LIBRO CUARTO – 1806
LIBRO CUARTO
CAPÍTULO I
Nikolái Rostov regresó de permiso a casa a principios de 1806. Denisov iba a Vorónezh y Rostov lo convenció para que fuese con él a Moscú y pasase unos días con sus padres. En la penúltima estación de postas, Denisov vio a un amigo, se bebieron tres botellas de vino y, pese a los baches, se durmió cerca de Moscú. Estaba tumbado en el fondo del trineo, junto a Rostov, más impaciente a medida que se acercaban a la ciudad.
«¿Llegaremos pronto? ¡Oh, estas insoportables calles con sus tiendas, sus farolas y sus cocheros!», pensaba Rostov en Moscú, tras presentar los permisos en el puesto de guardia de las puertas.
—¡Denisov! ¡Hemos llegado…! Está dormido —se dijo, con el cuerpo echado hacia adelante, como si así pudiese acelerar el trineo.
Denisov no respondió.
—Ya estamos en la esquina donde paraba el cochero Zajar… ¡Ahí está el propio Zajar, con su caballo de siempre, y la tienda donde comprábamos rosquillas! ¿Cuándo llegamos?
—¿Dónde hay que parar? —preguntó el conductor.
—Al final de la calle; frente a la casona. ¡Cómo no la ves! Es nuestra casa —dijo Rostov—. ¡Denisov! ¡Denisov! ¡Hemos llegado!
Denisov levantó la cabeza, tosió y no respondió.
—¡Dmitri! Hay luz en casa, ¿verdad? —preguntó Rostov al lacayo que iba en el pescante.
—Sí, es la luz del despacho de su padre.
—Aún no se habrán acostado. ¿Eh? ¿Qué crees? ¡Ah! No olvides sacar mi uniforme nuevo —Rostov se alisó el bigote naciente—. ¡Deprisa! —gritó al conductor—. Arriba —dijo a Denisov, que se había dormido—. ¡Vamos, corre! ¡Tres rublos de propina! —gritó Rostov cuando el trineo estaba a tres pasos de la puerta.
Creía que los caballos estaban inmóviles.
El trineo giró por fin a la derecha, hacia la entrada. Rostov vio la gran cornisa de la casa, que conocía bien, con sus desconchones, el porche y la farola de la acera.
Saltó del trineo antes de que frenase y se precipitó al vestíbulo. La casa estaba en calma, indiferente, como si le diese igual quién era el recién llegado. El vestíbulo estaba desierto. «¡Dios mío! ¿Estarán todos bien?», pensó Rostov. Tras un minuto de vacilación y desazonado, subió de cuatro en cuatro los torcidos peldaños de la familiar escalera; seguía el picaporte de la puerta, que tantos disgustos costaba a la condesa por la falta de limpieza, y pudo abrirlo tan fácilmente como siempre. Brillaba una vela en la antesala.
El viejo Mijaíl dormía sobre un cofre. Prokofi, el lacayo fuerte que podía levantar una carroza por el eje trasero estaba sentado trenzando unos laptis. Miró a la puerta que se abría y su expresión soñolienta y apática cambió por una de entusiasmo y susto.
—¡Dios mío! ¡El joven conde! —exclamó al reconocer a su señor—. ¿Es posible? ¡Qué alegría! —Temblando por la emoción corrió a la puerta, probablemente para anunciar su llegada. Pero cambió de idea y se volvió para besar a su joven amo en un hombro.
—¿Están todos bien? —preguntó Rostov zafándose de Prokofi.
—Todos están bien, gracias a Dios. Acaban de cenar. Déjeme que lo mire, excelencia.
—¿Entonces todo va bien?
—¡Sí, sí! ¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios!
Rostov había olvidado a Denisov y corrió de puntillas hacia la gran sala oscura sin permitir que lo anunciasen. Todo estaba como siempre; las mesas de juego y la gran lucerna enfundada. Pero alguien lo había visto porque en cuanto entró una especie de torbellino le salió al encuentro desde una puerta lateral y lo abrazó y besó. Otra persona y otra más corrieron hacia él, y lo abrazaron entre gritos, besos y lágrimas de alegría. No distinguía al padre, a Natacha o a Petia. Todos gritaban, hablaban y lo besaban a la vez. Únicamente faltaba la Nikolenka madre, y él lo advirtió.
—¡No sabía… Nikolenka!, querido…
—Aquí lo tenemos… nuestro Nikolenka… ¡Cuánto ha cambiado! Encended más luces, que traigan té.
—¡Pero bésame también a mí!
—Querido… Y yo…
Sonia, Natacha, Petia, Ana Mijáilovna, Vera, el viejo conde, lo cubrían de abrazos. Toda la servidumbre había acudido llenando el espacio de exclamaciones.
—¿Y a mí? —gritaba Petia agarrado a sus piernas.
Tras haber saltado sobre él y cubrirlo de besos, Natacha se apartó sujetando el borde de la casaca y se puso a brincar sin moverse del sitio, entre chillidos.
Desde todas partes, los mismos brillantes ojos amorosos, las mismas lágrimas de alegría y labios que deseaban besarlo.
Sonia, roja como la grana, lo sujetaba por un brazo y su mirada feliz buscaba los ojos de Nikolái. Había cumplido dieciséis años y era una preciosidad, sobre todo en esos momentos de dicha. Lo miraba fijamente, sonriendo y conteniendo el aliento. Nikolái la miró agradecido pero seguía buscando. Aún no había aparecido la vieja condesa. Entonces se oyeron unos pasos tan rápidos tras la puerta que no podían ser los suyos.
Pero era ella con un traje nuevo que Nikolái no conocía. Todos se apartaron y Nikolái corrió hacia su madre, que cayó en sus brazos entre sollozos. No podía levantar la cabeza. La mantenía apoyada contra los fríos galones del uniforme. Denisov, a quien nadie había visto entrar, los miraba frotándose los ojos.
—Vasili Denisov, un amigo de su hijo —dijo presentándose al padre, que lo miraba inquisitivamente.
—¡Ah! ¡Bienvenido! ¡Sé quién es, lo sé! —El conde abrazó y besó a Denisov—. Kolenka nos ha escrito… Natacha, Vera, es Denisov.
Todos aquellos rostros felices se giraron hacia el desaliñado Denisov y toda la familia lo rodeó.
—¡Querido Denisov! —gritó Natacha, embargada por el entusiasmo, y sin darse cuenta de lo que hacía se le echó al cuello, lo abrazó y lo besó.
Los demás se sorprendieron por el comportamiento de Natacha. Denisov se ruborizó y luego le tomó la mano y se la besó sonriendo.
Llevaron a Denisov a una habitación preparada rápidamente para él y los Rostov se reunieron en el salón de los divanes alrededor de Nikolái.
La vieja condesa, sin soltar la mano de su hijo y besarla sin cesar, se sentó a su lado; los demás, alrededor de ellos, atentos a cada gesto, palabra o movimiento de Nikolái, no apartaban de él sus ojos llenos de amor y dicha. El pequeño Petia y sus hermanas peleaban por estar más cerca de Nikolái, y tener el honor de llevarle el té, un pañuelo o la pipa.
Nikolái estaba encantado, rodeado de tanto afecto, pero la primera felicidad había sido tan intensa que todo le parecía poco y esperaba aún más.
Al día siguiente los viajeros durmieron hasta después de las nueve.
En la habitación contigua, había sables, bolsas, correajes, maletas abiertas y botas embarradas, todo desperdigado. Dos pares de botas relucientes y con espuelas, habían sido colocados junto a la pared. Los criados traían jofainas, agua caliente para rasurarse y los uniformes cepillados y limpios. Olía a tabaco y a hombre.
—¡Eh, Grishka! ¡La pipa! —resonó la ronca voz de Denisov—. ¡Arriba, Rostov!
Frotándose los ojos aún con sueño, Nikolái levantó la cabeza revuelta del calor de la almohada.
—¿Es muy tarde?
—Sí, son más de las nueve —repuso Natacha.
Se oyó en la habitación de al lado el frufrú de vestidos almidonados, cuchicheos y las risas de las muchachas; en la puerta entornada se vio algo azul, cintas, cabellos negros y rostros alegres. Eran Natacha y Sonia, que habían ido con Petia a ver si ya estaban levantados.
—¡Arriba, Nikolenka! —repitió la voz de Natacha junto a la puerta—. Vamos.
Petia vio uno de los sables y, con el entusiasmo inherente a los niños por un hermano mayor que es militar, abrió la puerta sin advertir que no estaba bien que las hermanas viesen a ambos hombres en paños menores.
—¿Es tu sable? — gritó.
Las chicas salieron corriendo.
Asustado, Denisov se cubrió las piernas velludas con la manta y se volvió a su compañero en busca de ayuda. Petia entró y cerró la puerta. Fuera hubo risas.
—Nikolenka, ponte el batín y sal —dijo Natacha.
—¿Es tu sable? —repitió Petia—. ¿O el suyo? —preguntó con respeto al bigotudo y moreno Denisov.
Rostov se calzó; se puso el batín y salió. Natacha se había puesto una de las botas con espuela e intentaba calzarse la otra; Sonia giraba para que su vestido se acampanase, y trataba de sentarse cuando él apareció. Ambas vestían igual, de color celeste; ambas tenían la misma encantadora presencia, fresca, sonrosada y alegre. Sonia salió corriendo. Natacha asió a su hermano del brazo y lo llevó a un diván de la vieja sala de estudio para hablarle. Las preguntas no cesaban. Charlaban sobre un montón de nimiedades que solo a ellos interesaban. Natacha se reía de cuanto decía su hermano o decía ella, no porque fuese gracioso, sino a causa de la alegría. Como no podía contenerse, lo expresaba así.
—¡Qué bien! ¡Qué maravilla! —añadía constantemente.
Por primera vez en año y medio sentía Rostov enfrente, al calor de aquel cariño, la sonrisa infantil de la cual había carecido desde que salió del hogar.
—Dime… —preguntó ella—. ¿Eres ya todo un hombre? ¡Me alegra tanto que seas mi hermano…! —decía tocándole el bigote—. Me gustaría saber cómo sois los hombres. ¿Os parecéis a nosotras? ¿Sí?
—¿Por qué se fue Sonia? —preguntó Nikolái.
—¡Oh, es una larga historia! ¿Cómo vas a hablarle? ¿De usted o la tutearás?
—Ya veremos— dijo Rostov.
—Trátala de usted. Luego te explicaré.
—¿Pero por qué?
—Bueno, te lo diré. Ya sabes que somos amigas íntimas, tan íntimas que dejaría que me quemen la mano por ella. Mira.
Levantó la manga de su vestido de muselina y mostró una mancha rosácea en el brazo, largo, flaco y delicado, cerca del hombro, un lugar que suele quedar oculto con los vestidos de baile.
—¿Ves? Lo hice por ella, para demostrarle mi cariño. Puse una regla al rojo y me quemé.
Sentado en el diván de la sala de estudio, entre cojines y frente a los ojos febriles y animados de Natacha, Rostov regresó a su mundo infantil y familiar que solo tenía sentido para él, pero que le proporcionaba los placeres más dulces de su vida; allí no le parecía inútil la quemadura en el brazo de su hermana como prueba de amor. Lo comprendía y no le asombraba.
—¿Y qué más? ¿Eso es todo?
—¡Oh! ¡Somos tan buenas amigas…! Esto no es nada. Somos amigas para siempre. Cuando ella se encariña con alguien es para siempre, pero yo no lo veo así, yo me olvidaría enseguida.
—¡Bueno! ¿Y qué?
—Sí, Sonia nos ama así a ti y a mí —Natacha se ruborizó—. ¿Recuerdas antes de tu partida…? Ella dice que tú debes olvidarlo todo… que siempre te amará, pero que debes ser libre. ¿A que es hermoso y noble? ¡Sí, muy noble! —dijo Natacha con tanta seriedad y emoción que sin duda ya lo había repetido otras veces entre lágrimas.
Rostov quedó pensativo.
—Yo jamás retiro mi palabra —dijo—. Y además, Sonia es tan encantadora que solo un loco renunciaría a ella.
—¡Oh, no, no! —exclamó Natacha—. Hemos hablado de eso. Sabíamos que contestarías eso. Pero es imposible, ¿sabes? Porque eso es que te crees obligado por tu palabra, y es como si ella lo hubiese dicho adrede. Tú te casarías con ella a la fuerza, y eso no está bien.
Rostov vio que aquello lo habían reflexionado ellas. La víspera, la belleza de Sonia lo había fascinado; ahora, al verla de refilón, le pareció aún más hermosa. Era una chica de dieciséis años que lo amaba con locura; eso no lo dudaba. «¿Por qué no iba a quererla ahora, y casarme con ella?» ¡Pero había… ahora tantas alegrías y ocupaciones! «¡Sí, lo han reflexionado —se dijo—. Debo permanecer libre!»
—Bueno —dijo—. Ya hablaremos de eso después. ¡Oh, cuánto me alegro de verte! Y tú —preguntó—, ¿no has traicionado a Boris?
—¡Qué bobada! —rio Natacha—. No pienso en él ni en nadie, ni quiero saber nada de eso.
—¡Vaya! ¿Qué piensas entonces?
—¿Yo? —Una sonrisa feliz asomó al semblante de Natacha—. ¿Has visto a Duport?
—No.
—¿No has visto al célebre bailarín Duport? ¡Oh, entonces no comprenderás! Mira lo que hago.
Natacha dobló los brazos, alzó la falda como si fuese a bailar; se alejó un poco corriendo, se giró, hizo una reverencia, y anduvo unos pasos sobre las puntas de los pies.
—¿Ves lo que hago? —dijo sin poder mantenerse largo rato en aquella postura—. Ya ves lo que puedo hacer. Nunca me casaré; seré bailarina. Pero esto es un secreto.
Rostov rio tan sonora y alegremente que Denisov sintió envidia en su alcoba. Natacha rio con su hermano sin poder controlarse.
—¿A que está bien? —preguntó.
—Sí, ¿entonces ya no quieres casarte con Boris?
—No quiero casarme con nadie. —Natacha enrojeció—. Se lo diré en cuanto lo vea.
—¡Vaya! —dijo Rostov.
—Pero todo eso son tonterías —prosiguió Natacha—. Y Denisov, ¿es bueno? —preguntó.
—Sí.
—Bien, vístete. ¿Y no da miedo Denisov?
—¿Por qué iba a darlo? —preguntó Nikolái—. No, Vaska es muy bueno.
—¿Lo llamas Vaska…? ¡Qué raro! ¿Y es de verdad bueno?
—Sí, un pedazo de pan.
—Me voy, date prisa para el té; lo tomaremos todos juntos.
Natacha se puso sobre las puntas de los pies una vez más y salió como las bailarinas, pero con esa sonrisa que sale de las jovencitas de quince años cuando son felices. Al encontrarse con Sonia en la sala, Rostov enrojeció. No sabía cómo tratarla. La víspera, se habían besado en un primero momento con la dicha de verse de nuevo, pero ahora comprendían que no deberían haberlo hecho. Él sentía que su madre, sus hermanas y los demás lo miraban con curiosidad y se preguntaban cómo se comportaría con ella. Le besó la mano y la trató de usted, pero sus ojos se tutearon y se besaron con ternura cuando se encontraron. La mirada de Sonia se disculpaba por haber osado recordarle su promesa a través de Natacha, y le agradecía su cariño. También él con la mirada le agradecía su oferta de libertad y aseguraba que, fuera como fuese, jamás dejaría de quererla porque era imposible.
—Es curioso que Sonia y Nikolenka se traten ahora de usted como dos extraños —comentó Vera durante un instante de silencio.
Su observación era justa, como siempre, pero todos se sintieron violentos, como era normal. No solo Sonia y Nikolái; la condesa, que recelaba de los sentimientos de su hijo por Sonia, pues veía un obstáculo para un buen matrimonio, se ruborizó como una niña. Denisov, para asombro de su amigo, entró en la sala con uniforme nuevo, peinado y acicalado, tan presumido como le gustaba mostrarse en las batallas y tan correcto con las damas y los caballeros como Rostov no hubiese imaginado jamás.
CAPÍTULO II
Nikolái Rostov fue recibido en Moscú por los suyos como el mejor hijo, como un héroe, como el querido Nikolenka; los parientes lo recibieron como a un simpático joven, agradable y respetuoso; sus amigos lo recibieron como a un apuesto subteniente de húsares, buen bailarín y uno de los mejores partidos de Moscú.
Los Rostov conocían a todo Moscú. Ese año el conde tenía bastante dinero porque había rehipotecado sus fincas. Así pues, Nikolái Rostov pudo comprar un buen caballo de carreras y llevaba los pantalones a la última, como no se conocían aún en Moscú, y elegantes botas de montar de puntera fina y pequeñas espuelas de plata. Pasaba el tiempo con alegría y, desde su regreso, albergaba la agradable sensación de estar adaptándose tras un tiempo a sus antiguas condiciones de vida. Se sentía todo un hombre que había crecido. Recordaba su consternación por un suspenso en religión, los préstamos solicitados a Gavrilo, los besos furtivos a Sonia como niñerías lejanas. Ahora era subteniente de húsares, con su casaca bordada en plata y su cruz de San Jorge; preparaba su caballo para las carreras con otros aficionados ya adultos, gente conocida y honorable. Era amigo de una dama del bulevar, a cuya casa iba al caer la noche; dirigía la mazurca en el baile de los Arjarov, hablaba de la guerra con el mariscal Kamensky, alternaba en el Club Inglés y se codeaba con un coronel de cuarenta años, presentado por su amigo Denisov.
Su pasión por el zar se había debilitado en Moscú, pues no tenía ocasión de verlo. No obstante, hablaba con frecuencia de él y de su amor por el monarca dando a entender que no contaba todo, pues en su amor había algo inasequible a los demás. Compartía el sentimiento de adoración hacia el zar Alejandro Pávlovich, como todo Moscú, donde lo llamaban «ángel hecho hombre».
Durante su breve estancia en Moscú Rostov no se sintió más cercano a Sonia, sino que se alejó de ella. Ella era atractiva y hermosa; no disimulaba su pasión hacia Nikolái, pero él estaba en ese momento de la juventud en que los jóvenes siempre creen que tienen mucho por hacer, y carecen de tiempo; el joven teme el compromiso, valora su libertad y la necesita para muchas otras cosas. Cuando Rostov pensaba en Sonia, se decía: «Habrá y hay muchas así, quién sabe dónde, aún no las conozco. Tengo tiempo para el amor, pero no ahora». Además, la compañía femenina le parecía humillante para su dignidad varonil. Acudía a los bailes y estaba con ellas fingiendo que lo hacía contra su voluntad. Las carreras, el Club Inglés y la farra con Denisov, las visitas allí, eran harina de otro costal; eran lo que correspondía a un joven húsar.
A principios de marzo, el viejo conde Iliá Andréievich Rostov organizó un banquete en el Club Inglés para recibir al príncipe Bagration.
El conde paseaba por el salón en batín dando órdenes al administrador del club y al célebre Teoctis, cocinero jefe del Club Inglés, sobre espárragos, pepinillos frescos, fresas, la ternera y el pescado para el banquete de Bagration. El conde era miembro y director del club desde que se fundó. Le habían encomendado la organización del ágape en honor de Bagration porque nadie estaba tan capacitado como él para ello y, sobre todo, porque pocos sabían y querían invertir dinero propio en una fiesta, si era necesario. El cocinero jefe y el administrador del club escuchaban encantados las órdenes del conde, pues sabían que con él ganarían gracias a un banquete de miles de rublos.
—No olvides de poner mariscos en el caldo de tortuga.
—¿Tres platos fríos entonces? —preguntó el cocinero.
El conde reflexionó.
—Menos de tres, imposible… El de la mayonesa… —dobló un dedo.
—¿Compramos esturiones grandes? —preguntó el administrador.
—¡Claro, Por supuesto! ¿Qué vamos a hacer? Quédatelos si no los dan por menos. Y lo olvidaba… es necesario también otro entrante. ¡Ah, cielos! —se llevó las manos a la cabeza—. ¿Quién traerá las flores? ¡Mitenka, Mitenka! Corre a nuestra villa, cerca de Moscú —se giró hacia su administrador, que había acudido—. Ve al galope y dile al jardinero que envíe de inmediato todas las flores del invernadero… que envuelvan las macetas en fieltros y que el viernes tenga aquí doscientas plantas.
Dio varias órdenes más y salió a descansar junto a la condesa, pero recordó algo urgente llamó nuevamente al cocinero y al mayordomo.
Se oyó tras la puerta un paso ligero mezclado con el tintineo de espuelas, y apareció Nikolái, arrogante y guapo, con su bigote, descansado y repuesto gracias a la vida ociosa de la capital.
—¡Hola, querido! La cabeza me da vueltas —el padre sonrió, un poco abochornado por la presencia del joven—. ¡Si me ayudases un poco! Necesitamos cantantes. Música tengo, ¿no vendrían bien unos cíngaros? A vosotros, los militares, os gustan estas cosas.
—Padre, creo que el príncipe Bagration no estaba tan atareado como tú en vísperas de la batalla de Schöngraben —sonrió Nikolái.
El viejo conde fingió enfadarse.
—¡Bueno, es fácil hablar, pero prueba tú!
Y se volvió al cocinero, de aspecto inteligente y respetuoso, que observaba con simpatía y una amplia sonrisa al padre y al hijo.
—Ya ves cómo son los jóvenes de hoy, Teoctis; se burlan de los viejos —dijo el conde.
—Así es, excelencia. Quieren tener la mesa puesta, pero no ocuparse de los preparativos ni del servicio; eso no les importa.
—¡Eso es, eso es! —exclamó el conde; y, asiendo el brazo de su hijo, añadió—: No te librarás. Toma el trineo de dos caballos, ve a casa de Bezúkhov y dile que el conde Iliá Andréievich le pide fresas y piñas frescas; no se encuentran en ninguna parte. Si él no está, díselo a las princesas. Desde allí puedes ir a Razgulai, el cochero Ipatka sabe dónde es; allí encontrarás al cíngaro Iliusha, el que bailó con camisa blanca en casa del conde Orlov, ¿recuerdas? Tráemelo.
—¿Lo traigo con las cíngaras? —rio Nikolái.
—Bueno, bueno…
Entró con paso quedo en la sala Ana Mijáilovna, con el aire preocupado de alguien atareado, pero llena de esa calma cristiana que jamás la abandonaba. Ana Mijáilovna veía cada día al conde en batín y, pese a ello, él siempre se turbaba al verla y pedía excusas.
—No se preocupe, querido conde —dijo ella cerrando los ojos con modestia—. Yo iré a casa de Bezúkhov. Pierre ha llegado y conseguiremos todo en sus invernaderos; además, debo verlo. Me ha enviado una carta de parte de Boris, que, gracias a Dios, ya está en el Estado Mayor.
Encantado de que Ana Mijáilovna se encargase de algunas gestiones, el conde ordenó que enganchasen el coche pequeño para ella.
—Diga a Bezúkhov que venga. Lo incluiré en la lista; ¿está con su mujer?
Ana Mijáilovna miró al cielo y su semblante reflejó un gran dolor.
—¡Ah, querido! ¡Es muy desgraciado! —dijo—. Si es cierto lo que dicen, es terrible. Y pensar que nos alegraba tanto su dicha… ¡Un espíritu tan superior y tan noble ese Bezúkhov! Lo compadezco con toda mi alma, y trataré de consolarlo como pueda.
—¿Qué pasa? —preguntaron Rostov, padre e hijo.
—Dólokhov… —Ana Mijáilovna suspiró—, el hijo de María Ivánovna, la ha comprometido del todo, dicen —susurró en tono misterioso—. Él lo protegió, lo invitó a su casa de San Petersburgo y… ya ven… Ha venido, y ese sinvergüenza la ha seguido.
Ana Mijáilovna deseaba mostrar su simpatía por Pierre; pero sus involuntarias entonaciones y una media sonrisa mostraban que su simpatía estaba con el cínico de Dólokhov, como ella lo llamaba—. Dicen que Pierre está deshecho.
—Bien; aun así, dígale que venga al club; olvidará todo. Será un gran banquete.
Al día siguiente, 3 de marzo, a las dos de la tarde, doscientos cincuenta socios del Club Inglés y cincuenta invitados aguardaban para festejar al querido invitado, príncipe Bagration, héroe de la campaña austríaca. La noticia de la batalla de Austerlitz había dejado sin habla a todo Moscú. Los rusos estaban tan acostumbrados entonces a las victorias que la noticia de la derrota no fue creída por algunos, y otros trataron de achacarla a causas extraordinarias. En el Club Inglés, donde se reunía lo más granado de la sociedad, gente influyente y conocedora de la situación, no se habló una palabra de la guerra ni sobre la última batalla cuando en diciembre llegaron noticias de Austerlitz, fue como si todos acordasen ignorarlo. Personajes que daban fuste a las tertulias, como el conde Rostopchín, el príncipe Yuri Vladímirovich Dolgorukov, Valúyev, el conde Markov y el príncipe Viazemski, no se dejaron caer por el club. Se reunían en sus casas y círculos íntimos. Los moscovitas que hablaban basándose en lo que decían los demás, entre ellos Iliá Andréievich Rostov, estuvieron un tiempo sin guía ni opiniones sobre la guerra. Los moscovitas notaban que algo iba mal, que era difícil discutir sobre malas noticias, así que lo mejor era cerrar la boca. Pero tiempo después, como los jurados que salen de la sala de deliberaciones, quienes formaban la opinión del club reaparecieron y comenzaron a hablar clara y precisamente. Se encontraron con las causas de aquel suceso asombroso, insólito e imposible: la derrota rusa. Todo estaba claro y en todo Moscú se repetía lo mismo. Las causas eran la traición de los austríacos, el mal aprovisionamiento del ejército, la traición del polaco Prebyzhevsky y del francés Langeron, la incapacidad de Kutúzov y, esto se decía de dientes afuera, la juventud e inexperiencia del zar, que había confiado en personas malvadas o mezquinas. Pero las tropas rusas, según todos, eran magníficas y habían mostrado un valor prodigioso. Soldados, oficiales y generales, eran héroes. Pero el mayor de ellos era el príncipe Bagration, que podía añadir a su gloria la acción de Schöngraben y la retirada de Austerlitz, donde solo él había mantenido su columna en orden y había rechazado durante toda la jornada a un enemigo muy superior numéricamente. Otro motivo para escoger a Bagration héroe de Moscú era que vivía fuera y carecía de amistades. En él se rendía homenaje al soldado ruso sin relaciones ni intrigas, a un general cuyo nombre se unía al de Suvorov y a los recuerdos de la campaña de Italia. Además, con aquel entusiasmo, se mostraba la decepción y la reprobación que merecía Kutúzov.
—Si Bagration no existiera, habría que inventarlo —parodiaba a Voltaire el bromista de Shinshin.
Nadie hablaba de Kutúzov. Algunos lo denigraban en voz baja llamándolo veleta de la corte y viejo sátiro.
Moscú repetía las palabras del príncipe Dolgorukov: «Tanto va el cántaro a la fuente, que al final se rompe». Se consolaban de la derrota recordando las victorias pasadas; repetían con Rostopchín que los soldados franceses debían ser animados a la batalla con frases rimbombantes; los alemanes debían ser convencidos con argumentos racionales de que es más peligroso huir que avanzar; pero al soldado ruso hay que contenerlo y pedirle que vaya más despacio. Se oían nuevos relatos sobre el valor de nuestros soldados y oficiales en Austerlitz. Uno había salvado la bandera; otro había matado a cinco franceses; aquel había cargado sin ayuda cinco cañones. De Berg contaban que, con la mano derecha herida, había empuñado la espada con la izquierda y había seguido combatiendo. Nada decían de Bolkonsky; solo quienes lo habían conocido en persona lamentaban su muerte temprana dejando a su esposa embarazada y a un padre estrafalario.
CAPÍTULO III
El tercer día de marzo, el rumor de las conversaciones llenaba las salas del Club Inglés. Como abejas en primavera, socios e invitados, de uniforme o etiqueta y hasta con pelucas y caftán, iban y venían, se sentaban, se levaban, se juntaban y se separaban. Los lacayos, con sus pelucas empolvadas, libreas y calzones de seda, de pie junto a las puertas, trataban de vigilar cada movimiento de los invitados y socios para ofrecerles sus servicios.
La mayoría eran ancianos respetables, de rostros redondos, gesto seguro, gruesos dedos y voz firme. Los socios y los invitados de esta categoría ocupaban sus sitios y formaban sus tertulias habituales. Otro grupo más pequeño era el formado por los invitados casuales, sobre todo jóvenes, entre quienes se hallaban Denisov, Rostov y Dólokhov, rehabilitado no hacía mucho como oficial del regimiento Semionovsky. En los rostros de los jóvenes, en especial de los militares, se reflejaba una expresión respetuosa un poco desdeñosa hacia los viejos; parecía decir a la generación anterior: «Estamos dispuestos a presentar nuestros respetos y honores, pero no olviden que el futuro es nuestro».
Nesvítski estaba allí como antiguo socio del club; Pierre, que por deseo de su mujer se había dejado crecer el cabello, iba sin lentes, vestía a la moda y recorría las salas con aspecto triste y abatido. Lo rodeaba el habitual ambiente de gente que veneraba su fortuna y a quien él trataba con distraído menosprecio, habituado ya a dominar a los demás.
Debía estar entre los jóvenes por su edad, pero su fortuna y relaciones lo empujaban al círculo de los ancianos respetables y pasaba de un grupo a otro. Algunos de los viejos más importantes eran el centro de varios grupos, a los cuales se acercaban respetuosamente todos para escuchar a esos hombres famosos. Las tertulias más concurridas eran las del conde Rostopchín, Valúyev y Narishkin. El primero decía que los austríacos habían atropellado en su desbandada a los rusos, que tuvieron que abrirse paso entre los fugitivos a golpe de bayoneta.
Valúyev contaba en confidencia que habían enviado a Uvarov desde San Petersburgo para saber la opinión de los moscovitas sobre Austerlitz.
En otro grupo, Narishkin hablaba de una sesión del Consejo de Guerra austríaco, en la cual Suvorov respondió a las memeces de aquellos generales imitando el canto de un gallo. Shinshin, que estaba en ese grupo, comentó en broma que Kutúzov no había podido aprender siquiera de Suvorov algo tan fácil. Los viejos lo miraron con severidad para darle a entender que no era correcto hablar así de Kutúzov ese día.
El conde Iliá Andréievich Rostov corría del comedor al salón con cara preocupada. Llevaba sus botas blancas y cómodas, saludaba con prisas y decía frases idénticas a todos sus conocidos, fuesen o no importantes; a veces buscaba con los ojos a su elegante y apuesto hijo. Posaba con orgullo la mirada en él y le guiñaba un ojo. El joven Rostov estaba de pie junto a una ventana. Lo acompañaba Dólokhov, a quien había conocido hacía poco y cuya amistad valoraba. El viejo conde se les acercó y estrechó la mano de Dólokhov.
—Ven a casa; ya conoces a mi hijo… los dos habéis sido héroes en el frente… ¡Ah! ¡Vasili Ignatich, buenos días! —saludó a un viejo que pasaba a su lado.
Pero no pudo concluir, pues todo se puso en marcha; un lacayo llegó corriendo y anunció con expresión asustada:
—¡Han llegado!
Sonaron los timbres. Los directores corrieron a la puerta principal; los invitados, dispersos en varias salas, se juntaron cerca de la entrada del gran salón.
Bagration apareció en la puerta. No llevaba sable ni sombrero porque los había entregado al conserje siguiendo la costumbre del club. No era el de la víspera a la batalla de Austerlitz, con el gorro de piel y la fusta de cosaco en bandolera, como lo vio Rostov; vestía un uniforme nuevo ajustado con condecoraciones rusas y extranjeras y la cruz de San Jorge a la izquierda. Probablemente había hecho que le cortasen el pelo y las patillas antes del banquete, lo cual no le favorecía. Tenía una expresión ingenua y festiva, un tanto cómica teniendo en cuenta sus rasgos enérgicos y viriles. Bekleshov y Fedor Petrovich Uvarov se quedaron en el umbral para dejarlo pasar. Bagration, un poco confuso, no quería aceptar aquella cortesía y hubo una vacilación en la entrada; al final Bagration pasó primero. Caminaba sobre el suelo reluciente con timidez y con torpeza sin saber qué hacer con las manos. Era más habitual y fácil para él avanzar bajo los proyectiles en un campo de batalla, como hizo al frente del regimiento de Kursk en Schöngraben. Los directores lo recibieron expresándole la alegría de tener un invitado tan apreciado y, sin aguardar su respuesta, lo rodearon y lo condujeron a la sala. Pero era complicado avanzar, pues invitados y socios se empujaban para verlo, como si fuese un animal exótico. El conde Iliá Andréievich, el más enérgico de todos, apartaba a los curiosos diciéndoles con una sonrisa: «Deja pasar, mon cher, deja pasar». Así logró llevarlo hasta la sala y sentarlo en el diván del centro. Los personajes más eminentes del club rodearon al recién llegado. El conde Iliá Andréievich se abrió camino entre los curiosos, salió y, poco después, reapareció con otro director y una bandeja de plata que presentó a Bagration. En ella reposaba un pergamino con unos versos compuestos en honor del héroe. Bagration pareció azorado y buscó ayuda con los ojos. Pero todas las miradas exigían acatamiento, así que tomó con ambas manos la bandeja y, con aire enojado y de reproche, miró al conde, que la había traído. Alguien muy servicial tomó la bandeja de manos de Bagration, que parecía dispuesto a sostenerla así hasta el atardecer, e incluso llevársela a la mesa, y le hizo fijarse en los versos. «Bueno, los leeré», pareció decir y, paseando sus cansados ojos por el pergamino, leyó con aire serio y concentrado. El autor de los versos los tomó de sus manos para leerlos en voz alta. El príncipe Bagration inclinó la cabeza y se dispuso a escuchar.
Enaltece el reinado de Alejandro
y protege con tu escudo el trono de Tito.
Sé a la vez temible enemigo y hombre de bien,
defensor de la patria y César en la lucha.
Suerte tiene Napoleón de conocer la valía de Bagration.
Nunca más osará atacar a los hercúleos rusos.
No había concluido la lectura cuando el mayordomo anunció: «¡La mesa está servida!» Se abrieron las puertas y en la gran sala del banquete la orquesta tocó la polonesa:
«El jubiloso trueno de la conquista resuena,
¡el triunfo de los valientes rusos sea en hora buena!».
El conde Iliá Andréievich miró con furia al poeta, que seguía leyendo, y se inclinó ante Bagration. Se levantaron los asistentes, convencidos de que la comida era más importante que los versos. Bagration se dirigió el primero a la mesa. Ocupaba el puesto de honor entre dos Alejandros: Bekleshov y Narishkin, lo cual tenía sentido teniendo en cuenta el nombre del zar. Trescientos comensales se sentaron a la mesa según sus jerarquías e importancia. Los más notables estaban más cerca del invitado de honor, igual que el agua se dirige hacia los lugares más hondos, donde el nivel es más bajo.
Poco antes de comenzar la comida, el conde Iliá Andréievich presentó su hijo al príncipe Bagration, que lo reconoció y dijo unas palabras confusas, desordenadas, como todas las de aquel día. El conde Iliá Andréievich miró con dicha y orgullo a los presentes mientras Bagration hablaba con su hijo.
Nikolái Rostov, Denisov y Dólokhov, a quien habían conocido no hacía mucho, se sentaron casi juntos en el centro de la mesa; tenían enfrente a Pierre, junto al príncipe Nesvítski. El conde Iliá Andréievich, con otros directores, haciendo honor a la hospitalidad moscovita, obsequiaba al príncipe Bagration.
Sus esfuerzos habían sido recompensados. La comida fue magnífica, tanto los primeros como los segundos platos, pero Iliá Andréievich estaría inquieto hasta que el banquete acabase. Guiñaba el ojo al mayordomo, susurraba órdenes a los lacayos y esperaba cada plato con especial emoción, aunque ya lo conocía.
Todo fue impecable. Con el segundo plato, un enorme esturión cuya vista hizo enrojecer a Iliá Andréievich de confusión y alegría, los lacayos descorcharon las botellas y sirvieron la champaña. Tras el pescado, que causó cierta impresión, el conde Iliá Andréievich cambió unas miradas con otros directores: «Habrá muchos brindis, deberíamos empezar», se levantó con su copa en alto y todo el mundo calló.
—¡A la salud de Su Majestad el emperador! —gritó.
Los ojos se le llenaron de lágrimas de alegría y emoción. La orquesta tocó de nuevo entonces el mismo tema del principio, y todos los comensales se levantaron y gritaron: «¡Hurra!». Bagration gritó con la voz del campo de Schöngraben. La voz entusiasta del joven Rostov resonó entre las trescientas voces de los comensales. A punto estuvo de llorar.
—¡A la salud de Su Majestad el emperador! ¡Hurra! —gritó, vació la copa de un trago y la estrelló contra el suelo.
Muchos lo imitaron. Se oyeron los gritos largo rato; cuando todos callaron, los lacayos recogieron los vidrios y todos se sentaron de nuevo cambiando miradas, sonriendo de pensar en sus gritos y hablando entre sí. El conde Iliá Andréievich se levantó, miró al papel que tenía junto a su plato y pronunció un brindis a la salud del héroe de la última campaña, el príncipe Piotr Ivanovich Bagration; los ojos azules del conde se llenaron nuevamente de lágrimas. «¡Hurra!», gritaron los trescientos invitados y el coro entonó una cantata de Pavel Ivanovich Kutúzov:
¡Rusos! ¡No hay barreras para nosotros!
Nuestro valor es garantía de victoria.
Con hombres como Bagration
los enemigos caerán a nuestros pies…
A estos cantos les siguieron otros y más brindis, de modo que la emoción del conde Iliá Andréievich creció; se rompían más copas y se gritaba con energía. Bebieron a la salud de Bekleshov, Narishkin, Uvarov, Dolgorukov, Apraksin, Valúyev, de los directores del club, de todos sus socios y de todos los invitados. Hubo un brindis particular para el organizador del banquete, el conde Iliá Andréievich, quien al oírlo sacó el pañuelo y rompió a llorar con el rostro oculto en él.
CAPÍTULO IV
Pierre estaba sentado frente a Dólokhov y Nikolái Rostov. Comía y bebía con avidez, como siempre. Pero quienes lo conocían notaban que ese día se había producido un gran cambio en él. No habló durante toda la comida; miraba a su alrededor con los ojos entornados y el ceño fruncido, con la mirada perdida y se frotaba el puente de la nariz. Estaba triste y sombrío; era como si no viese ni escuchase cuanto sucedía, sumido en algún pensamiento tan penoso como de difícil solución.
El problema que lo atormentaba era la alusión de la princesa en Moscú a la intimidad de Dólokhov con su mujer y una carta anónima recibida esa mañana. En ella le decían con la vileza festiva propia de las cartas anónimas, que pese a los lentes veía mal, pues las relaciones de su mujer con Dólokhov solo eran un secreto para él. Pierre no creyó las alusiones de la princesa ni la carta, pero le resultaba violento mirar a Dólokhov, sentado delante de él. Cuando por casualidad se encontraba con los insolentes ojos de Dólokhov, nacía en él algo espantoso y terrible que lo forzaba a rehuir aquella mirada. Al rememorar el pasado de su mujer y sus relaciones con Dólokhov, Pierre comprendía que la carta podía ser verdad, o podía serlo, o parecerlo si no fuese su mujer. Recordaba que Dólokhov, repuesto en su grado y destino tras la campaña, había ido a su casa al volver a San Petersburgo. Recurrió a su antigua amistad para buscarlo, y Pierre lo había alojado y le había prestado dinero. Recordaba el desagrado de Helena, que se quejaba de que Dólokhov viviese en su casa, las cínicas alabanzas del huésped hacía la belleza de su esposa y que, desde entonces hasta su viaje a Moscú, no se había separado de ellos un segundo.
«Sí, es un muy guapo —pensaba Pierre—, y lo conozco. Para él sería un especial placer difamarme y burlarse de mí, precisamente porque hice tanto por él y lo he recibido en mi casa. Comprendo cómo debe saberle este engaño, si fuese verdad… sí, si fuese cierto. Pero lo dudo; no debo, no puedo creerlo.» Y recordaba la expresión del rostro de Dólokhov en sus momentos crueles, cuando ató al policía a la espalda del oso y lo arrojó al agua o cuando, sin motivo, desafió a un hombre y mató de un tiro al caballo de un coche de punto. Veía a menudo esa expresión en el rostro de Dólokhov cuando lo miraba. «Es un espadachín. Matar a un hombre no es nada para él. Debe parecerle que todos lo temen y eso le gusta. Debe pensar que yo le tengo miedo también. Y se lo tengo.» Al llegar a este punto, se despertaba en su ánimo aquel sentimiento horrible.
Dólokhov, Denisov y Rostov, sentados frente a Pierre, estaban muy alegres. Rostov charlaba con sus compañeros, de los cuales uno era un húsar y el otro un famoso espadachín, un camorrista que a veces miraba con burla a Pierre, que sorprendía en aquella fiesta por su aire distraído, tristón y su corpulencia. Rostov lo miraba con antipatía, pues para un húsar como Rostov, Pierre era solo un civil rico, casado con una mujer preciosa, un blando; es decir, nada. A ello se unía que Pierre, ensimismado, no había reconocido a Rostov ni contestado a su saludo. Al iniciarse los brindis a la salud del zar, Pierre no se levantó ni tomó la copa.
—¿Qué le ocurre? —gritó Rostov mirándolo enojado—. ¿No ha oído? ¡A la salud de Su Majestad el emperador!
Pierre suspiró; se levantó dócilmente, vació su copa y, esperando a que todos estuvieran sentados de nuevo, se volvió con una sonrisa bondadosa a Rostov.
—¡No lo había reconocido!
Pero Rostov seguía con sus «hurras» y no se dio cuenta.
—¿Por qué no reanudas esa amistad? —preguntó Dólokhov a Nikolái.
—¡Bah! ¡Es un idiota! —dijo Rostov.
—Hay que mimar a los maridos de las mujeres guapas —dijo Dólokhov.
Pierre no entendía lo que decían, pero sabía que hablaban de él. Se sonrojó y volvió la cara.
—¡Bueno! Ahora, a la salud de las mujeres guapas —dijo Dólokhov. Con expresión seria y una sonrisa se volvió a Pierre—. ¡Pierre, a la salud de las mujeres guapas y de sus amantes!
Pierre bebió cabizbajo sin mirar a Dólokhov ni contestarle. El lacayo, que distribuía la cantata de Kutúzov, puso un ejemplar delante de Pierre, como invitado más importante; Pierre fue a tomar el papel, pero Dólokhov se inclinó hacia delante, agarró la hoja y se puso a leer. Pierre miró a Dólokhov; sus pupilas se estrecharon; algo terrible y monstruoso que lo había atormentado durante el banquete lo dominaba. Dobló su corpachón a través de la mesa y gritó:
—¡No lo toque!
Al oír aquel grito y ver a Pierre en aquella actitud, Nesvítski y su vecino de la derecha se volvieron a Bezúkhov.
—Cálmese, no lo tome así —susurraron.
Dólokhov miraba a Pierre con sus ojos claros, alegres y crueles, y una sonrisa que parecía decir: «Esto me gusta».
—No se lo daré —dijo tajante.
Pálido, los labios temblorosos, Pierre le arrancó el papel.
—Usted… usted es un miserable. ¡Lo desafío! —dijo apartando su silla y poniéndose en pie.
Al hacer aquello, Pierre sintió que se resolvía afirmativa y definitivamente la cuestión de la culpabilidad de su mujer, que lo había atormentado últimamente. La odiaba y se sentía desligado de ella. Denisov aconsejó a Rostov que no se metiese en aquel asunto, pero Nikolái aceptó ser padrino de Dólokhov y, después del banquete, convino con Nesvítski, padrino de Bezúkhov, las condiciones del duelo. Pierre volvió a su casa y Rostov, Denisov y Dólokhov permanecieron en el club hasta tarde escuchando a los cíngaros y cantantes.
—Entonces, mañana en Sokolniki —dijo Dólokhov en el portal del club, al despedirse de Rostov.
—¿Estás tranquilo? —preguntó Rostov y Dólokhov se detuvo.
—Te revelaré en dos palabras el secreto del duelo. Si vas a batirte y escribes tu testamento y cartas a tus padres, si crees que pueden matarte, eres un tonto y te matarán. Pero si vas con intención de matar al contrario cuanto antes, y con puntería, entonces todo va bien. Como me decía un cazador de osos de Kostroma, ¿quién no tiene miedo al oso? Pero cuando estás frente a él, desaparece el miedo y solo piensas en que no se escape. Pues bien, eso digo yo. À demain, mon cher.
Al día siguiente, a las ocho de la mañana, Pierre y Nesvítski llegaron al bosque de Sokolniki, donde ya estaban Dólokhov, Denisov y Rostov. Pierre tenía el aspecto de un hombre preocupado por cosas muy distintas del duelo. Su rostro estaba demacrado y macilento como si no hubiese pegado ojo. Miraba a su alrededor y entornaba los ojos, como si el sol fuese demasiado brillante. Dos cosas lo preocupaban: la culpabilidad de su mujer, sobre la cual ya no le cabía duda tras la noche en vela, y la inocencia de Dólokhov, quien en realidad no tenía motivos para respetar el honor de un extraño. «A lo mejor yo también habría hecho lo mismo en su lugar —pensaba Pierre—. Sí, lo habría hecho. ¿A qué viene entonces este duelo, este asesinato? O lo mato, o él me herirá en la cabeza, el codo o la rodilla. Debería irme de aquí, huir y desaparecer», se decía. Pero cuando lo asaltaban esas ideas, preguntaba con gesto tranquilo y distraído que imponía respeto a los demás: «¿Falta mucho? ¿Está todo listo?»
Cuando todo estuvo listo, clavaron los sables en la nieve para marcar la línea donde debían detenerse los duelistas. Cargadas las pistolas, Nesvítski se acercó a Pierre.
—No cumpliría con mi deber, conde —dijo con timidez— ni merecería la confianza que deposita en mí y el honor que me ha hecho al escogerme como padrino, si en este momento tan grave no le dijese la verdad. Creo que no hay motivos suficientes para que se derrame sangre… Usted no tenía razón… actuó por un arrebato…
—Sí, lo sé, una estupidez terrible… —dijo Pierre.
—Entonces, permítame que les diga que lamenta lo ocurrido. Estoy convencido de que nuestros adversarios aceptarán sus excusas —dijo Nesvítski, que no creía que se llegaría al duelo, como todos los que participan en ellos—. Es mucho más noble, conde, y lo sabe, confesar un error que llevar algo hasta un extremo irreparable. No ha habido ultraje por ninguna parte; permitidme hablar…
—¡No! ¿Para qué? —dijo Pierre—. Eso no cambia nada… ¿Está todo listo? Dígame solo dónde debo ir y cómo disparar —añadió con una sonrisa afable y poco natural. Agarró la pistola y preguntó cómo se utilizaba, pues nunca había tenido en sus manos un arma y no quería confesarlo—. ¡Ah, sí, eso es! Lo había olvidado —añadió.
—No hay excusas —decía Dólokhov a Denisov, que también hacía tentativas de conciliación; y se acercó al sitio indicado.
El duelo tendría lugar a ochenta pasos del camino donde aguardaban los trineos, en un claro rodeado de pinos y cubierto de nieve blanda. Los contrincantes estaban a cuarenta pasos. Los padrinos contaron los pasos dejando sus huellas en la nieve desde donde se hallaban los contendientes hasta los sables de Nesvítski y Denisov, que hacían las veces de barrera, clavados a diez pasos uno de otro. La niebla y el deshielo proseguían; no se veía nada a cuarenta pasos de distancia. Tres minutos después todo estaba listo, pero nadie dio la señal para empezar. Todos callaban.
CAPÍTULO V
—Empecemos —dijo Dólokhov.
—De acuerdo —dijo Pierre con su sonrisa de siempre. La situación era pavorosa. Aquello, que había empezado tan fácilmente, no podía detenerse, seguía al margen de la voluntad humana y debía llegar a su término. Denisov fue el primero en adelantarse a la línea.
—Como los contendientes se niegan a una reconciliación —dijo—, podemos dar comienzo. Tomen las pistolas y, a la voz de tres, acérquense. ¡Uno…! ¡Dos…! ¡Tres! —gritó con irritación y se apartó.
Los adversarios avanzaron por el sendero de nieve hollada viendo dibujarse entre la niebla la figura del oponente. Podían disparar cuando quisieran durante su avance hacia la barrera.
Dólokhov iba despacio, sin levantar la pistola. Miraba el rostro del adversario con sus ojos azules, claros y brillantes; siempre con una sonrisa.
A la de «¡tres!», Pierre avanzó con prisa, apartándose del sendero y hundiéndose en la nieve. Mantenía el brazo derecho extendido. Sostenía la pistola, como si temiese matarse con ella, la mano izquierda hacia atrás para apoyar en ella el arma, lo cual estaba prohibido, según sabía. Avanzó seis pasos por la nieve, fuera del sendero, miró sus pies, echó un vistazo a Dólokhov y, presionó el gatillo como le habían enseñado. Pierre, no esperaba un estampido fuerte y se estremeció; sonrió por la impresión y se detuvo. Al principio, el humo, espeso por la niebla, le impidió ver; pero no sonó el disparo que esperaba; solo oyó los pasos presurosos de Dólokhov; su silueta apareció entre el humo. Con una mano se presionaba el costado izquierdo, con la otra sostenía la pistola bajada. Estaba pálido. Rostov corrió hacia él y le preguntó algo.
—No… no —masculló Dólokhov—. No ha terminado aún —dio unos pasos más tambaleándose, llegó hasta el sable y cayó sobre la nieve.
Tenía la mano izquierda ensangrentada. Se la limpió en la casaca y se apoyó en ella, con el rostro pálido, contraído y tembloroso.
—Por fa… —comenzó, pero no podía terminar—, por fa… vor… —concluyó con un esfuerzo.
Conteniendo apenas los sollozos, Pierre corrió hacia el herido. Iba a cruzar el espacio que separaba las dos líneas cuando Dólokhov gritó:
—¡A la barrera!
Pierre comprendió qué ocurría y se detuvo junto al sable. Solo los separaban diez pasos. Dólokhov hundió la cara en la nieve y la mordió ávidamente; alzó la cabeza, hizo un esfuerzo y se sentó buscando un buen punto de apoyo. Tragaba nieve con labios temblorosos, pero sonrientes; sus ojos brillaban por el esfuerzo y la rabia; levantó la pistola y apuntó.
—Póngase de lado. Cúbrase con la pistola —dijo Nesvítski.
—¡Cúbrase! —gritó Denisov a Pierre sin poder contenerse aunque fuese padrino de su contrincante.
Pierre, con una sonrisa de pena y contrición, las piernas y los brazos separados, ofrecía a Dólokhov su amplio pecho y lo miraba con tristeza. Denisov, Rostov y Nesvítski cerraron los ojos; coincidieron el disparo y la exclamación rabiosa de Dólokhov:
—¡Fallé! —gritó cayendo de bruces sobre la nieve.
Pierre se llevó las manos a la cabeza, se volvió y fue hacia el bosque. Caminaba sobre la nieve pronunciando en alta voz palabras incomprensibles:
—¡Qué idiotez…! ¡Qué idiotez…! La muerte… la mentira… —repetía.
Nesvítski lo detuvo y lo llevó a su casa. Rostov y Denisov se llevaron al herido.
Dólokhov iba con los ojos cerrados en el trineo, silencioso. Pero al entrar en Moscú pareció animarse; alzó la cabeza con esfuerzo y tomó la mano de Rostov, que iba sentado a su lado. La expresión de su rostro, llena de ternura, sorprendió a Rostov.
—¿Cómo estás? —le preguntó.
—¡Mal! Pero no se trata de eso, amigo —dijo Dólokhov, con voz entrecortada—. ¿Dónde estamos? Sí, en Moscú… Lo mío no importa. Pero a ella la he matado… la he matado… No lo soportará…
—¿Quién? — preguntó Rostov.
—A mi madre… a mi ángel, a mi ángel adorado… Dólokhov apretó la mano de su amigo y comenzó a sollozar.
Cuando se hubo calmado explicó a Rostov que vivía con su madre y que si ella lo veía así no podría soportarlo. Rogó a Rostov que la avisase.
Rostov se adelantó para cumplir el ruego. Supo para su gran sorpresa que Dólokhov, el pendenciero, el espadachín, vivía con su anciana madre y una hermana jorobada, que era el hijo más cariñoso y el mejor hermano del mundo.
CAPÍTULO VI
Pierre se había visto en pocas ocasiones a solas con su esposa en los últimos tiempos. Tanto en San Petersburgo como en Moscú, en su casa siempre había invitados. La noche siguiente al duelo con Dólokhov no fue a su dormitorio, como solía, sino que permaneció en el despacho de su padre, la estancia donde había expirado.
Se tumbó en el diván; deseaba dormir y olvidar todo, pero no podía. Un torbellino de ideas, sentimientos y recuerdos lo desvelaban impidiéndole estar quieto; tuvo que caminar rápidamente por la habitación. A veces recordaba la primera época de su matrimonio, a su esposa con los hombros desnudos, la mirada indolente y apasionada; entonces surgía junto a ella el hermoso rostro de Dólokhov, insolente y burlón, como lo había visto en el banquete; después ese mismo rostro, pálido, tembloroso y dolorido, como era al caer en la nieve.
«¿Qué ha pasado? —se preguntaba—. He matado al amante. Eso es. He matado al amante de mi mujer. ¿Por qué? ¿Cómo he llegado a eso?» Una voz interior le decía: «Porque te casaste con ella».
Se preguntaba de nuevo: «¿Por qué soy culpable? Porque te casaste sin amor; te has autoengañado y la has engañado a ella». Y recordaba vívidamente la tarde en que, tras la cena en casa del príncipe Vasili, pronunció las palabras que no querían salir de sus labios: «Je vous aime». «Todo empezó ahí… Entonces ya presentía que no estaba bien, que no debí decirlo, no tenía derecho a hacerlo. Y mira lo que ha ocurrido.»
Recordó la luna de miel y se ruborizó. Lo que más lo avergonzaba y hería era el recuerdo de un mediodía, poco después de la boda, en que había salido de la alcoba al despacho, vestido con un batín de seda, y se topó con el administrador. Este lo saludó respetuosamente, mirando con una sonrisita su rostro y su batín, sonrisa con la que parecía sumarse sin perder el respeto a la dicha de su jefe.
«¡Cuántas veces me he enorgullecido de ella! De su increíble belleza, de su tacto mundano —pensaba—; me enorgullecía de mi casa, donde Helena recibía a todo Petersburgo, y de su belleza inaccesible… ¡Pensar que me sentía orgulloso de eso! A veces pensaba que no la comprendía; cuando pensaba en su carácter, a menudo me creía culpable de no entenderla y de no entender esa calma suya, su satisfacción continua y su falta de emociones y deseos. Todo el enigma lo resumía una horrible palabra: pervertida. Dicha esa palabra, todo quedaba claro. Anatole venía a pedirle prestado y le besaba los hombros desnudos. Ella le negaba el dinero, pero permitía los besos. Su padre excitaba bromeando sus celos; ella respondía con una sonrisa serena que no era tan boba como para sentirlos. “Que haga lo que quiera”, decía refiriéndose a mí. Una vez le pregunté si no sentía síntomas de embarazo; rio con desdén y repuso que no era tan tonta como para desear hijos, y que nunca los tendría de mí.»
Recordaba entonces sus juicios y expresiones ramplonas y vulgares, pese a haber sido educada entre aristócratas. «No soy tonta…, anda, pruébalo tú mismo… allez vous promener», solía decir. A menudo, cuando veía en los ojos de los viejos, de los jóvenes y de las mujeres el efecto que producía, Pierre no entendía por qué no la amaba. «Jamás la he querido —se decía—; sabía que era una pervertida, aunque no quería confesármelo.»
«Ahora Dólokhov yace en la nieve, trata de sonreír y a lo mejor muere por una fingida bravata.»
Pierre era de esos hombres que, pese a su aparente carácter débil, no buscan confidentes para sus penas. Las sufría solo.
«Ella es la culpable de todo —se repetía—. ¿Qué se deduce de esto? ¿Por qué me he ligado a una mujer así? ¿Por qué le dije “je vous aime” si era mentira o algo peor? Soy culpable y debo soportar… ¿Qué? ¿La deshonra de mi nombre, la desdicha de mi vida? Todo es absurdo. La deshonra, la honra solo son convenciones. No depende de mí.
»Mataron a Luis XVI porque decían que había perdido la honra, que era un criminal —pensó—. Y tenían razón desde su punto de vista, como quienes murieron por él como mártires y quienes después lo santificaron. Luego ejecutaron a Robespierre por déspota. ¿Quién tiene razón? ¿Quién es culpable? Nadie. Vive mientras tengas vida, mañana morirás, como yo, que podía haber muerto hace una hora. ¿Merece la pena torturarse si la vida es solo un segundo comparado con la eternidad?»
Y cuando se creía aliviado por tales razonamientos, ella aparecía en su mente y los instantes en que él expresaba su falso amor con mayor intensidad. Sentía entonces que la sangre le afluía al corazón y se levantaba, se movía y rompía cuanto tenía a mano. «¿Por qué le diría “je vous aime”?», se preguntaba de nuevo. Tras hacerse la pregunta por décima vez, recordó la frase de Molière: «Mais que diable allait-il faire en cette galère», y se rio de sí mismo.
Esa noche llamó a su ayuda de cámara y le ordenó que preparase el equipaje para viajar a San Petersburgo. No podía vivir bajo el mismo techo que ella ni podía imaginar cómo hablaría ahora con ella. Decidió marcharse al día siguiente y dejarle una carta anunciándole su intención de separarse de ella para siempre.
A la mañana siguiente, cuando el ayuda de cámara le trajo el café, Pierre estaba en el diván. Dormía con un libro abierto entre las manos. Despertó y miró a su alrededor sin comprender dónde estaba, asustado.
—La señora condesa pregunta si su excelencia está en casa —dijo el ayuda de cámara.
Pierre aún no había tenido tiempo de pensar en respuesta cuando ella apareció con su batín de raso blanco recamado en plata, peinado el cabello en dos grandes trenzas rodeando en diadème su hermosa cabeza. Entró con aire sereno y majestuosa; solo su frente mármol, un poco abultada, mostraba una arruguita de rabia. Con su calma de siempre, no quiso hablar delante del ayuda de cámara. Sabía lo del duelo y precisamente por eso acudía. Aguardó a que sirviese el café y los dejase. Pierre la miró con timidez a través de sus lentes, como una liebre rodeada de sabuesos que se encoge sin moverse con las orejas gachas. Trató de reanudar su lectura, aunque supiese que era absurdo e imposible; la miró nuevamente con timidez.
Helena permaneció en pie, contemplándolo con una sonrisa desdeñosa. Cuando se quedaron a solas preguntó con voz grave:
—¿Qué significa eso? ¿Qué has hecho?
—¿Quién, yo? —preguntó Pierre.
—¡Qué valiente nos ha salido! Responda. ¿Qué es eso del duelo? ¿Qué has querido demostrar? ¿Qué? Respóndeme.
Pierre se giró torpemente en el diván, abrió la boca, pero no respondió.
—Ya que no respondes, lo diré yo —prosiguió Helena—. Te crees cuanto dicen. Dijeron —en este punto rio— que Dólokhov era mi amante —lo dijo en francés con la grosera precisión de su lenguaje, pronunciando la palabra «amant» como cualquier otra—. ¡Y lo creíste! ¿Qué has demostrado? ¿Qué has demostrado con ese duelo? Pues que eres tonto, pero eso lo sabe todo el mundo. ¿Y qué pasará? Que seré el hazmerreír de todo Moscú y que cualquiera diga que, borracho, chiflado, provocaste a un hombre del que no tenías motivos para estar celoso —Helena iba alzando la voz y parecía cada vez más excitada— y que es mil veces mejor que tú en todos los sentidos…
—Hum… Hum… — Pierre rezongó frunciendo el ceño sin mirar a su mujer ni moverse.
—¿Y por qué creíste que era mi amante…? ¿Porque me gusta su compañía? Si fueses más listo y agradable, habría preferido la tuya.
—No me hables… si eres tan amable… —murmuró Pierre con voz ronca.
—¿Por qué no voy a hablar? Puedo decir, y lo diré en alto, que pocas mujeres como yo no se buscarían des amants teniendo un marido como tú, y yo no lo hice.
Pierre trató de decir algo; la miró con ojos extraños, cuya expresión Helena no comprendió, y se tumbó. Sufría físicamente en esos momentos, le oprimía el pecho, le faltaba el aire. Sabía que debía hacer algo para acabar con el sufrimiento, pero lo que deseaba era terrible.
—Será mejor que nos separemos —dijo con voz entrecortada.
—¿Separarnos? Como quieras, pero siempre que me asignes un patrimonio —dijo Helena—. ¡Separarnos! ¿Crees que así me asusto?
Pierre saltó del diván; tambaleándose, se abalanzó sobre ella.
—¡Te voy a matar! —gritó y agarró con una fuerza que él mismo desconocía el mármol de la mesa y avanzó hacia ella amenazándola.
El pavor se dibujó en el semblante de Helena. Gritó con estridencia y se apartó de un brinco; el genio del viejo conde vivía en el hijo; sentía la atracción y el placer del furor. Lanzó el mármol contra el suelo y lo rompió, con los brazos abiertos se acercó a su mujer gritando «¡Fuera!» con una voz tan horrenda que se oyó en toda la casa. Dios sabe lo que habría hecho en esos momentos si Helena no hubiese huido.
Una semana más tarde Pierre envió a su mujer un poder para administrar las fincas que poseía en la Gran Rusia, lo cual era más de la mitad de su fortuna, y marchó solo a San Petersburgo.
CAPÍTULO VII
Habían pasado dos meses desde que en Lisia Gori recibieron noticias sobre la batalla de Austerlitz y la desaparición del príncipe Andréi. Pese a todas las cartas enviadas a través de la embajada y de las indagaciones, no se halló su cuerpo ni figuraba entre los prisioneros. Lo peor para su familia era que quedaba, con todo, la esperanza de que lo hubiesen recogido los lugareños y que estuviese convaleciente o moribundo y solo entre extraños, sin posibilidad de darles noticias. Los periódicos, en los cuales el viejo príncipe tuvo las primeras noticias de la derrota de Austerlitz, contaban como siempre de forma vaga y concisa que los rusos habían tenido que retirarse tras unos encuentros brillantes y que la retirada se había realizado de forma ordenada. El viejo príncipe imaginó por esas noticias oficiales que habían derrotado a los ejércitos del zar. Una semana después de leer la noticia sobre la batalla de Austerlitz, recibió una carta de Kutúzov informándole sobre su hijo.
«Su hijo —escribía— ha caído delante de mí con la bandera en la mano, encabezando un regimiento, como un héroe digno de su padre y su patria. Con gran dolor mío y de todo el ejército, no sabemos si está vivo o muerto; me consuela como a usted la esperanza de que viva, pues de lo contrario figuraría en la lista de oficiales hallados en el campo de batalla, que me ha llegado a través de parlamentarios.»
El viejo príncipe recibió la noticia muy avanzada la tarde, a solas en su despacho; al día siguiente dio su acostumbrado paseo matinal, pero estuvo silencioso, y aunque tuviese aspecto enojado no dijo nada al administrador, al jardinero o al arquitecto. Cuando la princesa María entró en su gabinete a la hora de siempre, el príncipe estaba de pie, trabajando en su torno; no se giró hacia ella, como de costumbre.
—¡Ah! ¡La princesa María! —exclamó con una voz innatural y tiró la herramienta.
La rueda siguió girando por inercia. La princesa María recordaría mucho tiempo el chirrido de la rueda, que en su mente se mezclaba con lo sucedido después.
La princesa se acercó a su padre, vio su semblante y sintió que algo se desmoronaba dentro de ella. Se le nubló la vista. Por la expresión de aquel semblante, ni triste ni decaído, sino iracundo y transformado por el esfuerzo por dominarse, supo que una desgracia terrible había ocurrido, la peor desdicha de su vida, algo nunca experimentado, irreparable, incomprensible, la muerte de una persona amada.
—Mon père! André! —exclamó la torpe y desgarbada princesa con tal tristeza que el príncipe no pudo controlarse y se volvió sollozando.
—Recibí noticias. No está entre los prisioneros ni entre los muertos. Me ha escrito Kutúzov —dijo con voz chillona, como si con ese grito quisiese apartar a su hija—. Lo han matado.
La princesa no cayó ni se desmayó. Estaba ya pálida, pero al oír estas palabras cambió la expresión de su rostro; algo brilló en sus bellos ojos, como si descendiese sobre el inmenso dolor que sufría una dicha suprema, independiente de las penas y alegrías de este mundo. Olvidó el temor que le inspiraba su padre, se le acercó, le tomó la mano y lo atrajo y abrazó su cuello reseco y fibroso.
—No se aparte, mon père… lloremos juntos.
—¡Miserables! ¡Canallas! —gritó el viejo separando el rostro—. ¡Machacar un ejército! ¡Sacrificar a la gente! ¿Para qué? Díselo a Lisa.
La princesa se dejó caer en una silla, agotada, y lloró junto a su padre. Veía a su hermano al despedirse de Lisa y de ella, su aire orgulloso y cariñoso; lo veía cuando, tierno y burlón, se ponía la medallita. «¿Creería ahora? ¿Se habría arrepentido de su incredulidad? ¿Está ahora en la casa de la paz y la dicha eternas?», pensaba.
—¿Cómo ha sido, mon père? —preguntó entre lágrimas—. Vete. Ha caído en la batalla donde fueron llevados a morir los mejores hombres de Rusia y la gloria de la patria. Ve a decírselo a Lisa. Luego iré yo.
Cuando la princesa María volvió del despacho de su padre, la princesita estaba sentada con su labor; tenía esa expresión feliz y de paz interior que poseen las mujeres encintas. Miró a su cuñada, pero no la vio, sino que miró en su interior, observó el misterio feliz y profundo que se obraba en su cuerpo.
—Marie —apartó el bastidor y se echó atrás—, pon aquí la mano.
Tomó la mano de su cuñada y se la colocó en el vientre. Los ojos de Lisa sonreían mientras aguardaba; su labio superior estaba levantado y le daba una expresión infantil y feliz.
La princesa María se puso de rodillas delante de ella y escondió el rostro entre los pliegues de su vestido.
—Ahí, ¿lo sientes? Se me hace tan raro… ¿Sabes, María? Lo querré muchísimo— dijo mirando a su cuñada con ojos brillantes y dichosos.
La princesa María no pudo levantar el rostro. Lloraba.
—¿Qué te ocurre?
—Nada… Estoy triste… por Andréi —repuso enjugándose los ojos en las rodillas de Lisa.
Durante toda la mañana la princesa María trató de preparar a su cuñada varias veces, pero se ponía a llorar. La princesita no comprendía nada, pero se alarmó aunque su capacidad de observación no fuese grande. Antes de la comida el viejo príncipe entró en su alcoba. Siempre lo temía, pero salió sin decir nada con el rostro especialmente tenso e irritado. Lisa miró a la princesa María y quedó pensativa; era como si toda su atención se dirigiese a su interior, cosa frecuente en las embarazadas, y rompió a llorar.
—¿Han llegado noticias de Andréi? —preguntó.
—No, no… Sabes que aún no han podido llegar; pero mon père empieza a estar con el alma en un hilo y eso me da miedo.
—¿No hay nada entonces?
—Nada —repuso la princesa María mirando fijamente a su cuñada. Había decidido no decirle la verdad y convencido a su padre de que ocultase la noticia hasta después del parto, que era inminente.
La princesa María y el viejo príncipe sufrían y ocultaban su dolor. El anciano no quería hacerse ilusiones; había decidido que su hijo había muerto, y aunque enviase a alguien a Austria en busca de noticias suyas, había encargado en Moscú un monumento que colocaría en su parque. Decía a todos que habían matado a su hijo. Trataba de no alterar en nada su modo de vida, pero las fuerzas lo abandonaban; paseaba menos, comía y dormía menos y se debilitaba por días.
La princesa María confiaba. Rezaba por su hermano como si viviese y esperaba en todo momento la noticia de su regreso.
CAPÍTULO VIII
—Ma bonne amie —dijo la princesita la mañana del 19 de marzo, tras el desayuno, y su labio se alzó como siempre; pero como en la casa, después de la terrible noticia, todo era triste, hasta su sonrisa, que se hallaba bajo la influencia del ambiente general sin ella saberlo, era tan melancólica que aumentaba el dolor de todos—. Mi buena amiga, me temo que el «fruschtique», como dice Foka, el cocinero, me ha sentado mal.
—¿Qué te pasa, Lisa? Estás muy pálida —se asustó la princesa María corriendo hacia su cuñada.
—Excelencia, ¿no habría que llamar a María Bogdanovna? —preguntó una de las doncellas que se encontraba en la estancia.
María Bogdanovna era la comadrona de la cabeza de distrito y hacía dos semanas que vivía en Lisia Gori.
—Sí —asintió la princesa María—. Tal vez sea eso. Voy a avisarla. Courage, mon ange! —besó a Lisa y quiso salir de la habitación.
—¡Oh, no! —junto a la palidez, el rostro de Lisa reflejó el miedo infantil a los dolores físicos inevitables—. No, es el estómago… Di que es el estómago, di, María, di…
Y la princesita se puso a llorar como una niña caprichosa retorciendo las manitas y exagerando un poco.
La princesa María fue a buscar a María Bogdanovna.
—Oh! Mon Dieu! Mon Dieu! —oyó mientras se alejaba.
La comadrona se acercaba con expresión seria y serena frotándose las manitas blancas y regordetas.
—María Bogdanovna, parece que ya ha empezado —dijo la princesa María mirándola con ojos muy abiertos y asustados.
—Gracias a Dios, princesa —dijo María Bogdanovna sin apresurarse—. Y usted debe retirarse; no son cosas que deban saber las doncellas.
—¿Qué vamos a hacer? El médico de Moscú aún no ha llegado —dijo la princesa.
Por deseo de Lisa y del príncipe Andréi habían llamado a un médico que debía llegar en cualquier momento.
—No importa, princesa, no se preocupe; todo irá bien sin médico —repuso María Bogdanovna.
Cinco minutos después, la princesa María oyó desde su habitación un ruido como si arrastrasen algo pesado. Salió a ver y vio que unos criados llevaban al dormitorio de Lisa el diván de cuero del despacho del príncipe Andréi. El semblante de los hombres tenía un aire grave y tranquilo.
A solas en su habitación, la princesa María estaba atenta a los rumores de la casa. A veces, si alguien pasaba delante de su habitación, abría la puerta y miraba el pasillo. Algunas mujeres iban y venían sin hacer ruido, se giraban a mirarla y apartaban los ojos. Ella temía preguntar, cerraba la puerta y volvía a su sitio. Se sentaba, tomaba un libro de oraciones y se arrodillaba ante los iconos. Notó con dolor y asombro, que las preces no la calmaban.
Entonces se abrió con sigilo la puerta de su habitación y entró su vieja niñera, Praskovia Savishna, quien raras veces osaba visitarla por orden del príncipe.
—Vengo a hacerte compañía, Mashenka; traigo las velas del matrimonio del príncipe para encenderlas ante los santos, tesoro —suspiró la anciana.
—¡Qué contenta estoy de que hayas venido!
—¡Dios es misericordioso, tesoro!
La niñera encendió las afiligranadas velas ante los iconos y se sentó con la calceta junto a la puerta. La princesa abrió su libro de oraciones y leyó. Cuando oía pasos o voces levantaba los ojos con miedo e intriga, pero la niñera la tranquilizaba con su mirada. El temor de la princesa María parecía imperar en la casa. Dada la creencia popular de que cuantas menos personas conozcan los dolores de una parturienta, menos sufre, todos fingían no saber nada. Nadie hablaba de ello; sin embargo, además del ambiente grave y respetuoso habitual en la casa del príncipe, había una general preocupación, una tierna atención y la conciencia de que estaba ocurriendo algo grande e impenetrable.
En la zona destinada a las criadas no se oían risas. Los hombres permanecían sentados sin hablar, como si aguardasen algo. Fuera habían encendido teas y antorchas; nadie dormía. El viejo príncipe, que caminaba sobre los talones a un lado y a otro de su despacho, envió a Tijon para preguntar a María Bogdanovna.
—Di solo que el príncipe te manda para informarse y me cuentas lo que te diga.
—Informa al príncipe de que ya ha empezado el parto —repuso María Bogdanovna, mirando al mensajero con aire revelador.
Tijon repitió las palabras de María Bogdanovna al príncipe.
—Está bien —dijo este cerrando la puerta; y Tijon no volvió a oír un solo ruido en el despacho.
Poco después entró, so pretexto de cambiar las velas; el viejo príncipe estaba en el diván; Tijon lo miró y, al ver su semblante angustiado, meneó la cabeza, se acercó en silencio, le besó un hombro y salió sin cambiar las velas ni decir para qué había entrado.
Se cumplía el misterio más solemne del mundo.
Pasó la tarde y llegó la noche; no disminuía la sensación de espera y emoción ante lo impenetrable, sino todo lo contrario. Nadie durmió en la casa.
Era una de esas noches de marzo en que el invierno parece regresar y caen con furia las últimas nieves y ventiscas. Aguardaban en cualquier momento al médico alemán; había salido a su encuentro un coche y varios hombres a caballo con linternas aguardaban en la carretera para acompañarlo por el camino lleno de baches.
La princesa María había dejado su libro hacía tiempo y estaba sentada, en silencio, con los ojos fijos en el conocido rostro arrugado de la niñera; contemplaba el mechón de cabellos grises que escapaban bajo el pañuelo y la papada bajo la barbilla.
La vieja niñera Savishna tenía la calceta en las manos y repetía, sin oír ni comprender sus propias palabras, historias cien veces contadas sobre cómo la difunta princesa había dado a luz a la princesa María en Chisináu, ayudada por una campesina moldava que hizo de comadrona.
—Dios se apiadará, los médicos nunca son necesarios —decía.
Un golpe de viento batió el marco de una ventana, pues el príncipe ordenaba que se quitasen los postigos cuando aparecían las alondras. Una de las fallebas, mal echada, se abrió y una ráfaga de aire gélido entró sacudiendo las cortinas y apagando la vela. La princesa tembló; la niñera dejó la calceta, fue a la ventana y se asomó tratando de sujetar el marco. El viento agitaba las puntas de su pañuelo y el mechón de cabello.
—¡Princesa, madrecita! ¡Alguien viene por el camino con linternas!
¡Debe ser el médico! —dijo sujetando el marco sin cerrarlo.
—¡Alabado sea Dios! —exclamó la princesa—. Hay que salir a recibirlo, no sabe ruso.
La princesa María se puso un chal sobre los hombros y corrió hacia el recién llegado. Al cruzar la antecámara vio por las ventanas que había varias linternas y un vehículo ante el portal. Corrió a la escalera. Sobre el pilar de la balaustrada había una vela que goteaba cera. Filip, un camarero, estaba en el primer rellano con cara asustada y otra vela en la mano; más abajo, en la revuelta de la escalera, se oyeron pasos apresurados de alguien calzado con botas de invierno y resonó una voz que a la princesa le pareció conocida:
—¡Gracias a Dios! —decía—. ¿Y mi padre?
—Está descansando —replicó la voz de Demian, el mayordomo, que ya estaba abajo.
El otro dijo otras palabras. Demian respondió algo y el ruido de las botas subió con más rapidez por la escalera.
«¡Es Andréi! —pensó la princesa—. Imposible. Sería demasiado maravilloso.»
Y mientras lo pensaba, en el descansillo donde aguardaba el camarero con la vela, apareció el príncipe Andréi con un abrigo de pieles cubierto de nieve en el cuello. Era él, pálido y delgado, con una expresión extrañamente distinta en el rostro, una expresión de inquieta ternura. Subió la escalera y abrazó a su hermana.
—¿No recibisteis mi carta? —preguntó.
Sin esperar una respuesta que no habría obtenido, pues su hermana no podía hablar, volvió sobre sus pasos. Junto con el médico alemán, que iba detrás de él porque se habían encontrado en la última estación, continuó con paso rápido y abrazó a su hermana una vez más.
—¡Qué destino, Masha querida! —dijo.
Se quitó entonces el abrigo y las botas, y entró en la habitación de la princesa Lisa.
CAPÍTULO IX
La princesita estaba recostada entre almohadones con su cofia blanca. Los dolores habían cesado un momento antes. Varios mechones de cabello negro se rizaban sobre sus mejillas sudorosas y encendidas. Entreabría su boquita sonriendo con aire feliz. El príncipe Andréi entró y se detuvo ante su mujer, al pie del diván donde ella estaba. Los ojos brillantes de Lisa, que miraban temerosos y emocionados, como los de un niño, se posaron en él con la misma expresión. «Os quiero a todos y no hecho daño a nadie. ¿Por qué sufro? Ayudadme», parecía decir. Veía a su marido sin verlo.
El príncipe Andréi rodeó el diván para besarle la frente.
—¡Alma mía! —dijo unas palabras cariñosas por primera vez en su vida—. Dios es misericordioso…
Ella lo miró con ojos de reproche, como preguntando.
«Esperaba tu ayuda. Pero… nada… ni de ti», parecía decir con la mirada. No le asombraba su regreso. No lo comprendía. Su llegada no guardaba relación con sus dolores ni con su alivio.
El dolor volvió. María Bogdanovna aconsejó al príncipe que saliese. Entró el médico.
El príncipe Andréi salió y se acercó a su hermana. Ambos hablaban en voz queda; pero interrumpían la conversación constantemente, esperaban y aguzaban el oído.
—Allez, mon ami —dijo la princesa María.
El príncipe Andréi se acercó a la alcoba de su mujer y aguardó en una salita donde se sentó. Una mujer salió con expresión alterada y se paró al verlo. El príncipe escondió la cara entre las manos y así estuvo unos minutos. A través de la puerta llegaban gritos desgarradores y quejidos lastimeros de animal indefenso. Se levantó; se acercó a la puerta y quiso abrirla, pero se lo impidieron.
—No se puede, no se puede —dijo una voz atemorizada desde la habitación. El príncipe se puso a pasear por la sala. Los gritos cesaron. Pasaron unos segundos y resonó en la habitación vecina un grito terrible que no era de ella.
El príncipe corrió a la puerta. El grito cesó y se oyeron los gemidos de un bebé. «¿Para qué han traído un niño? —pensó de pronto el príncipe Andréi—. ¿Un niño? Pero ¿cuál…? ¿Acaso ha nacido ya?»
Entonces comprendió el feliz sentido del grito. Las lágrimas lo ahogaron. Se apoyó en el alféizar y lloró como los niños. Se abrió la puerta. El médico salió con la camisa remangada, pálido y temblando. El príncipe Andréi se volvió a él. Aturdido, el médico lo miró y pasó de largo sin decir nada. Después salió una mujer. Al ver al príncipe se detuvo en el umbral, asombrada. El príncipe Andréi entró en la habitación de su mujer. Estaba muerta. Yacía como la había visto cinco minutos antes. Su rostro infantil, con el labio levantado, tenía la misma expresión pese a la inmovilidad de los ojos y la palidez de las mejillas.
«Os quiero a todos y no he hecho daño a nadie… ¿Qué me hacéis a mí?», parecía decir aquel bello rostro inerte. En un rincón chillaba y gimoteaba un diminuto ser rojizo, al que sostenían las manos blancas y temblorosas de María Bogdanovna.
Dos horas después, el príncipe Andréi entraba despacio en el despacho de su padre. El anciano lo sabía ya todo. Se mantenía erguido, junto a la puerta; apenas se abrió, se echó al cuello de su hijo con sus manos seniles y duras como tenazas y lloró como un niño.
Tres días después se celebró el funeral, y el príncipe Andréi subió las gradas del catafalco para darle su último adiós. Pese a los ojos cerrados, aquel mismo rostro decía en el ataúd: «Oh, ¿qué me habéis hecho?» El príncipe Andréi sintió que se desgarraba su alma y que era culpable de una falta que nunca podría reparar ni olvidar. No podía llorar. También el viejo príncipe subió al ataúd y besó una de las frías manitas de cera, que reposaba tranquila sobre la otra. También a él pareció decir: «¿Qué y por qué me habéis hecho esto?» Y al percatarse de aquella expresión, el viejo Bolkonsky se apartó con ira.
Cinco días después bautizaron al joven príncipe Nikolái Andréievich. La niñera sujetó los pañales con la barbilla mientras el pope ungía con una plumita de oca las palmas rojizas y arrugadas de las manos y pies del recién nacido. El abuelo, padrino del bebé, temiendo que se le cayese, rodeó con el niño la abollada pila de hierro y lo entregó a la princesa María, que era la madrina. El príncipe Andréi, temeroso de que ahogase al niño, aguardaba sentado en otra sala el fin de la ceremonia. Cuando la niñera le llevó al niño, sonrió y movió la cabeza aprobatoriamente al oír que el trocito de cera con cabello del recién nacido había flotado en el agua de la pila.
CAPÍTULO X
La participación del joven Rostov en el duelo de Dólokhov y Bezúkhov pasó desapercibida gracias al viejo conde Rostov; en vez de ser degradado, como esperaba, fue nombrado ayudante del general gobernador de Moscú, así que no pudo ir al campo con su familia y tuvo que permanecer el verano en Moscú en su nuevo puesto. Dólokhov se restableció y Rostov estrechó más los lazos de amistad con él. Dólokhov permaneció en casa de su madre, que lo adoraba, mientras sanaba. La anciana María Ivánovna, que había tomado cariño a Rostov por ser amigo de Fedia, le hablaba a menudo del hijo.
—Sí, conde, es demasiado puro y noble para este mundo tan disoluto de hoy —decía—. Nadie ama ya la virtud. Es algo molesto. Dígame, ¿le parece justo y honesto lo que hizo Bezúkhov? Fedia, que es tan noble, lo quería como a un amigo e incluso ahora sigue sin decir nada malo de él. La broma que gastaron al guardia de San Petersburgo la hicieron juntos, ¿no? Pues ya ve que Bezúkhov no fue castigado y Fedia cargó con todo. ¡Cómo sufrió! Es cierto que lo han rehabilitado, ¿cómo no iban a hacerlo? Dudo que hubiese muchos allí tan valientes leales hijos de la patria como él. ¡Y ahora ese duelo! ¿Pero esa gente tiene sentido del honor? ¡Provocarlo sabiendo que es hijo único y disparar directamente! Menos mal que Dios se apiadó de nosotros. ¿Quién no tiene hoy día sus aventuras? ¿Qué hacer si es tan celoso? Podía haberlo dado a entender porque esto viene de atrás. Además, provocó a Fedia creyendo que no aceptaría porque le debía dinero. ¡Qué vileza! ¡Qué infamia! Ya sé que comprende a Fedia, querido conde. Por eso lo quiero tanto, de veras. Hay pocos que lo comprendan. ¡Tiene un alma tan grande!
A veces, durante la convalecencia, Dólokhov decía cosas que Rostov jamás habría esperado de él.
—Sé que me tienen por un malvado —decía—. Me da igual; solo deseo conocer a quienes aprecio; los quiero tanto que daría mi vida por ellos. Acabaría con todos los demás si se cruzasen en mi camino. Tengo una madre a la que adoro, es única, y dos o tres amigos; tú eres uno de ellos. De los demás, solo me fijo en quienes pueden serme útiles o no. Casi todos son dañinos, sobre todo las mujeres. Sí, amigo, he conocido hombres de buen corazón y sentimientos nobles, pero jamás a una mujer que no se venda, sea condesa o criada. Aún no he hallado la pureza celestial y la devoción que busco en la mujer. Daría mi vida por ella si la encontrase. En cuanto a las demás… —hizo un gesto desdeñoso—. Créeme: si valoro la vida es porque espero encontrar a ese ser divino que me purifique, me redima y me eleve. Pero tú no lo comprendes.
—Te comprendo muy bien —repuso Rostov, que estaba bajo el influjo de su nuevo amigo.
La familia Rostov regresó a Moscú ese otoño. Denisov, que había vuelto a principios del invierno, se hospedó en su casa. Rostov pasó los primeros meses de invierno de 1806 en Moscú y fueron para él y su familia los más felices y alegres. Nikolái llevaba a muchos amigos a la casa de sus padres. Vera era una guapa joven de veinte años; Sonia, a los dieciséis, ofrecía el encanto del capullo que se transforma en flor. Natacha, ni mujer ni niña, era traviesa y divertida como una niña a veces y otras, seductora como una joven.
Por entonces, en la casa de los Rostov reinaba una atmósfera de amor, como en todos los hogares donde hay muchachas bonitas y jóvenes. Cada joven que entraba allí, al contemplar aquellos rostros frescos y abiertos a las emociones, que posiblemente sonreían a la propia dicha, al oír la charla deslavazada, pero afectuosa, dispuesta y esperanzada, escuchando sonidos de canto o música, sentía la misma predisposición para el amor y la felicidad que las jóvenes de la casa.
Entre los jóvenes a quienes Rostov llevó a casa, Dólokhov fue de los primeros. Gustó a toda la familia menos a Natacha y por él casi se peleó con su hermano. Natacha insistía en que no era bueno, que Pierre había tenido razón en el duelo con Bezúkhov, y que Dólokhov era culpable, antipático y afectado.
—No tengo nada que comprender —gritaba Natacha con obstinación—; es mala persona. A Denisov lo quiero, aunque sea un juerguista y lo que quieras. Ya ves que comprendo. Pero no sé cómo explicarlo; en Dólokhov todo está medido y no me gusta; Denisov en cambio…
—Denisov es otra cosa —repuso Nikolái dando a entender que no era nada en comparación con Dólokhov—. Hay que comprender el alma de Dólokhov. ¡Hay que verlo con su madre! ¡Qué buen corazón!
—De eso no sé nada. Solo sé que me siento violenta cuando está delante.
¿Sabes que se ha enamorado de Sonia?
—¡Qué memez!
—Estoy segura. Ya lo verás.
La predicción de Natacha fue cierta. Dólokhov, que buscaba la compañía femenina, comenzó a ir a casa de los Rostov; la pregunta de por quién iba quedó resuelta, aunque nadie hablase de ello. Iba por Sonia. Y ella lo sabía, aunque no osara decirlo; siempre que llegaba Dólokhov se ponía como la grana.
Dólokhov comía a menudo con los Rostov; acudía a los espectáculos donde ellos iban y asistía a los bailes de adolescentes de Joguel, de los cuales los Rostov eran unos asiduos. Prestaba gran atención a Sonia; la miraba de tal forma que ella era incapaz de sostenerle la mirada sin ruborizarse; hasta la vieja condesa y Natacha se ruborizaban.
Sin duda ese hombre fuerte y raro estaba fascinado por aquella muchacha morena y graciosa que amaba a otro.
Rostov veía algo nuevo entre Dólokhov y Sonia, pero no podía definir cómo eran esas nuevas relaciones. «Todos están enamorados de alguien allí», pensaba de Natacha y Sonia; no estaba tan cómodo como antes, con Sonia y Dólokhov, así que rara vez se quedaba en casa.
En el otoño de 1806 se habló nuevamente de la guerra contra Napoleón, esta vez con más intensidad que el año anterior. Se había decidido una leva de diez de cada mil campesinos, y aún se llamaba a nueve más por cada millar de milicianos. En todas partes maldecían a Bonaparte, y en Moscú solo se hablaba de la próxima guerra. Para los Rostov el interés de esos preparativos bélicos se limitaba a que Nikolái no quería quedarse en Moscú bajo ningún concepto, y solo aguardaba que finalizase la licencia de Denisov para volver con él a su regimiento después de las fiestas. Pero su partida no le impedía divertirse, sino que lo animaba a hacerlo. Pasaba casi todo el tiempo en cenas, veladas y bailes fuera de casa.
CAPÍTULO XI
Al tercer día de las fiestas de navideñas, Nikolái cenó en su casa, cosa rara últimamente. Era la gran cena oficial de despedida, pues él y Denisov se irían después de Reyes. Se habían reunido unas veinte personas, entre ellas Dólokhov y Denisov.
Jamás se había sentido en casa de los Rostov aquella atmósfera amorosa con tanta intensidad como en esos días de fiesta: «¡Disfruta estos momentos felices, trata de que te amen y ama! Es la única verdad del mundo, lo demás no cuenta. ¡Aquí solo nos ocupamos de eso!», parecía gritar el ambiente de la casa.
Nikolái regresó a su casa en el momento de la cena, tras agotar como siempre dos parejas de caballos sin conseguir llegar a todas las fiestas a donde lo invitaban ni hacer todas las visitas. Al entrar notó la tensión y la turbación en la atmósfera de la casa. Sonia, Dólokhov, la condesa y la misma Natacha estaban especialmente confusos. Nikolái supo de inmediato que había ocurrido algo entre Sonia y Dólokhov y, con su delicadeza de siempre, los trató con cariño y tacto. Esa noche se celebraba en casa de Joguel, el maestro de baile, una fiesta que organizada por él esos días para sus alumnos de ambos sexos.
—Nikolenka, ¿vienes a casa de Joguel? Te ha invitado y también va Denisov —dijo Natacha.
—¿Adónde no iría si me lo ordena la condesa? —bromeó Denisov, que ahora era el caballero de Natacha—. Bailaré hasta el pas de châle si es preciso.
—Si tengo tiempo… Me comprometí con los Arjarov —dijo Nikolái—. ¿Y tú? —preguntó a Dólokhov y comprendió de inmediato lo inoportuno de sus palabras.
—Sí, tal vez… —repuso fríamente y con aire hosco Dólokhov mirando a Sonia; después frunció el ceño y miró a Nikolái como a Pierre en el banquete del club.
«Algo ha ocurrido», pensó Rostov. Su sospecha se confirmó al ver que Dólokhov se retiraba apenas terminó la cena. Llamó a Natacha y le preguntó qué había pasado.
—Te buscaba. —Natacha corrió hacia él—. Te lo dije y no querías creerme —añadió con aire triunfal—. Se ha declarado a Sonia.
Aunque Nikolái se había preocupado poco de Sonia esos días, sintió que se desgarraba al oír a su hermana. Dólokhov era un partido aceptable e incluso brillante para Sonia, huérfana y sin dote. Desde el punto de vista de la condesa y de la sociedad, no había motivos para no rechazarlo. Por eso, al oír a Natacha, el primer impulso de Nikolái fue de rabia contra Sonia. Iba a decir: «Perfecto, hay que olvidar las promesas infantiles y aceptar la petición de mano…» Pero Natacha no le dio tiempo.
—¡Imagínate! Lo ha rechazado —dijo—. Le ha dicho que ama a otro —añadió tras una pausa.
«Mi Sonia, no podía actuar de otra manera», pensó Nikolái.
—Mamá ha insistido y ha suplicado, pero Sonia se niega y sé que no cambiará…
—¿Mamá se lo ha pedido? —dijo Nikolái con aire de reproche.
—Sí —respondió Natacha—; no te enfades, Nikolái. ¿Sabes? Creo que no te casarás con Sonia. No sé por qué, pero estoy segura de que no lo harás.
—No puedes saberlo —dijo Nikolái—. Tengo que hablar con ella de todos modos… ¡Qué criatura tan deliciosa es Sonia! —sonrió.
—Es encantadora… Te la enviaré —Natacha besó a su hermano y salió corriendo.
Poco después entró Sonia asustada, confusa, como sintiéndose culpable. Rostov se acercó y le besó la mano. Era la primera vez desde su llegada que hablaban a solas y de su amor.
—Sophie —dijo primero con timidez; después se sintió más seguro—.
¿Va a rechazar un buen partido? Dólokhov es un hombre excelente, noble… es amigo mío…
—Ya lo he rechazado —lo cortó Sonia.
—Si lo hace por mí, temo que…
—Nikolái, no me lo diga —lo cortó Sonia mirándolo con angustia.
—No. Debo decirlo. Quizá sea suficiencia por mi parte, pero mejor decirlo. Si lo ha rechazado por mí, debo decirle la verdad. La amo… creo que como a nadie…
—Eso me basta —Sonia se ruborizó.
—Pero me he enamorado miles de veces y volveré a hacerlo, aunque nadie más me haya despertado este sentimiento de amistad, confianza y amor. Además, soy joven y mamá no quiere nuestra unión. No puedo prometer nada y le ruego que medite la petición de Dólokhov —concluyó pronunciando trabajosamente el nombre de su amigo.
—No diga eso. No quiero nada. Lo amo como a un hermano; lo amaré siempre y solo deseo eso.
—¡Es un ángel! No soy digno de usted, y me asusta engañarla.
Y Nikolái le besó la mano una vez más.
CAPÍTULO XII
Los bailes de Joguel tenían fama de ser los mejores de Moscú, según las mamás que se sentaban a contemplar los pasos recién aprendidos por sus hijos. Lo decían ellos mismos, que bailaban como locos, igual que los jóvenes más mayores que se iban allí con aire condescendiente y acababan por divertirse más que en ninguna otra parte. Aquel año, se habían arreglado dos matrimonios en los bailes de Joguel: las dos princesas Gorchakov habían conocido allí a sus novios, lo cual añadió prestigio a aquellas fiestas. Su peculiaridad es que no había dueña ni dueño de la casa, solo el bondadoso Joguel, que volaba como una pluma y hacía reverencias según todas las reglas del arte, y recibía boletos de entrada de sus alumnos. Otra condición era que solo participaban quienes deseaban bailar y divertirse, como quieren las muchachas de trece y catorce años que visten de largo por primera vez. Todas, salvo raras excepciones, eran guapas o al menos lo parecían por el entusiasmo de su sonrisa y la dicha que les brillaba en los ojos. Los alumnos más adelantados llegaban a bailar el pas de châle. Eso hacía Natacha, que destacaba por su donaire. Pero en esta última fiesta solo se bailaban escocesas, inglesas y la mazurca, de moda en ese momento. Joguel había alquilado una sala en casa de Bezúkhov y la fiesta fue un éxito según todos. Había jóvenes hermosas, las señoritas Rostov entre ellas, felices y contentas. Sonia, orgullosa por la declaración de Dólokhov, por su negativa y por la explicación con Nikolái, se había puesto a bailar ya en casa. Apenas había permitido a la doncella que le peinase las trenzas y ahora estaba radiante.
Orgullosa se sentía Natacha, que vestía de largo y participaba en un verdadero baile por primera vez, lo cual la hacía más feliz. Ambas llevaban vestidos de muselina blanca con cintas de color rosa.
Natacha se había enamorado apenas entró en el baile, no de nadie en concreto, sino de todo; se enamoraba de quien miraba en un momento dado.
—¡Ah, qué bien! —decía sin cesar acercándose a Sonia.
Nikolái y Denisov paseaban mirando a los bailarines con ojos afectuosos y protectores.
—¡Es encantadora! ¡Será una belleza! —dijo Denisov.
—¿Quién?
—La condesa Natacha. ¡Qué gracia tiene al bailar! —siguió después.
—¿De quién hablas?
—¡De tu hermana! —gritó Denisov malhumorado. Rostov sonrió con ironía.
—Querido conde, es usted uno de mis mejores alumnos, debe bailar —el menudo Joguel se acercó a Nikolái—. Mire cuántas damiselas hermosas.
Y se volvió con la misma súplica a Denisov, que también había sido alumno suyo.
—No, querido, yo me quedaré quietecito —dijo Denisov—. ¿No recuerda ya el poco provecho que sacaba de sus lecciones…?
—¡Oh, no! —lo consoló Joguel—. No era muy atento, pero tenía aptitudes.
Sonó una mazurca. Nikolái no pudo negarse y sacó a Sonia. Denisov se sentó junto a las damas y llevaba el compás con el pie apoyándose en el sable o entretenía a las señoras con sus historias mientras miraba a los bailarines. Joguel salió el primero cruzando la sala con Natacha, su orgullo y mejor alumna; se deslizaba suave y ligero con sus piececitos metidos en zapatos muy escotados; ella, aunque intimidada, lo seguía. Denisov no les quitaba ojo y golpeaba el suelo con el sable, como si dijese: «Si no bailo, es porque no quiero, no porque no pueda». En medio de uno de los pasos llamó a Rostov, que estaba cerca.
—Ni por asomo —dijo—. Esto no es la mazurca polaca, pero ella baila de maravilla.
Sabiendo que Denisov tenía fama por su maestría como bailarín de mazurca en la misma Polonia, Nikolái corrió hacia Natacha.
—Elige a Denisov, baila muy bien la mazurca —dijo a su hermana—. ¡Es un prodigio!
Cuando volvió su turno, se levantó, cruzó tímidamente la sala hacia donde estaba Denisov. Notó que todos la miraban; Nikolái vio que Natacha y Denisov discutían con una sonrisa. Se acercó a ellos.
—Se lo ruego, Vasili Dmitrich; sea bueno —decía ella.
—No… perdóneme, condesa —repuso Denisov.
—¡No te hagas de rogar, Vasia! —terció Nikolái.
—¡Ni que fuese el gato Vasia! —bromeó Denisov.
—Cantaré toda una tarde para usted —le prometió Natacha.
—¡Ah, brujilla, hace de mí lo que quiere! —dijo Denisov quitándose el sable.
Dejó su asiento, sorteó las sillas, tomó la mano de su dama y adelantó un pie aguardando el compás. Solo a caballo y bailando la mazurca no se notaba la baja estatura de Denisov y era el hombre apuesto que él mismo creía ser. Apenas sonó la señal miró a su pareja con aire triunfal y pícaro, dio un taconazo. Pareció rebotar como una pelota en el suelo y volar a lo largo del círculo arrastrando a Natacha. Recorrió media sala sin ruido, deslizándose sobre un pie, sin ver, parecía, las sillas que tenía delante. Era como si fuese directamente hacia ellas. Entonces se detuvo, hizo sonar las espuelas, se apoyó en los tacones y permaneció inmóvil un instante, silencio que rompió dando taconazos con ruido de espuelas y golpeando una pierna con la otra. Giraba velozmente y volaba en círculos. Natacha adivinaba sus propósitos y lo seguía dejándose llevar sin saber cómo. A veces la obligaba a girar raudo sosteniéndola con la mano derecha o con la izquierda; otras veces se arrodillaba ante ella y le hacía girar alrededor de él para levantarse y bailar con la misma rapidez que si fuese a pasar por toda la casa sin respirar; entonces se detenía formando nuevas figuras. Tras hacer girar a su dama delante del lugar donde estuvo sentada, hizo sonar las espuelas y se inclinó ante ella, Natacha apenas pudo hacer la reverencia. Asombrada, mirándolo fijamente con una sonrisa, parecía no reconocerlo.
—¿Cómo es posible? —dijo.
Aunque Joguel no quisiera reconocer que esa era la auténtica mazurca, todos quedaron entusiasmados por el baile de Denisov y lo elegían constantemente; los viejos hablaron de Polonia y de los buenos tiempos pasados con una sonrisa en los labios. Denisov, colorado por el baile y limpiándose con el pañuelo, se sentó a la vera de Natacha y ya no se separó de ella en toda la tarde.
CAPÍTULO XIII
Durante los dos días siguientes Rostov no vio a Dólokhov en su casa ni en la de su madre. Al tercer día recibió una nota que rezaba:
Puesto que no tengo intención de volver a tu casa por lo que ya sabes y debo incorporarme al regimiento, te ruego que vengas esta noche al hotel Inglaterra, donde celebro una cena para despedirme de mis amigos.
A las diez de la noche, después de ir al teatro con su familia y con Denisov, Nikolái fue al hotel Inglaterra. Enseguida lo condujeron a la mejor sala del hotel, reservada esa noche por Dólokhov.
Veinte personas se sentaban en torno a una mesa; Dólokhov, entre dos candelabros, ocupaba la banca. Había monedas de oro y billetes sobre la mesa. Tras la negativa de Sonia, Nikolái no había visto a su amigo y le azoraba pensar en ese encuentro.
La mirada fría y clara de Dólokhov lo sorprendió junto a la puerta. Era como si lo esperase hacía rato.
—Hace mucho que no nos vemos —dijo—. Te agradezco que hayas venido. Termino esta partida y enseguida vendrá Iliushka con su coro.
—Estuve en tu casa —Rostov se sonrojó.
—Puedes jugar si quieres —dijo Dólokhov al cabo de unos segundos.
Entonces recordó Rostov una conversación tenida con Dólokhov. «Solo los tontos pueden jugar al azar», había dicho.
—¿Tienes miedo de jugar conmigo? —preguntó Dólokhov, como si leyese la mente de Nikolái, y sonrió.
Aquella sonrisa reveló a Rostov que el estado de ánimo de su amigo era como el del banquete celebrado en el Club Inglés cuando, estragado de la vida, sentía necesidad de hacer algo extraño, cruel la mayoría de las veces.
Rostov se sintió violento; rebuscaba una broma para contestar. Pero antes de que la hubiese encontrado, Dólokhov lo miró fijamente y dijo en alto para que todos lo oyesen:
—¿Te acuerdas? Una vez hablamos del juego… Solo los idiotas juegan al azar. Hay que jugar con seguridad y yo quiero probarlo.
«¿Probar al azar o sobre seguro?», pensó Rostov.
—Es mejor que no juegues. ¡Banca, señores! —dijo barajando las cartas.
Puso el dinero a un lado y se dispuso a cortar. Rostov tomó asiento junto a él, sin jugar. Dólokhov lo miraba.
—¿Por qué no juegas? —preguntó.
Nikolái sintió la extraña necesidad de tomar una carta, apostar una pequeña cantidad y jugar.
—No tengo dinero.
—Me fío.
Rostov apostó cinco rublos a una carta y perdió. Apostó la segunda vez y perdió de nuevo. Dólokhov le ganó diez veces seguidas.
—Señores —dijo tras cortar varias veces—, les ruego que pongan el dinero sobre las cartas o puedo equivocarme en las cuentas.
Un jugador respondió que podía fiarse de él.
—Sí, puedo, pero temo confundirme. Les ruego que pongan el dinero sobre las cartas —insistió Dólokhov—. Tú no te preocupes; ya arreglaremos cuentas —añadió volviéndose a Rostov.
El juego siguió. Los camareros servían champaña sin parar.
Rostov perdía y perdía; ochocientos los rublos habían sido apuntados en su cuenta. Había apostado los ochocientos a una carta, pero mientras servían la champaña meditó y volvió a los veinte de antes.
—Déjalo en ochocientos; te resarcirás antes —dijo Dólokhov, aunque no parecía mirar a Rostov—. Hago que los demás ganen y tú no paras de perder. ¿Acaso tienes miedo de jugar conmigo? —repitió.
Rostov obedeció; dejó los ochocientos rublos apuntados y apostó al siete de corazones con un ángulo roto que había levantado del suelo. Después, lo recordaría. Puso el siete de corazones, escribió 800 con tiza en cifras redondas y derechas; bebió una copa, sonrió a Dólokhov y puso sus ojos en las manos de Dólokhov, que sostenía la baraja, esperando su naipe. Ganar o perder con ese siete de corazones era esencial para Rostov. El domingo anterior, el conde Iliá Andréievich le había entregado dos mil rublos. Aunque no le gustaba hablar de dificultades económicas, le dijo que era la última suma que podía darle hasta mayo, así que le pedía que moderase sus gastos por el momento. Nikolái había contestado que era más que suficiente y le dio su palabra de no pedir más hasta la primavera. Solo le quedaban mil doscientos rublos, así que dependían del siete de corazones no solo perder mil seiscientos rublos, sino faltar a la palabra dada. Miraba las manos de Dólokhov con el corazón en un puño y pensaba: «Dame ese siete y podré irme a casa a cenar con Denisov, Natacha y Sonia, y nunca volveré a tocar un naipe». Su vida familiar, las bromas con Petia, las charlas con Sonia, los dúos con Natacha, las partidas con su padre y hasta su tranquila cama de la calle Povarskaya se le aparecían con la fuerza, la claridad y el encanto de una felicidad perdida y no estimada. No podía admitir que el azar pudiera privarlo de esa felicidad que ahora valoraba arrojándolo al abismo de una desdicha nunca sentida y vaga solo haciendo que el siete cayese a un lado o a otro. Era imposible, pero seguía mirando con el corazón encogido las manos de Dólokhov. Sus manos anchas, rojizas, con vello que asomaba debajo de la camisa, colocaron la baraja sobre la mesa, tomaron la copa y la pipa que les ofrecían.
—¿Acaso tienes miedo de jugar conmigo? —repitió Dólokhov y, como si se fuese a contar una anécdota, puso las cartas sobre la mesa, se recostó en el respaldo de la silla y empezó a hablar despacio y sonriendo—: Señores, he oído que en Moscú cuentan que hago trampas en el juego; sean prudentes conmigo.
—¡Vamos! ¡Empieza ya! —dijo Rostov.
—¡Oh! ¡Esas comadres moscovitas! —prosiguió Dólokhov con una sonrisa y tomó las cartas.
Rostov ahogó una exclamación y se llevó las manos a la cabeza. El siete que necesitaba era la primera carta de la baraja. Había perdido más de lo que podía pagar.
—No te ofusques —Dólokhov lo miró mientras seguía cortando.
CAPÍTULO XIV
Hora y media más tarde, la mayoría de los jugadores no atendían su propio juego. Todo el interés se concentraba en Rostov. Una larga columna de cifras había sustituido los mil seiscientos rublos. Nikolái había contado diez mil, pero suponía que la ya debía quince mil rublos. En realidad, eran más de veinte mil. Dólokhov no escuchaba a nadie ni contaba historias; seguía las manos de Rostov y, a veces, contemplaba los números anotados. Quería seguir hasta los cuarenta y tres mil rublos; había escogido esa cifra porque la edad de Sonia y la suya sumaban cuarenta y tres. Rostov, la cabeza apoyada en las manos, continuaba sentado ante la mesa llena de notas, cartas y manchas de vino. No podía apartar los ojos de aquellas manos, en cuyo poder se hallaba, esas manos rojizas, anchas, con el vello que asomaba debajo de la camisa, esas manos que amaba y odiaba.
«Seiscientos rublos… el as… el nueve… ¡Imposible recuperar lo perdido…! ¡Con lo bien que estaría en casa…! La jota… ¡No puede ser…! ¿Por qué me hace esto?», pensaba y recordaba Rostov. A veces anotaba una gran cantidad, pero Dólokhov se negaba a jugar e indicaba él la apuesta. Nikolái obedecía y rogaba a Dios lo mismo que en el campo de batalla del puente de Amstetten; también imaginaba que la primera carta favorable entre las caídas y dobladas en el suelo bajo la mesa sería su salvación; contaba a veces los galones de su guerrera tratando de apuntar la misma cifra; o pedía ayuda, miraba a los otros jugadores o al rostro frío de Dólokhov, intentando comprenderlo.
«¡Sabe lo que significa esto para mí! ¿Quiere perderme? Era mi amigo. Lo quería… Tampoco él es culpable. ¿Qué va a hacer si la suerte lo favorece? Tampoco tengo yo la culpa… No he hecho nada malo. ¿He matado a alguien? ¿He ofendido, he deseado mal a alguno…? ¿Por qué esta mala suerte? ¿Cuándo ha empezado? Hace poco me acerqué a esta mesa para ganar cien rublos y comprar a mamá ese estuche por su cumpleaños y volver a casa. ¡Era tan feliz y libre! ¡No veía lo feliz que era! ¿Cuándo acabó todo y comenzó esta situación nueva y terrible? ¿Cómo ha sido? Estaba aquí mismo, junto a la mesa, pidiendo cartas, colocándolas sin quitar ojo a esas manos huesudas y hábiles. ¿Cuándo ocurrió y qué? Tengo salud, soy fuerte y sigo aquí. ¡No, es imposible! Probablemente todo acabará en nada.»
Estaba colorado y sudaba aunque no hiciese calor. Su rostro era penoso, sobre todo por su intento vano de parecer calmado. La suma llegó al número fatal de cuarenta y tres mil. Rostov preparaba la carta que jugaría sobre los tres mil rublos en juego cuando Dólokhov golpeó la mesa con la baraja y la dejó a un lado. Entonces se puso a sumar las pérdidas de Rostov rápidamente con su escritura clara y enérgica.
—¡A cenar! ¡Es hora de cenar! ¡Ya han venido los cíngaros!
En ese momento entraban hombres y mujeres morenos que hablaban con acento cíngaro. Nikolái comprendió que todo estaba perdido.
—¿No sigues? —preguntó fingiendo indiferencia. Tenía preparada una buena carta… —como si el juego fuese para él lo más interesante.
«Se acabó todo. Estoy perdido —pensó—. Ahora solo me queda una bala en la cabeza.»
—¿Una carta más? —dijo.
—Bueno —repuso Dólokhov terminando la cuenta—. Va por veintiún rublos —señaló la cifra que igualaba los cuarenta y tres mil. Tomó la baraja y cortó.
Rostov había apuntado seis mil, escribió 21 con esmero.
—Da igual —dijo—. Solo quiero saber si pierdo o gano con este diez. Dólokhov empezó a cortar con seriedad. ¡Cómo odiaba Rostov esas manos rojizas, de dedos cortos y muñecas velludas que lo tenían en su poder…!
El diez fue para él.
—Me debe cuarenta y tres mil rublos, conde —dijo Dólokhov levantándose de la silla—. Se cansa uno de estar tanto rato sentado.
—También yo estoy cansado —dijo Rostov.
Dólokhov, como para recordarle que las bromas eran inoportunas, lo cortó:
—¿Cuándo podrá pagarme, conde?
Rostov enrojeció y pidió a Dólokhov que lo acompañara a otra sala.
—No puedo pagarte todo. ¿Aceptarás un pagaré? —le dijo.
—Escucha, Rostov —sonrió Dólokhov sin dejar de mirarlo a los ojos—, ya sabes eso de «Desgraciado en el juego, afortunado en amores». Tu prima está enamorada de ti. Lo sé.
«¡Es terrible estar en manos de este hombre!», pensó Rostov. Imaginaba el dolor de sus padres al conocer semejante deuda, y qué felicidad la suya librándose de aquello; sabía que Dólokhov podía evitarle ese oprobio y ese dolor, pero prefería jugar con él como el gato con el ratón.
—Tu prima… —empezó a decir Dólokhov.
—Mi prima no tiene que ver con esto —lo cortó Nikolái—; no tienes nada que decir de ella —gritó con ira.
—¿Cuándo podré cobrar entonces?
—Mañana —repuso Rostov y salió.
CAPÍTULO XV
Decir «mañana» y mantenerse digno era fácil; pero regresar a casa, ver a la familia, confesar y pedir un dinero al que no se tiene derecho tras la palabra empeñada era terrible.
En casa nadie dormía. Después del teatro y la cena, lo jóvenes se habían sentado en el salón alrededor del clavicordio. Al entrar, Nikolái quedó envuelto por la atmósfera de amor y poesía reinante aquel invierno en la casa, y que ahora, tras la petición de Dólokhov y el baile de Joguel, parecía más concentrada sobre Natacha y Sonia como el aire antes de la tempestad. Ambas, con los vestidos azules del baile, graciosas y felices, sonreían junto al instrumento. Vera y Shinshin jugaban al ajedrez en la sala; la condesa, que aguardaba al hijo y al marido, hacía un solitario con una anciana dama, noble y pobre, que vivía con ellos. Denisov, los ojos brillantes y el cabello revuelto, estaba al clavicordio con una pierna hacia atrás. Sus dedos cortos aporreaban el teclado con ritmo y con voz ronca, pero entonada, cantaba unos versos que por él había compuesto y titulado «La pitonisa» e intentaba ponerles música.
Pitonisa, dime, ¿qué poder mágico me
arrastra hacia los acordes abandonados?
¿Qué chispa has prendido en mi alma?
¿Qué entusiasmo me embarga?
Cantaba con pasión, con sus ojos negros como el azabache clavados en la asustada y feliz Natacha.
—¡Magnífico! ¡Precioso! —gritaba ella—. ¡Otra estrofa! ¡Otra! —decía sin ver que había llegado Nikolái.
«Siempre igual», pensó él mirando adonde estaban Vera y su madre con la anciana señora.
—¡Ah, ya está aquí Nikolenka! —Natacha corrió hacia él.
—¿Está papá? —preguntó él.
—¡Qué bien que hayas venido! ¡Estamos todos tan contentos…! —dijo Natacha—. Vasili Dmitrievich se queda un día más por mí, ¿sabes?
—No, papá aún no ha venido —terció Sonia.
—¿Has llegado ya, Nikolenka? ¡Ven aquí, querido! —lo llamó la condesa. Nikolái se acercó a su madre, le besó la mano y, sentándose a su lado, miró cómo sus manos colocaban las cartas. En la sala vecina se oían risas y voces alegres que animaban a Natacha a cantar.
—¡Bueno! —decía Denisov—. Ahora no puede negarse, debe cantar la barcarola, se lo ruego.
La condesa se volvió a su hijo, que estaba silencioso.
—¿Qué te ocurre? —preguntó.
—¡Oh, nada! —repuso Nikolái, como harto de una pregunta repetida muchas veces—. ¿Volverá pronto papá?
—Supongo.
«Lo mismo, siempre lo mismo. No saben nada. ¿Adónde podría ir?», se preguntó Rostov y regresó junto al clavicordio.
Sonia tocaba el preludio de la barcarola favorita de Denisov. Natacha iba a cantar. Denisov la miraba con los ojos llenos de admiración.
Nikolái se puso a pasear.
«Vaya ganas de obligarla a cantar —pensó—. ¿Y qué puede cantar? Esto no es divertido.»
Sonia atacó el primer compás.
«¡Dios mío! Estoy perdido, sin honra… ¡La única solución es un tiro en la cabeza y no cantar! ¿Y si me voy…? ¿Adónde? Da igual que canten.»
Deambulaba mirando distraídamente a Denisov y a las muchachas.
«¿Qué le pasa, Nikolenka?», parecían preguntarle los ojos de Sonia. Se había percatado inmediatamente de que algo ocurría. Nikolái se volvió de espaldas.
Natacha, de natural intuitivo, se había dado cuenta del estado de ánimo de su hermano. Lo había percibido, pero estaba tan contenta y feliz en ese momento, tan lejos de toda tristeza, pena o reproche que se engañó a sabiendas. «No debo alterar mi felicidad preocupándome del dolor ajeno», pensó. Y se dijo: «A lo mejor me equivoco. Tiene que estar tan contento como yo».
—¡Adelante, Sonia! —dijo en voz alta situándose en medio de la sala, donde imaginaba que la oirían.
Con la cabeza erguida y los brazos relajados como una bailarina, Natacha caminó de puntillas con decisión hasta el centro, donde se detuvo.
«¡Así soy yo!», parecía contestar a las miradas extasiadas de Denisov.
«¿Y esa alegría? —pensó Nikolái mirando a su hermana—. ¿Cómo no se aburre ni se abochorna?» Natacha se puso a cantar; su garganta se dilató, sacó pecho y sus ojos se tornaron serios. No pensaba en nadie ni en nada; su voz brotaba era una cascada de sonidos que manaba de su boca sonriente y que cualquiera puede repetir mil veces dejándonos indiferentes, pero que en la ocasión mil y una nos estremecen.
Aquel invierno Natacha había comenzado a cantar en serio, sobre todo porque a Denisov le encantaba su voz. Ya no cantaba como una niña, con la aplicación infantil y cómica anterior; pero aún no cantaba bien, según los entendidos que la escuchaban: «Una voz bella, pero debe educarla», decían. Lo decían después de que hubiera callado. Mientras sonaba la voz sin educar, con aspiraciones a destiempo, compases forzados, los entendidos callaban y disfrutaban de esa voz, deseando escucharla otra vez. Tenía una pureza primitiva; ignoraba sus propias posibilidades y tenía un timbre aterciopelado sin cultivar que se unía a los defectos en el arte del canto aparentemente imposibles de corregir sin echar todo a perder.
«¿Qué ocurre? —pensó Nikolái al oírla—. ¿Qué le pasa? ¡Cómo canta hoy!» En un momento, el mundo pareció concentrarse para él en la espera de la nota, de la frase siguiente, todo en el mundo se dividía en tres tiempos:
«Oh mio crudele affetto»… Uno dos, tres… «Oh mio crudele affetto»… Uno, dos, tres… «Qué vida tan absurda la nuestra —pensó Nikolái—. La desgracia, el dinero, Dólokhov, la ira, la honra… todo eso no es nada… La verdad es esto… ¡Bien, Natacha! ¡Bien, querida…! ¿Cómo dará el sí? ¡Lo ha dado gracias a Dios! —Sin darse cuenta de que cantaba para reforzar el sí, entonó la segunda y la tercia de la nota alta—. ¡Qué bien! ¿Será posible que lo haya conseguido yo? ¡Magnífico!»
¡Cómo vibró la tecla despertando en el alma de Rostov lo mejor de ella! Era algo superior a cuanto existía en el mundo e independiente de él. ¿Qué más daban las pérdidas en el juego, Dólokhov y la palabra de honor…? Todo son mezquindades. Se puede matar y robar sin dejar de ser feliz…
CAPÍTULO XVI
Hacía mucho que la música no proporcionaba semejante placer a Rostov. Pero en cuanto Natacha terminó su barcarola, regresó a la realidad. Salió de la sala y fue a sus aposentos. Un cuarto de hora después el viejo conde regresó del club, alegre y satisfecho. Nikolái lo oyó entrar y fue a verlo.
—¿Te has divertido? —preguntó Iliá Andréievich con un sonrisa alegre, orgulloso de ver a su hijo.
Nikolái quiso decir sí, que se había divertido, pero no pudo. Estuvo a punto de sollozar. El conde encendía la pipa y no vio el estado de su hijo. «¡Oh, es inevitable!», pensó Nikolái y en un tono indiferente, que le repugnó a él mismo, como si pidiese el coche para un viaje, habló a su padre:
—Papá, he venido para hablarte y casi lo olvido. Necesito dinero.
—¿Sí? —dijo el padre, que estaba especialmente alegre—. Te dije que no tendrías suficiente. ¿Necesitas mucho?
—Mucho —Nikolái se sonrojó y puso una sonrisa estúpida e insolente que durante mucho tiempo no pudo perdonarse—. He perdido dinero a las cartas, es decir, muchísimo dinero… cuarenta y tres mil rublos.
—¿Cómo? ¿Con quién…? ¡Bromeas! —exclamó el conde. Su cuello y la nuca enrojecieron súbitamente, como ocurre normalmente a los ancianos.
—He prometido pagar mañana —añadió Nikolái.
—¡Ya…! —El conde abrió los brazos y se dejó caer en el diván.
—¡Qué le vamos a hacer! ¡Puede pasarle a cualquiera! —dijo Nikolái con descaro mientras en su interior se llamaba ruin, diciéndose que jamás podría perdonarse. Habría besado las manos de su padre, pedirle perdón de rodillas, pero decía con desenvoltura y hasta grosería que le puede pasar a cualquiera.
El conde Iliá Andréievich bajó los ojos al oír estas palabras de su hijo. Deprisa, como si buscase algo, dijo:
—Sí, será difícil… me temo que será muy difícil juntar… ese dinero… le puede pasar a cualquiera —miró furtivamente el rostro de su hijo y fue a la puerta…
Nikolái estaba listo para defenderse de los reproches, pero no esperaba eso.
—¡Papá! ¡Papá! —sollozó—. ¡Perdóname!
Tomó la mano de su padre cuando este iba a salir, la apretó contra sus labios y lloró.
Mientras el padre e hijo hablaban, una explicación igualmente importante se producía entre madre e hija. Natacha corrió en busca de su madre:
—¡Mamá…! ¡Mamá…! Se me ha…
—¿Qué?
—Declarado… ¡Se me ha declarado!
La condesa no podía creerlo. Denisov se había declarado, ¿a quién? ¿A una niña, a Natacha, que hacía poco jugaba con las muñecas y aún estudiaba?
—Basta, Natacha, no digas bobadas —dijo la condesa esperando que fuese una broma.
—No son tonterías. Hablo en serio, mamá —se enojó Natacha—. Vengo a preguntar qué debo hacer, y me dices que son bobadas.
La condesa se encogió de hombros.
—Si monsieur Denisov te ha pedido la mano, dile que es idiota; ya está.
—¡No es idiota! —se ofendió Natacha.
—¿Qué quieres entonces? Hoy en día todas estáis enamoradas… Bueno, si te has enamorado, casaos. ¡Hala, con Dios! —rio con enfado la condesa.
—No, mamá; no estoy enamorada de él; no creo estarlo.
—Pues díselo.
—Mamá, ¿estás enfadada? No te enfades, ¿qué culpa tengo yo?
—¿Qué quieres entonces? ¿Que conteste por ti? —sonrió la condesa.
—No, lo haré yo misma. Solo quiero que me digas cómo. Para ti todo es fácil —repuso Natacha con una sonrisa—. ¡Si vieses cómo me lo ha dicho! Sé que no quería hacerlo y lo hizo en contra de su voluntad.
—Aun así hay que decírselo.
—No, no… ¡Me da tanta pena! ¡Es tan simpático!
—Entonces, acepta; ya es hora de que te cases —dijo con burla la condesa.
—No, mamá, pero me da mucha pena. No sé cómo decírselo.
—No tienes que decir nada, hablaré yo —dijo la condesa, molesta de que alguien hubiese osado tratar a Natacha como a una adulta.
—No; se lo diré yo, y tú escucharás detrás de la puerta. —Corrió donde aguardaba Denisov con el rostro cubierto con las manos, en la misma silla, junto al clavicordio.
Al oír los pasos ligeros de Natacha se puso en pie.
—Natacha, mi suerte está en sus manos. Decida —se acercó a ella.
—¡Vasili Dmitrievich, me da tanta pena…! Es tan bueno… pero eso no, no… lo querré siempre, como ahora.
Denisov se inclinó sobre su mano y Natacha oyó un ruido extraño para ella. Besó sus negros cabellos de rizos enmarañados. Entonces se oyó el paso presuroso de la condesa y el frufrú de su vestido.
—Vasili Dmitrievich, agradezco el honor —se les acercó la condesa con una voz confusa que a Denisov se le antojó severa—, pero mi hija es muy joven y pensé que, siendo usted amigo de mi hijo, me hablaría primero a mí; en cuyo caso, no me habría visto obligada a contestarle con una negativa.
—Condesa… —dijo Denisov cabizbajo y con voz culpable. Quiso añadir algo, pero no pudo.
Natacha no pudo mantener la calma al verlo tan abatido y se puso a sollozar.
—Condesa, me confieso culpable —prosiguió Denisov con voz entrecortada—. Pero sepa que adoro a su hija y a toda su familia, y daría dos vidas… —Miró a la condesa y al ver su semblante severo añadió—: Adiós, condesa.
Besó su mano y salió con paso rápido y resuelto.
Al día siguiente Rostov se despidió de Denisov, que no quiso parar en Moscú un día más. Todos los amigos acudieron a despedirlo con una fiesta de cíngaros, y ni supo cómo lo llevaron al trineo y recorrió el camino hasta la tercera posta.
Tras la marcha de Denisov, Rostov permaneció dos semanas en Moscú, aguardando el dinero que el viejo conde no pudo reunir antes; no salía de casa y pasaba casi todo el tiempo en la habitación de las jóvenes. Sonia se mostraba con él más tierna y enamorada que nunca. Era como si quisiese demostrarle que su desgracia en el juego había sido algo heroico y eso aumentaba su amor. Pero ahora Nikolái se consideraba indigno de ella.
Llenó de versos y notas de música los álbumes de las jóvenes. En cuanto envió el dinero a Dólokhov y ya con el recibo en su poder, partió sin despedirse de sus amigos a finales de noviembre para alcanzar su regimiento, que estaba en Polonia.
Hasta mañana, querido.
La amo.
Váyase a paseo.
¿Y qué diablos iba a hacer en semejante lío?
Diadema.
Amante.
Amantes.
Desayuno en alemán.
¡Valor, ángel mío!
Ve, amigo mío.