LIBRO NOVENO – 1812
LIBRO NOVENO
CAPÍTULO I
Desde finales de 1811 comenzó el rearme intensivo y la concentración de fuerzas de Europa occidental. En 1812, millones de hombres, sumados los encargados de transportar y aprovisionar a los ejércitos, avanzaron hacia el este, a la frontera rusa, hacia donde también se dirigían desde 1811 las tropas del zar. El 12 de junio los ejércitos de Europa occidental cruzaron la frontera rusa y estalló la guerra; tuvo lugar un hecho irrazonable y contrario a la naturaleza humana. Millones de hombres de ambos bandos cometieron tantos asesinatos, engaños, traiciones, robos, falsificaciones de moneda, saqueos, incendios y matanzas que ni todos los tribunales del mundo podrían juzgar en varios siglos; no obstante, quienes los cometían no los consideraba siquiera algo malo.
¿Qué dio lugar a aquello? ¿Cuáles fueron las causas? Los historiadores aseguran con ingenuidad que la ofensa al duque de Oldenburgo, el fracaso del bloqueo continental, la ambición de Napoleón, la firmeza de Alejandro, los errores diplomáticos y demás fueron las causas.
Así pues, habría bastado con que Metternich, Rumyantsev o Talleyrand se hubiesen esforzado durante una velada o reunión cualquiera en redactar un documento en hábiles términos o bien que Napoleón escribiese a Alejandro: «Estimado hermano, acepto entregar el ducado al duque de Oldenburgo», para que la guerra no hubiese estallado.
Es comprensible que los coetáneos viesen los sucesos así; es comprensible que Napoleón considerase que la causa última de la guerra fuesen las intrigas de Inglaterra, como escribió en Santa Helena; es comprensible que los miembros del parlamento británico achacasen la guerra a las ambiciones napoleónicas; y el duque de Oldenburgo a la violencia contra él; los comerciantes, al bloqueo continental que arruinaba a Europa; los soldados veteranos y generales a la necesidad de darles trabajo; los legitimistas de la época, en la necesidad de restablecer les bons principes; y los diplomáticos, a que la alianza de 1809 entre Rusia y Austria no se había ocultado a Napoleón y que el memorándum 178 estaba mal redactado. Es comprensible que estas causas y otras más, cuya cantidad varía dependiendo de los puntos de vista, pareciesen verdaderas a los coetáneos. A nosotros, sus descendientes, que juzgamos el terrible suceso en general, que podemos entender su sentido simple y terrible, estas causas no nos bastan. No podemos comprender por qué millones de cristianos se mataron y torturaron entre ellos porque Napoleón fuese ambicioso, Alejandro firme, astuta la política inglesa o por la ofensa al duque de Oldenburgo. No entendemos el vínculo entre esas circunstancias y el asesinato y la violencia; ni por qué la ofensa al duque de Oldenburgo provocó que miles de hombres fuesen desde el otro extremo de Europa a matar y arruinar a los habitantes de Smolensk y Moscú y, a su vez, morir a manos de ellos.
Nosotros, que no somos coetáneos de esos sucesos ni historiadores, creemos que esos hechos tienen muchas causas si se miran con sentido común. Conforme ahondamos en la búsqueda de sus motivos y analizamos cada uno, o todos ellos, nos parecen igualmente justos y falsos por su nulidad si se compara con la magnitud de los sucesos y por su nimiedad para darles origen sin la participación de las otras causas concordantes. Que Napoleón se negase a retirar sus tropas al otro lado del Vístula y devolver los territorios de Oldenburgo para nosotros es como el deseo o la desgana del primer cabo francés de reengancharse, pues si ese cabo no hubiese continuado, y si otros miles de cabos y soldados franceses lo hubiesen imitado, el ejército napoleónico no habría sido tan poderoso y la guerra habría sido imposible.
Si Napoleón no se hubiese ofendido ante el ultimátum de retirarse a la otra margen del Vístula y no hubiese ordenado a sus tropas avanzar, la guerra no habría estallado. Pero la contienda tampoco habría sido posible si todos los sargentos se hubiesen negado a reengancharse. Tampoco habría sido posible si Inglaterra no hubiera intrigado, si el príncipe de Oldenburgo no hubiese existido, si Alejandro no hubiera sido tan quisquilloso, si no hubiesen existido la autocracia rusa, la Revolución francesa, el Directorio y el Imperio que la siguieron, ni cuanto originó la revolución, etcétera. Sin esas causas, nada habría ocurrido. Por eso, todas esas causas coincidieron para dar lugar a ese acontecimiento que carecía de causas exclusivas y se produjo porque debía ser así. Millones de hombres, ajenos a sus sentimientos humanos y a la razón, debían avanzar desde Occidente hacia Oriente a matar a sus semejantes, como siglos atrás otras masas de hombres acudieron a Occidente y asesinaron a sus semejantes.
Las decisiones de Napoleón y Alejandro, de cuyas palabras dependía la guerra, eran tan libres como los soldados que participaban en la campaña o por sorteo o leva. Y no podía ser de otro modo, pues para que la voluntad de Bonaparte y de Alejandro se cumpliese debían darse muchas circunstancias. Sin una sola de ellas, no habría sido posible. Era necesario que millones de hombres que ostentaban la fuerza real, esos soldados que disparaban y hacían avanzar provisiones y baterías, quisiesen cumplir la voluntad de unos individuos aislados y débiles; y esto fue debido a muchas causas complicadas y distintas.
El fatalismo es inevitable en la historia para explicar sucesos cuya sensatez se nos escapa, y cuanto más tratamos de explicar racionalmente esos fenómenos, más irracionales e incomprensibles se nos antojan.
Todo ser humano vive para sí, es libre para alcanzar sus metas personales y en su fuero interno siente que puede realizar o no una acción. Pero esa acción realizada en un momento pasa a ser irreparable y patrimonio de la historia dejando de ser un acto libre, siendo predeterminado.
El hombre vive para sí, es libre para alcanzar sus metas personales y realizar uno u otro acto, pero en cuanto lo lleva a cabo, la acción es irrecuperable y adquiere importancia histórica. Cuanto más arriba está el hombre en la escala social y mayor el número de hombres con quienes se relaciona, mayor es su poder sobre sus semejantes y más obvias son la predestinación e inevitabilidad de sus actos.
Hay dos aspectos en la vida: el personal, más independiente cuanto más abstractos son sus intereses, y la existencia espontánea, gregaria, en la cual el hombre se deja llevar por las leyes impuestas.
«El corazón del zar está en manos de Dios». El zar es esclavo de la historia.
La historia, la vida inconsciente y gregaria de la humanidad, aprovecha cada momento de la vida de los reyes como un arma para cumplir sus fines.
Aunque en 1812 Napoleón estuviese convencido que de él dependía verser le sang de ses peuples como le escribió Alejandro en su última carta, lo cierto es que nunca había estado tan sujeto a las inevitables leyes que lo empujaban —aunque creyese obrar libremente— a realizar para la causa común y la historia, lo que debía cumplirse.
Hombres de Occidente avanzaban hacia Oriente para matar y caer muertos. Según la ley de coincidencia de causas, miles de otras causas necesarias para ese movimiento y para la guerra correspondían a este hecho y coincidían con él: los reproches por la violación del bloqueo continental, el duque de Oldenburgo, el movimiento de tropas hacia Prusia, emprendido según Napoleón solo para lograr la paz armada, la afición a la guerra y a las costumbres bélicas del emperador francés compartida por su pueblo, el gusto por los preparativos y los gastos, la necesidad de ventajas que compensasen los gastos, los homenajes y halagos en Dresde y las negociaciones diplomáticas que, en opinión de sus coetáneos, se realizaban con un sincero deseo de alcanzar la paz y que solo agravaron el amor propio de todos y muchas y diversas causas concurrieron en el suceso que debía cumplirse.
Cuando una manzana madura cae, ¿por qué lo hace? ¿Porque la tierra la atrae, porque su tallo está seco o porque pesa más calentada al sol? ¿Puede caer por efecto del viento o porque el muchacho que está bajo el árbol quiere comerla?
Nada de eso es la causa; es la coincidencia de circunstancias en las cuales se produce un hecho vital, orgánico y espontáneo. El botánico que cree que la caída se debe a una putrefacción de los tejidos celulares u otros similares tendrá tanta razón como el muchacho que espera debajo del árbol y asegura que la manzana ha caído porque quería comérsela y pidió a Dios que se la tirase.
Quien diga que Napoleón fue a Moscú porque quería y fracasó porque Alejandro quiso su perdición tendrá o no tanta razón como quien diga que una montaña que pesa miles de kilos se ha desmoronado porque —tras socavarla —el último peón la golpeó con su pico. En los hechos históricos, los grandes hombres son etiquetas que denominan el suceso; y como ocurre con las etiquetas, son quienes menos relacionados están con el hecho.
Cada uno de sus actos, que creía que dependía de su voluntad, era parcial en sentido histórico, pero se relacionaba con todo el curso histórico y eternamente predeterminado.
CAPÍTULO II
El 29 de mayo Napoleón partió de Dresde, donde había pasado tres semanas rodeado de una corte compuesta de príncipes, duques, reyes y hasta un emperador. Antes de marchar, estuvo cariñoso y agradecido con el emperador y los príncipes y reyes que lo merecían y riñó a los reyes y príncipes con quienes no estaba contento; regaló sus perlas y diamantes —robadas a otros monarcas —a la emperatriz de Austria y abrazó a la emperatriz María Luisa dejándola, según un historiador, triste por una separación que, decía, no podría soportar. María Luisa se consideraba esposa de Bonaparte, aunque él hubiese dejado otra en París. Pese a que los diplomáticos estaban convencidos de una posible paz y trabajasen por ella; aunque Napoleón escribiese una carta al zar Alejandro, llamándolo Monsieur mon frère y asegurándole que no quería la guerra y que siempre lo amaría y estimaría, Bonaparte viajaba hacia su ejército y en cada etapa ordenaba activar el avance de las tropas hacia Oriente. Partió de Dresde en una coche de seis caballos, rodeado de pajes, edecanes y escoltas, por el camino de Posen, Thorn, Dantzig y Koenigsberg. En cada ciudad, miles de personas salían enloquecidas.
El ejército avanzaba de Oeste a Este y los seis caballos, cambiados a menudo por otros, lo llevaban en la misma dirección. El 10 de junio Napoleón alcanzó al ejército. Pernoctó en el bosque de Wilkowis, en la mansión de un conde polaco preparada para él.
Al día siguiente dejó atrás al ejército y fue al río Niemen para inspeccionar el lugar que debían vadear sus tropas; se puso uniforme polaco y bajó a la orilla.
Al ver en la otra parte a les cosaques y las estepas que se extendían, en medio de las cuales estaba Moscou, la ville sainte, la capital de ese Estado como el de los escitas, adonde llegó Alejandro de Macedonia, Napoleón, para sorpresa de todos y sin atender a razones estratégicas o diplomáticas, ordenó la ofensiva y al siguiente día sus tropas comenzaron a cruzar el Niemen.
El día 12 salió temprano de la tienda montada la víspera en la margen izquierda del río y contempló con su catalejo a sus tropas saliendo del bosque de Wilkowis y cruzando por los tres puentes tendidos sobre el Niemen. Los soldados, que sabían de su presencia, lo buscaban con la mirada y, al verlo con su levita y su sombrero, sobre la colina, delante de la tienda y de su séquito, lanzaban sus gorros al aire gritando «Vive l’Empereur!», mientras salían del vasto bosque donde se ocultaban y se dividían para atravesar los tres puentes a la orilla de enfrente.
—Esta vez haremos camino. ¡Oh, cuando se pone él en persona, la cosa va…! ¡Dios mío…! Ahí está… ¡Viva el emperador…! ¡Ahí están las estepas de Asia! Maldita región. Adiós, Beauché; te reservo el palacio más bonito de Moscú. ¡Adiós! ¡Buena suerte…! ¡Has visto al emperador…! ¡Viva el emperador… valiente! Si me hacen gobernador de las Indias, Gérard, te nombro ministro de Cachemira, eso está hecho. ¡Viva el emperador! ¡Viva, viva, viva! ¡Cómo huyen los bribones de los cosacos! ¡Viva el emperador! ¡Ahí está! ¡Lo ves! ¡Lo he visto dos veces como te veo a ti. El pequeño cabo. Le he visto dar la cruz a uno de los viejos… ¡Viva el emperador…! —repetían viejos y jóvenes de distinto carácter y condición. Todos los rostros tenían la misma expresión alegre por el inicio de la tan ansiada campaña, y el entusiasmo y devoción hacia el hombre de levita gris de la colina.
El 13 de junio trajeron un pura sangre árabe para Napoleón. Montó en él y galopó a uno de los puentes sobre el Niemen entre ensordecedores gritos entusiastas; parecía aguantarlo únicamente porque no podía prohibir aquella expresión de amor hacia su persona. Pero esos gritos le molestaban y distraían de los problemas militares que lo abrumaban desde que se unió al ejército. Cruzó uno de los pontones y ya en la margen opuesta del río, giró hacia la izquierda y galopó a Kovno, precedido de emocionados y felices cazadores montados de la Guardia, que le abrían paso entre las tropas. Al llegar al Vístula, se detuvo junto a un regimiento polaco de ulanos apostado en la orilla.
—Vivat! —gritaban entusiasmados los polacos apiñándose para verlo sin prestar atención a la formación. Napoleón inspeccionó el río, descabalgó y se sentó sobre un tronco caído. A una señal suya le trajeron el catalejo; lo apoyó en el hombro de un paje, que corrió feliz a servir al emperador, que observó la margen opuesta y estudió el mapa extendido entre los troncos. Dio unas órdenes sin levantar la cabeza y dos edecanes corrieron hacia los ulanos polacos.
—¿Cómo? ¿Qué ha dicho? —dijeron entre las filas cuando uno de los edecanes se acercó galopando.
El emperador ordenaba buscar un vado y cruzar a la orilla opuesta. El coronel de los ulanos, un polaco viejo, apuesto y de tez rubicunda, preguntó al edecán liándose con las palabras por la emoción si podía cruzar el río con sus hombres sin buscar el vado. Temeroso de recibir una negativa, como un niño que pide permiso para montar a caballo, el coronel polaco deseaba poder cruzar el río delante de él. El edecán repuso que al emperador no le disgustaría probablemente tanto celo.
Apenas hubo pronunciado esas palabras el edecán, el coronel, feliz y con ojos brillantes, levantó el sable, gritó «vivat!» y ordenó a sus ulanos que lo siguieran tras espolear a su caballo e ir al galope hacia el río. El animal vaciló junto al agua; el coronel lo golpeó con rabia y se metió en el Vístula, seguido por centenares de ulanos. Ateridos y temerosos por la rápida corriente, les resultaba difícil mantenerse. Los soldados se agarraban entre ellos y caían de sus caballos; algunos animales se hundieron y arrastraron a los hombres; los demás trataban de alcanzar a nado la otra orilla pese a que a medio kilómetro había un vado, pero parecían orgullosos de nadar y hundirse frente a aquel hombre que permanecía sentado en el tronco sin mirar lo que hacían. Cuando el edecán aprovechó una ocasión para llamar la atención del emperador sobre el fervor de los soldados polacos hacia él, el hombrecillo de levita gris se levantó, llamó a Berthier y se puso a pasear con él dándole órdenes; a veces miraba insatisfecho a los ulanos que se ahogaban en el Vístula y lo distraían.
Estaba convencido de que desde África hasta las estepas de Moscovia, su presencia despertaba el mismo entusiasmo en los hombres y los lanzaba a la demencia al olvidándose de sí mismos. Pidió un caballo y fue a su campamento.
Unos cuarenta ulanos se ahogaron pese a las barcas enviadas a socorrerlos. La mayoría llegó a la otra margen. El coronel y otros cruzaron el río y salieron con dificultad; al pisar tierra repitieron sus «vivat!» chorreando y mirando entusiasmados y felices el lugar donde estuvo el emperador.
Esa noche Napoleón mandó entre dos órdenes —una para enviar billetes falsos a Rusia, y otra para fusilar a un sajón a quien le habían encontrado una carta con datos sobre las posiciones del ejército francés —que inscribieran en la Legión de Honor, de la que él era el jefe, al coronel polaco que se había arrojado al Vístula sin necesidad.
Quos vult perdere dementat.
CAPÍTULO III
Mientras, el zar Alejandro llevaba más de un mes viviendo en Vilna, presenciando revistas y maniobras militares. Nada estaba listo para una contienda esperada y para cuya preparación el zar había llegado desde San Petersburgo. No había plan general de campaña y las dudas sobre los proyectos presentados habían aumentado desde que el zar llegó al Cuartel General. Cada uno de los tres ejércitos tenía su comandante en jefe; pero no existía un jefe sobre los tres; y el zar no quería hacerse con el mando.
Cuanto más tiempo pasaba Alejandro en Vilna, menos preparativos había para una contienda que todos estaban hartos de aguardar. Las esperanzas de quienes rodeaban al zar se reducían a que su estancia fuese agradable y que olvidase la guerra inminente.
Tras muchos bailes y fiestas en las mansiones de los magnates polacos, de los palaciegos y del zar, uno de los edecanes polacos tuvo en junio la idea de ofrecer al monarca un banquete y un baile en nombre de los generales edecanes. Todos acogieron bien la sugerencia; el zar estuvo de acuerdo. Y los edecanes recaudaron dinero para la fiesta.
Escogieron a la dama predilecta del zar para que hiciese los honores; el conde Bennigsen, poseedor de vastas propiedades en la provincia de Vilna, brindó su casa de campo en Zakrest, en las afueras de la ciudad. El baile, el banquete, el paseo en barca por el río y los fuegos artificiales tendrían lugar el 13 de junio, en la finca del conde.
El día en que Napoleón ordenaba cruzar el Niemen y sus tropas de vanguardia se adentraban en territorio ruso desplazando a los cosacos, Alejandro asistía en el palacio de Bennigsen a la fiesta ofrecida por sus generales edecanes.
La fiesta fue brillante y alegre. Los entendidos en la materia decían que pocas veces habían visto tantas y tan bellas damas en un solo lugar. La condesa Bezúkhov estaba allí, entre otras damas rusas que habían seguido al zar a Vilna, y su belleza típicamente rusa eclipsaba a las refinadas damas polacas. El zar se fijó en ella y fue honrada con un baile.
Boris Drubetskoi, en garçon, como él decía, pues había dejado a su mujer en Moscú, estaba allí y, si bien no era general edecán, participó con una elevada suma para la fiesta. Rico en dinero y honores, no buscaba protección y trataba como a iguales a los jóvenes de su edad llegados a la cúspide social.
Eran las doce de la noche y el baile proseguía. Helena, que no hallaba pareja digna de ella, propuso a Boris una mazurca. Formaban la tercera pareja. Boris miraba impasible los desnudos hombros de Helena, espléndidos entre el oscuro vestido de tul bordado en oro. Hablaba de sus viejas amistades y, sin notarlo él ni los demás, no dejaba de observar al zar, que se hallaba en la misma sala. No bailaba, sino que permanecía junto a la puerta y detenía a unos y a otros hablándoles con palabras afectuosas que solo él sabía decir.
Al iniciarse la mazurca, Boris vio que el general edecán Balashov, una de las personas más próximas al zar, se le acercaba y se detenía, no como los cortesanos, sino muy cerca del monarca, que entonces estaba charlando con una dama polaca. Alejandro fijó una mirada interrogativa en Balashov. Al comprender que obraba así por algún motivo de peso, hizo una inclinación a la dama y se giró hacia el general. Desde las primeras palabras de Balashov, en el rostro del zar se pintó el asombro. Tomó al edecán por el brazo y ambos cruzaron la sala sin percatarse de que la gente se apartaba dejándoles un espacio a los dos lados. Boris observó el semblante alterado de Arakchéyev cuando el zar pasó delante de él con Balashov. Sin dejar de mirarlos, Arakchéyev avanzó resoplando, como si aguardase la llamada del zar. Boris supo que Arakchéyev envidiaba a Balashov y le disgustaba que una noticia importante llegase al zar por otro que no fuese él.
Pero Alejandro pasó con el edecán sin fijarse en él y ambos salieron por la puerta al jardín iluminado. Arakchéyev, sujetándose el espadín y mirando colérico alrededor, los siguió a una distancia de veinte pasos.
Mientras bailaba la mazurca, Boris pensaba con intriga en cuál podía ser la noticia traída por Balashov y cómo podía enterarse antes que los demás.
Llegado el momento de elegir una dama, dijo a Helena que iba a buscar a la condesa Potocka, que debía haber salido al balcón. Fue con paso ligero por la tarima hacia la puerta del jardín y, al ver que el zar salía de la terraza dirigiéndose a la puerta, Boris fingió que le faltaba tiempo para retroceder y se hizo a un lado contra el quicio e inclinó la cabeza.
El zar, con la emoción del hombre ofendido personalmente, decía:
—¡Entrar en Rusia sin declaración de guerra! No habrá reconciliación mientras haya en mis tierras un solo soldado enemigo.
A Boris se le antojó que pronunciaba aquellas palabras con satisfacción. Parecía contento por la vigorosa expresión de sus ideas, pero le disgustaba que las oyese Boris.
—¡Que nadie lo sepa! —añadió frunciendo el ceño.
Boris comprendió que se refería a él y, cerrando los ojos, inclinó la cabeza. El zar regresó a la sala y permaneció en el baile una media hora.
Boris supo el primero que las tropas francesas habían cruzado el Niemen. Debido a ello pudo demostrar a ciertos personajes que sabía lo que a los demás les ocultaban; y ser tenido en más estima por ellos.
La noticia del paso del Niemen por los franceses fue un mazazo tras un mes de espera. El zar, indignado y ofendido, dio con la frase que se haría célebre y que era de su gusto porque expresaba sus sentimientos. Al volver del baile, a las dos de la madrugada, llamó a su secretario Shishkov y le ordenó escribir la orden del día a las tropas y el rescripto al mariscal príncipe Saltikov, exigiendo que se incluyera la frase: «No habrá reconciliación mientras haya en mis tierras un soldado enemigo».
Al día siguiente escribió a Napoleón la siguiente carta:
Monsieur mon frère. Ayer supe que, pese haber cumplido fielmente mis compromisos con Su Majestad, sus tropas han cruzado la frontera rusa; recibo ahora de San Petersburgo una nota del conde Lauristen anunciándome que Vuestra Majestad se considera en estado de guerra conmigo desde que el príncipe Kuraguin pidió sus pasaportes. Los motivos para que el duque de Bassano rechazase la petición jamás me habrían hecho suponer que ese gesto fuese un pretexto para semejante agresión. Ese embajador, como ya ha reconocido, no tenía autorización para hacer lo que hizo; en cuanto lo supe le hice llegar mi reprobación y mis órdenes de que permaneciera en su puesto. Si Su Majestad no desea derramar la sangre de nuestros pueblos por un error y retira sus tropas del territorio ruso, consideraré que nada ha ocurrido, y será posible un acuerdo. En el caso contrario, deberé repeler un ataque que no he provocado. Depende de Su Majestad evitar a la humanidad las penurias de una nueva guerra.
Je suis, etc…
Alexandre
CAPÍTULO IV
El catorce de junio, el zar hizo llamar a Balashov a las dos de la madrugada y, tras leerle la carta, le ordenó que la entregase en mano a Napoleón. Alejandro repitió que no se reconciliaría mientras hubiese un enemigo armado en territorio ruso y ordenó que se lo dijese así a Napoleón. Esas palabras no figuraban en la carta, pues su tacto le decía que no convenían al hacer un último intento de reconciliación, pero reiteró a Balashov la orden de comunicárselas al emperador francés.
Acompañado por un corneta y dos cosacos, Balashov salió en la noche del 13 al 14. Al alba llegó a la aldea de Rikonti, ocupada por tropas de vanguardia francesas, en la orilla del Niemen. Los centinelas de la caballería francesa le dieron el alto.
Un suboficial de húsares gritó a Balashov que se detuviera, pero él hizo caso omiso y siguió.
El suboficial arrugó la frente, masculló un insulto, desenvainó el sable y lanzó su caballo sobre Balashov. Le preguntó con grosería al general ruso si era sordo y oía lo que le decían. Balashov se presentó. El suboficial mandó a un soldado en busca del oficial y se puso a charlar con sus compañeros de cosas del regimiento sin mirar siquiera al general.
A Balashov le sorprendía ver una actitud hostil en territorio ruso y, sobre todo, esa falta de respeto hacia él, que se movía en las altas esferas y entre los honores, sobre todo tras su conversación con el zar tres horas antes.
El sol asomaba entre las nubes, el aire estaba fresco y húmedo por el rocío; los rebaños salían de la aldea y las alondras revoloteaban por los campos entre gorjeos.
Balashov miraba a su alrededor esperando al oficial aldea. Los cosacos, el corneta y los soldados franceses intercambiaban miradas.
Un coronel francés de húsares recién levantado salió de la aldea en un corcel gris acompañado por dos húsares. Tanto el oficial como los soldados y los caballos tenían aspecto de bienestar y apostura.
Eran los primeros días de campaña, cuando las tropas aún se hallan en perfecto estado, casi como en una revista en tiempos de paz, y solo se diferencian por detalles bélicos del uniforme y una moral alegre y presuntuosa típica de los primeros tiempos de una guerra.
El coronel francés apenas contenía los bostezos, pero era cortés y comprendió la importancia de Balashov. Lo hizo pasar entre sus patrullas y le informó de que pronto vería al emperador, pues creía que su Cuartel General no estaba lejos.
Cruzaron la aldea de Rikonti, ante los centinelas y húsares franceses que saludaban a su coronel y contemplaban el uniforme ruso. Según el coronel, el jefe de la división que recibiría a Balashov y lo conduciría al lugar debido estaba a dos kilómetros.
El sol había salido ya y brillaba sobre los campos verdeantes. Había subido una cuesta y pasado una posada cuando aparecieron unos jinetes a cuyo frente cabalgaba, en potro negro de relucientes arreos, un hombre alto, de cabello rizado y largo que le caía hasta los hombros, sombrero con plumas, capa roja y las piernas hacia delante al estilo francés. Galopaba hacia Balashov; las plumas, los adornos, los galones y los entorchados de su uniforme brillaban bajo el sol primaveral.
Balashov estaba cerca del caballo que venía hacia él solemne y teatralmente cuando Ulner, el coronel francés, murmuró con respeto: «Le roi de Naples».
Se trataba de Murat, ahora rey de Nápoles; aunque era incomprensible por qué lo llamaban así; no obstante, él estaba convencido de serlo y adoptaba un aire solemne y glorioso del que carecía antes. Estaba tan convencido de ser rey que la víspera de su marcha de Nápoles, mientras paseaba con su esposa por sus calles, al ver que algunos italianos gritaban «Viva il re!», se giró con una triste sonrisa a su mujer y dijo: «¡Pobres, no saben que los dejo mañana!».
Pese a su convicción de ser rey de Nápoles y de lamentar la pena de los súbditos a quienes abandonaba, cuando le ordenaron reincorporarse al servicio y tras su entrevista con Napoleón en Danzig, cuando su augusto cuñado le dijo: «Te he nombrado rey para que gobiernes a mi manera, no a la tuya», volvió a la carrera tan familiar para él y, como un caballo bien alimentado pero no gordo, uncido y vestido del modo más llamativo y caro, enfiló con júbilo los caminos de Polonia, sin saber a dónde ni a qué iba.
Al ver al general ruso, echó atrás su cabeza de largo cabello rizado con un movimiento solemne propio de reyes y miró al coronel francés. Este le comunicó los títulos de Balashov, cuyo nombre no supo pronunciar.
—De Bal-machève —resolvió él la dificultad del coronel—. Encantado de conocerlo, general —añadió con un gesto real.
En cuanto se puso a hablar alto y rápidamente, toda su dignidad real se vino abajo y, sin notarlo, pasó a su habitual tono de bonachona familiaridad. Puso la mano en las crines del caballo de Balashov.
—Eh bien, general, la guerra es total, según parece —dijo como si lamentase algo que no podía juzgar.
—Señor, mi jefe el emperador no desea la guerra, como ve Su Majestad —respondió Balashov diciendo Majestad con el tono inevitable de cuando se pronuncia un título nuevo para quien lo lleva.
El rostro de Murat resplandeció al oír a monsieur de Balachoff. Pero, como royauté oblige, quería hablar con el embajador de Alejandro sobre cuestiones de Estado, como rey y aliado. Descabalgó y, tomando a Balashov por el brazo, se apartó unos pasos. Murat hablaba tratando de dar importancia a sus palabras. Recordó que el emperador Napoleón se había ofendido cuando le exigieron retirar las tropas de Prusia, sobre todo porque se lo exigieron en público, lo cual hería la dignidad de Francia. Balashov repuso que eso no era ofensivo, pues…
Murat lo interrumpió:
—Entonces, ¿no cree que el zar Alejandro haya provocado esto? —preguntó con una sonrisa bobalicona. Balashov explicó por qué creía que la guerra la había iniciado Napoleón.
—¡Eh! Mi querido general —lo interrumpió Murat—, deseo de todo corazón que los emperadores se arreglen entre ellos y que la guerra iniciada a pesar mío se termine cuanto antes —dijo con el tono de un criado que quiere seguir siendo amigo del otro pese a las broncas de sus amos.
Preguntó entonces por el gran duque y su salud recordando los tiempos felices pasados con él en Nápoles. Luego, como si recordase su dignidad real, se enderezó con solemnidad, adoptó la misma postura que mantuvo durante su coronación y, agitando la mano derecha, dijo:
—No lo retengo más, general; le deseo éxito en su misión.
Con su bordada capa roja y sus plumas flotando en el aire y luciendo sus alhajas, se unió al séquito que lo aguardaba.
Balashov siguió, persuadido, según palabras de Murat, de que lo llevarían ante Napoleón. Pero no fue así. Los centinelas del cuerpo de infantería de Davout lo detuvieron a la entrada de la siguiente aldea y un edecán del jefe del cuerpo lo condujo a la aldea donde estaba el mariscal Davout.
CAPÍTULO V
Davout era el Arakchéyev de Napoleón, un Arakchéyev no cobarde, buen cumplidor y cruel como el ruso, que solo así sabía manifestar su lealtad al emperador.
El organismo estatal necesita a estos hombres como el organismo de la naturaleza a lo lobos; existen, aparecen y se mantienen pese a que su presencia y proximidad al jefe del Estado sea una rareza. Solo eso explica que un Arakchéyev, hombre nada cortesano, grosero e ignorante, cruel hasta llegar a arrancar los bigotes a los granaderos y que por sus nervios era incapaz de soportar ningún peligro, lograse ejercer tanta influencia sobre Alejandro, caballeroso, noble y sensible.
Balashov encontró al mariscal Davout sentado en un pequeño barril en el cobertizo de una isba, comprobando unas cuentas. A su lado, había un edecán de pie. Sin duda podía haber encontrado mejor alojamiento, pero el mariscal Davout era un hombre que procuraba vivir aposta en las peores condiciones para tener derecho a ser sombrío y estar siempre con prisa y ocupado. «¿Cómo voy a pensar en cosas agradables cuando ya ve que trabajo en un cobertizo sucio, sentado en un barril?», parecía decir su semblante. Su mayor placer y la única necesidad de hombres así cuando están frente a alguien de vida animada es echarle en cara su propia actividad sobria y perseverante. Davout se dio ese gusto cuando apareció Balashov. Se enfrascó más en su trabajo y miró el rostro del general ruso, animado por la agradable mañana y la conversación con Murat; no se levantó ni se movió; arrugó aún más la frente y sonrió con acritud.
Al observar en Balashov la mala impresión que le producía aquella acogida, levantó la cabeza y preguntó con sequedad qué deseaba.
Balashov supuso que ese recibimiento se debía solo a que ignoraba que era el general edecán del emperador Alejandro y representante suyo ante Napoleón y le dijo quién era. Pero Davout se manifestó más hosco y grosero tras escucharlo.
—¿Y el pliego? —dijo—. Démelo y se lo enviaré al emperador.
Balashov contestó que tenía órdenes de entregarlo personalmente al emperador.
—Las órdenes de su zar se cumplen en su ejército; aquí debe hacer lo que le digan —repuso Davout.
Y para que el general ruso entendiese que estaba a merced de la fuerza bruta, Davout envió al edecán a buscar al oficial de servicio.
Balashov sacó el pliego con el mensaje imperial y lo puso sobre la mesa, el batiente de una puerta, aún con sus bisagras, apoyado sobre dos toneles. Davout tomó el pliego y leyó las señas.
—Puede concederme o no los respetos que me son debidos —dijo Balashov—, pero le recuerdo que tengo el honor de ser general edecán de Su Majestad…
Davout lo miró sin hablar y sintió un evidente placer ante la inquietud y confusión pintadas en el rostro del general ruso.
—Será tratado como merece—. Guardó la carta en el bolsillo y salió.
Minutos después, el edecán del mariscal, señor de Castres, condujo a Balashov al alojamiento preparado para él.
Balashov comió con el mariscal en el cobertizo, en mesa improvisada con una puerta.
A la mañana siguiente Davout se marchó temprano tras llamar a Balashov y decirle que le rogaba que permaneciese allí y, si recibía la orden de moverse, ir con los convoyes; también le dijo que no podía hablar con nadie salvo con el señor de Castres.
Tras cuatro días de tedio y soledad, consciente de no ser dueño de sus actos y de su pequeñez, más notoria después del ambiente de poder en que se movía siempre, Balashov regresó a Vilna tras varias etapas de marcha con los convoyes del mariscal, entre tropas francesas que ocupaban aquel territorio. Balashov entró en Vilna, ahora en poder de los franceses, por la puerta por donde había salido cuatro días antes.
Al día siguiente, el chambelán imperial, monsieur de Tourenne, se presentó a Balashov y le comunicó que Napoleón le concedía el honor de una audiencia.
Cuatro días antes los centinelas del regimiento Preobrazhenski montaban guardia frente a la casa adonde lo condujeron; ahora dos granaderos franceses con uniforme azul y gorro de felpa, una escolta de húsares y ulanos y un séquito de edecanes, pajes y generales aguardaban la salida de Napoleón; en el centro destacaba un caballo ensillado, cuyas riendas sostenía el mameluco Roustan. Napoleón recibía en Vilna a Balashov en la casa desde donde había sido enviado cuatro días antes por el zar Alejandro.
CAPÍTULO VI
Balashov estaba hecho al boato de la corte rusa, pero se sorprendió y asombró con el lujo fastuoso de la de Napoleón.
El conde de Tourenne lo llevó a la gran sala de espera, donde aguardaban generales, chambelanes y magnates polacos, a muchos de los cuales Balashov había visto en la corte del zar Alejandro. Duroc anunció que Napoleón recibiría al general ruso antes del paseo.
Tras unos minutos, el chambelán reapareció y saludó respetuosamente a Balashov, invitándolo a seguirlo.
Balashov entró en un saloncito, una de cuyas puertas daba al gabinete donde Alejandro le había encomendado su misión cerca de Napoleón. Balashov esperó un par de minutos, se oyeron pasos rápidos y la puerta se abrió; todo quedó en silencio y se acercaron pasos firmes y enérgicos. Era Napoleón, que había acabado su aseo para montar a caballo. Una casaca azul se abría sobre un chaleco que caía sobre su panza; tenía calzones blancos sobre los muslos de sus piernas cortas enfundadas en botas de montar. Acababan de peinarle el cabello corto, pero le caía un mechón el centro de su ancha frente. Su cuello blanco y carnoso destacaba sobre el uniforme negro. Iba perfumado con agua de colonia. Su rostro juvenil, de barbilla saliente, expresaba una majestuosa benevolencia imperial.
Entró con la cabeza hacia atrás y un temblor nervioso. Su figura achaparrada, de anchos hombros, estómago y pecho salientes, tenía el aire de los hombres de cuarenta años que viven bien. Se veía que ese día se encontraba de muy buen humor.
Inclinó la cabeza ante el respetuoso saludo de Balashov, se le acercó y se puso a hablar como alguien para quien cada minuto es oro y no prepara sus discursos porque cree que dirá siempre bien lo que debe.
—Buenos días, general —dijo—, he recibido la carta del zar Alejandro que me traía y estoy encantado de verlo.
Fijó sus ojos en el rostro de Balashov y desvió la mirada. Sin duda la persona del general ruso no le interesaba y solo le preocupaba lo que sucedía en su interior. Cuanto sucedía fuera de su persona carecía de importancia para él, pues en el mundo todo dependía de su voluntad, creía él.
—No deseo ni he deseado la guerra —continuó—, pero me han obligado. Aun ahora —marcó esta palabra —estoy dispuesto a aceptar las explicaciones que pueda darme.
Y expuso clara y concisamente las causas de su enojo con el gobierno ruso. El tono moderado, tranquilo y amistoso con que hablaba convenció a Balashov de que Napoleón deseaba la paz y quería iniciar negociaciones.
—Señor, el emperador, mi jefe… —comenzó Balashov, que había preparado su discurso mucho antes, cuando Napoleón miró interrogativamente al general ruso tras terminar de hablar.
Pero su mirada lo azoró. «No se altere, calma», parecía decir Napoleón con una sonrisa casi imperceptible al mirar el uniforme y la espada del embajador.
Balashov se controló y dijo que el zar Alejandro no consideraba motivo bastante para la guerra la petición de pasaportes hecha por su embajador; Kuraguin había actuado sin el consentimiento de su monarca; añadió que el zar Alejandro no deseaba la guerra y que no mantenía ninguna relación con Inglaterra.
—Aún no —lo cortó Napoleón, que frunció el ceño y movió la cabeza como si temiese dejarse arrastrar por sus sentimientos dando a entender a Balashov que continuase.
Dicho cuanto se le había ordenado, Balashov añadió que el zar Alejandro deseaba la paz, pero comenzaría las conversaciones siempre que… En ese punto, Balashov vaciló y recordó las palabras que el zar no había incluido en la carta, pero que había ordenado introducir en el rescripto enviado a Saltikov; palabras que Balashov debía comunicar a Napoleón: «mientras haya un enemigo armado en territorio ruso», pero lo retuvo un complejo sentimiento. No podía pronunciarlas, aunque lo deseaba. Dudó y dijo: «Siempre que las tropas francesas se retiren al otro lado del Niemen».
Napoleón notó la turbación del embajador ruso al pronunciar aquello; su rostro se estremeció y la pantorrilla de su pierna izquierda tembló. Sin moverse y con voz más enérgica y rápida que antes, habló. Balashov tuvo que bajar los ojos, atraído sin querer por el temblor de la pantorrilla izquierda de Napoleón, que aumentaba conforme su voz subía.
—Deseo la paz tanto como el zar Alejandro —dijo—. ¿Acaso no hice todo lo posible durante dieciocho meses? Todo ese tiempo he aguardado una explicación; ahora, para empezar las negociaciones, ¿qué me pide?
—Alzó las cejas e hizo un gesto enérgico con la manita regordeta.
—Retirar las tropas francesas al otro lado del Niemen, Sire —dijo Balashov.
—¿Al otro lado del Niemen? —repitió Napoleón—. ¿Quieren que retroceda al otro lado del Niemen, solo al otro lado? —miró fijamente a Balashov, que inclinó la cabeza.
Ya no le pedían la retirada de Pomerania como cuatro meses atrás, solo que regresase a la otra orilla del Niemen. Napoleón se giró rápidamente y se puso a pasear por la habitación.
—Me exigen retroceder al otro lado del Niemen para iniciar las negociaciones; hace dos meses me pedían que regresase al otro lado del Oder y del Vístula, pero ahora consiente en iniciar las conversaciones.
Deambuló en silencio y se detuvo frente a Balashov. Su rostro parecía de piedra, con una expresión grave, y la pierna izquierda le temblaba más que antes. Napoleón conocía ese temblor de su pierna. El temblor de mi pantorrilla izquierda es una importante señal en mí, diría posteriormente.
—¡Propuestas como la de dejar el Oder y el Vístula pueden hacerse al príncipe de Baden, no a mí! —casi gritó—. Aunque me diesen San Petersburgo y Moscú, no aceptaría. Dice que yo he iniciado la guerra. ¿Quién se unió primero al ejército? El zar Alejandro, no yo. Me proponen negociar cuando he gastado millones, mientras ustedes se aliaban con Inglaterra y su situación es mala… ¿Para qué se alían con Inglaterra? ¿Qué les ha dado? —habló rápidamente para no detallar las ventajas de una paz ni discutir su posibilidad, sino para probar que tenía razón, su fuerza y la insania y los errores de Alejandro.
El prólogo era para demostrar la ventaja de su posición, pese a lo cual aceptaba el inicio de las conversaciones. Ahora que había comenzado a hablar y, cuanto más hablaba, más le costaba controlar sus palabras.
Solo se proponía sin duda engrandecer su persona y ofender a Alejandro; esto es, lo que al principio de la entrevista con Balashov no deseaba.
—Dicen que han llegado a una paz con los turcos, ¿no? —Balashov asintió con la cabeza.
—Se ha firmado la paz… —comenzó.
Pero Napoleón no lo dejó seguir. Tenía que hablar solo él y seguía con la labia e irritación desatada a la que son propensas las personas afortunadas.
—Lo sé; han firmado una paz con los turcos sin conseguir Moldavia ni Valaquia; yo habría entregado esas provincias a su zar, como le di Finlandia. Sí —prosiguió—, lo había prometido e iba a entregarle Moldavia y Valaquia. Pero ahora no tendrá esas hermosas provincias. Habría podido incorporarlas a su imperio y en un solo reinado ampliar el territorio ruso desde el golfo de Botnia a la desembocadura del Danubio. Catalina la Grande no habría podido hacer más —se encendió Napoleón conforme hablaba sin dejar de pasear y repitiendo a Balashov casi lo mismo que había dicho al propio Alejandro en Tilsitt—. Todo eso se lo habría debido a mi amistad. ¡Ay! ¡Qué hermoso reino, qué hermoso reino…! —repitió, sacó la tabaquera de oro y aspiró rapé con avidez—. ¡Qué hermoso reino podría haber sido el del zar Alejandro!
Miró con lástima a Balashov y continuó cuando quiso decir algo.
—¿Qué podía desear o buscar que no tuviese en mi amistad? —dijo encogiéndose de hombros—. Pero ha preferido rodearse de mis enemigos. ¿Y quiénes? Ha llamado a los Stein, a los Armfeld, a los Bennigsen y a los Wintzingerode. Stein es un traidor expulsado de su patria; Armfeld, un disoluto intrigante; Wintzingerode, un súbdito francés huido. Bennigsen es más militar que los demás, pero un inútil; no pudo hacer nada en 1807 y debería traer terribles recuerdos al zar Alejandro… Si fuesen hombres capaces de algo, podría utilizarlos —continuó Napoleón, que comenzaba a no hallar palabras para expresar las razones que probaban su derecho o su fuerza, que en su opinión era lo mismo—; pero ni para eso valen, ni para la guerra ni para la paz. Dicen que Barclay es más hábil que los otros, pero lo dudo a juzgar por sus movimientos. ¡Y qué hacen todos esos cortesanos! Pfull propone, Armfeld rebate, Bennigsen estudia y Barclay nunca se decide y el tiempo pasa sin hacer nada. Solo Bagration es un militar. Es tonto, pero tiene experiencia, visión y arrestos… ¿Y qué lugar ocupa su joven zar en medio de este montón de nulidades? Únicamente lo comprometen y descargan sobre él la responsabilidad de cuanto se hace. Un soberano no debe estar en el ejército más que cuando sea general —lo dijo como una provocación. Napoleón conocía los deseos de Alejandro de ser un caudillo—. Hace una semana se inició la campaña y no han sabido defender Vilna. Su ejército está dividido en dos y lo hemos expulsado de las provincias polacas. Las tropas están cansadas.
—Al contrario, majestad —Balashov trataba de memorizar cuanto decía Napoleón y seguir aquel torrente de palabras—. Nuestros soldados desean…
—Lo sé todo —lo cortó Napoleón—, sé el número de sus batallones como sé el de los míos. Apenas tiene doscientos mil hombres, y yo tengo el triple; le doy mi palabra de honor de que tengo treinta y cinco mil hombres en este lado del Vístula —Napoleón olvidó que su palabra de honor carecía de importancia—. Los turcos no sirven y lo han demostrado firmando esa paz con ustedes. Los suecos… están abocados a ser gobernados por reyes chalados. Su rey era un loco; lo cambiaron por Bemadotte y ha enloquecido enseguida porque solo un loco puede firmar una alianza con Rusia siendo sueco. —Napoleón sacó la tabaquera con una sonrisa maliciosa.
Balashov quería objetar a cada frase de Napoleón, pero cuando lo intentaba era interrumpido. Contra la locura de los suecos, Balashov quería decir que Suecia es una isla cuando está respaldada por Rusia, pero Napoleón gritó para ahogar sus palabras. El emperador francés se hallaba tan irritado que debía hablar sin cesar solo para demostrarse a sí mismo que tenía razón.
La situación de Balashov era lamentable. Temía ver dañada su dignidad de embajador y quería objetar algo; pero se contraía moralmente ante aquella ira inmotivada de Napoleón. Sabía que todo lo que dijese en aquel momento carecía de importancia y que se avergonzaría luego de haberlo dicho. Balashov, de pie y cabizbajo, miraba las piernas temblorosas de Napoleón para evitar su mirada.
—¿Qué me importan sus aliados? —proseguía—. Buenos aliados son los míos, los polacos. Son ochenta mil y pelean como leones. Y llegarán a doscientos mil.
Irritado más tras esta mentira obvia, y al ver a Balashov resignado, silencioso e inmóvil, se giró bruscamente y gritó cerca de la cara de Balashov y agitando las manos.
—¡Sepa que si arrastran a Prusia contra mí, la borraré del mapa!
Su rostro estaba pálido, desfigurado por la rabia. Con gesto enérgico, juntó sus manitas blancas en una palmada:
—¡Sí! Los rechazaré más allá del Dvina y el Dniéper y reconstruiré contra ustedes la barrera que la Europa ciega y criminal dejó caer antaño. Eso haré y eso ganarán por haberse alejado de mí—. Se puso a deambular en silencio; sus hombros se estremecían. Guardó la tabaquera en el bolsillo del chaleco, pero la sacó de nuevo, la llevó varias veces a la nariz y se detuvo frente a Balashov. Silencioso, fijó su mirada en el rostro del general y dijo en voz baja—: ¡y, pese a todo, qué hermoso reino podría haber tenido su señor!
Balashov quería objetar algo y dijo que, por parte de Rusia, las cosas no tenían un aspecto tan sombrío. Napoleón calló y lo miró con burla, obviamente sin escucharlo. Balashov añadió que Rusia depositaba grandes esperanzas en aquella guerra. Napoleón inclinó la cabeza, como diciendo: «Lo sé, usted debe hablarme así, pero no cree lo que dice, yo lo he convencido».
Cuando Balashov calló, Napoleón sacó la tabaquera, aspiró rapé y golpeó dos veces en el suelo con el pie como si hiciese una señal. Se abrió la puerta y un chambelán le entregó el sombrero y los guantes entre grandes reverencias; otro le presentó un pañuelo; Napoleón, sin mirarlos, se volvió a Balashov.
—Asegure en mi nombre al zar Alejandro que cuenta con mi afecto de siempre. Lo conozco bien y aprecio mucho sus grandes cualidades—. Tomó el sombrero—. No lo retengo más, general; recibirá mi carta para el zar — dijo y fue rápidamente a la puerta.
Quienes estaban en la sala de espera corrieron escaleras abajo.
CAPÍTULO VII
Después de cuanto había dicho Napoleón, de sus ataques de ira y de sus últimas y frías palabras: «No lo retengo más, general; recibirá mi carta», Balashov estaba convencido de que Napoleón no solo no quería verlo más, sino que querría evitar otra entrevista con un embajador ofendido y testigo de sus accesos de cólera. Pero, para gran asombro suyo, Duroc le hizo llegar una invitación para sentarse aquel día a la mesa del emperador. Bessières, Caulaincourt y Berthier asistirían también.
Napoleón recibió a Balashov con aire alegre y afablemente. No se mostró avergonzado por su acceso de cólera de la mañana y trataba de animar a Balashov. Sin duda Napoleón no admitía hacía tiempo la posibilidad de errar y creía que cuanto hacía estaba bien no porque sus actos respondieran al bien o al mal, sino porque él los hacía.
Estaba muy contento tras el paseo a caballo por Vilna, donde la muchedumbre lo vitoreó con alegría. Las ventanas de las calles estaban engalanadas con tapices, banderas y monogramas con su nombre; muchas damas polacas lo habían saludado desde las ventanas agitando sus pañuelos.
Durante la comida, Napoleón fue muy cortés con Balashov, a quien sentó a su vera y lo trató como a uno de sus cortesanos, o como a alguien que simpatizaba con sus proyectos y se alegraba de sus éxitos. Habló de Moscú y preguntó a Balashov sobre la capital rusa no como un viajero curioso, que se informa sobre un lugar que va a visitar, sino convencido de que así complacía a Balashov como ruso.
—¿Cuántos habitantes tiene Moscú? ¿Cuántos edificios? ¿Es verdad que la llaman Moscou la sainte? ¿Cuántas iglesias tiene? —preguntaba.
Al oír que había más de doscientas, Napoleón exclamó:
—¿Para qué tantas?
—Los rusos son muy religiosos —explicó Balashov.
—Pero un gran número de iglesias y monasterios siempre es la medida del atraso de un pueblo—. Napoleón miró a Caulaincourt buscando su conformidad.
Balashov disintió respetuosamente.
—Cada nación tiene sus costumbres —dijo.
—Pero en ningún lugar de Europa existe algo así —afirmó Napoleón.
—Perdone, majestad, pero además de Rusia, España tiene también muchos conventos e iglesias —dijo Balashov.
Esta frase, que aludía a la reciente derrota de Napoleón en España, fue, como contaría después Balashov, muy celebrada en la corte rusa, pero allí pasó inadvertida.
A juzgar por las caras impasibles y confusas de los mariscales franceses, sin duda no habían comprendido la intención de la respuesta dicha en el tono de voz del general ruso. «Si era una sutileza, no la entendimos o no existe», parecían decir los mariscales; Napoleón no reparó en la alusión y preguntó ingenuamente a Balashov por qué ciudades pasaba el camino de Vilna a Moscú. Balashov, que estaba alerta desde que se inició la comida, repuso que como todos los caminos llevan a Roma, todos los caminos llevan a Moscú; había muchos, y uno el que pasaba por Poltava, fue el escogido por Carlos XII. Balashov se sonrosó, satisfecho del acierto de su respuesta.
Apenas había terminado de decir «Poltava», Caulaincourt habló de lo incómodo que era el camino de San Petersburgo a Moscú y sus recuerdos de aquella ciudad.
Tras la comida pasaron al despacho de Napoleón a tomar café; era el gabinete que ocupaba el zar Alejandro cuatro días antes. Napoleón se sentó y removió su café servido en una taza de Sèvres; señaló a Balashov una silla junto a él.
El ser humano siente después de comer un estado de ánimo irracional que lo lleva a sentirse satisfecho de sí mismo y a ver en todos un amigo. El emperador estaba en esa disposición. Le parecía estar entre hombres que lo adoraban, que Balashov, después de la comida, era un amigo y un adorador. Napoleón se volvió a él con una sonrisa amable y burlona.
—Me han dicho que el zar Alejandro ocupaba esta habitación. Es curioso… ¿no, general? —dijo sin dudar que aquel recuerdo debía ser agradable a su interlocutor, pues era una prueba de su superioridad sobre el monarca ruso.
Balashov no pudo contestar e inclinó la cabeza en silencio.
—Sí, aquí discutían Wintzingerode y Stein hace cuatro días —continuó Napoleón seguro de sí mismo sin perder la sonrisa—. Lo que no entiendo es que el zar Alejandro se haya rodeado de mis enemigos personales. No lo… entiendo. ¿No ha pensado que yo podría hacer lo mismo? —preguntó a Balashov. Ese recuerdo lo reconducía hacia la ira de aquella mañana, aún fresca en él—. Él debe saber que lo haré—. Apartó con la mano su taza y se levantó—. Echaré de Alemania a todos sus parientes: los Würtemberg, los Baden, los Weimar… Sí, a todos. ¡Que vaya pensando en prepararles refugio en Rusia!
Balashov inclinó la cabeza para dar a entender que desearía retirarse y que escuchaba porque no podía hacer otra cosa. Napoleón no lo notó. No hablaba a Balashov como a un embajador de su enemigo, sino como a alguien del todo fiel ahora y que debía alegrarse de la humillación de su antiguo señor.
—¿Y para qué tomó el zar Alejandro el mando de sus tropas? ¿Por qué? La guerra es mi oficio; el suyo es reinar, no mandar ejércitos. ¿Por qué se ha hecho cargo de las tropas?
Napoleón sacó su tabaquera; dio unos pasos y se acercó inesperadamente a Balashov; con una sonrisita, con seguridad, rápida y sencillamente, como si eso fuese importante y agradable para Balashov, levantó la mano hacia el rostro del general ruso, un hombre de cuarenta años, y le tiró ligeramente de la oreja con una sonrisa.
Un tirón de orejas del emperador era el mayor de los honores en la corte francesa y una gran merced.
—Entonces, ¿no dice nada, admirador y cortesano del zar Alejandro? —preguntó como si fuese absurdo que alguien en su presencia pudiese ser cortesano y admirador de otro que no fuese él—. ¿Están dispuestos los caballos del general? —añadió inclinando la cabeza en respuesta al saludo de Balashov—. Que le den los míos. Tiene que viajar lejos…
La carta confiada a Balashov era la última de Napoleón para Alejandro. Balashov explicó largamente al zar su entrevista con Napoleón y la guerra estalló.
CAPÍTULO VIII
Tras su reunión con Pierre en Moscú, el príncipe Andréi dijo a su familia que iría a San Petersburgo a resolver asuntos, pero en realidad fue en busca del príncipe Kuraguin, a quien creía necesario ver. Ya en San Petersburgo se informó del paradero de Anatole y supo que había abandonado la ciudad. Pierre había comunicado a su cuñado que el príncipe Andréi lo buscaba y Kuraguin recibió un nuevo destino del ministro de la guerra y se incorporó al ejército en Moldavia.
El príncipe Andréi encontró en San Petersburgo a Kutúzov, su antiguo general, siempre bien dispuesto hacia él, que le propuso ir con él al ejército de Moldavia, del que había sido nombrado comandante en jefe. Cuando el príncipe Andréi fue destinado al Estado Mayor del Cuartel General salió hacia Turquía.
Bolkonsky no quería escribir a Kuraguin y provocarlo sin una nueva razón para el duelo. Pensaba que eso comprometería a la condesa Rostova, de modo que buscaba un encuentro personal con él y un nuevo motivo para batirse. Sin embargo, en el ejército turco tampoco encontró a Kuraguin, quien había regresado a Rusia poco después de llegar el príncipe Andréi. Este sintió cierto alivio en un país desconocido y en condiciones de vida nuevas. Cuanto más le dolía la traición de su prometida, más se esforzaba por disimular sus sentimientos ante los demás; aquella vida en la que antaño fue tan feliz le era cada vez más penosa, como su libertad y su independencia, que tanto había valorado antes. No lo asaltaban los viejos pensamientos que tuvo por primera vez al ver el cielo en el campo de Austerlitz, pensamientos que le gustaba comentar con Pierre y que habían mitigado su soledad en Bogucharovo y después en Suiza y Roma. Temía su recuerdo, pues le abría horizontes ilimitados y claros. Ahora solo se preocupaba de cosas inmediatas y prácticas sin relación con el pasado. Se aferraba con más fuerza a esos problemas cuanto más se ocultaban y alejaban sus ideas pasadas. Era como si aquel cielo sobre él se hubiese convertido de pronto en una cúpula baja y definida que lo ahogaba y donde todo era obvio y nada era eterno o misterioso.
De todas las ocupaciones, el servicio militar era la más simple y la que mejor conocía. Como general de servicio en el Estado Mayor de Kutúzov, se esforzaba y asombraba al comandante en jefe porque era cuidadoso y metódico. Al no encontrar a Kuraguin en Turquía, no quiso volver a Rusia; sin embargo, sabía que lo provocaría cuando lo encontrase, al margen del tiempo transcurrido, pese a todo su desprecio por aquel hombre y todas las razones que lo inclinaban a considerar indigno rebajarse hasta un choque con él.
Como el hambriento no puede evitar tirarse sobre la comida, la conciencia de no haber limpiado la ofensa, de sentir la rabia en el corazón, envenenaba el falso sosiego que el príncipe Andréi había conseguido en Turquía con aspecto de una actividad ambiciosa y vana.
Cuando la noticia de la guerra contra Napoleón llegó en 1812 a Bucarest, donde vivía Kutúzov hacía dos meses, el príncipe Andréi le pidió el traslado al ejército del oeste. Kutúzov, harto de la actividad de Bolkonsky, viendo en ella un constante reproche a su pereza, lo dejó marchar y le encargó una misión cerca de Barclay de Tolly.
Antes de unirse al ejército, que en mayo estaba acampado en Drissa, el príncipe Andréi pasó por Lisia Gori, que estaba en su camino a solo tres kilómetros de la carretera a Smolensk. Había sufrido tantas conmociones en los tres últimos años, había pensado, sentido y visto tanto en sus viajes que le asombró encontrarse el mismo modo de vida en todos sus detalles. Fue por el camino central y franqueó las puertas de la finca como si se adentrase en un castillo encantado y dormido. La misma limpieza y mesura, el mismo silencio de siempre lo acogieron; los muebles, las paredes, los rumores y olores de siempre; las mismas tímidas caras un poco ajadas. La princesa María seguía siendo la joven un poco más vieja y tímida de antaño, fea, siempre atemorizada y atormentada por sufrimientos morales, cuyos mejores años pasaban sin pena ni gloria. Mademoiselle Bourienne era la misma coqueta que disfrutaba cada momento de la vida, contenta de sí misma y llena de esperanza. Ahora tenía más seguridad o eso le pareció al príncipe Andréi. Dessalles, el preceptor traído de Suiza, vestía levita a la moda rusa, chapurreaba en ruso con los criados y era el mismo preceptor poco inteligente, instruido, virtuoso y pedante. Al viejo príncipe se le había caído un diente en un lado de la boca; moralmente seguía siendo el de siempre, más irritable y desconfiado con respecto a la realidad de cuanto sucedía. Solo Nikolenka había cambiado: había crecido, tenía buen color y el cabello oscuro rizado. Al reír levantaba el labio superior de la boca, como su madre, la difunta princesita. Solo él rompía la ley de la inmutabilidad de aquel castillo encantado y dormido. Y aunque exteriormente todo estuviese igual, las relaciones internas de todas esas personas habían cambiado desde que el príncipe Andréi las vio por la última vez. Se habían dividido en dos bandos hostiles, que solo en su presencia y en honor a él se reunían alterando su modo de vida habitual. El viejo príncipe, mademoiselle Bourienne y el arquitecto eran uno de esos bandos; la princesa María, Dessalles, Nikolenka y las ayas y niñeras formaban el otro.
Mientras el príncipe Andréi estuvo en Lisia Gori toda la familia comía junta, pero todos se sentían incómodos y Andréi Bolkonsky se sintió como un huésped por quien hacían una excepción y cuya presencia incordiaba. Durante la comida del primer día, el príncipe Andréi notó que algo ocurría y guardó silencio. Su padre, al advertirlo, se mantuvo taciturno y sombrío y se retiró apenas acabó la comida. Cuando el príncipe Andréi fue a verlo al anochecer y, para distraerlo, habló de la campaña del joven conde Kamensky, su padre se puso a hablar de la princesa María censurando su superstición y su desapego por mademoiselle Bourienne, que era la única persona que realmente le era fiel según dijo.
Acusaba a la princesa María de causar sus enfermedades, de atormentarlo y provocarlo adrede y de perder al pequeño Nikolái con sus mimos y sus cuentos. El viejo Bolkonsky sabía bien que era él quien martirizaba a su hija, cuya vida era penosa; pero también sabía que era incapaz de dejarla en paz y que ella se lo merecía. «¿Por qué el príncipe Andréi no me dice nada de su hermana si lo ve? —se preguntaba—. ¿Qué piensa de esto? ¿Que soy un demonio o un viejo imbécil que se aleja de su hija y busca la compañía de la francesa? No me comprende, por eso tengo que explicárselo, tiene que oírme». Expuso entonces los motivos por las que no aguantaba el carácter irracional de su hija.
—No quería hablar de eso —contestó el príncipe Andréi sin mirar a su padre y a quien censuraba por primera vez en su vida—, pero si me pregunta, le diré lo que opino. Si existe algún malentendido entre usted y María, no es culpa de ella —se irritó, cosa que le ocurría con frecuencia hacía algún tiempo—; le digo que si hay malentendido, la culpa es de una mujer inútil que no debería ser amiga de mi hermana.
El viejo lo miró al principio con ojos impasibles, esbozó una sonrisa falsa que mostró la melladura en la boca a la cual el príncipe Andréi no podía acostumbrarse.
—¿A qué amiga te refieres? ¿Eh? ¡Lo habéis comentado! ¡Eh!
—Padre, no quería ser juez —prosiguió el príncipe Andréi con voz colérica y áspera—, pero me obliga. He dicho y diré que María no es culpable… que la culpa… la culpa es de la francesa…
—¡Ah, ya me has condenado…! ¡Me has condenado! —susurró el viejo y el príncipe Andréi creyó que estaba confuso. Pero se puso en pie entonces y gritó—: ¡Fuera! ¡Fuera de aquí! ¡Que no vuelva a verte en esta casa…!
El príncipe Andréi quería irse; sin embargo, la princesa María le rogó que se quedase otro día, durante el cual, el príncipe Andréi no vio a su padre, que no salió de sus habitaciones y solo recibió a mademoiselle Bourienne y a Tijon, y preguntó varias veces si su hijo se había ido. Al día siguiente, antes de irse, el príncipe Andréi fue a la habitación de su hijo. El niño, fuerte y de cabello rizado como su madre, se sentó en sus rodillas. El príncipe Andréi le contó la historia de Barba Azul, pero no terminó y se quedó pensativo. No pensaba en su hijo, sino en sí mismo. Buscaba dentro de sí mismo sin hallarlo el arrepentimiento por haber irritado a su padre y la pena por separarse de él por primera vez en su vida estando enfadados.
Pero lo peor era que tampoco hallaba la ternura que sentía por su hijo y que confiaba reavivar acariciándolo y sentándolo en sus rodillas.
—¡Cuenta! —decía el pequeño.
El príncipe Andréi lo bajó de sus rodillas sin hablar y salió de la habitación.
Cuando el príncipe Andréi dejó sus ocupaciones diarias, y volvió a la vida anterior, cuando era feliz, la angustia se adueñó de él como siempre; tenía prisa por alejarse de esos recuerdos y encontrar una ocupación.
—¿Te vas, Andréi? —preguntó su hermana.
—Sí, y gracias a Dios que puedo —repuso—, y lamento que tú no puedas.
—¿Por qué dices eso? ¿Por qué lo dices ahora cuando te vas a esa horrible guerra y él es ya tan viejo? Mademoiselle Bourienne dijo que ha preguntado por ti…
En cuanto habló, le temblaron los labios y rompió a llorar. El hermano se apartó de ella y se puso a pasear de aquí para allá.
—¡Ay, Dios mío! ¡Y pensar que seres que no valen para nada pueden amargar a otros! —dijo con una rabia que asustó a su hermana.
Supo que no se refería solo a mademoiselle Bourienne, que era la culpable de su desgracia, sino también al hombre que había destruido su vida.
—Andréi te pido, te ruego una cosa. —Tocó el brazo de su hermano y lo miró a través de las lágrimas que hacían brillar sus ojos—. Te comprendo. —Bajó los ojos—. El dolor no viene de los hombres, que son solo un instrumento de Dios —dijo y miró algo por encima del príncipe Andréi como se mira hacia un lugar donde hay un retrato—. El dolor nos lo envía Dios, no es culpa de los hombres. Ellos son solo un instrumento. Si crees que alguno es culpable ante ti, olvídalo y perdona. No tenemos el derecho de castigar. Solo así comprenderás la felicidad que hay en el perdón.
—Si yo fuese mujer, lo haría, Marie, —dijo él—. Es una virtud femenina. El hombre no puede ni debe olvidar y perdonar.
Aunque hasta entonces no pensaba en Kuraguin, revivió toda la ira guardada.
«Si ella quiere que perdone, es que hace tiempo que debí castigar», pensó. Imaginó, con malévola alegría, el momento de su encuentro con Kuraguin, de quien sabía que estaba en el ejército.
La princesa le rogaba que aguardase un día más. Decía estar segura de la pena de su padre si se iba sin reconciliarse. Pero él repuso que seguramente volvería pronto, que escribiría a su padre y que cuanto más estuviese en Lisia Gori, mayor sería la discordia entre ambos.
—Adiós, Andréi. Recuerda que las desgracias vienen de Dios y que los hombres jamás son culpables —María se despidió de su hermano.
«Tenía que ocurrir —pensó él al salir de la avenida de Lisia Gori—. María, criatura inocente, se queda sola a merced de un viejo loco. Él sabe que es culpable, pero no puede traicionarse. Mi hijo crece y sonríe a una vida en la que pronto será como los demás, engañado o engañador. Yo voy al ejército sin saber el motivo, y deseo hallar al hombre a quien detesto para darle ocasión de matarme y reírse de mí». Antes era igual; pero todo se armonizaba y ahora todo parecía deshacerse. Su imaginación pintaba imágenes absurdas sin relación entre ellas.
CAPÍTULO IX
El príncipe Andréi llegó al Cuartel General del Ejército a finales de junio. Las tropas del primer ejército, donde se encontraba el zar, ocupaban el campo fortificado de Drissa; las del segundo retrocedían para reunirse con el primero, del que las separaban las fuerzas francesas, muy numerosas según se decía. Todos en el ejército estaban desencantados con el desarrollo de las operaciones militares, pero nadie creía que las provincias rusas corriesen el riesgo de ser invadidas; nadie pensaba que la guerra pasase de las provincias occidentales de Polonia.
El príncipe Andréi encontró en las orillas del Drissa a Barclay de Tolly, a cuyo cuartel general fue destinado. Como no había poblaciones cerca del campamento, el gran número de generales y cortesanos que acompañaban al ejército se hallaban dispersos a unos diez kilómetros en las casas mejores de la comarca a ambos lados del río. Barclay de Tolly vivía a cuatro kilómetros del zar. Recibió a Bolkonsky con sequedad y, hablando con acento alemán, le dijo que informaría al zar de su llegada y que le rogaba que permaneciese en su cuartel general mientras aguardaba destino. Anatole Kuraguin, a quien el príncipe Andréi esperaba encontrar, no se hallaba allí. Había regresado a San Petersburgo, lo cual gustó a Bolkonsky.
Su interés se centraba en la guerra, así que se sintió contento de quedar libre de la distracción de pensar en Kuraguin. Durante los cuatro primeros días, en los que nadie le exigió nada, el príncipe Andréi recorrió el campo fortificado y, según su experiencia y las explicaciones de personas bien informadas, se hizo una idea de la situación. Pero la cuestión de si aquel campamento era o no útil no pudo resolverla. Su experiencia le gritaba que los proyectos mejor planificados no significan nada en la guerra, como en la batalla de Austerlitz, que todo dependía de la reacción ante las acciones enemigas inesperadas e imprevisibles; que todo depende de quién y cómo dirija la acción. Para ver claro esto último y aprovechando su posición y sus relaciones, el príncipe Andréi quiso saber cómo se dirigía el ejército, quiénes y qué grupos participaban en esa dirección. Esto le sirvió para deducir la situación militar según sus apreciaciones.
Cuando el zar se encontraba en Vilna, las tropas fueron divididas en tres grupos: el primero, mandado por Barclay de Tolly, el segundo por Bagration y el tercero por Tormasov. El zar estaba en el primer grupo pero no como general en jefe. La orden del día no decía que el zar tomaba el mando, sino que estaría junto a las tropas. Además, no disponía de un Estado Mayor como comandante en jefe, sino de un Estado Mayor Imperial, y como jefe suyo estaba el general príncipe Volkonsky, generales edecanes del zar, funcionarios diplomáticos y muchos extranjeros, pero no había Estado Mayor del Ejército. Además, acompañaban a Alejandro sin funciones concretas el exministro de la Guerra, Arakchéyev; el conde Bennigsen, el general más antiguo; el gran duque heredero, Constantino Pávlovich; el conde Rumyantsev, canciller; Stein, exministro de Prusia; Armfeld, general sueco; Pfull, autor principal del plan de campaña; Paolucci, como general ayudante y émigré de Cerdeña; Wolzogen y muchos otros. Aunque ninguno de ellos tuviese un cargo en el ejército, influían en las decisiones, y a menudo los jefes de cuerpo de ejército y el general en jefe no sabían para qué preguntaban o aconsejaban algo Bennigsen o el gran duque, o Arakchéyev, o el príncipe Volkonsky; no sabían si era una orden del zar en forma de consejo y si se debía cumplir o no. Pero así eran las cosas, pues el significado de la presencia del zar y de aquellos personajes desde el punto de vista de la corte, pues ante el monarca todos son cortesanos, estaba claro para todos: el zar no era oficialmente comandante en jefe, pero sus disposiciones llegaban a todos los ejércitos. Los hombres que lo rodeaban eran sus auxiliares. Arakchéyev, fiel ejecutor de lo ordenado, vigilante del orden y del zar. Bennigsen, propietario de latifundios en la provincia de Vilna, parecía hacer les honneurs de aquellas tierras, aunque era un buen general, útil para aconsejar y a quien convenía tener cerca para sustituir a Barclay. El gran duque estaba allí porque quería. El exministro Stein estaba porque podía aconsejar y el zar Alejandro apreciaba sus cualidades personales. Armfeld odiaba a Napoleón y era un general seguro de sí mismo, lo cual influía en Alejandro. Paolucci estaba porque era audaz y enérgico hablando. Los generales edecanes estaban porque debían ir adonde fuese el zar; y el más importante de todos, Pfull, estaba allí porque había elaborado el plan de guerra contra Napoleón y convencido al zar de que su proyecto era el más racional y él mismo dirigía la marcha de la guerra. Wolzogen se encargaba de expresar las ideas de Pfull en un lenguaje más comprensible que el de su autor, hombre brusco y teórico de despacho cuya alta opinión de sí mismo le hacía desdeñar a otros.
Además de estos personajes, sobre todo extranjeros que, con la osadía de hombres que participan en la actividad de un país que consideran extraño, proponían cada día planes nuevos, había personas de menor categoría que acompañaban a sus principales jefes.
Entre las ideas y voces distintas el príncipe Andréi distinguía los siguientes grupos:
El grupo lo formaba Pfull y sus adeptos. Eran teóricos de la guerra que creían en una ciencia bélica con leyes inmutables; la ley de los movimientos oblicuos, de los rodeos, etcétera. Pedían el repliegue al interior del país según las leyes de una supuesta teoría bélica. Cualquier desviación de esa teoría era barbarie, ignorancia y mala fe para ellos. En este grupo estaban los príncipes alemanes, Wolzogen, Wintzingerode y otros, en general alemanes.
El segundo grupo era opuesto al anterior. Como ocurre siempre, un extremismo daba lugar a otro. Los hombres de ese grupo pedían desde Vilna la invasión de Polonia y la renuncia a los planes elaborados de antemano. Además de representar las acciones arriesgadas, estos hombres eran los adalides nacionales, así que eran más unilaterales en las discusiones. Eran los rusos: Bagration, Ermolov —que ya destacaba— y otros. Circulaba un chiste sobre Ermolov según el cual decían que había pedido una merced: ser ascendido a alemán. Los hombres de ese grupo recordaban a Suvorov y decían que no había que reflexionar y clavar alfileres en el mapa, que se debía combatir, asestar golpes al enemigo, no dejarlo entrar en Rusia e impedir que el ejército se desanimase.
El tercer grupo, en el que más confiaba el zar, era el de los cortesanos, hábiles en hallar una solución intermedia. La mayoría de este grupo eran hombres ajenos a los militares, Arakchéyev entre ellos. Pensaban y decían lo que vulgarmente dicen los hombres sin convicciones aunque finjan tenerlas. Afirmaban que la guerra con un genio como Bonaparte exigía juicios profundos, grandes conocimientos científicos, y que Pfull era genial en este punto; decían también que había que reconocer que los teóricos solían ser parciales, de modo que no convenía fiarse demasiado de ellos; que mejor era escuchar a los contrarios de Pfull, los hombres prácticos, con experiencia en asuntos militares, que buscaban mantenerse en el medio. Los hombres de ese grupo insistían en mantener el campamento de Drissa, según el plan de Pfull, pero cambiando los movimientos de los otros ejércitos. Así no se lograba ningún objetivo, pero esa idea parecía la mejor a sus partidarios.
El cuarto grupo lo encabezaba el gran duque heredero. No olvidaba su decepción de Austerlitz, donde se había presentado al frente de la Guardia con casco y penacho, como en una revista militar. Dio por hecho la derrota francesa con una magnífica carga y, cuando se vio de pronto en primera línea, apenas pudo escapar entre la desbandada general. El razonamiento de estos hombres tenía la virtud y el defecto de la franqueza. Temían a Napoleón; en él veían la fuerza y en sí mismos la debilidad, y no lo ocultaban. Decían: «Solo conseguiremos oprobio, dolores y derrotas. Hemos abandonado Vilna y Vítebsk, y también dejaremos Drissa. ¡Lo único razonable que podemos hacer es alcanzar una paz antes de que nos echen de San Petersburgo!»
Aquella opinión, muy difundida en las altas esferas del ejército, era compartida en San Petersburgo por el canciller Rumyantsev, que se mostraba a favor de la paz, pero por otras razones de Estado.
El quinto grupo eran los partidarios de Barclay de Tolly, no por sus condiciones personales sino por ser ministro de la Guerra y general en jefe. «No importa cómo sea; es un hombre honesto y práctico, y no hay nadie mejor que él. Dadle plenos poderes porque la guerra no puede hacerse sin unidad de mando, y demostrará lo que puede hacer, como en Finlandia. Si nuestro ejército se mantiene fuerte y unido, si se ha retirado hasta el Drissa sin pérdidas, se lo debemos solo a Barclay. Pero si ponen a Bennigsen, todo está perdido. Bennigsen demostró su incapacidad en 1807.»
El sexto grupo, el de los admiradores de Bennigsen, decían que nadie había más activo y experto que su favorito, y que finalmente recurrirían a él. Aseguraban que el repliegue hasta el Drissa era ignominioso y un error. «Pero mejor cuantos más errores cometan; al menos se comprenderá antes que no podemos seguir así. No necesitamos un Barclay, sino alguien como Bennigsen, que dio pruebas de suficiencia en 1807, a quien Napoleón hizo justicia. Es el único hombre cuyo mando aceptarían todos.»
El séptimo grupo era el de las personas que rodean a los reyes, sobre todo cuando son jóvenes; eran numerosas en torno a Alejandro: generales y edecanes, fieles al zar, no como tal sino como hombre. Eran quienes lo adoraban de verdad, como Rostov en 1805, y veían en él todas las virtudes y todas las cualidades humanas. Aunque admirasen su modestia, que no había querido asumir el mando supremo de las tropas, no compartían esa excesiva modestia y solo querían una cosa e insistían en ello: que su adorado monarca olvidase la desconfianza en sí mismo y declarase que tomaba el mando del ejército, formase su Cuartel General de comandante en jefe y, asesorado por teóricos y prácticos, dirigiera las tropas. Aquello elevaría la moral de todos.
El octavo grupo, y el más numeroso por integrarlo casi todos, era el de quienes no querían ni la paz ni la guerra, ni ofensivas ni campos fortificados en el Drissa u otro sitio; no preferían a Barclay, ni al zar, ni a Pfull, ni a Bennigsen; solo deseaban el mayor número de diversiones y ventajas personales. En aquel mar de intrigas y enredos en torno al Cuartel General del zar podían obtenerse prebendas que en otro momento serían imposibles. Quien solo deseaba conservar una ventaja hoy estaba con Pfull y mañana era su adversario; al día siguiente, para evitar responsabilidades y halagar al zar, afirmaba carecer de opinión sobre cierto hecho. Otros querían una sinecura o llamar la atención del zar y hablaban en voz alta de algo aludido el día anterior por Alejandro; discutían y gritaban en el Consejo golpeándose el pecho y desafiando a quienes no opinaban como ellos, demostrando así estar siempre dispuestos a ser víctimas por el bien común. Otros, entre consejo y consejo, en ausencia de sus adversarios, pedían una recompensa por sus servicios sabiendo que no se la negarían. Algunos se hacían ver por el zar, como por casualidad, agobiados de trabajo. Algunos, para lograr lo que tanto deseaban que era comer con el zar, demostraban la razón o la sinrazón de una opinión nueva aportando argumentos más o menos convincentes.
Los de ese grupo iban tras los rublos, las cruces y los puestos; para ello solo seguían la dirección de la veleta del favor imperial; tan pronto como veían que la veleta se iba a un lado, aquellos zánganos militares silbaban en el mismo sentido, de modo que al zar le costaba cambiarla hacia otro lado. En la incertidumbre de la situación y la inquietud por el peligro inminente; entre el torbellino de intrigas y ambiciones, de conflictos, de opiniones y sentimientos encontrados y nacionalidades distintas, este grupo, el octavo y más numeroso, embrollaba y confundía aún más la obra común con sus intereses personales. Cualquiera que fuese el problema, los zánganos dejaban el tema que interesaba y pasaba al problema nuevo ahogando con su zumbido las voces sinceras.
Cuando el príncipe Andréi se unió al ejército estaba surgiendo un grupo nuevo, el noveno, que ya alzaba la voz. Eran los viejos, los hombres razonables y expertos en los negocios públicos, que no compartían aquellas opiniones contradictorias y sabían ver objetivamente cuanto se hacía en el Estado Mayor del Cuartel General, y trataban de dar con el modo de salir de aquella confusión e indecisión, de la intriga y la debilidad.
Ellos pensaban y decían que todos los males se debían sobre todo a la presencia del zar y de su corte; que habían traído la inseguridad, indefinida y convencional, buena en la corte, pero mala para el ejército; que el zar debía reinar y no dirigir tropas; decían que el remedio consistía en la marcha del zar y su corte, pues su presencia paralizaba a cincuenta mil hombres necesarios para su seguridad personal, y que el peor comandante en jefe, si tenía independencia, sería preferible al mejor de los generales maniatado por la presencia y el poder del zar.
Mientras el príncipe Andréi se hallaba en Drissa, Shishkov, secretario de Estado y uno de los principales representantes de este último grupo, escribió al zar una carta que firmaron Balashov y Arakchéyev. Haciendo uso del permiso del propio zar para exponer sus opiniones sobre la marcha general de los acontecimientos, le proponían dejar el ejército en términos respetuosos so pretexto de que así animaría al pueblo para la guerra.
La misión de animar al pueblo y llamar a la defensa de la patria le fue presentada al zar. Este la aceptó como excusa para dejar el ejército. Su presencia en Moscú, el valor y el fervor patriótico de sus habitantes fueron la principal causa del triunfo ruso.
CAPÍTULO X
Aún no había sido entregada la carta al zar cuando durante la comida Barclay dijo a Bolkonsky que el monarca quería verlo para informarse sobre Turquía y que debía ir a casa de Bennigsen a las seis de la tarde.
Ese día llegó al Cuartel General del zar noticias sobre un movimiento de tropas napoleónicas, lo cual entrañaba un riesgo para el ejército ruso; después se supo que la noticia no era exacta. Aquella mañana, el zar había recorrido con el coronel Michaux las fortificaciones del Drissa; el coronel aseguraba que el campamento levantado por Pfull, hasta entonces considerado chef-d’œuvre de la táctica y que sería la ruina de Napoleón, era absurdo y la perdición del ejército ruso.
El príncipe Andréi fue adonde vivía Bennigsen, una casita señorial situada en la misma margen del río. Ni Bennigsen ni el zar estaban allí. Chernyshev, edecán del zar, recibió a Bolkonsky y le dijo que el monarca había salido con el general Bennigsen y el marqués Paolucci para recorrer por segunda vez ese día las fortificaciones del campamento de Drissa, cuya solidez comenzaba a plantear dudas.
Sentado junto a la ventana de la primera habitación, Chernyshev leía una novela francesa. La estancia debió de haber sido un recibidor antaño; aún había un armonio sobre el cual habían apilado alfombras; en un rincón estaba el catre de un edecán de Bennigsen que, seguramente agotado por el trabajo o alguna juerga, dormitaba sentado. La habitación tenía dos puertas: una iba directamente al antiguo salón; otra, a la derecha, al despacho. Tras la primera puerta se oían voces hablando en alemán y en francés. En el antiguo salón y por deseo del zar, estaba reunido no un consejo superior de guerra, pues al monarca le gustaba lo indefinido, sino un grupo de personas cuya opinión le interesaba en las dificultades presentes. No era un consejo militar, sino una reunión de personas escogidas para explicar personalmente al zar algunos puntos. Habían invitado al general sueco Armfeld; al general edecán Wolzogen; a Wintzingerode; a Michaux, a quien Napoleón llamaba ciudadano francés huido; a Toll; al conde Stein, que no era militar; y, cómo no, a Pfull, que, según oyó Andréi, era la pieza clave de todo.
El príncipe Andréi pudo observarlo, pues Pfull, que llegó poco después, había entrado para hablar un momento con Chernyshev.
Con su uniforme de general ruso que le sentaba tan mal como si estuviera disfrazado, Pfull le pareció alguien conocido, aunque estaba seguro de no haberlo visto antes. Tenía algo de Weyrother, de Mack, de Schmitt y de otros generales alemanes, también teóricos, a los que Bolkonsky había conocido en 1805. Pero Pfull era el más típico. Jamás había visto el príncipe Andréi a otro teórico alemán que reuniese tan bien las características de otros teóricos alemanes.
Era más bien bajo, flaco pero de complexión fuerte, caderas anchas y omóplatos salientes. Tenía la cara arrugada y los ojos, hundidos; llevaba el pelo alisado de cualquier forma con un cepillo por delante, pero por detrás le caían mechones desgreñados. Entró mirando a todas partes, con gesto inquieto e irritado, como si temiese encontrar mil obstáculos. Con torpeza y sujetando la espada, fue hacia Chernyshev y le preguntó en alemán por el zar. Se veía que deseaba cruzar cuanto antes aquella estancia, acabar con los saludos y las reverencias y sentarse delante del mapa, que era donde se encontraba cómodo. Asentía con la cabeza a Chernyshev, y sonrió irónico al oír que el zar estaba visitando las fortificaciones que él había construido según sus teorías. Masculló algo en voz queda y con rudeza como suelen hacer los alemanes seguros de sí mismos. Algo así como «Dummkopf» o «zu Grunde die ganze Geschichte» o «s’wird was gescheites d’rans werden…». El príncipe Andréi no entendió bien; quería pasar de largo, pero Chernyshev le presentó a Pfull diciendo que Bolkonsky volvía de Turquía, donde la guerra había sido un éxito. Pfull apenas miró al príncipe Andréi y gruñó con una sonrisa: «Da muss ein schönner tactischer Krieg gewesen sein» y riendo con desdén pasó a la habitación vecina, donde se oían unas voces.
Pfull, con tendencia a la irritación y la ironía, estaba ese día especialmente excitado porque se habían atrevido a visitar y juzgar su campamento fortificado sin contar con él. Gracias a sus recuerdos de Austerlitz, al príncipe Andréi le bastó con esta breve entrevista para hacerse una idea de Pfull: era un hombre seguro de sí mismo, dispuesto a defender sus ideas a muerte, de los que solo hay entre los alemanes porque su seguridad se basa solo en la idea abstracta, en la ciencia, esto es, en el saber imaginario de la verdad absoluta. El francés se muestra seguro porque cree que todo él es irresistible en cuerpo y alma, tanto para los hombres como para las mujeres. El inglés tiene la seguridad de ser el ciudadano del Estado mejor organizado del mundo y porque, como inglés, siempre sabe qué hacer y que cuanto haga estará bien hecho sin discusión alguna. El italiano está seguro de sí mismo porque es emotivo y a menudo se olvida de sí mismo y de los demás. El ruso tiene esa seguridad porque no sabe nada ni quiere saberlo, y no cree que se pueda llegar a saber algo por completo. El alemán es el más seguro de sí mismo y de la peor manera, la más firme y antipática, pues cree saber la verdad: una ciencia que ha inventado él y constituye su verdad absoluta.
Así debía ser Pfull. Poseía la teoría del movimiento oblicuo, deducida de la historia de las guerras de Federico el Grande. Las novedades que hallaba en la historia militar moderna se le antojaban una locura, un atraso, batallas caóticas en que ambos bandos cometían tantos errores que no podían calificarse de guerras: no se ajustaban a la teoría ni podían ser objeto de la ciencia.
Pfull había sido en 1806 uno de los autores del plan de campaña que terminó en Jena y Austerlitz, pero no veía en el final de aquella campaña pruebas del desatino de su teoría, sino que el desastre se debía solo a las desviaciones de su doctrina, y con alegre ironía decía: «Ich sagte ja, daß die ganze Geschichte zum Teufel gehen werde». Pfull era un dogmático que ama sus teorías hasta olvidar que su fin es la aplicación práctica. Por amor a la teoría odiaba la práctica y no quería saber nada de ella. Era capaz de alegrarse del fracaso si se debía a una desviación de la teoría, pues demostraba el acierto de esta.
Habló brevemente con el príncipe Andréi y Chernyshev sobre la guerra como si ya supiese que las cosas irían mal, pero sin mostrarse descontento. Los mechones revueltos de la nuca y el pelo alisado de las sienes lo demostraban con elocuencia.
Pasó a la otra habitación, desde donde enseguida llegó su voz gruñona y bronca.
CAPÍTULO XI
El príncipe Andréi no había tenido tiempo de seguir con la mirada a Pfull cuando entró Bennigsen. Saludó con la cabeza a Bolkonsky y pasó al despacho tras dar unas órdenes a su ayudante. El zar estaba a punto de llegar y Bennigsen se había adelantado para preparar ciertas cosas y tener tiempo para recibirlo. Chernyshev y el príncipe Andréi salieron al porche cuando el zar descabalgaba con aspecto cansado. El marqués Paolucci le estaba diciendo algo; el monarca, la cabeza torcida a la izquierda con gesto hosco, escuchaba al excitado Paolucci, que hablaba con ardor. El zar avanzó unos pasos, deseando cortar la conversación, pero el italiano siguió tras él sin parar de hablar.
—En cuanto al que le ha aconsejado este campamento, el campamento de Drissa… —decía el marqués, mientras el zar subía las gradas de la escalinata y miraba al príncipe Andréi sin reconocerlo—. En cuanto al que aconsejó el campamento de Drissa, señor, no veo más alternativa que la casa amarilla o el cadalso —continuó Paolucci con desesperación.
Sin terminar de escuchar al italiano y, al parecer, sin haberlo oído, el zar, que había reconocido a Bolkonsky se volvió a él afectuosamente.
—Encantado de verte. Entra donde están reunidos los demás y espérame allí.
El zar entró en el despacho. El príncipe Piotr Mijaílovich Volkonsky y el conde Stein lo siguieron y las puertas volvieron a cerrarse. Aprovechando el permiso del zar, el príncipe Andréi pasó a la sala del consejo con Paolucci, a quien había conocido en Turquía.
El príncipe Piotr Mijaílovich Volkonsky desempeñaba funciones análogas a las del jefe de Estado Mayor del zar. Salió con varios mapas, que desplegó sobre la mesa, y planteó las cuestiones sobre las que deseaba conocer la opinión de los reunidos. Aquella noche había llegado la noticia desmentida de una maniobra francesa para rebasar el campamento de Drissa.
El general Armfeld propuso de repente para evitar las dificultades surgidas algo nuevo sin más explicación que el deseo de mostrar que era capaz de tener una opinión propia. Propuso tomar posiciones fuera de los caminos de San Petersburgo y Moscú, donde el ejército debía unirse y aguardar al enemigo. Armfeld tenía preparado su proyecto hacía tiempo y lo exponía para responder a las preguntas, a las que el proyecto no se refería, para darlo a conocer. Era una de las propuestas realizables sin conocer el desarrollo de la guerra. Algunos rechazaron la propuesta y otros la apoyaron. El joven coronel Toll rebatió con ardor la opinión del general sueco y sacó un cuadernito lleno de anotaciones y pidió permiso para leerlo. Era una exposición detallada en la cual Toll proponía otro proyecto de campaña contrario al de Armfeld y Pfull. Paolucci propuso un plan de avance y de ataque frente al de Toll; el único que, dijo, podía acabar con la incertidumbre y la trampa, (llamaba así al campamento de Drissa), en que se encontraban. Pfull y su intérprete Wolzogen callaron durante toda la discusión; el primero resoplaba con desdén y volvía la cara para dar a entender que no se rebajaría a refutar las insensateces que escuchaba. Cuando el príncipe Volkonsky, que presidía la sesión, lo invitó a exponer su opinión, Pfull dijo:
—¿Por qué me preguntan? El general Armfeld ha propuesto una espléndida posición con la retaguardia al descubierto. El ataque von diesem italianischen Herrn, sehr schön o la retirada. Auch gut. ¿Por qué me preguntan? Ustedes mismos saben todo mejor que yo.
Cuando Volkonsky, con la frente arrugada, repitió que quería su opinión en nombre del zar, Pfull se levantó y dijo animándose de repente:
—Han echado todo a perder, han confundido todo… Quieren saber todo mejor que yo y ahora me preguntan. ¿Cómo remediar esto? No hay nada que remediar, hay que cumplir los principios que expuse. —Golpeó la mesa con los dedos—. ¿Dónde está la dificultad? Bobadas… Kinderspiel.
Se acercó al mapa y habló rápidamente señalando con los dedos huesudos distintos puntos, demostrando que ninguna eventualidad podía acabar con la utilidad del campamento de Drissa, que todo estaba previsto, que si el enemigo intentaba rebasar el flanco, sería masacrado.
Paolucci, que no hablaba alemán, lo interrogó en francés. Wolzogen acudió en ayuda de su jefe, que se explicaba mal en ese idioma, y tradujo sus palabras siguiendo con dificultad a Pfull, quien deseaba demostrar que cuanto había ocurrido y lo que pudiese ocurrir en el futuro estaba previsto en su proyecto y que las dificultades presentes eran a causa de no haberse cumplido su plan. Reía, presentaba pruebas y, por fin, con gesto desdeñoso, dejó de argumentar como un matemático a quien obligan a demostrar de varios modos una verdad requeteprobada. Wolzogen lo sustituyó y siguió exponiendo en francés las ideas de su jefe; a veces se volvía a Pfull y preguntaba: «Nicht wahr, Excellenz?» Pfull gritaba colérico a Wolzogen:
—Nun ja, was soll denn da noch expliziert werden?
Paolucci y Michaux atacaban a Wolzogen en francés; Armfeld hablaba a Pfull en alemán, Toll se explicaba en ruso con Volkonsky. El príncipe Andréi los miraba a todos y observaba sin hablar.
De todos, el colérico Pfull, decidido y seguro de sí mismo, le inspiraba más simpatía. Era el único que no buscaba ventajas personales ni mostraba odio hacia nadie; solo deseaba aplicar un proyecto basado en la teoría, resultado de años de estudio y trabajo. Era ridículo y desagradable por su ironía constante; pero también inspiraba un respeto involuntario por su inquebrantable fidelidad a su idea.
Además, exceptuando a Pfull, en las palabras de todos había un rasgo común que no existía en el Consejo de Guerra de 1805: el pánico disimulado ante el genio de Napoleón, miedo patente en todas sus objeciones. Se suponía que para Napoleón todo era posible, lo esperaban por todas partes y al decir su nombre cada uno rebatía las suposiciones de los demás. Solo Pfull parecía considerar a Napoleón un bárbaro como todos aquellos que criticaban sus teorías. Aparte de ese sentimiento de respeto, Pfull inspiraba compasión al príncipe Andréi. Por el tono de los cortesanos con él y por las palabras que Paolucci había dirigido al zar, especialmente por un expresión desesperada de Pfull, se veía que todos sabían que su caída era inminente; pese a su gruñona ironía alemana y su seguridad en sí mismo, era lamentable con sus cabellos lisos en las sienes y sus greñas en la nuca. Aunque lo ocultase bajo su suficiencia y desdén, lo desesperaba perder la única ocasión de probar con una enorme experiencia lo infalible de su teoría.
La discusión duró largo rato; cuanto más se alargaba con gritos y alusiones personales, más imposible era llegar a una conclusión general de lo que se decía. El príncipe Andréi, al escuchar aquella discusión en varias lenguas, los proyectos, hipótesis y contradicciones gritados, se asombraba de cuanto oía. Las viejas y frecuentes ideas en él durante sus actuaciones militares de que no hay ni puede haber ciencia militar y que no puede existir el llamado genio militar eran ahora para él una verdad absoluta. «¿Qué teoría y qué ciencia puede haber en algo cuyas circunstancias y condiciones son desconocidas ni se pueden precisar, en la que es más difícil determinar la fuerza de quienes guerrean? Nadie sabe ni puede saber cómo estará mañana nuestro ejército ni las tropas enemigas, ni la capacidad de resistir de un destacamento. A veces, cuando no hay un cobarde que grite “¡Estamos vencidos!” y corra, sino un valiente que grita. ¡Hurra!”, un destacamento de cinco mil hombres vale por uno de treinta mil, como en Schöngraben; otras veces, cincuenta mil hombres huyen delante de ocho mil, como en Austerlitz. ¿Qué ciencia puede haber en una acción en la que, como en todas las acciones prácticas, nada es determinable y todo depende de muchos factores que adquieren sentido en solo un minuto que nadie sabe cuándo se producirá? Armfeld dice que nuestro ejército está dividido y Paolucci que hemos puesto a los franceses entre dos fuegos. Michaux dice que el campamento de Drissa no sirve porque el río pasa a sus espaldas. Pfull dice que en eso radica su fuerza. Toll propone un plan y Armfeld otro. Todos son buenos y malos, y sus ventajas serán evidentes cuando ocurra el suceso. ¿Por qué hablan entonces todos del genio militar? ¿Es un genio el hombre que sabe enviar los víveres a un destacamento en el momento oportuno o mandar a unos a la derecha y a otros a la izquierda? ¿Se debe solo a que los militares se revisten de esplendor y poder, y porque muchos miserables halagan su poder achacándoles cualidades geniales y los llaman genios? No, los mejores generales que he conocido son distraídos o tontos. El mejor es Bagration y Bonaparte lo ha reconocido. ¿Y Napoleón? Recuerdo su rostro satisfecho y obtuso en el campo de Austerlitz. Un buen general no necesita cualidades geniales, tal vez sea mejor que no tenga las mejores cualidades del hombre: el amor, la poesía, la ternura, la duda filosófica y analítica. Un militar debe ser limitado, estar convencido de que es muy importante cuanto hace o no tendría paciencia; solo así será un jefe valiente. Dios no quiera que ese hombre ame, sea compasivo, piense en qué es o no justo. Se explica que desde hace tanto se les haya aplicado la palabra genio porque ostentan el poder. Pero el éxito de una acción militar no depende de ellos, sino del hombre que grita: “¡Estamos perdidos!” o “¡Hurra!” Solo estando en las filas puede sentirse con certeza que se es útil.»
Eso pensaba el príncipe Andréi mientras los demás discutían y regresó a la realidad cuando Paolucci lo llamó y la gente se marchaba.
Al día siguiente, durante la revista, el zar preguntó al príncipe Andréi dónde deseaba prestar servicio. Bolkonsky perdió la estima de los cortesanos por no solicitar un puesto junto al zar y solicitar permiso para servir en el ejército.
CAPÍTULO XII
En vísperas de la campaña, Nikolái Rostov recibió una carta de sus padres contándole sucintamente la enfermedad de Natacha y su ruptura, decidida por ella, con el príncipe Andréi. También le rogaban que pidiese la baja y regresase a casa. Nikolái no trató de obtener la baja ni un permiso; escribió lamentando la enfermedad de su hermana y la ruptura con Bolkonsky, y añadió que haría lo posible para cumplir sus deseos. Aparte, escribió a Sonia:
Adorada amiga de mi alma:
Solo el honor me retiene aquí; ahora, en vísperas de una campaña, me sentiría deshonrado ante mis camaradas y ante mí mismo, si prefiriese mi propia felicidad al deber y al amor a la patria. Pero esta es nuestra última separación; créeme que en cuanto termine esta guerra, si vivo aún y continúas amándome, dejaré todo y correré a tu lado para estrecharte, ya para siempre, en mis brazos.
Lo cierto es que solo el estallido de la guerra impidió a Rostov regresar para casarse con Sonia como había prometido. El otoño en Otrádnoie, con las cacerías, el invierno con las fiestas navideñas y el amor de Sonia eran perspectivas apacibles y deleitosas de una vida de noble, hasta entonces desconocidas y que ahora lo atraían. «Una excelente esposa, hijos, una buena jauría de lebreles y galgos, la hacienda, los vecinos, los cargos electivos… «, pensaba. Pero con guerra había que quedarse en el regimiento. Y como era su deber, Nikolái Rostov, según su carácter, estaba contento con la vida del regimiento y le sacaba partido.
De vuelta del permiso fue muy bien recibido por sus camaradas. Lo enviaron a buscar caballos a Ucrania, de donde volvió con unas bestias espléndidas por las cuales sus superiores lo elogiaron. Durante esa ausencia fue ascendido a capitán, y cuando el regimiento se puso en pie de guerra recibió el mando de su antiguo escuadrón con efectivos mayores.
La campaña arrancó y el regimiento fue enviado a Polonia. Recibían doble paga, llegaban nuevos oficiales, soldados y caballos e imperaba la animación del principio de una guerra. Rostov se sentía seguro en su posición militar de privilegio y se entregaba a los placeres y los intereses del servicio, aunque sabía que sería algo temporal.
Las tropas habían retrocedido de Vilna por causas estatales, políticas y tácticas. Cada retroceso desencadenaba en el Estado Mayor General un complejo juego de intereses, proyectos y pasiones. Sin embargo, para los húsares del regimiento de Pavlogrado, aquellos repliegues en el mejor período veraniego y con víveres de sobra era cosa simple y amena. Desanimarse, inquietarse o intrigar correspondía al Cuartel General; en las unidades nadie preguntaba el motivo de las marchas y los repliegues. Si lamentaban el repliegue era por tener que abandonar el alojamiento al que se habían hecho o a una polaca hermosa. Si alguno pensaba que las cosas no iban bien, entonces trataba de mostrarse alegre como un buen militar y no pensar en la marcha general de las operaciones, sino en sus tareas. Estando cerca de Vilna, se habían divertido: hacían amistades con los propietarios polacos y participaban en las revistas ante el zar y otros altos jefes. Más tarde llegó la orden de replegarse a Sventsian y destruir cuanto no pudiesen llevar. Sventsian fue recordado por los húsares como el campamento de los borrachos, nombre que le dio todo el ejército por la cantidad de quejas contra los soldados que, so pretexto de aprovisionarse, se llevaban los víveres, los caballos, los coches y hasta las alfombras de los polacos.
Rostov recordaba Sventsian porque el día que llegó allí tuvo que suplir a un sargento y no pudo reprimir a los soldados del escuadrón, todos ebrios, que habían cargado con cinco barriles de cerveza añeja sin que él lo supiese. Desde Sventsian se replegaron hasta el Drissa y desde allí prosiguieron acercándose a la frontera rusa.
El 13 de julio los hombres del regimiento de Pavlogrado tuvieron por primera vez una escaramuza seria.
El 12 de julio, víspera del combate, estalló una tormenta con lluvia y granizo. Aquel verano de 1812 se distinguió por las tormentas.
Dos escuadrones del regimiento de Pavlogrado acampaban en un campo de centeno ya maduro, que los caballos y el ganado habían arrasado.
Llovía a mares. Rostov, con Ilin, un joven oficial a quien protegía, estaban resguardados en una chocita levantada deprisa. Un oficial de su regimiento, que regresaba del Estado Mayor y había sido sorprendido por la lluvia, buscó refugio allí.
—Vengo del Estado Mayor. ¿Ha oído hablar, conde, del heroísmo de Rayevski? —contó los detalles de la batalla de Saltanovka.
Rostov encogió el cuello por el que se filtraba el agua de la lluvia mientras fumaba su pipa sin prestar atención al relato, mirando a veces al joven oficial, Ilin, acurrucado junto a él. Era un chico de dieciséis años, recién llegado al regimiento. Para Rostov era lo que Nikolái había sido con relación a Denisov siete años antes. Ilin lo imitaba en todo y lo amaba como una mujer.
El oficial de los largos bigotes, Zdrjinski, relataba que el dique de Saltanovka fue para los rusos como el paso de las Termópilas y que el general Rayevski había realizado una proeza digna de antaño: bajo un intenso fuego había llevado a sus dos hijos hasta el dique y, con uno a cada lado, había atacado. Rostov escuchaba sin hablar ni unirse al entusiasmo de Zdrjinski; parecía que se avergonzaba de oír aquello, aunque sin ganas de objetar. Tras su experiencia en Austerlitz y en la campaña de 1807, Rostov sabía que al contar los trances bélicos siempre se miente, como él mismo había hecho; además, tenía experiencia para saber que en la guerra nada sucede como lo imaginamos o contamos. Por eso le disgustaban el relato y Zdrjinski que, con sus bigotazos que nacían en las mejillas, se inclinaba hasta la cara de su interlocutor y lo empujaba contra la pared de la choza demasiado pequeña. Rostov lo miraba en silencio.
«Debía haber tantas apreturas y confusión en la presa que, aunque Rayevski hubiese llevado a sus hijos, no podría influir en nadie, como mucho en los doce hombres que se quedaron a su lado. Los demás no verían cómo ni con quién iba Rayevski por el dique —pensaba Rostov—. Y quienes lo veían no estarían animados porque, ¿qué podían importarles los sentimientos de ese hombre hacia sus hijos cuando ellos corrían peligro? Además, la suerte de la patria no dependía de ese dique de Saltanovka, como pasó en las Termópilas. ¿Para qué ese sacrificio? Además, ¿para qué llevó a sus hijos a la guerra? Yo no me llevaría a mi hermano Petia ni a Ilin, que no es siquiera de mi familia, pero es un buen muchacho, procuraría dejarlo en algún sitio seguro», pensaba Rostov mientras el oficial hablaba, pero calló porque su experiencia se lo impedía. Sabía que el relato contribuía a la gloria de las armas rusas y mejor era fingir credulidad. Y eso hizo.
—¡No puedo más! —Ilin vio que el relato de Zdrjinski desagradaba a Rostov—. Tengo los calcetines y la camisa chorreando. Voy a buscar cobijo; parece que llueve menos.
Ilin salió y el oficial se fue. Cinco minutos más tarde, Ilin volvió corriendo chapoteando en el barro.
—¡Hurra! ¡Vamos, Rostov! ¡Lo encontré! A doscientos pasos de aquí hay un albergue; los nuestros ya están dentro. Podremos secarnos. También está María Enrikovna.
María Enrikovna era la mujer del médico del regimiento, una joven alemana muy guapa con quien se había casado en Polonia. El médico, por falta de medios o porque no quería separarse de ella en los primeros tiempos, la llevaba consigo siguiendo al regimiento de húsares, y sus celos eran motivo de broma entre los oficiales.
Rostov se cubrió con la capa, llamó a Lavrushka para que llevase sus cosas al albergue y fue allí con Ilin, caminando sobre un barrizal, bajo una lluvia que disminuía en la oscuridad vespertina rasgada a veces por los relámpagos lejanos.
—Rostov, ¿dónde estás?
—Aquí… ¡Menudo relámpago!
CAPÍTULO XIII
Había cinco oficiales en el albergue, frente a cuya puerta estaba el coche del médico. María Enrikovna, una joven alemana rubia y rechoncha, se sentaba en una esquina del banco, en bata y cofia de dormir; su marido, el doctor, dormía detrás de ella. Rostov e Ilin fueron recibidos entre exclamaciones y estallidos de risa.
—¡Bueno! ¡Qué fiesta tenéis! —Rostov rio.
—¿Y vosotros?
—¡Cómo se han puesto! ¡Vienen pingando agua! No nos manchéis el salón.
—¡Ojito con el vestido de María Enrikovna! —dijeron varias voces.
Rostov e Ilin buscaron un rincón donde cambiarse sin ofender el pudor de María Enrikovna. Quisieron colocarse detrás del tabique, pero había tres oficiales jugando a las cartas a la luz de una vela sobre una caja vacía, y se negaron a cederles su sitio. María Enrikovna ofreció una falda grande y, como si fuese biombo con ayuda de Lavrushka, que había traído la carga, se quitaron la ropa empapada y se mudaron.
Encendieron una estufa medio rota. Alguien trajo un tablón que apoyaron sobre dos sillas de montar, los cubrieron con una gualdrapa, sacaron el samovar, media botella de ron e invitaron a María Enrikovna a hacer de anfitriona. Todos se reunieron a su alrededor; uno le ofrecía el pañuelo para que se secase las manos, otro puso a sus pies el capote para que no se le mojasen, un tercero colocó la capa en la ventana para que no entrara el aire y otro espantó las moscas del rostro de su marido para que no despertase.
—Déjenlo tranquilo —María Enrikovna sonrió con timidez—, ha pasado la noche en vela y no se despertará.
—No, señora. Hay que atender bien al doctor; así tendrá lástima de mí cuando tenga que amputarme una pierna o un brazo.
Solo había tres vasos. El agua estaba tan sucia que no se podía distinguir si el té estaba fuerte o flojo, y el samovar solo daba para seis vasos; pero era agradable recibirlo por turnos de mayor a menor graduación de aquellas manitas regordetas de uñas no muy limpias. Esa noche todos los oficiales parecían enamorados de María Enrikovna; hasta los jugadores acabaron por abandonar el juego de cartas para reunirse en torno al samovar, atraídos por el deseo de cortejar también a María Enrikovna. Ella, al verse rodeada de jóvenes tan distinguidos y corteses, estaba feliz por más que quisiese ocultarlo y por el temor que le inspiraba cada movimiento de su marido durmiente.
Solo había una cuchara; el azúcar sobraba, pero no tenían tiempo de disolverlo, y decidieron que María Enrikovna revolviese el azúcar de cada uno. Rostov, tras verter ron en su vaso, rogó a la mujer que lo removiese.
—Pero si no se ha puesto azúcar —sonrió ella, como si sus palabras y como las de otros fuesen bromas divertidas con doble sentido.
—No necesito azúcar, solo que lo remueva con su mano. María Enrikovna buscó la cuchara, de la que se había apoderado otro—. Hágalo con un dedo, María Enrikovna, así será más agradable.
—¡Quema! —enrojeció ella de placer.
Ilin trajo un cubo con agua, vertió unas gotas de ron y rogó a María Enrikovna que lo removiese con su dedo.
—Es mi taza —dijo—, meta un dedo y me lo beberé todo.
Cuando se terminó el samovar, Rostov tomó las cartas y propuso una partida «a los reyes» con María Enrikovna. Se echó a suertes quién formaría pareja con ella; a propuesta de Rostov, se determinó que el rey podría besar su mano y quien perdiese tendría que hervir el samovar para cuando despertase el doctor.
—¿Y si María Enrikovna es rey? —preguntó Ilin—. Ella ya es la reina y sus órdenes son ley.
Había empezado el juego cuando tras ella surgió la cabeza despeinada del médico. Hacía un rato que no dormía; escuchaba lo que decían los oficiales y sin duda no le parecía alegre, gracioso ni divertido. Su rostro mostraba tristeza y abatimiento.
Sin saludar a los oficiales se rascó la cabeza y pidió permiso para salir de su rincón porque el paso estaba obstruido. Una vez fuera, todos los oficiales rieron con una carcajada y María Enrikovna se ruborizó, lo que la hizo más atractiva a los ojos de todos.
Cuando el médico regresó del patio dijo a su mujer, que ya no sonreía tan alegremente y lo miraba temerosa esperando su sentencia, que había escampado y que debían dormir en el carruaje o les robarían todo.
—Enviaré a un asistente… o dos —dijo Rostov.
—No sea así, doctor—. Yo me pondré de guardia —dijo Ilin.
—No, señores, ustedes han dormido, pero hace dos noches que yo no duermo —repuso el doctor, y se sentó junto a su mujer, aguardando que terminase la partida.
Al ver el semblante sombrío del médico mirando de reojo a su mujer, los oficiales se sintieron más alegres y muchos estallaron en risas que trataban de justificar de manera conveniente. Cuando el médico se fue con su mujer y se acomodó en su coche, los oficiales se tumbaron y se taparon con sus capotes húmedos; durante mucho tiempo no pudieron conciliar el sueño; hablaban entre ellos recordando la suspicacia del médico y la alegría de su mujer, o se levantaban y salían fuera, volviendo para contar lo que sucedía en el coche. Rostov se cubrió varias veces la cabeza para dormir, pero siempre alguien hacía una nueva observación, y empezaban de nuevo las conversaciones y las alegres risas pueriles.
CAPÍTULO XIV
Eran casi las tres cuando llegó un sargento con la orden de ir a la aldea de Ostrovna. Nadie dormía.
Los oficiales se prepararon deprisa entre bromas y risas. Calentaron el samovar con agua sucia; pero Rostov, sin esperar el té, fue a su escuadrón. Ya clareaba; había escampado y las nubes se dispersaban. Había humedad y hacía frío, sobre todo por culpa de los uniformes medio secos. Rostov e Ilin miraron el coche del médico, con su capota de cuero brillante por las gotas; las piernas del doctor sobresalían y la cofia de su mujer reposaba en el centro, sobre una almohada; se oía la respiración regular de los durmientes.
—Es realmente muy guapa —dijo Rostov a Ilin, que salía con él.
—¡Encantadora! —comentó Ilin con la seriedad de sus dieciséis años.
Media hora más tarde el escuadrón había formado en el camino. Sonó la orden: «¡A caballo!» Los soldados hicieron la señal de la cruz y montaron. Rostov se puso al frente y gritó: «¡En marcha!» En filas de cuatro y entre ruido de cascos sobre el barro, sables y conversaciones, los húsares avanzaron por el ancho camino jalonado de abedules, detrás de la infantería y la artillería, que abrían la marcha.
El viento empujaba las nubes rotas, azules y moradas, que se teñían de arreboles por el este. Ya se distinguían los yerbajos que crecen en las márgenes de los caminos vecinales, mojados por la lluvia de la víspera; el viento cimbreaba las ramas húmedas de los abedules de los que caían gotas oblicuas de agua clara. Ya se distinguían los rostros de los soldados. Rostov iba con Ilin, que no se separaba de él, por un lado del camino, entre la hilera de abedules. Como buen cazador y experto en caballos, Rostov cabalgaba durante la campaña en un caballo cosaco, en vez del reglamentario; se había hecho con un magnífico ejemplar del Don, veloz, alegre, fuerte y de largas crines, al que ningún otro adelantaba. Sentía un gran placer al montarlo. Ahora pensaba en su montura, en la bella mañana, en la mujer del médico, y no pensó en el peligro que les aguardaba.
Antes sentía miedo cuando iba al combate, pero ya no porque había aprendido a dominarse, no porque se hubiese habituado al fuego. Se había hecho a pensar en cualquier cosa menos en lo esencial: el peligro inminente. Pese a todos sus esfuerzos y los reproches que se hacía por su cobardía, al comienzo del servicio militar no podía controlar el miedo, pero con los años lo logró sin esfuerzo.
Ahora cabalgaba junto a Ilin entre los abedules, tranquilo y despreocupado, como si fuese un paseo. A veces arrancaba una hoja de los árboles, acariciaba al caballo o tendía la pipa, no fumada, al húsar que lo seguía. Le apenaba mirar la expresión inquieta de Ilin, que hablaba sin cesar. Sabía por experiencia la angustia del miedo a morir que sentía Ilin y que el único remedio era el tiempo.
Cuando el sol apareció en una zona despejada de nubes, el viento amainó, como si no quisiese estropear aquella espléndida mañana estival tras la tormenta. Aún caían gotas, pero caían en vertical. El sol salió en la línea del horizonte y desapareció tras una nube larga y estrecha; minutos después asomó de nuevo, más luminoso, en el borde superior de la nube, rompiéndolo. Todo se iluminó y refulgió. Y con la luz, como saludándola, estallaron unos cañonazos delante de ellos.
Antes de que Rostov calculase la distancia de los disparos se presentó un edecán del conde Ostermann-Tolstói. Venía de Vítebsk con la orden de que siguiesen por el camino al trote.
El escuadrón rebasó a la infantería y la artillería, que apretaron el paso, bajó una pendiente, cruzó una aldea desierta y subió otra cuesta. Los caballos estaban cubiertos de espuma y los húsares tenían los rostros encendidos.
—¡Alto! —ordenó el jefe del grupo que iba delante—. ¡Alinéense! Cabeza variación izquierda, al paso. ¡Ar!
Los húsares pasaron al flanco izquierdo y se colocaron detrás de los ulanos rusos, que ocupaban la primera fila. A su derecha había una columna compacta de infantería de reserva. Un poco más arriba, en lo alto del cerro, en el aire claro y bajo la luz del sol destacaban las baterías rusas. Al otro lado de la cañada estaban las columnas y los cañones enemigos y se oía el tiroteo de las avanzadas rusas, ya en acción.
Aquel ruido alegró a Rostov como si fuese una alegre melodía. Tra, tra, tra, tra, tra… resonaban algunos disparos, a veces inesperadamente, otras veces rápidos y seguidos. Después todo callaba momentáneamente y se repetía el tiroteo como petardos.
Los húsares no se movieron en una hora. Empezó el cañoneo. El conde Ostermann pasó con su escolta detrás del escuadrón; se detuvo para hablar con el comandante del regimiento y fue al cerro donde estaban situadas las baterías.
Cuando se hubo alejado, ordenaron a los ulanos: «¡A formar en columna de ataque!»
La infantería abrió paso a la caballería.
Con banderines en las puntas de las picas, los ulanos trotaron hacia la izquierda, donde había aparecido la caballería francesa. Cuando llegaron a la hondonada, ordenaron a los húsares subir para proteger las baterías. Mientras ocupaban el sitio de los ulanos, pasaron silbando sobre sus cabezas unas balas perdidas. Aquello alegró más a Rostov que el tiroteo. Se irguió para observar el campo de batalla a sus pies. Participaba en cuerpo y alma en los movimientos de los ulanos, que atacaban a los dragones franceses. Todo se confundió entre el humo y cinco minutos después los ulanos se replegaron hacia la izquierda. Entre los uniformes color naranja de los ulanos, que montaban alazanes, y por detrás de ellos, aparecieron las manchas azules de los dragones franceses sobre caballos grises.
CAPÍTULO XV
Rostov, gracias a su aguda visión de cazador, fue el primero en darse cuenta de que aquellos azules dragones franceses perseguían a los ulanos rusos, cuyas filas se habían roto. Podía verse ya cómo aquellos hombres, que parecían pequeños al pie de la colina, se atacaban, luchaban cuerpo a cuerpo, agitando los brazos y los sables.
Rostov miraba lo que pasaba como si fuese una cacería. Comprendió que si lanzaba a sus húsares contra los dragones franceses, no podrían resistir; pero tenía que hacerlo ya o sería tarde. Miró a su alrededor. El capitán de caballería que estaba cerca de él también observaba lo que ocurría al pie del cerro.
—Andréi Sevastianich —dijo Rostov—, podríamos arrollarlos…
—¡Sería un buen golpe! En efecto…
Rostov espoleó a su caballo sin escuchar más y se puso al frente de su escuadrón. Antes casi de dar la voz de mando, los hombres, que sentían lo mismo que él, lo siguieron. Ni Rostov sabía por qué lo hizo y ahora actuaba como cazando, sin reflexionar ni calcular. Veía que los dragones estaban cerca y corrían tras los ulanos. Sabía que ellos no resistirían, que era un momento único y si lo dejaba escapar, no se presentaría otro igual. El silbido de las balas lo excitaban, el caballo tiraba de las riendas y no pudo contenerse. Espoleó al potro, dio la orden y oyó a sus espaldas el rumor del escuadrón que se desplegaba. Bajaron la pendiente al trote largo. Al llegar al terreno llano pasaron al galope, que cobró rapidez conforme se acercaban a los ulanos y a los dragones franceses, que los perseguían y estaban cerca.
Los que iban delante giraron al ver a los húsares; los de atrás ya se detenían. Rostov, con la emoción que sentía al cortar la retirada a un lobo, dejó las riendas de su montura y se lanzó para cortar el camino a los dragones franceses, cuyas filas estaban en desorden. Un ulano se detuvo; otro se echó sobre la tierra para no ser aplastado; un caballo sin jinete se mezcló entre los húsares. Casi todos los dragones franceses emprendieron la retirada en desorden. Rostov se fijó en uno que montaba un caballo gris y se lanzó hacia él. El caballo de Rostov saltó sobre unos arbustos y vio que pronto alcanzaría al enemigo elegido. El francés, un oficial, fustigaba su montura con el sable, inclinado sobre el cuello del animal. El caballo de Rostov golpeó con el pecho la grupa del caballo del francés y casi lo derriba mientras lo golpeaba con el sable. La excitación de Rostov desapareció al hacerlo. El oficial cayó a tierra no tanto por el sablazo que le había abierto una herida encima del codo, sino por el empellón del caballo y el miedo. Rostov miró al herido para ver a quién había vencido. El oficial francés de dragones, con un pie enganchado al estribo, trataba de sostenerse saltando sobre el otro. Entornaba los ojos como esperando recibir otro golpe. Miró a Rostov desde abajo con terror. Su rostro pálido y joven, embarrado, de pelo rubio, con un hoyuelo en la barbilla y ojos azules claros, no era el adecuado para un campo de batalla, sino el de un ser pacífico y corriente. Antes de que Rostov pensase qué haría, el francés gritó: «Je me rends!» Trataba de desenganchar el pie enganchado al estribo, y sus asustados ojos azules miraban a Rostov. Algunos húsares lo ayudaron a sacar el pie y montar a caballo. En distintos lugares luchaban húsares y dragones. Uno, herido, con el rostro ensangrentado, defendía su caballo; otro, sobre el caballo de un húsar, le sujetaba el cuerpo con los brazos; el tercero, ayudado por un húsar, montaba. La infantería francesa acudía disparando al lugar de la acción. Los húsares se replegaron con sus prisioneros. Rostov los seguía con desazón. Algo vago, confuso e inexplicable se había apoderado de él al capturar a aquel oficial y el golpe que le había propinado.
El conde Ostermann-Tolstoi se topó con los húsares cuando regresaban de la acción. Llamó a Rostov y agradeció su intervención anunciándole que hablaría al zar de su valor y pediría para él la cruz de San Jorge. Cuando Rostov fue llamado por Ostermann recordó que se había atacado sin recibir la orden y creía que lo llamaba para reprocharle su indisciplina, de modo que el encomio de Ostermann y la promesa de una recompensa deberían haber sido una gran satisfacción. Pero la misma desazón de antes lo atormentaba moralmente. «¿Qué me tortura? —se preguntó tras dejar al general—. ¿La preocupación por Ilin? No, porque está sano y salvo. ¿Hice algo vergonzoso? ¡No, tampoco es eso!» Algo lo torturaba, como un remordimiento. «Sí, ese oficial del hoyuelo. Recuerdo cómo detuve el brazo cuando lo levanté»
Al ver a los prisioneros guiados por los húsares, galopó para ver a su francés del hoyuelo, que montaba un caballo de húsar y miraba inquieto a su alrededor. La herida del brazo era poca cosa. Sonrió forzadamente a Nikolái e hizo con la mano una especie de saludo. Rostov se sintió violento y avergonzado.
Todo el día y el siguiente, sus amigos y camaradas notaron que, sin estar hosco ni disgustado, Rostov estaba retraído y ensimismado. Bebía sin ganas, intentaba quedarse a solas y reflexionaba.
Rostov pensaba en su proeza, que le iba a valer la cruz de San Jorge y la reputación de valiente para asombro suyo. Pero algo no comprendía. «Ellos tienen más miedo que nosotros. ¿Es solo eso lo que califican de heroísmo? ¿Lo hice por la patria? ¿Qué culpa tiene ese hombre de ojos azules y hoyuelo en la barbilla? ¡Qué miedo tenía! ¡Creyó que lo mataría! ¿Por qué iba a matarlo? La mano me tembló. ¡Y me han dado la cruz de San Jorge! No comprendo nada.»
Mientras Nikolái se preguntaba eso sin comprender el motivo de su turbación, la rueda de la fortuna giraba a su favor. La acción de Ostrovna le procuró un ascenso. Le dieron el mando de un batallón de húsares, y lo llamaban a él cuando se necesitaba un oficial valiente para una misión importante.
CAPÍTULO XVI
Al conocer la enfermedad de Natacha, la condesa Rostova, que aún se sentía débil, fue a la ciudad con Petia y toda la servidumbre. La familia Rostov abandonó la casa de María Dmitrievna para instalarse en su casa de Moscú.
Por suerte para Natacha y la familia, la enfermedad era tan grave que se habían olvidado de los motivos: su conducta y la ruptura con el príncipe Andréi. Estaba tan enferma que nadie pensaba en la culpa de ella. No comía ni dormía; tosía y adelgazaba sin cesar; los médicos insinuaban que su vida corría peligro. Todos la cuidaban: los doctores la visitaban por separado y juntos, hablaban en alemán, francés y latín, se criticaban entre ellos y recetaban los remedios más diversos contra todas las enfermedades conocidas. Pero a ninguno se le ocurrió que el mal de Natacha era tan desconocido como todas las dolencias humanas, pues cada ser vivo es único y padece una enfermedad nueva y compleja que la medicina desconoce. No son enfermedades de los pulmones, el hígado, la piel, el corazón y los nervios clasificadas por la medicina, sino de un mal que combina varias afecciones de esos órganos. Algo tan simple no se les ocurría a los médicos, como un brujo no piensa que no pueda encantar, pues su razón de vida es curar, cobran por hacerlo y para llegar a médicos han invertido los mejores años de su vida. Pero la razón principal era que se sentían útiles y no se les había ocurrido. Sin duda eran útiles para toda la familia Rostov no porque obligasen a nadie a tragar píldoras, mayoritariamente nocivas aunque el perjuicio no se sentía mucho porque se administraban en dosis pequeñas, sino porque así satisfacían una gran necesidad moral de la enferma y de quienes la querían, motivo de que existan y hayan existido siempre brujos y curanderos. Respondían a la necesidad humana de una esperanza de mejoría o de tener a alguien que los compadezca y ayude cuando sufren y que aparece en el niño al restregarse donde le duele. El niño que se hace daño corre a su madre o niñera para que lo besen y acaricien el sitio dolorido, y le alivia que lo hagan. No cree que personas más fuertes y sabias que él no puedan remediar su dolor. La esperanza de hallar alivio y el cariño de la madre lo consuelan. Para Natacha los médicos eran útiles porque la atendían, y aseguraban que pronto sanaría si el cochero iba a la farmacia de la calle de Arbat y compraba píldoras y sellos en una cajita de un rublo y setenta kopeks, y si la enferma las tomaba cada dos horas justas con agua hervida. ¿Qué habrían hecho Sonia, el conde y la condesa? ¿Cómo habrían podido estar mano sobre mano sin la tarea de administrar cada dos horas las píldoras, sin las bebidas templadas, las croquetas de pollo y demás cuidados prescritos cuya observancia ocupa y anima a quienes están junto al enfermo? ¿Cómo habría soportado el conde la enfermedad de su amada hija sin saber que le costaba miles de rublos y estaba dispuesto a gastar lo que fuese para aliviarla; si no se hubiera repetido que llevaría a Natacha al extranjero si no se curaba y acudiría a los médicos que hiciese falta sin reparar en gastos, y si no hubiera podido contar con detalle que Métivier y Feller habían errado, que Frise había comprendido mejor la enfermedad de su hija y Mudrov mejor aún? ¿Qué habría hecho la condesa sin poder enfadarse con Natacha cuando no cumplía las prescripciones médicas?
—No te curarás —decía, contrariada, olvidando su dolor— si no obedeces al doctor y no tomas lo que te manda en su momento. No hay que bromear, puedes acabar con neumonía.
Y con esa palabra, incomprensible para ella y los demás, se consolaba.
¿Qué habría hecho Sonia sin la conciencia de haber pasado tres noches sin desvestirse, al principio de la enfermedad de su amiga, para cumplir cualquier orden del médico, y desvelada para que no se le pasase la hora de dar a Natacha las píldoras guardadas en una cajita dorada? Hasta Natacha, quien decía que nada la curaría y que todo era inútil, estaba contenta al ser objeto de tanto sacrificio y tener que tomar las medicinas a ciertas horas. Al no cumplir las prescripciones, le alegraba poder demostrar que no creía en su curación y no apreciaba la vida.
El médico iba a diario, le tomaba el pulso, examinaba la lengua y bromeaba. Pero al salir, la condesa corría a su encuentro, ponía cara seria y, meneando la cabeza, aseguraba que confiaba en la última medicina recetada y había que esperar para ver sus efectos. La enfermedad era más bien moral, pero…
Tratando de disimular, la condesa le ponía en la mano una moneda de oro y, con el corazón más tranquilo, volvía junto a su hija.
La enfermedad de Natacha se manifestaba en la falta de apetito y de sueño, en la tos y la apatía. Los médicos repetían que no podían dejarla sin cuidados médicos, así que la retuvieron en el ambiente sofocante de la ciudad. En el verano de 1812, los Rostov tampoco fueron al campo.
Pese a las muchas píldoras, gotas y sellos de cajitas y frascos, que Schoss coleccionó, y pese a carecer de la vida del campo, se impuso la juventud de Natacha cuando dejó de atormentarse y comenzó a reponerse físicamente.
CAPÍTULO XVII
Natacha estaba más serena, no más contenta. Evitaba cualquier ocasión externa de alegría como los bailes, el patinaje, los conciertos y el teatro; además, solo reía si eso le provocaba el llanto. No podía cantar, y cuando rompía a reír o entonar una canción sollozaba de arrepentimiento y por el recuerdo de los tiempos pasados y puros que no volverían más: eran lágrimas de enfado al pensar en la pérdida de una juventud que podía haber sido feliz. La risa y el canto se le antojaban algo profano. Podía presumir y arreglarse. Aseguraba, porque lo creía de veras, que todos los hombres eran para ella como el bufón Nastasia Ivánovna. Una especie de guardián interior le prohibía mostrar alegría; tampoco le atraía ya cuanto le gustaba antes en sus años dichosos y de esperanza. A menudo recordaba con dolor el otoño, las cacerías, al tío y las últimas Navidades que Nikolái pasó en Otrádnoie. ¡Lo que daría por volver a esa época un solo día! Pero esa vida había acabado. No la engañó el presentimiento de que nunca volvería esa sensación de libertad, cuando todas las alegrías eran posibles; pese a ello, había que seguir viviendo.
Se consolaba con la idea de que no era mejor que los demás, como imaginaba antes, sino mucho peor. Lo sabía y se preguntaba sin cesar: «¿Qué más? ¿Y después?» Después no había nada. No tenía alegría de vivir, aunque la vida continuase. Trataba de no ser una carga para los demás, no molestar a nadie; no necesitaba nada para ella misma. Se alejaba de los suyos y solo estaba cómoda con Petia. Sentía más placer a su lado que con los demás e incluso reía cuando se quedaban a solas. Apenas salía y Pierre era el único visitante que la alegraba. Parecía imposible obrar con más delicadeza, atención y cuidado que el conde Bezúkhov. Natacha percibía esa ternura de manera un poco inconsciente y por eso su compañía era un gran placer. Sin embargo, esa delicadeza no le despertaba agradecimiento; las bondades de Pierre no parecían ser fruto de esfuerzo alguno; era tan natural su bondad que carecía de mérito. A veces Natacha notaba que Pierre se cohibía delante de ella, sobre todo cuando temía evocar recuerdos tristes. Natacha se percataba, pero lo achacaba a la bondad natural de Pierre y a su timidez; pensaba que él sería igual con todo el mundo. Desde que dijo sin querer que, de haber sido un hombre libre, le habría pedido la mano, Pierre no había vuelto a expresar sentimiento alguno hacia Natacha. Creía que aquellas palabras tan consoladoras entonces, habían sido dichas como las que se suelen decir a un niño que llora. Y no porque Pierre estuviese casado, sino porque Natacha notaba que entre ambos existía una barrera moral que no había sentido ante Kuraguin. Jamás había pensado que su relación con Pierre pudiera transformarse en amor por parte de ella y menos por parte de Pierre, sino ni siquiera en una amistad tierna y poética entre hombre y mujer de la que Natacha recordaba varios ejemplos.
Terminaba el ayuno de San Pedro cuando Agrafena Ivánovna Belova, vecina de los Rostov en Otrádnoie, acudió a Moscú para venerar las santas imágenes de la ciudad. Propuso a Natacha unos ejercicios espirituales y ella aceptó. Aunque los médicos habían prohibido que saliese temprano de casa, Natacha no quiso hacer los ejercicios como solían en casa de los Rostov, asistiendo a los oficios en la capilla, sino yendo como Agrafena Ivánovna toda la semana a maitines, misa y vísperas.
A la condesa le gustó el celo de Natacha; después del inútil tratamiento médico, esperaba que las oraciones aliviasen a su hija más que las pócimas; así pues, con miedo y sin que lo supiese el doctor, accedió y confió Natacha a Belova, su vecina, quien la despertaba a las tres de la madrugada, aunque casi siempre ya la encontraba en pie. Se levantaba, se ponía su peor vestido, una mantilla vieja y salía tiritando a la calle desierta apenas alumbrada por el alba. Aconsejada por Agrafena Ivánovna, Natacha no iba a su parroquia, sino a otra iglesia donde había un sacerdote de vida austera y ejemplar, según la piadosa Belova. En aquella iglesia apenas había gente; Natacha y Belova se arrodillaban en su sitio habitual delante del icono de la Virgen, encastrado detrás del trascoro. Natacha experimentaba un sentimiento de humildad ante lo incomprensible e inalcanzable al mirar el rostro de la imagen, iluminado por los cirios y la luz del alba que se filtraba a través de las vidrieras; con igual sentimiento escuchaba los oficios, que trataba de entender; si lo lograba, sus pensamientos se unían con matices a la oración; si no los entendía, le gustaba pensar que su deseo de entender todo era orgullo, que comprender todo era imposible y había que creer y entregarse a Dios, que en esos momentos dirigía su alma. Natacha se santiguaba; se arrodillaba y, al no comprender los oficios, lamentaba su vileza y pedía al Señor perdón por todo y por ella. Sus oraciones eran de arrepentimiento. Al regresar a casa, a esas horas de la mañana en que solo había albañiles que iban a trabajar y porteros que barrían las aceras delante de las casas mientras todos dormían, Natacha sentía que podía corregir sus defectos y alcanzar una vida nueva más pura y feliz.
Ese sentimiento crecía por días durante aquella semana de ejercicios. La felicidad de comulgar o comunicarse con Dios, como decía Agrafena Ivánovna, era algo tan grande para ella que no creía que fuese a llegar aquel feliz domingo.
Cuando llegó ese domingo imborrable, regresó de comulgar con su vestido de muselina blanca y sintió calma por primera vez después de meses, sin sensación de agobio por la vida que le aguardaba.
Ese día la visitó el médico y ordenó que tomase las píldoras recetadas hacía dos semanas.
—Debe tomarlas por la mañana y por la noche —dijo, satisfecho de su éxito—, y no se salte las dosis. Tranquila, condesa —añadió—, su hija pronto cantará y se divertirá de nuevo —comentó en tono festivo mientras con la palma de la mano recogía hábilmente la moneda de oro que le daba la condesa—. Esta última medicina ha hecho mucho efecto y se ha animado mucho.
Para atraer la buena suerte, la condesa se miró las uñas, escupió y regresó al salón donde estaba Natacha.
CAPÍTULO XVIII
A principios de julio corrieron por Moscú rumores preocupantes sobre la guerra. Se hablaba de una proclama del zar al pueblo y de su llegada inminente a Moscú. Como aún no había llegado la proclama ni se conocía el 11 de julio, crecían los rumores sobre la llegada, la proclama y la situación de Rusia. Se decía que Alejandro había dejado el ejército porque se hallaba en peligro; que Smolensk se había rendido a los franceses, que Napoleón tenía un millón de soldados y que solo un milagro podía salvar al país.
El manifiesto imperial llegó el sábado, 11 de julio, pero debían imprimirlo. Pierre, que estaba en casa de los Rostov, prometió comer con ellos al día siguiente, domingo, llevando una copia de la proclama y el manifiesto que le proporcionaría el conde Rostopchín.
Ese domingo los Rostov fueron a misa a la capilla privada de los Razumovski, como siempre. Era un día caluroso. A las diez de la mañana, al apearse de su coche delante de la capilla, se notaba en el aire sofocante, en los gritos de los vendedores, en los vestidos de colores claros y llamativos, en las polvorientas hojas de los árboles, en la música, en el pantalón blanco de los soldados de relevo, en los ruidos y en la luz del sol ardiente la languidez veraniega, la satisfacción y el descontento del presente, más notorios de lo normal durante los días calurosos. En la iglesia de los Razumovski se reunía lo más granado de la sociedad moscovita y muchos amigos de los Rostov, pues muchas familias ricas no se habían ido al campo para ver qué ocurría. Al pasar junto a su madre, detrás del lacayo de librea que les abría paso, Natacha oyó a un joven que decía a media voz:
—Es Natalia Rostov, la de…
—Ha adelgazado mucho, pero sigue estando guapa.
Le pareció oír los nombres de Kuraguin y Bolkonsky, aunque eso creía oír siempre. Se imaginaba que todos recordaban lo sucedido al verla. Desazonada y cohibida, como siempre que pasaba entre la gente, avanzó recogiendo su vestido de seda lila y encajes negros; como suele ocurrir a las mujeres, su paso era más tranquilo y digno cuanto mayor era su dolor y bochorno. Conocía su belleza, y no se equivocaba a este respecto, pero ya no la ilusionaba como antes, sino que la hacía sufrir más ahora y sobre todo en aquel día cálido y agobiante del verano. «Otro domingo, otra semana —se dijo, recordando que el domingo anterior había estado allí—. Siempre la misma vida sin vida, las condiciones en que tan bien vivía antes. Soy joven y guapa, y ahora sé que soy buena; antes era mala y ahora buena, lo sé, pero los mejores años de mi vida pasan sin servir a nadie». Se detuvo junto a su madre y movió la cabeza para saludar a algunas amistades. Estudió los vestidos de las damas como solía hacer; censuró la vestimenta y la manera de persignarse de una señora cercana; de nuevo pensó que otros la juzgaban mientras ella lo hacía a los demás. Al notar que comenzaba el oficio religioso, se horrorizó de su maldad y de haber perdido la pureza de otros días.
El sacerdote, un anciano atildado y bien parecido, oficiaba con la serenidad que tanto consuela y agrada a los creyentes. Se cerraron las puertas del iconostasio y, mientras la cortina se corría, una voz suave y misteriosa dijo algo. Natacha sintió que el corazón se le ahogaba en lágrimas incomprensibles y un sentimiento de alegría y a la vez angustioso la agobió.
«Muéstrame qué debo hacer, la vida que debo llevar, cómo enmendarme para siempre…», pensó.
Un diácono subió al ambón. Tras apartar el pulgar, se arregló el cabello largo bajo el estolón. Con la cruz sobre el pecho leyó con solemnidad:
«Roguemos todos al Señor.»
«Roguemos todos sin estamentos ni odios, unidos en fraterno amor. Oremos», pensó Natacha.
«Para que el Cielo nos conceda la salvación de nuestras almas.»
—Para obtener la paz de los ángeles y de las almas de todos los seres incorpóreos que viven por encima de nosotros —murmuró Natacha.
Cuando rezaron por el ejército, Natacha recordó a su hermano y a Denisov. Cuando rezaron por los navegantes y viajeros, recordó al príncipe Andréi y rogó por él. Rezó para que Dios le perdonase el dolor que le había causado. Cuando rezaron por quienes más nos aman, Natacha pensó en su madre, su padre y Sonia. Comprendió por fin su culpa con ellos y sintió todo el amor que les tenía. Cuando el diácono oró por nuestros enemigos se imaginó alguno para rezar por él. Consideró enemigos a los acreedores y a quienes tenían negocios con su padre; al pensar en los enemigos a quienes odiamos, pensó en Anatole, que tanto daño le había hecho; pese a que él no la odiaba, también oró por él como enemigo suyo.
Al rezar podía recordar con serenidad al príncipe Andréi y a Anatole como hombres cuya memoria se desvanecía junto al sentimiento temeroso y de veneración que le inspiraba Dios. Rezaron luego por la familia imperial y por el Santo Sínodo. Natacha se inclinó y se persignó, convencida de que, aun sin comprenderlo, no podía dudar y, pese a todo, debía amar al Santo Sínodo y pedir por él.
Concluida la oración, el diácono hizo una cruz sobre la estola y dijo:
—Encomendémonos nosotros y nuestras vidas a Jesucristo, Dios nuestro Señor.
—Encomendémonos —murmuró Natacha—; Dios mío, en tus manos me pongo; no quiero ni deseo más; muéstrame lo que debo hacer y cómo emplear mi voluntad. ¡Acéptame, acéptame! —repetía impaciente, sin santiguarse más, dejando caer sus delgados brazos, como esperando que una fuerza invisible la liberase de sí misma, de sus penas y deseos, de sus remordimientos, esperanzas y vicios.
La condesa miró durante el oficio varias veces el rostro conmovido y los ojos brillantes de su hija y pidió a Dios que la amparase.
De repente, en plena ceremonia y alterando un orden que Natacha conocía bien, un diácono trajo un reclinatorio en el que se rezaba de rodillas la oración a la Trinidad y lo colocó ante las puertas del iconostasio. El sacerdote salió con capa pluvial de terciopelo morado, se alisó el cabello y se arrodilló. Todos lo imitaron y se miraron extrañados. Era una oración recién enviada por el Santo Sínodo pidiendo a Dios que salvase a Rusia de la invasión enemiga.
«Señor de la fuerza, Dios de nuestra salvación —comenzó con la voz clara, dulce y monótona de los sacerdotes eslavos que influye irremisiblemente en el corazón de los rusos.
»Señor de la fuerza, Dios de la nuestra salvación, concede tu gracia y misericordia a quienes te suplican. Escúchanos y ayúdanos. El enemigo atemoriza tu tierra y quiere convertir el mundo en un desierto. Ese enemigo se ha levantado contra nosotros. Hombres criminales se congregan para destruir tus bienes, aniquilar tu fiel Jerusalén, tu querida Rusia; quieren deshonrar tus templos, derribar tus altares y profanar tus santuarios. ¿Hasta cuándo, Señor; triunfarán los pecadores? ¿Hasta cuándo regirán sus leyes impías y romperán las tuyas?
»Señor Dios nuestro, escucha a quienes te rogamos. Apoya con tu fuerte brazo a nuestro piadoso y gran zar Alejandro Pávlovich; que su verdad y dulzura hallen gracia ante tus ojos. Trátalo con la bondad que él nos trata a nosotros, tu bienquisto Israel. Bendice sus decisiones, empresas e iniciativas; fortifica con tu mano su reino y concédele la victoria sobre el enemigo, como a Moisés sobre Amalec, a Gedeón sobre Madián y a David sobre Goliat.
»Protege a sus ejércitos; sostén el arco en la mano de quienes se armaron en tu nombre y dales fuerza en la lucha. Toma tus armas y tu escudo y ayúdanos para que se avergüencen quienes nos desean el mal y sean ante tu ejército fiel como el polvo que dispersa el viento. Concede a tu ángel poder para vencerlos y perseguirlos; que caigan en una red y en su propia trampa, bajo los pies de tus esclavos, y sean vencidos por nuestros ejércitos. ¡Tú salvas a pequeños y grandes porque eres divino y el hombre nada puede contra ti! Dios de nuestros padres, tu compasión y piedad son eternas; no nos dejes a causa de nuestra iniquidad; olvida nuestras infidelidades y pecados con tu gracia y bondad infinitas. Danos un corazón puro y un espíritu recto; afirma nuestra fe y nuestra esperanza en ti; ilumínanos con verdadero amor al prójimo. Haz que todos nos unamos para defender el patrimonio que nos han dado, y que el poder de los malvados no domine la tierra que has bendecido.
»Señor Dios nuestro, en quien creemos y depositamos nuestras esperanzas, no decepciones nuestra espera, haz un milagro y que quienes nos odian e insultan a la santa religión ortodoxa sean vencidos y perezcan, para que todos los pueblos sepan de que tu nombre es Señor y que somos tus criaturas. Compadécete de nosotros y muéstranos la salvación. Regocija el corazón de tus esclavos con tu gracia; castiga a nuestros enemigos y tíralos bajo los pies de tus seguidores, pues eres la ayuda y la victoria de quienes creen en ti. Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amén.»
Esa oración produjo un efecto muy profundo en Natacha por el estado de ánimo en que se hallaba. Escuchaba cada palabra sobre la victoria de Moisés sobre Amalec, de Gedeón sobre Madián y de David sobre Goliat, así como las referidas a la ruina de Jerusalén. Oraba con la sinceridad y fervor de su corazón, pero no comprendía qué pedía. Deseaba el perdón, verse fortalecida por la fe, la esperanza y el amor. Pero no podía pedir la destrucción de sus enemigos, cuando unos minutos antes deseaba amarlos y rogar por ellos. Tampoco podía dudar de la razón de la plegaria que se leía de rodillas, temblaba ante la amenaza del castigo por los pecados, y por los suyos propios; rogaba a Dios que la perdonase y a los demás otorgándoles la calma y la felicidad en esta vida.
Y creyó que Dios la escuchaba.
CAPÍTULO XIX
La vanidad y locura de lo terrenal, que tanto lo había atormentado, desaparecieron para Pierre el día en que, al salir de casa de los Rostov y recordar la agradecida mirada de Natacha, contempló el cometa y sintió que comenzaba para él una nueva vida. Aquellas preguntas: «¿Por qué? ¿Para qué?», que antes lo asaltaban constantemente, ahora eran sustituidas por su imagen. Cuando oía o hablaba sobre cosas nimias, cuando leía u oía una bajeza o locura humana, no se horrorizaba ni se preguntaba por qué los hombres se preocupan de las cosas mundanas, cuando todo es breve y desconocido; recordaba a Natacha como la había visto la última vez. Entonces se desvanecían sus dudas no porque ella respondiese a las preguntas que él se planteaba, sino porque recordarla lo transportaba a otro mundo de vida espiritual donde no había ni culpables ni inocentes, donde todo era hermosura y amor, cosas por las que merecía la pena vivir. Al saber de alguna vileza humana, se decía: «¿Qué más da que este robe al Estado y al zar y que el Estado y el zar lo honren? ¡Ella me sonrió ayer y me pidió que volviese! ¡La amo, pero jamás lo sabrá nadie!»
Pierre frecuentaba la sociedad; bebía y mantenía su vida ociosa y disipada de antes porque, cuando no estaba con los Rostov, tenía que dedicar el tiempo de algún modo, y las costumbres y amigos de Moscú lo empujaban a esa vida. Pero últimamente, cuando los rumores sobre la guerra se hicieron más alarmantes y Natacha, ya mejor, dejó de despertarle un sentimiento de piedad, se sitió inexplicablemente inquieto. Sentía que su situación no podía durar, que se aproximaba una catástrofe que cambiaría su vida, y buscaba las señales de esa catástrofe en todo. Un hermano masón le había revelado una profecía sobre Napoleón del Apocalipsis de san Juan Evangelista.
La profecía está en el capítulo XIII, versículo 18, y dice: «He aquí la sabiduría; quien tenga inteligencia, cuente el número de la bestia, porque es número de hombre y su número es seiscientos sesenta y seis.»
En el mismo capítulo, el versículo 5 dice: «Y se le dio una boca que profería palabras de orgullo y blasfemia; y se le dio el poder de actuar durante cuarenta y dos meses.»
Las letras del alfabeto francés, como las hebreas, pueden expresarse con números. Al dar a las diez primeras letras el valor de las unidades y a las siguientes el de las decenas, tiene el significado siguiente:
Si se escribía con este alfabeto numérico las palabras l’empereur Napoléon, la suma de los números daba 666, así que Napoleón era la bestia de la que hablaba el Apocalipsis. Además, al escribir con ese mismo alfabeto la palabra francesa quarante deux, el límite de cuarenta y dos meses asignados a la bestia para proferir palabras orgullosas y blasfemas, la suma de la palabra última era 666, de lo que se deducía que el poder napoleónico terminaba en 1812, fecha en que cumplía los cuarenta y dos años.
Aquella profecía impresionó a Pierre. Se preguntaba a menudo cómo acabaría el poder de la bestia, es decir de Napoleón; utilizando la representación con números de las palabras, trató de encontrar una respuesta. Escribió l’empereur Alexandre y La nation russe. Sumó las cifras, pero el resultado era mucho mayor que 666. Estando ocupado en esos cálculos, escribió: Comte Pierre Bésouhof y la suma de las letras fue diferente. Cambió la ortografía: puso una «z» en vez de una «s», añadió la preposición «de» y el artículo francés «le», pero tampoco halló el resultado deseado. Se le ocurrió que si la respuesta estaba en su nombre, habría que decir su nacionalidad. Escribió l’Russe Besuhof y obtuvo 671; sobraban cinco unidades, el cinco era el valor de la letra «e», la que se suprime en el artículo francés ante la palabra empereur. Aunque era una falta de ortografía, suprimió la letra «e» y escribió l’Russe Besuhof y obtuvo 666. Esto lo emocionó. Desconocía qué relación lo unía a aquel acontecimiento profetizado en el Apocalipsis, pero no dudó de su realidad. Su amor por Natacha, el Anticristo, la invasión de Napoleón, el cometa, el 666, l’empereur Napoléon y l’Russe Besuhof, todo aquello debía madurar y estallar librándolo del mundillo de las costumbres moscovitas, donde se sentía prisionero, para llevarlo a una hazaña y una felicidad enormes.
En la víspera del domingo en que fue leída la oración del Santo Sínodo, Pierre había prometido a los Rostov llevarles la proclama del zar y las últimas noticias del conde Rostopchín, que era amigo suyo. Esa mañana, en casa del conde, Pierre encontró un correo del ejército; era de un conocido suyo, uno de los asistentes asiduos a los bailes de sociedad en Moscú.
—Por Dios se lo pido, ¿podría ayudarme? —le dijo el correo—. Traigo la cartera llena de cartas para familiares de compañeros.
Entre las cartas había una de Nikolái Rostov para su padre. Pierre la recogió; además, el conde Rostopchín le dio la proclama recién impresa del zar Alejandro al pueblo de Moscú, las últimas órdenes del día del ejército y su último anuncio. Al leer las órdenes del día, Pierre descubrió el nombre de Nikolái Rostov, a quien le concedían la cruz de San Jorge en cuarto grado por su valerosa conducta en la acción de Ostrovna; en esa orden figuraba el nombramiento del príncipe Andréi Bolkonsky como comandante de un regimiento de cazadores.
Aunque no deseaba recordar al príncipe Andréi delante de los Rostov, Pierre quiso alegrarlos con la noticia de la condecoración de Nikolái y, guardándose las otras órdenes y proclamas oficiales, que pensaba llevar personalmente a la hora de comer, les envió aquella orden del día y la carta de Nikolái.
La conversación con el conde Rostopchín, su aspecto inquieto y el diálogo con el correo, que le habló de lo mal que pintaban los asuntos en el frente, los rumores sobre unos espías descubiertos en Moscú y de un documento que circulaba por la ciudad en el cual Napoleón prometía entrar en ambas capitales rusas antes del otoño, así como la llegada del zar Alejandro para el día siguiente inquietaron a Pierre, una sensación que no lo abandonaba desde que apareció el cometa y desde que estalló la guerra.
Hacía tiempo que pensaba entrar en el ejército. Lo habría hecho de no ser masón y haber jurado defender la paz universal y la abolición de la guerra, y porque veía a tantos moscovitas con uniforme militar presumiendo de patriotismo que, sin saber el motivo, le avergonzaba hacer lo mismo. Sin embargo, el principal motivo era la vaga revelación de que él era l’Russe Besuhof con el número de la bestia, y que su parte en la gran empresa de poner fin al dominio de la bestia, blasfema y sacrílega, estaba decidida desde el albor de los tiempos, de modo que no debía emprender nada, sino esperar los acontecimientos.
CAPÍTULO XX
Los domingos siempre comían en casa de los Rostov algunos amigos. Pierre llegó antes a fin de verlos a solas.
Si no hubiese sido alto, de grandes brazos y con una fuerza descomunal habría parecido deforme, pues ese año había engordado mucho.
Subió las escaleras resollando y musitando. El cochero no preguntó si tenía que aguardar; sabía que cuando el conde iba a casa de los Rostov no se iba antes de medianoche. Los criados le quitaron la capa y recogieron el sombrero y el bastón, que solía dejar en el vestíbulo siguiendo la costumbre adquirida en el club.
Natacha fue la primera persona a quien vio. Oyó su voz antes de verla, mientras se quitaba la capa; estaba haciendo escalas y arpegios en el salón. Pierre sabía que después de su enfermedad no había vuelto a cantar, así que se sorprendió y le alegró oír su voz. Abrió la puerta con sigilo y la vio con el vestido de color lila que había llevado a la iglesia; paseaba cantando. Estaba de espaldas a la puerta pero, al girarse y ver la expresión asombrada de Pierre, se sonrojó y corrió hacia él.
—Quiero cantar de nuevo —se disculpó—. Al fin y al cabo, es una ocupación.
—¡Hace muy bien!
—¡Cuánto me alegra que haya venido! ¡Me siento hoy tan feliz! —exclamó ella con una animación que Pierre hacía tiempo no le veía—. ¿Sabe que han concedido a Nikolái la cruz de San Jorge? ¡Estoy tan orgullosa de él!
—¡Lo sé! Yo mismo envié la orden del día. Bueno, no quiero molestarla —dijo e intentó pasar al salón, pero Natacha lo detuvo.
—Conde, ¿hago mal en cantar? —preguntó sin apartar los ojos.
—¡Oh, no! ¿Por qué? Al contrario… ¿Por qué me lo pregunta?
—Ni yo misma lo sé —repuso Natacha—, pero no querría hacer algo que le desagrade. ¡Confío tanto en usted! No sabe cuánto valoro su opinión en todo y lo mucho que me ayudó —hablaba deprisa sin reparar en la turbación de Pierre, que enrojecía—. He visto en esa orden del día que él… Bolkonsky —pronunció el nombre a media voz— está en Rusia y ha vuelto al servicio. ¿Cree que podrá perdonarme algún día y no me guarda rencor? ¿Qué piensa? —hablaba deprisa como si temiera perder sus fuerzas.
—Creo… que no tiene nada que perdonar… —dijo Pierre—. Yo en su lugar…
Por una asociación de ideas, Pierre se trasladó al día en que, consolando a Natacha, le había dicho que si él no fuese él, sino el hombre más apuesto del mundo y estuviese libre, habría pedido su mano. Ahora lo dominó aquel mismo sentimiento de amor, piedad y ternura; idénticas palabras brotaban de sus labios. Pero ella no le dio tiempo a expresarse.
—Sí, usted… usted… —pronunció con entusiasmo «usted»— es otra cosa; no conozco a nadie mejor, más generoso y bueno que usted… No puede haberlo. Si no lo hubiese tenido entonces, y ahora, no sé qué habría hecho porque…
Los ojos se le inundaron de lágrimas; giró la cabeza, levantó el cuaderno de música y continuó cantando y paseando.
Entonces entró corriendo Petia, que ya era un guapo chico de quince años, de labios rojos y gruesos, parecido a Natacha. Se preparaba para ingresar en la Universidad, pero él y su compañero Obolenski habían decidido a escondidas ingresar en los húsares.
Petia quería hablar con Bezúkhov. Le había rogado unos días antes que se informase sobre su posible admisión en los húsares. Pierre caminaba por la sala sin escucharle mientras le tiraba de la manga para que le atendiese.
—¡Dígame, Piotr Cyrilovich, por Dios! ¿Cómo va lo mío? ¡Usted es mi única esperanza! —decía Petia.
—Ah, lo tuyo. Tu ingreso en los húsares, ¿no? Me informaré. Hoy preguntaré.
—¿Qué hay, mon cher? —dijo el viejo conde al entrar—. ¿Tiene el manifiesto? La condesa ha oído en la capilla de los Razumovski la nueva oración; dice que es preciosa.
—Sí, traigo el manifiesto —repuso Pierre—. El zar llega mañana… Se convoca una reunión extraordinaria de la nobleza… dicen que habrá una leva más de diez hombres por cada mil. ¡Ah!, lo felicito.
—Sí, gracias a Dios. ¿Y qué se sabe del ejército?
—Los nuestros se han replegado de nuevo. Dicen que ya están en Smolensk —explicó Pierre.
—¡Dios mío! —dijo el conde—. ¿Y el manifiesto?
—¿El manifiesto? ¡Ah, sí! —Pierre se hurgó en los bolsillos, pero no lo encontraba. La condesa entró y Pierre besó su mano sin dejar de rebuscar. Después miró inquieto a su alrededor, esperando a Natacha, que ya no cantaba pero no aparecía—. Les juro que no sé dónde lo puse —dijo.
—Vaya, siempre pierde todo —bromeó la condesa.
Natacha entró con expresión enternecida y placentera; se sentó mirando a Pierre, quien se animó al verla. Sin dejar de buscar el documento, la miró varias veces.
—Tendré que regresar a casa. Seguro que me lo dejé allí.
—Entonces llegará tarde para la comida.
—¡Y el cochero se ha ido!
Pero Sonia, que había salido al vestíbulo a buscar los documentos, los encontró en el sombrero de Pierre. Pierre quiso leerlo.
—No, después de comer —dijo el viejo conde, que parecía esperar un gran placer con aquella lectura.
Durante la comida brindaron con champaña a la salud del nuevo caballero de San Jorge. Shinshin contó las últimas noticias de la ciudad: la enfermedad de una vieja princesa georgiana, la desaparición de Métivier de Moscú y la detención de un alemán, al que enviaron a Rostopchín diciendo que era un champiñón, según había contado el propio Rostopchín; el conde ordenó que lo liberasen diciendo que no era un champiñón, sino solo una vieja seta alemana.
—Sí, hay muchas detenciones —dijo el conde—. Siempre le digo a la condesa que no hable tanto en francés; ahora no es oportuno.
—¿Saben que el príncipe Galitsin ha tomado un profesor de ruso? Ahora está aprendiendo —comentó Shinshin—. Empieza a ser peligroso hablar francés en la calle.
—Conde Piotr Cyrilovich, ¿también tendrá que incorporarse a la milicia cuando se movilice? —preguntó el viejo conde a Pierre, que no había hablado en toda la comida. Como si no comprendiera, miró al conde.
—Sí, a la guerra —dijo—. Pero no, ¿qué soldado sería yo? ¡Todo es tan extraño! Ni yo lo comprendo, no sé. ¡Me siento tan lejos del gusto castrense! Pero en estos tiempos nadie puede asegurar nada.
Tras la comida, el conde se arrellanó en una butaca y pidió a Sonia, que tenía fama de buena lectora, que leyera la proclama.
—«A Moscú, nuestra primera capital: El enemigo ha penetrado en territorio ruso con grandes fuerzas. Trata de devastar nuestra amada patria…»
—leía con su fina voz.
El conde escuchaba con los ojos cerrados y suspiraba. Natacha, erguida en su asiento, miraba a su padre y a Pierre, que sentía la mirada y trataba de no girarse.
La condesa, después de cada expresión solemne del manifiesto, movía la cabeza con aire reprobatorio y descontento. Solo veía una cosa: que el peligro que amenazaba a su hijo no terminaría tan pronto. Shinshin, con los labios curvados en una sonrisa, parecía dispuesto a burlarse de lo primero que pudiese: la forma de leer de Sonia, las reflexiones del conde o el manifiesto mismo a falta de un pretexto mejor.
Tras el pasaje sobre el peligro que amenazaba a Rusia y de las esperanzas que el zar tenía en Moscú y en su famosa nobleza, Sonia leyó con voz temblorosa debida a la atención con que la escuchaban:
«Pronto acudiremos a esta capital y a otros lugares del país para reunimos, deliberar y guiar a nuestras milicias, tanto las que ahora cortan el paso al enemigo como las que se organicen para combatirlo allí donde se presente. ¡Que la ruina que quería infligirnos caiga sobre su jefe y que toda Europa, liberada de la esclavitud, glorifique el nombre de Rusia!«
—¡Eso! —exclamó el conde con ojos húmedos e interrumpiéndose para respirar, como si le hubiesen dado un frasco de sales, añadió—: Que el zar diga una sola palabra y sacrificaremos todo sin escatimar esfuerzos.
Shinshin no había logrado mofarse del patriotismo del conde cuando Natacha corría hacia su padre.
—¡Qué encanto de padre! —Lo besó, y se giró para mirar a Pierre con esa coquetería inconsciente que trajo la mejora de su salud.
—¡Ella sí que es una patriota! —dijo Shinshin.
—Patriota no; simplemente… —se ofendió Natacha—. A usted todo le parece de guasa, pero esto no es broma…
—¡Nada de bromas! —repitió el conde—. ¡Que diga una sola palabra e iremos todos…! ¡No somos unos alemanes…!
—¿Han visto que en el manifiesto se dice «para deliberar»? —dijo Pierre.
—Bueno, para lo que sea…
Petia, a quien nadie atendía, se acercó entonces a su padre y, colorado, con la voz llena de gallos, dijo:
—Papá, lo voy a decir, y a mamá también; tomadlo como queráis, pero tenéis que dejarme ir al ejército… no puedo más… ¡Eso es todo!
Espantada, la condesa miró al cielo, juntó las manos y se giró con enfado a su marido.
—¡Ya está! ¡Lo conseguiste!
Pero el conde se recobró de su emoción:
—¡Bueno! ¡Menudo guerrero! Déjate de bobadas. Tú tienes que estudiar.
—No son bobadas, papá; Fedia Obolenski es más joven que yo y se va; además, no podría estudiar ahora que… —Petia calló, ruborizado concluyó—: La patria peligra.
—Basta ya de bobadas…
—¡Pero si has dicho que lo daríamos todo!
—¡A callar, Petia! —gritó el conde mirando a su esposa, que miraba pálida y asustada a su benjamín.
—Pues ya lo sabes. Piotr Cyrilovich le dirá…
—Te repito que son bobadas. Un bebé que quiere ser soldado… ¡A ti te lo digo!
El conde recogió el manifiesto, seguramente para leerlo de nuevo en su despacho antes de la siesta.
—Vamos a fumar, Piotr Cyrilovich —le dijo a Pierre.
Este se hallaba indeciso y confuso. Los ojos de Natacha, brillantes y animados, lo miraban con algo más que cariño y lo habían puesto en esa situación.
—No, creo que… Me iré a casa…
—¿A casa? Pero si quería quedarse toda la velada… Cada día lo vemos menos por aquí… y ella —señaló con ternura a Natacha —solo se alegra cuando está usted aquí…
—Lo había olvidado… Debo irme sin falta… los asuntos… —añadió.
—Bueno; hasta la vista. —El conde dejó la habitación definitivamente.
—¿Por qué se va? ¿Por qué está disgustado? ¿Por qué? —preguntó Natacha a Pierre mirándole a los ojos.
«Porque te amo», habría querido contestar él. Pero solo se ruborizó hasta llorar y bajó los ojos.
—Porque será mejor para mí que venga menos… porque… Bueno, tengo cosas pendientes en casa.
—¿Pero por qué? Dígalo… —comenzó Natacha, pero calló.
Se miraron asustados y confusos. Él trató de sonreír, pero no pudo. Su sonrisa expresó sufrimiento. Sin decir nada, besó la mano de Natacha y salió decidido a no regresar nunca a casa de los Rostov.
CAPÍTULO XXI
Tras la negativa en redondo de su padre, Petia se metió en su cuarto y lloró amargas lágrimas. Los demás fingieron no notar nada cuando regresó taciturno y con los ojos enrojecidos a la hora del té.
Al día siguiente llegó el zar. Algunos criados pidieron permiso para salir a verlo. Petia tardó mucho en vestirse, peinarse y colocar el cuello como los mayores. Fruncía el ceño, gesticulaba y se encogía de hombros frente al espejo; finalmente, sin decir nada a nadie, se puso la gorra y salió por la escalera de servicio para que no lo viesen. Tenía decidido ir adonde estuviese el zar y explicar a algún chambelán, pues imaginaba al soberano rodeado de chambelanes, que él, conde Rostov, pese a su edad, quería servir a la patria, pues la juventud no era óbice para unirse al ejército y estaba dispuesto a… Mientras se arreglaba delante del espejo había pensado muchas y bellas frases para el chambelán.
Su condición de niño le garantizaba éxito, pues esperaba que lo presentasen al zar porque creía que su juventud asombraría a todos; pero al mismo tiempo, en la forma de ponerse el cuello, el peinado y sus maneras serias y moderadas, trataba de parecer mayor de lo que era. Al ir por la calle se entretenía mirando a la gente que iba al Kremlin olvidando la seriedad y moderación de los adultos. Ya cerca del Kremlin tuvo que preocuparse de no ser arrollado por el gentío, así que sacó los codos con decisión. Al llegar a la puerta de la Trinidad, la gente, que ignoraba sus intenciones patrióticas, lo empujó contra el muro y hubo de detenerse mientras los coches pasaban con gran ruido bajo el arco. Junto a él había una mujer de pueblo con un lacayo, dos mercaderes y un soldado jubilado. Tras un rato parado, Petia quiso adelantarse sin esperar a que pasasen los coches y se abrió paso a codazos. Pero la mujer se giró furiosa al recibir el primer codazo:
—¿Por qué empujas, señorito? ¿No ves que todos esperan? ¿A qué tanto empujón?
—¡Todos podrían intentarlo! —dijo el lacayo dando también codazos y empujó a Petia a un rincón pestilente de la puerta.
Petia se pasó las manos por el rostro sudoroso y se arregló el cuello empapado que con tanto cuidado se había puesto imitando a los mayores.
Sabía que su aspecto no era presentable y temía que los chambelanes no lo dejasen ir ante el zar si lo veían de aquella guisa. Pero no podía recomponer su atuendo ni salir de allí a causa de las apreturas.
Uno de los generales que pasó en su carruaje era conocido de los Rostov. Petia pensó pedirle ayuda, pero no le pareció digno de un hombre valeroso. Cuando hubieron desfilado todos los coches, el gentío lo arrastró al recinto de la plaza atestada. Hasta los tejados rebosaban de curiosos. Petia oyó el repique de las campanas que invadía el Kremlin y el alegre rumor del habla popular.
La plaza pareció despejarse unos momentos; todas las cabezas se descubrieron y la gente corrió hacia delante. Petia fue empujado de tal modo que apenas podía respirar. A su alrededor todos gritaron: «¡Hurra! ¡Hurra!». Petia se puso de puntillas; empujó y pellizcó a la gente, pero solo pudo ver las cabezas de quienes lo rodeaban.
Todos los rostros expresaban emoción y entusiasmo. Una vendedora próxima a Petia sollozaba y las lágrimas corrían por sus mejillas.
—¡Señor, ángel, padrecito! —Se secaba los ojos con los dedos—. ¡Hurra! —gritaban por doquier.
La muchedumbre permaneció inmóvil unos momentos y se lanzó hacia delante.
Sin saber lo que hacía, Petia apretó los dientes y avanzó con aire fiero y ojos desorbitados. Repartía codazos y gritaba «¡hurra!», como si estuviese dispuesto a matarse y matar a todos. Pero todos se movían con la misma expresión salvaje y gritaban con igual entusiasmo.
«Esto significa ser zar —pensó Petia—. No puedo entregarle yo la solicitud; sería mucha osadía». Petia avanzó desesperadamente, y entre las espaldas de quienes estaban delante creyó ver un espacio libre con una alfombra roja. Pero la multitud osciló atrás, pues los guardias empujaban a quienes se habían acercado demasiado al cortejo cuando el zar salía del palacio e iba a la catedral de la Asunción. Petia sintió un golpe tan fuerte en las costillas y lo apretujaron de tal modo que se le nubló la vista y perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí, un eclesiástico con un mechón cano que le caía sobre la espalda y una vieja sotana azul, un sacristán, lo sostenía con una mano por debajo del brazo y con otra lo protegía de la muchedumbre.
—¡Vais a matarlo! —decía—. ¿Qué hacéis? No empujéis… ¡Vais a matarlo!
El zar entró en la catedral de la Asunción. La multitud se detuvo y el sacristán se llevó a Petia, pálido y casi ahogado, hasta el gran cañón del Kremlin; varias personas se compadecieron de él y un corrillo de gente le dejó espacio. Los más próximos le desabrocharon la chaqueta y lo pusieron sobre el cañón censurando a quienes lo habían arrollado.
—Han podido matarlo. ¡Qué bestias! ¡Un asesinato! Está blanco como la cera, pobrecito —decían a su alrededor.
Petia se recobró. Se le calmó el dolor y volvió el color; gracias a ese contratiempo había logrado un magnífico lugar sobre el cañón desde donde podría ver al zar cuando regresase de la catedral. No pensaba en presentar solicitudes. Se consideraba feliz solo con ver al monarca.
La multitud se dispersó durante la ceremonia de la catedral, un oficio de acción de gracias por la llegada del zar y la firma de la paz con los turcos. Aparecieron vendedores de kvas y rosquillas con semillas de amapola que encantaban a Petia. Se oían conversaciones. Una vendedora mostraba su chal roto asegurando que le había costado una fortuna; otra se quejaba de la carestía de las telas de seda. El sacristán que había salvado a Petia hablaba con un funcionario sobre quién oficiaba en la catedral con Su Eminencia. Repitió la palabra concilio, que Petia no entendía. Dos mozos bromeaban con unas muchachas que comían nueces. Aquello no interesaba a Petia, ni siquiera las bromas con las muchachas, que lo atraían mucho por su edad. Estaba feliz encaramado sobre el cañón, pensando emocionado en el zar y en cuánto lo amaba. La importancia de aquel momento era más intensa porque a su entusiasmo se unían el dolor y el miedo a ser aplastado.
Se oyeron unos cañonazos: eran salvas para celebrar la paz con los turcos. La muchedumbre corrió hacia la orilla del río para ver de cerca los cañones que disparaban. Petia quiso hacer lo mismo, pero el sacristán, que lo había tomado bajo su protección, no se lo permitió. Continuaban los cañonazos cuando salieron de la catedral varios generales, oficiales y caballeros de cámara; después aparecieron más. Nuevamente se descubrieron, y quienes habían ido a ver los cañones corrieron atrás. Finalmente salieron de la catedral cuatro hombres uniformados y con bandas.
«¡Hurra! ¡Hurra!», gritó la multitud.
—¿Cuál es? —preguntaba Petia casi llorando. Pero nadie respondió porque todos estaban demasiado emocionados. Petia eligió a uno de los cuatro personajes. No los distinguía bien por las lágrimas de alegría, pero concentró en él su entusiasmo, aunque no era el zar. «¡Hurra!», gritó decidiendo que al día siguiente ingresaría en el ejército como fuese.
La muchedumbre corrió tras el zar hasta el palacio. Allí se dispersó. Era ya tarde; Petia no había comido y sudaba a mares, pero no quería ir a casa. Siguió a la multitud aún bastante numerosa ante las puertas del palacio donde comía el zar. Miraba a las ventanas como esperando algo y envidiaban a los dignatarios que llegaban en sus carruajes para comer con el zar y a los lacayos que servían la mesa, a quienes podía ver a través de los cristales. Durante la comida, Valúyev dijo al zar señalando a las ventanas:
—El pueblo espera ver a Su Majestad.
La comida estaba a punto de concluir; el zar se levantó mientras se acababa un bizcocho, y fue al balcón.
—¡Padrecito! ¡Ángel nuestro! ¡Padre! ¡Hurra…! —gritaron todos, y también Petia.
Las mujeres y los hombres de espíritu más débil, entre ellos Petia, lloraban de felicidad. Un trozo de bizcocho que el zar tenía en la mano se desprendió, cayó sobre la barandilla y al suelo. Un cochero cercano se abalanzó sobre el pedazo de bizcocho y se apoderó de él. Varias personas corrieron hacia él; al verlo, el zar hizo traer una bandeja de bizcochos y los arrojó a la calle.
Los ojos de Petia se inyectaron en sangre; el peligro de ser aplastado lo encolerizó y se lanzó sobre los bizcochos del zar, dispuesto a no retroceder. No sabía por qué, pero le parecía que era imprescindible tener un bizcocho tocado por las manos del monarca. Se abalanzó y derribó a una viejita que iba a recoger un bizcocho. Ella no se dio por vencida, y tirada en el suelo, pugnaba por alcanzarlo, pero Petia le apartó la mano con una rodilla, asió el bizcocho y vitoreó al zar con voz ronca.
Cuando el monarca se retiró, la gente se dispersó. Todos comentaban con alegría:
—Ya decía que había que esperar… ¿Veis? Así ha sido…
Petia se sentía dichoso y, al regresar a su casa, le apenó pensar que aquel día maravilloso hubiese acabado. Desde el Kremlin enfiló a casa de su amigo Obolenski, de quince años y también deseoso de ingresar en el ejército. Una vez en su propia casa, dijo con firmeza y decisión que se escaparía si no le dejaban ir a la guerra. Al día siguiente, aunque no muy convencido, el conde Iliá Andréievich fue a informarse de cómo colocar a Petia en un sitio poco peligroso.
CAPÍTULO XXII
Tres días después, el 15 por la mañana, muchos coches se apiñaban delante del palacio Slobodski. Los salones estaban llenos. En el primero estaban los nobles de uniforme; en el segundo, los mercaderes con sus medallas, sus barbas y sus caftanes azules. La sala de los nobles era puro bullicio y movimiento. Los principales dignatarios se sentaban en sillas de alto respaldo ante una mesa bajo el retrato del zar. La mayor parte de los reunidos paseaban.
Todos aquellos hombres, a quienes Pierre veía a diario en el club o en sus casas, vestían uniformes de la época de Catalina la Grande, de Pablo I o Alejandro I y la mayoría el uniforme corriente de la nobleza. La similitud confería algo caprichoso a las fisonomías viejas y jóvenes. Los más sorprendentes eran los ancianos, cortos de vista, desdentados, calvos, gruesos y gordos o delgados, pálidos y arrugados. Estos últimos permanecían casi todos sentados y callados; si alguno paseaba o charlaba, trataba de hacerlo con gente más joven. Como en los semblantes que Petia había visto en la plaza, todos aquellos rostros reflejaban una contradicción entre la espera de algo solemne y las conversaciones habituales sobre cosas cotidianas: la partida de boston de la víspera, el cocinero Petrushka, la salud de Zinaida Dmitrievna, etcétera.
Vestido desde la mañana con su uniforme de gentilhombre que ceñía, Pierre deambulaba por las salas. Estaba conmovido: aquella reunión de la nobleza y de los comerciantes, de los estamentos, les états généraux, le inspiraba ideas olvidadas hacía tiempo pero arraigadas en su espíritu: ideas sobre el Contrat social y la Revolución francesa.
Las palabras del manifiesto según las cuales el zar iba a Moscú a fin de «consultar» con su pueblo, se lo confirmaban. Suponiendo que se preparase algo importante, que él esperaba hacía tiempo, deambulaba escuchando las conversaciones, pero nadie se refería a lo que le interesaba.
Se había leído el manifiesto del zar, que entusiasmó a los reunidos; después todos se dispersaron charlando animadamente. Además de los temas de interés general, Pierre oyó hablar de dónde se colocarían los mariscales de la nobleza cuando entrase el zar; del momento oportuno para ofrecer un baile al monarca, o de si convenía agruparse por distritos o juntos, etcétera. Pero cuando salía la guerra y los motivos de la reunión, las palabras eran vagas y dubitativas. Todos preferían escuchar que hablar.
Un hombre de mediana edad, apuesto y guapo, con uniforme de marino retirado, había empezado a hablar y todos se congregaron a su alrededor. Pierre se acercó para escucharlo. El conde Iliá Andréievich, con su uniforme de vaievoda de la época de Catalina la Grande deambulaba con su sonrisa afable de siempre, se había acercado también. Conocía casi a todos los del grupo y sonriente aprobaba lo que se decía moviendo la cabeza. El marino retirado hablaba con valentía; se notaba por el gesto de sus oyentes y porque muchos hombres a quienes Pierre conocía como moderados y dóciles se marcharon o lo refutaron. Pierre se abrió paso hasta el centro; escuchó al hombre y se convenció de que era un liberal auténtico, pero en un sentido distinto del que él habría deseado. Con una voz de barítono sonora y melódica propia de los nobles, el marino pronunciaba las erres con un tono gutural agradable, abreviando las consonantes, con el tono con que se grita «¡camarero, la pipa!». Hablaba con la entonación de quien está hecho al poder y a la parranda.
—¿Qué más da que los de Smolensk hayan ofrecido milicias al zar? ¿Acaso estamos obligados a hacer lo mismo? Si los nobles de la provincia de Moscú lo creen necesario, hay otras formas de mostrar su devoción y lealtad al zar. ¿Es que hemos olvidado las milicias de 1807? Entonces se enriquecieron los hijos de la iglesia y los ladrones y saqueadores.
El conde Iliá Andréievich meneó la cabeza en señal de aprobación con una sonrisa afable.
—¿Y qué? ¿Acaso las milicias han prestado un servicio útil al Estado en alguna ocasión? ¡Jamás! Solo han arruinado nuestras propiedades. Lo mejor es el reclutamiento. Sin esto… nuestros hombres vuelven a casa sin ser militares ni campesinos, sino solo unos libertinos. ¡Los nobles no regatearemos nuestras vidas! ¡Que el zar haga un llamamiento y todos moriremos por él! —terminó, enardecido.
Iliá Andréievich tragaba saliva, satisfecho, y empujaba a Pierre, que parecía querer hablar. Pierre se adelantó sin saber que iba a decir. Abrió la boca cuando lo interrumpió un senador desdentado, de rostro inteligente y grave, situado junto al orador, sin duda acostumbrado a debatir y plantear preguntas; habló en voz queda, pero se le oyó.
—Supongo, señor —balbuceó con su boca desdentada—, que no nos han llamado para discutir si es mejor el reclutamiento o la milicia para el Estado. Hemos venido a contestar al llamamiento que Su Majestad se ha dignado hacernos; será mejor dejar a los altos poderes juzgar lo que conviene, si reclutamiento o milicia.
De pronto Pierre supo qué decir; le molestaba el senador, que imponía a otros su afán de regular y limitar las opiniones de la nobleza. Pierre avanzó y se puso a hablar con entusiasmo, intercalando alguna frase francesa y expresándose en un ruso libresco:
—Excúseme, Excelencia —comenzó Pierre, que conocía al senador, pero creyó mejor dirigirse a él formalmente—. Aunque no esté de acuerdo con el señor… —Se detuvo porque quería decir mon très honorable préopinant—. Con el señor… que je n’ai pas l’honneur de connaître, creo que los nobles aquí reunidos, además de expresar su simpatía y entusiasmo, han sido llamados para opinar sobre las mejores medidas para ayudar a la patria. Supongo —se enardeció— que no agradaría al zar hallar solo a propietarios dispuestos a entregar a sus campesinos… o sea chair à canon, y que no cuente con nuestro con… consejo.
Muchos se alejaron al ver la sonrisa despectiva del senador y notar que las palabras de Pierre eran demasiado libres. Solo Iliá Andréievich parecía satisfecho del discurso de Pierre, como lo estuvo con las palabras del marino, del senador y del último en hablar en general.
—Creo que antes de discutir algo así —continuó Pierre— debemos preguntar al zar, pedirle con el mayor respeto que nos diga cuáles son nuestras fuerzas, en qué estado se hallan nuestras tropas y ejércitos, entonces…
Pierre no pudo terminar. Lo cortaron de pronto tres oponentes. Su más violento adversario era Stepan Stepanovich Adraxin, compañero suyo en las partidas de boston, a quien conocía hacía mucho y que siempre le había mostrado simpatía.
Stepan Stepanovich Adraxin vestía uniforme y, fuera por eso o por cualquier otra cosa, le pareció a Pierre un hombre distinto. Con el rostro demudado por una cólera senil, Stepan Stepanovich le gritó:
—¡Debo decirle que no tenemos derecho a preguntar al zar algo así! Además, aunque la nobleza tuviese tal derecho, Su Majestad no podría contestar. Las tropas se mueven dependiendo del enemigo; a veces aumentan y a veces disminuyen…
Otro de los que gritaba era un hombre de mediana estatura y unos cuarenta años a quien Pierre había visto con los cíngaros y a quien conocía como jugador de mala fama; también estaba muy cambiado por el uniforme. Se acercó a Pierre y dijo interrumpiendo a Adraxin:
—¡No es momento de discutir! ¡Debemos actuar! La guerra está en Rusia. El enemigo avanza para destruir nuestra patria, profanar las tumbas de nuestros ancestros y llevarse a nuestras mujeres y nuestros hijos. —Se golpeó el pecho con el puño—. ¡Nos levantaremos como un solo hombre! ¡Iremos a la guerra, por nuestro padrecito el zar! —gritó con ojos desorbitados.
En el grupo hubo voces de aprobación.
—¡Somos rusos y no escatimaremos nuestra sangre en defensa de la religión, el trono y la patria! ¡Si es que somos verdaderos hijos de nuestra patria, dejaremos los desvaríos! ¡Demostraremos a Europa cómo Rusia se defiende! —gritaba.
Pierre quería contestar, pero no pudo. Veía que el sonido de sus palabras, al margen de las ideas que expresaran, sería menos oído que las palabras de aquel noble.
Iliá Andréievich asentía con la cabeza; al final de cada frase, algunos se giraban hacia el orador y decían:
—¡Eso es, eso está bien!
Pierre quería decir que no se oponía a entregar dinero, campesinos y su vida, pero era preciso conocer la situación para remediarla. No pudo decir nada. Muchas voces gritaban y se pisaban, de modo que Iliá Andréievich no podía aprobar a todos; el grupo aumentaba, se deshacía, se reagrupaba entre murmullos y se dirigía al salón donde estaba la mesa grande. Pierre no lograba decir una palabra; lo cortaban zafiamente, lo apartaban y se separaban de él como de un enemigo. Esa actitud no se debía a que no aprobasen sus palabras, que habían olvidado tras tanto discurso posterior; se debía a que la multitud necesita un motivo tangible para amar u odiar. Pierre era la diana de ese odio. Muchos hablaron después del noble, y todos en igual tono. Algunos hablaban bien y con originalidad.
El director del Mensajero Ruso, Glinka, que había sido reconocido, «¡Un escritor! ¡Un escritor!», gritaron varios, dijo que el infierno debía ser combatido con el infierno, que había visto a un niño sonreír al rayo y al trueno, pero los rusos no serían como él.
—¡Sí! ¡Al trueno! —asentían en las últimas filas.
La multitud se acercó a la gran mesa, ante la cual se sentaban con sus uniformes y condecoraciones los viejos dignatarios septuagenarios, de cabellos canos o calvos, a quienes Pierre solía ver en sus casas con sus bufones, o en el club, sentados a las mesas de juego. El grupo llegó a la mesa alborotando. Los oradores hablaban sin cesar, a veces dos a la vez, apretujados contra los altos de las sillas. Los que estaban detrás notaban lo omitido por el orador al hablar y lo exponían ellos. Otros, en aquel calor y aquellas apreturas, buscaban una idea y procuraban exponerla rápidamente. Los viejos dignatarios, conocidos por Pierre, permanecían quietos y se miraban; lo único que expresaban los rostros de todos era el calor sofocante.
Pero Pierre se sentía intranquilo, y el deseo general de mostrar que para los rusos no había obstáculo, un deseo que se manifestaba en el tono de las voces y las expresiones más que en las palabras, también se iba comunicando a él. No había renunciado a sus ideas, pero se sentía culpable de algo y quería justificarse.
—Solo digo que sería más fácil hacer la oferta si conociésemos las necesidades —gritó para imponerse.
Un anciano cercano lo miró, pero lo distrajo una voz en el otro extremo de la mesa.
—¡Sí, Moscú será abandonada! ¡Será el chivo expiatorio! —gritó alguien.
—¡Es el enemigo de la humanidad! —exclamó otro.
—¡Señores! ¡Déjenme hablar…! ¡Señores, me aplastan! ¡Me están aplastando, señores!
CAPÍTULO XXIII
El conde Rostopchín, con su uniforme de general, la banda sobre el pecho, su barbilla saliente y sus ojos vivarachos, entró entonces en el salón, avanzando entre los grupos que se separaban para dejarle pasar.
—El zar está a punto de llegar —dijo—. Acabo de dejarlo. Creo que en la actual coyuntura hay poco que discutir. El zar nos ha reunido a nosotros y a los comerciantes, de donde saldrá el dinero —señaló la sala de los comerciantes—; nuestro deber es entregar soldados sin regatear… ¡Es lo menos que podemos hacer!
Los dignatarios sentados ante la mesa comenzaron a deliberar en voz queda, que parecía triste tras el clamor previo. Se oían voces seniles decir:
«Estoy de acuerdo». Otros decían: «También de la misma opinión», etcétera.
El secretario recibió la orden de transcribir las decisiones de los nobles moscovitas, que darían diez hombres completamente equipados por cada mil, como los de Smolensk.
Los dignatarios se levantaron apartando las sillas, deseando desentumecer las piernas, y pasearon por la sala; algunos iban del brazo de otro mientras conversaban.
—¡El zar! ¡El zar!
La palabra recorrió las salas y todos corrieron a la entrada. El zar cruzó el salón entre una doble hilera de nobles. Todos mostraban curiosidad, respeto y temor. Pierre estaba alejado y no pudo oír bien las palabras del zar. Solo entendió que hablaba del peligro para el país y las esperanzas que tenía en la nobleza moscovita. Otra voz contestó al soberano explicando las decisiones tomadas por la nobleza.
—Señores —dijo el zar con voz temblorosa. Un murmullo se dejó oír entre la multitud, que calló. Pierre pudo oír nítidamente la voz agradable y conmovida del zar—: Jamás he dudado del celo de la nobleza rusa, pero hoy ha superado mis expectativas. Os lo agradezco en nombre de la patria. Hay que actuar. El tiempo es oro…
Alejandro calló. Los nobles se agolparon a su alrededor y resonaron aclamaciones entusiastas por doquier.
—Sí, oro… es la palabra del zar —sollozó Iliá Andréievich, que no había oído nada y comprendía todo a su modo.
De la sala de la nobleza pasó el zar a la de los comerciantes, donde estuvo unos diez minutos. Pierre vio que, al salir, el zar tenía los ojos llenos de lágrimas. Después se supo, cuando empezó a hablar a los comerciantes los ojos se le llenaron de lágrimas y terminó con voz temblorosa su discurso. Cuando Pierre vio al zar, lo acompañaban dos comerciantes; Pierre conocía a uno, un contratista muy grueso; el otro era un regidor macilento de barbilla puntiaguda. Ambos lloraban; el regidor tenía los ojos llenos de lágrimas; el otro sollozaba como un niño y repetía a cada momento:
—¡Tomad nuestras vidas y nuestros bienes, Majestad!
Pierre solo sentía en ese momento el deseo de mostrar que no ponía obstáculos y que estaba dispuesto a sacrificar todo. Se reprochaba su discurso constitucionalista. Tras oír que el conde Mamonov aportaba un regimiento, Bezúkhov declaró al conde Rostopchín que él aportaría mil hombres equipados.
El viejo Rostov contó entre lágrimas a su mujer lo ocurrido, consintió el deseo de Petia y él mismo fue a alistarlo.
El zar partió de Moscú al día siguiente. Los nobles dejaron sus uniformes y regresaron a sus casas y al club para dar órdenes, entre carraspeos, a sus intendentes sobre la leva. Ellos mismos se sorprendían de cuanto habían hecho.
Los principios correctos.
Verter la sangre de los pueblos.
Señor “hermano mío”, literalmente, o mi estimado hermano, que sería una expresión más correcta en español.
Los cosacos.
Moscú, la ciudad santa.
A los que (los dioses) quieren perder, los enloquecen (primero).
El rey de Nápoles.
¡Viva el rey!
Realeza obliga.
La santa Moscú.
Obra maestra.
Estúpido. Al cuerno toda la historia. Algo bueno saldrá de todo esto.
Debe haber sido una bonita guerra táctica.
Ya avisé de que todo se iría al infierno.
De estos señores italianos, muy bien. También bien.
Un juego de niños.
¿No es cierto, excelencia?
Y ahora, ¿ha sido lo bastante explícito?
¡Me rindo!
Cuarenta y dos.
Los Estados Generales.
Mi honorable interlocutor a quien no tengo el honor de conocer.
Carne de cañón.