Capítulo 42
Capítulo 42
El viejo se fue al pueblo otra vez antes del desayuno, pero no pudo descubrir ni huella de Tom; y los dos se sentaron a la mesa y siguieron pensando, sin decir nada, y con la cara afligida; se les iba enfriando el café y no comían nada. Y después de un rato, el viejo dijo:
—¿Te he dado la carta?
—¿Qué carta?
—La que recogí ayer en Correos.
—No, no me has dado ninguna carta.
—Bueno, debo de haberla olvidado.
Así que se rebuscó en los bolsillos y luego se fue a alguna parte donde la había dejado, y la trajo y se la dio a ella. Ella dijo:
—Pues es de San Petersburgo…, es de Sis.
Yo pensé que otro paseo me vendría bien, pero no podía moverme. Y antes de que pudiera rasgar el sobre, dejó caer la carta y salió corriendo…, porque había visto algo. Y yo también lo vi. Era Tom Sawyer echado sobre un colchón, y ese médico viejo, y Jim, en el vestido de percal de ella, con las manos atadas detrás, y mucha otra gente. Escondí la carta detrás de lo primero que vi a mano y eché a correr. Ella se abalanzó sobre Tom, llorando y diciendo:
—¡Oh, está muerto, está muerto, sé que está muerto!
Y Tom volvió un poco la cabeza y masculló alguna cosa, que demostraba que no estaba en su sano juicio; luego ella alzó las manos y dijo:
—¡Está vivo, gracias a Dios! ¡Y con eso me conformo! —y le dio un beso de pasada, y voló hacia la casa a preparar la cama, dando órdenes a diestra y siniestra a los negros y a todo el mundo que encontraba a cada paso del camino, tan rápido como podía mover la lengua.
Yo seguí detrás de los hombres para ver qué iban a hacer con Jim; y el médico viejo y el tío Silas entraron en la casa siguiendo a Tom. Los hombres estaban muy encrespados, y algunos querían ahorcar a Jim para que sirviera de ejemplo a todos los otros negros de los alrededores, para que no intentaran escaparse como Jim había hecho, creando un sinfín de dificultades y asustando casi de muerte a una familia entera durante días y noches. Pero los otros dijeron: no, no se debe hacer, no conviene en absoluto; no es nuestro negro, y su dueño puede aparecer y hacernos de seguro pagar por él. Así que eso los enfrió un poco, porque la gente que siempre está con tantas ganas de ahorcar a un negro que no se ha portado exactamente según las reglas, siempre son las mismas personas que no quieren pagar su precio cuando ya han sacado de él lo que querían.
Sin embargo, le echaban bastantes maldiciones a Jim, y de vez en cuando le pegaban en la cabeza unos golpes con la mano abierta, pero Jim no decía nada, y no daba a entender que me conocía, y le llevaron a la misma cabaña, y le vistieron con su propia ropa, y le encadenaron otra vez, y no le sujetaron a la pata de la cama, sino que clavaron una armella grande en el tronco que servía de base a la pared, y le pusieron cadenas en las manos y también en ambas piernas; y dijeron que no podía comer más que pan y agua hasta que viniera su dueño, o se le vendiera en subasta si el dueño no aparecía dentro de cierto tiempo; y rellenaron con tierra el agujero que nosotros habíamos cavado y dijeron que un par de granjeros con fusiles tenían que quedar de guardia alrededor de la cabaña todas las noches, y que habría un mastín atado a la puerta durante el día; y ya cuando estaban terminando el trabajo e iban cerrando el asunto con unas maldiciones generales como despedida, pues entonces llegó el médico y echó una ojeada y dijo:
—No le traten con más dureza de la imprescindible, porque no es malo este negro. Cuando llegué adonde encontré al muchacho, vi que no podía sacar la bala sin la ayuda de alguien y que él no estaba en condiciones de que yo pudiera abandonarle y salir en busca de ayuda; y vi que se ponía un poco peor, cada vez peor, y después de un rato largo empezó a delirar y ya ni me dejaba acercarme a él, y dijo que si marcaba su balsa con tiza, me mataría, y un sinfín de tonterías disparatadas por el estilo, y yo vi que no podía hacer nada en absoluto por él; así que dije: tengo que buscar ayuda de alguna manera; y, al momento de decirlo, este negro sale gateando de alguna parte y dice que me ayudará, y lo hizo, además, y lo hizo muy bien. Claro que pensé que debía de ser un negro fugitivo, ¡y yo allí! Además, tenía un par de pacientes con fiebre y por supuesto me hubiera gustado irme al pueblo a verlos, pero no me atrevía, porque el negro podía escaparse y luego yo tendría la culpa, y ni un esquife pasaba lo bastante cerca para que yo le gritara. Así que tuve que seguir allí hasta esta mañana; y nunca he visto a un negro que fuera mejor como enfermero, ni a uno más fiel, y, sin embargo, arriesgaba su libertad por hacerlo, y se notaba que estaba muy cansado, además; vi claramente que le habían hecho trabajar duramente en días recientes. Me caía bien el negro por eso; se lo aseguro, caballeros, un negro como ese vale mil dólares…, y un trato bondadoso, además. Yo tenía todo lo que me hacía falta, y el muchacho seguía tan bien allí como si hubiera estado en casa…, mejor, quizás, porque había tanto silencio; pero yo estaba allí con los dos a mi cargo, y tenía que quedarme hasta alrededor del amanecer; entonces pasaron unos hombres en un esquife, y por suerte el negro estaba sentado junto al jergón del muchacho con la cabeza sobre las rodillas y profundamente dormido; así que en silencio les hice a los hombres señas de que se acercaran, y subieron detrás de él y le agarraron y le ataron antes de que él pudiera darse cuenta, y no tuvimos problemas. Y como el sueño del muchacho era superficial, amortiguamos los remos y amarramos la balsa al esquife y la remolcamos hasta la orilla en silencio, y el negro no armó ningún escándalo ni desde el primer momento dijo una sola palabra. Este negro no es malo, caballeros; esa es la opinión que yo tengo de él.
—Pues lo que usted dice parece muy buena cosa, doctor, hay que reconocerlo —dijo alguien.
Luego los otros también se suavizaron un poco, y yo estaba muy agradecido a ese médico viejo por hacerle aquel favor a Jim; y también me alegré porque concordaba con la opinión que yo tenía de él, porque pensé que tenía buen corazón y que era un hombre bueno la primera vez que le vi. Luego todos se pusieron de acuerdo en que Jim se había portado muy bien, y merecía que lo tomaran en cuenta y le dieran alguna recompensa. Así que cada uno prometió franca y abiertamente que ya no iba a maldecirle más.
Luego salieron de la choza y le dejaron encerrado bajo llave. Yo esperaba que fueran a decir que le quitarían una o dos cadenas, porque eran bastante pesadas, o que Jim podría tener carne y verduras con su pan y agua; pero no pensaron en ello, y yo juzgué que mejor sería no meter baza en eso, pero pensé hacer llegar de alguna manera la historia del médico a la tía Sally…, tan pronto como hubiera salvado los escollos que tenía delante: las explicaciones, quiero decir, de cómo se me había olvidado mencionar que Sid recibió un tiro cuando les conté cómo él y yo pasamos esa condenada noche remando por acá y por allá buscando al negro fugitivo.
Pero yo tenía mucho tiempo. La tía Sally no se apartaba del cuarto del enfermo durante todo el día y toda la noche, y cada vez que yo veía al tío Silas cuando él iba distraído por ahí, esquivaba su encuentro.
A la mañana siguiente me dijeron que Tom estaba bastante mejor, y que la tía Sally se había echado a dormir un rato. Así que me deslicé hacia el cuarto del enfermo, pensando que si estaba despierto, podríamos fabricar para la familia un cuento que sería creído. Pero él dormía y dormía con un sueño plácido, y estaba pálido y no con la cara encendida como cuando lo trajeron a casa. Así que me senté y esperé que se despertara. Dentro de media hora la tía Sally entró, suavemente, y allí estaba yo, ¡atrapado otra vez! Me hizo señas de que me quedara quieto y se sentó junto a mí y empezó a susurrar diciendo que ya podíamos estar alegres porque todos los síntomas eran de primera, y que él llevaba mucho tiempo dormido así, y que parecía cada vez mejor y más tranquilo, y que había diez probabilidades contra una de que se despertara en su sano juicio.
Así que seguimos sentados, observándole, y al poco rato se movió un poco y abrió los ojos muy normal, y echó una mirada y dijo:
—¡Hola! ¡Pero estoy en casa! ¿Cómo es esto? ¿Dónde está la balsa?
—Está bien —dije yo.
—¿Y Jim?
—Lo mismo —dije, pero no lo dije muy fogoso. Pero él no se dio cuenta, sino que dijo:
—¡Bien! ¡Espléndido! ¡Ahora estamos bien y a salvo! ¿Se lo has contado a la tía?
Iba a decir que sí; pero ella se metió, y dijo:
—¿Contarme que, Sid?
—Pues cómo se hizo todo el asunto.
—¿Qué asunto?
—Pues el asunto. No hay más que uno; cómo pusimos en libertad al negro fugitivo… yo y Tom.
—¡Por Dios! Pusisteis al negro… ¡De qué habla este niño! ¡Ay, ay, está fuera de sí otra vez!
—No, no estoy fuera de mí; sé muy bien lo que me digo. De veras, le liberamos… yo y Tom. Nos propusimos hacerlo, y lo hicimos. Y lo hicimos con elegancia, además.
Había empezado y ella no le frenó, solo se quedó quieta y le miró y le miró con asombro, y le dejó seguir hablando, y yo vi que era inútil meterme.
—Bueno, tía, nos costó muchísimo trabajo…, semanas de trabajo…, horas y horas, todas las noches mientras todos vosotros dormíais. Y tuvimos que robar velas, y la sábana, y la camisa, y tu vestido, y cucharas, platos de hojalata, cuchillos de mesa, y el brasero de calentar camas, y la piedra de moler y harina y un sinfín de cosas, y no puedes imaginar el trabajo que era hacer las sierras y las plumas y las inscripciones y no sé cuántas cosas, y no puedes imaginar lo bien que lo pasamos. Y tuvimos que hacer los dibujos de ataúdes y cosas, y las cartas anónimas de los ladrones, y subir y bajar por el tubo del pararrayos, y cavar el túnel hasta la cabaña, y hacer la escala de cuerda y enviarla cocida en un pastel, y enviar cucharas y cosas con qué trabajar, metiéndolas en el bolsillo de tu delantal…
—¡Dios bendito!
—… y llenar la cabaña de ratas y culebras y cosas de esas para que le hicieran compañía a Jim; y luego tú retuviste a Tom tanto tiempo con la mantequilla debajo del sombrero, que casi lo echaste todo a perder, porque los hombres llegaron antes de que hubiéramos salido de la cabaña, y tuvimos que apresurarnos, y nos oyeron y tiraron sobre nosotros y yo recibí la parte que me correspondía, y nos desviamos del sendero y los dejamos pasar, y cuando llegaron los perros no tenían interés en nosotros, sino que fueron detrás del ruido, y sacamos la canoa y nos lanzamos hacia la balsa, y estábamos a salvo y Jim era un hombre libre, y lo hicimos todo nosotros solos, y ¡era estupendo, tía!
—¡En toda mi vida he oído una cosa igual! Así que habéis sido vosotros, pequeños pícaros que sois, los que habéis dado a todos un susto de muerte. Tengo más ganas que nunca en mi vida de sacároslo a palos. Pensar en lo que he pasado noche tras noche… Tú ponte bien de una vez, bribón, y ¡te juro que os sacaré el diablo a base de azotes a los dos!
Pero Tom estaba tan orgulloso y alegre, que no podía contenerse, y seguía dándole a la lengua a toda marcha… y ella le interrumpía, echando chispas al mismo tiempo, y los dos seguían así sin parar, de forma que parecía una reunión de gatos, y ella dijo:
—Bueno, tú diviértete todo lo que puedas ahora, porque te aseguro que si te cojo entrometiéndote con él otra vez…
—¿Entrometiéndome con quién? —dijo Tom, dejando de sonreír, con gesto de sorpresa.
—¿Con quién? Pues con el negro fugitivo, por supuesto. ¿De quién pensabas que hablaba?
Tom me miró con la cara muy seria y dijo:
—Tom, ¿no me acabas de decir que estaba bien? ¿No se ha escapado?
—¿Él? —dijo la tía Sally—. ¿El negro fugitivo? Por supuesto que no. Lo han cogido de nuevo, sano y salvo, y está en la cabaña otra vez, a pan y agua y bien cargado de cadenas, hasta que lo reclamen o sea vendido.
Tom se sentó derecho en la cama, con los ojos llameantes, y las aletas de su nariz abriéndose y cerrándose como agallas de un pez, y me gritó:
—¡No tienen ningún derecho a encerrarle! ¡Corre… y no pierdas un minuto! ¡Suéltale! ¡Él no es esclavo; es tan libre como cualquier criatura que ande sobre la tierra!
—¿Qué quiere decir este niño?
—Quiero decir todo lo que estoy diciendo, tía Sally, y si nadie va a soltarle, iré yo mismo. Yo le conozco de toda la vida, y Tom también le conoce. La vieja señorita Watson murió hace dos meses, y tenía vergüenza de haber pensado venderle río abajo, y lo dijo; y le dio la libertad en su testamento.
—Por vida mía, ¿entonces por qué querías liberarle si ya era libre?
—Pues vaya una pregunta; ¡y es exactamente típica de las mujeres! Pues quería la aventura de hacerlo, y me hubiera metido en sangre hasta el cuello, con tal… ¡Dios mío! ¡Tía Polly!
Y como lo oyes, en efecto, era ella; la vimos parada allí junto al umbral de la puerta, con una cara tan dulce y contenta como un ángel medio harto de pasteles.
La tía Sally corrió hacia ella y casi le quitó la cabeza a fuerza de abrazos, y lloró al verla, y yo encontré un sitio bastante bueno para mí debajo de la cama, porque me parecía que se estaba poniendo todo bastante bochornoso para nosotros. Y me asomé desde mi escondite a ver, y al rato la tía Polly se soltó de los abrazos y se quedó mirando a Tom por encima de sus lentes…, sabes, como si estuviera triturándolo hasta hacerlo polvo. Y luego dijo:
—Sí, mejor que vuelvas la cabeza… Yo que tú, Tom, también lo haría.
—¡Oh, cielos! —dijo la tía Sally—. ¿Es que ha cambiado tanto? Ese no es Tom, es Sid; Tom…, Tom está…, ¿pero dónde está Tom? Estaba aquí hace un momento.
—Quieres decir dónde está Huck Finn…, ¡eso es lo que quieres decir! Yo creo que no he criado a este bribón de Tom durante tantos años como para no conocerle cuando le veo. Sería el colmo. Sal de debajo de esa cama, Huck Finn.
Así que lo hice. Pero no me sentía muy fogoso.
La tía Sally era una de las personas más hechas-un-lío-y-más-confundidas que he visto nunca, salvo otra, y esa otra era el tío Silas, cuando entró y se lo contaron todo. Aquello le puso como borracho, como si dijéramos, y ya no sabía nada en absoluto durante todo el resto del día, y predicó un sermón en la reunión de la iglesia esa noche que le ganó una reputación estupenda, porque ni el hombre más viejo del mundo hubiera podido entenderlo. Así que la tía Polly de Tom les contó todo sobre quién y qué era yo; y yo tuve que coger y contarles cómo estaba en tal apuro, que cuando la señora Phelps me tomó por Tom Sawyer… (ella interrumpió y dijo: «Oh, sigue llamándome la tía Sally, ya que estoy acostumbrada, no hay por qué cambiar»), que cuando la tía Sally me tomó por Tom Sawyer tuve que aguantarlo…, no había otro remedio, y yo sabía que a Tom no le importaría, porque se pondría como loco, entusiasmado con el misterio, y haría de eso una aventura, y estaría perfectamente satisfecho. Y así resultó, y él dio a entender que era Sid, y arregló las cosas de modo que yo no tuviera ningún problema.
Después la tía Polly dijo que Tom tenía razón en cuanto a eso de que la vieja señorita Watson le había dado en su testamento la libertad a Jim; y eso me confirmaba que, en efecto, Tom Sawyer se había metido en tantas dificultades y preocupaciones ¡para liberar a un negro libre! Antes yo no podía entender bien a Tom; hasta este momento y hasta oír estas palabras, no entendía yo cómo él, con lo bien criado que estaba, podría nunca ayudar a un individuo a poner en libertad a un negro.
Bueno, la tía Polly dijo que cuando recibió la carta de la tía Sally diciéndole que Tom y Sid habían llegado bien y sanos, ella se dijo a sí misma:
—¡Fíjate en eso! Es lo que debería yo haber esperado, cuando le dejé marchar solo de esa manera sin nadie que le vigilase. Así que ahora he de coger y hacer un viaje penoso de mil cien millas río abajo para saber en qué se ha metido esta vez esa criatura…, mientras veía que tú no contestabas a mis cartas.
—Pero si yo no tuve ninguna carta tuya —dijo la tía Sally.
—¡Y cómo puede ser! Te escribí dos veces preguntando qué querías decir con eso de que Sid estaba aquí.
—Bueno, yo no las recibí, Sis.
La tía Polly, lenta y severa, se volvió y dijo:
—¡Tú, Tom!
—Bueno, ¿qué? —dijo él un poco irritado.
—No me contestes así a mí, crío descarado… Entrégame esas cartas.
—¿Qué cartas?
—Esas cartas. Te juro que como me obligues a ponerte la mano encima…
—Están en el baúl. No es para tanto. Y están tal y como las retiré de Correos. No las he mirado, ni siquiera las he tocado. Pero sabía que nos meterían en líos, y pensé que si no tenías prisa, yo…
—Bueno, mereces de veras unos azotes, sin la menor duda… Y te escribí otra carta, además, para decirte que iba a venir; y supongo que él…
—No, esa llegó ayer; todavía no la he leído, pero esa está bien, porque la tengo guardada.
Yo estuve tentado de apostarle dos dólares a ella a que no la tenía, pero pensé que tal vez fuera igual de saludable no hacerlo. Así que no dije nada.