Las aventuras de Huckleberry Finn

Capítulo 15

Capítulo 15

Pensamos que en tres noches más llegaríamos a Cairo, al punto sur de Illinois, en la confluencia con el río Ohio, y que esa sería nuestra meta. Venderíamos la balsa, nos embarcaríamos en un vapor y subiríamos el Ohio hasta muy arriba entre los estados libres, donde ya no tendríamos dificultades.

Bueno, la segunda noche empezó a levantarse niebla, y nos dirigimos hacia un banco de arena donde amarrar, porque no convenía seguir entre la niebla; pero cuando remé adelantándome en la canoa, con la cuerda para amarrar preparada, no encontré más que arbolillos tiernos. Pasé la cuerda por el tronco de uno, justo en el borde de la orilla acantilada, pero había una fuerte corriente, y la balsa se escapó corriendo tan vivamente que lo arrancó de raíz. Veía yo que la niebla iba envolviéndolo todo, y eso me puso tan malo y asustado que durante medio minuto me pareció que no podía ni moverme; ya no se veía la balsa; no podías ver ni a veinte metros delante. Salté a la canoa y corrí hacia la popa y agarré la pala y di un golpe de remo para alejarme. Pero no avanzó. Tenía tantas prisas que ni siquiera la había desamarrado. Me levanté e intenté desatarla, pero estaba tan emocionado que me temblaban las manos de tal forma que apenas podía usarlas.

Tan pronto como pude arrancar, salí en busca de la balsa, remando de prisa y recio, justo bordeando el banco de arena. Eso fue bien mientras duró el banco, pero este medía menos de sesenta metros de largo, y al instante de pasar volando la punta, me adentré en una niebla densa y blanca, y no tenía más idea de dónde me encontraba que la que hubiera tenido un muerto.

Pensaba yo: no conviene remar; porque la primera cosa que pasará será que chocaré contra la orilla o contra un banco de arena o contra algo; tengo que sentarme quieto y dejarme llevar flotando; y sin embargo es un asunto de nervios tener que aguantarse con las manos quietas en un momento como este. Grité y escuché. Allá abajo, lejos, en alguna parte, oí un pequeño grito, y mis ánimos revivieron. Me lancé corriendo hacia allá, escuchando atento por si volvía a oírlo. La próxima vez que lo oí, vi que no me dirigía hacia el grito, sino que me desviaba hacia su derecha. Y la próxima vez iba hacia la izquierda, y además no iba acercándome bastante porque volaba de acá para allá, de un lado a otro, pero el grito seguía siempre delante de mí en línea recta todo el tiempo.

Pensé: ojalá al tonto ese se le ocurra golpear en un cacharro de hojalata, y seguir golpeando sin parar; pero no lo hizo; y eran los espacios de silencio entre gritos los que me causaban dificultades. Bueno, luché para avanzar, y en seguida oí un grito detrás de mí. Ya estaba enmarañado en un buen lío. O ese grito era de otra persona, o yo estaba confundido.

Tiré la pala. Oí el grito otra vez; estaba aún detrás de mí, pero en otro sitio; siguió avanzando el grito y siguió cambiando de lugar, y yo seguí contestando, hasta que, poco después, el grito volvía a estar delante de mí otra vez, y yo sabía que la corriente había girado la canoa, que ya iba cabeza delante, y que yo estaba bien encaminado si era Jim quien gritaba y no otro balsero cualquiera. No se pueden entender las voces en medio de la niebla, porque nada se ve normal, ni se oye normal entre la niebla.

Seguían los gritos, y en un minuto me acerqué zumbando hacia un banco acantilado con fantasmas humosos de grandes árboles, y la corriente me echó a la izquierda y pasé como una flecha, entre muchos troncos sumergidos que casi bramaban entre la corriente que se arrastraba encima de ellos tan rápida.

En otro segundo o dos, todo era de un blanco sólido y silencioso otra vez. Me quedé sentado completamente quieto y escuché los golpes de mi corazón, y creo que no respiré una sola vez mientras contaba cien latidos.

Entonces me di por vencido. Ya comprendía qué pasaba. Ese banco acantilado era sin duda una isla, y Jim iba bajando pero por el otro lado de ella. No era un banco de arena que pudieras dejar atrás en diez minutos. Tenía el arbolado grande de una isla de tamaño regular; tal vez fuera una isla de cinco o seis millas de largo y más de media milla de ancho.

Me quedé quieto, con el oído atento, creo que unos quince minutos. Iba flotando hacia adelante, seguro que a cuatro o cinco millas por hora; pero nunca te parece que sea así. No; tienes la sensación de estar absolutamente quieto en el agua; y si echas una pequeña ojeada a un tronco que se desliza, no piensas que eres tú quien va de prisa, sino que contienes el aliento, y te dices: ¡ay!, cómo avanza corriendo ese tronco. Y si crees que no es triste y solitario encontrarte en una niebla así, tú solo en la noche, pues pruébalo una vez, y verás lo que es.

Así que, durante media hora, grité de vez en cuando; por fin oí la respuesta que venía de muy lejos y traté de seguirla, pero no pude; y a continuación creí haberme metido en un verdadero nido de bancos de arena, porque los avisté breve y oscuramente a ambos lados; a veces solo había un canal estrecho entre los bancos, y había otros bancos que no veía pero que sabía que estaban allí porque oía cómo la corriente se arrastraba por entre la maleza muerta y las ramas que colgaban de las orillas. Bueno, no tardé mucho en dejar de oír los gritos entre los bancos de arena; y solo traté de perseguirlos otro rato, porque era peor que perseguir fuegos fatuos. Jamás había sabido que un ruido podía dar saltos de esa manera, y cambiar de sitio tantas veces y tan rápido.

Tuve que darle al remo vivamente cuatro o cinco veces, para j no echar a las islas fuera del río a golpes de canoa; y así pensé que la balsa debía de estar igualmente topando con la orilla a cada rato, o avanzaría más y estaría fuera del alcance de la voz, porque flotaría un poco más rápido que yo.

Bueno, parecía que un rato después me encontraba en el río abierto, pero no podía oír el grito por ningún lado. Calculé que Jim quizá había chocado contra un tronco sumergido, y que todo había terminado para él. Yo estaba bien cansado, así que me acosté en la canoa y me dije que no iba a preocuparme más. No quería dormirme, por supuesto; pero tenía tanto sueño que no pude evitarlo, así que pensé que debía dormir solo una pequeña siesta de gato.

Pero creo que fue más que una siestecita, porque cuando me desperté, las estrellas brillaban claramente, la niebla se había disipado, y yo iba zumbando por un gran recodo con la popa delante. Al principio no sabía dónde estaba; pensé que soñaba; y cuando se me iban aclarando las cosas, era como si subieran oscuras desde la semana pasada.

El río por allí era monstruosamente grande, con una arboleda de lo más alta y espesa en ambas orillas; no era más que un muro sólido, por lo que podía distinguir a la luz de las estrellas. Miré lejos, río abajo, y vi una manchita negra sobre el agua. Me lancé hacia ella; pero cuando la alcancé, no era más que un par de troncos serradizos atados juntos. Luego vi otra manchita y la perseguí; luego otra, y esta vez acerté. Era la balsa.

Cuando llegué a ella, vi a Jim sentado con la cabeza entre las rodillas, dormido, con el brazo derecho descansando sobre el remo-timón. El otro remo se había hecho pedazos; y la balsa estaba cubierta de hojas y ramas y barro. Así que debía de haberlo pasado muy mal.

Amarré y me acosté en la balsa debajo de las narices de Jim, y empecé a bostezar y estirar los puños contra Jim y dije:

—Hola, Jim. ¿Me he dormido? ¿Por qué no me has despertado?

—¡Dios mío! ¿Eres tú, Huck? ¿Y no estás muerto…, no estás ahogado…, has vuelto? ¿Cómo puede ser, guapito, cómo puede ser verdad? Déjame mirarte, criatura, déjame tocarte. ¡No, no estás muerto! ¡Has vuelto, sano y salvo, el mismo Huck, el mismo viejo Huck de siempre, gracias a Dios!

—¿Qué te pasa, Jim? ¿Has bebido?

—¿Bebido? ¿Que si he bebido? ¿He tenido un segundo para beber?

—Bueno, entonces, ¿qué te hace decir cosas tan locas?

—¿Qué cosas locas digo yo?

—¿Qué cosas? Pues ¿no has hablado de que he vuelto y todo eso, como si hubiera estado fuera?

—Huck…, Huck Finn, tú mírame a los ojos; mírame a los ojos. ¿No has estado fuera?

—¿Fuera? Pero ¿qué diablos quieres decir? No me he ido a ninguna parte. ¿Adónde podía irme?

—Bueno, mira, jefe, algo va mal aquí, seguro. ¿Yo soy yo? ¿O quién soy yo? ¿Estoy aquí, o dónde estoy? Eso es lo que yo quiero saber.

—Bueno, creo que estás aquí, de veras, pero creo que eres un pobre tonto con la cabeza hecha un lío, Jim.

—¿Lo soy, eh? Pues contéstame a esto: ¿no fuiste tú en la canoa con la cuerda para amarrar al banco de arena?

—No, no lo hice. ¿Qué banco? No he visto ningún banco de arena.

—¿No has visto ningún banco? Mira, ¿no se soltó la cuerda y se fue zumbando la balsa río abajo, dejándote solo con la canoa, perdido en la niebla?

—¿Qué niebla?

—Pues, la niebla…, la niebla que nos ha envuelto toda la noche. ¿Y no gritaste tú, y no grité yo, hasta que nos metimos entre las islas, y uno se perdió y el otro lo mismo que si se hubiera perdido porque no sabía dónde estaba? ¿Y no choqué contra esas islas y pasé un rato terrible y casi me ahogué? ¿No es verdad todo esto, jefe? ¿No es verdad? Contéstame a eso.

—Bueno, Jim, es demasiado para mí. No he visto ninguna niebla, ni islas, ni dificultades, ni nada. He estado sentado aquí toda la noche hablando contigo hasta que te dormiste hace diez minutos, y calculo que yo hice lo mismo. No puedes haberte emborrachado en ese rato, así que está claro que lo has soñado todo.

—¡Diablos! ¿Cómo voy a soñar todo eso en diez minutos?

—Ay, maldita sea, que sí lo has soñado, porque nada de eso ocurrió de veras.

—Pero, Huck, todo lo tengo tan claro como…

—No importa nada lo claro que esté; no hay nada de eso. Yo lo sé porque he estado aquí todo el tiempo.

Jim no dijo nada durante cinco minutos; se quedó pensándolo mucho. Luego dijo:

—Bueno, entonces creo que sí lo soñé, Huck; pero válgame Dios si no es el sueño más vivo que he visto nunca. Y jamás he tenido ningún sueño que me haya cansado tanto como este.

—Ah, bueno, está bien, porque a veces un sueño le deja a uno rendido. Pero este era un sueño realmente poderoso; cuéntamelo todo, Jim.

Así que Jim se puso en marcha y me contó toda la historia hasta el fin, exactamente como pasó, salvo que lo adornó bastante. Luego dijo que se tenía que poner a interpretarlo, porque sin duda fue un sueño enviado como un aviso. Dijo que el primer banco de arena representaba a un hombre que intentaría hacernos algún bien, pero que la corriente era otro hombre que nos separaría del primero. Los gritos que dábamos eran avisos que nos llegarían de cuando en cuando, y si no nos esforzábamos por desenredarlos y entenderlos, nos llevarían hacia la mala suerte en vez de alejarnos de ella. La cantidad de bancos de arena eran dificultades en que nos meteríamos con gente camorrista y con toda clase de personas mezquinas, pero que si no nos metíamos en cosas ajenas y no les respondíamos ni los provocábamos, iríamos tirando y saldríamos de la niebla a un gran río claro, que representaba los estados libres, y que ya no tendríamos más dificultades.

Se había nublado bastante, poco después de mi llegada a la balsa, pero ahora se despejaba otra vez.

—Bueno, pues todo lo has interpretado bastante bien dentro de lo que cabe, Jim —dije—, pero ¿qué significan todas estas cosas?

Le señalé las hojas y desperdicios que había encima de la balsa, y el remo destrozado. Se podían ver muy bien en ese momento.

Jim miró la basura, y luego me miró a mí, y volvió a mirar la basura. Se le había metido tanto y tan fijo ese sueño en la cabeza, que ahora no parecía capaz de sacudírselo y poner los hechos en su sitio otra vez en tan poco tiempo. Pero cuando ya tenía la cosa enderezada, me miró fijamente sin sonreír, y dijo:

—¿Qué representan? Yo te lo voy a decir. Cuando me había agotado de trabajar y de llamarte, y me quedé dormido, casi se me rompía el corazón porque estabas perdido, y ya no me importaba nada lo que pudiera pasarme a mí ni a la balsa. Y cuando me desperté y vi que habías vuelto, sano y salvo, se me saltaron las lágrimas y me hubiera puesto de rodillas para besarte los pies, de lo agradecido que estaba. Y todo lo que a ti se te ocurrió entonces fue poner en ridículo al viejo Jim con una mentira. Esas cosas que ves ahí son basura; y basura es también la gente que echa tierra en la cabeza de los amigos y les hace sentir vergüenza.

Luego, se levantó lentamente y se fue a la choza y se metió dentro sin decir más. Pero bastaba. Me hizo sentirme tan despreciable, que casi le hubiera besado también yo a él los pies con tal que retirara sus palabras.

Me costó quince minutos de lucha conmigo antes de poder ir a humillarme ante un negro; pero lo hice, y nunca me he arrepentido de ello. No volví a gastarle bromas tan miserables, y no le hubiera gastado esa, de haber sabido que iba a hacerle tanto daño.

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