Capítulo 27
Capítulo 27
Me acerqué furtivamente a sus puertas y escuché: estaban roncando. Así que me fui de puntillas y bajé sin problemas las escaleras. No había ni un sonido en ninguna parte. Miré por la rendija de la puerta del comedor, y vi a los hombres que habían venido para velar al cadáver, todos profundamente dormidos en las sillas. Estaba abierta la puerta que daba a la sala donde yacía el cadáver, y había una vela en ambos cuartos. Pasé adelante y aunque la puerta de la sala estaba abierta, vi que no había nadie dentro salvo los restos de Peter; así que seguí adelante, pero la puerta de entrada estaba cerrada con llave, y la llave no estaba puesta. En ese instante oí a alguien bajando las escaleras detrás de mí. Me metí corriendo en la sala, eché una mirada rápida alrededor, y el único sitio que encontré donde era posible esconder el saco fue el ataúd. La tapa estaba corrida como medio metro, mostrando la cara del muerto allí dentro, con un paño mojado encima y la mortaja. Apretujé el saco por debajo de la tapa, hasta más abajo de sus manos cruzadas, que me hicieron estremecer, porque estaban tan frías, y luego otra vez crucé corriendo el cuarto y me escondí detrás de la puerta.
La persona que venía era Mary Jane. Se acercó al ataúd, muy silenciosa, y se arrodilló y miró dentro; luego puso el pañuelo sobre la cara y vi que empezaba a llorar, aunque yo no podía oírla, y me daba la espalda. Me deslicé fuera, y mientras pasaba ante el comedor pensé que debía asegurarme de que los hombres del velatorio no me habían visto, así que miré por la rendija y todo estaba bien. No se habían movido.
Me fui arriba a la cama, sintiéndome bastante triste, a causa de cómo había salido la cosa después de haberme tomado tanto trabajo y corrido tanto riesgo. Me dije: si se queda el dinero donde está, todo saldrá bien; porque cuando lleguemos a cien o doscientas millas río abajo, podré escribirle a Mary Jane, y ella podrá desenterrarle y sacarlo; pero la cosa no va a pasar así; lo que va a pasar es que encontrarán el dinero cuando vengan a atornillar la tapa. Luego el rey lo tendrá en sus manos otra vez y pasará un día muy largo antes de que dé a nadie otra ocasión de birlárselo. Por supuesto, yo quería bajar allí y sacarlo, pero no me atrevía a intentarlo. A cada minuto se acercaba el amanecer, y pronto alguno de esos tipos del velatorio iba a despertarse, y podría cogerme…, cogerme con seis mil dólares en las manos que nadie me había encomendado guardar. No quiero de verdad mezclarme en ningún asunto como ese, me dije a mí mismo.
Cuando bajé por la mañana, la puerta de la sala estaba cerrada, y los veladores se habían ido. No había nadie por allí salvo la familia y la viuda Bartley y nuestra tribu. Yo observaba las caras a ver si había pasado algo, pero no pude averiguar nada.
Hacia el mediodía vino el de la funeraria con su ayudante, y pusieron el ataúd en medio del cuarto encima de un par de sillas, y pusieron todas las otras sillas en fila y pidieron prestadas más sillas de los vecinos hasta que el pasillo y la sala y el comedor estaban llenos. Vi que la tapa del ataúd seguía como estaba, pero no me atreví a ir a mirar debajo, con la gente por allí tan cerca.
Luego comenzó a entrar la gente en manadas, y los farsantes y las muchachas tomaron asiento en la primera fila a la cabecera del ataúd, y durante media hora la gente entró desfilando lentamente en una fila; y todos miraron la cara del muerto un minuto, y algunos dejaron caer una lágrima encima, y todo era muy silencioso y solemne, solo las muchachas y los farsantes se tocaban los ojos con el pañuelo, inclinaban la cabeza y sollozaban un poco. No había otro ruido salvo el arrastrar de pies sobre el suelo y el sonarse de narices…, porque la gente siempre se suena más en los funerales que en otros lugares, salvo en la iglesia.
Cuando el lugar estaba lleno, el de la funeraria se deslizaba por allí con sus guantes negros y sus maneras suaves y sosegadas, añadiendo los últimos toques, y poniendo a la gente y las cosas cómodas y arregladas, sin hacer más ruido que un gato. No habló nada; movía a la gente de un sitio a otro, metió dentro a los que llegaron tarde, abrió sitio para pasar, y todo lo hizo con movimientos de la cabeza y de las manos. Luego ocupó su sitio con la espalda apoyada en la pared. Era el hombre más suave y escurridizo y furtivo que he visto nunca; él no tenía más sonrisa que la que puede tener un jamón.
Habían traído prestado un armonio…, uno de esos armonios enfermos; y cuando todo se encontraba ya listo, una mujer joven se sentó y lo puso en marcha, y era bastante chillón y colérico; y todos se lanzaron a cantar, y a mi entender, Peter era el único que lo pasaba bien. Luego el reverendo Hobson comenzó a hablar lento y solemne, y de repente desde el sótano estalló el más fantástico alboroto que se ha oído nunca; se trataba solo de un perro, pero armaba un escándalo tremendo y seguía armándolo sin parar; el ministro tuvo que quedarse allí, de pie al lado del ataúd, y esperar… No podías oír ni tus propios pensamientos. Era absolutamente embarazoso, y parecía que nadie sabía qué hacer. Pero al poco rato vimos cómo el zanquilargo de la funeraria hizo una señal al predicador como diciendo: «No se preocupe…, tenga confianza en mí». Luego se encogió y empezó a deslizarse a lo largo de la pared, y solo se veían los hombros por encima de las cabezas de la gente. Así siguió escurriéndose, y el estrépito y el escándalo seguían poniéndose más y más violentos; y, por fin, cuando el de la funeraria había pasado deslizándose por los muros de la sala, desapareció por la escalera hacia el sótano. Luego a los dos segundos oímos un golpe, y el perro terminó con un aullido o dos de los más asombrosos, y entonces todo se quedó quieto como la muerte; y el ministro siguió con su discurso solemne justo en el punto donde lo había dejado. En un minuto o dos volvieron las espaldas y los hombros del de la funeraria, otra vez deslizándose a lo largo de la pared; y así se deslizó y se deslizó por tres paredes de la sala y luego se levantó, y cubriendo un poco la boca con las manos, estiró el cuello hacia el predicador, por encima de las cabezas de la gente, y dijo en una especie de susurro ronco: «¡Tenía una rata!». Luego se dejó caer y se deslizó por la pared hacia su sitio. Podías ver que eso había causado una gran satisfacción entre la gente, porque naturalmente querían saberlo. Una cosa pequeña como esa no cuesta nada; y creo que son esos pequeños detalles los que hacen que la gente respete y quiera a una persona. No había en todo aquel pueblo hombre más popular que aquel tipo de la funeraria.
Bueno, el sermón fúnebre era muy bueno, pero horriblemente largo y aburrido; y luego el rey se metió a intervenir y soltó algo de su basura habitual, y, por fin, se acabó el asunto, y el de la funeraria se acercó furtivamente al ataúd con el destornillador. Yo estaba sobre ascuas, y le observaba con mucho cuidado. Pero no se entrometió en nada; solo cerró la tapa deslizándola tan suave como papilla, y apretó los tornillos rápido y bien. ¡Y yo así, sin saber si el dinero se encontraba dentro o no! Así que pensé: Supongamos que alguien se haya llevado ese saco a escondidas: ¿cómo voy a saber si debo escribirle a Mary Jane o no? Supongamos que lo desenterrara y no encontrara nada: ¿qué pensaría de mí? Maldita sea, me dije, podrían buscarme y meterme en la cárcel; mejor sería no decir nada, no revelar nada, y no escribirle nada; la cosa está ahora terriblemente enredada; al intentar mejorar el asunto, lo he empeorado mil veces más, y ojalá que lo hubiera dejado como estaba, ¡al diablo con todo el asunto!
Le enterraron y regresamos a casa, y yo me puse otra vez a observar las caras, no podía evitarlo, y no podía estarme quieto. Pero no resultó nada; las caras no me dijeron nada.
El rey fue de visita a varias casas por la noche y se mostró muy amable y dulce con todos; y dio a entender que sus feligreses allá en Inglaterra estarían preocupados por él, y por eso tenía que darse prisa y poner en orden la herencia y salir hacia su país en seguida. Sentía mucho andar con tantas prisas, y todos lo sentían también; querían que pudiera quedarse más tiempo pero dijeron que comprendían que le era imposible. Y él dijo que, por supuesto, él y William llevarían a las muchachas a vivir con ellos; y eso les agradó a todos, porque entonces las muchachas vivirían bien y estarían entre sus parientes; y el asunto también les agradó a las muchachas…, les alegró tanto que olvidaron por completo que habían tenido una dificultad en este mundo; y ellas le dijeron que debía venderlo todo tan rápido como le pareciera, y que así estarían listas para irse. Las pobres estaban tan contentas y tan alegres, que me dolía el corazón al ver cómo las engañaba y les contaba mentiras de esa manera, pero yo no veía cómo podía meter baza y cambiar sin peligro la melodía.
Bueno, maldito si el rey ese no anunció la subasta de la casa y de los negros y de todos los bienes en seguida: la venta sería dos días después del entierro, pero cualquiera podía comprar particularmente antes de la fecha si quería hacerlo.
Así que el día después de los funerales, alrededor del mediodía, la alegría de las muchachas recibió el primer golpe. Un par de tratantes de negros pasaron por allí y el rey vendió a los negros a un precio razonable, pagadero mediante un giro a tres días, como lo llamaban, y se fueron, los dos hijos río arriba a Memphis, y su madre río abajo a Orleans. Pensé que a las pobres muchachas y a los negros se les iba a partir el corazón de dolor; lloraron y se abrazaron de tal forma que casi me puso enfermo verlo. Las muchachas dijeron que ni en sueños habían pensado ver separada a la familia o vendida fuera del pueblo. No puedo quitarme de la memoria la escena de aquellas pobres muchachas desgraciadas y los negros abrazados unos a otros, llorando; y creo que yo no habría podido aguantarlo, que habría reventado y denunciado a la cuadrilla, si no hubiera sabido que la venta no valía y que los negros volverían a casa dentro de una semana o dos.
El asunto causó también escándalo en el pueblo, y muchos declararon francamente que era vergonzoso separar a una madre de sus hijos de ese modo. Les hizo algún daño a los estafadores; pero el viejo tonto siguió como si nada, a pesar de las protestas del duque, y te lo aseguro: el duque estaba muy inquieto.
Al día siguiente era la subasta pública. Por la mañana cuando ya era pleno día, el rey y el duque subieron al desván y me despertaron, y vi por sus expresiones que había dificultades. El rey dijo:
—¿Estuviste allí ayer o anoche?
—No, majestad —así le llamaba siempre que no había otros presentes salvo los de nuestra cuadrilla.
—¿Estuviste ahí ayer o anoche?
—No, majestad.
—Palabra de honor; no me mientas.
—Palabra de honor, majestad, te estoy diciendo la verdad. No he estado ni cerca de tu cuarto desde que Mary Jane os llevó a ti y al duque a mostrároslo.
El duque dijo:
—¿Has visto a alguien entrar ahí?
—No, señoría, no me acuerdo de haber visto a nadie…, creo.
—Piénsalo bien.
Estudié un rato y comprendí mi oportunidad; luego dije:
—Bueno, varias veces vi entrar a los negros.
Los dos dieron un pequeño salto y pusieron primero expresiones de no haberlo esperado nunca, y luego de sí haberlo esperado. Entonces el duque dijo:
—¿Qué? ¿Todos ellos?
—No…, por lo menos no todos a la vez…, eso es; no creo que haya visto a todos salir juntos, excepto una vez.
—¡Oye! ¿Cuándo fue?
—Fue el día de los funerales. Por la mañana. No era temprano, porque yo me quedé dormido hasta tarde. Empecé a bajar la escalerita cuando los vi.
—Bien, ¡sigue, sigue! ¿Qué hicieron? ¿Cómo se comportaron?
—No hicieron nada. Y no se comportaron de ninguna manera especial que yo notara. Se fueron de puntillas; entendí fácilmente que se habían metido ahí a arreglar el cuarto de tu majestad, o algo así, creyendo que estabas levantado, y encontraron que no te habías levantado; y así, saliendo de puntillas, esperaban escabullirse de dificultades sin despertarte, si no te habían despertado ya.
—¡Demonio! ¡Esto es el colmo! —dijo el rey; y ambos parecían bastante enfermos y no poco atontados. Se quedaron pensando y rascándose la cabeza un minuto, y el duque soltó una especie de risita ronca, y dijo:
—Lo que te deja de una pieza es ver cómo jugaron esos negros su carta. ¡Fingían sentirlo mucho al tener que irse de esta zona! Y yo creía que sí lo sentían, y tú también lo creías y todo el mundo. No me digas nunca que un negro no tiene talento histrionico. Pues con su manera de actuar habrían engañado a cualquiera. En mi opinión, valen una fortuna. Si yo tuviera capital y un teatro, no me buscaría mejor equipo que ese… Y pensar que los hemos vendido por cuatro cuartos. Sí, y sin poder gastarlos todavía. Por cierto, ¿dónde están? ¿Dónde está el giro?
—En el banco, esperando a que se pueda cobrar. ¿Dónde pensabas que estaría?
—Bueno, eso está bien, gracias a Dios.
Dije yo, algo tímido:
—¿Algo ha ido mal?
El rey giró hacia mí, enfadado, y dijo:
—¡No te importa! Tú, cállate la boca y métete en tus propios asuntos…, si los tienes. Mientras estemos en este pueblo, no lo olvides…, ¿me oyes?
Luego dijo al duque:
—Tenemos que tragárnoslo y quedar callados: ni una palabra; silencio.
Mientras empezaban a bajar la escalerita, el duque soltó otra risa ahogada, y dijo:
—¡Ventas rápidas y ganancias pequeñas! No es un mal negocio, no.
El rey se volvió furioso contra él y dijo:
—Yo creía que sería mejor venderlos con tanta rapidez. Si las ganancias han resultado ser nulas, y más que nulas, ¿tengo yo más culpa que tú?
—Bueno, ellos estarían todavía en esta casa, y nosotros no, si alguien hubiera escuchado mis consejos.
El rey le replicó tan insolente como le era posible en esa situación, y luego cambió de rumbo y me atacó a mí otra vez. Me puso como un trapo por no ir y decirle que vi a los negros salir de su cuarto de esa manera… Dijo que cualquier tonto habría sabido que pasaba algo. Y luego volvió a la carga y maldijo de sí mismo un rato, y dijo que todo fue resultado de no haberse quedado esa mañana en la cama para tomar su descanso natural, y se vería entre los diablos antes de hacerlo otra vez. Así se marcharon refunfuñando, y me alegré muchísimo de haberles echado la culpa a los negros, y además sin causarles ningún daño al hacerlo.