Capitulo 30
Capitulo 30
Cuando subieron a bordo el rey se lanzó sobre mí, y me cogió del cuello de la camisa y me sacudió, y dijo:
—¡Trataste de escapar de nosotros, eh cachorro! ¿Cansados de nuestra compañía, eh?
Dije:
—No, majestad, no lo estábamos… ¡Por favor, no me hagas eso, majestad!
—Rápido, entonces: cuéntanos qué ideas tenías, o ¡te sacudiré las entrañas!
—Honradamente, te contaré todo exactamente como ocurrió, majestad. Ese hombre que me tenía agarrado era muy bueno conmigo y seguía diciéndome que él tenía un hijo de casi mi edad, que murió el año pasado, y que sentía mucho ver a un muchacho en un aprieto tan peligroso; y cuando les cogió de sorpresa a todos el encontrar el oro, y se echaron hacia el ataúd, me soltó y me susurró: «¡Vete corriendo ahora o si no seguro que te van a ahorcar!». Y yo eché a correr. No parecía que valiera para nada que me quedara…, yo no podía hacer nada, y no quería que me ahorcaran cuando podía escaparme. Así que no dejé de correr hasta que encontré la canoa, y cuando llegué aquí le dije a Jim que se diera prisa, o me cogerían y me ahorcarían todavía, y dije que temía que tú y el duque ya no estuvierais vivos, y lo sentía muchísimo, y Jim también, y yo estaba muy contento cuando os vi venir; puedes preguntarle a Jim si no me crees.
Jim dijo que era verdad; y el rey le mandó callar, y dijo:
—¡Oh, sí, es muy muy probable!
Y me sacudió otra vez y declaró que creía que me debía ahogar. Pero el duque dijo:
—¡Suelta al muchacho, viejo idiota! ¿Habrías hecho tú otra cosa en su lugar? ¿Preguntaste por él cuando te soltaron? Yo no recuerdo una cosa semejante.
Así que el rey me soltó y empezó a maldecir al pueblo ese y a todos los que vivían en él. Pero el duque dijo:
—Mejor sería echarte unas maldiciones a ti mismo, porque tienes más derecho a recibirlas que nadie. Desde el principio no has hecho ni una cosa que tuviera sentido, salvo cuando tuviste esa salida tan fresca y tan de cara dura con lo de la señal de una flecha azul. Eso sí fue de un tipo listo…, fue realmente estupendo; y fue lo que nos salvó. Porque a no haber sido por eso, nos habrían encarcelado hasta que llegara el equipaje del inglés…, y luego…, ¡la penitenciaría, sin duda! Pero ese truco los llevó al cementerio, y el oro nos hizo un favor todavía mayor; porque si esos tontos tan excitados no hubieran soltado todo para lanzarse a verlo, pues habríamos dormido esta noche con corbatas…, y corbatas hechas para durar… más tiempo de lo que nos habría hecho falta.
Se quedaron callados un minuto…, pensando; luego el rey dijo, como un poco distraído:
—¡Puf! ¡Y creíamos que lo habían robado los negros!
¡Eso me puso sobre ascuas!
—Sí —dijo el duque como lento y deliberado y sarcástico—, sí nosotros lo creíamos.
Después de medio minuto el rey dijo, arrastrando las palabras:
—Por lo menos, yo lo creí.
Y el duque dijo de la misma manera:
—Al contrario; fui yo quien lo creí.
El rey se puso un poco encrespado y dijo:
—Mira, Bilgewater, ¿a qué te refieres?
El duque dijo, con bastante viveza:
—Tratando de ese asunto, quizás me permitas preguntarte: ¿a qué te referías tú?
—¡Bah! —dijo el rey, muy sarcástico—; qué sé yo… Quizás estabas dormido y no sabías lo que hacías.
El duque se puso erizado de rabia entonces, y dijo:
—¡Oh, deja ya estas malditas tonterías! ¿Me tomas por un condenado tonto? ¿Crees que no sé quién escondió ese dinero en el ataúd?
—¡Sí, señor! Yo sé que lo sabes, ¡porque lo hiciste tú mismo!
—¡Es mentira! —y el duque se echó encima de él.
Y el rey gritó entonces:
—¡Quítame las manos de encima! ¡Suéltame la garganta! ¡Retiro lo dicho!
El duque dijo:
—Bien, admite primero que tú escondiste allí el dinero, pensando darme esquinazo un día de estos, y regresar y desenterrarlo y tenerlo todo para ti.
—Espera un minuto, duque… Contéstame a esta pregunta, honrada y abiertamente: si tú no pusiste el dinero allí, dímelo, y te lo creeré, y retiraré todo lo dicho.
—Claro que no lo hice, viejo bribón, y tú sabes que no lo hice. ¡Ahí lo tienes!
—Bien, entonces te creo. Pero contéstame solo otra pregunta, además; y no te enfades; ¿no tenías pensado llevarte el dinero y esconderlo?
El duque no dijo nada durante un rato; luego dijo:
—Qué importa si lo pensé; no lo hice en todo caso. Pero tú no solo lo pensaste, sino que lo hiciste.
—Que no me muera jamás si lo hice, duque, y lo digo honradamente. No te diré que no iba a hacerlo, porque pensé hacerlo; pero tú… o, quiero decir, alguien… se me adelantó.
—¡Es mentira! Tú lo hiciste y tienes que admitir que lo hiciste o…
El rey empezó a soltar un gorgoteo, y luego dijo con voz ronca:
—¡Basta! ¡Lo confieso!
Me alegré mucho al oírle decir eso; me hizo sentir bastante más tranquilo que me sentía antes. Así que el duque le quitó las manos de la garganta y dijo:
—Si lo niegas otra vez, te ahogaré. Está bien que te sientes ahí y lloriquees como una criatura: es propio de ti, después de la manera como te has portado. Nunca he visto un viejo avestruz semejante, queriendo tragárselo todo… Y yo que confié en ti todo el tiempo, como si fueras mi propio padre. Deberías haberte avergonzado al oír echarles la culpa a unos pobres negros, y tú quedándote tan tranquilo y sin decir una palabra en su favor. Me hace sentir ridículo pensar que me dejé engañar y creer esa basura. Maldito seas, ya veo por qué tenías tantas ganas de borrar el déficit: lo que querías era apoderarte del dinero que saqué de y de aquí y de allá, y ¡arramplar con todo!
El rey, tímido y todavía gangueante, dijo:
—Pero, duque, si fuiste tú el que dijo eso de borrar el déficit; no fui yo.
—¡Cállate la boca! ¡No quiero oírte ni una palabra más! —dijo el duque—. Ahora ya ves lo que has conseguido con ello. Han recuperado todo su dinero y todo el nuestro además, menos un centavo o dos. Vete a la cama, y ¡no me hables de déficit ni de nada semejante en lo que te queda de vida!
Así que el rey se deslizó dentro de la choza y agarró la botella a modo de consuelo, y no tardó el duque en coger la suya; y así después de media hora eran tan íntimos de nuevo como buenos ladrones, y cuanto más íntimos se ponían, más cariñosos se mostraban y, por fin, comenzaron a roncar abrazados. Se pusieron bastante ebrios, pero yo me di cuenta de que el rey no se emborrachó lo bastante como para olvidarse de recordar que no debía negar que fue él quien escondió el saco de dinero. Eso hizo sentirme aliviado y satisfecho. Por supuesto, cuando ellos se pusieron a roncar, Jim y yo pasamos parloteando un rato largo, y yo le conté a Jim toda la verdad.