Las aventuras de Huckleberry Finn

Capítulo 37

Capítulo 37

Con eso quedó todo arreglado. Así que salimos y nos fuimos al montón de basura que había detrás de la casa, donde guardan las botas viejas y trapos y trozos de botellas, y cosas gastadas de hojalata y toda esa clase de cacharros, y revolvimos en el montón y encontramos una palangana vieja de hojalata y tapamos los agujeros lo mejor que pudimos, para poder cocer en ella el pastel; y llevamos la palangana al sótano y la llenamos de harina robada; y luego cuando subíamos a desayunar encontramos un par de clavos gruesos que, según dijo Tom, le serían útiles al preso para garabatear con ellos su nombre y sus pesares en los muros de la mazmorra; así que Tom dejó caer uno de aquellos clavos en el bolsillo del delantal de la tía Sally cuando ella lo tenía colgado en una silla, y a continuación metimos el otro clavo en la cinta del sombrero del tío Silas, que estaba encima de la cómoda; todo esto porque les habíamos oído decir a los niños que sus papas iban a la casa del negro fugitivo esa mañana; y luego entramos por fin a desayunar, y Tom dejó caer la cuchara de peltre en el bolsillo de la chaqueta del tío Silas, y como la tía Sally no había llegado todavía, aún tuvimos que esperar un rato.

Cuando llegó, noté que estaba acalorada y enrojecida y enfadada, hasta el punto de que casi no pudo esperar a que terminara la bendición; se puso en seguida a echar el café con una mano y a golpear con el dedal de la otra mano la cabeza del niño que le caía más cerca, y dijo:

—He revuelto todo de arriba abajo y por mi vida que no puedo entender adónde ha ido a parar tu otra camisa.

Se me hundió el corazón entre los pulmones y también los hígados y demás cosas del cuerpo, y un trozo duro de corteza de pan se puso en camino hundiéndose detrás de ellas, garganta abajo, y tropezó allí con un golpe de tos, y salió disparado a través de la mesa y le dio en el ojo a uno de los niños y le hizo enroscarse al pobre como un gusano y le arrancó un chillido del tamaño de un grito de guerra; y a Tom mientras tanto se le ponía la cara un poco azul como de náuseas, y durante un cuarto de minuto o más la situación llegó a tal estado, que yo habría liquidado todo el asunto por la mitad de precio si hubiera encontrado comprador. Pero después de un rato ya estábamos bien otra vez… Fue la súbita sorpresa la que nos golpeó de esa manera. El tío Silas dijo:

—Es extraordinario y raro, y no lo entiendo. Sé perfectamente bien que me la quité, porque…

—Porque no la llevas puesta. ¡Vaya, escúchenle al señor! Yo sé que te la quitaste, y lo sé de una manera mucho más segura que la de fiarme de tu memoria de viejo distraído, porque ayer la camisa estaba en el tendedero, la vi con mis propios ojos. Pero ha desaparecido, esa es la esencia del asunto, y tendrás que ponerte una de franela roja hasta que tenga tiempo de hacerte otra nueva. Y será la tercera que habré hecho en dos años. Tiene una que estar volando siempre para proveerte de camisas, y no sé qué es lo que haces con ellas, es algo que no puedo comprender. Pues parecería que a tu edad habrías aprendido a cuidarlas aunque fuera solo un poco.

—Lo sé, Sally, e intento hacer todo lo que puedo. Pero no debe de ser mía toda la culpa, porque, como sabes, no las veo, ni tengo nada que ver con ellas salvo cuando las llevo puestas, y no creo que haya perdido nunca una que llevara encima.

—Bueno, habrías hecho todo lo posible para perderla aun llevándola encima, Silas; lo habrías hecho si pudieras, creo yo. Y no es solo la camisa lo que ha desaparecido. También falta una cuchara, y aún hay más… Había diez cucharas y solo quedan nueve. Me imagino que el ternero se llevó la camisa, pero el ternero no se llevó la cuchara, de eso estoy segura.

—¿Pero es que falta algo más, Sally?

—Faltan seis velas, eso es lo que falta. Las ratas han podido llevarse las velas y me imagino que lo hicieron; me pregunto cómo es que no se llevan la casa entera, con eso de que vas a tapar los agujeros y no los tapas nunca, y si las ratas no fueran tontas, dormirían en tu pelo, Silas, y tú no te enterarías nunca; pero no se puede cargar a las ratas la desaparición de la cuchara, de eso estoy segura.

—Bueno, Sally, tengo la culpa, lo reconozco; he sido negligente; pero no pasará de mañana sin que tape esos agujeros.

—Oh, yo no me daría prisa; es igual que lo hagas el año que viene. ¡Matilda Angelina Araminta Phelps!

¡Zas…! Cayó el dedal y la niña retiró las garras del azucarero sin entretenerse más. En el mismo instante la negra entró por el pasillo, y dijo:

—Señora, ha desaparecido una sábana.

—¡Una sábana desaparecida! ¡Pero, por el amor de Dios!

—Hoy mismo taparé esos agujeros —dijo el tío Silas con cara triste.

—¡Oh, por favor, cállate! ¿Crees que las ratas se llevaron la sábana? ¿Dónde imaginas que puede haberse metido, Lize?

—Por los cielos santos, no tengo ni idea, señora Sally. Ayer estaba en el tendedero, estoy segura, pero se ha evaporado; ya no está allí.

—¡Pero esto es el fin del mundo! Nunca, en todos los días de mi vida, he visto cosa igual. Una camisa, y una sábana, y una cuchara, y seis ve…

—Señora —dijo entrando una joven mulata—, falta un candelero de bronce.

—¡Fuera de aquí, desvergonzada, o te daré con la sartén! —gritó la tía Sally.

Bueno, estaba que hervía. Me puse solo a esperar la oportunidad de irme; pensaba escapar y marcharme al bosque hasta que el tiempo se calmara. Ella seguía enfurecida, llevando adelante la insurrección ella sola, con todos los demás bastante mansos y quietos; y, por fin, el tío Silas con una expresión de ridículo sacó aquella cuchara de su bolsillo. La tía Sally se quedó parada con la boca abierta y las manos levantadas, y en cuanto a mí, me habría gustado encontrarme en Jerusalén o en alguna parte. Pero no duró mucho la espera; porque ella dijo:

—Justo lo que pensaba. La tenías en el bolsillo todo el tiempo, y es probable que tengas las otras cosas también. ¿Cómo ha llegado ahí?

—De verdad que no lo sé —dijo, como pidiendo perdón—, o tú sabes que te lo diría. Antes del desayuno estaba estudiando mi texto en el capítulo diecisiete de los Hechos; y me imagino que la metí ahí, sin darme cuenta, pensando meter el Nuevo Testamento; y debe de ser así, porque no tengo el Nuevo Testamento; pero iré a ver, y si el Nuevo Testamento está donde lo tenía puesto, sabré que no lo metí, y eso mostrará que dejé encima el Nuevo Testamento y eché mano de la cuchara, y…

—¡Oh, por el amor de Dios! ¡Déjame en paz! Venga, fuera de aquí todo el mundo, toda la cuadrilla, y no se os ocurra acercaros a mí hasta que haya recobrado la serenidad.

Yo la habría oído decirlo, aunque lo hubiera dicho para sus adentros, y más aún tal y como lo dijo en voz alta, y creo que me habría levantado a obedecerla aunque hubiera estado muerto. Mientras cruzábamos la sala, el viejo echó mano al sombrero y el clavo se cayó al suelo, y él se limitó a recogerlo y dejarlo sobre la repisa de la chimenea; y no dijo nada y salió. Tom le vio hacer eso y se acordó de la cuchara y dijo:

—Bueno, es inútil enviar más cosas con él; no es de fiar.

Luego dijo:

—Pero nos ha hecho un favor con eso de la cuchara, sin saberlo, así que vamos a hacerle a él un favor sin que lo sepa él… Vamos a tapar los agujeros de las ratas.

Había una notable cantidad de ellos en el sótano, y tardamos una hora entera, pero hicimos un lindo trabajo y los dejamos bien tapados. Luego oímos pasos en la escalera, y apagamos la vela y nos escondimos; y vimos bajar al viejo, con la vela en una mano y un hato de cosas en la otra, y con una cara tan distraída como el año penúltimo. Iba como alelado, primero hacia un agujero y luego hacia otro, mirándolos, hasta que los hubo visitado todos. Entonces se quedó allí unos cinco minutos, quitando las gotas secas de la vela con los dedos, y cavilando. Luego se volvió, despacio y soñoliento, hacia las escaleras, diciendo:

—Pues, por vida mía que no recuerdo cuándo lo he hecho. Podría demostrarle ahora a Sally que yo no tenía la culpa por eso de las ratas. Pero no importa, dejémoslo estar; me imagino que no se adelantaría nada.

Y así siguió escaleras arriba, hablando entre dientes, y luego salimos nosotros. Era un viejo enormemente simpático. Y aún sigue siéndolo.

Tom estaba bastante preocupado por cómo conseguir una cuchara, y dijo que no podríamos pasarnos sin ella; así que se puso a inventar un plan. Cuando lo había descifrado bien, me contó cómo íbamos a hacerlo; y luego estuvimos acechando junto a la cesta de cucharas hasta que vimos venir a la tía Sally, y entonces Tom se puso a contar las cucharas, dejándolas a un lado, y yo deslicé una dentro de mi manga, y Tom dijo:

—Pero, tía Sally, si todavía no hay más que nueve cucharas.

Ella dijo:

—Vete a jugar y no me molestes. Yo sé que están todas, las conté yo.

—Bueno, yo las he contado dos veces, tía, y me salen nueve.

Parecía haber perdido toda la paciencia, pero, por supuesto, se acercó a contarlas… Cualquiera habría hecho lo mismo.

—¡Válgame Dios, si no hay más que nueve! ¡Pero cómo puede ser! ¡Qué demonios! Las contaré otra vez.

Así que devolví la que tenía escondida, y cuando terminó de contar, dijo:

—¡Al diablo con el lío este, ahora hay diez! —y parecía molesta y preocupada al mismo tiempo. Pero Tom dijo:

—Pero, tía, yo creo que no hay diez.

—¿No me has visto contarlas, pedazo de alcornoque?

—Sí, pero…

—Bien, las contaré otra vez.

Así que birlé una, y salieron nueve, igual que antes. Bueno, ya estaba que se subía por las paredes, temblando toda ella, de lo enfadada que estaba. Pero contó y contó hasta que estaba tan confundida que a veces contaba también la cesta como si fuera cuchara; y así tres veces salieron bien y tres veces mal. Luego agarró la cesta y la tiró al otro lado del cuarto y dio un golpe tal que dejó al gato aturdido, y nos dijo que nos fuéramos y que la dejáramos en paz, y que si veníamos por allí fastidiándola antes de la hora de comer, nos despellejaría. Así que ya teníamos la cuchara en cuestión, y mientras ella nos daba las últimas órdenes, la dejamos caer en el bolsillo de su delantal; y, antes de mediodía, Jim la recibió sin problemas junto con el clavo que también llevaba la tía Sally. Estábamos muy satisfechos con este asunto y Tom declaró que valía el doble del trabajo que nos costó, porque dijo que la tía Sally no podría contar esas cucharas dos veces con el mismo resultado nunca más, ni aun para salvar su vida; y que aunque las contara bien, ya no iba a creerlo; y dijo Tom que después de volverse loca contando durante los tres días siguientes, él creía que se daría por vencida y ofrecería matar al individuo que le pidiera que las contara otra vez en la vida.

Así que aquella noche devolvimos la sábana al tendedero, y robamos una del armario; y seguimos devolviéndola y robándola durante un par de días hasta que ella ya no sabía cuántas sábanas tenía, y no le importaba saberlo, y no iba a atormentarse el alma más por el asunto, y no las contaría otra vez ni para salvar su vida; sin duda que prefería antes la muerte.

Así que estábamos a gusto entonces, en lo referente a la camisa y la sábana y la cuchara y las velas, gracias a la ayuda del ternero y de las ratas y gracias al embrollo de los recuentos; y en cuanto al candelero, pues no tenía gran importancia, pasaría al olvido dentro de poco.

Pero ese pastel fue un trabajo fastidioso; no se acababan las dificultades que teníamos con el dichoso pastel. Lo preparamos allá lejos en el bosque, y lo cocimos allí; y, por fin, lo tuvimos hecho, y de forma muy satisfactoria, además; pero no fue trabajo de un solo día; y gastamos tres palanganas de harina antes de verlo terminado, y nos quemamos en varios sitios del cuerpo, y salimos con los ojos cegados por el humo; porque, te das cuenta, no queríamos fabricar más que la parte de hojaldre y no podíamos conseguirla bien dura y se hundía siempre. Pero, por supuesto, se nos ocurrió por fin el procedimiento correcto, que consistía en cocer también la escala dentro del pastel. Así que la segunda noche la pasamos con Jim y rasgamos la sábana en pequeñas tiras que luego trenzamos juntas, y mucho antes del amanecer teníamos hecha una bonita cuerda, con la que hubieras podido ahorcar a una persona. Dábamos a entender, desde luego, que habíamos invertido nueve meses de trabajo en hacerla.

Y antes del mediodía la llevamos al bosque, pero no cabía en el pastel, porque estaba hecha de una sábana entera; de esa manera resultaba, pues, que había cuerda suficiente para llenar cuarenta pasteles, si hubiéramos querido, y que sobraba cuerda para la sopa y las salchichas o cualquier cosa que escogieras. Seguro que podríamos haber hecho con ella una cena entera.

Pero no nos hacía falta. Solo necesitábamos lo bastante para rellenar el pastel, y, por tanto, tiramos la cuerda que sobraba. No cocimos ninguno de los pasteles en la palangana: temíamos que se derritieran las soldaduras; pero el tío Silas tenía un magnífico brasero de bronce, de calentar camas, que él apreciaba mucho, porque había pertenecido a uno de sus antepasados; era un brasero con un mango largo de madera, que había llegado de Inglaterra con Guillermo el Conquistador en el Mayflower o uno de aquellos primeros barcos, y estaba escondido allá en el desván junto con muchos otros cacharros viejos y cosas que eran valiosas, no porque sirvieran para nada, porque no servían, sino porque eran reliquias, como puedes suponer; el caso es que bajamos de allá arriba sigilosamente el brasero y nos lo llevamos al bosque; pero nos falló en los primeros pasteles porque no sabíamos usarlo, hasta que, por fin, el último pastel salió perfecto y sonriente. Tomamos el brasero y lo revestimos con masa, y lo cargamos con la cuerda de trapos, y después pusimos encima un techo con más masa y cerramos la tapa del brasero y pusimos encima brasas, y nos quedamos a casi dos metros sujetando aquel mango largo, frescos y cómodos, y quince minutos después el brasero nos produjo un pastel que al mirarlo daba satisfacción. Pero la persona que fuera a comerlo haría bien en llevar consigo un par de barriles de palillos, porque si esa escala de cuerda no iba a darle un buen trabajo, pues yo no sé de qué estoy hablando; y además comer aquello iba a ocasionarle un dolor de estómago que le duraría hasta que le doliera la próxima vez.

Nat no miró cuando pusimos el pastel de brujas en la cacerola de Jim; y metimos los tres platos de hojalata en el fondo de la cacerola, debajo de la comida; y así Jim lo recibió todo sin problemas, y en cuanto estuvo a solas, rompió el pastel y escondió la escala de cuerda dentro de su jergón de paja, y grabó unas señales en un plato de hojalata y lo tiró por el agujero de la ventana.

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