Las aventuras de Huckleberry Finn

Capítulo 38

Capítulo 38

Era un trabajo duro y fastidioso hacer las plumas, y también lo era hacer la sierra, pero Jim declaró que la inscripción iba a ser el trabajo más duro de todos. Me refiero a la inscripción que el preso tiene que garrapatear en la pared. Porque sin falta tenía que haber una inscripción; Tom dijo que Jim tenía que hacerla; no había habido ni un solo caso en que el preso de estado no garabateara su inscripción para dejarla allí, además de su escudo de armas.

—Fíjate en Jane Grey —dijo—. Fíjate en Guilford Dudley, ¡fíjate en el viejo Northumberland! Mira, Huck, aunque sea un trabajo bastante difícil…, ¿qué le vamos a hacer? ¿Cómo puedes esquivarlo? Jim tiene que hacer su inscripción y su escudo de armas. Todos lo hacen.

—Pero, señorito Tom, yo no tengo escudo de armas; yo no tengo más que esta vieja camisa, y sabes que en ella hay que escribir el diario —dijo Jim.

—Oh, tú no entiendes, un escudo de armas es muy distinto.

—Bueno —dije—, Jim tiene razón, sin embargo, cuando dice que no tiene un escudo de armas, porque no lo tiene.

—Eso ya lo sabía yo, creo —dijo Tom—. Pero te aseguro que tendrá uno antes de salir de aquí…, porque va a salir como es debido, y no habrá manchas en su historial.

Así que mientras yo y Jim limábamos las plumas, usando cada uno un trozo de ladrillo, Jim haciendo la suya de un pedazo de bronce y yo haciendo la mía de la cuchara, Tom se puso a planear el escudo de armas. Después de un rato dijo que había ideado tantos buenos que casi no sabía cuál escoger; pero que tenía uno por el cual pensaba que sentía preferencia. Dijo:

—Tendremos en el escudo una banda de oro en la base diestra, y un sautor morado en la faja, con un perro acostado en el centro de la punta, y bajo su pie una cadena almenada, símbolo de la esclavitud, con un cheurón sinople en el jefe angrelado, y tres contrabandas en campo de azur, con el centro de la punta rampante sobre borde danchado; y de cimera, un negro fugitivo sable, con el hato al hombro sobre una barra siniestrada; y de soportes, un par de gules, que somos tú y yo; y de divisa: . La saqué de un libro. Quiere decir: más prisa, menos velocidad.

—¡Caramba! ¿Pero qué significan todas las demás cosas?

—No tenemos tiempo para preocuparnos de eso —dijo—. Tenemos que ponernos a trabajar como locos.

—Bueno, en todo caso —dije—, ¿qué son algunas cosas? ¿Qué es eso de un sautor morado?

—Un sautor…, un sautor es…, a ti no te hace falta saber lo que es un sautor. Yo le mostraré a Jim cómo hacerlo cuando llegue el momento.

—Bah —dije—. Tom, yo creo que podrías decírmelo. ¿Qué es una barra siniestrada?

—Oh, yo no sé. Pero Jim debe tenerla. Toda la nobleza la tiene.

Así procedía él siempre. Si no le convenía explicarte una cosa, no lo hacía. Podías tirarle de la lengua durante una semana entera, y no daba resultado.

Tom ya tenía arreglado el asunto del escudo de armas, así que se puso a terminar lo que quedaba de esa parte del trabajo, que era planear una inscripción doliente… Dijo que Jim tenía que tener una, como la tenían todos. Inventó muchas y las escribió en un papel y las leyó así:

  • 1
  • 2
  • 3
  • 4

Le temblaba a Tom la voz mientras las leía, y casi perdía la serenidad. Cuando había terminado la lectura, no podía decidirse por la que Jim debía garabatear en la pared, porque todas eran igual de buenas; pero por fin declaró que le dejaría garabatear todas. Jim dijo que tardaría un año en garabatear tantas cosas en la pared con un clavo, y además él no sabía hacer las letras; pero Tom le dijo que él se las dibujaría, y que Jim no tendría que hacer más que seguir las líneas. Luego, después de un rato, dijo:

—Ahora que lo pienso, los troncos no van a servir; no hay troncos en una mazmorra; tenemos que grabar las inscripciones en una piedra. Traeremos una piedra.

Jim dijo que la piedra era peor que los troncos; dijo que tardaría un tiempo tan larguísimo en grabarlas en una piedra, que nunca se vería libre. Pero Tom dijo que me dejaría a mí ayudarle. Luego echó una mirada a ver cómo iba Jim con la fabricación de las plumas. Era este un trabajo por demás tedioso, duro y lento, y no dejaba que mis manos se curaran de las lastimaduras; y no parecíamos avanzar casi nada; así que Tom dijo:

—Ya sé cómo arreglarlo. Nos hace falta una piedra para el escudo de armas y las inscripciones dolientes, y podemos matar dos pájaros con esa misma piedra. Hay una magnífica piedra de moler allá abajo en el molino, y la birlaremos y grabaremos las cosas en ella, y además podemos usarla para afilar las plumas y la sierra.

La idea no era de las flojas, y tampoco era una pluma aquella piedra de moler; pero declaramos que lo intentaríamos. No era todavía medianoche; así que nos largamos hacia el molino y dejamos a Jim trabajando. Robamos la piedra de moler, y empezamos a llevarla rodando a casa, pero era un trabajo condenadamente difícil. A veces, a pesar de todos nuestros esfuerzos, no podíamos evitar que se cayera, y cada vez que caía casi nos machacaba debajo. Tom dijo que de seguro iba a aplastarnos a uno de los dos antes de que acabáramos el trabajo.

La teníamos a la mitad del camino, y ya estábamos agotados por completo, y casi ahogados en sudor. Vimos que era inútil: teníamos que ir a traer a Jim para que nos ayudara. Así que él levantó en alto la cama y sacó la cadena de la pata, y se la enroscó en el cuello y nos arrastramos por el agujero y volvimos todos allí, y Jim y yo nos pusimos a empujar la piedra de moler y la llevamos andando como si nada; y Tom dirigía la operación. Como capataz, ganaba con mucho a cualquier muchacho que yo haya visto nunca. Sabía cómo hacerlo todo.

Nuestro túnel era bastante grande, pero no lo bastante para que pasase la piedra de moler; pero Jim cogió el pico y no tardó en darle al túnel la suficiente anchura. Luego Tom marcó esas cosas con el clavo y puso a Jim a trabajar grabándolas, usando el clavo como cincel y como martillo un cerrojo que encontramos entre los trastos en el cobertizo; Tom le dijo a Jim que trabajara hasta que se acabara la vela, y que luego podría acostarse y esconder la piedra de moler debajo del jergón y dormir encima. Antes de irnos Tom y yo a descansar, le ayudamos a colocar de nuevo la cadena en la pata de la cama, y ya estábamos listos para salir cuando a Tom se le ocurrió algo, y dijo:

—¿Jim, hay aquí arañas?

—No, señor, gracias a Dios, no las hay.

—Bien, te conseguiremos alguna.

—Pero, guapito, que Dios te bendiga, yo no las quiero. Las tengo miedo. Casi prefiero tener por aquí serpientes de cascabel.

Tom pensó un minuto o dos, y dijo:

—Es una buena idea. Y me imagino que se ha hecho alguna vez. Al menos debía de haberse hecho; es lógico. Sí, es una idea de primera. ¿Dónde podrías guardarla?

—¿Guardar el qué, señorito Tom?

—Pues una serpiente de cascabel.

—¡Oh, por todos los cielos, señorito Tom! Si viniera por acá una serpiente de cascabel, yo cogería y saldría de aquí por esa pared de troncos, sí, la rompería con la cabeza.

—Pero Jim, después de un poco tiempo, no tendrías miedo de ella. Podrías domesticarla.

¡Domesticarla!

—Sí, fácilmente. Todos los animales agradecen la bondad y los mimos, y no se les pasaría por la cabeza hacer daño a una persona que los mima. Cualquier libro te afirma lo mismo. Tú, inténtalo…, yo no te pido más; solo inténtalo durante dos o tres días. En poco tiempo la tendrías aquí hasta el punto de quererte, y dormiría contigo, y no se apartaría de ti, y dejaría que te la enroscaras en el cuello y metería su cabeza en tu boca.

Por favor, señorito Tom…, ¡no digas esas cosas! ¡No puedo soportarlas! La serpiente me dejaría a mí meter su cabeza en mi boca… ¿como un favor, eh? Pues creo que esperaría un tiempo larguísimo antes de que yo la invitara. Y además, yo no quiero que duerma conmigo.

—Jim, no seas ridículo. Un preso tiene que tener alguna clase de animal domesticado, y si no se ha intentado usar una serpiente de cascabel, pues hay mayor gloria que conquistar, porque serías el primero en intentarlo, y mayor gloria que en cualquier otro recurso que pudieras imaginar, aun para salvar tu vida.

—Pues, señorito Tom, yo no quiero una gloria semejante. Si la serpiente va y le quita a Jim la barbilla de un mordisco, entonces, ¿dónde está la gloria? No, señor, no quiero tener nada que ver con cosas semejantes.

—Maldita sea, ¿no podrías por lo menos intentarlo? Solo quiero que lo intentes…, no tienes que seguir si no resulta.

—Pero toda la molestia se acabó si la culebra me muerde mientras lo estoy intentando. Señorito Tom, yo estoy dispuesto a intentar casi cualquier cosa que sea razonable, pero si tú y Huck traéis aquí una serpiente de cascabel para que yo la domestique, yo voy a largarme, y de eso estoy seguro.

—Bueno, entonces, olvídalo, olvídalo, ya que te pones tan cabezota. Podemos conseguirte unas culebras pequeñas inofensivas, y les atas unos botones a la cola y creeremos que son culebras de cascabel, y con eso tendremos que quedarnos satisfechos.

—Esas las puedo soportar, señorito Tom, pero, maldita sea, podría pasarme sin ellas, te lo aseguro. Yo no sabía que era tan difícil y molesto ser preso.

—Bueno, siempre lo es, cuando se hace como es debido. ¿Hay ratas por aqui?

—No, señor, yo no he visto ninguna.

—Bueno, te conseguiremos unas ratas.

—Pero, señorito Tom, yo no quiero ratas. Esos condenados animales son de los más molestos que he visto, hasta inquietarle a uno y correr por encima y morderle los pies cuando trata de dormir. No, señor, dame las culebras pequeñas, si tengo que tenerlas, pero no me des ratas; yo casi no las aguanto.

—Pero, Jim, tienes que tenerlas…, todos las tienen. Así que no sigas quejándote. No hay presos sin ratas. No hay ningún caso de preso sin ratas. Y las entretienen y las miman y les enseñan a hacer cosas, y las ratas se vuelven tan sociables como las moscas. Pero tienes que tocar música para ellas. ¿Tienes algo con qué tocar música?

—No tengo más que un peine grande y un trozo de papel, y un birimbao; pero me imagino que no les interesará un birimbao.

—Sí que les interesa. A ellas no les importa qué clase de música sea. Un birimbao es lo bastante bueno para una rata. A todos los animales les gusta la música… En la prisión se les cae la baba por la música. Sobre todo, la música dolorosa, y no puedes sacar otra clase de música usando un birimbao. Siempre les interesa; salen las ratas a ver qué es lo que te pasa. Sí, Jim, está muy bien, todo en orden. Tienes que sentarte en la cama por las noches, antes de dormir, y temprano por las mañanas, y tocar el birimbao; toca «El último eslabón se ha roto»: no hay nada que encante a una rata más rápido que eso; y cuando has tocado durante unos dos minutos verás cómo las ratas y las culebras y las arañas y tal empiezan a inquietarse por ti y salen. Y simplemente se te echarán todas encima, y lo pasaréis de lo mejor.

—Sí, ellas lo pasarán bien, me imagino, señorito Tom, ¿pero cómo lo va a pasar Jim? Bendito de mí si entiendo el asunto. Pero lo haré si tengo que hacerlo. Creo que mejor será tener los animales contentos y así no habrá líos en la casa.

Tom esperó un rato para pensarlo y ver si no faltaba nada, y al rato, dijo:

—Oh, hay una cosa que olvidaba. ¿Crees que puedes cultivar una flor aquí?

—No lo sé, pero tal vez podría hacerlo, señorito Tom; pero está bastante oscuro aquí dentro, y no me hace falta una flor en todo caso, y me daría muchísimo trabajo.

—Bueno, inténtalo, en todo caso. Algunos presos lo han hecho.

—Me imagino que aquí crecería uno de esos gordolobos, que parecen espadañas, señorito Tom, aunque no valdría la mitad del trabajo que daría.

—No lo creas. Te traeremos uno pequeño y tú lo plantas ahí en el rincón y lo cultivas. Y no lo llames gordolobo; llámalo Pitchiola… Ese es el nombre apropiado cuando está en la prisión. Y es preciso que riegues la flor con tus lágrimas.

—Pero tengo agua de manantial de sobra, señorito Tom.

—No hace falta agua de manantial; es preciso que la riegues con tus lágrimas. Así es como se hace siempre.

—Pero, señorito Tom, te aseguro que yo podría cultivar dos veces esos gordolobos con agua de manantial mientras otro hombre solo estaría empezando a cultivarlos una vez con lágrimas.

—Esa no es la cuestión. Tienes que hacerlo con lágrimas.

—Se me va a morir en las manos, señorito Tom, sin duda que morirá, porque yo casi nunca lloro.

Así que Tom estaba atrapado. Pero lo estudió bien y luego dijo que Jim tendría que arreglárselas lo mejor que pudiera con una cebolla. Prometió que mañana, a escondidas, iría a las cabañas de los negros y dejaría caer una cebolla en la cafetera de Jim. Este dijo que «le gustaría tan poco como si le echaran tabaco en el café»; y criticó la idea, además del trabajo y la dificultad de cultivar el gordolobo, y de tocar el birimbao para las ratas, y de mimar y halagar culebras y arañas y demás, encima de todas las otras labores que tenía con las plumas y las inscripciones y los diarios y esas cosas, todo lo cual hacía que el trabajo de ser preso fuera de más dificultad y preocupación y responsabilidad que cualquier otro oficio que él hubiera tenido nunca; y Tom casi perdió la paciencia con él, y dijo que estaba sencillamente cargado de más oportunidades espléndidas que las que ningún preso tuviera nunca en el mundo para ganar fama, y que sin embargo no sabía apreciarlas y casi se malgastaban esas oportunidades en su caso. De modo que Jim respondió que lo sentía y dijo que no volvería a portarse así, y entonces Tom y yo nos fuimos por fin a la cama.

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