Las aventuras de Huckleberry Finn

Capítulo 32

Capítulo 32

Cuando llegué a la granja todo estaba en silencio y parecía como si fuese domingo, y hacía calor y mucho sol; los labradores se habían ido a los campos; y se oía esa especie de vago zumbido de moscas y bichos en el aire que hace que todo parezca tan solo y tan triste y como si todo el mundo se hubiera muerto y se hubiera ido; y entonces, cuando llega soplando un poco de brisa y estremece las hojas, te hace sentir pesaroso, porque te parecen espíritus que susurran…, espíritus muertos hace muchísimos años…, y siempre piensas que hablan de ti. Por lo general, a un individuo le dan ganas de estar él también muerto, y de haber acabado con todo.

La granja de Phelps era una de esas pequeñas plantaciones de algodón, y yo sé que todas son parecidas. Una cerca de madera alrededor de un terreno de casi una hectárea en el cual estaba la casa; unos escalones hechos de troncos serrados y puestos verticales formando los peldaños, como barriles de distintos tamaños, para trepar por encima de la cerca y también para que se suban en ellos las mujeres para cuando montan a caballo; algunas manchas de hierba enfermiza en ese gran terreno, pero que en su mayor parte se veía desnudo y liso, como un sombrero viejo con el pelillo gastado; una casa grande de troncos y de cuerpo doble para la gente blanca; troncos descortezados con las juntas tapadas con barro o mortero, y alguna que otra franja encalada; una cocina de troncos redondos, con un pasadizo grande y ancho y con techo, que la unía a la casa; un ahumadero de troncos detrás de la cocina; y para los negros, tres pequeñas cabañas de troncos en fila al otro lado del ahumadero; una pequeña casucha sola allá junto a la cerca al fondo del terreno, y unas cuantas casuchas al otro lado; un depósito de cenizas y un caldero para hervir el jabón, cerca de la casucha pequeña; un banco junto a la puerta de la cocina con un cubo de agua y una calabaza; un sabueso dormido a pleno sol; más sabuesos dormidos aquí y allí; tres árboles umbríos allá en un rincón; en un lugar junto a la cerca unas matas de uva-espín y de grosella; y fuera de la cerca, una huerta y un sembrado de sandías; luego empiezan los campos de algodón, y más allá de los campos, el bosque.

Di la vuelta a la cerca y trepé por los escalones de detrás, junto al depósito de cenizas, y me dirigí hacia la cocina. Cuando avancé un trecho, oí el zumbido mortecino de un torno de hilar, subiendo y bajando de tono, como un lamento, y entonces sentí que prefería estar muerto…, porque ese es el sonido más solitario y triste que hay en el mundo entero.

Seguí avanzando, sin hacer ningún plan en particular, pero solo confiando en que la Providencia pondría en mi boca las palabras convenientes cuando llegara el momento; porque me había dado cuenta de que la Providencia siempre ponía las palabras convenientes en mi boca cuando la dejaba hacer a ella.

Al llegar a mitad del camino, se levantó y saltó hacia mí primero un sabueso y luego otro, y, por supuesto, me detuve y les hice cara y me quedé quieto. ¡Y qué escándalo armaron! En un cuarto de minuto yo era ya, como si dijéramos, una especie de cubo de rueda…, con los radios fabricados de perros: un círculo de quince de ellos apiñados a mi alrededor, con los cuellos y los hocicos estirados hacia mí, ladrando y aullando; y seguían viniendo más y más perros; podías verlos llegar volando por encima de las cercas y doblando las esquinas y desde todas partes.

Una negra salió de prisa de la cocina, con un rodillo en la mano, gritando: «¡Fuera, , Tige! ¡Tú, Spot! ¡Venga, fuera!», y fue dándoles primero a uno y luego a otro golpes secos que a varios les hizo aullar y salir de huida y al momento los demás los siguieron; aunque al poco, la mitad de los sabuesos volvió, pero ahora meneando la cola y queriendo hacer amistad conmigo. Sé bien que no hay maldad ninguna en un sabueso.

Y detrás de la mujer venían una negra pequeñita y dos muchachitos negros que no llevaban más que camisas de lienzo, y se agarraban a las faldas de su madre, y asomaban tímidos los ojos por detrás de ella, como siempre hacen. Y ya venía corriendo de la casa la señora blanca, de unos cuarenta y cinco o cincuenta años, sin nada en la cabeza, y con la rueca en la mano; y detrás de ella asomaron los niños pequeños blancos, comportándose de la misma manera que los pequeños negros. La señora me sonreía de tal forma que casi no se tenía en pie de alegre, y dijo:

—Eres tú, al fin, ¿verdad?

Yo solté un «sí, señora» antes de pensarlo.

Me agarró y me abrazó muy fuerte; luego me cogió las dos manos y me las apretó y siguió apretándomelas hasta que le vinieron las lágrimas a los ojos y le corrieron por la cara; y parecía que por más que lo hacía no podía abrazarme y apretarme lo bastante, y seguía diciendo:

—No te pareces tanto a tu madre como yo me imaginaba, pero ¡cielos!, eso qué importancia tiene, estoy tan contenta de verte. ¡Oh, Dios mío, me parece que te podría comer a besos! Niños, ¡es el primo Tom! Venid a decirle hola.

Pero los niños agacharon la cabeza y se metieron el dedo en la boca y se escondieron detrás de ella. Así que siguió hablando:

—Lize, date prisa y prepárale en seguida un desayuno caliente… ¿O te dieron el desayuno en el barco?

Dije que había desayunado en el barco. Así que ella se dirigió hacia la casa, llevándome de la mano, con los niños correteando detrás. Cuando entramos me hizo sentar en una silla de asiento de mimbre, y ella se sentó en un taburete pequeño delante de mí, y me cogía las dos manos, y decía:

—Ahora puedo mirarte bien, y ¡cielos, tantas y tantas veces como he tenido ganas de verte durante todos estos años, y, por fin, ha llegado el momento! Llevamos un par de días o más esperándote. ¿Cómo te has retrasado? ¿Encalló el barco?

—Sí, señora, el barco…

—No me digas sí, señora, llámame tía Sally. ¿Y dónde encalló?

Yo no sabía muy bien qué decir, porque no conocía si el barco venía subiendo o bajando el río. Pero hago muchas cosas por instinto, y mi instinto me decía que el barco subía…, que venía de abajo, de cerca de Orleans. Eso no me ayudaba demasiado, sin embargo, porque no sabía los nombres de los bancos de arena de por allí abajo. Vi que tendría que inventar un banco u olvidar el nombre de aquel en que habíamos encallado o… Ahora se me ocurrió una idea y la solté:

—No fue la encalladura…, eso no nos hizo perder mucho tiempo. Es que se nos reventó la culata de un cilindro.

—¡Por el amor de Dios! ¿Hubo heridos?

—No, señora. Mató a un negro.

—Pues ha sido una suerte, porque a veces hay heridos. Hace dos años por Navidad tu tío Silas subía de Nueva Orleans en el viejo Rally Rook, y se reventó una culata de cilindro y dejó cojo a un hombre, que creo murió después. Era bautista. Tu tío Silas conocía a una familia de Baton Rouge que conocía bien a su familia. Sí, ya me acuerdo, sí, murió. Le empezó la gangrena y tuvieron que amputarle. Pero no le salvó. Sí, era la gangrena, eso fue. Se puso azul por todo el cuerpo, y murió con la esperanza de una gloriosa resurrección. Dicen que era espantoso verle. Tu tío ha ido al pueblo a buscarte todos estos días. Y hoy también, no hace más de una hora; ya estará al llegar. Te habrás cruzado con él en el camino, ¿no?… Un hombre algo mayor, con…

—No, no he visto a nadie, tía Sally. El barco llegó al amanecer y dejé mi equipaje en el bote del muelle y estuve paseando por el pueblo y por el campo alrededor, para hacer tiempo y no llegar demasiado temprano; así que he venido por el lado de atrás.

—¿A quién entregaste el equipaje?

—A nadie.

—¡Pero niño, te lo van a robar!

—No donde yo lo escondí, creo que no —dije.

—¿Cómo es que te dieron el desayuno tan temprano en el barco?

Era un momento quebradizo, pero dije:

—El capitán me veía esperando por allí, y me dijo que mejor sería comer algo antes de desembarcar; y me llevó a su camarote, al comedor de los oficiales, y me dio todo cuanto quise.

Yo estaba tan inquieto que no podía escucharla bien. Todo el tiempo tenía la mente puesta en los niños; quería llevarlos a un lado y sonsacarles un poco, para averiguar quién era yo. Pero no tuve la ocasión, porque la señora Phelps seguía hablando y seguía sin parar. Al poco rato me hizo sentir escalofríos por toda la espalda, porque dijo:

—Pero no hacemos más que charlar y charlar, y tú no me has contado nada de mi hermana Sis, ni de ninguno de ellos. Ahora, yo me tomo un descanso y tú te pones en marcha; cuéntamelo todo…, cuéntame de todos ellos, de todos y cada uno de ellos, y cómo se encuentran y qué hacen, y todos los recados que me mandan; y todo lo que se te ocurra.

Bueno, vi que estaba metido en un aprieto…, y en uno bueno además. La Providencia me había respaldado bien hasta ahora, pero ahora estaba bien encallado en la arena. Vi que era completamente inútil tratar de seguir… Tenía que darme por vencido. Así que me dije a mí mismo: aquí tenemos otra ocasión en que tengo que arriesgarme diciendo la verdad. Abrí la boca para comenzar; pero ella me agarró y de prisa me empujó detrás de la cama, y dijo:

—¡Ahí viene! Agacha la cabeza un poco más…, ya, ya vale; ahora no se te puede ver. Procura no asomarte. Voy a gastarle una broma. Niños, ni una palabra.

Vi que estaba en un apuro. Pero no servía de nada preocuparme; no había nada que hacer, salvo quedarme quieto y tratar de estar atento para alejarme de donde iban a caer los relámpagos.

Solo vi un momento al viejo caballero cuando entró; luego la cama le tapó de mi vista. La señora Phelps corrió hacia él y le dijo:

—¿Ha llegado ya?

—No —dijo su marido.

—¡Por el amor de Dios! —dijo—. ¿Qué le puede haber pasado?

—No tengo idea —dijo el viejo caballero— y debo añadir que esto me pone realmente inquieto.

—¡Inquieto! —dijo ella—. ¡Estoy a punto de perder la cabeza! Tiene que haber llegado; y te has cruzado con él por el camino y no le has visto. Estoy segura de que es así…, algo me lo dice.

—Pero, Sally, no puedo dejar de haberle visto por el camino…, y tú lo sabes.

—Pero ¡oh, cielos, qué dirá Sis! Tiene que haber llegado. Es que no le has encontrado. El…

—Oh, no me pongas más angustiado de lo que estoy ya. No puedo entenderlo por más que le doy vueltas. Estoy que no sé qué hacer, y no me importa admitirlo: estoy asustado de veras. Pero no ha venido, no hay esperanza de eso; porque no pudo haberse venido sin que le viéramos. Sally, es terrible, realmente terrible…, algo le ha pasado al barco, ¡seguro!

—Pero ¡Silas! Mira allá…, allá por el camino… ¿No viene alguien?

Él corrió a la ventana cerca de la cabecera de la cama, y eso dio a la señora Phelps la ocasión que buscaba. Se agachó rápido al pie de la cama y me dio un tirón y salí fuera; y cuando él se volvió de la ventana, allí estaba ella, sonriéndose radiante como una casa en llamas, y yo, de pie a su lado, bastante manso y sudoroso. El viejo caballero miró asombrado y dijo:

—Pero ¿quién es?

—¿Quién crees que es?

—No tengo idea. ¿Quién es?

—¡Es Tom Sawyer!

¡Diablos, casi me caí de espaldas! Pero no era momento de celebrarlo; el viejo me agarró la mano y me la apretó y siguió apretándola; y durante todo ese tiempo cómo bailaba y cómo reía y cómo lloraba la mujer; y luego cuántas preguntas me dispararon para enterarse de cosas de Sid, Mary y los demás miembros de la tribu.

Pero si ellos sentían alegría, no era nada comparada con la que yo sentía; porque era igual que nacer de nuevo: estaba tan contento de saber quién era… Bueno, me tuvieron retenido durante dos horas, y por fin, cuando mi barbilla estaba tan cansada de hablar que ya casi no daba de sí, les había contado más cosas de mi familia —quiero decir, de la familia Sawyer— de las que podían haberles pasado a seis familias Sawyer. Y les expliqué cómo se reventó la culata del cilindro en la boca del río White y cómo tardaron tres días en arreglarla. Lo cual estaba bien, y les convenció bastante; porque ellos no sabían si en arreglar eso se tardarían tres días o más. Si hubiera llamado a aquella pieza una cabeza de tornillo, les habría resultado lo mismo de bien.

Ahora me sentía de veras bastante cómodo por un lado y bastante incómodo por el otro. Ser Tom Sawyer era fácil y cómodo, y siguió siéndolo hasta que, después de un rato, oí el jaleo de un vapor bajando el río. Luego me dije a mí mismo: Suponte que llega Tom Sawyer en ese barco… Y suponte que entra aquí en cualquier momento y grita mi nombre antes de que yo le pueda hacer señas de que se calle…

Bueno, yo no quería que pasaran las cosas de esa manera; no convenía en absoluto. Debía ir por el camino a aguardarle. Así que les dije a los viejos que pensaba acercarme al pueblo a traer mi equipaje. El viejo caballero quería acompañarme, pero le dije que no, que yo mismo podría conducir el caballo, y que prefería que no se molestara por mí.

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