Guerra y paz

LIBRO TERCERO – 1805

LIBRO TERCERO

CAPÍTULO I

El príncipe Vasili no cavilaba sus proyectos ni pensaba en perjudicar a otros para conseguir ventajas. Era simplemente un hombre de la alta sociedad que siempre había tenido éxito en el mundo y estaba hecho a obtenerlo. Dependiendo de las circunstancias y sus relaciones con el prójimo, combinaba planes y cálculos de los que no era consciente, si bien constituían el interés de su vida. No era un plan ni dos, sino decenas; alguno era un simple esbozo en su mente, otros se tornaban reales y los demás se anulaban. Por ejemplo, el príncipe Vasili jamás se decía: «Esta persona es ahora muy influyente; debo ganarme su amistad y confianza para obtener así una ayuda financiera». Tampoco pensaba: «Pierre es rico, debo ganármelo, casarlo con mi hija y conseguir que me preste esos cuarenta mil rublos que necesito». Pero si se topaba con una persona influyente, su buen instinto le sugería de inmediato que podía serle útil, y el príncipe Vasili se hacía amigo suyo y en la primera ocasión propicia, instintivamente y sin ensayos, lo halagaba, lo agasajaba y le hablaba de lo que era preciso.

En Moscú tenía a mano a Pierre, y logró que lo nombrasen gentilhombre de cámara, que entonces estaba a la altura de consejero de Estado, y lo invitó a San Petersburgo a su casa. Como sin pensarlo, pero con la seguridad de que era necesario, el príncipe Vasili hacía lo necesario para casar a Pierre con su hija. Si hubiese preparado sus planes con antelación, no habría podido manifestarse con tanta sencillez y familiaridad en sus relaciones con quienes estaban situados por encima o por debajo de él. Algo lo atraía siempre hacia el más fuerte y el más rico, y poseía la rara habilidad de dar con el momento adecuado para sacar partido de todos.

Pierre, de la noche a la mañana un hombre rico y conde tras la soledad y despreocupación previas, se veía tan ocupado y rodeado de gente que solo podía quedarse a solas en la cama. Tenía que firmar documentos relacionados con oficinas públicas cuya significación se le escapaba, preguntar sobre esto y aquello a su primer intendente, visitar sus posesiones cercanas a Moscú y recibir a personas que poco antes no querían saber siquiera de su existencia y ahora se sentirían ofendidas y disgustadas si no las recibiese. Eran personas muy distintas: hombres de negocios, parientes, conocidos; todos cariñosos y bien dispuestos hacia el joven heredero. Todos se mostraban indudablemente convencidos de las grandes cualidades de Pierre. Siempre oía frases como: «por su extremada bondad», «con su excelente corazón», «es tan recto, señor conde…», «si fuese tan inteligente como usted», y demás; así que empezaba a creer sinceramente en su bondad e inteligencia extraordinarias, pues en su fuero interno siempre le había parecido que era muy bondadoso e inteligente. Incluso las personas antes malintencionadas y hostiles se mostraban ahora dulces y cariñosas. La mayor de las princesas, siempre seria con su cintura larga y su cabello liso de muñeca, entró en la habitación de Pierre tras los funerales del viejo conde. Le dijo cabizbaja y ruborizada que le dolía mucho el malentendido entre ellos, y que no se sentía con derecho a pedir nada excepto permiso, tras aquel triste fallecimiento, para quedarse unas cuantas semanas en una casa que tanto amaba y donde tantos sacrificios había hecho. Al decir esto rompió a llorar. Conmovido por el cambio de aquella mujer, fría como el hielo, Pierre le tomó la mano y se disculpó sin saber por qué. Desde entonces, la mayor de las princesas se puso a tejerle una bufanda de lana a rayas y su comportamiento con él fue otro.

—Hazlo por ella, mon cher. ¡Ha sufrido tanto por tu difunto padre! —le dijo el príncipe Vasili presentándole un documento a favor de la princesa para que lo firmase.

El príncipe Vasili había creído adecuado dar aquel hueso a la princesa, una orden de pago de treinta mil rublos, para que ella no sacase a relucir su participación en el caso de la cartera de cuero. Pierre firmó, y la princesa se mostró más cariñosa. También las otras hermanas le prodigaban gran afecto, en especial la más joven y guapa, la del lunar, que a menudo ponía a Pierre en situaciones embarazosas con su risa y su turbación al verlo.

Pierre consideraba tan normal que todos lo amasen y tan absurdo que alguien no lo quisiese que no dudaba de la sinceridad de quienes lo rodeaban. Por otra parte, no tenía tiempo para preguntarse si la gente era franca o hipócrita; no tenía tiempo de nada, no podía escapar a aquel estado de embriaguez, alegre y apacible. Era el centro de un movimiento general e importante; sabía que siempre esperaban algo de él y que habría disgustado a muchos si hiciese ciertas cosas, pues los privaría de lo que esperaban, y que todo iría bien si las hacía.

Cumplía así lo que le solicitaban, aunque lo bueno que esperaban de él siempre estuviese por llegar.

El príncipe Vasili se ocupó al principio más de los asuntos de Pierre y de él mismo. Podía decirse que desde la muerte del conde Bezúkhov no había dejado solo al joven. El príncipe Vasili tenía el aspecto de un hombre agobiado de trabajo y exhausto, pero cuya compasión no le permitía abandonar al albur y a la influencia de los bribones a aquel joven indefenso hijo de su amigo, y dueño de una gran fortuna. Durante los pocos días que estuvo en Moscú tras la muerte del conde Bezúkhov siempre llamaba a Pierre o iba personalmente a su casa a indicarle lo que debía hacer, siempre con un tono cansado y seguro que parecía decir: «Ya sabe que estoy hasta arriba de cosas y que me ocupo de usted por pura caridad, y bien sabe que lo que le propongo es lo único factible».

—Amigo mío, por fin nos vamos mañana —le dijo una vez con los ojos entornados mientras tamborileaba con sus dedos en el brazo de Pierre, empleando un tono como si aquello estuviese acordado hacía ya mucho tiempo y no podía ser de otro modo—. Mañana nos vamos. Tienes sitio en mi coche. Estoy muy contento. Aquí lo principal ya está hecho; y yo debería haber vuelto hace tiempo. Mira lo que he recibido del canciller… Le hablé de ti y ahora estás en el cuerpo diplomático y has sido nombrado gentilhombre de cámara; la carrera diplomática se abre ante ti.

Pese a la expresión de cansancio y seguridad del príncipe Vasili, Pierre intentó objetar, pues había reflexionado sobre su futuro; pero el príncipe lo cortó con su voz arrulladora de barítono que parecía excluir toda posibilidad de que lo interrumpiesen, un tono que utilizaba en casos de extrema necesidad de persuasión.

—Mais, mon cher, lo hice por mí; mi conciencia me lo dictaba; no tienes que darme las gracias. Jamás se ha quejado nadie de que lo quieran demasiado; además, eres libre y puedes dejarlo todo mañana… En San Petersburgo podrás decidir. Ya es hora de que te alejes de esos recuerdos terribles —el príncipe Vasili suspiró—. Mi ayuda de cámara irá en tu carruaje. ¡Ah, lo olvidaba! —añadió—. Ya sabes que tu padre y yo teníamos cuentas pendientes. He cobrado lo de Riazán y me lo quedo; tú no lo necesitas. Después ajustaremos cuentas.

«Lo de Riazán» eran unos miles de rublos de la renta de aquella propiedad que el príncipe Vasili se embolsó.

En San Petersburgo, rodeó a Pierre de un ambiente de personas cariñosas y amables, como hiciera en Moscú. El joven conde no podía rechazar el título, pues nada tenía que hacer, conseguido por el príncipe Vasili; por otra parte, Pierre trabó amistades y recibió invitaciones en tal cantidad que le faltó tiempo y, más incluso que en Moscú, sentía que se hallaba en el ojo de un huracán que anunciaba un próximo bienestar que nunca llegaba.

En San Petersburgo quedaban pocos de sus antiguos amigos solteros. La Guardia estaba de campaña; Dólokhov había sido degradado; Anatole prestaba servicio militar en provincias; el príncipe Andréi se encontraba en el extranjero. Pierre no podía pasar ya las noches como antaño; tampoco podía explayarse en las conversaciones con su mayor, mejor y más estimado amigo. Consumía el tiempo en cenas y bailes, sobre todo en casa del príncipe Vasili, junto a la gruesa princesa, su mujer, y la hermosa Helena.

La conducta de Ana Pávlovna Scherer con Pierre cambió como el de todos.

Pierre sentía siempre antes que cualquier cosa que dijese delante de Ana Pávlovna era inconveniente e inoportuna, que los argumentos que a él se le antojaban inteligentes al pensarlos se transformaban en tonterías en cuanto los expresaba, mientras que las mayores idioteces de Hipólito eran genialidades encantadoras. Ahora cualquier cosa que él dijese era charmant, y aunque Ana Pávlovna no lo dijese, sin duda lo pensaba y se contenía por no herir su modestia.

A comienzos del invierno de 1805-1806 Pierre recibió la notita acostumbrada de Ana Pávlovna —una invitación de color rosa— a la que había añadido:

«Encontrará en mi casa a la bella Helena, que no se deja ver jamás».

Al leer aquello, Pierre se percató de que entre él y Helena se había forjado un vínculo reconocido por los demás; esa idea, que lo asustaba porque parecía imponerle una obligación que deseaba, le agradaba por ser una suposición divertida.

La velada en casa de Ana Pávlovna era como la anterior, pero esta vez la novedad ofrecida a los invitados era un diplomático llegado de Berlín, conocedor de los más recientes detalles sobre la estancia del emperador Alejandro en Potsdam y la indisoluble alianza allí firmada por los dos augustos amigos, comprometiéndose a defender la causa justa contra el enemigo de la humanidad. Ana Pávlovna recibió a Pierre con un aire de pena que sin duda se refería a la reciente pérdida sufrida por el fallecimiento de su padre, el conde Bezúkhov. Todos se creían obligados a persuadir a Pierre de lo triste que estaba por la muerte de aquel padre a quien apenas conocía. Pero la tristeza de Ana Pávlovna era igual a la que exhibía al hablar de María Fiódorovna. Pierre se sintió halagado. Ana Pávlovna distribuía en su salón los grupos con su habitual habilidad. El grupo mayor —con el príncipe Vasili y los generales— contaba con el diplomático. Otro estaba junto a la mesa del té. Pierre deseaba unirse al primero, pero Ana Pávlovna, como un general en el campo de batalla lleno de ideas brillantes que apenas hay tiempo de ejecutar, le tocó el brazo.

—Escuche, tengo algo para usted esta velada —miró a Helena y sonrió—. Escuche, tengo algo para usted esta velada. Mi buena Helena, sea caritativa con mi pobre tía, que la adora. Hágale compañía durante diez minutos. Y para que no se aburra demasiado, nuestro amable conde la seguirá.

Helena fue hacia la tía, pero Ana Pávlovna retuvo a Pierre, como para darle las últimas instrucciones.

—¿A que es una hermosura? —dijo al conde señalándole a la joven, que se alejaba solemnemente—. Et quelle tenue! ¡Qué tacto para alguien joven, qué carácter tan magnífico! Eso nace en el corazón. Dichoso quien la conquiste. Con esa mujer, el marido menos mundano ocuparía la más brillante posición social, ¿no? Me gustaría saber qué opina —dicho esto Ana Pávlovna lo dejó marchar.

Pierre había respondido afirmativamente a la pregunta. Si pensaba en ella, era en su belleza, en la serena y extraordinaria capacidad de mostrarse digna y silenciosa en los salones.

La tía acogió a ambos jóvenes, aunque más bien parecía querer ocultar su adoración por Helena y expresar el miedo que le inspiraba Ana Pávlovna. Miraba a su sobrina como preguntando qué debía hacer. Ana Pávlovna tocó de nuevo con su dedo el brazo a Pierre al marcharse y le dijo:

—Espero que no dirá más que mi casa es aburrida —y miró a Helena.

Ella sonrió, como diciendo que era impensable que nadie la viese sin entusiasmarse. La tía tosió, tragó saliva y dijo en francés que se alegraba de ver a Helena. Después se volvió a Pierre y repitió lo mismo. Durante la conversación, tediosa y entrecortada, Helena miró a Pierre y le sonrió con su bella y clara sonrisa. Pierre estaba tan acostumbrado a ella y significaba tan poco para él, que apenas le prestó atención. La tía habló de la colección de tabaqueras del padre de Pierre, el conde Bezúkhov, y mostró la suya. La princesa Helena se la pidió para ver el retrato del marido de la tía.

—Seguramente de Vinesse —Pierre aludió a un famoso miniaturista. Se inclinó sobre la mesa para tomar la tabaquera, atento a la conversación de la mesa vecina.

Se incorporó para dar la vuelta, pero la tía le tendió la tabaquera por detrás de la muchacha; Helena se inclinó para dejar sitio y se giró con una sonrisa. Llevaba un vestido muy escotado por delante y por la espalda, a la moda del momento. Su busto, que a Pierre siempre se le había antojado de mármol, estaba tan cerca que con sus ojos miopes pudo ver los hombros y el cuello tan pegados a sus labios que con inclinarse un poco habría podido rozarlos. Sintió el calor de su cuerpo, el aroma de su perfume y el crujido del corsé. Ya no veía la belleza marmórea que formaba un todo con el traje de noche; veía y sentía la seducción de su cuerpo, oculto solo por el vestido. Visto así, no podía verlo de otro modo, como no podemos caer en el engaño una vez aclarado este.

Helena parecía decirle: «¿No se había dado cuenta de lo guapa que soy? ¿No sabía que soy una mujer? Sí, soy una mujer que puede pertenecer a cualquiera, también a usted». Pierre sintió entonces que Helena podía ser su esposa y debía serlo porque no podía ser de otro modo.

Lo supo con la misma certeza que si estuviese en el altar con ella. ¿Cómo y cuándo sucedería? Lo ignoraba. Tampoco podía saber si estaría bien, aunque le parecía que no, pero estaba seguro de que ocurriría.

Pierre bajó los ojos y la miró de nuevo; deseaba verla ajena a él, una beldad lejana como antaño. Pero aquello era imposible. No podía, como un hombre que confunde entre la bruma unas malas hierbas con un árbol no puede seguir creyendo que sea un árbol cuando ha visto que es hierba. La veía próxima; se sentía bajo su poder. Entre ambos no había más obstáculos que los de su propia voluntad.

—Los dejo en su rinconcito; ya veo que están bien ahí —dijo Ana Pávlovna.

Pierre intentó recordar si había hecho algo inconveniente y miró a su alrededor. Le parecía que todos sabían como él lo que le había ocurrido.

Más tarde, cuando Pierre se acercó al grupo grande, Ana Pávlovna le dijo:

—Dicen que está arreglando su casa de San Petersburgo. —Lo cual era verdad, pues el arquitecto le había dicho que era necesario; así que Pierre, sin saber por qué, había empezado a restaurar el caserón de San Petersburgo—. Está bien, pero no se mude de casa del príncipe Vasili. Es bueno tener un amigo como el príncipe. Lo sé bien, ¿verdad? —y se giró sonriendo al príncipe Vasili—. Y usted es tan joven que necesita consejo… No me tome a mal que use mis privilegios de vieja.

Calló, como hacen las mujeres que esperan un cumplido al hablar de su edad.

—Si se casa será distinto.

Y unió a ambos en una mirada. Pierre y Helena no se miraban; sin embargo, la sentía próxima; musitó algo y se ruborizó.

Ya en casa, tardó en conciliar el sueño, pensando en lo sucedido. ¿Qué había sido? Nada. Solo comprendía que una mujer a quien conocía desde pequeño, de quien había dicho sin entusiasmo: «Sí, es guapa», cuando otros se hacían lenguas de su belleza, podía ser suya.

«Pero es tonta, yo mismo lo he dicho —pensó—. Hay algo perverso y prohibido en ese sentimiento que me ha despertado. He oído que su hermano Anatole estaba enamorado de ella, y ella de él, toda una historia, que por eso han tenido que alejar a Anatole. Hipólito es su hermano…, su padre es el príncipe Vasili… Eso no está bien.» Mientras razonaba de forma incompleta, sonreía, aun reconociendo que podían unirse otros razonamientos al primero, pensaba en la mediocridad de Helena, y soñaba que podía ser su mujer, que se enamoraría de él y sería diferente de la que él conocía, que cuanto había pensado y oído era falso. Nuevamente no veía a la hija del príncipe Vasili, sino su cuerpo enfundado en el vestido gris. «¿Por qué nunca había pensado en eso hasta ahora?» Enseguida se decía que era imposible, que ese matrimonio estaría mal, que no sería natural ni honesto. Recordaba las palabras de Helena, sus miradas, y las de quienes los habían visto juntos; las de Ana Pávlovna, al hablar de su casa, y miles de alusiones del príncipe Vasili y de los demás. Sintió horror, ¿estaba obligado a realizar un acto reprochable que no debía? Mientras se repetía aquello, en otro lugar de su alma surgía la imagen de Helena con toda su femenina belleza.

CAPÍTULO II

En noviembre de 1805 el príncipe Vasili tuvo que viajar a cuatro provincias para realizar una inspección. Había conseguido el encargo para visitar así sus fincas en ruinoso estado e ir con su hijo Anatole. Lo recogería en la ciudad donde estaba de guarnición y lo acompañaría a la casa del príncipe Nikolái Andréievich Bolkonsky para casarlo con la hija de aquel viejo rico. Pero antes de salir, quería decidir lo de Pierre. Lo cierto es que últimamente Pierre pasaba mucho tiempo en casa del príncipe Vasili, donde se alojaba. Ante Helena reía y se mostraba turbado y embobado como un enamorado. Pero seguía sin pedir la mano.

«Todo eso está muy bien, pero debe terminar», suspiró el príncipe Vasili una mañana, convencido de que Pierre, que tanto le debía, no obraba bien en aquello. «La juventud…, el atolondramiento… ¡Que Dios lo perdone! —pensaba el príncipe Vasili—. Pero debe terminar… Pasado mañana es el cumpleaños de Helena e invitaré a unos amigos. Si no sabe lo que debe hacer, lo haré yo. Es cosa mía porque soy el padre.»

Había transcurrido un mes y medio desde la velada de Ana Pávlovna y desde la agitada noche en vela cuando decidió que el matrimonio con Helena sería un error, de modo que debía evitarla e irse. Tras esa decisión, Pierre aún no se había ido de casa del príncipe Vasili y le angustiaba que, según todos, cada día estaba más unido a Helena; que no podía pensar en ella como antes ni separarse de ella; que sería algo espantoso, pero debería unir su suerte a la de ella. Tal vez habría podido mantenerse lejos, pero el príncipe Vasili, en cuya casa las fiestas eran cosa rara, inventaba casi a diario alguna velada a la cual debía asistir Pierre para no frustrar el placer de todos y desilusionar sus esperanzas. En los pocos momentos que estaba en casa, siempre que pasaba junto a Pierre, el príncipe Vasili le apretaba la mano tirando de ella hacia abajo, le ponía la mejilla afeitada y arrugada para que se la besase y decía «hasta mañana», «volveré a cenar o nunca te veo», «me quedo por ti», y demás. Pero aunque el príncipe Vasili se quedase por él, apenas le hablaba. Pierre no quería frustrar sus expectativas. Cada día se decía: «Debo comprenderla y saber cómo es. ¿Me equivocaba antes o ahora? No es tonta; es una chica magnífica —pensaba—; jamás se equivoca ni dice bobadas; habla poco y cuanto dice es claro y sencillo. No puede ser tonta; jamás se ha alterado ni se altera. ¡No es una mala pécora!». Muchas veces trababa conversación con ella dando rienda suelta a sus pensamientos, y ella siempre respondía con un motivo breve y oportuno insinuando que eso no le interesaba, o bien con una sonrisa callada y una mirada que mostraban a Pierre su superioridad. Ella tenía razón al juzgar pueriles todos los razonamientos comparados con esa sonrisa.

Le hablaba siempre con una sonrisa alegre y confiada dirigida solo a él; había en ella algo más revelador que en la sonrisa invariable habitual en su rostro. Pierre sabía que todos esperaban de él una palabra, un paso más; sabía también que tendría que darlo en algún momento. Pero un terror indescriptible lo sobrecogía ante la idea de aquel paso. Mil veces, durante aquel mes y medio durante el cual se sentía cada vez más arrastrado al abismo que lo aterraba, se había dicho: «¿Pero qué es? ¡Hay que tener decisión!… ¿Es que no la tengo?».

Quería decidirse, pero sentía que le faltaba la energía que él sabía que poseía. Pierre era de esos hombres que solo se sienten seguros cuando tienen pura la conciencia; y desde que experimentó aquel deseo, mientras examinaba la tabaquera en casa de Ana Pávlovna, lo paralizaba un sentimiento inconsciente de culpa.

El día del santo de Helena el príncipe Vasili invitó a unas cuantas personas, del círculo más íntimo, como decía la princesa: parientes y amigos. Había dado a entender que ese día se decidiría la suerte de la festejada. Los invitados se habían sentado a la mesa. La princesa Kuraguin, corpulenta y gruesa, bella antaño, presidía la mesa. Las personas más importantes se sentaban a su lado: un anciano general con su esposa y Ana Pávlovna Scherer. Al final de la mesa se habían sentado los jóvenes, los familiares y los invitados de menor categoría. Pierre y Helena estaban juntos. El príncipe Vasili no cenaba. Paseaba en torno a la mesa mostrando un excelente humor, se acercaba a todos los comensales y les dedicaba una palabra amable y superficial, excepto a Pierre y Helena, a los que parecía no ver. El anfitrión animaba a todos; las velas ardían, brillaban la plata y los cristales; los vestidos de noche de las señoras y el oro y la plata de las charreteras militares relumbraban. Las libreas rojas de los criados se movían alrededor de la mesa. El ruido de cuchillos, vasos y platos se mezclaba con el rumor de una animada conversación.

En un extremo de la mesa, un anciano chambelán juraba amor apasionado a una vieja baronesa, que reía al oírlo. En el otro se hablaba del fracaso de una tal María Viktorovna. El príncipe Vasili había captado la atención de varios oyentes en el centro. Con una sonrisa sardónica contaba a las señoras la última sesión del miércoles en el Consejo de Estado, durante la cual el nuevo gobernador de San Petersburgo, el general Serguéi Kuzmich Vyazmitinov, había leído el famoso rescripto del emperador Alejandro Pávlovich que había sido enviado desde el ejército de operaciones: el zar decía que le llegaron noticias de todas partes sobre la devoción del pueblo y que la declaración de San Petersburgo le había agradado mucho, que se enorgullecía de ser la cabeza de una nación así y que siempre procuraría ser digno de ella. El documento rezaba: «Serguéi Kuzmich: De todas partes me llegan noticias…».

—¿Y es verdad que no pasó de «Serguéi Kuzmich»? —preguntó una señora.

—Como lo oye —rio el príncipe Vasili.

—«Serguéi Kuzmich… de todas partes. De todas partes, Serguéi Kuzmich…» El pobre Vyazmitinov no pudo continuar. Empezó a leer varias veces, pero apenas decía «Serguéi», sollozaba; seguía con «Kuzmich…» y lloraba; al llegar a «de todas partes» se ahogaba y no podía seguir. Sacaba el pañuelo y releía «Serguéi Kuzmich», y «de todas partes», y vuelta al principio; tuvieron que pedir a otro que leyese el rescripto.

—Kuzmich… de todas partes… y lágrimas —repitió alguien riendo.

—No sean malos —Ana Pávlovna amenazó con el dedo desde el otro extremo de la mesa—; es un hombre valiente y excelente nuestro Vyazmitinov…

Todos reían; en los sitios de honor la alegría era general, todos se estaban animados. Solo Pierre y Helena permanecían callados casi en el extremo de la mesa. Sonreían sin que tuviese que ver con Serguéi Kuzmich; era una sonrisa pudorosa por sus sentimientos. Pese a todas aquellas palabras, risas y bromas, por más disfrutasen el vino del Rhin, sauté y el helado, y evitasen mirar a la joven pareja, por más que tratasen de mostrar indiferencia y desinterés, las miradas que les lanzaban confirmaban que la anécdota sobre Serguéi Kuzmich, las risas y la comida eran un pretexto; que la atención se concentraba solo en Pierre y Helena.

El príncipe Vasili imitaba los sollozos de Serguéi Kuzmich y lanzaba ojeadas a su hija; mientras reía, la expresión de su rostro parecía decir: «Esto va bien; hoy se decidirá todo». Ana Pávlovna amenazaba por lo de notre bon Vyazmitinov. En sus ojos, que habían mirado furtivamente a Pierre, el príncipe Vasili leía ya las felicitaciones por ese yerno y la dicha de su hija. La vieja princesa ofrecía vino a su vecina con un suspiro, miraba enojada a su hija y parecía decir: «Sí, querida, a nosotros ya no nos queda más que beber vino dulce. Ahora os toca a los jóvenes y a vuestra insultante felicidad». El diplomático pensaba, mirando los rostros felices de los enamorados: «¡Menuda tontería lo que estoy contando! ¡Como si importase! ¡La felicidad es eso!».

Entre tanto interés mezquino y artificioso que unía a aquella sociedad, había surgido el sentimiento de la atracción de dos seres, un hombre y una mujer jóvenes, guapos y rebosantes de salud.

Ese sentimiento lo superaba todo y dominaba aquel parloteo. Las bromas no eran alegres, las novedades no interesaban, ni la animación era sincera.

Hasta el servicio parecía sentir el mismo interés y olvidar sus deberes. Miraban a Helena y su sonrisa, y el rostro encendido, grandote, feliz e inquieto de Pierre. Hasta las llamas de las velas parecían concentradas en aquellos dos seres.

Pierre sabía que era el centro de aquel interés, y le producía alegría y turbación. Era un hombre metido en algo importante. No veía con claridad, no comprendía ni oía nada; solo a veces cruzaban por su mente pensamientos e impresiones fugaces y parciales de la realidad.

«¿Todo ha terminado entonces? —pensaba—. ¿Cómo ha ocurrido eso? ¡Y tan pronto! Ahora veo que no es solo por ella ni por mí, sino que debe hacerse por todos. Todos cuentan con ello, están convencidos de que debe ocurrir y no puedo defraudarlos. ¿Cómo ocurrirá? No lo sé, pero ocurrirá.» Mientras pensaba así, sus ojos se posaban en los bellos hombros junto a sus ojos.

Otras veces se avergonzaba por algo. Le molestaba ser el centro de la atención, ser tan afortunado a ojos de los demás, que él con su fealdad fuese como Paris que posee a Helena. «Probablemente ocurra siempre lo mismo, y así debe ser —se consolaba—. ¿Y qué he hecho yo para que sea así? ¿Cuándo ha comenzado esto? Salí de Moscú con el príncipe Vasili sin que hubiese nada. ¿Por qué me quedé en su casa después? He jugado a las cartas con ella, he recogido su bolso, patinamos juntos; ¿cuándo empezó esto? ¿Cuándo ocurrió?»

Estaba sentado junto a ella como su prometido; la oía, veía, la sentía cerca, su respiración, sus movimientos, su belleza. O pensaba que no era ella la realmente bella, sino él, y que por eso lo miraban; entonces inflaba el pecho, dichoso por despertar aquella admiración general, alzaba la cabeza y se alegraba de ser feliz. De pronto suena una voz conocida que repite dos veces lo mismo. Pero Pierre está tan absorto que no entiende nada:

—Te pregunto que cuándo recibiste la última carta de Bolkonsky —repite una tercera vez el príncipe Vasili—. ¡Qué distraído estás!

El príncipe Vasili sonríe. Pierre ve que todos lo miran sonriendo y también a Helena. «Bueno, qué más da si lo saben —se dijo—. Pues es verdad.» Y sonrió con su apacible aire infantil. También Helena sonreía.

—¿Cuándo la recibiste? ¿Te escribía desde Olmütz? —repite el príncipe Vasili como si necesitase saberlo.

«¿Cómo puede preocuparse de eso?», pensó Pierre. Y suspiró:

—Sí, desde Olmütz.

Tras la cena, Pierre condujo a su pareja al salón. Comenzaron las despedidas; algunos se fueron sin despedirse de Helena; otros, que no querían molestarla, se acercaban un momento y se iban sin permitir que los acompañara.

El diplomático abandonó el salón, triste y callado. Comparaba la vanidad de su carrera con la dicha de Pierre. El viejo general respondió de mal talante a su mujer cuando le preguntó por su pierna. «¡Vieja imbécil! —pensó—. Helena Vasílievna aún será una beldad a los cincuenta.»

—Creo que la puedo felicitar —susurró Ana Pávlovna a la princesa con un abrazo y un sonoro beso—. Si no tuviese jaqueca, me quedaría.

La princesa no contestó, verde de envidia por la felicidad de su hija. Mientras los invitados se despedían, Pierre permaneció a solas con Helena en la sala donde se habían sentado. En las últimas semanas los dos jóvenes habían pasado mucho tiempo a solas, pero jamás habían hablado de amor. Ahora él sentía que debía hacerlo pero no se atrevía. Sentía vergüenza y le parecía que junto a Helena ocupaba el lugar de otro. «Esta dicha no es para ti —le decía una voz en su interior—. Es para quienes no tienen lo que tú.» Pero debía decir algo, y habló. Le preguntó si estaba contenta de la fiesta. Ella respondió con sencillez, como siempre, que había sido una de las más agradables.

En el salón grande aún quedaban parientes cercanos. El príncipe Vasili se acercó a Pierre, que se levantó y dijo que era tarde. El príncipe lo miró con severidad, como si sus palabras fuesen incomprensibles por extrañas; pero aquella expresión severa se desvaneció y el príncipe tiró del brazo de Pierre, le hizo sentarse de nuevo y le sonrió.

—¿Y qué, Helena? —se volvió hacia su hija con el tono desenfadado de los padres que hablan con cariño a sus hijos desde siempre, pero que en el caso del príncipe era solo el deseo de imitar a los otros padres. Después se dirigió de nuevo a Pierre—: «Serguéi Kuzmich: De todas partes» —y se desabrochó el primer botón del chaleco.

Pierre sonrió al comprender que no era la anécdota de Serguéi Kuzmich lo que interesaba al príncipe Vasili, y este comprendió que Pierre lo entendía. Musitó algo y salió. A Pierre le pareció que el príncipe estaba turbado y se sintió conmovido. Se volvió a Helena, que parecía confusa y le decía con la mirada: «Es culpa tuya».

«Es inevitable que dé el último paso… pero no puedo», pensó Pierre. Volvió a hablar de naderías, de Serguéi Kuzmich, y le pidió que le contase la anécdota porque no la había oído. Helena sonrió y dijo que tampoco la sabía.

Cuando el príncipe Vasili entró en el salón grande, la princesa hablaba sobre Pierre con una dama de cierta edad.

—Desde luego, Es un buen partido, pero la felicidad, ma chère…

—Matrimonio y mortaja del cielo bajan —respondió la dama.

Como si no la hubiese oído, el príncipe Vasili se retiró a un rincón y se sentó en un diván. Cerró los ojos y pareció dormirse. Dio una cabezada y despertó.

—Alina, ve a ver qué hacen —dijo a su mujer.

La princesa se acercó a la puerta y con indeferencia echó un vistazo a la salita. Pierre y Helena seguían conversando.

—Todo sigue igual —dijo la princesa a su marido.

El príncipe Vasili torció el gesto y las mejillas le temblaron dándole una expresión desagradable y vulgar muy suya; se levantó, irguió la cabeza y pasó delante de las señoras y entró en la salita. Rápidamente se acercó con gesto alegre a Pierre. El rostro del príncipe mostraba tal solemnidad, que Pierre se levantó asustado.

—¡Alabado sea Dios! —exclamó el príncipe—. ¡Mi mujer me lo ha dicho todo! —con un brazo enlazó a Pierre y con el otro a su hija.

—Querido amigo, Helena… ¡Estoy tan contento! —su voz tembló. —Quise mucho a tu padre… y ella será una buena esposa para ti… ¡Que Dios os bendiga!

Abrazó a su hija y de nuevo a Pierre besándolo con su boca senil. Tenía las mejillas bañadas en lágrimas.

—¡Princesa, ven! —gritó.

La princesa entró y rompió a llorar. La dama entrada en años se enjugaba los ojos con el pañuelo. Besaron a Pierre, que besó varias veces la mano de Helena. Momentos después los dejaron nuevamente solos.

«Tenía que ser así, no podía ser de otra manera —pensó Pierre—. No hay que preguntarse si está bien o mal. Está bien porque todo ha terminado y la incertidumbre de antes ha terminado.» Pierre, en silencio, retenía la mano de su prometida y miraba cómo su hermoso pecho se levantaba y bajaba con la respiración.

—Helena— dijo en voz alta.

«En estos casos hay que decir algo especial», pensó, pero no podía recordar qué. Miró a la joven y ella se le acercó, ruborizada.

—Oh, quítese esos… ¿cómo se llaman…? —dijo mirando los lentes de Pierre.

Pierre se los quitó, y sus ojos, además de la expresión especial que tienen cuando se acostumbran a los lentes; tenían una mirada asustada e interrogante. Quiso inclinarse sobre su mano para besarla; sin embargo, ella hizo un movimiento rápido y brusco con la cabeza y unió sus labios a los de él. Pierre se sorprendió por la expresión perpleja y desagradable del rostro de Helena.

«Ahora es tarde; todo ha terminado; además, la quiero», pensó Pierre.

—Je vous aime —recordó al fin lo que debía decir. Pero fue algo tan pobre que se avergonzó.

Mes y medio después se casaba, feliz esposo, decían, de una mujer preciosa y de muchos millones. Pierre y Helena se instalaron en San Petersburgo, en la mansión totalmente remozada de los condes Bezúkhov.

CAPÍTULO III

Corría el mes de noviembre de 1805 cuando el viejo príncipe Nikolái Andréievich Bolkonsky recibió una carta del príncipe Vasili anunciándole que llegaría con su hijo.

Iré a realizar una inspección, y un desvío de cien verstas no me impide acudir a presentar mis respetos a mi querido bienhechor. Anatole viene conmigo para incorporarse al ejército y espero que le permitirá expresarle en persona el profundo respeto que le inspira usted, como le sucede a su padre.

—Bueno, no es preciso presentar a María en sociedad; los pretendientes vienen a buscarla —comentó imprudentemente la princesita cuando supo la noticia.

El príncipe Nikolái Andréievich simplemente torció el gesto.

Dos semanas después, los criados del príncipe Vasili llegaron al atardecer, y al día siguiente él con su hijo.

El viejo príncipe Bolkonsky nunca había tenido en gran estima el carácter del príncipe Vasili; y menos últimamente, cuando había escalado tanto en puestos y honores bajo el reinado de los zares Pablo y Alejandro. Ahora, leyendo la carta entre líneas y por las palabras de la princesita, el príncipe Nikolái Andréievich supo de qué se trataba, y la pobre opinión sobre él se tornó en hostilidad y desprecio. Bufaba cuando hablaba de él. El día que llegó, Nikolái Andréievich se mostró especialmente malhumorado. No podía saberse si ello era por la llegada del príncipe Vasili o porque su estado de ánimo descontento coincidió con su llegada. En todo caso, su humor era pésimo y esa mañana Tijon persuadió al arquitecto de que no presentase su informe al príncipe.

—Oye cómo camina —dijo haciendo escuchar al arquitecto el rumor de los pasos del príncipe—. Pisa con toda la planta, y sabemos lo que eso significa…

Pese a todo, el príncipe salió sobre las nueve como siempre a dar su paseo con su abrigo de terciopelo y cuello de cibelina. Había nevado la tarde anterior. El sendero hacia el invernadero estaba limpio; sobre la nieve se veían las huellas de la escoba, y una pala estaba clavada en un montón de nieve a la orilla del camino. El príncipe cruzó el invernadero, los patios y los servicios, enfadado y silencioso.

—¿Se puede pasar con trineo? —preguntó al administrador, un hombre respetable que se parecía a su amo en el semblante y sus modales.

—La nieve es profunda, excelencia; he dado órdenes de limpiar la avenida.

El príncipe inclinó la cabeza y fue a la escalinata. «¡Gracias a Dios! —pensó el administrador—. La tormenta ha pasado.»

—Era difícil pasar, excelencia— agregó—. Han dicho que viene un ministro a visitarlo…

El príncipe se volvió al administrador y lo miró con enojo.

—¿Qué? ¿Un ministro? ¿Qué ministro? ¿Quién lo ordenó? —dijo con sequedad y estridencia—. No han despejan el camino para mi hija, la princesa, y lo hacen para un ministro… ¡Aquí no hay ministros!

—Excelencia… yo pensaba…

—¡Tú pensabas! —gritó el príncipe hablando cada vez más rápido y farfullando—. ¡Tú pensabas…! ¡Tunantes! ¡Canallas!… Ya te enseñaré yo a pensar.

Alzó el bastón y amenazó a Alpatich, y lo habría golpeado si el administrador no se hubiese apartado instintivamente.

—¡Tú pensabas…! ¡Tunantes! —vociferó nuevamente.

Asustado por su osadía tras haber evitado el golpe, Alpatich fue a la escalinata con la cabeza gacha. El príncipe continuó gritando:

—¡Malandrines…! ¡Que cubran ahora mismo de nieve el camino! —Pero no levantó el bastón, y entró corriendo en la casa.

A la hora de comer, sabedora del malhumor del príncipe, la princesa María y mademoiselle Bourienne lo esperaban de pie. Mademoiselle Bourienne mostraba un rostro radiante que decía: «No sé nada; soy la de siempre». La princesa María estaba pálida, amedrentada y cabizbaja. Lo peor para la princesa María era saber que en tales situaciones debía comportarse como mademoiselle Bourienne, pero no podía. «Si finjo no darme cuenta —se decía—, creerá que me da igual lo que piensa; si estoy triste o disgustada, dirá, que tengo aspecto fúnebre, como otras veces.»

El príncipe miró el semblante temeroso de su hija y bufó.

—¡Im… o tonta! —gruñó.

«Y la otra no ha venido… —pensó al ver que la princesita no estaba en el comedor—. Ya le habrán ido con el cuento.»

—¿Y la princesa? ¿Se esconde?… —preguntó.

—No se encuentra bien —repuso mademoiselle Bourienne con una sonrisa—. No vendrá hoy… Es natural, en su estado.

—¡Hum! ¡Hum!… —masculló el príncipe mientras se sentaba.

El plato no debió parecerle lo bastante limpio; señaló una mancha y lo tiró. Tijon lo atrapó en el aire y se lo dio al camarero.

No es que la princesita estuviese enferma; tenía tanto miedo al príncipe que, al saber su mal humor, había decidido quedarse en sus aposentos.

«Temo por el niño —dijo a mademoiselle Bourienne—. Dios sabe qué puede pasar si me asusto.»

La princesa vivía en Lisia Gori en un constante estado de miedo y antipatía hacia el viejo príncipe, aunque apenas se percataba de esto último, pues su temor la dominaba y ni siquiera podía percibirla. También el príncipe sentía antipatía, pero dominada por el desdén.

La princesa se había encariñado con mademoiselle Bourienne. Pasaba días enteros con ella, le rogaba que durmiese en sus aposentos y a menudo le hablaba de su suegro para criticarlo.

—Viene gente, príncipe. —Mademoiselle Bourienne desplegó con sus manitas sonrosadas la servilleta blanca—. Su excelencia el príncipe Kuraguin con su hijo, tengo entendido —dijo a modo de pregunta.

—Hum… Esa excelencia es un crío… Yo mismo lo llevé al ministerio —repuso el príncipe enojado—. ¿Y para qué trae al hijo? No entiendo. Tal vez lo sepan la princesa Elizaveta Karlovna y la princesa María… No sé para qué trae al hijo. No lo necesito para nada —y guió mirando a su hija, que se ruborizó—. ¿No te encuentras bien? ¿Te da miedo el ministro, como lo llamaba ese idiota de Alpatich?

—No, mon père.

Aunque mademoiselle Bourienne no había acertado con el tema de conversación, continuó charlando sobre el invernadero, sobre la belleza de una nueva flor recién abierta, con lo que el príncipe se relajó un poco después de la sopa.

Terminada la comida subió a ver a su nuera. La princesita estaba sentada ante una mesilla y charlaba con la doncella Masha. Palideció al ver a su suegro.

Estaba muy cambiada. Más fea ahora y con las mejillas fofas, el labio superior estaba más levantado y los ojos hundidos.

—Sí, siento como una pesadez… —repuso a la pregunta del príncipe sobre su salud.

—¿No necesitas nada?

—No… merci, mon père.

—Está bien.

Salió y fue a la antesala. Allí estaba Alpatich con la cabeza gacha.

—¿Habéis echado nieve al camino?

—Sí, excelencia. Perdóneme, por Dios; ha sido una idiotez…

El príncipe lo interrumpió y se puso a caminar con su risa forzada.

—Está bien, vale.

Le tendió la mano a Alpatich para que la besase, y entró en su despacho.

El príncipe Vasili llegó casi de noche. Los cocheros y los criados salieron a su encuentro en la avenida y condujeron entre un gran griterío los trineos a la puerta, por el camino intencionadamente cubierto de nieve.

El príncipe Vasili y su hijo Anatole tenían varias habitaciones reservadas.

Anatole, en mangas de camisa, las manos en las caderas, se había sentado frente a una mesa y miraba distraídamente con sus bellos ojos un ángulo del mueble. Para él la vida era para una francachela continua que alguien, sin saber el porqué, le ponía en las manos. Así veía el viaje a la casa de aquel viejo gruñón y de su fea y rica heredera. Según sus ideas, aquello podría ser una divertida aventura. «¿Por qué no casarme con ella si nada en oro? El dinero nunca viene mal», pensaba Anatole.

Se rasuró y perfumó con el primor habitual en él, irguió su noble cabeza con su innato aire conquistador y bondadoso, y fue a la habitación de su padre. Dos ayudas de cámara lo estaban vistiendo. El príncipe Vasili miraba animadamente a su alrededor, y cuando su hijo entró lo saludó alegre, como diciendo: «Así es como debes presentarte».

—Bromas aparte, padre. ¿Tan fea es? —preguntó Anatole en francés, como retomando una conversación del viaje.

—¡No digas bobadas! Tú trata de ser respetuoso y sensato con el viejo príncipe.

—Si me suelta una fresca, me voy —replicó Anatole—. Odio a esos vejestorios.

—Recuerda que de esto depende todo para ti.

Mientras, las mujeres sabían de la llegada del príncipe Vasili con su hijo Anatole y comentaban toda clase de detalles sobre ambos. La princesa María, sola en su cuarto, trataba de dominar sus emociones.

«¿Por qué me escribirían? ¿Por qué me habló de eso Lisa? ¡Si es imposible! —se decía, mirándose en el espejo— ¿Cómo voy a presentarme ahora en el salón? Aunque me gustase, no podría portarme con naturalidad.» Solo la idea de cómo la miraría su padre la empavorecía.

La princesita y mademoiselle Bourienne ya habían recibido informes de todo tipo a través de Masha: que el hijo del «ministro» era apuesto, joven y tenía las cejas negras. Que el padre apenas pudo arrastrar los pies por la escalera y que Anatole, rápido como una liebre, había subido los peldaños tres en tres. Con estas noticias, la princesita y mademoiselle Bourienne, cuyas voces animadas se oían desde el pasillo, entraron en la habitación de la princesa María.

—Han llegado, María —dijo la princesita dejándose caer sobre una butaca—. ¿Lo sabes?

No llevaba la blusa sencilla de la mañana; lucía uno de sus mejores vestidos. Su cabello estaba bien peinado y su rostro animado no podía borrar, pese a ello, el cambio de sus facciones. Con aquel vestido que solía llevar en las fiestas de San Petersburgo se veía más su deterioro. Mademoiselle Bourienne había hecho algunos discretos arreglos en uno de sus trajes que daban mayor seducción a su bello rostro.

—Bueno, ¿se va a quedar como está, querida princesa? —dijo—. Van a venir a anunciar que estos caballeros están en el salón; ¡habrá que bajar y no se ha arreglado ni una pizca!

La princesita se levantó, llamó a la doncella y se puso a escoger alegremente un vestido para su cuñada. La princesa María sentía herido su amor propio por turbarse así debido a la llegada del pretendiente, y más aún porque la princesita y mademoiselle Bourienne supusiesen que solo podía ser así. Decirles que se avergonzaba de sí misma y de ellas era traicionar sus emociones; por otra parte, negarse a cambiar el vestido habría sido motivo de chanzas. Se ruborizó, se apagaron sus ojos, se le cubrió de manchas el cutis, y con su habitual y poco agradable expresión de víctima se puso en manos de mademoiselle Bourienne y de su cuñada, decididas ambas a embellecerla. Era tan fea que ninguna de las dos pensaba en que pudiese competir con ellas; sin embargo, la vistieron con la certeza ingenua y firme de que un bonito vestido puede hacer hermosear una cara.

—No, ma bonne amie, este vestido no te favorece —decía Lisa mirando de lejos y de soslayo a la princesa—. No, que te traigan el granate. De verdad te lo digo. Tal vez se decida la suerte de tu vida. Este es muy claro… No está bien.

El vestido no estaba mal, sino la figura de la princesa, empezando por la cara. No lo veían así mademoiselle Bourienne y Lisa; creían que poniendo una cinta azul en el cabello, recogido hacia arriba, bajando el chal azul sobre el vestido marrón, etcétera, todo mejoraría. Olvidaban que no se podía modificar aquel rostro temeroso ni todo el aspecto, que pese a todos los retoques seguiría siendo una muchacha lastimera y fea. Tras dos o tres pruebas, a las que la princesa se sometió sin protestar, cuando estuvo peinada con el cabello recogido hacia arriba, lo cual la afeaba aún más, cuando estuvo con su vestido oscuro y el chal azul, la princesa Lisa dio dos vueltas en torno a ella. Ajustó entonces con sus manos la falda, alisó el chal y, con la cabeza inclinada a un lado y a otro, la contempló.

—No, imposible —dijo resueltamente dando unas palmadas —. No, decididamente, María, eso no te va. Me gustas más en tu vestido gris de diario. No, ni hablar, hazlo por mí —Se volvió a la doncella: —Katia, trae el vestido gris de la princesa. Mademoiselle Bourienne, ver cómo arreglo esto —dijo con una sonrisa de anticipada complacencia estética.

Cuando Katia trajo el vestido, la princesa María, inmóvil ante el espejo, sintió que sus ojos se cuajaban de lágrimas y que la boca le temblaba con un sollozo contenido.

—Veamos, chère princesse, un esfuercito más —dijo mademoiselle Bourienne.

Lisa tomó el vestido de manos de la doncella y se acercó a la princesa María.

—Ahora dejaremos todo sencillo y agradable.

Su voz, la de mademoiselle Bourienne y la de Katia, que se reía de algo, eran como el alegre piar de las aves.

—Non, laissez-moi —dijo la princesa.

Su voz era tan grave y conmovedora que el parloteo cesó. Vieron en sus ojos grandes, bellos y profundos, una expresión suplicante que les hizo comprender lo inútil e incluso cruel de insistir.

—Al menos cambia de peinado —dijo Lisa—. Se lo dije —volviéndose con tono de reproche a mademoiselle Bourienne—. María tiene una figura a la que no va en absoluto este tipo de peinado. Pero en absoluto. Cámbiatelo, por favor.

—Non, laissez-moi, laissez-moi, tout ça m’est parfaitement égal —su voz apenas dominaba sus lágrimas.

Así arreglada, la princesa María estaba más fea que nunca, y la princesita y mademoiselle Bourienne tuvieron que reconocerlo. Pero era tarde. Ella las miraba con aquella expresión que conocían, meditabunda, que no inspiraba temor —ella jamás lo inspiraba—, pero sabían que cuando esa expresión asomaba a su semblante las decisiones tomadas eran irrevocables, aunque apenas hablase de ellas.

—Vous changerez, N’est-ce pas? —preguntó Lisa.

La princesa María no contestó y Lisa salió.

La princesa se quedó a solas. No atendió a Lisa, no cambió de peinado y ni se miró en el espejo. Con los brazos caídos, cabizbaja, se sumió en sus pensamientos. Se imaginaba a su esposo como un hombre fuerte y atractivo, que de improviso la llevaba a su mundo, a un universo distinto y dichoso. Después se veía con su primer hijo junto al pecho, un niño como el que había visto la víspera en casa de la hija de su nodriza. El marido miraba con ternura a la madre y al hijo. Pensó entonces: «Es imposible; soy demasiado fea».

Detrás de la puerta sonó la voz de la doncella:

—El té está servido y el príncipe va a salir.

Volvió en sí, espantada por sus pensamientos. Antes de bajar fue al oratorio y se recogió unos instantes con las manos unidas y los ojos fijos en una imagen negra del Salvador alumbrada por un candil. Una duda punzante le acongojaba el alma. ¿Conocería la alegría del amor terrenal por un hombre? Al pensar en el matrimonio, soñaba con la felicidad familiar, los hijos; pero su principal, más intenso e íntimo sueño era el amor terrenal. Ese sentimiento crecía cuanto más trataba de ocultarlo a los demás o a sí misma. «Dios mío, ¿cómo sacarme del corazón estos pensamientos diabólicos? ¿Cómo apartar las tentaciones y cumplir serenamente tu voluntad?» Apenas lo hubo preguntado le pareció que Dios respondía en el fondo de su propio corazón: «No desees nada para ti, no busques nada, no te inquietes, ni envidies. El futuro de los hombres y tu destino te deben quedar velados, pero vive siempre preparada para todo. Si Dios quiere probarte con los deberes maritales, debes cumplir su voluntad». Con este pensamiento consolador —y también con la esperanza de su sueño terrenal prohibido— suspiró, se santiguó y salió sin pensar en el vestido, el peinado, en cómo se presentaría o qué diría. ¡Qué importaba comparado con los designios de Dios, sin cuya voluntad no cae ni una hoja de los árboles!

CAPÍTULO IV

Cuando la princesa María entró al salón, el príncipe Vasili y su hijo ya estaban allí charlando animadamente con la princesa Lisa y mademoiselle Bourienne. Al acercarse María con sus pasos pesados, apoyándose en los talones, los hombres y mademoiselle Bourienne se levantaron y la princesita dijo «Voilà Marie!». Ella observó a todos. Vio el semblante del príncipe Vasili, que durante una fracción de segundo quedó serio al ver a la princesa, pero luego sonrió. Vio a la princesita, que leía con curiosidad en el rostro de los hombres la impresión causada por su cuñada. Vio a mademoiselle Bourienne, con su cinta y su bonita cara. Sus ojos, más animados de lo habitual, se fijaban en él, pero a él no lo pudo ver. Solo vio algo grande, luminoso y hermoso que salía a su encuentro cuando ella entró. El príncipe Vasili se le acercó primero; la princesa besó la cabeza calva que se inclinaba ante su mano y respondió a sus palabras diciéndole que lo recordaba bien. Después se acercó Anatole. La princesa María siguió sin verlo. Sintió que una mano suave estrechaba la suya; apenas rozó su blanca frente cuyo hermoso cabello rubio brillaba gracias a la cera. Al mirarlo le sorprendió su belleza. Anatole, el pulgar de la mano derecha tras un botón abrochado del uniforme, el pecho hacia delante, la espalda erguida, movía una pierna y miraba a la princesa ladeando la cabeza. No decía nada, y sin duda no pensaba en ella. Anatole no era ingenioso, vivaz o elocuente, pero su gran virtud en sociedad era una calma y una prudencia inalterables. Si alguien tímido calla al ser presentado por primera vez y nota que su silencio es inoportuno, trata de hallar algo que decir y fracasa. Pero Anatole callaba y balanceaba la pierna mientras contemplaba el tocado de la princesa. Podía callar largo tiempo y permanecer tranquilo. «Si ese silencio es embarazoso para alguien, que hablen, yo no siento la necesidad de hacerlo», parecía decir. Por otra parte, Anatole poseía en sus relaciones con las mujeres aquello que más inspira su curiosidad, el temor e incluso el amor femeninos: la conciencia desdeñosa de su superioridad. Parecía decir: «Os conozco bien, ¿qué interés puedo tener en estar con vosotras? ¡Bien que os alegraríais!». Tal vez no pensaba así, muy probablemente porque apenas pensaba, pero sus modales y su aspecto lo gritaban. La princesa lo sintió así y, como deseando insinuar que no había osado pensar en la posibilidad de interesarlo, se volvió al viejo príncipe. La conversación era insustancial gracias a la voz de Lisa y a su labio, que se levantaba sobre la blanca dentadura. Había acogido al príncipe Vasili con la alegría habitual de las personas locuaces, que suponen que entre ellas y la otra persona existen desde hace mucho bromas y una relación divertida que no todos conocen y agradables recuerdos, cuando no hay nada de eso. Eso ocurría con la princesita y el príncipe Vasili. Él se prestó gustoso al juego. La princesita le hizo participar en la evocación de hechos que jamás habían existido; también Anatole, a quien apenas conocía. Mademoiselle Bourienne compartía tales recuerdos comunes y hasta la princesa María participaba con placer en la divertida rememoración.

—Al menos ahora, querido príncipe, podemos disfrutar de su compañía —dijo Lisa en francés, como siempre, al príncipe Vasili—. No como en las veladas de Annette, de las que siempre escapaba. ¿Recuerda a cette chère Annette?

—¡Oh! Supongo que no me hablará de política, como Annette.

—¿Y nuestra mesa de té?

—Ah, sí.

—¿Por qué no iba nunca a las veladas de Annette? —preguntó la princesa Lisa a Anatole—. Ya sé, ya —guiñó un ojo—. Su hermano Hipólito me ha hablado de algunas travesuras —lo amenazó con el dedo—. ¡Conozco hasta sus aventuras en París!

—¿Y no le ha contado Hipólito? —El príncipe Vasili le tomó la mano como si ella intentase irse y quisiera retenerla—. ¿No le ha dicho que él moría de amor por una encantadora princesa y ella le daba calabazas. ¡Oh! Es la perla de las mujeres, princesa —añadió volviéndose a María.

Mademoiselle Bourienne recordó mil cosas cuando la conversación trató de París.

Preguntó a Anatole si hacía tiempo que había abandonado París y qué impresión le había causado la ciudad. Anatole respondió a la pregunta con una sonrisa sin apartar la vista de mademoiselle Bourienne y siguió hablando con ella de su país. Con solo verla, Anatole supo que tampoco se aburriría en Lisia Gori. «No está mal —pensaba al mirarla—, no está nada mal esta señora de compañía. Espero que cuando la otra se case conmigo, la lleve con ella. La pequeña es agradable.»

El viejo príncipe se vestía despacio en su cuarto, ceñudo y pensando lo que debía hacer. Le molestaba la llegada de los huéspedes. «¿Qué más me dan el príncipe Vasili y su hijito? Es un hombre vanidoso y superficial, y su hijo debe ser parecido.» Le molestaba que viniese a plantearle un problema latente que en su interior aún no estaba maduro, un problema sobre el cual el viejo príncipe siempre trataba de engañarse: ¿Se decidiría alguna vez a separarse de la princesa María y darle un marido? El príncipe jamás osaba plantearse esa pregunta, pues ya sabía que su respuesta sería justa y en este caso la justicia iba en contra más que de su sentimiento, de todas las posibilidades de su vida. Aunque pareciese que quería poco a su hija, para el príncipe Nikolái Andréievich la vida era incomprensible sin ella. «¿Para qué casarse? —pensaba—. Sería infeliz, seguro. Mira a Lisa y Andréi. Me parece que es difícil encontrar un marido mejor que él. ¿Está contenta Lisa con su suerte? ¿Y quién se casará con María por amor? Es fea y larguirucha. Se casarán con ella por su posición y su dinero. ¿Es que no puede vivir soltera? Más feliz aún.» Esto reflexionaba mientras acababa de vestirse; pero la pregunta exigía ya una respuesta. El príncipe Vasili traía a su hijo para pedir la mano de María y tal vez ese día o al siguiente habría que dar una respuesta definitiva. «Tiene nombre y buena posición. Yo no pondré obstáculos —se dijo—, pero debe ser digno de ella. Eso está por ver.»

—Eso está por ver —dijo en voz alta—. Está por ver.

Entró en el salón con el paso resuelto de siempre y barrió a todos con la mirada; vio el vestido nuevo de la princesita, la cinta de Bourienne y el horrendo peinado de su hija, las sonrisas de mademoiselle Bourienne y de Anatole y el aislamiento de su hija en la conversación. «¡Acicalada como una boba! —pensó mirando enfadado a su hija—. No tiene dignidad y él ni se digna prestarle atención.»

Se acercó al príncipe Vasili:

—Buenas tardes. Estoy muy contento de verte.

—No hay distancias cuando se trata de ver a un buen amigo —dijo el príncipe Vasili rápidamente, con su firmeza y familiaridad habituales—. Este es mi hijo menor. Le ruego que lo trate con simpatía y benevolencia.

La mirada escrutadora del príncipe se posó en Anatole.

—Buen mozo. Ven a darme un beso —le ofreció la mejilla.

Anatole besó al anciano y lo miró con tranquila curiosidad, tal vez esperando alguna de las excentricidades que le había contado su padre.

El príncipe Nikolái Andréievich se sentó donde siempre, en el rincón del diván, acercó un sillón para el príncipe Vasili, se lo señaló y le pidió noticias sobre la situación política. Parecía atender a las palabras del príncipe Vasili, pero no quitaba ojo a la princesa María.

—¿Así que ya escriben de Potsdam? —repitió las últimas palabras del príncipe Vasili, y se levantó para acercarse a su hija.

—¿Te has arreglado para recibir a nuestros huéspedes? ¡Estás muy guapa! Te has hecho un nuevo peinado para la visita, así que delante de ellos te advierto que no vuelvas a hacerlo sin mi permiso.

—La culpa es mía, mon père —Lisa se ruborizó.

—Tú eres libre —el príncipe Nikolái Andréievich hizo una reverencia a su nuera—, pero ella no necesita desfigurarse porque es de por sí fea.

Y volvió a su sitio sin preocuparse de su hija, que estaba a punto de llorar.

—Pues yo creo que ese peinado le sienta muy bien —terció el príncipe Vasili.

El príncipe Nikolái Andréievich se volvió a Anatole:

—Bueno, amigo, joven príncipe… ¿Cómo se llama? Ven aquí… Charlemos un poco para conocernos.

«Ahora empieza la diversión», pensó Anatole; y se sentó junto al viejo príncipe con una sonrisa.

—Bien, querido. Dicen que te has educado en el extranjero. No te ha pasado como a nosotros, a tu padre y a mí, que aprendimos las letras con un sacristán. Dime, querido, ¿sirves en la Guardia montada? —le preguntó mirando fijamente a Anatole.

—No, he pasado al Ejército —dijo este sin apenas poder contener la risa.

—¡Vaya! ¡Eso está bien! Así pues, quieres servir al Emperador y a la patria… Estamos en guerra y un buen mozo debe servir… ¿Estás en servicio activo?

—No, príncipe. Mi regimiento está en campaña, pero yo estoy agregado… ¿A qué estoy agregado, papá? —preguntó Anatole riendo al príncipe Vasili.

—¡Sí sirve bien! ¿A qué estoy agregado? ¡Ja, ja, ja! — rio el príncipe Nikolái Andréievich.

Anatole rio con más energía. De pronto el príncipe Nikolái Andréievich frunció el ceño:

—Bien, puedes irte —le dijo.

Anatole se volvió hacia las damas con una sonrisa. El viejo Bolkonsky se dirigió al príncipe Vasili.

—Los has educado en el extranjero, ¿no?

—Hice cuanto pude, y puedo decir que la educación es allí mucho mejor que en nuestro país.

—Sí ya se sabe que hoy todo es distinto y nuevo. ¡Un buen mozo! Vayamos a mi despacho —tomó al príncipe Vasili del brazo y salieron.

Ya a solas, el príncipe Vasili expuso al príncipe Bolkonsky sus deseos y esperanzas—. ¿Qué piensas? —dijo con aspereza el viejo Bolkonsky—. ¿Crees que la retengo y no puedo separarme de ella? Eso imaginan —gruñó—. Por mí, puede marcharse mañana si quiere —añadió con cólera—. Solo le diré que deseo conocer mejor a mi futuro yerno. Conoces mis principios: cartas arriba. Mañana preguntaré delante de ti a mi hija si consiente en casarse; entonces, que se quede él unos días aquí y así yo veré —el príncipe bufó—. ¡Que se casen! ¡Me da igual! —gritó con el tono estridente con que había despedido a su hijo.

—Sinceramente, príncipe: conoce bien a los hombres —dijo el príncipe Vasili como si supiese la inutilidad de la astucia ante la perspicacia de su interlocutor—. Anatole no es un genio, pero es un buen chico y un hijo ejemplar.

—Bien, eso lo veremos.

Como siempre que las mujeres viven aisladas sin compañía masculina, Anatole hizo comprender a las tres mujeres de la casa de Nikolái Andréievich que hasta entonces su vida no había sido tal. En un instante se les multiplicó la facultad de pensar, sentir y observar; aquella vida común, hasta entonces en penumbra, pareció llenarse de pronto de una nueva luz vital y con sentido. La princesa María no pensaba en su cara ni en su peinado, los había olvidado. El rostro de aquel hombre que podía ser su marido atrajo su atención. Le parecía bueno, valeroso, decidido, varonil y generoso. Estaba convencida. Su imaginación se pobló de sueños sobre una futura vida familiar, pero los apartaba procurando ocultarlos.

«¿Me habré mostrado demasiado fría con él? —pensaba—. Trato de dominarme porque en lo más hondo me siento demasiado próxima a él. Pero él no sabe lo que pienso y puede pensar que no me gusta.»

La princesa María intentaba mostrarse amable con él sin saber cómo.

«¡Pobre muchacha! ¡Es fea como un demonio!», pensaba Anatole.

Mademoiselle Bourienne, excitada por la llegada de Anatole, pensaba de otro modo. Joven y hermosa, sin posición definida, sin parientes, amigos ni patria, no pensaba dedicar toda su vida al servicio del príncipe Nikolái Andréievich, a leerle libros y a contentarse con ser amiga de la princesa María. Esperaba hacía tiempo que un príncipe ruso que apreciase su evidente superioridad sobre las princesas rusas, feas, mal vestidas y sin gracia, se enamorase de ella y se la llevase. Y ese príncipe ruso había llegado. Ella conocía una historia que había oído de joven a una tía suya y ahora completaba con su imaginación mientras la repetía mentalmente. Se trataba de una joven seducida, a quien se le presentaba su pobre madre —sa pauvre mère— para reprobarle haberse entregado a un hombre sin estar casados. Mademoiselle Bourienne se emocionaba hasta las lágrimas contándole mentalmente la historia al seductor. Ahora él, un príncipe ruso, había aparecido. Se la llevaría, vendría después ma pauvre mère y se casarían. Así imaginaba su futuro mientras charlaba con él de París. No la movía el cálculo, pues apenas reflexionó un instante lo que debía hacer; pero todo estaba listo desde mucho antes en ella y ahora convergía hacia Anatole, a quien quería y trataba de gustar lo más posible.

La princesa Lisa, como un viejo caballo de batalla que oye la corneta, olvidaba sin querer su estado y se disponía al habitual galope de coquetería involuntaria, impulsada solo por una alegría cándida y superficial.

Aunque delante de las mujeres Anatole adoptase el aire de hombre harto de su éxito con las mujeres, sentía un vanidoso placer al observar su influjo sobre las tres mujeres de Lisia Gori. Pero también empezaba a albergar por la bonita e incitante mademoiselle Bourienne aquel sentimiento apasionado y bestial que se apoderaba de él con celeridad y lo empujaba a los actos más groseros y osados.

Tras el té pasaron a un salón e invitaron a la princesa a tocar el clavicordio. Anatole se colocó delante de ella, junto a mademoiselle Bourienne. Sus ojos alegres y sonrientes miraban a la princesa María. Ella, con emoción feliz y dolorosa, notaba su mirada. Su sonata favorita la llevaba a un mundo íntimo y poético, y aquellos ojos que sentía sobre ella añadían más poesía.

Aunque se posase en María, la mirada de Anatole se interesaba por los movimientos del piececito de mademoiselle Bourienne, al que rozaba con el suyo por debajo del clavicordio. También mademoiselle Bourienne miraba a la princesa, que leyó en sus bellos ojos una nueva expresión de temerosa alegría y de esperanza.

«¡Cuánto me quiere! ¡Qué feliz puedo llegar a ser con una amiga y un marido así! —pensó la princesa María y se repitió—: ¿Marido?». No se atrevía a mirarlo y sentía su mirada clavada en ella.

Esa noche, tras la cena, Anatole besó la mano de la princesa cuando se separaron. Ella no supo cómo tuvo valor para mirar directamente el rostro que se había aproximado a sus ojos miopes. Anatole besó después la mano de mademoiselle Bourienne, aunque no era lo conveniente, ¡pero lo hizo con seguridad y sencillez!; esta se puso como la grama y miró asustada a la princesa.

«¡Qué delicadeza! —pensó la princesa—. Tal vez Amélie —así se llamaba mademoiselle Bourienne— cree que siento celos y no aprecio su ternura y devoción conmigo». Se acercó a su amiga para abrazarla con cariño. Anatole quiso besar la mano de Lisa.

—¡No, no, no! Cuando su padre me escriba que usted se porta bien, me besará la mano. No antes —dijo sonriente la princesita levantando un dedo y salió.

CAPÍTULO V

Se separaron. Solo Anatole se durmió pronto. Los demás tardaron en hacerlo aquella noche.

«¿Será posible que mi marido sea un desconocido, guapo y bueno? Sí, eso es lo principal», pensaba la princesa María; y la embargó un miedo nuevo. Temía girar la cabeza; le parecía que había alguien tras el biombo, en el rincón. Y era él, el diablo, ese hombre de frente blanca, cejas negras y labios rosados. Llamó a la doncella y le pidió que durmiese con ella.

Mademoiselle Bourienne paseó largo tiempo por el invernadero esa noche, esperando en vano a alguien, a veces sonriendo, otras conmovida hasta llorar por los imaginarios reproches de la «pauvre mère» por su caída.

La princesita regañaba a la doncella porque no había preparado bien su cama. No podía acostarse de espaldas ni de lado; en cualquier posición sentía pesadez. El vientre le molestaba. Todo le fastidiaba más que nunca porque Anatole le recordaba los días en que no estaba embarazada y todo era sencillo y agradable. Estaba sentada en un sillón, con una bata y su gorro de dormir; Katia, adormilada, la trenza suelta, sacudía y volteaba por tercera vez el pesado colchón de plumón musitando algo.

—Ya te decía que está lleno de bultos y huecos —repetía Lisa—. Tengo sueño y no puedo dormir; no es culpa mía… —su voz temblaba como un niño a punto de llorar.

Tampoco el viejo príncipe dormía. Tijon lo oía pasear y resoplar airado. Se sentía ofendido no por él, sino por su hija; era más doloroso porque no se trataba de él mismo, sino de su hija, a la que amaba más que a nada. Se repetía que repasaría todo y decidiría lo más conveniente y justo, pero no lo conseguía y se irritaba más.

«Se presenta el primero y se olvida de su padre y de todo. Corre, cambia de peinado, coquetea, parece otra. ¡Le alegra dejar a su padre! Sabía que lo vería. ¡Ts…, ts…, ts…! ¿No ve que ese idiota solo tiene ojos para la Bourienne? Hay que echar a esta. ¿Cómo puede tener tan poca dignidad para no comprenderlo? Si no lo hace por ella, que lo haga por mí. Tiene que ver que ese imbécil ni piensa en ella, sino en la Bourienne. No tiene orgullo, pero ya le abriré los ojos…»

El viejo príncipe sabía que si contaba a su hija que estaba engañada y que la intención de Anatole era cortejar a la Bourienne, despertaría el amor propio de la princesa María, y el deseo de no separarse de su hija vencería. Se quedó tranquilo con este pensamiento; llamó a Tijon y empezó a desvestirse.

«El diablo los ha traído —pensaba mientras le ponían el camisón sobre su cuerpo viejo y escuálido con el pecho cubierto de vello gris—. Yo no los he llamado. Vienen a alterar mi vida y no me queda mucha.”

—¡Al diablo! —exclamó mientras el camisón le cubría la cabeza.

Tijon conocía la costumbre del príncipe de expresar en alto sus pensamientos, así que sostuvo con rostro impasible la mirada enfadada e inquisitiva que apareció sobre el camisón cuando este cayó por el cuerpo.

—¿Se han acostado? —preguntó el príncipe.

Como buen lacayo, Tijon sabía por instinto cómo pensaba su amo, y adivinó que preguntaba por el príncipe Vasili y su hijo.

—Sí, excelencia. Se han acostado y han apagado las luces.

—No era necesario… —musitó el príncipe metiendo los pies en las zapatillas y los brazos en las mangas de la bata para ir al diván donde dormía.

Aunque no se hubiesen dicho nada, el príncipe Anatole y mademoiselle Bourienne se habían entendido bien en cuanto a la primera parte de la novela, hasta que aparece ma pauvre mère. Comprendían que tenían mucho que decirse en secreto, y a la mañana siguiente trataron de verse a solas. Mientras la princesa iba al despacho de su padre, mademoiselle Bourienne se reunió con Anatole en el invernadero.

Ese día la princesa fue a la puerta del despacho con un temor especial. Creía que todos sabían que ese día se decidía su suerte y también lo que ella pensaba. Leyó esa expresión en el semblante de Tijon y en el del criado del príncipe Vasili, con quien se topó en el pasillo cuando llevaba agua caliente a su amo y que la saludó con una reverencia.

El viejo príncipe estaba muy atento y cariñoso con su hija esa mañana. La princesa María conocía bien esa expresión de cortesía, la misma que aparecía en su rostro cuando apretaba furiosamente los puños porque la princesa no comprendía un problema de aritmética; se alejaba entonces de ella y mascullaba una y otra vez las mismas palabras.

Sin perder un momento, abordó el tema, tratando de usted a su hija.

—Me han hecho una proposición en relación con usted —dijo con una sonrisa artificial—. Habrá adivinado que el príncipe Vasili no ha venido ni ha traído a su educando (se ignora por qué llamaba así al hijo) por mi cara bonita. Me han hecho una proposición que le atañe a usted, y como conoce mis principios, se la remito.

—¿Cómo debo entenderlo, mon père? —la princesa palideció y luego enrojeció.

—¡Cómo entenderme! —se enfureció él—. Al príncipe Vasili le gustas como nuera y te pide por esposa para su educando. Eso hay que entender. ¿Cómo? Yo te lo pregunto a ti.

—No sé, mon père, lo que usted… —murmuró la princesa María.

—¿Yo? ¿Yo? ¿Y quién soy yo? A mí déjeme a un lado. Yo no voy a casarme. Aquí interesa es saber qué piensa usted.

La princesa comprendió que su padre veía con malos ojos aquella petición, pero pensó también que iba a decidirse su futuro. Bajó la mirada para no ver los ojos cuya influencia no le dejaba pensar y a los que solo sabía obedecer por costumbre, y dijo:

—Solo quiero una cosa: su voluntad. Pero si tuviese que exponer mi deseo… —No pudo terminar. El príncipe la interrumpió.

—¡Perfecto! —gritó—. Te tomará con tu dote y se llevará a mademoiselle Bourienne. Ella será su mujer y tú…

El príncipe se detuvo al ver la impresión de esas palabras en su hija. La princesa bajó la cabeza, a punto de llorar.

—Bueno. Es solo una broma —dijo—. Recuerda mi principio: una hija tiene derecho a escoger, y tú eres libre de hacerlo. Recuerda que tu felicidad depende de esta decisión. En mí no tienes que pensar.

—Pero, yo no sé… mon père.

—¡No hablemos más! A él le ordenan que se case y se casa; lo haría con cualquiera… Pero tú eres libre para escoger… Vete a tu habitación y medita. Vuelve en una hora y di sí o no delante de él. Sé que vas a rezar. Reza si quieres, pero creo que mejor sería que lo pienses. Ahora, vete.

Mientras la princesa salía tambaleándose del despacho como envuelta en una bruma, el príncipe le gritó:

—¡Sí o no! ¡Sí o no! ¡Sí o no!

La suerte de la princesa estaba felizmente echada. Pero en labios de su padre era horrible la alusión a mademoiselle Bourienne. Aunque no fuese cierta, era horrible. No podía dejar de pensarlo. Iba por el invernadero, sin ver ni oír nada, cuando el murmullo de la voz de mademoiselle Bourienne la sacó de su ensimismamiento. Levantó los ojos. Apenas a dos pasos vio a Anatole abrazando a la francesa y cuchicheándole algo. Él se volvió hacia la princesa con una horrenda expresión en su hermoso rostro, pero no soltó al principio la cintura de mademoiselle Bourienne, que no había visto todavía a la princesa María.

«¿Quién está aquí? ¿Para qué? ¡Esperad!», parecía decir Anatole. La princesa María los miró sin hablar ni comprender. Finalmente mademoiselle Bourienne gritó y echó a correr. Anatole, con una alegre sonrisa, saludó a la princesa, como invitándola a reírse y, encogiéndose de hombros, fue a la puerta que conducía a sus habitaciones.

Una hora después apareció Tijon para llamar a la princesa María. Le rogaba que fuese al despacho del príncipe, y añadió que el príncipe Vasili Serguéievich estaba ya allí. Cuando Tijon entró, la princesa María permanecía sentada en el diván. Tenía entre sus brazos a mademoiselle Bourienne, hecha un mar de lágrimas, y le acariciaba la cabeza con dulzura. Los ojos de la princesa, radiantes y tranquilos, miraban con amor tierno y compasión el rostro de mademoiselle Bourienne.

—No, princesa, he perdido su corazón para siempre —decía mademoiselle Bourienne.

—¿Por qué? Te quiero más que nunca y haré todo lo que esté en mi mano por tu felicidad —respondía la princesa.

—Pero usted me desprecia; usted, tan pura, jamás comprenderá esta desviación de la pasión. ¡Ay! Solo mi pobre madre…

—Je comprends tout —la princesa sonrió con pena—. Calma, amiga mía. Voy a ver a mi padre. —Y salió.

Cuando entró la princesa María, el príncipe Vasili estaba sentado con las piernas cruzadas y la tabaquera en la mano; una sonrisa tierna brillaba en su semblante y parecía conmovido; como si lamentase y se burlase de su sensibilidad, se llevó una pizca de tabaco a la nariz.

—¡Ay, mi niña! —se levantó y tomó las manos de la princesa. Después suspiró y añadió—: La suerte de mi hijo está en sus manos. Decida, mi niña, querida, mi dulce María, a quien siempre he querido como a una hija.

Se separó de ella y una lágrima brotó de sus ojos.

—¡Ts…, ts…! —refunfuñó el príncipe Nikolái Andréievich. —El príncipe te pide como esposa para su educando… su hijo… ¿Quieres ser la esposa del príncipe Anatole Kuraguin, sí o no? —y repitió gritando—: Di sí o no. Yo me reservo el derecho de expresar después mi opinión y solo eso —añadió el príncipe Nikolái Andréievich dirigiéndose al príncipe Vasili en respuesta a su expresión suplicante—. ¿Sí o no?

—Mi deseo, mon père, es no abandonarlo, no separar mi vida de la suya. No quiero casarme —dijo la princesa María resueltamente mirando al príncipe Vasili y a su padre.

—¡Bah! ¡Tonterías! —exclamó el príncipe Nikolái Andréievich frunciendo el ceño. Tomó a su hija por la mano y la atrajo, pero no la besó; acercó su frente a la de ella y apretó su mano tanto que la princesa gritó.

El príncipe Vasili se había levantado.

—Ma chère, le diré que jamás olvidaré este momento; pero hija, ¿no nos dará la esperanza de conmover este corazón tan bueno y generoso? Diga que tal vez… El futuro es tan incierto. Diga que tal vez.

—Príncipe, he dicho cuanto hay en mi corazón. Agradezco el honor que me hacen, pero nunca seré la esposa de su hijo.

—Se acabó, querido. Estoy muy contento de verte, muy contento —dijo el viejo príncipe—. Ahora, hija, ve a tu habitación… Estoy muy contento de verte —repitió abrazando al príncipe Vasili.

«Mi vocación es otra —pensaba la princesa María—; es ser feliz con la felicidad ajena, la felicidad del amor y el sacrificio. Y haré la felicidad de la pobre Amelia cueste lo que cueste. ¡Lo ama con tanta pasión y se arrepiente tan sinceramente! Haré lo posible para que se case con ella. Si él no es rico, le daré medios; pediré a mi padre, pediré a Andréi. ¡Es tan desdichada y está tan sola sin ayuda de nadie! Seré feliz cuando sea su mujer. ¡Dios mío, cómo debe amarlo para haber llegado a olvidarse de sí misma hasta tal punto! A lo mejor yo habría hecho lo mismo…»

CAPÍTULO VI

La familia Rostov no sabía nada de Nikolái hacía ya tiempo. Fue en mitad del invierno cuando llegó una carta en la cual reconoció el conde la letra de su hijo. Corrió de puntillas asustado con la carta en la mano a su despacho, donde se encerró a leerla él solo. Ana Mijáilovna supo que había llegado una carta, pues sabía todo lo que ocurría en la casa, y entró con sigilo en el despacho, y encontró al conde llorando y riendo con la carta en las manos.

Aunque sus asuntos estaban en orden, Ana Mijáilovna aún vivía con los Rostov.

—Mon bon ami? —preguntó tristemente, dispuesta siempre a compartir todo.

El conde sollozó.

—Nikolenka… Una carta… herido, ma chère… ¡Lo han herido! Mi niño… la condesa… ha sido ascendido a oficial… ¡Dios bendito! ¿Cómo se lo diré a la condesa?

Ana Mijáilovna se sentó a su vera y enjugó con el pañuelo las lágrimas del conde, la carta humedecida y sus lágrimas; leyó la carta, calmó al conde y dijo que entre la comida y la merienda prepararía a la condesa, y con la ayuda de Dios después del té se lo contaría.

Durante el almuerzo Ana Mijáilovna habló de los rumores sobre la guerra y de Nikolái; preguntó dos veces de cuándo era su última carta aunque lo supiese; dijo que era posiblemente ese día llegarían noticias. Con cada alusión, cuando la condesa comenzaba a desazonarse y miraba nerviosa al conde y a Ana Mijáilovna, esta cambiaba hábilmente de conversación y charlaba de naderías. Natacha, que de toda la familia era la que mejor captaba los matices del tono, la mirada y el rostro, prestó atención desde el principio y se percató de que entre su padre y Ana Mijáilovna había algo sobre su hermano Nikolái, y que la primera quería preparar el terreno. Pese a su coraje, pues Natacha sabía lo sensible que era su madre cuando se trataba de Nikolái, no preguntó nada durante el almuerzo; apenas comió y no dejó de moverse en la silla, haciendo caso omiso a su institutriz. Terminada la colación, corrió hacia Ana Mijáilovna, que estaba en el despacho de su padre, y se echó a su cuello.

—¡Tía querida! ¡Qué pasa!

—Nada, cariño.

—No, tía, no la dejaré. Sé que sabe algo.

—Eres muy cuca, mon enfant —dijo Ana Mijáilovna sacudiendo la cabeza.

—Hay carta de Nikolenka, ¿no? —Natacha leyó la respuesta en el semblante de Ana Mijáilovna.

—Pero sé prudente, por Dios. Sabes lo impresionable que es mamá.

—Seré prudente, tía, pero cuénteme o voy ahora mismo y se lo digo.

Ana Mijáilovna le resumió la carta, con la condición de que no dijese nada.

—Palabra de honor. —La niña se santiguó—. No diré nada a nadie. —Y corrió en busca de Sonia.

—¿Nikolenka… herido… carta! —dijo con solemnidad y alegría.

—¡Nikolái! —Sonia palideció.

Al ver la impresión que causaba a Sonia la noticia, Natacha comprendió por fin lo doloroso de aquella novedad.

Corrió hacia Sonia y la abrazó entre sollozos.

—Es una herida leve… y lo han ascendido a oficial. Ahora está bien; la carta es suya —gimoteó.

—Las mujeres sois unas lloronas —dijo Petia paseando por la estancia a zancadas—. Yo estoy muy contento de que mi hermano haya ascendido. ¡Sois unas lloronas y no comprendéis nada!

Natacha sonrió a través de las lágrimas.

—¿No has leído la carta? —preguntó Sonia.

—No, pero me dijo que todo ha pasado y ya es oficial.

—¡Gracias a Dios! —Sonia se persignó—. Pero quizá te ha engañado. Vayamos a ver a maman.

Petia seguía sus paseos.

—Si estuviera en lugar de Nikolenka, yo mataría aún más franceses — dijo—. ¡Son unos cerdos! Mataría tantos que haría una montaña.

—¡Cállate, Petia! Eres imbécil.

—Yo no soy imbécil, sino vosotras, que lloráis por bobadas.

—¿Te acuerdas de él? —preguntó Natacha tras un breve silencio.

Sonia sonrió.

—¿Si me acuerdo de Nikolenka?

—No, no es eso. ¿Lo recuerdas bien? —con un gesto quiso dar un sentido más serio a sus palabras—. Yo me acuerdo de Nikolenka, pero no recuerdo nada de Boris.

—¿Cómo? ¿No recuerdas a Boris? —se asombró Sonia.

—No es eso. Sé cómo es, pero no lo recuerdo como a Nikolenka… A él lo veo al cerrar los ojos. A Boris, no. —Cerró los ojos, como para confirmar lo que decía—. Nada.

—¡Oh, Natacha! —exclamó Sonia mirando con seriedad a su amiga como si no la creyese digna de escuchar lo que quería decir y como si lo dijese a alguien con quien no se pueda bromear—. Amo a tu hermano, y así será toda la vida, pase lo que pase entre nosotros.

Natacha miraba con asombro y curiosidad a Sonia. No dijo nada. Sentía que su amiga decía la verdad y que existía el amor del cual hablaba Sonia; pero ella aún no había sentido algo así. Creía que podía existir, pero no lo entendía.

—¿Le escribirás? —preguntó.

Sonia meditó. ¿Escribir a Nikolái? ¿Era preciso? Esas preguntas la atormentaban. Ahora que era oficial y un héroe herido en combate, ¿estaría bien escribirle como para recordarle sus promesas?

—No sé… Si él escribe, le responderé —se ruborizó.

—¿Y no te dará vergüenza escribirle?

Sonia sonrió.

—No.

—A mí me daría vergüenza escribir a Boris. No le escribiré.

—¿Por qué?

—No sé; creo que no está bien. Me sentiría incómoda y me daría apuro.

—Yo sé por qué se avergonzaría —dijo Petia, ofendido por la primera observación de Natacha—. Porque estuvo enamorada del gordo gafotas.

Petia llamaba así a su tocayo, el nuevo conde Bezúkhov.

—Ahora está enamorada del cantante —se refería al profesor italiano de canto—. Por eso se avergonzaría.

—Eres imbécil, Petia— dijo Natacha.

—No soy más que tú, hermanita —dijo Petia como si a sus nueve años fuese un viejo brigadier.

La condesa ya estaba preparada por las alusiones de Ana Mijáilovna durante el almuerzo. Al retirarse a descansar se sentó con los ojos llenos de lágrimas clavados en el retrato en miniatura de su hijo sobre la tabaquera. Ana Mijáilovna fue de puntillas con la carta en la mano hasta la puerta de su habitación y se detuvo.

—No entre ahora —dijo al conde, que la seguía—; luego —y cerró la puerta.

El conde pegó la oreja al ojo de la cerradura. Primero oyó un rumor confuso; después la voz de Ana Mijáilovna, que habló durante largo tiempo. Finalmente un grito, seguido por un silencio, y luego las dos voces que hablaban al mismo tiempo con alegría; más tarde oyó pasos y Ana Mijáilovna abrió la puerta. Su semblante era como el del cirujano que, tras completar una difícil amputación, invita con orgullo al público a que admire su arte.

—C’est fait —dijo al conde señalando a su esposa, que tenía en la mano la tabaquera con la miniatura de Nikolenka, la carta en la otra y besaba ambas por turnos.

Al ver al conde le tendió los brazos, le abrazó la cabeza y volvió a mirar la carta y el retrato, apartando ligeramente la cabeza del conde para poder besarlos de nuevo. Vera, Natacha, Sonia y Petia entraron y se leyó la carta.

Nikolái describía brevemente la campaña y las dos batallas en las que había participado; hablaba después de su ascenso y añadía que besaba las manos de sus padres y pedía su bendición; besaba a Vera, a Natacha y a Petia. Mandaba saludos al señor Scheling, a la señora Chosse y a la anciana niñera; finalmente pedía que besasen a la querida Sonia, a quien quería y recordaba. Al oír estas palabras, Sonia se encendió y se le saltaron las lágrimas; no pudo resistir las miradas y escapó al salón, dio unas vueltas hasta que el vestido se ahuecó como una campana, y se sentó en el suelo, roja y sonriente. La condesa lloraba entretanto.

—¿Por qué lloras, maman? —preguntó Vera—. Hay que alegrarse por lo que escribe Nikolenka, no llorar.

Era una observación justa; pero sus padres y Natacha la miraron con ojos de reproche. «¿A quién habrá salido?», pensó la condesa.

Releyeron la carta de Nikolái, y tuvieron que acercarse a la condesa cuantos fueron juzgados dignos de oírla. Acudieron los preceptores y las niñeras, Mitenka, varios conocidos. La condesa leía y releía la carta descubriendo cada vez nuevas virtudes de su Nikolenka. ¡Qué extraordinario le parecía que su hijo, que veinte años atrás agitaba sus miembros dentro de ella, aquel hijo, causa de sus litigios con el conde porque lo mimaba demasiado, aquel hijo que había aprendido a decir «pera» y luego «baba», estuviera tan lejos, en el extranjero, en un ambiente extraño, soldado valiente, solitario, sin protección ni guía, cumpliendo sus deberes de hombre! Toda la experiencia secular que enseña que desde la cuna los niños se hacen poco a poco hombres no importaba a la condesa. Su crecimiento era para ella en cada fase algo extraordinario, como si millones de hombres no se hubieran desarrollado igual. Veinte años atrás no habría creído que aquel ser que vivía en sus entrañas, bajo su corazón, pronto gritaría y mamaría de su pecho y hablaría; ahora le costaría convencerse de que fuese un hombre fuerte y valiente, el hijo y hombre modelo de la carta.

—¡Qué estilo! ¡Qué bien describe! —comentaba releyendo la parte descriptiva—. ¡Qué alma! No dice nada de él… ¡Nada! Habla de un tal Denisov y estoy segura de que él es el más valeroso de todos. No cuenta nada de sus sufrimientos. ¡Qué corazón! Lo veo, es el de siempre. Se acuerda de todos; no se ha olvidado de nadie. Siempre he dicho, cuando aún era así…

Durante más de una semana se escribieron borradores en la casa y se pasaron a limpio cartas para Nikolái. Bajo la vigilancia de la condesa y los cuidados de su marido se recogió todo lo necesario y el dinero para el uniforme del nuevo oficial. Con su espíritu práctico, Ana Mijáilovna había conseguido una recomendación para ella y su hijo también para la correspondencia. Podía enviar las cartas a las señas del gran duque Constantino Pávlovich, comandante de la Guardia. Los Rostov suponían que bastaba con escribir Guardia rusa en el extranjero. Si una carta llegaba al gran duque, comandante de la Guardia, por qué no llegaría al regimiento de Pavlogrado, que debía de estar cerca. Así pues, decidieron enviar cartas y dinero mediante el correo del gran duque, a Boris. Este se lo remitiría a Nikolái. Eran cartas del viejo conde y de la condesa, de Petia, de Vera, de Natacha y Sonia. Incluyeron 6.000 rublos para el equipo y otras cosas que el conde enviaba a su hijo.

CAPÍTULO VII

El 12 de noviembre, el ejército activo de Kutúzov estaba acampado antes de llegar a Olmütz y se preparaba para la revista de los emperadores, ruso y austríaco, que se llevaría a cabo al día siguiente. La Guardia, recién llegada de Rusia, vivaqueó a quince kilómetros de Olmütz. Al día siguiente llegó al campo de maniobras a las diez de la mañana, dispuesta para la revista.

Nikolái Rostov había recibido una nota de Boris contándole que el regimiento Izmailovski pernoctaría a quince kilómetros de Olmütz y que lo aguardaba para darle las cartas y el dinero. Rostov necesitaba el dinero ahora sobre todo tras la campaña, cuando las tropas estaban emplazadas cerca de Olmütz. Allí los cantineros y los judíos austríacos llenaban el campamento y ofrecían las cosas más tentadoras. Los oficiales del regimiento de Pavlogrado celebraban toda clase de fiestas por las condecoraciones y recompensas obtenidas en la campaña, así como viajes de placer a Olmütz, donde Carolina la Húngara había abierto un restaurante servido por mujeres. Rostov había celebrado su ascenso y le compró a Denisov su caballo. Estaba endeudado con sus compañeros y los cantineros. En cuanto recibió el aviso de Boris, fue a Olmütz con un amigo. Comió, se bebió una botella de vino y fue al campamento de la Guardia a ver a su amigo de la infancia. Rostov aún no había podido hacerse el uniforme; llevaba una vieja guerrera de cadete con la cruz de San Jorge, pantalón de montar andrajoso y un sable de oficial; montaba un caballo del Don comprado a un cosaco durante la campaña, y su chacó de húsar estaba echado hacia atrás. Mientras se acercaba al regimiento Izmailovski, pensaba en la sorpresa de Boris y sus compañeros de la Guardia al ver su aire marcial de hombre curtido en la batalla.

La campaña había sido para la Guardia un paseo, en el cual había presumido de sus uniformes y su disciplina. Las marchas eran cortas; los soldados habían dejado sus petates en los carromatos y las autoridades austríacas ofrecían a los oficiales suculentos ágapes en cada etapa. Los regimientos entraban y salían de las ciudades entre música, y la marcha, se hizo marcando el paso y con los oficiales en sus puestos por orden del gran duque. Boris hizo el recorrido y pernoctó con Berg, ahora jefe de compañía. Berg, siempre cumplidor y puntual, se había ganado la confianza de sus superiores en su nuevo cargo y había logrado arreglar sus problemas económicos. Boris había encontrado durante la marcha a muchas personas que podían serle útiles. Gracias a una carta de Pierre, conoció al príncipe Andréi Bolkonsky, de quien esperaba conseguir un nombramiento para el Estado Mayor del generalísimo. Berg y Boris, limpios y acicalados, estaban en su apartamento y descansaban de la última marcha jugando al ajedrez. Berg sostenía una pipa encendida entre las piernas. Boris alineaba con su precisión de siempre los peones, aguardando el movimiento de Berg; Boris miraba a su compañero, entregado al juego, pensando solo en lo que ocupaba su atención en el momento dado.

—A ver cómo se libra de esta —dijo.

—Procuraremos librarnos —repuso Berg tocando una pieza y dejándola.

Entonces se abrió la puerta.

—Vaya. ¡Por fin te encuentro! —gritó Rostov—. ¡Eh, Berg también! «Eh, petits enfants, allez coucher dormir!» —repitió las palabras de la vieja niñera de la que antaño se burlaba con Boris.

—¡Dios mío, cuánto has cambiado! —Boris se levantó para ir hacia Rostov sin olvidarse de sostener y recoger las piezas de ajedrez caídas.

Quiso abrazar a su amigo, pero Nikolái lo esquivó con el afán juvenil de evitar los tópicos y expresar sus sentimientos a su modo, sin imitar a los adultos, que a veces los fingen. Nikolái deseaba hacer algo nuevo como darle un pellizco o un empujón, pero no abrazarlo y besarlo como a todos. Boris abrazó y besó tres veces a Rostov.

Hacía seis meses que no se veían y se vieron muy cambiados, tal vez por la influencia nueva de los ambientes donde habían dado esos primeros pasos de la vida que tanto cambian a las personas. Los dos querían mostrar cuanto antes sus propias transformaciones.

—¡Sois unos petimetres! ¡Limpios y frescos, como si volvieseis de un paseo, no como nosotros, los infelices del ejército! —dijo Rostov con voz de barítono, nueva para Boris, y modales bruscos señalándose el pantalón embarrado.

La dueña de la casa, una alemana, apareció en la puerta atraída por las voces de Rostov.

—Guapa, ¿verdad? —preguntó guiñando un ojo.

—¿Por qué gritas tanto? La asustarás —dijo Boris—. No te esperaba hoy —añadió—; ayer le di unas líneas para ti a un ayudante del general Kutúzov, el príncipe Bolkonsky. No pensé que las recibirías tan pronto… Bueno, ¿cómo estás? ¿Has entrado en combate?

Rostov movió la cruz de San Jorge que tenía en el pecho, mostró el brazo en cabestrillo y sonrió a Berg sin hablar.

—Ya lo ves— dijo finalmente.

—Hola —sonrió Boris—. También nosotros hicimos una gran marcha. Sabrás que el zarévich siempre está en nuestro regimiento, así que contamos con todas las comodidades y ventajas. ¡Menudo recibimiento en Polonia! ¡Qué cenas y qué bailes! No se puede contar todo. Y el zarévich estuvo muy cariñoso con nuestros oficiales.

Empezaron a contarse: uno las juergas de los húsares y la vida de campaña, uno; el otro habló de los placeres y las ventajas del servicio con semejantes personajes, etcétera.

—¡Oh, la Guardia! —exclamó Rostov—. Di que nos traigan vino.

—Bien… Si quieres… —Boris torció el gesto.

Se acercó a la cama, sacó una bolsa de debajo de la almohada y pidió vino.

—Ah, debo darte el dinero y las cartas —añadió.

Rostov tomó las cartas, dejó el dinero sobre el diván y comenzó a leer. Leyó unas líneas y miró a Berg con ira; sus miradas se encontraron y Rostov ocultó su rostro tras la carta.

—Han enviado bastante —Berg miró la bolsa tirada sobre el diván—. Nosotros, conde, vivimos de nuestra paga. Por lo que respecta a mí le diré…

—Querido Berg —le cortó Rostov—, cuando reciba carta de su casa y se vea con un amigo íntimo con quien quiera charlar… Si yo estuviese allí, me iría para no molestar. Hágame caso, váyase donde quiera, a cualquier sitio… ¡al diablo! —gritó; acto seguido lo agarró por el hombro, lo miró cariñosamente para suavizar sus palabras y añadió—: Perdóneme; le hablo como lo siento, como a un viejo conocido.

—¡Por favor, conde! Lo comprendo —repuso Berg levantándose.

—Los dueños de la casa lo han invitado —añadió Boris.

Berg se puso una chaqueta impecable; se arregló delante del espejo las patillas al estilo del zar Alejandro y, convencido por la mirada de Rostov de que su chaqueta producía efecto, salió con una sonrisa.

—¡Qué bruto soy! —exclamó Rostov, leyendo.

—¿Por qué?

—Soy un desconsiderado por no haber escrito antes y pegarles ese susto de pronto. —Rostov enrojeció—. Llama a Gavrilo y que traiga un poco de vino.

Entre las cartas había una para el príncipe Bagration. Era una recomendación conseguida a través de ciertas amistades por la condesa siguiendo los consejos de Ana Mijáilovna; la mandaba a su hijo para que recurriese a ella.

—¡Vaya bobada! No me hace falta —Rostov arrojó la carta bajo la mesa.

—¿Por qué la tiras? —preguntó Boris.

—Una carta de recomendación. ¡Al diablo!

—¿Por qué? —dijo Boris recogiéndola y leyendo el destinatario—. Esta carta te viene de perlas.

—No necesito nada ni quiero ser ayudante de nadie.

—¿Por qué? —preguntó Boris.

—Es un oficio de lacayo.

—Veo que sigues siendo el mismo soñador. —Boris meneó la cabeza.

—Y tú el diplomático de siempre. Pero no es eso… Bueno, ¿y tú? —preguntó Rostov.

—Ya ves. Hasta ahora todo bien, pero me gustaría ser ayudante y no permanecer en filas.

—¿Por qué?

—Porque desde que entramos en la carrera militar hay que procurar como sea que resulte brillante.

—¡Bueno! —dijo Rostov pensando en otra cosa.

Miraba a su amigo como si buscase la respuesta a una pregunta.

El viejo Gavrilo trajo vino.

—¿No será mejor llamar a Alphonse Karlovich? —insinuó Boris—. Beberá contigo. Yo no bebo.

—Ve a buscarlo. ¿Qué opinas de ese alemán? —Rostov sonrió con desdén.

—Es un buen hombre, decente y agradable —repuso Boris.

Rostov miró fijamente a su compañero y suspiró. Volvió Berg y la conversación de los tres se animó enseguida ante la botella. Los oficiales de la Guardia contaban a Rostov sus marchas, las fiestas ofrecidas en Rusia, Polonia y el extranjero. Contaron anécdotas de su jefe, el gran duque, sobre su bondad y sus arranques de ira. Berg guardaba silencio si la conversación no se refería a él, pero sobre el mal carácter del gran duque contó cómo en Galitzia había podido hablar con él, cuando el gran duque recorría los regimientos y se enfadaba por lo irregular de los movimientos. Berg contó sonriendo cómo el gran duque se había acercado a él gritando «¡Arnaute!», su expresión favorita cuando estaba airado, pidiendo que se presentase el jefe de la compañía.

—¿Lo creerá, conde? No tenía miedo porque sabía que tenía razón. Le aseguro sin jactancia que sé de memoria las órdenes del día y los reglamentos como el padrenuestro. Por eso, en mi compañía no había irregularidades, tenía tranquila la conciencia—. Berg se levantó para mostrar cómo se había presentado al gran duque con la mano en la visera; era difícil encontrar otro semblante más respetuoso y satisfecho de sí mismo—. Se puso a gritar y amenazarme con todo lo imaginable y a insultarme. Las palabras «arnaúte», «diablos» y «a Siberia» sonaron varias veces —sonrió Berg—. Pero no dije nada porque sabía que yo tenía razón. ¿Qué le parece, conde? «¿Estás mudo?», gritó. Y yo, callado. ¿Y qué cree? Al día siguiente, en el orden del día, no figuraba nada de lo sucedido. Eso significa no perder la cabeza —Berg terminó y encendió su pipa entre volutas de humo.

—Sí, eso está bien —sonrió Rostov.

Boris notó que Rostov tenía intención de burlarse de Berg y cambió de tema. Preguntó por la herida de Rostov, dónde y como había sucedido. Le gustaba contarlo y se puso a hablar, cada vez más animado, de lo ocurrido en Schöngraben, como cuentan sus experiencias los protagonistas de una batalla; esto es, como quisiera que hubiese pasado o como han oído contarlo a otros, de la forma más atractiva, aunque adornado. Rostov era un joven sincero y jamás habría mentido a conciencia. Empezó con intención de contar las cosas como habían sucedido; pero, sin percatarse, empezó a mentir inevitable e involuntariamente. Si hubiese dicho la verdad a quienes habían oído muchos relatos de batallas y tenían una idea de cómo era un ataque, no le habrían creído o, peor aún, habrían pensado que Rostov era culpable de que no le ocurriese lo que siempre sucede a quienes hablan de cargas de caballería. No podía contar que todos habían ido al trote, que había caído del caballo y se había dislocado la muñeca; tampoco que había huido a la carrera de los franceses hasta un bosque. Contar la verdad es difícil y pocos jóvenes son capaces de hacerlo. Además, para narrar todo como había ocurrido habría requerido un auténtico esfuerzo sobre sí mismo. Sus compañeros esperaban que Rostov les contase cómo, poseído por el frenesí, se había lanzado como un torbellino golpeando a diestro y siniestro con el sable, cómo partía en dos a los enemigos hasta caer rendido. Y Rostov contó todo eso. Cuando decía en lo mejor de la narración: «No imaginas qué extraña furia se siente durante el ataque», entró el príncipe Andréi Bolkonsky, a quien esperaba Boris. El príncipe Andréi, que gustaba ejercer de protector de los jóvenes y se sentía halagado cuando alguno acudía a él, albergaba una buena disposición hacia Boris, que la víspera había sabido hacerse simpático, y deseaba ayudarlo. Llevaba unos documentos de Kutúzov para el gran duque esperando encontrar solo a Boris.

Cuando vio a aquel húsar que contaba aventuras militares, un tipo de personas que no soportaba, sonrió a Boris, arrugó la frente y entornó los ojos para mirar a Rostov. Tras un breve saludo, se sentó en el diván con aire cansado y apático. Le disgustaba estar con una compañía tan desagradable. Rostov lo adivinó y se ruborizó; no le importaba aquel extraño, pero le pareció que también Boris se avergonzaba de él. Pese al gesto burlón y antipático del príncipe Andréi, y pese al desdén general de Rostov hacia todos los ayudantes de baja graduación del Estado Mayor, entre los que figuraba el recién llegado, se turbó y quedó callado. Boris preguntó por el Estado Mayor y, si no era indiscreción, por los planes futuros.

—Probablemente seguiremos adelante —repuso Bolkonsky, que no deseaba hablar delante de extraños, según parecía.

Berg aprovechó para preguntar con cortesía si darían, como se rumoreaba, doble ración de forraje a los jefes de compañía. El príncipe Andréi dijo con una sonrisa que él no podía opinar sobre una cuestión de Estado. Berg rio ante aquello.

—De lo suyo hablaremos luego —dijo después Bolkonsky a Boris, y miró a Rostov—. Venga a buscarme después de la revista y haré cuanto sea posible.

Tras mirar la estancia, se volvió a Rostov, sin dignarse reparar en su infantil e invencible vergüenza que iba tornándose en ira.

—Creo que hablaba de la batalla de Schöngraben. ¿Estuvo allí?

—Sí, estuve —contestó Rostov con voz irritada, como para ofender al edecán.

Bolkonsky notó el estado de ánimo del húsar y le divirtió. Sonrió con menosprecio.

—Sí, se cuentan muchas historias sobre esa batalla.

—¡Sí, historias! —Rostov miró con ojos coléricos a Bolkonsky y a Boris—. Sí, muchas historias, pero la de quienes estuvimos allí tiene cierta importancia, más que la de los jovenzuelos del Estado Mayor, que reciben recompensas sin hacer nada.

—¿A los que supone que pertenezco yo? —El príncipe Andréi sonrió con amable tranquilidad.

El alma de Rostov sintió ira y respeto hacia la serenidad de aquel hombre.

—No hablo de usted —dijo—. No lo conozco y tampoco deseo conocerlo, he de confesar. Hablo en general de los del Estado Mayor.

—Pues yo puedo decirle lo siguiente —el príncipe Andréi lo interrumpió con la serena autoridad de su tono de voz—. Quiere ofenderme, y reconozco que es fácil lograrlo, si no tiene suficiente respeto por usted mismo; pero reconozca que ni el lugar ni el momento son adecuados. En unos días todos estaremos en un duelo más serio; además, Drubetskoi, que dice ser un viejo amigo suyo, no tiene la culpa de que mi fisonomía tenga la desgracia de no agradarle. Por lo demás —se levantó—, sabe mi nombre y dónde puede encontrarme; pero no olvide que yo no me considero ofendido ni creo que usted lo haya sido tampoco —añadió—. Mi consejo de hombre mayor que usted es que deje así las cosas. Drubetskoi, lo espero el viernes, después de la revista. Adiós —el príncipe Andréi saludó a todos y salió.

Cuando el príncipe Bolkonsky ya se marchó, Rostov supo qué debía haber contestado y se irritó más por no haberlo hecho. Ordenó que le trajesen el caballo y se fue tras despedirse con sequedad de Boris. «¿Debo ir mañana al Cuartel General y provocar a este presumido edecán, o es mejor dejarlo?» La pregunta lo atormentó durante el camino. A veces pensaba con rabia en el placer de ver el miedo de aquel hombrecillo débil y orgulloso ante su pistola; otras veces, sentía con estupor que, de todos los hombres que había conocido, solo deseaba tener como amigo a aquel edecán que tanto detestaba.

CAPÍTULO VIII

El día después de la visita de Rostov a Boris, se llevó a cabo la revista de las tropas austríacas y rusas, algunas recién llegadas desde Rusia y otras que habían tomado parte en la campaña con Kutúzov. Los emperadores de Rusia con el zarévich y el de Austria con el archiduque, pasaban revista al ejército aliado de ochenta mil hombres.

Las tropas comenzaron a concentrarse desde el alba en el campo situado delante de la fortaleza. Llevaban uniforme de gala. Miles de pies y bayonetas, con sus banderas desplegadas, se detenían a la voz de los oficiales, giraban, formaban, guardaban las distancias y daban paso a otros grupos de infantería uniformada con colores diferentes; otras veces el protagonista era el trote rítmico de la caballería, con sus uniformes azules, rojos y verdes, precedida de músicos de vestimenta recamada, sobre potros negros, alazanes y bayos; más allá, entre el estruendo de cañones limpios y relucientes, que temblaban sobre los afustes, venía la artillería, detrás de la infantería y la caballería, a ocupar los puestos asignados. No eran solo los generales con sus uniformes de gala, ceñidas las cinturas gruesas o delgadas, el rostro congestionado por el cuello del uniforme, sus bandas y condecoraciones; no eran solo los oficiales acicalados, sino cada soldado, con el rostro fresco, limpio y recién rasurado, el correaje brillante, los caballos almohazados, la piel la seda y las crines cepilladas; todos creían que sucedía algo muy importante y solemne. Cada general y cada soldado sentían su insignificancia, comprendían que eran solo un grano de arena y también su potencia como parte de aquel conjunto.

Al amanecer habían emprendido el movimiento y los preparativos, y a las diez todo estaba listo y en orden. La formación ocupaba un vasto espacio; el ejército se extendía en tres cuerpos: delante, la caballería; luego, la artillería, y finalmente, la infantería.

Entre cada arma quedaba una calle. Se distinguían las tres partes del ejército: las tropas veteranas de Kutúzov, los regimientos de línea y de la Guardia procedentes de Rusia, y el ejército austríaco. Pero todos formaban bajo el mismo mando y en el mismo orden.

«¡Ya llegan!», un murmullo inquieto como el viento sobre las hojas atravesó la muchedumbre. Se oyeron voces y la agitación de los últimos preparativos sacudió a toda la tropa.

De Olmütz había salido un gran grupo que avanzaba hacia la tropa. Aunque el día era tranquilo, en ese momento un leve soplo barrió el ejército agitando los gallardetes y las banderas. El ejército parecía expresar así su alegría ante la llegada de los emperadores. Sonó la voz de «¡Firmes!». Se repitió como el quiquiriquí al alba y todo quedó quieto.

En aquel silencio solo se oían los cascos de los caballos del séquito imperial que se acercaban al flanco; las trompetas del primer regimiento de caballería tocaron generala. Parecía que el propio ejército emitiese esos sones, contento por la presencia del rey. Se oyó claramente la voz juvenil y afable del emperador Alejandro. Saludó a las tropas y le contestó el primer regimiento con un «¡hurra!» estruendoso, prolongado y jubiloso que asustó a los mismos hombres por la fuerza y el número de la multitud que ellos constituían.

Rostov estaba en las primeras filas de las tropas de Kutúzov, a las que primero se acercó el emperador. Como los demás, se había olvidado de sí mismo y tenía la orgullosa conciencia de poder y un entusiasmo por aquel que era la causa de aquella solemnidad.

Sentía que una sola palabra de ese hombre y toda la masa, él con ella como una mota, se tiraría al fuego, al agua, al crimen, a la muerte, o al mayor heroísmo; por eso no podía evitar el estremecimiento y la emoción ante la palabra que se aproximaba.

«¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!», sonaba por doquier; un regimiento tras otro recibía al emperador al toque de generala y después venía el «¡hurra!», cada vez mayor, hasta producirse un griterío ensordecedor.

Cada regimiento, inmóvil y silencioso, parecía un cuerpo sin vida antes de acercarse el emperador; pero apenas llegaba, la tropa renacía y sumaba su clamor a los rugidos de los demás ante cuyas líneas había pasado ya. Rodeados por el estruendo de voces, entre la tropa como petrificada, avanzaban ordenada y libremente, cien jinetes del séquito; delante de ellos, los emperadores. Aquella masa humana concentraba en ellos la atención apasionada y contenida.

El bello y joven emperador Alejandro, con uniforme de la Guardia montada y el tricornio ladeado, atraía las miradas con su rostro simpático y su voz amable y canora.

Rostov estaba junto a las trompetas. Sus ojos penetrantes reconocieron de lejos al emperador y lo siguieron mientras se acercaba. Cuando estuvo a veinte pasos y Nikolái pudo distinguir bien su rostro hermoso, juvenil y feliz, experimentó un sentimiento tierno y entusiasta nuevo en él. Cada rasgo y movimiento del emperador le parecían admirables.

Alejandro se detuvo ante el regimiento de Pavlogrado, dijo algo en francés al emperador de Austria y sonrió.

Nikolái sonrió involuntariamente y sintió una nueva oleada de amor hacia su rey. Habría deseado demostrarlo, pero sabía que era imposible y a punto estuvo de llorar. Alejandro llamó al comandante del regimiento y le dijo algo.

«Dios mío, ¿qué pasaría si el emperador se dirigiera a mí? —pensó Rostov—. Moriría de felicidad.»

El zar se volvió a los oficiales.

—Señores —cada palabra sonó para Rostov como música celestial—, les doy las gracias de todo corazón.

¡Qué feliz se habría sentido Rostov de morir en aquellos momentos por su zar!

—¡Habéis merecido las banderas de San Jorge y seréis dignos de ellas! «¡Morir por él, solo morir por él!», pensaba Rostov.

El zar añadió algo que Rostov no oyó y los soldados gritaron «¡Hurra!». También Rostov gritó inclinándose sobre su silla. Deseaba que ese grito le doliese para mostrar su entusiasmo.

El emperador permaneció unos segundos frente al regimiento de Pavlogrado, como indeciso.

«¿Cómo puede vacilar el emperador?», se preguntó Rostov. Luego esa indecisión le pareció majestuosa y encantadora, como todo lo que hacía el rey.

La vacilación de Alejandro duró un segundo. Su bota puntiaguda a la moda rozó el ijar de su yegua baya inglesa; su mano, enguantada de blanco, tiró de las riendas y avanzó acompañado por sus ayudantes. Se alejó para detenerse ante otros regimientos, y Rostov distinguió finalmente solo su penacho blanco descollando sobre el séquito que rodeaba a los emperadores.

Rostov distinguió en el séquito a Bolkonsky, que montaba con indolencia y desenvoltura. Rostov recordó la disputa de la víspera y se preguntó si debería provocarlo. «Claro que no —pensó—; ¿vale la pena pensar o hablar de eso ahora? ¿Qué pueden significar nuestras cosas al lado del amor, el entusiasmo y el sacrificio? Ahora quiero y perdono a todos.»

Cuando el emperador pasó revista a casi todos los regimientos, las fuerzas desfilaron ante los monarcas en columna de honor. Rostov, en su caballo recién comprado a Denisov, cerró la marcha de su escuadrón, solo y a la vista del zar.

Antes de acercarse al zar, Rostov espoleó su montura como buen jinete y le hizo tomar el trote que alcanzaba Beduino cuando estaba nervioso, la boca espumeante inclinada hacia el pecho, la cola arqueada y sin apenas tocar el suelo, como si fuese a volar, Beduino pasó levantando con gracia y alternativamente los cascos como si también notase la presencia del zar.

Rostov, con las piernas hacia atrás, metido el estómago, como fundido con el caballo, desfiló ante el zar con semblante grave, pero beatífico, a lo diablo, según Denisov.

—¡Bien por los húsares de Pavlogrado! —exclamó el monarca.

«¡Dios mío, qué feliz sería si me ordenase tirarme ahora mismo al fuego!», pensó Rostov.

Terminada la revista, los oficiales recién llegados de Rusia y los de Kutúzov se agruparon y se pusieron a hablar sobre las condecoraciones, los austríacos y sus uniformes, el frente de batalla, Bonaparte y los apuros que pasaría ahora, sobre todo cuando llegase el cuerpo de Essen y si Prusia se aliaba con los rusos.

Pero se hablaba sobre todo del zar Alejandro, se repetían sus gestos y palabras; todos mostraban el mismo entusiasmo por él.

Solo deseaban marchar cuanto antes contra el enemigo. Era imposible no vencer, fuera cual fuese el contrario, a las órdenes del zar; eso pensaban tras la revista Rostov y la mayoría de los oficiales.

Terminada la revista, todos estaban más seguros de vencer de lo que habrían podido tras dos batallas victoriosas.

CAPÍTULO IX

Boris, con su mejor uniforme y acompañado de los buenos deseos de su compañero Berg, fue al día siguiente a Olmütz a ver a Bolkonsky para aprovechar su buena disposición y colocarse lo mejor posible. Quería ser edecán de algún gran personaje. Aquello le parecía lo más digno en el ejército. «Para Rostov, a quien su padre envía miles de rublos, está muy bien que no quiera humillarse ante nadie y que no quiera ser lacayo; pero yo, que solo tengo mi cabeza, debo hacer carrera y no perder la ocasión.»

No encontró al príncipe Andréi en Olmütz. Pero el aspecto de la ciudad —donde estaba el Cuartel General, el cuerpo diplomático y ambos monarcas con sus séquitos, cortesanos y familiares— aumentó su deseo de entrar en aquellas esferas superiores.

No conocía a nadie. Pese a su elegante uniforme de oficial de la Guardia, todas las personas que desfilaban con sus coches, plumajes, bandas y condecoraciones, cortesanos y militares, parecían por encima de él, un pobre oficial de la Guardia, y no querían ni podían notar su existencia. En el cuartel general de Kutúzov, adonde fue en busca de Bolkonsky, todos los edecanes, y hasta los asistentes, lo miraron como diciendo que había muchos oficiales como él allí y que todos eran igualmente inoportunos. Aun así, o tal vez por ello, al día siguiente por la tarde, el 15, regresó a Olmütz y preguntó por Bolkonsky en la casa ocupada por Kutúzov. El príncipe Andréi estaba allí y Boris fue conducido a una gran sala donde seguramente se había bailado antaño; ahora había cinco camas y muebles desparejados: una mesa, sillas y un clavicordio. Cerca de la puerta, sentado ante la mesa, un edecán con un batín persa escribía. Otro, colorado y gordo, Nesvítski, estaba en una de las camas con las manos bajo la cabeza, riendo con el oficial sentado junto a él. El tercero tocaba un vals vienés en el clavicordio. Un cuarto, acodado sobre el instrumento, canturreaba. Ninguno cambió de postura al ver a Boris. El que escribía, a quien se dirigió Boris, se volvió con gesto hosco y le dijo que Bolkonsky estaba de servicio, que si necesitaba verlo, fuese por la puerta de la izquierda, a la sala de recepción. Boris le dio las gracias y fue. Había allí una docena de oficiales y generales.

Al entrar Boris, el príncipe Andréi tenía entornados los ojos con expresión de cansada cortesía que dice: «No hablaría con usted si no estuviese obligado». Escuchaba a un viejo general ruso muy condecorado que estirado, con el rostro enrojecido y una expresión obsequiosa, informaba al príncipe Andréi.

—Muy bien… Aguarde —dijo al general en ruso, pero con la pronunciación francesa que empleaba cuando quería mostrar desdén; al notar la presencia de Boris, dejó de atender al general, que le rogaba que lo escuchase, y lo saludó.

Boris comprendió claramente entonces lo que presentía desde el principio: que, además de la subordinación y la disciplina de los reglamentos, enseñada en el regimiento y conocida por él, había en el ejército otra subordinación más esencial: la que obligaba al general, de rostro enrojecido, a aguardar respetuosamente mientras un capitán, el príncipe Andréi, charlaba con el subteniente Drubetskoi. Boris se hizo el firme propósito de obedecer esa subordinación no escrita ni fijada en los reglamentos. Intuyó que de ser recomendado al príncipe Andréi lo hacía superior a ese general que, en el frente, habría podido machacar a un subteniente de la Guardia.

El príncipe Bolkonsky se acercó a Boris y le estrechó la mano.

—Lástima que no me encontrase ayer. Tuve que pasar el día con los alemanes; fui con Weyrother a supervisar la orden de operaciones, y cuando los alemanes se ponen meticulosos, no terminan.

Boris sonrió como si comprendiese, pero hasta entonces no había oído hablar de Weyrother ni de aquella orden.

—¿Así pues quiere ser edecán? He pensado en usted este tiempo.

—Sí, yo había pensado —Boris se sonrojó— solicitar el puesto de ayudante del general en jefe; él ha recibido una carta del príncipe Kuraguin hablándole de mí; lo querría —añadió como excusándose—, porque creo que la Guardia no combate.

—Bien, hablaremos de todo —dijo el príncipe Andréi—. Permítame anunciar a este señor y estoy con usted.

Mientras el príncipe Andréi cumplía su tarea: anunciar al general de rostro colorado, él, que no compartía las ideas de Boris sobre las ventajas de la subordinación no escrita, miró de tal modo al osado subteniente que había interrumpido su charla con el príncipe Andréi que Boris se sintió cohibido. Se alejó y aguardó con impaciencia a que el príncipe Andréi saliese del despacho del general en jefe.

—Verá —dijo Bolkonsky cuando entraron en el salón del clavicordio—. Es inútil que acuda al general en jefe; será amable, lo invitará a cenar —«no estaría mal desde el punto de vista de esta subordinación», pensó Boris—; pero ahí quedará. Dentro de poco seremos un batallón entero de edecanes y oficiales de órdenes. Haremos esto: tengo un buen amigo, el general ayudante príncipe Dolgorukov, un gran hombre; aunque tal vez usted lo ignore, ni Kutúzov con todo su Estado Mayor ni ninguno de nosotros somos nada; todo se concentra en las manos del zar. Iremos a ver a Dolgorukov; yo también debo hablar con él. Ya le he hablado de usted; veremos si podemos colocarlo con él o en otro sitio, más cerca del sol.

El príncipe Andréi se animaba mucho cuando podía orientar y dirigir a un joven a triunfar socialmente. Con el pretexto de esa ayuda para otro que él jamás habría aceptado para él, se acercaba a aquel medio social que proporcionaba el éxito y que lo atraía. Se ocupaba con gusto de Boris y juntos fueron a busca al príncipe Dolgorukov.

Atardecía cuando llegaron al palacio de Olmütz, residencia de los emperadores y sus séquitos.

Ese día se había reunido en pleno el Consejo Superior de Guerra con los dos monarcas. En ese Consejo, contra la opinión de todos los viejos, Kutúzov y el príncipe Schwarzenberg, se había decidido iniciar ya la ofensiva y presentar batalla general a Bonaparte. Había terminado el Consejo cuando el príncipe Andréi y Boris llegaron al palacio para hablar con Dolgorukov. Todos en el Cuartel General aún estaban bajo la influencia del Consejo, favorable a los jóvenes. Las voces de los que aconsejaban esperar habían sido acalladas con tal unanimidad y sus objeciones rechazadas con argumentos tan irrefutables sobre las ventajas de una acción inmediata que era como si el asunto —la futura batalla y la victoria indudable— fuese cosa del pasado. Los aliados contaban con todas las ventajas. Fuerzas enormes, seguramente superiores a las de Napoleón, concentradas en un punto. Las tropas se sentían animadas por la presencia de los soberanos y deseaban luchar. El lugar estratégico donde debía librarse la batalla era perfectamente conocido por el general austríaco Weyrother, que dirigía los ejércitos, y una feliz coincidencia había hecho que las fuerzas austríacas hicieran el año anterior sus maniobras en el lugar escogido para presentar batalla a los franceses; la región estaba detallada en los mapas y Bonaparte, muy debilitado, no emprendía acción alguna.

Dolgorukov, uno de los partidarios de la ofensiva, acababa de volver agotado, pero animado y orgulloso por el éxito. El príncipe Andréi presentó a su protegido y Dolgorukov le dio un apretón de manos fuerte y cortés sin decir nada; sin duda era incapaz de contenerse y callar las ideas que ocupaban su mente.

—¡Qué batalla hemos tenido! —dijo en francés al príncipe Andréi—. Ojalá que la siguiente sea igual de victoriosa. Sin embargo —añadió—, confieso mi culpa ante los austríacos y especialmente ante Weyrother. ¡Qué exactitud, qué precisión, qué conocimiento del terreno! ¡Qué forma de prever todo, hasta los detalles más nimios! Desde luego, amigo, ni a propósito podríamos inventar nada más ventajoso que nuestra propia situación. Tenemos la exactitud germana unida al valor ruso, ¿qué más podemos pedir?

—¿Está definitivamente decidida la ofensiva? —preguntó Bolkonsky.

—¿Sabe? Me parece que Bonaparte ha perdido su sabiduría. Acaba de llegarle una carta suya al zar. —Dolgorukov sonrió con picardía.

—¡Vaya! ¿Qué dice? —preguntó el príncipe Andréi.

—¿Qué puedo decir? Que si esto, que si aquello, que si lo de más allá; todo para ganar tiempo. Lo tenemos bajo la bota. Pero lo mejor —rio Dolgorukov— es que nadie sabía a quién responder. Poner cónsul no era adecuado y mucho menos emperador; yo creo que se debería dirigir al general Bonaparte.

—Creo que entre no reconocerlo como emperador y tratarlo de general Bonaparte hay una diferencia —dijo Bolkonsky.

—Eso es —cortó riendo Dolgorukov—. Usted conoce a Bilibin, ¿no? Es un hombre brillante. Propuso que dirigiéramos la respuesta «al usurpador y enemigo de la humanidad».

Dolgorukov rio.

—¿Nada menos? —observó Bolkonsky.

—Bilibin, sin embargo, ha dado con una fórmula seria. Es un hombre ingenioso e inteligente.

—¿Cuál es?

—Au chef du gouvernement français —dijo el príncipe Dolgorukov—. ¿A que está bien?

—Sí; pero a él no le gustará —replicó Bolkonsky.

—Por supuesto. Mi hermano lo conoce, ha comido varias veces con él en París, antes de que fuese emperador; según él, jamás vio diplomático más sagaz y astuto; imagine, la habilidad francesa con el histrionismo italiano. ¿Conoce sus anécdotas con el conde Markov? Solo él sabía tratarlo. ¿Conoce la historia del pañuelo? Es buenísima.

Dolgorukov se volvió a Boris y al príncipe Andréi alternativamente y contó cómo Bonaparte, para probar al embajador ruso, conde Markov, dejó caer el pañuelo delante de él y lo miró aguardando a que el conde lo recogiese. Pero Markov dejó caer el suyo junto al del Emperador, lo recogió y dejó así el de Bonaparte.

—¡Precioso! —dijo Bolkonsky—. Pero he venido a pedir un favor para este joven. Es que…

El príncipe Andréi no pudo terminar porque un edecán entró para llamar a Dolgorukov de parte del zar.

—¡Oh, qué fastidio! —Dolgorukov se levantó raudo y estrechó las manos de Bolkonsky y Boris—. Haré con gusto cuanto dependa de mí por usted y este simpático joven, ya lo sabe. —Estrechó otra vez la mano de Boris con expresión cordial, bondadosa, sincera, pero superficial—. Pero ya ve… ¡Hasta la próxima!

Boris estaba emocionado de verse tan cerca del poder supremo. Se veía en contacto con los resortes que dirigían los movimientos de las masas de la que él, en su regimiento, era un simple engranaje. Salieron detrás del príncipe Dolgorukov y se toparon con un hombre bajito que acababa de salir de la misma estancia donde Dolgorukov entraba. El hombre iba vestido de paisano, tenía aire inteligente y su mandíbula saliente, lejos de dar a su rostro un aspecto desagradable, lo dotaba de una rara vivacidad y una expresión astuta. Saludó a Dolgorukov como a alguien de la casa y, con mirada fija y fría, avanzó hacia el príncipe Andréi. Esperaba sin duda que él lo saludase o le cediese el paso. Pero Bolkonsky no hizo nada de eso; en el semblante del desconocido se dibujó la rabia y siguió adelante tras desviarse.

—¿Quién es? —preguntó Boris.

—Uno de los hombres más notables y más antipáticos en mi opinión. Es el ministro de Asuntos Exteriores, príncipe Adam Chartorizhky. Hombres como él deciden la suerte de los pueblos —Bolkonsky suspiró cuando salían de palacio.

Al día siguiente las tropas se pusieron en marcha y, antes de la batalla de Austerlitz, Boris no pudo ver al príncipe Andréi ni a Dolgorukov, y continuó en el regimiento Izmailovski.

CAPÍTULO X

Al amanecer del día 16 de noviembre, el escuadrón de Denisov, el de Nikolái Rostov, que estaba agregado al destacamento del príncipe Bagration, levantó el campo para ir a la línea de fuego. Tras avanzar un kilómetro, tras otras columnas, recibió la orden de detenerse en la carretera general. Rostov vio desfilar a los cosacos, al primero y segundo escuadrones de húsares, y varios batallones de infantería con artillería; pasaron a caballo los generales Bagration y Dolgorukov con sus ayudantes. Todo el miedo que ante el combate, los esfuerzos para superarlo y sus sueños de cómo se distinguiría en la acción fueron vanos, como en la anterior ocasión. Su escuadrón quedó en la reserva y la jornada fue triste y tediosa. A las nueve de la mañana oyó descargas lejanas de fusiles y «¡hurras!» de los soldados; vio heridos, pocos, que eran evacuados; finalmente, entre una centuria de cosacos, un destacamento de caballería francesa. La acción, poco importante, pero coronada por el éxito, había terminado. Los soldados y oficiales mencionaban una victoria brillante, la conquista de la ciudad de Wischau y la captura de un escuadrón francés. Tras la helada nocturna la mañana estuvo despejada; la luz otoñal coincidía con la noticia de la victoria, confirmada por el relato de quienes habían participado y también por la feliz expresión de los soldados y los oficiales, de los generales y edecanes que pasaban por delante de Rostov. El dolor de Nikolái era más intenso por todo el miedo previo a la batalla que había experimentado y por haber pasado inactivo aquella jornada.

—Ven, Rostov. Beberemos para ahogar las penas —le gritó Denisov, sentado al borde del camino con la cantimplora y unos bocadillos.

Los oficiales rodearon a Denisov, comiendo y charlando.

—Mirad, ahí traen a otro —señaló un oficial a un dragón francés, al que conducían a pie dos cosacos.

Uno de ellos llevaba de las riendas un magnífico caballo francés del prisionero.

—¡Véndeme el caballo! —gritó Denisov al cosaco.

—Con mucho gusto, excelencia.

Los oficiales se levantaron y rodearon al cosaco y al dragón, un joven alsaciano que hablaba francés con acento alemán. Parecía ahogado por la emoción; su rostro estaba encarnado y al oír hablar en francés explicó a los oficiales que no lo habrían capturado, que no era culpa suya que lo apresaran, sino del cabo que lo había enviado a buscar unos arreos, aunque él mismo le había dicho que los rusos estaban allí. Añadía siempre: «Pero que no hagan daño a mi caballito», mientras lo acariciaba. Sin duda no comprendía su situación. A veces se excusaba de haber sido apresado; otras, se creía ante sus superiores y se jactaba de su diligencia en el cumplimiento del deber. Llevaba a la retaguardia rusa la atmósfera del ejército francés, tan extraña para las tropas rusas.

Los cosacos vendieron el caballo por dos luises. Rostov, que tenía dinero, lo adquirió.

—¡Pero que no se haga daño a mi caballo! —dijo el alsaciano a Rostov cuando el animal pasó a manos del húsar.

Rostov tranquilizó al dragón con una sonrisa y le entregó dinero—. Allez, allez —dijo el cosaco tocando el brazo del prisionero para hacerlo andar.

—¡El zar! ¡El zar! —se oyó entre los húsares.

Todos corrieron; Rostov vio que se acercaban jinetes con penacho blanco en el sombrero. En un santiamén todos aguardaban en sus puestos.

Rostov corrió a su puesto y montó casi sin saber lo que hacía. La pena por no haber participado en la batalla, el malhumor por estar siempre con la misma gente, todo pensamiento sobre él mismo se había desvanecido. Ahora era feliz por la cercanía del zar; solo eso lo recompensaba de la jornada perdida; se sentía como un amante que ha conseguido la cita deseada. En filas, sin volver los ojos, su entusiasmo le hacía sentir la cercanía del zar no por el ruido de cascos, sino porque todo se le hacía más claro, alegre, grande y solemne; era como si llegase el sol alumbrando con su luz serena y espléndida en la cual se sentía ya envuelto. Oiría su voz acariciante, serena, grandiosa y sencilla. Se hizo un silencio, como Rostov presentía que ocurriría, y sonó la voz del zar:

—¿Los húsares de Pavlogrado? —preguntó.

—¡La reserva, señor! —respondió una voz humana tras la voz sobrehumana que había preguntado antes.

El zar se detuvo al llegar a la altura de Rostov.

El rostro de Alejandro era aún más hermoso que tres días antes, durante la revista. Brillaba de alegría y juventud inocente que recordaba la fuerza de un muchacho de catorce años, sin dejar de ser el augusto rostro de un emperador. Paseó la mirada por el escuadrón y sus ojos se detuvieron por casualidad en los de Rostov, dos segundos como mucho. ¿Supo el zar cuál era el ánimo del joven húsar? Rostov creyó que sí. En todo caso, los ojos azules y de agradable luz se detuvieron en el rostro de Rostov. Después elevó las cejas, espoleó al caballo con el pie izquierdo y siguió al galope.

El zarévich no pudo soslayar el deseo de ver el combate; pese a las advertencias de los cortesanos, a mediodía abandonó la tercera columna y galopó hacia la vanguardia. Antes de acercarse a los húsares, algunos edecanes le habían traído la noticia sobre el éxito de la acción.

La batalla, limitada a la captura de un escuadrón francés, se presentó como una gran victoria sobre el enemigo; así, el zar y el ejército creyeron, sobre todo antes de que se disipara el humo de la batalla, que los franceses habían sido derrotados y retrocedían contra su voluntad. Minutos después del paso del zar avanzó a la unidad de húsares de Pavlogrado. Rostov vio de nuevo al zar en Wischau, una pequeña ciudad alemana. En la plaza, donde poco antes de llegar el monarca tuvo lugar un tiroteo intenso, yacían varios muertos y heridos que no habían podido ser aún retirados. El zar, rodeado de su séquito militar y civil, montaba un alazán distinto del que montaba durante la revista militar. Ligeramente inclinado, llevando con gracia el monóculo de oro a sus ojos, miraba a un soldado caído de bruces, sin chacó y con la cabeza ensangrentada. El soldado estaba tan sucio y repugnante que a Rostov le ofendió que estuviese tan cerca del zar. Vio que los hombros de este temblaban como si tiritase y su pie izquierdo espoleó al caballo, que estaba bien adiestrado y no se movía.

Un edecán se apeó, se acercó al herido y lo colocó en una camilla sosteniéndolo por debajo de los brazos. El soldado gimió.

—Despacio, despacio… ¿No puede hacerlo más suavemente? —preguntó el zar, que parecía sufrir más que el soldado; luego se alejó.

Rostov notó que los ojos del Emperador estaban húmedos y le oyó decir a Chartorizhky mientras se alejaba:

—Quelle terrible chose que la guerre!

Las fuerzas de vanguardia estaban desplegadas delante de Wischau, a la vista de las avanzadas enemigas, que habían cedido terreno a cualquier escaramuza durante todo el día. Les hicieron llegar el agradecimiento del zar, prometieron medallas y los soldados recibieron doble ración de vodka. Las fogatas del vivac brillaron más que las de la noche anterior y las canciones de los soldados sonaron más alegres. Esa noche Denisov festejaba su ascenso a comandante. Rostov, ya bastante bebido al final del festín, propuso un brindis a la salud del zar; pero «no de Su Majestad el emperador, como se dice en los banquetes oficiales —dijo—, sino a la salud del soberano bueno, encantador y grande. Bebamos a su salud y por la victoria sobre los franceses».

—Si ya hemos peleado antes —continuó—, si no hemos cedido como en Schöngraben, ¿qué pasará ahora que él va al frente? ¡Todos moriremos por él! ¿Verdad, señores? Tal vez no me exprese bien, he bebido, pero así lo siento, y vosotros también. ¡A la salud de Alejandro Primero! ¡Hurra!

—¡Hurra! —repitieron con entusiasmo los oficiales.

El viejo Kirsten, jefe del escuadrón, gritó con igual entusiasmo y sinceridad que aquel joven oficial de veinte años.

Cuando los oficiales hubieron bebido y roto los vasos, Kirsten llenó otros y se acercó a las fogatas de los soldados con otro vaso, con una postura majestuosa, la mano en alto, se detuvo ante una fogata, con sus largos bigotes grises y la camisa abierta, que dejaba ver su pecho blanco a la luz del fuego.

—¡Chicos! ¡A la salud de Su Majestad el emperador! ¡Por la victoria sobre el enemigo! ¡Hurra! —gritó el viejo húsar con su voz de barítono, no tan joven, pero vibrante pese a los años.

Los húsares lo rodearon y respondieron con gran ruido.

Esa noche, cuando todos se hubieron separado, Denisov golpeó con la mano la espalda de su favorito, Rostov.

—En campaña no hay de quién enamorarse y tú te enamoras del zar —dijo.

—No bromees con eso, Denisov —exclamó Rostov—. Es un sentimiento tan sublime, tan hermoso, tan…

—Te creo, amigo. También yo lo siento y lo apruebo…

—¡No, no comprendes!

Rostov se levantó y fue de una fogata a otra, soñando con morir, no para salvar la vida del zar, pues no osaba soñarlo, sino para morir ante sus ojos. Estaba enamorado del zar, de la gloria de las armas rusas y de la esperanza en un triunfo. No era el único que lo experimentaba los días previos a la batalla de Austerlitz. Las nueve décimas partes del ejército ruso estaban como él, aunque con no tanto entusiasmo. Estaban enamoradas de su zar y de la gloria de las armas rusas.

CAPÍTULO XI

Al día siguiente el zar se detuvo en Wischau. Villiers, el médico, fue llamado varias veces. En el Cuartel General y entre las fuerzas más próximas corrió la noticia de que el zar se hallaba indispuesto. Los más allegados a él aseguraban que no había comido y había dormido mal aquella noche. La indisposición se debía a la impresión que le produjo en su sensible espíritu la vista de los heridos y muertos.

Al amanecer del día 17 llevaron a Wischau a un oficial francés que se había acercado a las avanzadas amparado por una bandera blanca pidiendo ser recibido en audiencia por el zar de Rusia. Era Savary. El zar acababa de dormirse y Savary tuvo que aguardar. A mediodía fue llevado ante el monarca y una hora después regresaba a las avanzadas francesas con el príncipe Dolgorukov.

Se decía que Savary había venido para proponer al zar una entrevista con Bonaparte, y que había sido denegada, para alegría y orgullo de todo el ejército. En lugar del zar, se enviaba a Dolgorukov, el vencedor de Wischau, para negociar con Napoleón, si es que estas negociaciones respondían a un verdadero deseo de paz en contra de lo esperado.

Dolgorukov volvió por la tarde y pasó directamente a ver al zar, con quien permaneció a solas largo rato.

El 18 y 19 de noviembre las tropas rusas avanzaron dos etapas más y, tras pequeñas escaramuzas, las vanguardias enemigas retrocedieron. Al mediodía del 19 se produjo en las altas esferas del ejército una gran agitación que duró hasta la mañana del día 20, fecha de la famosa batalla de Austerlitz.

Hasta el mediodía del 19, el movimiento y las conversaciones, las idas y venidas, y el envío de edecanes se habían limitado al Cuartel General de los emperadores; pero a partir de entonces la agitación pasó al Cuartel General de Kutúzov y a los estados mayores de los jefes de columna. Al anochecer, la conmoción se contagió a todas las unidades, y la noche del 19 al 20 los ochenta mil hombres del ejército aliado abandonaron sus campamentos y emprendieron entre voces la marcha extendiéndose ondulante como una tela de noventa kilómetros.

El movimiento, que había empezado esa mañana en el Cuartel General de los Emperadores y había impulsado a nuevas oleadas, era como el primer movimiento de la rueda central de un reloj de torre. Se mueve una rueda, después la segunda y la tercera y finalmente lo hacen todas cada vez más rápido, como los pesos, los engranajes y los ejes; suenan los carillones, las figuras se desplazan y las agujas indican el resultado. Como el mecanismo de un reloj, la máquina militar, ya iniciado el movimiento, no se puede parar hasta el final; antes de que les llegue el turno, las piezas no puestas en marcha quedan quietas. Traquetean las ruedas en sus ejes y se traban los piñones; los pesos chirrían y giran, pero la rueda vecina no se mueve; se diría que puede seguir así cientos de años; pero, si una palanca la acciona, la rueda se pone en marcha y se incorpora a una acción común cuyos fines y resultados ignora. Como en el reloj, cuyo complejo movimiento de innumerables ruedas y ejes solo produce el deslizamiento imperceptible y regular de la saeta del tiempo, el resultado de todos los complejos movimientos humanos de aquellos ciento sesenta mil rusos y franceses —con sus pasiones, deseos, contriciones, deshonras, angustias, arrebatos de orgullo, miedo y entusiasmo— fue la pérdida de la batalla de Austerlitz, llamada la batalla de los tres emperadores; esto es, un lento movimiento de la aguja de la historia universal sobre la esfera de la historia de la humanidad.

El príncipe Andréi estaba de servicio y no se había apartado del general en jefe.

Poco después de las cinco de la tarde llegó Kutúzov al Cuartel General de los emperadores; tras una audiencia con el zar, vio al gran mariscal de la corte, el conde Tolstoi.

Bolkonsky aprovechó para acercarse a Dolgorukov y obtener noticias de la situación. El príncipe Andréi notaba que Kutúzov estaba enojado y decepcionado y de que en el Cuartel General no estaban contentos con él; veía que quienes estaban próximos al zar le hablaban con el tono de quien saben algo que todos ignoran; por eso quería hablar con Dolgorukov.

—Hola, mon cher —dijo Dolgorukov, que tomaba el té con Bilibin—. La fiesta es para mañana. ¿Y su viejo? ¿Está de enfadado?

—No es eso, pero creo que le gustaría que lo escuchen.

—Ya lo hicieron en el Consejo de Guerra y volverán a hacerlo cuando hable con sensatez. Pero no se puede dar largas y esperar no sabemos qué, cuando lo que más teme Bonaparte es una batalla general.

—Usted lo ha visto, dígame, ¿cómo es Bonaparte? ¿Qué impresión le ha causado? —preguntó el príncipe Andréi.

—Lo he visto y creo que lo que más teme es una batalla general —comentó Dolgorukov, que daba mucha importancia a esa conclusión suya tras su entrevista con Bonaparte—. Si no tuviese miedo, ¿para qué pide esa entrevista con el zar, iniciar negociaciones y, sobre todo, para qué esa retirada tan contraria a su forma de batallar? Créame, tiene miedo a una batalla general. Ha llegado su hora, se lo aseguro.

—Pero dígame, ¿cómo es? —preguntó de nuevo el príncipe Andréi.

—Es un hombre de levita gris que se muere por ser llamado «majestad» y a quien, para gran disgusto suyo, no di ningún título mientras hablábamos. Así es ni más ni menos —sonrió mirando a Bilibin—. Pese a mi profunda estima por el viejo Kutúzov —prosiguió—, erraríamos si esperásemos dándole la oportunidad de retirarse o de engañamos ahora que está seguro en nuestras manos. No olvidemos a Suvorov y su regla: nunca ponerse en la situación de atacado, sino atacar. En la guerra, la energía de los jóvenes es a menudo mejor guía que toda la experiencia de los viejos lentos.

—¿Y en qué posición atacaremos a los franceses? He ido a las avanzadas y es imposible saber dónde está el grueso de sus tropas —dijo el príncipe Andréi.

Quería exponer ante Dolgorukov el plan de ataque concebido por él.

—¡Bah! Eso no es importante —repuso Dolgorukov levantándose y extendiendo un mapa sobre la mesa—. Todo está previsto; si está cerca de Brünn…

El príncipe Dolgorukov, con palabras rápidas y confusas, explicó el movimiento del flanco de Weyrother.

Bolkonsky hizo varias objeciones y expuso su plan, que podía ser tan bueno como el de Weyrother, aunque tuviese el defecto de que el plan del primero ya estaba aprobado. En cuanto el príncipe Andréi expuso los inconvenientes del plan de Weyrother y las ventajas del suyo, el príncipe Dolgorukov dejó de atender y lo miró distraído.

—Hoy se reunirá el Consejo de Guerra en el cuartel de Kutúzov; puede exponer allí sus ideas —dijo.

—Lo haré —contestó Bolkonsky apartándose del mapa.

—¿Qué les preocupa, señores? —terció Bilibin, que había seguido con una sonrisa la conversación y se disponía a bromear, según parecía—. La gloria del ejército ruso está asegurada tanto si mañana nos depara una victoria o una derrota. Salvo su Kutúzov, no hay un solo ruso entre los jefes de columna. Los comandantes son: Herr General Wimpien, el conde de Langeron, el príncipe de Liechtenstein, el príncipe de Hohenlohe, y finalmente Prsch… Prsch… y demás, como todos los nombres polacos.

—Calle, lengua viperina —dijo Dolgorukov—. Eso es falso porque hay dos rusos: Miloradovich y Dojturov, y habría un tercero, el conde Arakchéyev, pero tiene problemas nerviosos.

—Creo que Mijaíl Ilariónovich ya ha salido —dijo el príncipe Andréi—. Les deseo éxito y fortuna, señores. —Y salió tras estrechar las manos de Dolgorukov y Bilibin.

Durante el trayecto de vuelta, el príncipe Andréi no pudo contenerse y preguntó a Kutúzov, que estaba sentado a su lado sin hablar, qué pensaba sobre la inminente batalla.

Kutúzov miró con dureza a su edecán y, tras un silencio, respondió:

—Creo que la perderemos; así se lo dije al conde Tolstoi y le he rogado que se lo comunique al zar. ¿Sabes lo que me ha contestado? «Querido general, yo me preocupo del arroz con costillas, preocúpese usted los asuntos de la guerra.» Eso ha respondido.

CAPÍTULO XII

Weyrother llegó a las diez de la noche con sus planos al cuartel de Kutúzov, donde debía reunirse el Consejo de Guerra. Estaban todos los jefes de columna menos el príncipe Bagration, que se negó a acudir.

Weyrother, el gran organizador de la futura batalla, contrastaba por su animación e impaciencia con Kutúzov, mustio y aletargado, que debía ser presidente y director del Consejo de Guerra velis nolis. Sin duda Weyrother se sentía al frente de un movimiento imparable. Era como un buey uncido a un carro que va pendiente abajo. ¿Tiraba o era empujado? Lo ignoraba, pero avanzaba embalado, sin tiempo de pensar adonde llegaría. Weyrother había ido dos veces aquella tarde a inspeccionar las avanzadas enemigas y se había entrevistado con los emperadores ruso y austríaco para intercambiar impresiones; luego fue a su despacho para dictar en alemán la orden de operaciones. Ahora llegaba exhausto al cuartel de Kutúzov.

Estaba tan preocupado que olvidaba el respeto debido al general en jefe. Lo interrumpía y hablaba atropelladamente sin mirar a su interlocutor ni responder a las preguntas que le formulaban. Embarrado, tenía un aspecto deplorable: sucio, nervioso, agotado y, al mismo tiempo, creído y altanero.

Kutúzov ocupaba un castillito cerca de Ostralitz. En el gran salón, ahora despacho del general en jefe, estaban Kutúzov, Weyrother y los miembros del Consejo de Guerra. Bebían té y aguardaban a Bagration para empezar. Un oficial de órdenes del príncipe Bagration apareció a las ocho con la noticia de que el general no podría ir. El príncipe Andréi se lo comunicó a Kutúzov y permaneció en el salón haciendo uso del permiso que le había dado el general en jefe.

—Como el príncipe Bagration no viene, podemos empezar —dijo Weyrother levantándose de su sitio y acercándose a la mesa sobre la cual yacía un gran mapa de los alrededores de Brünn.

Kutúzov, cuyo cuello sobresalía de la guerrera, se quedó sentado con las manos gruesas y ajadas simétricamente colocadas sobre los brazos de la butaca; parecía dormido. Al oír la voz de Weyrother abrió su único ojo.

—Sí, por favor; es tarde —e hizo un gesto con la cabeza, la bajó y entornó de nuevo los párpados.

Los miembros del Consejo pensaron al principio que Kutúzov fingía dormir, pero los resoplidos que dedicó a la lectura de los documentos pusieron de manifiesto que para el general en jefe era en ese momento algo mucho más importante que el deseo de mostrar su desdén por el plan de batalla o cualquier otra cosa. Debía satisfacer la ineludible necesidad humana de dormir y se había dormido. Weyrother, con gesto de alguien demasiado ocupado para perder tiempo, miró a Kutúzov y, convencido de que dormía, comenzó a leer, en voz alta y monótona, la orden de operaciones sin dejar ni el encabezamiento: «Orden de batalla para atacar las posiciones enemigas detrás de Kobelnitz y Sokolnitz, el 20 de noviembre de 1805».

El texto, escrito en alemán, era harto farragoso y rezaba: «Considerando que el enemigo tiene su flanco izquierdo en montañas boscosas y extiende el derecho a lo largo de Kobelnitz y Sokolnitz, detrás de las marismas de esa región, y nuestra ala izquierda rebasa la suya, podemos atacar esta ala enemiga, sobre todo si ocupamos antes las aldeas de Sokolnitz y Kobelnitz. Esto nos permitirá atacar al enemigo por el flanco y perseguirlo hasta la llanura entre Schlapanitz y el bosque de Thürass. Evitaremos así el desfiladero entre Schlapanitz y Bielovitz, que está cubierto por el frente enemigo. Para lograrlo, es necesario… La primera columna marcha…, la segunda columna marcha…, la tercera columna…, etc.», leyó Weyrother. Los generales escuchaban con apatía el complicado plan.

El general Buxhöwden, alto y rubio, estaba de pie, la espalda apoyada en la pared, los ojos fijos en las velas encendidas, y parecía no escuchar; era como si no quisiese que los demás supusiesen que escuchaba. Frente a Weyrother, con la mirada fija en él, Miloradovich, con sus mejillas sonrosadas, su bigote puntiagudo y los hombros levantados, mantenía una postura marcial, los codos apoyados en las rodillas. No hablaba, contemplaba a Weyrother, y solo apartaba los ojos cuando el jefe del Estado Mayor austríaco hacía una pausa. Entonces Miloradovich miraba con aire significativo hacia los demás generales. Pero lo que transmitía no permitía comprender si aprobaba o no lo leído ni si estaba satisfecho. El más cercano a Weyrother era el conde Langeron; con una sonrisita que no se borró de su rostro de francés del sur hasta acabar la lectura, observaba sus dedos finos, que hacían girar una tabaquera de oro con un retrato. Paró durante uno de los períodos más largos, alzó la cabeza y, con una evidente cortesía, interrumpió a Weyrother e intentó decir algo con sus finos labios. Pero el general austríaco frunció el ceño sin dejar de leer y movió los codos como diciendo: «Después podrá exponer sus ideas; ahora mire el mapa y atienda». Perplejo, Langeron miró a Miloradovich como pidiendo explicaciones, pero al ver aquella expresión significativa que nada decía, bajó tristemente la mirada y continuó girando su tabaquera.

—Una lección de geografía —dijo como hablando para el cuello de su camisa, pero lo bastante alto para que lo oyesen.

Prebyzhevsky, respetuoso y digno en su cortesía, tenía la mano pegada a la oreja en dirección a Weyrother, como quien presta toda su atención. Dojturov, que era bajito, estaba sentado frente a Weyrother, con aspecto atento y modesto; inclinado sobre el mapa, estudiaba el despliegue del ejército y aquella región ignota para él. Varias veces rogó a Weyrother que repitiese lo que no había entendido bien y los difíciles nombres de las aldeas. Weyrother lo hizo y Dojturov tomó nota.

Terminada la lectura, que duró más de una hora, Langeron dejó quieta su tabaquera y, sin mirar a Weyrother ni a nadie concreto, dijo que era difícil llevar a cabo ese plan de operaciones que creía conocer la posición del enemigo, cuando lo cierto era que esa posición podía ser distinta, pues el enemigo se movía sin cesar. Las observaciones de Langeron eran acertadas, pero sin duda quería hacer ver al general Weyrother, que había leído el plan con la suficiencia de un maestro frente a un grupo de escolares, que no tenía enfrente a tontos, sino a hombres que también podían darle a él lecciones militares. Cuando la voz monótona de Weyrother cesó, Kutúzov abrió los ojos, como el molinero que despierta al cortarse el rumor soporífero de las muelas del molino. Escuchó unos segundos las observaciones de Langeron y pareció decir: «siguen con estas memeces»; cerró nuevamente los ojos y bajó más la cabeza.

Langeron trataba de herir a Weyrother en su amor propio como autor del plan de ataque mostrando que Bonaparte podía atacar, en lugar de ser atacado, haciendo así inútil todo aquello. A esas objeciones, Weyrother contestaba con una firme sonrisa desdeñosa, preparada de antemano para cualquier objeción.

—Si pudiera atacarnos, lo habría hecho hoy —replicó.

—¿Entonces cree que no tiene fuerzas? —preguntó Langeron.

—Dispone de cuarenta mil hombres como mucho —dijo Weyrother con la sonrisa del médico a una curandera que pretende indicar un remedio.

—Entonces busca la derrota al aguardar nuestro ataque —Langeron sonrió con ironía mirando de nuevo a Miloradovich en busca de apoyo, pues él era el más próximo.

Pero Miloradovich pensaba en todo menos en la discusión de ambos generales.

—Ma foi —dijo—, lo veremos mañana en el campo de batalla.

La sonrisa irónica de Weyrother significaba que le parecía absurdo que los generales rusos le contradijesen y que tuviese que demostrar algo que no solo él sino ambos emperadores creían plenamente.

—El enemigo ha apagado los fuegos y se oye un rumor en su campo —dijo—. ¿Qué quiere decir eso? O bien se marcha, y eso es lo único que debemos temer, o bien cambia de posición —sonrió—. Aunque ocupase posiciones en Thürass, solo nos evitaría muchos trabajos, y los planes de ataque no cambiarían en nada.

—¿Cómo…? —preguntó el príncipe Andréi, que esperaba hacía tiempo la ocasión para exponer sus dudas.

Kutúzov despertó, tosió y miró a los generales.

—Señores, el plan de operaciones para mañana, mejor dicho, para hoy porque son más de las doce, no se puede alterar —dijo—. Lo han escuchado y todos cumpliremos nuestro deber. Y antes de la batalla lo más importante… —calló unos instantes— es dormir bien.

Kutúzov hizo ademán de levantarse; los generales saludaron y se retiraron. Pasaba la medianoche. El príncipe Andréi salió.

El Consejo donde el príncipe Andréi no pudo exponer su parecer, como quería, le dejó una confusa e inquietante impresión. ¿Quién tenía razón? ¿Dolgorukov y Weyrother, o Kutúzov, Langeron y quienes no aprobaban el plan? Lo ignoraba. «¿No habría podido Kutúzov exponer sus ideas al zar? ¿No podía hacerse todo de otro modo? ¿Se pueden arriesgar miles de vidas, la mía entre ellas, solo por simples consideraciones cortesanas y personales?», pensaba el príncipe Andréi.

«A lo mejor me matan mañana.» Entonces, ante la idea de la muerte, su imaginación evocó los recuerdos más íntimos y lejanos. Recordaba el adiós de su padre y su esposa, los primeros tiempos de su amor y el embarazo de su mujer. Sintió lástima de ella y de sí mismo; emocionado hasta la última fibra, salió de la isba donde estaba Nesvítski y se puso a pasear delante de ella.

A través de la bruma nocturna se filtraba la misteriosa luz de la luna. «Sí, mañana —pensaba—; a lo mejor mañana todo habrá terminado para mí; ya no existirán esos recuerdos, ni tendrán sentido; mañana tal vez, y estoy seguro de ello, lo presiento, deberé mostrar por primera vez lo que soy capaz de hacer.» Imaginaba la batalla, la derrota, una lucha encarnizada en un punto, las dudas y la confusión de los jefes. Era el momento feliz, el Toulon que aguardaba hacía tanto y se le ofrecía finalmente. Expone resuelta y claramente sus ideas a Kutúzov, a Weyrother, a los emperadores. Todos se asombran de ellas sin que ninguno se comprometa a realizarlas. Entonces él toma el mando de un regimiento o una división, pone como condición que nadie se inmiscuya, guía a sus hombres y él solo logra la victoria. «¿Y la muerte y los padecimientos?», dice otra voz. Pero él no contesta y prosigue sus triunfos. El plan de la siguiente batalla es obra suya. Oficialmente, sigue agregado a Kutúzov, pero ahora lo hace todo él solo. Gana la siguiente batalla; Kutúzov es destituido y lo nombran a él, a Bolkonsky… «¿Y después? —repite la otra voz—. Si antes no caes herido diez veces o muerto, si todo eso no es un engaño… ¿qué harás después?» «Después… —responde el príncipe Andréi—, no sé, ni quiero, ni puedo saberlo, pero deseo la gloria, quiero ser conocido y famoso. ¿Soy culpable de no querer otra cosa, de vivir solo para eso? ¡Sí, para eso! Jamás lo confesaré, pero, ¿qué voy a hacer si solo amo la gloria y el amor de los hombres? ¡La muerte, las heridas o perder a mi familia no me asustan! Pese al cariño que siento por muchas personas —mi padre, mi hermana, mi esposa— que son a quienes más quiero, por terrible y contrario a la naturaleza que parezca, entregaría a todos sin dudarlo por un instante de gloria, de triunfo, por el amor de unos hombres a quienes no conozco ni conoceré jamás, por el amor de esos hombres», se decía escuchando las voces que se oían en el patio de Kutúzov. Eran los asistentes mientras hacían los equipajes; la voz de un cochero se mofaba del viejo cocinero de Kutúzov, Tito, a quien el príncipe Andréi conocía:

—¡Tito! ¡Tito! —gritaba.

—¿Qué? —respondía el otro.

—Tito, Tito, vete a trillar —decía el bromista.

—¡Y tú al diablo! —gruñía el viejo, entre las risas de los demás.

«Pese a todo, solo quiero el triunfo sobre ellos; valoro solo esa fuerza misteriosa y esa gloria que me sobrevuela entre la niebla.»

CAPÍTULO XIII

La misma noche, Rostov estuvo con su pelotón en las avanzadas de flanco, delante del destacamento de Bagration. Sus húsares estaban en parejas y él recorría esa línea, tratando de vencer el sueño. Detrás se extendía un gran espacio cubierto por las fogatas del ejército ruso, que ardían entre la bruma, delante de la negrura nocturna. Aunque Rostov tratase de distinguir algo en la lejanía, no veía nada. A veces creía divisar, en los lugares que debía ocupar el enemigo, una claridad gris, un bulto o la luz de las fogatas; a veces sospechaba que todo era una ilusión óptica. Se le caían los párpados y en su mente se sucedían las figuras del zar y Denisov o los recuerdos de Moscú; los abría y veía cerca la cabeza y las orejas del caballo que montaba, o las negras siluetas de los húsares a seis pasos y, detrás, la negrura y la niebla de antes. «Por qué no? —pensaba—. A lo mejor el zar me ve y me da una orden, como a cualquier otro oficial, y me dice: “Ve a enterarte de lo que pasa allí” Se cuentan casos en que conoce por casualidad a un oficial y lo pone a su servicio. ¡Si a mí me sucediese! ¡Cómo lo protegería y le diría la verdad, cómo denunciaría a quienes lo engañan!» Para representarse más su lealtad y devoción al zar, Rostov imaginaba un enemigo o un alemán traidor a quien mataría con gusto tras abofetearlo ante el zar. De pronto lo despertó un grito lejano. Se estremeció y abrió los ojos.

«¿Dónde estoy? ¡Sí, en las avanzadas! El santo y seña “timón, Olmütz”. Lástima que nuestro escuadrón esté mañana de reserva… —pensó—. Pediré que me envíen a la línea de fuego. Quizá sea la única oportunidad de ver al zar. Falta poco para el relevo. Otra ronda y en cuanto vuelva se lo pediré al general.» Se irguió en la silla y espoleó al caballo para inspeccionar a sus húsares una vez más. Le pareció que clareaba. A la izquierda distinguió una suave pendiente débilmente iluminada; enfrente, una loma oscura que parecía escarpada como un muro. Sobre la loma vio una mancha blanca que le pareció inexplicable. ¿Era un claro del bosque iluminado por la luna, nieve o unas casas blancas? Se le antojó que algo se movía allí. «Debe de ser nieve —pensó—; una mancha, une tache. O tal vez no sea une tache… Natacha, mi hermana, ojos negros… Na… tacha ¡Cuánto te asombrará saber que he visto al zar!. Na… tacha…»

—A la derecha, excelencia, aquí hay unos arbustos —exclamó el húsar ante el cual pasaba Rostov adormecido.

Rostov levantó la cabeza, inclinada hasta la crin del animal, y se detuvo junto al húsar. Un sueño casi infantil lo vencía. «¿En qué pensaba? No debo olvidar… ¿Cómo hablaré al zar? No, eso no. Mañana. Sí, sí, Natacha… Nos van a atacar. ¿A quién? A los húsares. Los húsares… los bigotes. Ese húsar de bigote enorme que pasaba por la calle Tverskaya… Pensaba en él al verlo ante la casa de Guriev… El viejo Guriev… ¡Oh, qué buen muchacho es Denisov…! Pero esto son nimiedades. Lo importante es que ahora el zar está aquí. ¡Cómo me miró! Quiso decir algo, pero no se atrevió… No, fui yo quien no se atrevió. Sí, son nimiedades. Lo importante es no olvidar lo que pensaba. Sí…, está bien.» Y se le caía la cabeza hacia el cuello del caballo. Entonces le pareció que le disparaban.

—¿Qué? ¿Qué ocurre…? ¿Quién dispara? —exclamó—. ¡Al ataque!

Apenas abrió los ojos oyó delante, donde estaba el enemigo, gritos de miles de voces. Su caballo y el del húsar que iba con él irguieron las orejas. Donde se oían los gritos apareció y desapareció una luz, le siguió otra en toda la loma; en las líneas francesas aparecían aquellas luces mientras aumentaban los gritos. Rostov oía palabras en francés, pero no las entendía. Eran demasiadas voces. Solo se oían gritos y ruidos inarticulados, como ¡Aaaah…! ¡Rrrr!

—¿Qué es eso? ¿Qué crees…? —preguntó Rostov al húsar—. ¿Crees que es en campo enemigo?

El húsar no respondió.

—¿Es que no lo oyes? —insistió Rostov aguardando una respuesta.

—Quién sabe, excelencia —repuso con desgana el húsar.

—Por la posición debe ser el enemigo —repitió Rostov.

—Puede ser —dijo el húsar—. Y puede que no. ¡Pasan tantas cosas de noche! ¡Eh! ¡Quieto! —gritó a su caballo, que se inquietaba.

El caballo de Rostov también estaba inquieto, golpeaba el suelo helado con la pata, atento a los gritos y las luces. El griterío aumentó hasta un clamor general que solo podía provenir de un ejército de miles de hombres. Las luces se multiplicaban por todas partes a lo largo de la línea del campamento francés. Rostov ya no tenía sueño. Los gritos alegres y triunfantes del enemigo lo excitaban: «Vive l’Empereur, l’Empereur!», oyó claramente.

—No deben de estar lejos; seguramente en la otra orilla del arroyo —dijo al húsar.

Este no respondió. Enfadado, solo suspiró y tosió. En la línea de los húsares se escucharon los cascos de caballos. Surgió entonces entre las sombras nocturnas, como si un elefante, la figura de un suboficial de húsares.

—¡Excelencia, los generales! —gritó acercándose a Rostov.

Rostov se aproximó con el suboficial a grupo de sombras que caminaban a lo largo de la línea sin quitar ojo a las luces y gritos del enemigo. El príncipe Bagration en un caballo blanco, el príncipe Dolgorukov y sus ayudantes acudían a observar el extraño fenómeno de las luces y gritos en el campo enemigo. Rostov se acercó a Bagration, le informó y se unió a los ayudantes, atento a lo que decían los generales.

—Es solo una estratagema, créame —decía Dolgorukov a Bagration—. Se retira y ha ordenado a la retaguardia encender esas luces y gritar como añagaza.

—Lo dudo —comentó Bagration—. Esta tarde los vi en esa loma. Si se retirasen también habrían tenido que marcharse de ahí. Señor oficial —se volvió a Rostov—, ¿quedan puestos avanzados?

—Esta tarde estaban allí, pero ahora no lo sé, excelencia. Si lo ordena, iré a verlo con mis húsares —repuso Rostov.

Bagration se detuvo, tratando de ver el rostro de Rostov a través de la bruma.

—Da acuerdo, vaya.

—A sus órdenes.

Rostov espoleó al caballo, llamó al suboficial Fedchenko, a dos húsares más, les ordenó que lo siguieran, y bajó al trote hacia los ruidos. Rostov sentía miedo y alegría de verse avanzando solo con los tres húsares hacia la lejanía neblinosa llena de misterio y peligro, donde nadie había estado antes que él. Bagration le gritó que no cruzase el arroyo, pero Rostov fingió no oír y continuó, equivocándose a cada paso; confundía arbustos con árboles; quebradas con hombres y se explicaba sin cesar sus errores. Al llegar al final de la pendiente no vio más las fogatas de los rusos ni las del enemigo, aunque oía con más claridad los gritos franceses. En la hondonada creyó ver como un río, pero al acercarse comprobó que era un camino. Al llegar, se detuvo indeciso. ¿Debía seguirlo o era mejor cruzarlo y continuar por los campos oscuros hasta la loma opuesta? Seguir el camino, que destacaba en la niebla, era menos peligroso porque podía descubrir a quien viniese por él.

—Seguidme —dijo cruzándolo y galopó hacia la loma, hacia donde al atardecer había visto un piquete enemigo.

—¡Excelencia, están ahí! —dijo uno de los húsares detrás de él.

Rostov no había tenido tiempo de ver un bulto negro entre la bruma cuando brilló un fogonazo, sonó el disparo y el silbido de la bala rasgó el aire como un lamento para perderse después en la negrura. Un segundo chispazo sin disparo. Rostov giró en redondo y retrocedió al galope. Se oyeron cuatro disparos más a intervalos y tonalidades diversas; las balas silbaron entre la bruma. Rostov tiró de las riendas y siguió al paso. «¡Más, más!», repetía una voz alegre en su mente. Pero no hubo más disparos.

Al acercarse a Bagration, Rostov lanzó de nuevo el caballo al galope y se aproximó al general, la mano en la visera.

Dolgorukov insistía en que los franceses habían retrocedido y las luces eran para engañar a los rusos.

—¿Qué prueba todo eso? —decía cuando Rostov se acercó—. Pueden haberse retirado dejando unos piquetes.

—Sin duda no se han ido todos aún. Mañana lo sabremos —contestó Bagration.

—Excelencia, el piquete sigue en la cima de la loma, como ayer —informó Rostov, inclinado hacia delante, la mano en la visera, incapaz de reprimir su sonrisa por la carrera y por el silbido de las balas.

—Está bien. Gracias, señor oficial —dijo Bagration.

—Excelencia… permítame pedir algo.

—¿De qué se trata?

—Mañana, nuestro escuadrón está destinado a la reserva; permítame unirme al primer escuadrón.

—¿Cómo se llama usted?

—Conde Rostov.

—Bien… Quédese conmigo, como oficial de órdenes.

—¿Es usted hijo de Iliá Andréievich? — preguntó Dolgorukov.

Rostov no contestó.

—Entonces, ¿puedo confiar, excelencia?

—Daré las órdenes adecuadas.

«Es probable que mañana me envíen con alguna orden al zar —pensó Rostov—, ¡alabado sea Dios!»

Los gritos y las luces del campo enemigo se debían a que mientras en las filas se leía la proclama de Napoleón, él recorría personalmente a caballo el campamento. Los soldados, al ver a su emperador, encendían antorchas de paja y corrían tras él al grito de «Vive l’Empereur!». La proclama de Napoleón rezaba:

«¡Soldados! Ante vosotros tenéis al ejército ruso, que quiere vengar al ejército austríaco de Ulm. Son los mismos batallones que vencisteis en Hollbrün y a los que habéis perseguido hasta aquí. Nuestras posiciones son magníficas; mientras ellos avancen para rebasarme por la derecha, dejarán su flanco descubierto. ¡Soldados! Yo mismo dirigiré vuestros batallones. Estaré alejado del fuego si vosotros, con vuestro valor de siempre, sembráis el desorden y la confusión en las filas enemigas. Pero si la victoria es incierta, aunque sea un momento, veréis a vuestro emperador exponerse a los primeros disparos del enemigo, pues no puede haber vacilación en la victoria, sobre todo hoy, cuando el honor de la infantería francesa, tan necesario al honor de nuestra nación, está en juego.

»¡No rompan las filas con la excusa de retirar a los heridos! Cada uno debe retener la idea de que debemos vencer a esos mercenarios de Inglaterra, movidos por el odio a nuestra nación. Esta victoria será el fin de la campaña y podremos regresar a nuestros cuarteles de invierno, donde nos esperan las nuevas tropas que se forman en Francia; entonces la paz que firme será digna de mi pueblo, de vosotros y de mí.

»Napoleón.»

CAPÍTULO XIV

A las cinco de la mañana aún estaba oscuro. Las tropas del centro, las reservas y el ala derecha de Bagration permanecían quietas. Pero en el flanco izquierdo las columnas de infantería, caballería y artillería, que debían ser las primeras en descender para atacar el ala derecha francesa y rechazarla hacia los montes de Bohemia, se preparaban según los planes. El humo de las fogatas, a las que habían arrojado todo lo inútil y molesto, irritaba los ojos. El frío era mordiente y la noche cerrada. Los oficiales bebían té y desayunaban. Los soldados mascaban pan seco, pateaban el suelo con los pies para entrar en calor y se agrupaban en torno a las fogatas, cuyo fuego avivaban con los restos de las chabolas, sillas, mesas, ruedas, barriles y cuanto no podían llevarse. Los guías austríacos deambulaban entre las tropas rusas y su presencia anunciaba la marcha. Cuando un oficial austríaco se acercaba a la tienda del comandante, el regimiento se ponía en marcha; los soldados dejaban las fogatas, se guardaban las pipas en la caña de su bota, amontonaban las bolsas en los carros, recogían sus fusiles e iban a ocupar su puesto en la formación. Los oficiales se abotonaban las guerreras, ajustaban los sables al cinturón, cargaban con las mochilas y recorrían las filas dando órdenes. Los soldados del tren regimental y los asistentes enjaezaban a los animales y aseguraban los carros. Los edecanes y los jefes de batallón y de regimiento montaban, se persignaban, daban las últimas órdenes e instrucciones a quienes permanecían con los furgones y se oía el rumor monótono de pies al marchar. Las columnas se movían sin saber adónde, sin que nadie viese debido a la marea humana, al humo y a la bruma, cada vez más espesa. Nadie sabía qué abandonaba ni adónde iba.

Una vez en marcha, el soldado es rodeado y arrastrado por su regimiento, como el marinero lo es en su barco. Por lejos que vaya, a cualquier latitud ignota y peligrosa, ve siempre a su alrededor a los mismos compañeros, las mismas filas, al mismo sargento Iván Mitrich, al mismo perro Zhuchka y a los mismos jefes; el marinero siempre ve los mismos puentes, mástiles y jarcias. Pocas veces el soldado quiere saber dónde se halla su nave; pero el día de la batalla, Dios lo sabe, en el mundo de las tropas suena una nota grave común anunciando algo solemne y decisivo, y despierta en los hombres una insólita curiosidad. El día de la batalla los soldados tratan de elevarse sobre los intereses de su regimiento; escuchan, miran y preguntan sobre lo que ocurre.

Había amanecido y la bruma era tan densa que no se veía a diez pasos. Los arbustos parecían árboles, y la llanura, una sucesión de barrancos y pendientes. Podían tropezar con un enemigo invisible en cualquier lugar. Las columnas marcharon largo rato, envueltas en la bruma, subiendo y bajando lomas, dejando atrás tapias de huertos y jardines. Era una comarca nueva, ignota, pero el enemigo no estaba en ninguna parte. A ambos lados, detrás o delante, los soldados sabían que había otras columnas rusas marchando en la misma dirección. Cada soldado se animaba al saber que muchos como él avanzaban al mismo lugar sin saber adónde.

—Los de Kursk han pasado también —decían en las filas.

—¡Es increíble la fuerza que se ha reunido! Ayer por la tarde, cuando encendieron las fogatas del campamento, no se veía el final, como si fuese Moscú.

Ninguno de los jefes de columna se acercaba a los soldados ni les hablaba. Como se vio en el Consejo de Guerra, estaban malhumorados, descontentos por la operación y solo cumplían órdenes sin preocuparse de animar a los soldados. Aun así, los hombres marchaban alegres, como siempre que se participa en una acción, en especial una ofensiva. Tras una hora de marcha entre la bruma, la mayoría de las tropas tuvo que detenerse. Entre ellas se extendió el desagradable sentimiento de que reinaba confusión y el caos. Es difícil saber cómo se propaga tal impresión, pero el hecho es que lo hace segura y velozmente como el agua por una cañada. Si el ejército ruso hubiese estado solo, seguramente habría sido necesario mucho tiempo para que aquel sentimiento fuese una certeza general. Ahora, cuando se podía culpar, con especial placer y como algo lógico, del desbarajuste a los idiotas de los alemanes, todos creían en la existencia de una confusión nociva debida a aquellos devoradores de salchichas.

—¿Por qué nos detenemos? ¿Está cerrado el paso? ¿Han aparecido los franceses?

—No se oye nada. Si estuviesen ahí, dispararían.

—Tanta prisa por salir, y en cuanto marchamos nos detienen en mitad del campo. La culpa es de los malditos alemanes, que confunden todo. ¡Qué burros son!

—Yo los pondría delante. Siempre se apañan para quedar los últimos. Ya veréis; nos dejarán sin comer.

—¿Se mueven o no? —preguntó un oficial—. Dicen que la caballería ha taponado el camino.

—¡Esos malditos alemanes! No conocen ni su propio país —gritaba otro.

—¿De qué división son ustedes? —gritó un edecán.

—De la dieciocho.

—Entonces, ¿qué hacen aquí? Deberían estar más avanzados. No llegarán hasta la noche.

—¡Qué órdenes tan absurdas! Ni ellos saben lo que hacen —musitó el oficial.

Después pasó un general que gritó unas palabras repletas de ira en un idioma que no era ruso.

—Taga laga. No se le entiende nada, ¿qué dice? —un soldado imitó al general, que ya estaba lejos—. ¡Yo fusilaría a todos esos canallas!

—Habían ordenado que estuviésemos en nuestros puestos a las nueve y no hemos andado aún ni la mitad del camino. ¡Vaya órdenes! —repetían por todas partes.

La energía del inicio se fue transformando en despecho y resentimiento contra las órdenes descabelladas y los alemanes. La causa de la confusión era que mientras se movía la caballería austríaca, que debía ocupar el flanco izquierdo, el alto mando había ordenado que la caballería fuese a la derecha creyendo que el centro de las tropas rusas estaba muy separado del flanco derecho. Miles de jinetes debieron pasar por delante de la infantería, y los de a pie tuvieron que aguardar. Además el guía austríaco que acompañaba a la caballería discutió con un general ruso, exigiendo este a gritos que la caballería se detuviese, mientras el austríaco intentaba demostrar que no era culpa suya, sino de sus superiores. Hasta que llegase una solución, las tropas se mantenían en pie, aburridas y desanimándose. Una hora después se reanudaba la marcha con el descenso por la loma. La bruma se despejaba en lo alto, pero se espesaba en la llanura hacia donde iba el ejército; sonaron algunos disparos, primero a intervalos irregulares: trrr… ta ta, después más ordenados y numerosos. La batalla se inició sobre el Goldbach, un arroyuelo.

Los rusos no pensaban encontrar al enemigo junto al río, así que al toparse con él en la bruma respondieron sin ganas, sin haber recibido una palabra de aliento de sus superiores, persuadidos como estaban de que habían llegado tarde; pero, sobre todo, al no ver a nadie delante ni alrededor por culpa de la bruma, avanzaban sin energía y se detenían esperando órdenes que nunca llegaban, pues los jefes y edecanes deambulaban entre la bruma en aquella región desconocida y sin encontrar a sus tropas. Entraron en acción la primera, segunda y tercera columnas, que habían descendido hasta el pie de la loma; la cuarta columna, la de Kutúzov, permanecía en los altos de Pratzen.

Abajo, la bruma era espesa donde la acción había comenzado. En lo alto se había despejado, pero no se veía lo que ocurría delante. ¿Estaban todas las fuerzas enemigas a diez kilómetros como se creía o allí mismo, en la línea de la niebla? Hasta las nueve nadie lo supo.

A esa hora, la bruma se extendía como un mar abajo, pero en la aldea de Schlapanitz, donde se hallaba Napoleón con sus mariscales, la claridad era perfecta. Sobre ellos se extendía un cielo raso, y el sol, como una gran boya roja, se mecía sobre la inmensa superficie lechosa de la niebla. El ejército francés, incluidos Napoleón y su Estado Mayor, no estaba en la otra orilla del río, más allá de las aldeas de Sokolnitz y Schlapanitz, tras las cuales los rusos querían tomar posiciones e iniciar el combate, sino en la otra margen, tan cerca del enemigo que Napoleón distinguía a ojo desnudo a un soldado de infantería de uno de caballería. Napoleón, un poco apartado de sus mariscales, montaba un caballo árabe gris y llevaba el capote azul que usó en la campaña de Italia. Miraba fijamente en silencio las lomas que iban destacándose del mar de la bruma donde se movían las tropas rusas y oía las descargas de fusiles en la cañada. Su rostro, aún enjuto en aquella época, no se estremecía. Sus ojos brillantes se mantenían fijos en un punto. Sus conjeturas eran acertadas; parte de las fuerzas rusas habían descendido hacia la cañada, a la zona pantanosa, y otra parte dejaba los altos de Pratzen, que él pensaba ocupar y que consideraba posiciones clave. A través de la bruma veía las tropas rusas cerca de Pratzen, con sus bayonetas brillantes, bajando entre dos montañas hacia el valle. Aquellas columnas se sumergían en la bruma. Por las noticias recibidas la víspera, por los pasos y ruedas oídos durante la noche en las avanzadillas y por el movimiento caótico de las columnas rusas, veía que los aliados lo creían lejos, que las columnas rusas, que se movían junto a Pratzen, eran el centro del ejército ruso y que era lo bastante débil para que él pudiese atacar con éxito. Pero no se decidía a iniciar el ataque aún.

Para Napoleón era un día solemne: el aniversario de su coronación. Había dormido unas horas antes del amanecer. Ahora, tranquilo, alegre y descansado, con el buen ánimo en que todo parece posible y todo se logra, había montado para ir al campo de batalla. Miraba las lomas que iban quedando al descubierto al despejarse la bruma; su rostro reflejaba su seguridad en sí mismo, la de merecer la dicha que solo se ve en la sonrisa del enamorado feliz. Los mariscales permanecían tras él sin querer distraer su atención. Él contemplaba los altos de Pratzen y el sol que emergía entre la bruma.

Cuando el astro ascendió sobre la bruma y brilló deslumbrante sobre los campos, Napoleón, como si aguardase aquello para iniciar a la acción, se quitó el guante, hizo una seña a los mariscales y ordenó iniciar la batalla. Los mariscales y sus edecanes galoparon en distintas direcciones. Minutos después, el grueso del ejército francés iba hacia los altos de Pratzen, cada vez con menos tropas rusas, que avanzaban por la izquierda hacia la cañada.

CAPÍTULO XV

Kutúzov entró a las ocho a caballo en Pratzen, a la cabeza de la cuarta columna de Miloradovich, que debía reemplazar las de Prebyzhevsky y Langeron, que habían descendido a la llanura. Saludó a los soldados del primer regimiento y ordenó iniciar la marcha, mostrando así que quería conducir aquella columna. Al llegar a Pratzen se detuvo. El príncipe Andréi estaba detrás del comandante en jefe, entre las personas de su séquito. Bolkonsky se sentía turbado, nervioso, pero también resuelto y sereno, como quien ve llegar un momento largamente esperado. Estaba convencido de que ese día sería su Toulon o su Puente de Arcola. No sabía cómo ocurriría, pero estaba seguro de que sería así. Conocía el terreno y el despliegue de las tropas, esto es, todo lo que podía saberse de eso en el ejército ruso. Había olvidado su propio plan estratégico, cuya puesta en práctica ahora era impensable, y con el plan de Weyrother en mente reflexionaba sobre las posibles contingencias que precisasen de sus decisiones raudas y su energía.

Se oía el estruendo de fusiles entre ejércitos que no se veían a la izquierda. Pensó que allí se libraría la batalla, surgirían dificultades y «me enviarán con una brigada o una división —pensaba—; avanzaré bandera en mano y arrasaré todo a mi paso».

El príncipe Andréi no podía mirar indiferente las banderas de los batallones que pasaban. Al verlas pensaba: «A lo mejor tendré que ir con esa al frente de las tropas».

La bruma de la noche había dejado escarcha que iba fundiéndose para formar rocío; en la cañada la niebla aún se extendía como un mar blanquecino. Todo parecía invisible allí, sobre todo a la izquierda, hacia donde se dirigían las tropas rusas y de donde llegaba el fragor de los disparos. El cielo no del todo despejado relucía sobre las lomas y a la derecha asomaba el globo solar. A lo lejos, delante, al otro lado del mar brumoso, donde asomaban las lomas boscosas y debía hallarse el ejército enemigo, parecía haber algo. A la derecha, la Guardia se adentraba en la zona brumosa dejando detrás un rumor de pasos y ruedas; las bayonetas refulgían a veces. A la izquierda, detrás de la aldea, la caballería se hundía en la bruma. Por delante y por detrás iba la infantería. El general en jefe se mantenía a la salida de la aldea dando paso a las tropas que desfilaban ante él. Kutúzov parecía agotado e irritado. La infantería se detuvo sin que nadie lo ordenase; algo les impedía el paso.

—Que formen en columnas de batallón y rodeen el pueblo —ordenó Kutúzov de mal humor a un general que se le acercaba—. ¿No comprende, excelencia, que no podemos alargar tanto la formación por la calle de una aldea cuando se marcha contra el enemigo?

—Había pensado que formen a la salida del pueblo, excelencia —replicó el general.

Kutúzov rio con acritud.

—¡Una gran idea desplegar las fuerzas frente al enemigo! ¡Una gran idea!

—El enemigo está lejos, excelencia. Según la orden de operaciones…

—¡La orden de operaciones! —se encolerizó Kutúzov—. ¿Quién le ha dicho eso…? Haga lo que le digo.

—A sus órdenes.

—Mon cher, el viejo está de un humor de perros —susurró Nesvítski al príncipe Andréi.

Un oficial austríaco, con sombrero de plumaje verde y uniforme blanco, se acercó a Kutúzov y, en nombre del zar, le preguntó si la cuarta columna había entrado en acción.

Kutúzov se volvió sin responder y sus ojos miraron al príncipe Andréi, que estaba a su lado. Al verlo, su expresión irritada y mordaz se dulcificó como reconociendo que su edecán no tenía culpa de lo que ocurría. Sin contestar al general austríaco, le habló a Bolkonsky:

—Vaya a ver, querido, si tu tercera división ha rebasado el pueblo. Dígales que se detengan y esperen órdenes mías.

El príncipe Andréi se disponía a obedecer, pero Kutúzov lo detuvo:

—Y pregúnteles si los tiradores están apostados —añadió—. ¡Lo que hacen, lo que hacen! —dijo como en un soliloquio, sin contestar todavía al austríaco.

El príncipe Andréi se alejó para cumplir las órdenes. Se adelantó a los batallones de vanguardia, hizo detener a la tercera división y comprobó que no había tiradores ante las columnas. Al comandante del regimiento que lo encabezaba le sorprendió la orden de dispersar a los tiradores dada por el general. Creía que tenía delante tropas rusas y que el enemigo estaba al menos a diez kilómetros de distancia. Y es que delante solo se veía terreno desierto y brumoso que descendía poco a poco. Después de transmitir las órdenes del general en jefe, el príncipe Andréi regresó a su puesto. Kutúzov seguía allí, su corpachón desmadejado sobre la silla de montar, bostezando con los párpados cerrados. Las tropas permanecían en posición de descanso, quietas.

—Muy bien —dijo Kutúzov al príncipe Andréi; y se volvió al general, que, reloj en mano, le decía que debían marcharse porque todas las columnas de la izquierda ya habían bajado.

—Hay tiempo, excelencia —repuso Kutúzov entre dos bostezos—. Hay tiempo —repitió.

Entonces empezaron a oírse a espaldas de Kutúzov el ruido de las aclamaciones de los regimientos y se extendió rápidamente por toda la línea de las columnas rusas. A quien saludaban pasaba con gran celeridad por delante de las tropas. Cuando los soldados del regimiento de Kutúzov se pusieron a gritar, él se hizo a un lado y miró a su alrededor con el ceño fruncido. Sobre el camino de Pratzen avanzaba un escuadrón de jinetes con uniformes de colores. Dos de ellos galopaban delante. Uno vestía uniforme negro con penacho blanco y montaba un alazán inglés; el otro, de uniforme blanco, montaba uno negro. Eran los dos emperadores con sus séquitos. Kutúzov, con el empaque del viejo soldado en el frente, dio la orden de «¡firmes!» y se acercó al zar con la mano en la visera. Todo él y su porte cambiaron. Ahora tenía el aire de un subalterno con un respeto exagerado, lo cual pareció no gustar al zar Alejandro; se acercó y saludó.

El juvenil y radiante rostro del zar se expresó como una nube que cubre un cielo raso y desaparece. Tras su reciente indisposición, estaba más delgado que en el campo de Olmütz, donde Bolkonsky lo había visto por primera vez fuera de Rusia; pero dominaban sus ojos grises y sus labios la misma adorable posibilidad de expresar emociones de grandeza y benevolencia.

En la revista de Olmütz había estado más solemne; aquí parecía más contento y enérgico. Tenía el rostro encendido tras galopar tres kilómetros; frenó su montura, respiró a pleno pulmón y miró los rostros, tan jóvenes y animados como el suyo, de los hombres de su séquito. Chartorizhky, Novosiltsov, el príncipe Bolkonsky, Stroganov y los demás, todos jóvenes, alegres, bien vestidos, jinetes en buenos caballos sudorosos tras la carrera, que charlaban y sonreían tras el monarca. El emperador Francisco, joven, sonrosado y carilargo, permanecía erguido en su potro negro, mirando con calma a su alrededor. Llamó a uno de sus edecanes y le preguntó algo. «Tal vez le pregunte a qué hora han salido», pensó el príncipe Andréi al mirar a su viejo conocido con una sonrisa incontenible al recordar su audiencia. En el séquito había oficiales de la Guardia rusa y austriaca y otros del ejército, lo más granado de la juventud. Los palafreneros conducían los caballos de reserva de los emperadores, cubiertos con mantas bordadas.

Como si en una sala sofocante entrara de pronto el aire puro del campo por una ventana abierta, así actuó sobre Kutúzov la juventud, energía y seguridad en el éxito de aquella brillante cabalgata.

—¿Por qué no empieza, Mijaíl Ilariónovich? —preguntó el zar Alejandro a Kutúzov, al tiempo que miraba cortésmente al emperador Francisco.

—Espero, majestad —Kutúzov se inclinó con respeto.

El zar se llevó la mano a la oreja y frunció el ceño para dar a entender que no había oído bien.

—Espero, majestad —repitió Kutúzov y el príncipe Andréi observó un temblor anormal en el labio superior de Kutúzov al hablar—. Aún no están reunidas todas las columnas, majestad.

El zar lo oyó, pero no pareció contento. Encogió los hombros, algo encorvados, miró a Novosiltsov, junto a él, y pareció expresar una queja contra Kutúzov.

—No estamos en un campo de maniobras, Mijaíl Ilariónovich, donde el desfile no comienza hasta que todos los regimientos estén reunidos —dijo el zar mirando de nuevo al emperador Francisco, como invitándolo al menos a escucharlo, pero el austriaco siguió mirando a su alrededor sin prestar atención.

—Por eso no comienzo, majestad —dijo Kutúzov con voz clara, como para evitar la posibilidad de que no lo oyesen con nuevo un temblor en su rostro—. No comienzo, majestad, porque no estamos en un campo de maniobras ni en un desfile.

Los del séquito se miraron entre ellos con expresión de disgusto y reproche. «Por viejo que sea, no debería hablar así», querían decir.

El zar miró atenta y fijamente a Kutúzov, esperando otras palabras; el general inclinó con respeto la cabeza, como si también aguardase. Aquel silencio duró casi un minuto.

—Pero si Su Majestad lo ordena… —Kutúzov levantó la cabeza hablando de nuevo con el tono del general obtuso que no razona pero obedece.

Espoleó el caballo y llamando al jefe de la columna, Miloradovich, le ordenó avanzar.

Se movieron las tropas y dos batallones del regimiento de Nóvgorod y uno del regimiento de Apsheron desfilaron delante del zar.

Cuando pasaban los de Apsheron, Miloradovich, colorado, sin capote, con las condecoraciones en su uniforme y su gorro de plumas ladeado, hizo avanzar su caballo y, con un saludo marcial, lo detuvo delante del zar.

—¡Dios lo acompañe, general! —exclamó el zar.

—Ma foi, Sire, nous ferons ce qui sera dans notre possibilité —gritó alegremente Miloradovich, provocando una sonrisa burlona entre los oficiales del séquito por su mala pronunciación francesa.

El general hizo girar su caballo y se situó detrás del zar. Los soldados del regimiento de Apsheron, emocionados por la presencia del zar, desfilaron con paso enérgico delante de los monarcas y el séquito.

—¡Muchachos! —gritó Miloradovich con alegría, excitado por el eco de los disparos de fusil, la perspectiva de la batalla y la marcialidad de los hombres del regimiento de Apsheron, compañeros suyos desde la época de Suvorov, que tan bien desfilaron ante los emperadores que olvidó su presencia—. ¡Muchachos! No es la primera aldea que conquistáis.

—¡Hurra! —gritaron los soldados.

El caballo del zar dio un respingo por el brusco clamor. Era la misma montura de los desfiles en Rusia; ahora, en Austerlitz, llevaba a su señor y recibía los distraídos taconazos del pie izquierdo del monarca; erguía las orejas a los disparos, como en el Campo de Marte, sin comprender su significado ni la cercanía del potro del emperador Francisco ni nada de cuanto decía, pensaba o sentía su jinete aquel día extraordinario.

El zar se volvió sonriendo a un cortesano, señaló a los hombres del regimiento de Apsheron y le dijo algo en voz baja.

CAPÍTULO XVI

Acompañado por sus edecanes, Kutúzov siguió al paso de su caballo detrás de los fusileros. Después de recorrer medio kilómetro tras la columna, se detuvo junto a una casa solitaria y abandonada, que pudo haber sido un figón, en el cruce de dos caminos que descendían por la ladera; las tropas avanzaban por ambos. La bruma se levantaba ya; a unos dos kilómetros se veían las fuerzas enemigas sobre las lomas de enfrente. A la izquierda, la fusilería era cada vez más clara. Kutúzov se detuvo mientras charlaba con un general austríaco. El príncipe Andréi, detrás, los miraba. Deseaba ver qué ocurría más lejos y pidió su catalejo a uno de los ayudantes.

—Mire, mire —este señaló a las tropas al pie de la colina, no a las lejanas.

—¡Son franceses!

Ambos generales y los edecanes echaron mano de los catalejos, que se quitaban entre ellos. Todos sus rostros cambiaron en el acto y reflejaron pavor. Creían que los franceses estaban a dos kilómetros y aparecían inopinadamente ante ellos.

—¿El enemigo…? ¡No!… Imposible… Sí, mire… seguramente… ¿Qué significa esto? —gritaron varias voces.

El príncipe Andréi vio a la derecha una nutrida columna enemiga que se dirigía hacia el regimiento de Apsheron, a quinientos pasos de donde se hallaba Kutúzov.

«¡Ha llegado el momento decisivo! ¡Es mi hora!», pensó espoleando su caballo y se acercó a Kutúzov.

—Debemos detener al regimiento de Apsheron, excelencia.

Entonces todo abajo quedó velado por el humo de los fusiles; los disparos llegaban de lugares cercanos; una voz ingenua y asustada gritó a dos pasos del príncipe Andréi: «¡Se acabó, hermanos, estamos vencidos!» Aquella voz era como una orden. Todos corrieron. Una multitud confusa, mezclada y creciente volvía hacia el lugar donde cinco minutos antes había desfilado y aclamado a los emperadores. No solo era difícil detenerla, sino casi imposible no ser arrastrado. Bolkonsky trataba de resistirse y miraba a su alrededor sin entender lo que ocurría ante sus ojos. Nesvítski, encendido y agitado, gritaba a Kutúzov que se fuese de inmediato o caería prisionero. Pero el general no se movió y sacó su pañuelo sin decir nada. Le sangraba una mejilla. El príncipe Andréi se abrió paso hasta él.

—¿Está herido? —preguntó dominando el temblor de su mandíbula inferior.

—La herida está ahí. —Kutúzov presionó el puño contra la mejilla y señaló a los fugitivos—. ¡Detenedlos! —gritó al tiempo que veía la imposibilidad de parar aquella multitud y con un fustazo al caballo se dirigió hacia el camino de la derecha.

Una nueva ola de fugitivos lo envolvió y lo hizo retroceder. Las tropas formaban una masa tan compacta que apenas se podía salir si se caía dentro. Uno gritaba: «¡Sigue! ¿Por qué te paras?» Otro disparaba al aire; un tercero golpeaba el caballo de Kutúzov. Este finalmente logró separarse y, con menos de la mitad de su séquito, giró a la izquierda hacia los cañones cercanos. El príncipe Andréi, que también había salido de entre los que huían, trataba de no separarse de Kutúzov; a media pendiente vio una batería rusa que entre el humo aún disparaba y a los franceses que corrían hacia ella. Más arriba, un regimiento de infantería rusa no se movía, sin decidirse a prestar ayuda a la batería ni seguir a los que huían. Un general a caballo se acercó a Kutúzov. Quedaban solo cuatro hombres del séquito del general en jefe. Todos pálidos y silenciosos.

—¡Detened a esos bribones! —gritó Kutúzov con voz ahogada señalando a los que huían.

Como castigo a sus palabras, las balas volaron como aves sobre el regimiento y el séquito de Kutúzov. Los franceses que atacaban la batería habían visto a Kutúzov y le disparaban. El comandante del regimiento se llevó las manos a la pierna, varios soldados cayeron heridos; el subteniente portador de la bandera la dejó caer. Esta vaciló y cayó sobre los fusiles de los soldados cercanos. Los soldados dispararon sin esperar órdenes.

—¡Oh! —Kutúzov se giró, desesperado—. ¡Bolkonsky! —murmuró con voz temblorosa—. Bolkonsky —repitió señalando el desorganizado batallón y al enemigo—. ¿Qué es eso?

Antes de que terminase, el príncipe Andréi, la garganta inundada de lágrimas de rabia y vergüenza, echaba pie a tierra y corría hacia la bandera.

—¡Vamos, muchachos! —gritó con voz penetrante y juvenil.

«Ha llegado el instante», pensó enarbolando la bandera; escuchó el silbido de las balas contra él. Cayeron varios soldados.

—¡Hurra! —gritó el príncipe Andréi sujetando la pesada bandera, y se lanzó hacia delante creyendo que todo el batallón lo seguiría.

Dio unos pasos solo; lo siguió un soldado, después otro, y luego todo el batallón, que lo adelantó gritando entusiasmado. Un suboficial tomó la bandera, demasiado pesada, que vacilaba entre las manos de Bolkonsky, pero cayó muerto. El príncipe Andréi blandió nuevamente la bandera y corrió con el batallón. Delante vio a los artilleros rusos. Unos luchaban y otros corrían a su encuentro dejando los cañones. Vio un grupo de soldados franceses apoderándose de los caballos de la artillería y dando la vuelta a los cañones. El príncipe Andréi estaba con sus hombres a veinte pasos de las piezas. Oía el silbido de las balas; caían los soldados entre gemidos a diestra y siniestra. Pero él no se paraba a mirarlos. Solo le preocupaba lo que sucedía en la batería. Veía a un artillero pelirrojo con el chacó ladeado que tiraba de un extremo del atacador, mientras que un soldado francés tiraba del otro. El príncipe Andréi podía ver la expresión perpleja y de furia de ambos que no sabían lo que hacían.

«¿Qué hacen? —pensó Bolkonsky—, ¿Por qué no escapa ese pelirrojo, si ha perdido el cañón, y por qué el francés no utiliza el fusil? En cuanto trate de huir, el francés lo ensartará en la bayoneta.» Otro soldado francés, con el fusil terciado, corría hacia ellos; la suerte del artillero pelirrojo, que no sabía lo que le esperaba y había conseguido hacerse con el atacador, estaba echada. Pero el príncipe Andréi no pudo ver el final. Un soldado próximo le dio un garrotazo en la cabeza. El dolor no fue grande, pero le causó una desagradable sensación porque lo distraía y no le permitía ver lo que deseaba.

«¿Qué me ocurre? ¿Me caigo? Las piernas me fallan», pensó antes de caer de espaldas. Abrió los ojos esperando ver cómo terminaba la lucha de los franceses y los artilleros; quería saber si el pelirrojo había muerto, si los cañones estaban en poder del enemigo o no. Pero no vio nada, salvo cielo, un cielo alto sobre el cual se deslizaban unas nubes grises.

«Qué paz, qué quietud; es todo distinto a como era hace un momento, cuando corría —pensó—; cuando corríamos, gritábamos y luchábamos; cuando el francés y el artillero se peleaban por el atacador, las nubes no se movían así por ese cielo. ¿Cómo no me he fijado nunca en esa profundidad del cielo? ¡Qué feliz soy de haberlo sabido! Sí, todo es vacío y engañoso, menos ese cielo. No hay nada más que él. Pero ni eso existe. Solo hay paz y reposo. ¡Gracias a Dios que así sea!»

CAPÍTULO XVII

El flanco derecho al mando de Bagration no había comenzado aún a luchar a las nueve, pese a la insistencia de Dolgorukov. Para eludir toda responsabilidad, Bagration le propuso enviar un oficial al general en jefe en busca de órdenes. Bagration sabía que, con la distancia de casi diez kilómetros entre ambos flancos, aunque no matasen al enviado, cosa muy probable, y aunque hallase al general en jefe, cosa difícil, el enviado no regresaría antes de la tarde.

Bagration miró a los de su séquito con sus ojos inexpresivos y soñolientos. Lo primero que captó su atención fue el rostro infantil de Rostov, emocionado y esperanzado. Lo envió a él.

—Excelencia, ¿y si encuentro a Su Majestad antes que al general en jefe?

—preguntó Rostov con la mano en la visera.

—Puede pedir las órdenes al zar —dijo Dolgorukov adelantándose a Bagration.

Tras ser relevado en las avanzadas, Rostov había podido dormir algo; se sentía alegre, resuelto, lleno de entusiasmo y seguro de su suerte; era ese estado de ánimo en que todo parece posible, alegre y sencillo.

Esa mañana se cumplían todos sus deseos: se libraría una batalla campal en la cual él participaba; además era oficial de órdenes del general más valiente; por último, se le encomendaba una misión ante Kutúzov y tal vez ante el mismísimo zar. La mañana estaba despejada; el caballo, magnífico; su ánimo, inmejorable. Recibida la orden, galopó a lo largo de la línea. Dejó atrás a las tropas de Bagration, que aún no habían combatido y permanecían inmóviles; penetró en el terreno ocupado por la caballería de Uvarov, donde empezó a notar movimiento e indicios de preparación para el ataque; pasada la caballería, oyó las baterías y los fusiles. El fragor del combate crecía.

En el fresco ambiente matinal no sonaban como antes dos o tres disparos seguidos de uno o dos cañonazos, sino que en las lomas ante Pratzen los disparos de fusil y de los cañones eran constantes y tan frecuentes que se fundían en un estrépito común.

A lo largo de las lomas se veían el humo de los fusiles y el de los cañones, arremolinado, espeso y oscuro, que se extendía hasta mezclarse en una masa común. Se veía, por el brillo de las bayonetas entre el humo, la infantería en movimiento y las bandas de la artillería con sus cajones verdes.

Rostov detuvo su caballo en un altozano para ver mejor lo que sucedía, pero no pudo distinguir ni comprender nada. Veía gente entre el humo, restos de tropa yendo adelante y atrás; por qué lo hacían, quiénes eran y adónde iban; aquella visión y las descargas no despertaban en él temor o abatimiento, sino que aumentaban su energía y resolución.

—¡Más! ¡Más! —se decía al oír los disparos.

Y galopó por la línea, avanzando y entrando entre las fuerzas que luchaban.

«No sé cómo será allí, pero todo irá bien», pensaba Rostov.

Pasadas unas tropas austríacas, observó que la siguiente formación de la Guardia ya combatía.

«Así lo veré de cerca», pensó.

Iba por la primera línea. Algunos jinetes se le acercaban al galope. Eran los ulanos de la Guardia que regresaban derrotados de un ataque. Rostov los dejó atrás y vio que uno de ellos sangraba.

«¡Me da igual!», pensó. Había recorrido unos cientos de pasos cuando a su izquierda apareció sobre la línea del campo un grupo de jinetes de uniforme blanco y caballos negros que trotaban hacia él. Rostov lanzó su caballo al galope para cruzar antes que los jinetes; lo habría logrado si ellos hubieran seguido la misma marcha, pero cobraron velocidad y algunos se lanzaron al galope. Rostov sentía el ruido de los cascos y el entrechocar de armas, veía con nitidez sus caballos y figuras, y distinguía sus rostros. Era la Guardia montada que corría al encuentro de la caballería francesa.

Galopaban refrenando los caballos. Rostov veía sus rostros y escuchaba «adelante, adelante» de labios de un oficial que volaba en su pura sangre. Temiendo ser arrollado y tener que participar, Rostov galopaba por el frente. Pese a todo, no pudo evitar el encuentro.

El jinete del extremo de la formación, un hombre enorme picado de viruelas, arqueó las cejas al descubrir a Rostov, que se sentía insignificante frente a aquellos hombres y caballos enormes, a quien habría arrollado y derribado si no hubiese agitado la fusta ante los ojos del caballo del oficial de la Guardia. El negro y pesado corcel saltó y bajó las orejas; pero el jinete picó espuelas en los ijares de la montura, que sacudió la cola y se lanzó hacia delante con el cuello tendido más rápidamente aún. Apenas habían pasado los de la Guardia, Rostov oyó los «¡hurras!» de los soldados. Al girarse, vio que sus primeras filas se confundían con otros jinetes de charreteras rojas, seguramente franceses. No pudo ver más porque los cañones comenzaron a disparar y todo se cubrió de humo.

Cuando la Guardia pasaba junto a Rostov y desaparecía en el humo, él dudó entre seguirla o continuar. Aquella brillante carga de la Guardia asombró a los mismos franceses. Más tarde Rostov se horrorizó al saber que solo quedaron dieciocho hombres de todos aquellos magníficos guerreros, oficiales y cadetes, todos jóvenes y ricos, que montaban valiosos corceles.

«¿Por qué envidiarlos? Me llegará el turno, y quizá vea al zar», pensó mientras galopaba.

Cuando llegó a las posiciones de la infantería de la Guardia las balas de cañón volaban a su alrededor. Las notó por el zumbido y por la inquietud de los rostros de los soldados; en los oficiales la expresión era solemne, marcial y afectada.

Al pasar junto a uno de los regimientos de infantería de la Guardia lo llamaron:

—¡Rostov!

—¿Qué? —contestó sin reconocer a Boris.

—Estamos en primera línea… ¡Nuestro regimiento ha ido al ataque!

—dijo Boris con el aire feliz de los jóvenes en su primera batalla.

Rostov se detuvo.

—¡Bueno! —dijo—. ¿Y qué tal?

—Los hemos rechazado —dijo Boris, que se había hecho muy locuaz—. No te figuras…

Contó cómo la Guardia vio tropas delante al llegar al punto señalado y las tomó por fuerzas austríacas, pero por los cañonazos supieron que estaban en primera línea y tuvieron que entrar inopinadamente en combate. Rostov espoleó su caballo sin escuchar el final.

—¿A dónde vas? —preguntó Boris.

—Traigo una misiva para Su Majestad.

—Ahí está —dijo, pensando que Rostov necesitaba al emperador austríaco y no al zar.

Le señaló al gran duque. Se hallaba a cien pasos de ellos con casco y uniforme de caballero de la Guardia, los hombros erguidos y gesto adusto, y gritaba a un oficial austríaco de uniforme y rostro blancos.

—Pero es el gran duque y yo necesito ver al general en jefe o al zar —dijo Rostov.

—¡Conde! —gritó Berg, que parecía tan animado como Boris y se acercaba desde el otro lado—. ¡Conde! Tengo la mano derecha herida —mostró el puño ensangrentado y vendado con un pañuelo—. Pero he continuado en filas… ¡Conde! Tuve que agarrar la espada con la mano izquierda… Los Von Berg siempre han sido buenos caballeros.

Berg siguió hablando, pero Rostov continuó. Rebasada la Guardia y un espacio vacío, para no regresar a la primera línea como le había sucedido cuando atacaron los jinetes, Rostov fue hacia las tropas de reserva apartándose de donde los disparos eran más continuos. De repente, delante de él y a espaldas de las tropas rusas, donde era impensable que estuviese el enemigo, se inició un tiroteo.

«¿Qué puede ser? —pensó—. ¿El enemigo a nuestras espaldas? ¡Imposible!» Se empavoreció por sí mismo y por la batalla. «Sea lo que sea, no puedo volverme; debo buscar al general en jefe aquí; si todo se ha perdido, he de morir con los demás.»

El mal presentimiento que embargaba a Rostov estaba cada vez más justificado según se adentraba en un terreno ocupado por tropas de distintas armas, detrás de la aldea de Pratzen.

—¿Qué pasa? ¿Qué es eso? ¿Contra quién disparan? ¿Quién dispara?

—preguntó Rostov a los primeros soldados rusos y austríacos que huían y le cortaban el paso.

—¡El diablo lo sabe! ¡Han matado a todos! ¡Todo está perdido! —respondieron en ruso, alemán y checo los fugitivos, que sabían tanto como él lo que sucedía.

—¡Mueran los alemanes! —gritó alguien—. ¡Que el diablo los lleve por traidores!

—Zum Henker diese Russen! —gruñó un austríaco.

Varios heridos iban por el camino. Insultos, gritos y lamentos formaban un clamor general. Cesó el cañoneo. Rostov sabría más tarde que los soldados rusos y austríacos estuvieron disparando unos contra otros.

«¡Dios mío! ¿Pero qué es esto? —pensó Rostov—. ¡Y esto pasa aquí cuando en cualquier momento puede llegar el zar y verlo!… No, seguro que son solo unos canallas. Esto pasará, no puede ser. Debo apartarme de aquí cuanto antes.»

No podía admitir la posibilidad de la derrota y la desbandada. Aunque veía soldados y cañones franceses sobre el altozano de Pratzen, allí donde lo habían enviado para encontrar al general en jefe, no podía ni quería creerlo.

CAPÍTULO XVIII

Rostov tenía orden de buscar a Kutúzov o al zar cerca de la aldea de Pratzen. Pero ni ellos ni un comandante en jefe estaban allí, solo multitudes desorganizadas de tropas en huida. Espoleó su montura, ya agotada, para adelantar a aquella gente, pero el desorden aumentaba cuanto más avanzaba. Coches de todo tipo, soldados rusos y austríacos de todas las armas, heridos y sanos se agolpaban en la carretera. Toda esa multitud se movía y hormigueaba bajo el siniestro zumbido de los proyectiles disparados por las baterías francesas situadas en el altozano de Pratzen.

—¿Y el zar? ¿Y Kutúzov? —preguntaba en vano Rostov a cuantos podía detener.

Finalmente agarró a un soldado por el cuello de la casaca y lo obligó a hablar.

—¡Eh, amigo! ¡Hace mucho que han escapado todos! —gritó el soldado entre risas tratando de zafarse.

Rostov lo soltó; al parecer estaba ebrio. Detuvo entonces el caballo de uno que debía ser edecán o palafrenero de alguien importante, que le contó que una hora antes había pasado por allí en su carroza el zar, gravemente herido.

—Imposible. Será otro —dijo Rostov.

—Lo he visto con mis propios ojos —se vanaglorió el otro—. Creo que conozco bien al zar. ¡Anda que no lo he visto de cerca en San Petersburgo! Iba en su carroza, blanco como la cal. ¡Madre mía, cómo corrían sus cuatro caballos negros! Conozco los caballos del zar y a Iliá Ivanich, su cochero. Todos saben que Iliá no lleva a nadie más que al zar. Rostov soltó el caballo del asistente para continuar su camino. Un oficial herido se le acercó.

—¿A quién busca? —preguntó—. ¿Al general en jefe? Ha muerto… Una bala en el pecho, cuando estaba con nuestro regimiento.

—No, no ha muerto… Está herido —lo corrigió otro oficial.

—¿Pero quién? ¿Kutúzov? —preguntó Rostov.

—Kutúzov no. Otro, no recuerdo su nombre. Ahora da igual. Han muerto casi todos. Vaya a aquella aldea; allí se han reunido los jefes —el oficial señaló el pueblito de Hosjeradek, y siguió adelante.

Rostov iba al paso, sin saber adónde ir ni a quién buscar. El zar estaba herido y la batalla, perdida. Ahora no podía dudar más. Rostov fue hacia donde le indicó el oficial, guiándose por la torre de la iglesia. ¿Para qué correr? ¿Qué iba a decirle ahora al zar o a Kutúzov, aunque estuviesen sanos y salvos?

—Vaya por aquí, excelencia… Por ahí lo matarán —gritó un soldado—. Por ahí lo matarán.

—¿Qué dices? —terció otro—. ¿Por dónde quieres que vaya? ¡Por aquí se llega antes!

Rostov reflexionó y tomó a propósito la dirección en la cual lo matarían, según habían dicho.

«¿Qué más me da ahora? ¿Por qué debo mirar por mí si el zar está herido?», pensó. Se había adentrado en el campo donde quienes huían de Pratzen tuvieron más víctimas. Los franceses aún no lo ocupaban y los rusos no heridos lo habían abandonado tiempo atrás. En la llanura, como gavillas en un campo segado, había grupos de diez y quince hombres heridos o cadáveres por cada acre. Los heridos se arrastraban de dos en dos o de tres en tres, gritando y quejándose, aunque Rostov creyó que sus gemidos eran a veces fingidos. Rostov puso al trote su caballo para no verlos; sintió miedo no por su vida, sino de perder el valor que necesitaba y que —sabía— no resistiría viendo a aquellos desdichados.

Los franceses ya no disparaban sobre aquel terreno plagado de muertos y heridos porque seguramente no veían a nadie vivo. Pero al ver a ese edecán, le apuntaron con un cañón y lanzaron varios proyectiles. Aquellos horribles silbidos y los cadáveres que yacían alrededor provocaron en Rostov una impresión de horror y compasión por sí mismo. Recordó la última carta de su madre: «¿Qué sentiría al verme en este campo, con los cañones apuntándome?»

En el villorrio de Hosjeradek había tropas rusas; aunque mezcladas, se habían retirado con más orden del campo de batalla; estaban fuera del alcance de las baterías contrarias y el ruido del tiroteo sonaba lejos. Allí las cosas se veían más claras y todos decían que la batalla estaba perdida. Nadie podía decirle a Rostov dónde estaban el zar o Kutúzov. Unos confirmaban que el monarca estaba herido, otros lo negaban achacando el engaño a que la carroza del zar había pasado rápidamente al abandonar el campo de batalla y a que el gran mariscal de la corte, conde Tolstoi, pálido y aterrado, estaba en el séquito de Alejandro. Un oficial aseguró a Rostov haber visto a la izquierda, pasada la aldea, a varios jefes importantes. Rostov fue allí sin esperanza de encontrar a nadie, solo para aquietar su conciencia. Tras recorrer unos tres kilómetros y rebasar las últimas tropas rusas, vio a dos jinetes junto un huerto rodeado por una zanja; uno, con un gran penacho blanco, le pareció conocido; el otro, sobre un soberbio alazán, caballo que Rostov creyó reconocer, se acercó a la zanja espoleando a su montura y salvó el obstáculo con facilidad aflojando las riendas. Unas pellas de tierra, removidas por las patas traseras del animal, cayeron al fondo. Hizo girar al caballo, saltó de nuevo la zanja y se dirigió respetuosamente al del penacho blanco proponiéndole que lo imitase. El jinete, cuyo rostro creía reconocer Rostov y que atraía su atención, negó con la cabeza y la mano, y Rostov reconoció al instante a su llorado y amado zar.

«Pero no puede ser él, solo en este erial», pensó. Mientras, Alejandro había girado la cabeza y Rostov reconoció los rasgos profundamente grabados a fuego en su memoria. El zar estaba pálido, las mejillas y los ojos, hundidos, pero el semblante expresaba dulzura y encanto. Rostov sintió alivio al comprobar que eran infundados los rumores sobre la herida del zar. Se sentía feliz por haberlo encontrado. Sabía que podía y debía dirigirse directamente a él y decirle cuanto le ordenó Dolgorukov.

Pero como un joven enamorado que, emocionado y estremecido, no osa decir lo que sueña por la noche y mira asustado a todas partes buscando una ayuda o la posibilidad de retrasar el momento de verse a solas con su amada o de escapar cuando la tiene enfrente, Rostov, que ahora tenía lo que más deseaba en el mundo, no sabía cómo acercarse al zar; imaginaba mil motivos por los que sería inoportuno, fuera de lugar e imposible hacerlo.

«Podría parecer que aprovecho la ocasión de verlo solo y triste. En este momento de angustia puede resultarle penoso y antipático ver a un desconocido. ¿Y qué le digo ahora, que con solo verlo me tiembla el corazón y se me seca la boca?» Ninguno de los discursos que imaginó dirigir al zar le volvía a la memoria. Los había pensado para otras circunstancias, para la victoria, el triunfo y, sobre todo, en su lecho de muerte, donde sucumbía a las heridas mientras el zar le agradecía su heroísmo y él, al morir, le confirmaba su amor con su vida.

«¿Cómo voy a pedirle órdenes para el flanco derecho si son más de las tres de la tarde y la batalla está perdida? No debo acercarme a él ni debo perturbarlo. Antes morir mil veces que una mirada suya de reproche o causarle mala impresión», decidió Rostov alejándose con el corazón triste y lleno de amargura, sin dejar de mirar al zar, que permanecía en su misma actitud indecisa.

Mientras Rostov se abandonaba a tales consideraciones y se alejaba tristemente del zar, el capitán Von Toll llegaba casualmente al mismo lugar; al ver al monarca, fue a él directamente, le ofreció sus servicios y lo ayudó a cruzar la zanja a pie. El zar se sentía mal y se sentó bajo un manzano a reposar; Toll permaneció a su lado. Desde lejos, Rostov veía con envidia y arrepentimiento que Toll hablaba largo y tendido con Alejandro, quien, según parece, lloró y se cubrió los ojos con una mano, mientras alargaba la otra a Toll.

«¡Y yo podía estar en su lugar!», pensó Rostov conteniendo como pudo las lágrimas que le inspiraba la suerte del zar, profundamente desolado, y continuó sin saber a dónde ni qué partido tomar.

Su desesperación era más intensa, pues veía que su propia debilidad había sido la causa de su pena.

Habría podido…, habría debido acercarse al zar. Era la gran ocasión de mostrarle su lealtad. Y la había desaprovechado… «¿Qué he hecho?», pensaba; volvió grupas y fue adonde había visto al zar. Pero junto a la zanja no había nadie. Solo vio una hilera de carretas y carrozas. Rostov supo por uno de los conductores que el Estado Mayor de Kutúzov estaba cerca del lugar adonde iban los carros. Rostov los siguió.

Delante de él iba el palafrenero de Kutúzov, que conducía algunos caballos cubiertos con mantas. Lo seguía un carro y cerraba la marcha un viejo sirviente de piernas arqueadas, gorra de visera y pelliza.

—¡Tito! ¡Eh, Tito! —gritó el palafrenero.

—¿Qué? —contestó distraídamente el viejo.

—¡Tito, vete a trillar!

—¡Idiota! —se enojó el otro escupiendo.

Durante unos minutos marcharon en silencio; después se repitió la broma; así una y otra vez.

Antes de las cinco de la tarde la batalla estaba completamente perdida. Más de cien cañones habían caído en manos francesas.

Prebyzhevsky y su cuerpo de ejército se habían rendido; las otras columnas, reducidas a la mitad, se retiraban en desorden.

El resto de las tropas de Langeron y Dojturov se apiñaban revueltas sobre los diques junto a los estanques y las orillas cercanas a la aldea de Augezd.

A las seis, los cañones franceses solo disparaban contra ese lugar. Habían colocado baterías en las laderas de Pratzen y cañoneaban a los rusos en retirada.

En la retaguardia, Dojturov y otros reunían los batallones para defenderse frente a la caballería francesa que los perseguía. Atardecía. Cerca del estrecho dique de Augezd, donde durante años se había sentado el viejo molinero con su gorro y su caña de pescar mientras el nieto metía las manitas en una regadera con las mangas recogidas y jugaba con los peces plateados y temblorosos; en ese dique sobre el que cada año moravos con gorros peludos y chaleco azul circulaban tranquilamente con sus carros llenos de trigo y por donde regresaban tiznados de harina en sus carros blancos; en ese dique, entre furgones y cañones, bajo los caballos y entre las ruedas, se agolpaba una muchedumbre trastornada por el miedo a la muerte; se aplastaban, morían, pasaban sobre los heridos y se mataban solo para morir unos pasos más allá.

Cada diez segundos un proyectil surcaba el aire y caía en medio de aquella muchedumbre matando y cubriendo de sangre a los que se hallaban cerca. Dólokhov, herido en el brazo, a pie, con una docena de hombres de su compañía, pues ya era oficial, y el comandante de su regimiento a caballo eran los únicos supervivientes de su unidad. Arrastrados por el gentío, apretujados en la entrada del dique y empujados por todas partes, tuvieron que detenerse porque un caballo había caído bajo un cañón delante de ellos y lo estaban retirando. Un proyectil mató a alguien a sus espaldas; otro cayó delante y cubrió de sangre a Dólokhov. La multitud, desesperada, se lanzó hacia delante, se apretó todavía más, dio unos pasos y se detuvo.

«Cien pasos más y estaré a salvo; si me quedo aquí dos minutos más, seguro que muero», pensaban todos.

Dólokhov, en medio de la muchedumbre, se abrió paso hacia el extremo del dique, tiró a dos soldados y llegó al borde resbaladizo del hielo que cubría el estanque.

—¡Dad la vuelta! —gritó corriendo por el hielo que crujía bajo sus pies—. ¡Dad la vuelta! —repitió a los del cañón. ¡El hielo resiste…!

El hielo resistía, pero crujía y se arqueaba. Sin duda iba a romperse no solo bajo el peso del cañón y el de las personas, sino bajo el suyo propio. Los demás lo miraban agolpándose en la orilla, sin decidirse a saltar sobre el hielo. El jefe del regimiento, que seguía a caballo, levantó la mano y habló a Dólokhov cuando un proyectil silbó tan bajo sobre la multitud que todos se inclinaron. Algo chocó contra un cuerpo blando y el general cayó del caballo en un charco de sangre. Nadie lo miró ni pensó en levantarlo.

—¡Al hielo! ¡Venga! ¡Dad la vuelta! ¿No oyes? —gritaban tras el disparo muchas gargantas que ni sabían lo que decían.

Uno de los últimos cañones giró hacia el hielo. Muchos soldados corrieron desde el dique al helado estanque. El peso de uno de los primeros soldados quebró la superficie helada y una de sus piernas se hundió. Quiso levantarse, y se hundió hasta la cintura. Los más próximos se detuvieron indecisos; el que llevaba el cañón detuvo su caballo, pero detrás gritaban: «¡Al hielo! ¿Por qué se paran? ¡Vamos! ¡Adelante!», y se repetían los gritos de terror. Los soldados en torno al cañón azuzaban a los caballos para obligarlos a avanzar. Los animales arrancaron. La superficie helada bajo los pies de los infantes se resquebrajó en una gran extensión y unos cuarenta hombres corrieron hacia delante y atrás, hundiéndose todos en el agua.

Los proyectiles silbaban sin cesar y caían sobre el hielo y el agua, pero sobre todo entre quienes se hallaban sobre el dique, en el estanque y la orilla.

CAPÍTULO XIX

En el altozano de Pratzen, donde se había caído con el mástil en la mano, yacía el príncipe Andréi sangrando profusamente y emitiendo, de forma inconsciente, un gemido suave, lastimoso e infantil.

Al atardecer dejó de lamentarse y quedó inmóvil. Abrió los ojos más tarde. Ignoraba cuánto tiempo había estado desmayado. De repente sintió que estaba vivo y que un terrible dolor parecía partirle la cabeza.

«¿Y ese cielo alto que no conocía y que hoy he visto por primera vez?», pensó. «Tampoco conocía este sufrimiento. Hasta ahora no sabía nada… ¿Dónde estoy?»

Prestó atención y oyó el trote de caballos acercándose; luego, las voces de unos hombres que hablaban en francés. Abrió los ojos. El alto cielo, con las nubes movedizas y más lejanas entre las que asomaba el azul infinito, seguía allí. No giró la cabeza ni vio a los hombres que, por el ruido de los pasos y sus voces, se acercaban a él y se detenían.

Los jinetes eran Napoleón y dos edecanes. Bonaparte recorría el campo de batalla y daba las últimas órdenes para reforzar las baterías que disparaban sobre el dique de Augezd. Se detenía para contemplar los muertos y heridos que yacían en el campo de batalla.

—¡Buenos hombres! —dijo Napoleón mirando el cadáver de un granadero ruso caído de bruces, el rostro en la tierra y la nuca ennegrecida; un brazo, ya rígido, estaba muy separado del cuerpo.

—La munición de las piezas de posición se han agotado, señor —le informó un edecán que venía de las baterías que disparaban sobre Augezd.

—Haga avanzar las de reserva —ordenó Napoleón.

Se alejó un poco y se detuvo ante el príncipe Andréi, que yacía de espaldas con el asta de la bandera al lado, pues los franceses habían tomado la bandera como trofeo.

—He aquí una bonita muerte —dijo mirando a Bolkonsky.

El príncipe Andréi comprendió que Napoleón estaba hablando de él. Oyó que llamaban sire a quien había pronunciado las palabras, pero percibía todo como el zumbido de una mosca. No le interesaban ni se fijaba en ellas y las olvidaba de inmediato. Le ardía la cabeza; sentía cómo se desangraba y veía el cielo lejano, alto y eterno, sobre él. Sabía que era Napoleón, su héroe; pero en ese momento le parecía pequeño e insignificante en comparación con lo que sucedía entre su alma y el alto cielo infinito por donde corrían las nubes. No le importaba nada que se detuvieran a su lado ni lo que pudieran decir de él en ese momento; estaba contento de que alguien lo hiciese, y solo quería que esa gente lo ayudase a regresar a una vida que ahora le parecía tan hermosa que la comprendía de otro modo. Hizo acopio de todas sus fuerzas para moverse y articular algún sonido. Agitó una pierna y emitió un lamento quejumbroso que lo conmovió a él mismo.

—¡Ah, está vivo! —dijo Napoleón—. Levantad a ese joven y trasladadlo al puesto de socorro.

Napoleón siguió adelante, al encuentro del mariscal Lannes, que se le acercaba descubierto y sonriente para felicitarlo.

El príncipe Andréi no recordaba lo ocurrido después. Se desmayó por el dolor cuando lo depositaron en unas angarillas, por las sacudidas del camino y cuando le sondaron la herida en el puesto de socorro. Volvió en sí al final de la jornada, cuando lo llevaban al hospital con otros oficiales rusos heridos y prisioneros. Durante el traslado se sintió mejor y pudo mirar a su alrededor y hablar.

Lo primero que oyó fue una frase del oficial francés encargado del convoy, que decía rápidamente:

—Tenemos que detenernos aquí; el emperador va a pasar ahora y querrá ver a estos señores prisioneros.

—Hay muchos prisioneros, casi todo el ejército ruso, se cansará de verlos —repuso otro oficial.

—Sin embargo… dicen que ese es el comandante de la Guardia del zar —el primer oficial señaló a un oficial herido con el uniforme blanco de jinete de la Guardia.

Bolkonsky reconoció al príncipe Repnin, a quien había visto en los salones de San Petersburgo. Junto a él había un joven herido de diecinueve años, también oficial de la Guardia.

Bonaparte, que llegaba al galope, detuvo su caballo.

—¿Quién es el oficial de mayor graduación? —preguntó al ver a los prisioneros.

Dieron el nombre del coronel, príncipe Repnin.

—¿Mandaba el regimiento de caballería de la Guardia del zar? —quiso saber Napoleón.

—Mandaba un escuadrón —repuso Repnin.

—Su regimiento ha cumplido noblemente con su deber.

—La mejor recompensa para el soldado es el elogio de un gran capitán.

—Se la concedo gustoso —dijo Bonaparte—. Y preguntó—: ¿Quién es ese joven?

El príncipe Repnin dijo que era el teniente Sujtelen. Lo miró Napoleón y comentó con una sonrisa:

—Ha venido a meterse con nosotros siendo muy joven.

—La juventud no impide ser valiente —dijo Sujtelen con voz entrecortada.

—¡Bonita respuesta! —comentó Napoleón—. ¡Llegará lejos, joven!

El príncipe Andréi, también en primer término para completar el espectáculo, volvió a llamar la atención del emperador. Napoleón recordó haberlo visto en el campo de batalla y le habló dirigiéndose a él como antes, llamándolo joven, palabra que había quedado en la memoria de Bolkonsky la primera vez que lo vio.

—¿Y usted, joven? ¿Cómo se encuentra, mon brave?

Cinco minutos antes el príncipe Andréi habría podido decir algunas palabras a los soldados que lo transportaban; sin embargo, con los ojos fijos en Napoleón, guardó silencio… Ahora todos los intereses de Napoleón le parecían mezquinos; veía muy pequeño a su héroe, con esa ridícula vanidad y el goce de la victoria si se comparaban con el cielo alto, justo y bueno que había visto; comprendió que no podía contestar nada.

Todo le parecía inútil y cicatero comparado con el orden grandioso que le había sido revelado con el agotamiento de sus fuerzas por el dolor, la pérdida de sangre y la certeza de la muerte. El príncipe Andréi pensaba en la mezquindad de las grandezas y de la vida, una vida incomprensible para todos; en la mezquindad de la muerte, cuyo significado nadie podía discernir ni explicar.

El emperador se giró sin aguardar respuesta y dijo a uno de sus oficiales:

—Que atiendan a estos señores y los lleven a mi vivac, que mi doctor Larrey examine sus heridas. Au revoir, príncipe Repnin.

Y se alejó al galope, el rostro satisfecho y alegre. Los soldados que habían trasladado al príncipe Andréi le habían quitado la medallita de oro que la princesa María le había puesto en su cuello. Ahora, al ver la cortesía de Napoleón con el prisionero, se la devolvieron rápidamente.

El príncipe Andréi no vio quién ni cómo se la puso en el cuello; pero en su pecho, sobre el uniforme, apareció la medalla con su cadena dorada.

«Ojalá fuese todo tan claro y simple como le parece a mi hermana —pensó al ver la imagen que con tanta piedad y fe ella le había puesto—. ¡Qué bonito sería saber dónde encontrar ayuda en esta vida y qué nos espera tras la muerte! ¡Qué felicidad y qué calma si pudiese decir: Señor, ten piedad de mí!… Pero, ¿a quién se lo digo? ¿A la fuerza imprecisa, inconcebible a la que no puedo acudir, ni puedo expresar con palabras, que es todo o nada —se dijo— o a la divinidad cosida en este escapulario que me dio mi hermana? No hay nada seguro salvo la pequeñez de cuanto comprendo y la grandeza de lo incomprensible, pero que es lo más importante de todo.»

Levantaron las angarillas. Cada sacudida le provocaba un dolor insufrible. La fiebre subía y comenzó el delirio. Veía en sus alucinaciones febriles las imágenes de su padre, su esposa, su hermana, el hijo desconocido y esperado, la ternura de la víspera de la batalla, la figura del pequeño e insignificante Napoleón y el alto cielo.

Imaginaba la tranquila y apacible vida familiar en Lisia Gori. Disfrutaba de ese bienestar, cuando aparecía el pequeño Napoleón con su mirada indiferente, limitada y feliz con la desdicha ajena y retornaban las dudas, los padecimientos, y solo el cielo prometía paz. Por la mañana, los sueños se confundieron en un caos, en la penumbra del olvido y el delirio que, según Larrey, médico de Napoleón, desembocarían en la muerte y no en la curación.

—Es un individuo nervioso y bilioso, no sobrevivirá —sentenció Larrey. El príncipe Andréi y algunos otros heridos que habían sido desahuciados quedaron al cuidado de los lugareños.

¡Y qué atuendo!

Nuestro buen Vyazmitinov.

Adaptación del dicho francés Les Maríages se font dans les cieux.

La amo.

Mi buena amiga.

No, dejadme.

No, dejadme, dejadme; todo me da igual.

No vas a cambiarlo, ¿verdad?

Ana Pávlovna.

Lo comprendo todo.

¿Mi buen amigo?

Hija mía.

Ya está.

¡Eh, niños, a la cama a dormir!

Al jefe del Gobierno francés.

Vamos, vamos.

¡Qué cosa tan terrible es la guerra!

A fe mía.

Una mancha.

¡Viva el emperador, viva!

A fe mía, señor, haremos lo que podamos.

¡Al diablo estos rusos!

Valiente.

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