yo me fui hacia el río, pensando en esto, y pronto me di cuenta de que mi negro venía siguiéndome. Cuando estuvimos fuera de la vista de la casa, él miró un segundo hacia atrás y por todo alrededor, y luego se me acercó corriendo y me dijo:
—Señorito George, si vienes abajo al pantano, te mostraré una gran cantidad de culebras de agua.
Pensé yo, es muy extraño; ayer me propuso lo mismo. Y él debe saber que un individuo no quiere tanto a las culebras de agua como para ir a buscarlas. ¿En qué estará metido? Así que dije:
—Muy bien; corre adelante.
Le seguí media milla; luego se fue por el pantano, y caminó como media milla más con el agua hasta los tobillos. Llegamos a un trozo de terreno que estaba seco y cubierto de árboles y de matorrales y enredaderas, y él dijo:
—Métete, si quieres, ahí dentro unos pasos no más, señorito George; ahí es donde están. Las he visto antes y no tengo ganas de verlas ahora.
Luego chapoteó adelante y se fue de prisa, y al poco rato se perdió de vista entre los árboles. Me adentré un poco por aquel sido y llegué a un pequeño claro tan grande como un cuarto de dormir, todo con enredaderas colgantes, y encontré a un hombre tumbado allí dormido…, y diablos, ¡era mi viejo Jim!
Le desperté, y creí que iba a ser una gran sorpresa para él verme otra vez, pero no lo fue. Casi lloró, de tan contento como estaba, pero no se sorprendió. Dijo que aquella noche había nadado siguiéndome, y que me había oído gritar cada vez, pero que no se atrevió a contestarme, porque no quería que le recogieran a él y le llevaran otra vez a la esclavitud. Dijo luego:
—Me había hecho un poco daño, y no podía nadar rápido, así que al final estaba un poco detrás de ti; cuando llegaste a tierra pensé que podría alcanzarte sin tener que dar voces, pero cuando vi aquella casa, empecé a ir más despacio. Estaba demasiado lejos y no podía oír lo que te decían… Yo tenía miedo de los perros; pero cuando todo se calmó otra vez, sabía que estabas en la casa, así que me fui hacia el bosque para esperar la luz del día. Temprano por la mañana, algunos de los negros pasaron por ahí, camino de los campos, y me recogieron y me mostraron este lugar, donde los perros no pueden seguirme las huellas, a causa del agua, y me traen cosas de comer todas las noches, y me cuentan cómo te va a ti.
—¿Por qué no dijiste a mi Jack que me trajera aquí antes, Jim?
—Bueno, no tenía sentido molestarte, Huck, hasta que pudiéramos hacer algo… Pero ya estamos bien. He estado comprando cazuelas y cacharros y comida, cuando he podido, y por las noches he remendado la balsa…
—¿Qué balsa, Jim?
—Nuestra vieja balsa.
—¿Quieres decir que nuestra vieja balsa no quedó hecha astillas?
—No, no tanto, estaba bastante estropeada…, un extremo de ella; pero no hubo grandes daños; solo que se perdieron casi todas las cosas. Si no hubiéramos buceado tan hondo y nadado tan lejos debajo del agua, y si la noche no hubiera sido tan oscura y si no hubiéramos tenido tanto miedo y si no hubiéramos sido tan cabezas de chorlito, como dicen, pues habríamos visto la balsa. Pero ha salido casi mejor así, porque ya la balsa está arreglada y casi como nueva, y tenemos muchas otras cosas en lugar de las que se perdieron.
—Pero ¿cómo has conseguido hacerte con la balsa otra vez, Jim? ¿La cogiste del río?
—¿Cómo la iba a coger, cuando yo estaba en el bosque? No; algunos de los negros la encontraron atascada en unos troncos, y la escondieron en un riachuelo entre los sauces, y había tanta discusión sobre quién se quedaría con ella, que después de un rato yo me enteré del asunto, y yo cojo y arreglo el lío diciéndoles que no pertenece a ninguno de ellos, sino a ti y a mí; y les pregunté si iban a coger la propiedad de un joven señor blanco y recibir una paliza a causa de ello. Luego les di diez centavos a cada uno y quedaron bien satisfechos, y con ganas de que aparecieran más balsas para hacerlos ricos otra vez. Son muy buenos conmigo estos negros, y hacen cualquier cosa que les pido, y no tengo que pedírsela dos veces, guapito. Ese Jack es un buen negro, y bastante listo.
—Sí, es cierto. Nunca me dijo que estabas aquí; me dijo que viniera, y me mostraría muchas culebras de agua. Así, si pasa algo, él no se ve mezclado en el asunto. Puede decir que nunca nos ha visto juntos, y será la verdad.
No quiero hablar mucho del día siguiente. Creo que lo acortaré bastante. Resulta que me desperté al amanecer, y estaba a punto de darme la vuelta y dormirme otra vez, cuando me di cuenta del silencio que había… No parecía que nadie se moviera. Aquello no era normal. Luego me di cuenta de que Buck se había levantado y se había ido. Bueno, me levanté, preguntándome qué podría ser, y bajé las escaleras y no vi a nadie por allí; todo tan callado como un ratón. Igual de silencioso fuera de la casa; ¿qué significa todo esto?, pensaba yo. Hasta que abajo, cerca del montón de leña, encontré a mi Jack y le pregunté:
—¿Qué es lo que pasa?
Y él dijo:
—¿No lo sabes, señorito George?
—No —dije—, no lo sé.
—Bueno, pues ¡la señorita Sophia se ha escapado! De veras. Se escapó por la noche y nadie sabe a qué hora; se escapó para casarse con ese joven Harney Shepherdson, sabes… Por lo menos, eso es lo que creen. La familia se enteró de esto hace como media hora, tal vez un poco más, y te aseguro que no perdieron tiempo. ¡Tanta prisa en sacar fusiles y caballos como no has visto nunca! Las mujeres han ido a avisar a los parientes, y el viejo señor Saul y los muchachos cogieron los fusiles y se fueron a caballo por el camino del río para buscar a ese joven y matarle antes de que pueda cruzar el río con la señorita Sophia. Creo que vamos a pasar un rato muy duro.
—Buck se fue sin despertarme.
—Pues ¡ya lo creo! No querían mezclarte a ti en el asunto. El señorito Buck cargó el fusil y juró que iba a traerse un Shepherdson o reventar. Bueno, habrá muchos allá, creo yo, y seguro que él cazará a uno si tiene ocasión.
Salí corriendo por el camino del río adelante, tan rápido como pude. Después de un poco, empecé a oír tiros a bastante distancia. Cuando llegué a la vista de la tienda hecha de troncos y el montón de leña donde atracaban los barcos de vapor, me metí por entre árboles y matorrales hasta encontrar un buen sitio, y luego trepé a las ramas de un álamo que era lo bastante alto para estar fuera del alcance, y desde allí miré. Había una pila de leña de casi metro y medio un poco delante del árbol, y al principio pensé esconderme detrás; pero tal vez tuve más suerte no haciéndolo.
Había cuatro o cinco hombres caracoleando con sus caballos en el lugar abierto delante de la tienda de troncos, maldiciendo y gritando, y tratando de alcanzar a un par de jóvenes parapetados detrás del montón de leña junto al embarcadero; pero no podían conseguirlo. Cada vez que uno de los muchachos se ponía al descubierto por el lado del montón cercano al río, tiraban sobre él. Los dos estaban agazapados espalda contra espalda detrás de la pila de leña, así que podían vigilar a ambos lados.
Después de un rato, los hombres dejaron de hacer cabriolas con los caballos y de gritar. Fueron avanzando hacia la tienda, entonces se levantó uno de los muchachos, apuntó fríamente por encima del montón de leña, y derribó a uno de su silla. Todos los hombres saltaron de sus caballos y agarraron al herido y empezaron a llevarle hacia la tienda; y en ese instante los dos muchachos echaron a correr. Antes de que los hombres se dieran cuenta, llegaron a la mitad del camino en dirección al árbol donde estaba yo. Entonces los hombres los vieron, y saltaron a los caballos y salieron en su persecución. Ganaban terreno a los muchachos, pero no les valía de nada, porque los muchachos les llevaban demasiada ventaja; llegaron al montón de leña que estaba delante de mi árbol, y se escondieron detrás y así dominaban otra vez sobre los hombres. Uno de los muchachos era Buck, y el otro era un chico delgado de unos diecinueve años.
Los hombres dieron unas vueltas, maldiciendo, y luego escaparon a galope. Tan pronto como desaparecieron de la vista, le grité a Buck y le conté por dónde se habían ido. Al principio Buck no sabía cómo entender que saliera mi voz del árbol. Le sorprendió muchísimo. Me dijo que vigilara con cuidado y que le dijera cuándo los hombres estaban otra vez a la vista; dije que temía que fueran a tenderles alguna trampa y hacer alguna maldad dentro de poco. ¡Cómo deseaba no haber estado en ese árbol! Pero no me atrevía a bajar. Buck comenzó a llorar y maldecir, y juró que él y su primo Joe (ese era el otro joven) tomarían venganza de lo que hoy había pasado. Dijo que su padre y sus dos hermanos estaban muertos, y también dos o tres de los enemigos. Dijo que los Shepherdson les tendieron una emboscada. Buck dijo que su padre y sus hermanos debieron de haber esperado a los parientes: los Shepherdson eran demasiados. Yo le pregunté qué les había ocurrido al joven Harney y a la señorita Sophia. Dijo que llegaron a cruzar el río y estaban a salvo. De eso me alegré, pero cómo se desesperaba ahora Buck recordando que no había conseguido matar a Harney aquel día cuando disparó sobre él… Nunca he oído cosa semejante.
De repente, ¡pum! ¡pum! ¡pum!, tres o cuatro fusiles dispararon… Los hombres se habían deslizado por el bosque y ¡atacaban desde detrás sin los caballos! Los muchachos saltaron al río… Los dos iban heridos, y mientras nadaban corriente abajo, los hombres corrían por la orilla y les disparaban y gritaban: ¡Mátalos! ¡Mátalos! Me puso tan enfermo que casi me caí del árbol. No voy a contar todo lo que pasó… Me pondría enfermo de nuevo si tuviera que contarlo. Ojalá que nunca hubiera ido a tierra aquella noche y no hubiera visto cosas semejantes. Jamás voy a encontrarme libre de ellas… Muchas veces sueño con aquellas cosas.
Me quedé en el árbol hasta que empezó a oscurecer; tenía miedo de bajar. A veces oía disparos allá lejos en el bosque; y dos veces vi pequeñas cuadrillas de hombres con fusiles pasar al galope por delante de la tienda, por eso pensé que seguía la pelea. Yo estaba muy abatido; así que decidí no acercarme nunca más a esa casa, porque creía que yo, en cierto modo, tenía la culpa. Me di cuenta de que aquel trozo de papel quería decir que la señorita Sophia iba a reunirse con Harney en algún lugar a las dos y media de la madrugada, para escaparse con él; y pensé que debí haberle contado a su padre eso del papel y la extraña manera como se comportaba ella, y entonces tal vez el padre la hubiera encerrado bajo llave, y este terrible lío nunca habría ocurrido.
Cuando bajé del árbol, me deslicé un trecho por la orilla del río, y encontré a los dos cadáveres caídos al borde del agua, y tiré de ellos hasta sacarlos a tierra; luego les cubrí la cara, y me fui de allí tan pronto como pude. Lloré un poco cuando le tapaba la cara a Buck, porque fue buenísimo conmigo.
Acababa de oscurecer. No me acerqué a la casa, sino que me adentré por el bosque y me fui al pantano. Jim no estaba en su isla, así que me dirigí deprisa hacia el riachuelo, y me abrí paso entre los sauces, ansioso de saltar a bordo y escapar de ese lugar terrible. Pero ¡la balsa no estaba! Dios mío, ¡qué miedo tenía! No pude recobrar el aliento durante casi un minuto. Luego di un grito. Una voz a no más de ocho metros me contestó:
—¡Por Dios! ¿Eres tú, guapito? No hagas ruido.
Era la voz de Jim… Nunca había oído nada tan bueno como esa voz. Corrí un trecho por la orilla y salté a bordo, y Jim me agarró y me abrazó; estaba tan contento de verme. Dijo:
—El Señor te bendiga, criatura. Yo tenía la seguridad de que estabas muerto otra vez. Jack ha venido; dijo que creía que te mataron de un tiro, porque no volviste a casa; así que ahora mismo estaba yo llevando la balsa hacia la boca del riachuelo para estar listo para desatracar y marcharme tan pronto como regresara Jack a decirme de cierto que era verdad que estabas muerto. ¡Señor! Estoy muy contento de tenerte aquí de vuelta otra vez, guapito.
Dije:
—Está bien, está muy bien porque así no me encontrarán y pensarán que me han matado, y que he flotado río abajo… Hay algo allá arriba que les ayudará a pensar eso; así que no pierdas tiempo, Jim; lleva la balsa hacia el agua profunda tan rápido como puedas.
No me sentí cómodo hasta que la balsa llegó a dos millas río abajo de aquel sitio, y estábamos ya en medio del Mississippi. Entonces colgamos nuestra linterna de aviso, y pensamos que estábamos libres y a salvo una vez más. Yo no había comido ni un bocado desde el día anterior, así que Jim sacó unas tortas de maíz y leche cremosa, y cerdo y repollo y verduras —no hay nada tan bueno en este mundo cuando está bien guisado—, y mientras cenaba yo, hablábamos y lo pasábamos bien. Estaba realmente contento de escaparme de esas venganzas, y también Jim lo estaba de escaparse del pantano. Dijimos que no había hogar mejor que una balsa, después de todo. De veras, otros sitios parecen tan apretados y asfixiantes, pero una balsa, no. Te sientes muy libre y suelto y cómodo en una balsa.