Capítulo 14
Capítulo 14
Después de un rato, cuando nos levantamos, nos pusimos a revolver las cosas que la cuadrilla había robado del barco naufragado, y encontramos botas, mantas y ropa, y toda clase de otros objetos, y un montón de libros y un catalejo y tres cajas de puros. Nunca habíamos sido tan ricos en nuestra vida. Los puros eran de primera. Suspendimos el trabajo y pasamos toda la tarde en el bosque, charlando, y yo leía los libros, y lo pasábamos muy bien. Le conté a Jim todo lo que había ocurrido dentro del barco naufragado y en el transportador, y le dije que esta clase de cosas eran aventuras; pero Jim dijo que no quería más aventuras. Dijo que mientras yo entraba en el camarote del capitán, él regresó a gatas en busca de la balsa y se encontró con que la balsa se había escapado, y casi murió, porque juzgó que en cualquier caso ya todo había terminado para él; porque si no le salvaban, se ahogaría; y si le salvaban, el salvador le mandaría a casa para cobrar la recompensa, y luego seguro que la señorita Watson le vendería río abajo hacia el Sur. Bueno, tenía razón; Jim casi siempre tenía razón; para ser negro, era bastante sensato.
Yo le leí a Jim bastantes cosas sobre reyes y duques y condes y tal, y le conté con qué charrerías se vestían, y el tono que se daban, llamándose su majestad, y vuestra alteza y su señoría, y cosas semejantes, en vez de señor; y se le saltaban a Jim los ojos de lo mucho que le interesaba esto. Me dijo:
—Yo no sabía que eran tantos. Casi nunca oí hablar de ninguno de ellos, salvo del viejo rey Salomón, si no cuentas los reyes de la baraja. ¿Cuánto gana un rey?
—¿Que cuánto gana? —dije—. Pues, si quieren, ganan mil dólares al mes; pueden tener lo que quieran; todo les pertenece.
—¡Vaya alegría! ¿Y qué tienen que hacer, Huck?
—¡Ellos no hacen nada! ¡Qué cosas dices! No hacen más que sentarse por ahí.
—No me digas. ¿Es verdad?
—Claro que es verdad. Solo están sentados…, salvo cuando hay guerra tal vez; entonces van a la guerra. Pero otras veces solo pasan el tiempo holgazaneando; o practican la cetrería, solo la cetrería… ¡Chist! ¿No oyes un ruido?
Corrimos fuera del bosque y miramos; no era nada salvo el aleteo de la rueda de un barco de vapor, lejos, río abajo, que venía por el recodo; así que regresamos.
—Sí —dije yo—, y otras veces, cuando todo se pone aburrido, se meten a armar pequeños líos con el parlamento; y si todo el mundo no lo hace exactamente como debe, ¡zas!, les cortan la cabeza. Pero la mayor parte del tiempo, haraganean en el harén.
—¿En el qué?
—En el harén.
—¿Qué es el harén?
—El lugar donde el rey tiene a sus mujeres. ¿No sabes eso del harén? Salomón tenía uno; tenía como un millón de mujeres.
—Pues sí, es verdad; yo…, yo lo había olvidado. Un harén es como una pensión, creo yo. Probablemente pasan ratos de gritería en los cuartos de los críos. Y calculo que las mujeres se pelean bastante; y eso aumentará el barullo. Sin embargo, dicen que Salomón era el hombre más sabio que jamás existió. Pero yo no tengo ninguna confianza en esa opinión. Porque: ¿querría un hombre sabio pasar la vida entre tal barahúnda todo el tiempo? No…, seguro que no. Un sabio iría y se construiría una fábrica de calderas; y de esa manera podría cerrar la fábrica cuando quisiera descansar.
—Bueno, pero de cualquier manera él era el hombre más sabio, porque la viuda misma me lo contó.
—No me importa lo que dice la viuda; no era ningún sabio. Tema uno de los más extraños y malditos modos de obrar que he visto nunca. ¿Tú sabes eso de la criatura que iba a cortar por la mitad?
—Sí, la viuda me lo contó todo.
—Pues ahí lo tienes. ¿No fue la idea más rara del mundo? Tú ponte a considerarla un minuto: ese tronco es una de las mujeres; y aquí estás tú, que eres la otra mujer; yo soy Salomón; y este billete de un dólar es la criatura. Las dos lo reclaman. ¿Qué hago yo? ¿Voy a preguntar entre los vecinos para enterarme de quién es el dueño del billete, y luego entregarlo a la persona debida, todo sano y salvo, como lo haría cualquiera que tuviera dos dedos de frente? No, yo cojo y corto el billete por la mitad, y te doy una mitad a ti, y una mitad a la otra mujer. Eso es lo que Salomón iba a hacer con la criatura. Ahora, quiero preguntarte esto: ¿para qué vale medio billete?… No puedes comprar nada con él. ¿Para qué vale media criatura? Yo no daría un comino por un millón de ellas.
—Pero, por Dios, Jim, no has comprendido el verdadero sentido, maldita sea, no lo has entendido en absoluto.
—¿Quién? ¿Yo? Anda. No me hables a mí de sentido. Yo creo que reconozco sentido en algo, cuando lo veo; y todas esas ocurrencias no tienen sentido. La disputa no era por una media criatura; la disputa era por una criatura entera; y el hombre que cree que puede poner fin a una disputa sobre una criatura entera con una media criatura, no sabe nada de nada. No me hables de Salomón, Huck, le conozco como un libro abierto.
—Pero te digo que no comprendes el sentido.
—¡Al diablo con el sentido! Yo creo que sé lo que sé. Y hazme caso a mí: el sentido verdadero es más profundo…, es más hondo. Está en la manera como fue criado Salomón. Fíjate en un hombre que solo tiene una o dos criaturas; ¿te parece que ese hombre va a desperdiciar criaturas? No, no lo hará; no puede permitiese ese lujo. Él sabe darles el valor que tienen. Pero mira a un hombre que tiene retozando por la casa como a cinco millones de criaturas, y es distinto. Él cortaría a una criatura por la mitad igual que lo haría con un gato. Siempre le quedan muchas más. Una criatura más o menos, eso le tenía sin cuidado a Salomón, ¡que le lleve el diablo!
Nunca he visto a un negro semejante. Si una vez se le metía a Jim una idea en la cabeza, no había manera de sacársela. Jamás he visto a un negro que la hubiera tomado tanto con Salomón como Jim. Así que me puse a hablar de otros reyes, y dejé a un lado a Salomón. Le conté de Luis XVI, a quien cortaron la cabeza en Francia hace mucho tiempo; y de su hijito el delfín, que hubiera sido rey, pero le cogieron y le metieron en la cárcel, y algunos dicen que murió allí.
—Pobre mocito.
—Pero algunos dicen que se escapó y salió del país y vino a América.
—¡Eso está bien! Pero lo pasará bastante solitario… No hay reyes por aquí, ¿verdad, Huck?
—No.
—Entonces no puede colocarse. ¿En qué va a trabajar?
—Pues no lo sé. Algunos se meten a policía, y otros enseñan a la gente a hablar francés.
—Pero, Huck, ¿no habla la gente francesa igual que nosotros?
—No, Jim; no podrías comprender ni una palabra de lo que dicen, ni una palabra siquiera.
—Pues ¡que me parta un rayo! ¿Cómo puede ser eso?
—No lo sé, pero es verdad. Yo cogí algo de su jerigonza de un libro. Suponte que un hombre se te acerca y te dice: ¿Qué pensarías?
—No pensaría nada; le daría un puñetazo en la cabeza, eso es, si no era blanco. Yo no dejaría que un negro me llamara eso.
—Bah, no es llamarte nada. Solo dice: ¿sabes hablar francés?
—Bueno, entonces, ¿por qué no puede decirlo?
—Pues, te lo está diciendo. Esa es su manera de decirlo.
—Bueno, es una manera malditamente ridícula, y yo no quiero oír más del asunto. No tiene sentido.
—Mira, Jim. ¿Habla como nosotros un gato?
—No, un gato, no.
—Bueno, ¿y una vaca?
—No, una vaca no habla así.
—¿Habla un gato como una vaca, y una vaca como un gato?
—No, no hablan igual.
—Es natural y justo que hablen de distinta manera unos que otros, ¿verdad?
—Claro.
—¿Y no es natural y justo que hablen un gato y una vaca de distinta manera que nosotros?
—Pues, claro que sí.
—Bueno, entonces, ¿por qué no es natural y justo que un francés hable de distinta manera que nosotros?
—¿Es un gato un hombre, Huck?
—No.
—Bueno, entonces, no tiene sentido que hable un gato como un hombre. ¿Es una vaca un hombre? ¿O es una vaca un gato?
—No. Ella no es ni lo uno ni lo otro.
—Bueno, entonces, ella no tiene por qué hablar ni como el uno ni como el otro. ¿Es un francés un hombre?
—Sí.
—¡Bueno, entonces, maldita sea!, ¿por qué no habla como un hombre? ¡Contéstame a eso!
Yo vi que no valía la pena desperdiciar palabras… Sé de sobra que no puedes enseñar a un negro a discutir. Así que abandoné el esfuerzo.