Guerra y paz

LIBRO DECIMOCUARTO – 1812

LIBRO DECIMOCUARTO

CAPÍTULO I

La batalla de Borodinó, con la ocupación de Moscú y la posterior huida de los franceses sin más conflictos, es uno de los sucesos más aleccionadores de la historia.

Todos los historiadores reconocen que la actividad exterior de los Estados y los pueblos en sus colisiones se manifiesta en las guerras; y que la fuerza política de esos Estados y pueblos aumenta o disminuye dependiendo de sus éxitos militares.

Por raros que parezcan los relatos de los historiadores que cuentan cómo un rey o emperador, en conflicto con otro monarca, reúne su ejército, lucha, vence al enemigo y mata a tres, cinco o diez mil hombres sometiendo así a un Estado de millones de habitantes; por incomprensible que sea que la derrota de un ejército, centésima parte de las fuerzas de un pueblo, lo obligue a someterse, los hechos históricos como los conocemos confirman que los triunfos del ejército de un pueblo contra otro son causa o señales fundamentales de que aumentan o disminuyen las fuerzas de las naciones. El ejército logra una victoria y de inmediato aumentan los derechos del país victorioso sobre el vencido. Un ejército es derrotado y, según su importancia, el pueblo es despojado de ciertos derechos; si la derrota es completa, también lo es el sometimiento.

Así sucede desde tiempos remotos hasta hoy según la historia. Todas las guerras napoleónicas confirman esa regla: la derrota de las tropas austríacas privó a Austria de sus derechos y aumentó los de Francia. La victoria de Francia en Jena y Auerstädt acaba con la independencia de Prusia.

Pero en 1812 los franceses con una victoria conquistan Moscú; después y sin más batallas, Rusia no deja de existir, sino un ejército de seiscientos mil hombres y así la Francia de Napoleón. No se puede ajustar estos hechos a las reglas de la historia y decir que tras la batalla de Borodinó el campo queda en manos de Rusia, ni que tras la ocupación de Moscú los combates acabasen con el ejército napoleónico.

Desde la victoria francesa en Borodinó no hubo ni una batalla importante; no obstante, el ejército francés dejó de existir. ¿Qué significa eso? Si se tratase de la historia de China, diríamos que no es un fenómeno histórico, recurso habitual de los historiadores cuando algo no se ajusta a sus reglas. Si hubiese sido una guerra breve con pocas tropas, podríamos aceptarlo como una excepción. Pero el suceso se produjo a la vista de nuestros padres, para quienes se decidía la vida o la muerte de la patria, y era la guerra más grande hasta entonces…

La campaña de 1812, desde la batalla de Borodinó hasta la expulsión de los franceses, prueba que una batalla ganada no es condición de la conquista, ni siquiera indica la conquista. Prueba que la fuerza que decide la suerte de los pueblos no está en los conquistadores, ni en los ejércitos o en las batallas, sino en otra cosa.

Cuando los historiadores franceses describen la situación de las tropas francesas antes de irse de Moscú, aseveran que todo estaba en orden en el Gran Ejército, salvo la caballería, la artillería y la intendencia, que faltaba forraje para los caballos y el ganado. Eso era irremediable, pues los mujiks de los alrededores quemaban su heno antes que entregarlo a los franceses.

La batalla ganada no dio los habituales resultados porque los mujiks Karp y Vlas, tras la entrada de los franceses en Moscú, iban con sus carros a saquear la ciudad y no mostraban sentimientos personales heroicos, igual que muchos mujiks, semejantes a ellos, no llevaban heno a Moscú ni por el buen precio que les ofrecían, sino que preferían quemarlo.

Imaginemos a dos hombres que, aplicando las reglas de la esgrima, se baten en duelo a espada; el combate se alarga; uno de los adversarios, al sentirse herido, comprende entonces que no se trata de un juego, sino de su vida, suelta la espada, agarra el primer garrote que encuentra y lo usa contra su enemigo. Imaginemos que el adversario herido, que escoge el medio más simple y eficaz para acabar con su enemigo, respetase las tradiciones de la caballería y para ocultar la realidad insistiese en haber vencido con la espada según las reglas de la esgrima. ¡Es imaginable la confusión y el caos que produciría semejante descripción del duelo!

Francia era el enemigo que exigía una lucha según las reglas de la esgrima; Rusia sustituyó la espada por el garrote. Quienes tratan de explicar todo según las reglas de la esgrima son los historiadores que han descrito los hechos.

Tras el incendio de Smolensk comenzó una guerra sin comparación con otras conocidas hasta entonces. El incendio de ciudades y aldeas, la retirada tras los combates, la batalla de Borodinó seguida de un nuevo repliegue, el incendio de Moscú y la caza de merodeadores, la interceptación de convoyes, la guerra de guerrillas, nada respetaba las reglas.

Así lo creyó Napoleón; desde que, al detenerse en Moscú se topó con el garrote levantado en vez de una espada, se quejó ante Kutúzov y el zar Alejandro de que la guerra se hacía contra las reglas, como si hubiese reglas para matar a los hombres. Pese a las quejas de los franceses por la inobservancia de las reglas, y a que algunos rusos considerasen ignominioso atacar con garrotes, partidarios de pelear según las normas en quarte o en tierce y tirar a fondo en prime, el garrote de la guerra popular se alzó y cayó con toda su fuerza; sin considerar gustos y reglas, con ingenua sencillez pero con racionalidad y sin pararse a pensar, siguió golpeando a los franceses hasta acabar con ellos.

¡Alabado sea el pueblo que, no como los franceses de 1813 que seguían las reglas del arte volviendo la espada y entregándola por la empuñadura a su vencedor, alabado sea ese pueblo que durante la prueba, sin preguntarse cómo actuarían otros según las reglas en ese caso, agarra el primer garrote a mano y golpea hasta que el sentimiento de ofensa y venganza deja paso al desdén y la piedad!

CAPÍTULO II

Uno de los abandonos más obvios y ventajosos de las reglas de la guerra es la acción de hombres aislados contra las masas. Acciones así se manifiestan en las guerras populares. Consisten en no enfrentarse multitud contra multitud, los hombres se dispersan, atacan aisladamente y huyen cuando los atacan fuerzas mayores para reiniciar su ataque en cuanto puedan. Eso hicieron los guerrilleros en España, los montañeses del Cáucaso y los rusos en 1812.

Se ha llamado a eso guerra de guerrillas, y se cree que el nombre explica su importancia. Pero ese modo de lucha no corresponde a ninguna regla, sino que es contraria a la regla táctica que todos consideran infalible. Según esa regla, el atacante debe concentrar sus tropas para ser más fuerte que el adversario en el momento del combate.

La guerra de guerrillas, siempre afortunada como lo demuestra la historia, contradice esa regla.

Esto se debe a que la ciencia militar equipara la fuerza de las tropas con su número. La ciencia militar dice que cuantos más hombres participen en la lucha, mayor es su fuerza. Les gros bataillons ont toujours raison.

Así pues, la ciencia militar se parece a la mecánica que estudia los cuerpos en movimiento basándose solo en su relación con sus masas, afirmando que sus fuerzas son iguales o no según sean iguales o no sus masas.

La fuerza o cantidad de movimiento es el producto de la masa por la velocidad.

En el orden militar, la fuerza del ejército también es producto de la masa, pero por una X desconocida.

La ciencia militar halla en la historia mucho ejemplos demostrativos de que la masa de las tropas no coincide con su fuerza y que pequeños destacamentos vencen a otros superiores en número; así acepta a regañadientes la existencia de ese factor desconocido y procuran descubrirlo en la disposición geométrica, en el armamento o en el genio de los jefes militares, siendo esto lo más frecuente. Pero añadir este coeficiente a uno de los factores no logra resultados que coincidan con los hechos históricos.

Si se renunciase a la falsa opinión, admitida para contentar a los héroes, sobre la eficacia de las disposiciones del alto mando durante la guerra, se daría con esa X.

La incógnita X es la moral del ejército; es el mayor o menor deseo de combatir y exponerse al peligro los hombres que lo integran sin importarles si lucharán a las órdenes de genios o no, en tres o dos líneas, con palos o fusiles de treinta tiros por minuto. Quienes más desean pelear se colocan en las posiciones primeras.

La moral del ejército es el factor que, multiplicado por la masa, produce la fuerza.

La misión de la ciencia consiste en determinar y expresar la importancia de esa moral, de ese factor desconocido.

El problema no se resolverá mientras no dejemos de sustituir la X con las condiciones en que se manifiesta, es decir, las órdenes del jefe militar, el armamento, etcétera, considerándolas la expresión del valor del multiplicador; y tomemos este en su totalidad, es decir, como la voluntad mayor o menor de pelear y exponerse al peligro. Solo una vez tomados en la ecuación los hechos históricos conocidos, podremos esperar definir la X comparando sus valores relativos en cada caso.

Diez hombres, diez batallones, diez divisiones, que combaten contra quince hombres, batallones o divisiones, los vencen; han hecho prisioneros o matado a todos sus componentes y ellos han perdido cuatro. Un bando ha perdido cuatro, y el otro, quince: por tanto, cuatro es igual a quince, es decir: 4X = 15Y. En consecuencia X: Y = 15: 4. Esta ecuación no despeja la incógnita, sino la relación entre dos incógnitas. Si la aplicamos a las unidades históricas por separado, las batallas, campañas, períodos de guerras, obtendremos números en los que deben existir leyes que pueden ser descubiertas.

La regla táctica según la cual se debe actuar con las masas para el ataque y en orden disperso para la retirada, confirma que la fuerza de un ejército depende de su moral. Para llevar a unos hombres bajo las balas se necesita más disciplina que para defenderse, disciplina que resulta de un movimiento de masas. Pero esta norma, que no considera la moral del ejército, casi siempre es falsa y contradice la realidad cuando la moral del ejército está alta o baja, como sucede en todas las guerras nacionales.

Al retirarse los franceses en 1812, habrían debido defenderse en grupos dispersos según la táctica, pero se apiñaron en masas compactas porque la moral del ejército era tan baja que solo la masa los sostenía. Por el contrario, los rusos, según esa norma, habrían debido atacar en masa, pero se dispersaron porque su moral era tan alta que los individuos aislados no necesitaban órdenes para atacar a los franceses ni había que obligarlos para exponerse al sufrimiento y al peligro.

CAPÍTULO III

La guerra de guerrillas comenzó al entrar el enemigo en Smolensk.

Antes de que esa guerra fuese oficialmente aceptada por el gobierno ruso, miles de merodeadores rezagados y patrullas en busca de forraje habían muerto a manos de los cosacos y campesinos, que los mataban instintivamente, como los perros acaban con uno rabioso.

Denis Davidov, con su instinto ruso, fue el primero en comprender la importancia de aquella terrible arma que aniquilaba a los franceses sin respetar las reglas del arte militar. Suya es la gloria de haber realizado los primeros intentos de regular ese método de guerra.

El primer destacamento guerrillero de Davidov se instituyó el 24 de agosto, y luego se organizaron muchos más. Según avanzaba la campaña, mayor era el número de aquellos destacamentos.

Los guerrilleros aniquilaban al gran ejército por partes. Recogían las hojas que caían del árbol seco del ejército francés y sacudían el tronco. En octubre, cuando los franceses corrían hacia Smolensk, había cientos de partidas, de distinta importancia y características. Algunas seguían los métodos de un ejército regular con infantería, artillería, Estado Mayor y las comodidades posibles en la vida de campaña. Otras eran cuerpos especiales de cosacos y caballería; había grupitos mixtos de infantes y jinetes, o de campesinos y terratenientes a quienes nadie conocía. Un sacristán convertido en jefe de una de esas partidas hizo cientos de prisioneros en un mes; y la mujer de un stárosta, llamada Vasilisa, mató a otros tantos franceses.

Los últimos días de octubre fueron los más intensos en esa guerra de guerrillas. En un primer período los guerrilleros, asombrados de su audacia, temían caer en manos enemigas, ser rodeados y se ocultaban en los bosques casi sin descabalgar. La campaña había adquirido perfiles más claros y todos sabían qué se podía hacer contra los franceses y hasta qué límite arriesgarse. Solo los jefes de destacamentos grandes con Estados Mayores guardaban la distancia, perseguían a los franceses y creían aún imposibles muchas cosas. Los grupitos guerrilleros que hacía tiempo se habían lanzado al campo y seguían al enemigo encontraban factible lo que los jefes de los destacamentos grandes ni soñaban. Los cosacos y campesinos, que husmeaban entre los franceses, creían todo posible.

El 22 de octubre, Denisov, jefe de un grupo de guerrilleros, se hallaba con su destacamento en el culmen de la campaña. Desde la mañana estaba con su partida en marcha, cruzando de los bosques que bordeaban el camino, siguiendo a un gran convoy francés con caballería y prisioneros rusos. Este convoy se había separado del resto y, bien escoltado según los exploradores y prisioneros, iba hacia Smolensk. Denisov y Dólokhov, que también era comandante de una pequeña partida y seguía a Denisov, así como otros jefes de destacamentos grandes tenían en el punto de mira aquel convoy. Todos estaban al acecho.

Dos jefes de destacamentos grandes, uno polaco y el otro alemán, cada uno por su parte y casi al mismo tiempo, propusieron a Denisov que se uniese a ellos para atacar el convoy.

—No, amigos, nos arreglaremos solos —dijo Denisov tras leer la invitación.

Escribió al alemán que, pese a su deseo de hallarse bajo las órdenes de aquel glorioso general, debía rechazar ese honor porque estaba ya bajo el mando del general polaco. Al polaco escribió lo mismo, diciéndole que ya estaba a las órdenes del alemán.

Denisov, sin informar a sus jefes superiores, quería unirse a Dólokhov para atacar y conquistar el convoy con sus escasas fuerzas. El convoy había salido el 22 de octubre desde la aldea de Mikulino hacia la de Shámshevo. A la izquierda había grandes bosques que a veces llegaban al borde del camino y otras se separaban más de un kilómetro. Ya en la espesura, ya en sus lindes, Denisov avanzó toda la jornada con sus hombres sin perder de vista a los franceses.

Esa mañana, cerca de Mikulino, donde el bosque se acercaba al camino, los cosacos de Denisov se habían apoderado de dos furgones franceses atascados en el barro. Estaban cargados de sillas de montar y los llevaron al bosque. Después el grupo siguió a los franceses sin atacarlos. Había que dejarlos llegar a Shámshevo sin asustarlos. Allí se unirían a Dólokhov, que llegaría al atardecer para cambiar impresiones en la casa del guardabosque, a un kilómetro del poblado; al amanecer iban a caer de improviso sobre los franceses, por ambos flancos, hacer prisioneros y retirarse.

A dos kilómetros de Mikulino, donde el bosque bordeaba el camino, dejaron a seis cosacos para avisar si aparecían nuevas columnas francesas.

Delante de Shámshevo, Dólokhov reconocería el camino para saber a qué distancia se encontraban las demás tropas enemigas.

Se suponía que mil quinientos hombres custodiaban el convoy. Denisov contaba con doscientos y Dólokhov tendría otros tantos. Pero a Denisov no le preocupaba la superioridad numérica del enemigo. Solo necesitaba saber con qué tropas se toparía. Para eso necesitaba capturar una lengua, alguien de la columna enemiga. En el ataque de la mañana para desatascar los furgones todo se había hecho tan rápidamente que no quedó vivo ni un francés; solo un muchacho se salvó, pero nada podía decir sobre las tropas que formaban la columna.

Denisov creía peligroso atacar una segunda vez; no debía inquietar a toda la columna; así pues, envió a Shámshevo a un mujik de su grupo, Tijon el Mellado, para que capturase si podía a uno de los aposentadores franceses destacados en el pueblo.

CAPÍTULO IV

Era un templado y lluvioso día otoñal. El cielo y el horizonte mostraban el mismo color como de agua turbia. A veces parecía caer la niebla y otras llovían goterones oblicuos. Denisov, con su burka y su gorro caucasiano de piel chorreando, montaba un flaco caballo de flancos hundidos. Él y su caballo, que torcía la cabeza y contraía las orejas, se encogían bajo el agua. Denisov miraba con preocupación hacia delante. Su rostro más delgado, cubierto por una espesa y rala barba negra, parecía enojado. A su lado cabalgaba, también con burka y gorro caucasiano, sobre un potro del Don, fuerte y bien alimentado, esaul, compañero de Denisov.

El tercer jinete, el capitán de cosacos Lavaiski, vestido como ellos, era un hombre alto, liso como una tabla, rubio, de tez blanca y ojillos claros. Su fisonomía, su persona y su gallardía expresaban calma y propia satisfacción. Aunque fuese imposible definir la peculiaridad del jinete y su caballo, se notaba a primera vista que a Denisov le incomodaba el agua. Era un hombre que había subido a un caballo. El capitán cosaco, por el contrario, parecía tan tranquilo y contento como siempre. Era un hombre que formaba un todo con su montura, un único ser de fuerza duplicada.

Delante de ellos, calado hasta los huesos, iba el guía, un mujik con caftán gris y gorro blanco.

Atrás, sobre un caballo kirguiz de cola y crines largas y belfo ensangrentado, iba un joven oficial con el capote azul del ejército francés.

A su lado iba un húsar que llevaba a la grupa a un muchacho francés, con el uniforme roto y un gorro de dormir blanco. Tenía las manos ateridas de frío, se aferraba al húsar, movía los pies descalzos para entrar en calor y miraba a su alrededor con las cejas enarcadas. Era el tambor apresado esa mañana.

Detrás, por el camino húmedo e irregular del bosque, avanzaban en filas de tres o cuatro los húsares, seguidos de los cosacos; unos llevaban burka; otros, capote francés; muchos se cubrían las cabezas con gualdrapas. Los caballos, bayos y alazanes, parecían negros por la lluvia. Sus flancos despedían vaho y, bajo las crines empapadas, los cuellos parecían muy delgados. Ropas, sillas y arreos estaban mojados y viscosos como la tierra y las hojas caídas del camino. Los hombres, encogidos, intentaban no moverse para entibiar el agua que los calaba y evitar que la nueva que corría bajo sus sillas, rodillas y cuello, empapase la ropa. Entre los cosacos avanzaban dos furgones tirados por caballos franceses con aparejos cosacos y hacían crujir las ramas mientras hundían sus ruedas en los charcos entre chapoteos.

El caballo de Denisov se acercó tanto a un árbol para evitar un charco que el jinete se golpeó la rodilla.

—¡Diablos! —se enfureció Denisov mostrando los dientes y golpeó con la fusta al animal salpicándose de barro y manchando a sus camaradas.

Denisov estaba de mal humor por la lluvia y el hambre, pues nadie había comido desde la mañana, y porque no tenía noticias de Dólokhov ni había vuelto el hombre que salió en busca de un francés.

«Es improbable que tengamos una ocasión como esta para hacernos con el convoy. Atacar solos es muy arriesgado. Si lo dejamos para otro día, cualquier partida grande nos escamoteará el botín delante de nuestras narices», pensaba mirando hacia delante con la esperanza de ver al enviado de Dólokhov.

Al llegar a un claro, en un punto donde se divisaba una vasta superficie a la derecha, Denisov se detuvo.

—¡Alguien viene! —dijo.

El capitán de cosacos miró hacia donde señalaba Denisov.

—Son un oficial y un cosaco. Pero colijo que no es el teniente coronel —dijo el capitán, amigo de utilizar palabras desconocidas para los cosacos.

Los jinetes desaparecieron en una pendiente y pronto reaparecieron. Delante iba un oficial de cabello revuelto, empapado, que fustigaba su cabalgadura para que fuese al galope y llevaba los pantalones remangado por encima de las rodillas. Lo seguía un cosaco, que trotaba erguido sobre los estribos. El oficial era joven, casi un niño, tenía el rostro colorado y ancho, ojos vivos y alegres. Se acercó a Denisov y le tendió un sobre mojado.

—Del general —dijo—. Perdone el estado en que viene…

Denisov frunció el ceño, tomó el sobre y lo abrió.

—Decían que era peligroso… peligroso. —El oficial se volvió al capitán mientras Denisov leía el mensaje—. Aunque Komarov y yo —señaló al cosaco— íbamos dispuestos. Llevamos cada uno dos pistol… ¿Quién es? —preguntó al ver al tambor francés—. ¿Un prisionero? ¿Han entrado en batalla? ¿Puedo hablarle?

—¡Rostov! ¡Petia! —gritó Denisov tras leer la misiva—. ¿Por qué no me has dicho que eras tú? —y le tendió la mano sonriendo.

El oficial era Petia Rostov.

Durante todo el camino iba pensando cómo comportarse delante de Denisov como correspondía a un adulto y a un oficial, sin aludir a la amistad de antaño. Pero cuando Denisov le sonrió, su rostro se iluminó, se ruborizó de alegría y olvidó el tono oficial que quería mostrar. Contó cómo había logrado pasar junto a los franceses, lo feliz que se sentía de haber recibido esa misión y que había intervenido en una batalla, no lejos de Viazma, en la cual se había distinguido cierto húsar.

—¡Encantado de verte! —lo cortó Denisov, cuyo rostro retomó su aire pensativo—. Mijaíl Feoklitich —se giró al capitán—. Es otra vez el alemán. Él está a su servicio.

Y le explicó el contenido de la carta: el general alemán insistía en que se uniesen para atacar el convoy.

—Si no lo hacemos mañana, nos lo quitarán bajo nuestras narices.

Mientras Denisov conversaba con el capitán, Petia, confuso por su tono frío que achacaba a sus pantalones remangados, trató de bajárselos por debajo del capote, de modo que no lo vieses, y procurando tener el aspecto más castrense posible.

—¿Tiene su excelencia alguna orden para mí? —preguntó a Denisov con la mano en la visera, volviendo al juego del edecán y el general para el que se había preparado—. ¿O debo quedarme en su destacamento?

—¿Órdenes…? —dijo pensativo Denisov—. ¿Podrías quedarte aquí hasta mañana?

—¡Oh, por favor!… ¿Puedo quedarme con usted? —exclamó Petia.

—¿Te ordenó el general que volvieras en seguida? —preguntó Denisov.

—No me ordenó nada —Petia se ruborizó—. Creo que puedo quedarme —respondió en tono interrogativo.

—De acuerdo —repuso Denisov.

Y volviéndose a sus subordinados ordenó que el destacamento fuese al punto fijado en el bosque para descansar, donde pernoctarían; envió al oficial del caballo kirguiz en busca de Dólokhov, para saber dónde estaba y si acudiría esa noche. Mientras, él, con Petia y el capitán, iría al lindero del bosque, por Shámshevo, para reconocer las posiciones de los franceses, a quienes atacarían a la mañana siguiente.

—¡Eh, barbudo! —dijo al campesino que hacía de guía—. Llévanos a Shámshevo.

Denisov, Petia, el capitán, unos cosacos y el húsar que llevaba al prisionero, giraron a la izquierda, cruzaron un barranco y fueron a la linde del bosque.

CAPÍTULO V

Había escampado, caía la niebla y de las ramas de los árboles se desprendían gotas. Denisov, el capitán de cosacos y Petia seguían en silencio al mujik guía con gorro de dormir y lapti, que pisaba sin ruido sobre las ramas y las hojas mojadas llevándolos al lindero del bosque.

Al alcanzar el borde de un declive, el mujik se detuvo, miró a su alrededor, fue hacia un grupo de árboles bastante espaciados; paró junto a un gran roble aún verde y con aire misterioso llamó con la mano a los oficiales.

Denisov y Petia se acercaron. Desde allí se veía a los franceses. Más allá del bosque, sobre un cerro, se extendía un campo de centeno. A la derecha, al otro lado de un barranco, había una aldehuela con su casita señorial con el tejado derruido. En la aldehuela, la casita, el jardín, junto a los pozos y al estanque, y en todo el camino del puente a la población, a una distancia no mayor de quinientos metros, podía divisarse entre la niebla a una muchedumbre. Se oían los gritos en lengua extraña para estimular a los caballos que subían con los carros cuesta arriba y las llamadas entre ellos.

—Traed al prisionero —dijo Denisov en voz baja, sin quitar ojo a los franceses.

El cosaco desmontó, sujetó al muchacho y se acercó con él a Denisov; este señaló a los franceses y preguntó qué tropas eran. El muchacho, con las manos heladas en los bolsillos, arqueó las cejas y lo miró asustado. Pese a su deseo de decir cuanto sabía, se confundía y solo confirmaba lo que le preguntaban. Denisov, con el ceño fruncido, se apartó y, volviéndose al capitán, le dio su opinión.

Petia movía la cabeza mirando al francés y a Denisov, a los cosacos, la aldea llena de enemigos, el camino, tratando de no perderse nada importante.

—Venga o no Dólokhov, hay que ir a por ellos… —dijo Denisov con ojos brillantes.

—El sitio es adecuado —confirmó el capitán.

—Enviaremos la infantería por la hondonada, por los pantanos —siguió Denisov—; se arrastrarán al jardín. Usted y sus cosacos, atacarán desde allí —señaló el bosque detrás de la aldea—. Yo saldré de aquí con mis húsares. La señal, un disparo…

—No se podrá ir por la vaguada, es una marisma y se hundirían los caballos —dijo el capitán—. Habrá que ir más a la izquierda.

Mientras hablaban a media voz, en la vaguada cercana al estanque se oyeron dos disparos, y surgió un humo blanco; se oyeron los gritos alegres de cientos de los franceses que se hallaban en la ladera. Denisov y el capitán se echaron atrás. Estaban tan cerca que creyeron ser el motivo de los gritos y los disparos, pero no se referían a ellos. Por la zona baja, donde los pantanos, corría un hombre vestido con algo rojo. Sin duda los disparos y las voces iban contra él.

—¡Es nuestro Tijon! —exclamó el capitán—. Sí, es él.

—¡Menudo sinvergüenza! —dijo Denisov.

—¡Escapará! —opinó el capitán de los cosacos entornando los párpados. Tijon llegó al riachuelo y se zambulló con tal energía que el agua saltó por todas partes. Desapareció un instante y después, completamente negro, salió a gatas y se alejó corriendo. Los franceses que lo perseguían se detuvieron.

—¡Es muy hábil! —dijo el capitán.

—¡Es un bruto! —comentó Denisov—. ¿Qué habrá hecho hasta ahora?

—¿Quién es? —preguntó Petia.

—Un rastrero. Lo mandé en busca de una lengua.

—¡Ah, sí! —Petia asintió con la cabeza aunque no había entendido nada.

Tijon el Mellado era uno de los hombres más útiles. Era un mujik de la aldea de Pokrovskoie, cerca de Gzhat. Cuando Denisov llegó allí, llamó al stárosta y le preguntó qué noticias tenían de los franceses; este contestó, como hacían todos para justificarse, que nada. Pero cuando Denisov le explicó que pretendía atacar a los franceses y preguntó si habían aparecido merodeadores enemigos, el stárosta contestó que habían aparecido algunos, pero que allí solo Tijon el Mellado se preocupaba de esas cosas.

Denisov lo hizo llamar, alabó su actuación y le dijo, delante del stárosta, palabras sobre la fidelidad al zar, a la patria y el odio a los franceses que debían sentir los hijos de Rusia.

—No hacemos nada malo a los franceses —a Tijon le intimidaron las palabras de Denisov—. Los chicos y yo nos hemos divertido un poco. Es verdad que habremos despachado a una veintena de merodeadores, pero no hicimos ningún mal…

Al día siguiente, cuando Denisov, que se había olvidado del mujik, salió de Pokrovskoie, le dijeron que Tijon deseaba unirse al destacamento y pedía que lo admitieran. Denisov se lo llevó.

Al principio Tijon solo hacía los trabajos de leñador, acarreaba el agua, desollaba los caballos muertos, etcétera; pero pronto mostró su destreza para la guerrilla. Por las noches siempre regresaba con armas y uniformes franceses; cuando se lo ordenaban, hacía prisioneros. Denisov liberó a Tijon de sus tareas; se lo llevaba cuando iba de reconocimiento y lo alistó como cosaco.

A Tijon no le gustaba montar a caballo e iba siempre a pie sin rezagarse. Sus armas eran un mosquete, que llevaba por broma, una pica y un hacha que le servía como al lobo sus dientes, que le valen para despulgarse y para quebrar los huesos más duros. De un golpe partía en dos un tronco, o agarrando el hacha por la cabeza, afilaba varillas o tallaba cucharas de madera. En la partida de Denisov, Tijon había llegado a ocupar un puesto muy especial. Cuando debían llevar a cabo algo muy peligroso y desagradable como empujar con el hombro un carro atascado en el lodo, sacar por el rabo un caballo del cenagal, desollarlo o matarlo, o meterse entre los franceses y caminar cincuenta kilómetros en un día, todos señalaban sonrientes a Tijon.

—Es invencible con esa fuerza que tiene —decían.

En cierta ocasión, un francés a quien Tijon quería apresar lo hirió de un pistoletazo en la espalda. La herida, que Tijon se curó interna y externamente con vodka, fue objeto de bromas a las que él se prestaba. Los cosacos le decían:

—¿Qué, hermanito, duele, eh? ¿Estás torcido?

Tijon, retorciéndose y haciendo muecas, fingía enfado y blasfemaba contra los franceses. El único efecto de la herida es que raras veces traía prisioneros.

Era el hombre más útil y valiente de la partida. Nadie había descubierto mejores ocasiones para atacar al enemigo, hecho más prisioneros ni matado a más franceses; por ello era blanco de todas las bromas de cosacos y húsares, lo cual toleraba con gusto.

Tijon había sido enviado a Shámshevo en busca de un prisionero que le sirviera de informador. Pero no debía haberse contentado con capturar a un solo francés, o tal vez se descuidó esa noche, porque los franceses, como advirtió Denisov desde lo alto, lo habían descubierto.

CAPÍTULO VI

Tras charlar un rato con el capitán de cosacos sobre el ataque del día siguiente, decidido tras haber visto de cerca al enemigo, Denisov volvió sobre sus pasos.

—¡Bueno, amigo! Ahora nos secaremos —dijo a Petia.

Al llegar junto a la garita del bosque, Denisov se detuvo y miró a su alrededor.

Al fondo, entre los árboles, se acercaba a zancadas ligeras un hombre de piernas y brazos largos, vestido con una chaqueta corta, lapti y gorro de cosaco; llevaba el fusil en bandolera y un hacha a la cintura. Al ver a Denisov, el hombre tiró algo entre las matas, se quitó el gorro mojado y se acercó. Era Tijon.

Su rostro, arrugado y picado de viruela, de ojillos estrechos, brillaba de satisfacción y alegría. Levantó la cabeza y, como conteniendo la risa, miró fijamente a Denisov.

—¿Dónde estuviste perdido?

—¿Dónde? Fui a buscar franceses —respondió Tijon con voz cantarina.

—¿Por qué te has metido entre ellos de día? ¡Tarugo! ¿Por qué no has atrapado a ninguno…?

—Lo que se dice atrapar, lo hice…

—¿Dónde está?

—Fue antes del alba —siguió Tijon separando los pies—, y lo llevé al bosque. Vi que no servía y pensé buscar otro mejor.

—Vaya bribón —dijo Denisov al capitán—. ¿Por qué no lo trajiste?

—¿Para qué iba a cargar con él? —lo cortó vivamente Tijon—. No servía para nada… ¿Acaso no sé yo lo que necesita?

—¡Qué bruto!… ¿Y qué?…

—Fui a buscar otro… Me arrastré así al bosque y me eché así.

Tijon se echó ágilmente sobre el vientre, para mostrar cómo lo había hecho.

—Llegó uno… Lo agarré así —dio un salto rápido y ágil—. «Vamos —le dije— a ver al coronel». Se puso a gritar. Eran cuatro y me cayeron encima con sus espadas. Entonces saqué el hacha, «para qué gritar tanto —dije —, Cristo sea con vosotros» —exclamó Tijon entre aspavientos, el ceño fruncido y el pecho erguido.

—¡Sí! Hemos visto desde arriba cómo escapabas por los charcos. —El capitán entornó los ojos.

Petia quería reír, pero se contenía como los demás.

Sus ojos pasaban del rostro de Tijon al del capitán y luego a Denisov sin acabar de entender lo que significaba aquel asunto.

—No te hagas el tonto —Denisov carraspeó, furioso—. ¿Por qué no trajiste al primero?

Tijon se rascó la espalda con una mano y la cabeza con la otra; de pronto, sonrió con aire bonachón y resplandeciente, mostrando el hueco de un diente por el cual lo llamaban Mellado. Denisov sonrió y Petia estalló en una alegre carcajada, también lo hizo Tijon.

—Ya expliqué que no servía para nada —dijo Tijon—. Iba mal vestido… ¿Para qué traerlo? Además, era un insolente. Va y me dice: «¡No iré! ¡Soy el hijo de un general!»

—¡Qué burro! —lo cortó Denisov—. Necesitaba interrogarlo…

—¡Lo hice yo! —replicó Tijon—. Dijo que no sabía nada, que eran muchos, pero no valían para nada. Dijo que con solo un estornudo los haríamos a todos prisioneros —concluyó mirando alegremente a los ojos de su jefe.

—Ordenaré que te den cien latigazos para que no hagas más el tonto —dijo severamente Denisov.

—¿Por qué se enfada? Estoy harto de ver sus franceses. Espere a que oscurezca y le traeré tres si quiere.

—¡Bien! ¡Vámonos! —dijo Denisov, y permaneció callado y ceñudo hasta llegar a la casa del guarda.

Tijon caminaba tras él y Petia oía cómo los cosacos se reían de y con él por unas botas que había tirado entre las matas.

Cuando pasó la risa suscitada por las palabras y la sonrisa de Tijon, Petia comprendió que había matado a un hombre y se sintió violento. Miró al prisionero y algo oprimió su corazón. Pero aquello duró un instante. Creyó necesario alzar la cabeza, animarse y preguntar al capitán por el ataque del día siguiente para no desmerecer.

En el camino vieron al oficial, a quien, por orden de Denisov, habían ido a buscar. Este informó de que Dólokhov llegaría pronto y que por su parte todo iba bien.

Denisov se alegró mucho, llamó a Petia y le dijo:

—Ahora háblame de ti.

CAPÍTULO VII

Al salir de Moscú y dejar a su familia, Petia se incorporó a su regimiento y fue nombrado poco después oficial de ordenanza de un general que mandaba un importante destacamento. Desde entonces y desde su entrada en el ejército de operaciones, con el cual había participado en la batalla de Viazma, Petia era feliz de pensar que era un adulto y temía perder la ocasión de ver un caso de heroísmo. Era feliz por cuanto veía y experimentaba en el ejército, pero temía que lo verdadero y más heroico, se produjese cuando él no estuviera allí. Todo su afán era llegar cuanto antes a donde no estaba.

Cuando el 21 de octubre su general expresó el deseo de enviar a alguien al destacamento de Denisov, Petia solicitó tanto la misión que el general no pudo negarse. Pero recordó su actuación en la batalla de Viazma. Allí, en lugar de ir por el camino a donde lo enviaban, había ido a la línea de fuego, al alcance de las balas enemigas, y había disparado dos veces, así que le prohibió participar en ninguna acción de Denisov. Por eso enrojeció cuando Denisov le preguntó si podía quedarse.

Antes de llegar al lindero del bosque, Petia creía que debía regresar con los suyos; pero al ver a los franceses, cuando conoció a Tijon y supo que esa noche atacarían, con la rapidez para cambiar de opinión propia de su edad pensó que su general, a quien tanto respetaba, era solo un alemán que no valía nada, que Denisov, el capitán de cosacos y Tijon eran héroes y sería ignominioso abandonarlos en un momento así.

Anochecía cuando Denisov, Petia y el capitán llegaron a la cabaña. En la media luz se veían los caballos ensillados y a los cosacos y húsares construyendo rápidamente barracas y encendiendo el fuego al fondo de un barranco para que los franceses no viesen el humo. En el vestíbulo de la isba un cosaco con los brazos desnudos partía un cordero. Dentro había tres oficiales que preparaban la mesa con una puerta. Petia se quitó el uniforme mojado para que se lo secaran y ayudó a los oficiales a preparar la cena.

Diez minutos después, sobre la mesa cubierta con una servilleta apareció el vodka, una cantimplora de ron, pan blanco y cordero asado.

Sentado entre los oficiales, partía con las manos grasientas el cordero. Estaba en plena y exaltada euforia infantil, poseído por un tierno sentimiento amoroso hacia todos y convencido de que los demás sentían lo mismo hacia él.

—Entonces, qué piensa, Vasili Dmitrievich —dijo a Denisov—, ¿le importa que me quede con usted un día más? —Sin esperar respuesta, prosiguió—: Me enviaron para informarme y eso estoy haciendo… Solo quiero que me deje ir adonde haya más… a lo principal. No necesito condecoraciones, pero querría…

Petia apretó los dientes y miró a su alrededor con la cabeza alta y agitando las manos.

—Donde haya más, a lo principal… —repitió Denisov sonriente.

—Solo pido que me dé un pequeño destacamento donde pueda mandar —siguió Petia—. ¿Qué le cuesta? ¡Ah! ¿Quiere una navaja? —preguntó a un oficial que quería cortar un trozo de cordero.

Y sacó su navajita, a la que el oficial dedicó grandes elogios.

—Quédesela si le gusta. Tengo más… —Petia se ruborizó—. ¡Dios mío! ¡Lo había olvidado! —exclamó de pronto—. Tengo pasas sin pepitas… En el regimiento hay un nuevo cantinero que trae cosas estupendas. Le compré diez libras… Estoy acostumbrado a comer algo dulce… ¿Quieren ustedes?

Petia corrió al vestíbulo, donde estaba su asistente cosaco, y regresó con una bolsa en la que había cinco libras de pasas.

—Coman, señores… Capitán, ¿necesita una cafetera? Compré una muy buena a nuestro cantinero. Tiene cosas estupendas. Y es muy honrado, que es lo principal. Se la mandaré sin falta. Seguramente se le habrá terminado el pedernal… eso suele ocurrir. He traído —señaló la bolsa— cien. Los compré muy baratos. Quédese los que quiera… con todos, si quiere… —y se cortó sonrojado, temeroso de haber hablado de más.

Se detuvo a pensar si no habría cometido alguna otra tontería; al rememorar los sucesos de la jornada, recordó al joven francés.

«Nosotros estamos bien, pero, ¿cómo está él? ¿Dónde lo habrán llevado? ¿Le habrán dado de comer? Tal vez lo hayan maltratado». Pero pensando en los pedernales temía decir nada.

«¿Y si pregunto por él? —pensó—. Pero dirán que soy un crío que se apiada de otro crío. ¡Mañana les demostraré lo que soy! ¿Será vergonzoso preguntar por él? ¡Y qué me importa!» Se ruborizó mirando a los oficiales que se reirían de él, y preguntó:

—¿No podríamos llamar al prisionero y darle algo de comer…? Tal vez…

—Sí. ¡Da lástima el chico! —dijo Denisov, que no encontraba nada vergonzoso en la pregunta, según parecía—. Que lo traigan. Se llama Vincent Bosse.

—Lo llamaré yo —dijo Petia.

—¡Llámalo! ¡Da lástima! —repitió Denisov.

Petia estaba junto a la puerta cuando Denisov lo dijo. Se deslizó entre los oficiales y se acercó a él.

—¡Déjeme que lo abrace! ¡Qué bien!

Abrazó a Denisov y salió corriendo. Ya fuera gritó:

—¡Bosse! ¡Vincent!

—¿Por quién pregunta, señor? —preguntó una voz en la oscuridad.

Petia respondió que necesitaba al muchacho francés capturado aquella mañana.

—¡Ah! ¡Visenni! —dijo el cosaco.

Los cosacos habían cambiado el nombre de Vincent por Visenni; los mujiks y soldados lo llamaban Visenia; en ambos casos, el nombre, derivado de viesná, primavera, parecía adecuado a la corta edad del muchacho.

—Se está calentando junto al fuego. ¡Eh! ¡Visenni! ¡Visenia! ¡Visenia! —se oyó en la oscuridad entre las risas de los soldados.

—Es muy despierto —dijo un húsar que estaba junto a Petia—. Hace poco le dimos de comer. ¡Se moría de hambre!

Se oyeron pasos en la negrura y, chapoteando en el fango con los pies descalzos, el tambor se acercó a la puerta.

—Ah! c’est vous! —dijo Petia—. Voulez-vous manger? N’ayez pas peur, on ne vous fera pas de mal —añadió con timidez, rozando cariñosamente su mano.

—Entrez, entrez.

—Merci, monsieur —respondió el chico con voz temblorosa, casi infantil; y comenzó a limpiarse en el umbral los pies.

Petia deseaba decirle muchas cosas, pero no se atrevió. Turbado, se había quedado junto a él en el vestíbulo; en la oscuridad estrechó su mano.

—Entrez, entrez —repitió en un susurro amistoso.

«¿Qué podría hacer por él?», se preguntaba. Abrió la puerta y le dejó pasar.

Cuando el chico hubo entrado en la isba, Petia procuró sentarse lejos de él porque le parecía humillante dedicarle demasiada atención. Sin embargo, palpaba el dinero que llevaba en el bolsillo y se preguntaba si sería adecuado dárselo.

CAPÍTULO VIII

La llegada de Dólokhov distrajo la atención de Petia del chico francés del tambor, a quien Denisov ordenó que sirviesen vodka y cordero y vistieron con un caftán ruso para no mandarlo con los prisioneros. Había oído hablar mucho de su valor y de su crueldad con los franceses; por eso, desde su entrada en la isba, asumió un aire de importancia sin apartar de él la vista, con la cabeza alta, para no parecer indigno de aquella compañía.

El aspecto sencillo de Dólokhov sorprendió a Petia.

Vestido a lo caucasiano, se dejaba la barba y en su pecho colgaba una imagen de San Nikolái el Milagroso; su lenguaje y sus modales mostraban su condición; Dólokhov, que antaño había llevado en Moscú trajes persas, ahora se presentaba como el más atildado oficial de la guardia. Tenía el rostro afeitado; llevaba una levita de oficial de la Guardia con la cruz de San Jorge, y se cubría con una gorra ordinaria. Se quitó su burka, que dejó a secar en un rincón, se acercó a Denisov y, sin saludar, le preguntó sobre la situación. Denisov le explicó las intenciones de los destacamentos grandes sobre el convoy, la misión de Petia y su respuesta a los dos generales. Luego contó cuanto sabía del destacamento francés.

—Eso está bien, pero debemos saber qué tropas son y cuántos hombres hay —comentó Dólokhov—. Habrá que acercarse. No podemos atacar sin conocer el número. Me gusta hacer bien las cosas. ¿No querrá alguien venir conmigo al campo contrario? Traigo un uniforme francés.

—¡Yo, yo…! ¡Yo iré! —gritó Petia.

—Tú no necesitas ir —terció Denisov y se volvió hacia Dólokhov—. A él no se lo permitiré.

—¡Eso sí que es bueno! —exclamó Petia—. ¿Por qué no puedo ir?

—Porque no.

—¡Oh, no! Perdóneme, pero… ¿por qué…? Iré… Iré y se acabó. ¿Me llevará? —preguntó a Dólokhov.

—¿Por qué no…? —respondió distraídamente este contemplando al tambor francés.

—¿Hace tiempo que está aquí? —preguntó a Denisov.

—Lo apresamos hoy, pero no sabe nada. Lo tengo conmigo.

—Bien, ¿y dónde metes a los demás? —preguntó Dólokhov.

—¿Cómo? Los entrego contra recibo —Denisov se ruborizó—. Puedo asegurarte que no tengo ni una muerte sobre mi conciencia. ¿Te parece difícil enviar con escolta a treinta o trescientos prisioneros a la ciudad y no mancillar el honor de soldado?

—Cuando se tienen dieciséis años como el condesito, se pueden decir esas lindezas, pero a tu edad deberías haberlas dejado —concluyó Dólokhov con ironía.

—Yo no digo nada, solo que quiero ir con usted —repitió Petia con timidez.

—Sí, es hora de olvidar las amabilidades —prosiguió Dólokhov, que parecía experimentar un especial placer en tratar un tema que irritaba a Denisov—. ¿Por qué te has quedado con este muchacho? —preguntó—. ¿Por qué te da pena? Ya conocemos esos recibos… ¡Envías cien y llegan treinta! Mueren de hambre o los matan. En este caso es mejor no hacer prisioneros.

El capitán de cosacos aprobaba con la cabeza.

—No importa. No se puede razonar así. No quiero ser responsable de ninguno. Tú dices que morirán. No será por mi culpa.

Dólokhov rio:

—¿No habrán dado ellos veinte veces la orden de capturarme? Y si nos pillan, pese a tu espíritu caballeresco, nos colgarán de un pino —calló unos instantes; luego dijo—: Vayamos a lo práctico. Que mi cosaco traiga las cosas. Tengo dos uniformes franceses. ¿Te vienes? —preguntó a Petia.

—¿Yo? ¡Sí! —exclamó el joven casi a punto de llorar, y miró a Denisov.

Mientras Dólokhov y Denisov discutían qué hacer con los prisioneros, Petia se sintió incómodo y nervioso, pero no comprendió bien lo que decían. «Si gente tan famosa como ellos piensan así, es que debe ser así —pensaba—. Sobre todo, Denisov no debe creer que vaya a permitir que me dé órdenes. Iré al campo de los franceses con Dólokhov. Si él puede, yo también podré».

A las advertencias de Denisov para que no fuese, Petia contestó que siempre meditaba las cosas y que jamás sentía miedo por su persona.

—Porque, reconocerá —dijo—, que si no sabemos cuántos enemigos hay, arriesgamos cientos de vidas; pero si actuamos ahora, solo nosotros corremos el peligro. Además, lo deseo con toda mi alma e iré de todas maneras… No me detenga, sería peor…

CAPÍTULO IX

Petia y Dólokhov salieron hasta una trocha vestidos con capotes y chacós franceses. Denisov inspeccionó desde allí el campo enemigo; salieron en plena oscuridad del bosque y descendieron a la vaguada.

Dólokhov ordenó al cosaco que lo aguardase allí y tomó el camino al puente. Petia iba junto a él con el alma en vilo.

—Si nos atacan, no me entregaré vivo; tengo una pistola —susurró.

—No hables en ruso —le dijo en voz baja Dólokhov.

Entonces se oyó entre las sombras «qui vive?» y el ruido del fusil.

Petia llevó su mano a la pistola. En el puente apareció la sombra de un centinela.

—Lanciers du 6.° —dijo Dólokhov sin variar la marcha—. Mot d’ordre?

—Dites donc, le colonel Gérard est-il-ici? —preguntó.

—Mot d’ordre? —dijo el centinela cortándoles el paso.

—Quand un officier fait sa ronde, les sentinelles ne demandent pas le mot d’ordre —gritó Dólokhov enfurecido echando el caballo encima del centinela—. Je vous demande si le colonel est ici.

Sin esperar respuesta del centinela, que se apartó, Dólokhov siguió cuesta arriba.

Al divisar la sombra de un hombre que cruzaba camino, lo paró y preguntó por el jefe y los oficiales. El hombre, un soldado, con su mochila a la espalda, se detuvo, se acercó al caballo de Dólokhov tocándolo con la mano, y explicó que estaban en lo alto de la cuesta, a la derecha, en el patio de la granja, como llamó a la casa señorial.

Dólokhov torció hacia el patio de la casa señorial por el camino, a cuyos lados partían de las fogatas conversaciones en francés.

Pasó el portalón, descabalgó y se acercó a una fogata, en cuyo alrededor se sentaban varios hombres que hablaban en voz alta. Algo hervía en la olla, y un soldado con gorro de dormir y capote azul, removía arrodillado el contenido con una baqueta. La luz del fuego le alumbraba el rostro.

—¡Oh! Tarda en cocerse —dijo uno de los oficiales sentados en la penumbra.

—Los hará correr como conejos —rio otro.

Los dos callaron, mirando en la oscuridad, atentos a los pasos de Dólokhov y Petia, que se acercaban.

—Bonjour, messieurs! —dijo claramente en voz alta Dólokhov.

Los oficiales se mantuvieron en la sombra; uno de ellos, alto y cuellilargo, se acercó a Dólokhov.

—¿Es usted, Clément? ¿De donde demonios…?

Al comprender que se equivocaba, calló y saludó a Dólokhov y le preguntó qué deseaba.

Dólokhov le explicó que él y su compañero buscaban su regimiento; y preguntó si alguno sabía algo del 6.° de lanceros.

Nadie sabía nada. Petia creyó notar que los oficiales los miraban con hostilidad y desconfianza. Todos callaron unos segundos.

—Si cuenta con el rancho vespertino, llega tarde —rio una voz al otro lado del fuego.

Dólokhov contestó que habían comido y que esa noche debían seguir. Confió los caballos al soldado a cargo de la olla y se sentó cerca del oficial cuellilargo.

Este miraba a Dólokhov sin quitarle ojo y volvió a preguntarle de qué regimiento era. Dólokhov, fingiendo no haberlo oído, encendió una pipa francesa que había sacado del bolsillo y preguntó a los oficiales si había cosacos en el camino.

—Los bribones están por todas partes —respondió un oficial sentado al otro lado de la fogata.

Dólokhov dijo que los cosacos eran peligrosos para los rezagados como él y su compañero, y agregó que no osarían atacar destacamentos grandes. Nadie contestó.

«Ahora se irá», pensaba a cada momento Petia, que seguía la conversación de pie delante del fuego.

Pero Dólokhov empezó de nuevo, preguntó cuántos hombres tenía cada batallón, cuántos batallones había y cuántos prisioneros conducían.

—Este maldito asunto de llevarse los cadáveres. Más valdría fusilar a esta gentuza.

Y rio con tanta fuerza que Petia creyó que los franceses descubrirían el engaño y retrocedió un paso de la fogata.

Nadie respondió a Dólokhov y un oficial francés, invisible en la sombra, echado y cubierto con el capote, se incorporó y susurró algo a otro. Dólokhov se levantó y llamó al soldado a quien había entregado los caballos.

«¿Los traerán o no?», pensó Petia acercándose a Dólokhov. Trajeron los caballos.

—Bonjour, messieurs —dijo Dólokhov.

Petia quiso decir «bonsoir», pero no pudo decir palabra. Los oficiales cuchicheaban entre sí. Dólokhov, muy tranquilo, tardó en montar; después cruzó de nuevo el portalón. Petia iba a su lado, deseando volverse para ver si los franceses corrían tras ellos, pero no se atrevió.

Ya fuera, Dólokhov no tomó el camino de antes, sino que continuó por el pueblo. En un sitio se detuvo a escuchar.

—¿Oyes? —preguntó.

Petia reconoció voces rusas y vio junto a las fogatas las siluetas de los prisioneros.

Ya junto al puente, Petia y Dólokhov pasaron ante el centinela, que siguió de mal humor su guardia de un lado a otro. Finalmente llegaron a la vaguada donde les aguardaba el cosaco.

—Bueno, ahora adiós. Avisa a Denisov que será al alba, al primer disparo —dijo Dólokhov.

Quiso seguir adelante, pero Petia lo agarró del brazo.

—¡Oh! ¡Qué héroe es usted! ¡Qué bien! ¡Qué magnífico! ¡Cuánto lo quiero!

—Bueno, bueno… —dijo Dólokhov.

Petia no lo dejaba marchar, vio en la oscuridad que el chico se inclinaba a él para besarlo. Dólokhov le dio un beso, rio y, tras volver grupas, desapareció en la noche.

CAPÍTULO X

En la casa del guarda, Petia encontró a Denisov en el vestíbulo. Estaba inquieto y furioso consigo mismo por haber dejado marchar al joven.

—¡Gracias a Dios! —exclamó al verlo—. ¡Gracias a Dios! —repitió mientras oía el relato de Petia—. ¡Que el diablo te lleve, por tu culpa no he podido dormir! Ahora, acuéstate hasta que amanezca.

—Aún no tengo sueño —dijo Petia—. Me conozco y si me duermo, todo se acabó. Además, estoy acostumbrado a no dormir antes de la batalla.

Petia permaneció un rato en la isba recordando los detalles de la expedición e imaginando lo que podía ocurrir al día siguiente. Después, al ver que Denisov dormía, salió.

La oscuridad era completa. Había escampado, pero los árboles goteaban. Junto a la casa se divisaban las siluetas de las chozas cosacas y de los caballos, atados juntos. En la parte trasera había dos carros y varios caballos; en el barranco se extinguía una fogata. Algunos cosacos y húsares no dormían. Se oían susurros aquí y allá, acompañando al ruido de las gotas que caían de las ramas y el mascar de los caballos.

Petia salió, miró a su alrededor en la oscuridad y se acercó a los carros. Alguien roncaba debajo; rodeándolos, había caballos ensillados que comían avena; reconoció a su caballo, al que daba el nombre caucasiano de Karabaj aunque era de Ucrania; se acercó a él.

—¡Bien, Karabaj! ¡Mañana haremos un buen papel! —dijo oliendo su aliento y besándolo.

—¿No duerme, señor? —preguntó el cosaco sentado debajo del carro.

—¡No!… ¿Eres tú, Lijachov? Acabo de llegar. Hemos visitado a los franceses…

Petia contó al cosaco no solo la expedición, sino los motivos porque prefería arriesgar su vida a hacer las cosas al azar.

—Más le valdría dormir ahora —dijo el cosaco.

—No; ya estoy acostumbrado —replicó Petia—. A propósito… ¿Necesitas pedernal? He traído bastantes. Si quieres, puedo darte.

El cosaco salió para ver mejor a Petia.

—Estoy acostumbrado a hacerlo todo con orden —siguió Petia. —Quien no se prepara y hace las cosas al tuntún, se arrepiente después. Eso no me gusta.

—Tiene razón —asintió el cosaco.

—Quería pedirte un favor. ¿Quieres afilarme el sable?… Se me ha embotado… —temió mentir y se corrigió—: Nunca lo he afilado… ¿Puedes hacerlo?

—Claro.

Lijachov se levantó, rebuscó en sus fardos y Petia oyó enseguida el ruido guerrero del acero contra la piedra. Subió al carro y se sentó en el borde, mientras el cosaco, abajo, afilaba el sable.

—¿Duermen? —preguntó Petia.

—Unos sí y otros no.

—Y el muchacho ¿qué hace?

—¿Visenni? Está tumbado en el vestíbulo. Se duerme de miedo… Pero ahora se le ve contento.

Petia calló, atento a los rumores. Se oyeron pasos de alguien en la oscuridad y apareció una silueta.

—¿Qué estás afilando? —preguntó un hombre acercándose al furgón—. Es para el señor. Afilo su sable.

—Bien —dijo el hombre, a quien Petia tomó por un húsar—. ¿Tenéis la taza?

—Está junto a la rueda.

El húsar tomó la taza.

—Pronto amanecerá —bostezó y se alejó.

Petia debía saber que estaba en el bosque, en la partida de Denisov, a un kilómetro del camino, sentado sobre un carro capturado a los franceses junto a unos caballos atados, que el cosaco Lijachov afilaba su sable, que la mancha negra de la derecha era la casa del guarda y la roja, a la izquierda, era la fogata casi apagada, que el hombre que había venido a buscar la taza era un húsar que quería beber, pero no sabía nada de eso ni quería. Estaba en un reino mágico donde nada semeja a la realidad.

La mancha negra podía ser la casa del guarda o una gruta que condujese a lo más hondo de la tierra. La mancha roja tal vez fuese fuego o el ojo de un monstruo. Tal vez estaba sentado sobre un furgón o también en lo alto de una torre altísima, tanto que si cayese a tierra necesitaría un día entero o un mes volando y volando para llegar a tierra. Tal vez bajo el carro había un cosaco llamado Lijachov o un hombre extraordinario, el mejor y el más valiente del mundo, desconocido para todos. Y el húsar que había venido a buscar agua y ahora descendía al barranco, tal vez fuese un húsar sediento que después se fue al barranco o una aparición imaginaria.

Nada de lo que pudiese ver Petia podía asombrarlo. Estaba en un reino mágico donde todo era posible.

Miró al cielo y le pareció tan mágico como la tierra; había despejado; sobre las copas de los árboles las nubes corrían descubriendo las estrellas. A veces el cielo parecía límpido; otras, esas manchas eran nubecillas negras. A ratos el cielo se alzaba sobre su cabeza; a ratos, descendía tanto que podía tocarse con la mano.

Se le cerraban los ojos y comenzó a dar cabezadas.

Las gotas caían; se hablaba en voz baja. Los caballos relinchaban y se agredían entre sí. Alguien roncaba.

El sable silbaba sobre la piedra de afilar. Petia oyó un coro que ejecutaba un himno desconocido, lento y solemne. Petia tenía un sentido musical como el de Natacha y superior al de Nikolái; pero no había estudiado música ni le había interesado. Así pues, la melodía que había acudido a su mente y sonaba con más fuerza era nueva y atrayente. El compás pasaba de un instrumento a otro. Era una fuga, aunque Petia no tenía ni idea de qué era. Cada instrumento, un violín o a las trompetas, pero más perfecto y puro que estos, tocaba su parte y fundía su melodía con el siguiente instrumento, y con el tercero, el cuarto; al final todos se unían en un himno solemne y místico, claramente triunfal y victorioso.

«¡Ah, pero si estoy soñando! —se dijo Petia inclinándose hacia delante—. Suena en mis oídos… Tal vez sea mi música. Otra vez, suena, sigue, música…»

Cerró los ojos. Desde diversas partes comenzaron a surgir sonidos temblorosos como lejanos; se perdían, se fundían y formaban un solo himno. «¡Ah, qué bello! Oigo cuanto quiero y como quiero», se dijo Petia. Y trató de dirigir aquel coro instrumental.

«Ahora más suave, casi en sordina», y los sonidos lo obedecían. «Ahora fuerte, alegre, más alegre, más brío», decía Y desde una hondura desconocida se elevaban in crescendo sonidos solemnes. «Ahora las voces», ordenó Petia. Y las voces de hombres y luego de mujeres se oyeron. Parecían venir de lejos y crecieron en solemne y pausado esfuerzo. Petia se sentía feliz y asustado por aquella belleza sobrenatural.

Con la marcha se fundía la canción y las gotas caían, el sable silbaba en la piedra… los caballos se peleaban y relinchaban sin interrumpir la música y sumándose a ella.

Petia no sabía duró aquello. Sentía un gran placer, le asombraba sentirlo y lamentaba no tener con quien compartir sus sentimientos.

Lo despertó la voz cariñosa de Lijachov:

—Ya está, excelencia. Con él puede cortar en dos a un francés.

Petia abrió los ojos.

—¡Ya amanece! —exclamó.

Los caballos, antes invisibles, se destacaban hasta la cola, y llegaba una luz blanquecina a través de las ramas desnudas. Petia saltó del carro, sacó un rublo del bolsillo y se lo dio a Lijachov, blandió su sable para probarlo y lo envainó.

Los cosacos desataban los caballos y les apretaban las cinchas.

—Ahí está el jefe —dijo Lijachov.

Denisov salía de la casa. Llamó a Petia y le ordenó que se preparase.

CAPÍTULO XI

Cada uno se encargó de su caballo, le apretó la cincha y ocupó su puesto. Denisov permanecía junto a la garita, dando las últimas órdenes. La infantería pasó delante entre el barro, y desapareció entre los árboles aprovechando la niebla matinal. El capitán de cosacos dio órdenes a los suyos. Petia, impaciente por empezar, sujetaba por las riendas a su caballo. Se había lavado con agua fría y le ardía la cara, sobre todo los ojos; un escalofrío le recorrió la espalda. Todo su cuerpo se estremecía.

—¿Está todo listo? —preguntó Denisov—. Los caballos.

Cuando los trajeron, Denisov se enfadó con el cosaco porque la cincha del suyo estaba floja. Después montó. Cuando Petia puso el pie en el estribo, su caballo intentó morderle la pierna, como siempre, pero él montó ágilmente, sin sentir el peso de su cuerpo. Miró a los húsares que ya se habían puesto en marcha y se acercó a Denisov.

—Vasili Dmitrievich… Le ruego… que me confíe un mando —dijo.

Denisov parecía haberse olvidado de él y lo miró.

—Lo único que te pido —dijo seriamente— es que me obedezcas en todo y no te metas donde no debas.

Después Denisov se mantuvo callado todo el camino. Clareaba cuando llegaron al lindero del bosque. Denisov cambió unas palabras con el capitán y los cosacos desfilaron ante él y Petia. Cuando pasaron todos, Denisov espoleó su montura y fue cuesta abajo. Entre resbalones, apoyándose en las patas traseras, los animales descendieron a la vaguada. Petia iba junto a Denisov. El temblor de su cuerpo aumentó. La luz era más intensa; solo la niebla velaba los objetos lejanos. Al llegar abajo, Denisov se volvió e hizo una seña con la cabeza al cosaco que estaba junto a él:

—¡La señal! —dijo.

El cosaco levantó el brazo y sonó un disparo. Entonces oyó el galope de los caballos que iban delante, gritos por doquier y más disparos.

Al comenzar el galope de los caballos y los primeros gritos, Petia dio un fustazo al suyo y, sin hacer caso de Denisov que le gritaba para detenerlo, se lanzó hacia delante. Le parecía que con la señal se había hecho el día. Corrió hacia el puente detrás de los cosacos. Al llegar, se topó con un rezagado y siguió. Algunos hombres, franceses, cruzaron el camino de derecha a izquierda. Uno de ellos cayó a los pies del caballo de Petia.

Cerca de una isba se agrupaban varios cosacos. En medio del grupo se oyó un grito. Cuando llegó, lo primero que vio Petia fue el rostro de un francés, pálido y temblando su mandíbula inferior, que sujetaba el asta de una pica apuntada a su pecho.

—¡Hurra! ¡Muchachos!… ¡Ya son nuestros! —gritó Petia mientras su caballo galopaba por la calle.

Delante se oían disparos. Los cosacos, los húsares y los prisioneros rusos, que acudían corriendo de ambos lados del camino, gritaban incoherencias. Un francés joven de rostro rojo e iracundo, capote azul y cabeza descubierta, se defendía de los húsares con la bayoneta. Cuando llegó Petia el francés había caído. «Vuelvo a llegar tarde», se dijo; y corrió adonde mayor era el tiroteo. Los disparos partían del patio de la casa señorial donde estuvo con Dólokhov. Los franceses se defendían detrás de la valla del jardín; apostados entre los espesos arbustos, disparaban contra los cosacos reunidos cerca del portalón. Al acercarse Petia vio a Dólokhov entre el humo de la pólvora; con rostro pálido verdoso gritaba:

—¡Dad la vuelta! ¡Esperad a la infantería!

—¿Esperar? ¡Hurra! —gritó Petia.

Sin aguardar se lanzó hacia el sitio de donde venían los disparos y donde el humo de la pólvora era más espeso.

Sonó una descarga. Silbaron unas balas en el aire y otras acertaron. Los cosacos y Dólokhov irrumpieron en el patio detrás de Petia. Entre la humareda algunos franceses deponían las armas y otros salían de entre los arbustos hacia los cosacos o huían en dirección al estanque. Petia galopaba por el patio y, en vez de sujetar las bridas, movía extrañamente los brazos y se ladeaba. El animal se detuvo al tropezar con una fogata casi apagada y Petia cayó. Los cosacos vieron cómo se estremecían sus brazos y piernas, aunque la cabeza estaba inmóvil. Una bala la había atravesado.

Tras parlamentar con un oficial superior francés, que había salido de la casa con un pañuelo atado a la espada para decir que se rendían, Dólokhov descabalgó y se acercó a Petia, que permanecía inmóvil con los brazos extendidos.

—¡Está acabado! —dijo frunciendo el ceño y fue hacia Denisov, que llegaba a la puerta en ese momento.

—¿Muerto? —gritó Denisov al ver el cuerpo de Petia en aquella postura sin vida que conocía bien.

—¡Acabado! —repitió Dólokhov como si le causara placer. Y fue con paso rápido a los franceses, que estaban rodeados de cosacos a pie.

—¡No haremos prisioneros! —gritó a Denisov.

Denisov no contestó; se acercó a Petia, desmontó y con manos temblorosas volvió hacia sí el rostro pálido del joven, manchado de sangre y barro.

«Estoy acostumbrado a comer algún dulce… son unas pasas excelentes… Coman, señores, coman…», recordó.

Los cosacos se giraron extrañados al oír un ruido, como el ladrido de un perro, con que Denisov se separó del cadáver, se acercó a la valla y se apoyó en ella.

Entre los prisioneros rusos liberados por Dólokhov y Denisov estaba Pierre Bezúkhov.

CAPÍTULO XII

Desde su salida de Moscú los mandos franceses no habían tomado ninguna decisión sobre los prisioneros entre los cuales se hallaba Pierre. El 22 de octubre ya no iban con las tropas y el convoy con que habían abandonado Moscú. Los cosacos se habían adueñado en las primeras etapas de medio convoy de víveres; la otra mitad se les había adelantado; no quedaba ni un soldado de caballería que careciese de montura, todos habían desaparecido. La artillería, que en los primeros días iba en cabeza, fue sustituida por el convoy del mariscal Junot, custodiado por tropas de Westfalia. Detrás del grupo de prisioneros marchaba un convoy de equipos de caballería.

A partir de Viazma, las tropas francesas, que habían avanzado en tres columnas hasta entonces, eran un grupo desorganizado. El desorden, observado por Pierre en el primer alto después de Moscú, era ahora total.

Los dos lados del camino aparecían llenos de caballos muertos. Los rezagados de otras unidades, con sus uniformes astrosos, a veces se unían a la columna y otras se quedaban atrás.

En ocasiones, durante la marcha, se producían falsas alarmas y los soldados del convoy tomaban sus fusiles, disparaban y huían chocando entre sí. Después se reunían y se reprochaban el miedo en vano.

Los tres conglomerados que avanzaban juntos: la caballería, los prisioneros y los bagajes de Junot, aún formaban un conjunto único, aunque cada uno de ellos disminuía rápidamente.

Los ciento veinte carros iniciales se reducían a sesenta; los demás fueron capturados por los rusos o abandonados. Lo mismo había sucedido con el convoy de Junot, tres carros del cual quedaron en poder de los soldados rezagados del cuerpo de Davout. Por las conversaciones de los alemanes, Pierre supo que la guardia para esos bagajes era mayor que la de los prisioneros. Un soldado alemán había sido fusilado por orden del mariscal cuando le encontraron una cuchara de plata de Junot.

El grupo de los prisioneros era el que había disminuido más. De los trescientos treinta hombres salidos de Moscú, quedaban menos de cien. Los prisioneros molestaban a la escolta más que los bagajes del mariscal y las sillas de caballería. Los soldados comprendían que los arneses y las cucharas de Junot podían servir; pero que unos soldados hambrientos y ateridos tuviesen que vigilar a unos rusos casi moribundos que retrasaban la marcha y a los que había que fusilar si se rezagaban, era incomprensible y odioso. Y como temían ser piadosos con los prisioneros y empeorar así su propia situación, los guardianes se mostraban severos y duros.

En Dorogobuzh, mientras los soldados saqueaban sus propios depósitos tras encerrar a los prisioneros en una cuadra, algunos soldados rusos abrieron un paso por debajo de la pared intentando huir; pero fueron fusilados en el acto.

Ya no se cumplía la orden dada en Moscú de que los oficiales prisioneros fuesen separados de los soldados. Quienes podían caminar lo hacían juntos; Pierre, tras dos etapas, se unió a Karatáev y a la perrilla de patas torcidas que lo había escogido por dueño.

Al tercer día de la salida de Moscú Karatáev recayó con la fiebre y, conforme empeoraba, Pierre se fue alejando de él. No sabía por qué, pero desde que Karatáev se debilitó tenía que hacer un gran esfuerzo para acercársele. Cuando oía sus gemidos al acostarse y percibía su hedor cada vez más intenso, Pierre se apartaba y no pensaba en él.

Siendo prisionero y viviendo en la barraca, Pierre comprendió con todo su ser y su vida que el hombre fue creado para ser feliz, que la felicidad está en él mismo, en la satisfacción de sus necesidades naturales, que las desgracias no provienen de la falta, sino del exceso. Supo que en el mundo no hay nada realmente espantoso, ni situaciones en que el hombre sea absolutamente feliz y libre, pero tampoco en las que se sienta del todo desgraciado o preso. Comprendió que hay un límite al dolor y a la libertad, y que están cercanos; que el hombre que sufre porque se ha doblado un pétalo en su lecho de rosas, sufre lo mismo cuando duerme sobre el suelo sintiendo frío en un costado y calor en el otro. Aprendió que cuando se ponía los ceñidos zapatos de baile sufría lo mismo que ahora, descalzo y con los pies llagados. Y aprendió que cuando creyó que se casaba por propia voluntad con su esposa no era más libre que ahora, cuando lo encerraban por las noches en una cuadra.

De todo eso a lo que llamaría después sufrimiento, pero que entonces apenas sentía, lo peor eran los pies descalzos, rozados y con ampollas. La carne de caballo era nutritiva y sabrosa; el salitre de la pólvora usado como sal era grato; no hacía un frío excesivo; durante la marcha diurna, sentía calor y por la noche se encendían fogatas; los piojos que lo devoraban le calentaban el cuerpo. Lo único penoso eran los pies.

Al segundo día de marcha, al contemplar sus pies ampollados, Pierre pensó que no podría caminar más; pero cuando todos se levantaron, también lo hizo él cojeando; después, una vez en calor, anduvo sin sufrir, aunque sus pies tuvieron un aspecto más lastimoso toda la tarde. Pero no los miraba y pensaba en otras cosas.

Entonces comprendió Pierre el poder de la fuerza vital del hombre y la saludable capacidad de mudar la atención, inherente al ser humano, que es como la válvula de seguridad de las calderas al aliviar el exceso de vapor cuando la presión rebasa un límite.

No veía ni oía cuando fusilaban a los rezagados, aunque habían muerto así más de cien prisioneros. No pensaba en Karatáev, que se debilitaba y no tardaría en correr la misma suerte. Mucho menos pensaba en sí mismo. Cuanto más difícil era su situación, más temible el futuro, más acudían a su mente ideas alegres y tranquilizadoras, recuerdos e imágenes al margen de la situación.

CAPÍTULO XIII

Al mediodía del 22 de octubre, Pierre subía una cuesta fangosa y resbaladiza mirando sus pies y el terreno desigual. A veces volvía la vista hacia quienes lo rodeaban y que le eran ya familiares; después se miraba los pies. Ambas cosas era familiares y conocidas. La patizamba Sieri correteaba a un lado del camino y, para demostrar su habilidad y su alegría, levantaba a veces una de las patas traseras y corría con las otras tres, luego con las cuatro y ladraba a los cuervos posados sobre la carroña. Sieri parecía más limpia y alegre que en Moscú. Por todas partes había carne: carcasas de animales y hasta cadáveres humanos en varios grados de descomposición; la gente mantenía alejados a los lobos, así que Sieri podía comer cuanto quisiese.

Llovía desde la mañana y, cuando parecía que iba a escampar, arreciaba el aguacero. La tierra empapada no podía absorber más agua y las rodadas del camino eran torrentes.

Pierre caminaba mirando hacia los lados; contaba sus pasos de tres en tres doblando los dedos. Le mascullaba a la lluvia: «¡Arrecia!».

Le parecía no pensar en nada, pero en el fondo de su espíritu estaba ocurriendo algo importante y consolador. Era la deducción profunda y espiritual de su conversación de la víspera con Karatáev.

Durante el descanso nocturno, tiritando junto a la fogata apagada, Pierre se acercó a la más próxima encendida. Allí estaba sentado Platón, con la cabeza envuelta en un capote como una casulla; contaba con su voz tranquila y dulce, aunque débil por su enfermedad, una historia conocida por Pierre. Había pasado la medianoche, era cuando Karatáev salía de su crisis febril y estaba más animado. Al acercarse, Pierre oyó la voz enfermiza de Platón, contempló su rostro mortecino iluminado por el fuego, y sintió una desagradable punzada en el corazón. Le asustó su propia piedad hacia aquel hombre y habría querido irse, pero no había más fogatas. Pierre acabó por sentarse tratando de no mirarlo.

—¿Cómo va la salud? —preguntó.

—¿Qué salud? —dijo el enfermo—. Si lloramos la enfermedad, Dios no nos enviará la muerte —y prosiguió su relato—:… Y así ocurrió, hermano —continuó con una sonrisa en su rostro macilento y un especial y alegre brillo en los ojos.

Pierre conocía la historia. Karatáev se la había contado seis veces con alegría. Pero esa noche la escuchó como si fuese nueva. Se sintió contagiado por el plácido entusiasmo que sentía Karatáev al narrarla. Era sobre un viejo comerciante que vivía con su familia en el temor de Dios y cierto día peregrinó con un compañero suyo muy rico a la tumba de San Macario.

Ambos comerciantes se detuvieron en una posada para dormir, pero a la mañana siguiente el comerciante rico apareció degollado; le habían robado todo y hallaron el cuchillo ensangrentado bajo la almohada de su compañero. Juzgaron al comerciante piadoso, lo azotaron, mutilaron sus fosas nasales según manda la ley, contaba Karatáev, y lo enviaron a prisión.

—Entonces, hermano mío —Pierre había llegado en ese momento—, pasaron diez años o más. El viejo seguía en la cárcel, tranquilo, sin hacer nada malo y pidiendo a Dios solo la muerte. Una noche los condenados se reunieron, como nosotros ahora; el viejo estaba allí. Cada uno habló de por qué sufría condena y de qué era culpable ante Dios. Cada cual se puso a contar: este ha matado a un hombre; el otro, a dos; aquel provocó un incendio; el cuarto es un siervo que huyó de su amo; así todos. Por fin preguntaron al viejo: «Y tú, abuelo, ¿por qué estás condenado?». «Yo, queridos hermanos míos, sufro por mis pecados y los de los demás. No he matado a nadie, no he robado nunca, favorecí a los necesitados. Yo, queridos hermanos míos, era comerciante y poseía grandes riquezas…». Y contó todo como había sucedido. «No sufro por mí —dijo—, Dios lo ha querido. Solo me dan pena mi mujer y mis hijos». Y rompió a llorar. Y resultó que allí estaba el que asesinó al comerciante. «¿Dónde pasó? ¿Cuándo? ¿En qué mes?», preguntó el culpable y quiso enterarse de cada detalle. Su corazón se angustió. Finalmente se acercó al anciano y se arrodilló ante él. «¡Sufres por mi culpa, abuelo! —dijo—. Juro que este hombre es inocente. Yo maté a su compañero mientras dormía y dejé el cuchillo bajo su almohada cuando dormía. Abuelo, perdóname en nombre de Cristo».

Karatáev calló; miró al fuego con una sonrisa feliz y lo atizó. Después siguió su historia:

—El viejo le dijo: «Dios es quien te perdonará. Todos nosotros somos pecadores ante él. Yo sufro por mis pecados». Y lloró amargamente. ¿Y qué pensáis que ocurrió? —prosiguió Karatáev con el rostro iluminado por una sonrisa, como aún no hubiese narrado lo más interesante y la moraleja de su historia—. El asesino se presentó a las autoridades y dijo: «He matado a seis personas —era un malhechor—, pero de nadie tengo tanta lástima como de ese viejo; no quiero que sufra por mí». Aclaró todo, lo escribieron y enviaron los papeles adonde correspondía; el sitio estaba lejos, mientras los papeles iban y venían y escribían lo que había que escribir, pasó el tiempo. El asunto llegó al zar, que ordenó liberar al comerciante y darle la recompensa acordada. Cuando se recibió el papel hicieron llamar al viejo. «¿Dónde está el anciano condenado siendo inocente? Ha llegado una orden del zar». Lo buscaron por todas partes —la mandíbula de Karatáev tembló—, pero Dios lo había perdonado y el anciano había muerto. Y eso es todo, queridos — concluyó Karatáev.

Durante largo rato permaneció en silencio, sonriendo y mirando adelante.

No era la historia lo que colmaba el alma de Pierre de un sentimiento confuso y feliz, sino el sentido misterioso de aquella dicha que iluminaba el rostro de Karatáev, su sentido oculto.

CAPÍTULO XIV

—À vos places! —gritó de repente una voz.

Entre los prisioneros y soldados de la guardia se produjo una alegre agitación y la espera de algo agradable y solemne. Se oían por doquier voces de mando y a la izquierda, dejando atrás a los prisioneros, pasaron unos jinetes al trote, bien vestidos y en buenos caballos. Sus rostros tenían la expresión forzada de las personas cuando se saben cerca de los jefes superiores. Echaron a los prisioneros, agrupados, del camino donde formaron los soldados de la guardia.

—L’Empereur! L’Empereur! Le maréchal! Le Duc!

Tan pronto desfiló la escolta, pasó una carroza tirada por caballos grises. Pierre entrevió el rostro calmado, bello, grueso y blanco de un hombre con tricornio. Era uno de los mariscales. Su mirada se detuvo en Pierre; en el gesto con que arrugó la frente y volvió el rostro Pierre creyó notar compasión y el deseo de ocultarla.

El general que dirigía el convoy, con cara roja y asustada, espoleaba a su caballo y galopaba detrás de la carroza. Algunos oficiales se habían reunido y los soldados los rodearon. Todos estaban igualmente excitados y nerviosos.

—¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho? —oía Pierre.

Mientras pasaba el mariscal, los prisioneros se mantuvieron juntos. Pierre vio a Karatáev, a quien aún no había visto esa mañana. Envuelto en su capote estaba sentado junto a un abedul y se apoyaba en él. Además de la emoción de la víspera cuando contaba la historia del comerciante, su rostro mostraba una apacible solemnidad. Miró a Pierre con sus ojos clementes, redondos y llorosos; al parecer, lo llamaba para decirle algo. Pero Pierre temía demasiado por sí mismo. Fingió no notar nada y se apartó.

Cuando los prisioneros reanudaron la marcha, Pierre miró atrás. Karatáev se había sentado al borde del camino, junto a un abedul; dos franceses hablaban cerca. Pierre no quiso mirar más; empezó a subir la cuesta cojeando.

A sus espaldas, sonó un disparo donde estaba sentado Karatáev. Pierre lo oyó y recordó que no había terminado de calcular las etapas hasta llegar a Smolensk, cosa en la que estaba entretenido antes de que pasase el mariscal. Reanudó sus cálculos. Delante de él pasaron corriendo dos soldados franceses; el fusil de uno de ellos aún humeaba. Estaban muy pálidos; uno de ellos miró tímidamente a Pierre, que descubrió en sus rostros algo semejante a lo que había visto en el joven soldado durante su ejecución. Miró al soldado y recordó que era el mismo que dos días antes había quemado su propia camisa mientras la secaba ante la fogata y habían sido el blanco de las risas.

La perra comenzó a aullar donde había estado Karatáev. «¿Por qué aullará esa necia?», pensó Pierre.

Los compañeros de Pierre tampoco se giraron al oír el disparo ni los aullidos de la perra; pero en todos los rostros se dibujó la misma expresión grave.

CAPÍTULO XV

El convoy, los prisioneros y los bagajes del mariscal se detuvieron en Shámshevo. Todos se arracimaron en torno a las fogatas. Pierre se acercó a una, comió carne de caballo, se tumbó de espaldas en el suelo y se durmió con el mismo sueño que se había apoderado de él en Mozhaisk, tras la batalla de Borodinó.

Nuevamente se mezclaban hechos reales e imaginarios; alguien, tal vez él u otra persona, le sugerían pensamientos idénticos a aquellos.

«La vida es todo. La vida es Dios. Todo se mueve y ese movimiento es Dios. Mientras hay vida existe el placer de conocer la divinidad. Amar la vida es amar a Dios. Lo más santo y difícil es amar esta vida con sus dolores y sus inmerecidas torturas».

«¡Karatáev!», recordó.

Entonces recordó con lucidez a un afable maestro olvidado hacía mucho, que había sido su profesor de geografía en Suiza. «Aguarda», el anciano le mostró el globo terráqueo. Era una esfera oscilante dotada de movimiento y sin dimensiones. Su superficie la formaban gotas unidas entre sí; se movían de un sitio a otro; algunas se fundían en una o una se dividía en muchas. Cada gota intentaba ampliarse, ocupar más espacio, pero las otras la comprimían, a veces la destruían y a veces se fundían con ella.

—He aquí la vida —dijo el maestro.

«¡Qué claro y sencillo es esto! —pensó Pierre—. ¿Cómo no lo he comprendido antes? En el centro está Dios y cada gota quiere ampliarse para reflejarlo mejor. Se agranda, se une a otras, se comprime y destruye, se hunde y reflota. Karatáev, por ejemplo, se disgregó y ha desaparecido».

—¿Ha comprendido, hijo mío? —dijo el maestro.

—¿Ha comprendido, maldita sea? —gritó una voz.

Pierre despertó y se incorporó. Un soldado francés, que acababa de echar a uno ruso, estaba en cuclillas junto al fuego y asaba un trozo de carne ensartado en una baqueta. Sus manos de cortos dedos, coloradas, velludas y surcadas de venas, giraban ágilmente la baqueta. El rostro, cetrino y sombrío, era visible a la luz de las brasas.

—Le importa un bledo. ¡Bribón! ¡Venga! —gruñó al soldado a sus espaldas.

Miró sombríamente a Pierre sin dejar de dar vueltas a la baqueta. Este se apartó oteando la sombra. El prisionero ruso expulsado se había sentado cerca de la fogata y acariciaba algo. Pierre reconoció a la perrilla de Karatáev, que estaba junto al soldado.

—¡Ah! ¿Estás ahí? —murmuró Pierre—. Y Pla… —pero no terminó.

De pronto recordó todo, la mirada de Platón sentado al pie del árbol, el disparo, los aullidos, los rostros culpables de los franceses que pasaron delante de él, el fusil humeante, la ausencia de Karatáev. Iba a comprender que habían matado a Platón, pero entonces, Dios sabe cómo, recordó una tarde estival pasada con una guapa polaca en el balcón de su casa de Kiev. Cerró los ojos, y las escenas de la naturaleza se unieron al recuerdo de unos baños, de una esfera líquida en movimiento. Él mismo se hundía en el agua, que se unía sobre su cabeza.

Antes del alba lo despertaron disparos y gritos. Algunos franceses pasaron corriendo delante de Pierre.

—Les cosaques! —gritó uno y al minuto un grupo de caras rusas rodeaba a Pierre.

Tardó mucho en comprender lo que ocurría. Por todas partes se oía el clamor alegre de sus compañeros.

—¡Hermanos! ¡Amigos! ¡Queridos hermanos! —gritaban entre sollozos viejos soldados, abrazando a los cosacos y húsares.

Estos rodeaban a los prisioneros y les ofrecían ropa, zapatos, alimentos. Pierre, sentado en medio, sollozaba y no podía hablar. Abrazó al primer soldado que se le acercó, besándolo sin dejar de llorar.

Dólokhov, junto al portalón de la casa en ruinas, contemplaba a los franceses desarmados. Aún impresionados por lo sucedido, charlaban a voces, pero callaban al pasar delante de Dólokhov, que golpeaba la caña de la bota con la fusta y los miraba con ojos que no presagiaban nada bueno. Al otro lado estaba uno de los cosacos de Dólokhov, que contaba los prisioneros y señalaba cada cien con una raya de tiza en la puerta.

—¿Cuántos? —le preguntó Dólokhov.

—Van ya doscientos —respondió el cosaco.

—Filez, filez! —decía Dólokhov, que había aprendido la expresión de los franceses. Cuando sus ojos se cruzaban con los de esos hombres, brillaban con crueldad.

Denisov seguía con rostro sombrío y la cabeza descubierta a los cosacos que trasladaban el cadáver de Petia Rostov a una fosa excavada en el jardín.

CAPÍTULO XVI

A partir del 28 de octubre, con los primeros hielos, la huida de los franceses cobró un carácter más trágico: morían helados, se abrasaban en las fogatas o, vestidos con pellizas, seguían la fuga en carros y coches con el botín del emperador, los reyes y los duques. Pero el curso de la huida y la descomposición del ejército francés no cambiaron desde la salida de Moscú.

De Moscú a Viazma, de los setenta y tres mil hombres del ejército francés sin contar la Vieja Guardia, que durante toda la campaña solo había saqueado, quedaban treinta y seis mil. No fueron más de cinco mil los muertos durante la campaña. Era el primer término de la progresión, que podía determinar matemáticamente lo que vendría después. El ejército francés se disolvió y desapareció en la misma proporción de Moscú a Viazma, de Viazma a Smolensk, de Smolensk al Berezina y del Berezina a Vilna, al margen del frío más o menos intenso, la persecución enemiga, los obstáculos en su camino y todas las demás condiciones. Después de Viazma, las tres columnas se fundieron en una masa y siguieron hasta el fin. Berthier escribía a su emperador, si bien se sabe que los jefes se alejan de la verdad al describir la situación del ejército:

Creo mi deber informar a Vuestra Majestad sobre el estado de sus tropas en los diversos cuerpos de ejército, según he podido observar desde hace dos o tres días en distintos puntos. Las tropas están casi en desbandada. El número de soldados que siguen sus banderas es un cuarto en casi todos los regimientos; los demás marchan aisladamente, en distintas direcciones y por cuenta propia, esperando hallar víveres y librarse de la disciplina. En general todos miran a Smolensk como el lugar donde rehacerse. Estos últimos días muchos soldados arrojan las cartucheras y las armas. Así pues, el interés del servicio de Vuestra Majestad exige, al margen de sus puntos de vista posteriores, que el ejército se reúna en Smolensk y lo alivien tanto de los no combatientes como de los hombres desmontados, los bagajes inútiles y el material de artillería, que no guarda proporción con nuestras fuerzas; urgen los víveres y algún día de descanso. Muchos han muerto en estos días en el camino y los campamentos. Todo va agravándose y temo que, si no se pone remedio, no seremos dueños de nuestras tropas en caso de combate.

9 de noviembre, a 30 verstas de Smolensk.

En Smolensk, que imaginaban una tierra de promisión, los franceses se mataban entre ellos para apoderarse de los víveres, saqueaban sus almacenes de provisiones y, cuando no quedó nada, prosiguieron la huida.

Avanzaban sin saber adónde ni por qué. El genial Napoleón lo sabía menos que nadie, pues nadie le daba órdenes. Sin embargo, tanto él como su séquito observaban las costumbres de antes: se escribían cartas, informes y ordres du jour, se trataban con los títulos de Sire, mon cousin, Prince d’Eckmühl, roi de Naples, etcétera. Pero sus órdenes e informes eran papel mojado. Nadie los hacía cumplir, porque nada podía cumplirse; pese a los títulos de sire, y alteza y primo todos comprendían que eran desdichados, viles y culpables de muchas maldades que estaban pagando ahora. Fingían mostrar una gran preocupación por el ejército, pero cada cual pensaba en sí mismo y en cómo escapar cuanto antes y ponerse a salvo.

CAPÍTULO XVII

La actuación de las tropas rusas y francesas durante la retirada desde Moscú al Niemen, es como el juego de la gallina ciega: se vendan los ojos a dos jugadores y uno toca a veces una campanilla para advertir al que debe atraparlo. Al principio, el jugador perseguido toca la campanilla sin miedo, pero cuando siente el peligro huye procurando no hacer ruido, aunque a menudo cae en sus manos creyendo que va a escapar de él.

Al principio las tropas de Napoleón dieron señales de vida: era el primer período en el camino de Kaluga; después, al pasar al de Smolensk, comenzaron a huir silenciando la campanilla; y a menudo caían en poder de los rusos creyendo escapar de ellos.

La rápida huida de los franceses y la rápida persecución de los rusos agotaron a los caballos, lo cual imposibilitó la existencia de patrullas de caballería, principal medio para saber la posición del enemigo. Además, con los continuos y rápidos cambios de posición de ambos ejércitos, las informaciones no llegaban a tiempo. Si el día 2 se sabía que el enemigo estaba en un lugar, el 3, cuando se podía emprender una acción, había salido de allí, se hallaba a dos jornadas y su posición era distinta.

Un ejército huía y el otro lo perseguía. Al salir de Smolensk, los franceses tenían varios caminos y cabía suponer que tras permanecer en la ciudad cuatro días sabrían dónde se hallaba el enemigo, prepararían un plan o intentarían algo nuevo. Pero volvieron a correr como antes; no giraron ni a la derecha ni a la izquierda, y eligieron sin maniobra ni motivo el camino viejo y peor: el de Krasnoi y Orsha, por donde habían venido.

Creyendo al enemigo a sus espaldas, los franceses corrían alargando sus filas y separándose entre ellos a una distancia de veinticuatro horas. A la cabeza iba el emperador; lo seguían los reyes y los duques. El ejército ruso supuso que Napoleón se desviaría a la derecha, al otro lado del Dniéper, volvió a la derecha y desembocó en el camino general de Krasnoi. Allí los franceses se toparon con las vanguardias rusas. La sorpresa y el miedo los detuvieron, pero pronto volvieron a huir abandonando a cuantos los seguían. Filtrándose entre las tropas rusas, pasaron durante tres días, unidades aisladas del ejército francés: primero el virrey, después Davout y por último Ney. Se habían abandonado unos a otros dejando en el campo los bagajes, la artillería y la mitad de las tropas. Se movían únicamente de noche, desviándose en semicírculo hacia la derecha para evitar a los rusos.

Ney, que iba en último lugar pese a su situación desesperada o tal vez por querer castigar el suelo donde se había sufrido, se entretuvo en hacer volar los muros de Smolensk. Ney y sus diez mil hombres alcanzaron a Napoleón en Orsha con solo mil soldados; había dejado los cañones y sus tropas y huyó furtivamente a través del Dniéper, de noche y entre los bosques.

Después de Orsha, la carrera siguió por el camino de Vilna, jugando a la gallina ciega con el ejército perseguidor. Se encontraron nuevamente en Berezina. Muchos se ahogaron y otros se rindieron. Pero los que cruzaron el río siguieron corriendo. El jefe supremo se puso una pelliza, buscó un trineo y partió abandonando a los suyos. Quien pudo también se marchó; quien no pudo, se rindió o aumentó el número de víctimas.

CAPÍTULO XVIII

Se diría que en la huida de los franceses, durante la cual hicieron todo lo necesario para no salvar la vida, en la que desde desviarse al camino de Kaluga hasta la fuga del jefe supremo carecen de sentido, no es posible que encuentren nada sensato los historiadores que achacan los actos de la masa a la voluntad de un individuo. Aun así lo encuentran: los historiadores han escrito libros y libros sobre esa retirada y citan las órdenes de Napoleón, sus planes, las maniobras de su ejército y los geniales proyectos de sus mariscales.

Se nos explica en muchos estudios exhaustivos la inútil retirada por una ruta devastada, cuando en Malo-Yaroslavets el ejército francés tenía un camino bueno y expedito hacia una comarca rica, como la elegida más tarde por Kutúzov para perseguirlo. Con argumentos similares se razona la retirada de Smolensk a Orsha y el heroísmo de Napoleón en Krasnoi, donde, dicen, se disponía a dar una batalla que habría dirigido él mismo y donde dijo:

—J’ai assez fait l’Empereur, il est temps de faire le général.

Sin embargo, siguió la huida abandonando a su suerte las partes dispersas de su ejército de la retaguardia.

Se describe la grandeza de alma de los mariscales, sobre todo de Ney, que consiste en llegar de noche por los bosques rodeando el Dniéper, presentándose en Orsha sin banderas ni artillería con la décima parte de sus tropas.

Finalmente los historiadores describen como grandiosa y genial la marcha del gran emperador abandonando su heroico ejército. Hasta esa última fuga, que lisa y llanamente debería llamarse último grado de infamia y de la que se avergonzaría hasta un niño, incluso eso justifican los historiadores.

Cuando ya es imposible estirar más los elásticos hilos del razonamiento, cuando esa actuación es tan opuesta a lo que todos entienden por digno y justo, aparece en los historiadores la noción salvadora de la grandeza. Al parecer, esta excluye la posibilidad de medir el bien y el mal. Para el grande el mal no existe. No puede atribuirse ninguna bajeza al grande.

«C’est grand!», dicen los historiadores, y no hay bien ni mal; solo «le grand» y lo «non grand». Lo primero es el bien y lo segundo es el mal.

Grand, es según ellos la calidad de esos seres especiales a quienes llaman héroes. Napoleón, que huía abrigado con su pelliza dejando a sus compañeros moribundos, hombres a quienes en su opinión había conducido él mismo hasta allí, encuentra que aquello «c’est grand», y se queda tan tranquilo.

—Du sublime —veía algo sublime en sí mismo— au ridicule il n’y a qu’un pas —decía. Después de cincuenta años todos repiten: Sublime! Grand! Napoléon le Grand! Du sublime au ridicule il n’y a qu’un pas!

Nadie piensa que considerar la grandeza como la medida del bien y del mal es reconocer su nulidad, su infinita pequeñez.

Para nosotros, que poseemos la medida del bien y del mal dada por Cristo, nada es inmensurable. No hay grandeza sin bondad, humildad y verdad.

CAPÍTULO XIX

¿Qué ruso, al leer la descripción del último período de la campaña de 1812, no ha sentido rencor, decepción y confusión? ¿Quién no se ha preguntado por qué no fueron capturados y aniquilados todos los franceses cuando tres ejércitos superiores los rodeaban y cuando ellos mismos, desorganizados y hambrientos, se rendían en masa y cuando el objetivo de los rusos consistía en cerrar el paso y capturar a todos los franceses?

¿Cómo ese ejército ruso, inferior en número, tras haber dado batalla en Borodinó, rodear al enemigo por tres partes para capturarlo, no lo logró? ¿Es posible que los franceses tuvieran tal prestigio ante los rusos que, aun rodeándolos con fuerzas superiores, no pudieran vencerlos? ¿Cómo pudo ser?

La historia, la que se da a sí misma ese nombre, responde que fue porque Kutúzov, Tormasov, Chichagov y otros, hicieron o no estas o aquellas maniobras.

¿Y por qué no las hicieron? ¿Por qué no fueron juzgados y castigados si eran culpables de impedir la consecución del objetivo? Aun admitiendo que Kutúzov, Chichagov y demás causasen el drama de los rusos, es incomprensible: ¿por qué, en Krasnoi y en Berezina, cuando las tropas rusas eran superiores en número, no capturaron al ejército francés con sus mariscales, sus reyes y su emperador, si era ese el objetivo de los rusos?

La explicación que se circunscribe a Kutúzov, a quien acusan de impedir la ofensiva; acusación infundada, pues sabemos que su voluntad no pudo contener el ataque de sus tropas en Viazma y en Tarutino.

¿Por qué el ejército ruso que conseguía con fuerzas inferiores la victoria de Borodinó frente a un enemigo en pleno vigor, en Krasnoi y Berezina, cuando superaba al adversario, fue vencido por el desorganizado ejército francés?

Si el objetivo de los rusos era cortar la retirada y capturar a Napoleón y sus mariscales, podemos afirmar que fracasaron todas las tentativas por lograrlo; esta es la razón de que el último período de la campaña sea presentado por los historiadores franceses como una sucesión de victorias y que la interpretación de los historiadores rusos sea falsa al atribuirse también el triunfo.

Forzados por la lógica, los historiadores militares rusos llegan a esa conclusión, y pese a sus llamamientos al valor, la lealtad, etcétera, han de confesar que la retirada de los franceses desde Moscú está jalonada por diversas victorias de Napoleón y derrotas de Kutúzov.

Pero dejando a un lado el amor propio nacional, veremos que ese razonamiento se contradice, pues las victorias napoleónicas llevaron a los franceses a una derrota total mientras que las de los rusos trajeron la destrucción del enemigo y la liberación de su patria.

El origen de esa contradicción radica en que los historiadores estudian los hechos por las cartas de los monarcas y los generales, por partes, documentos, etcétera, que admiten la existencia de un proyecto falso que nunca existió en la última etapa de la guerra de 1812: el intento de capturar y apresar a Napoleón con sus mariscales y ejércitos.

Ese objetivo no existió ni podía existir porque era un sinsentido y habría sido imposible en primer lugar porque el ejército desorganizado de Napoleón huía de Rusia lo más rápidamente posible, esto es, hacía lo que podía desear todo ruso. ¿Por qué iban a necesitarse diversas operaciones contra un enemigo que deseaba irse?

En segundo lugar, era absurdo cortar el camino a unos hombres que empleaban todas sus energías en huir.

En tercer lugar, era absurdo perder tropas para aniquilar un ejército que se disolvía solo, sin causa externa, y en tal proporción que alcanzó la frontera con la centésima parte de todos sus efectivos sin haberse topado con obstáculos en su camino.

En cuarto lugar, el deseo de capturar al emperador, a los reyes y duques habría sido insensato. Lograr ese deseo habría entorpecido la acción de los rusos, como reconocen los más hábiles diplomáticos de la época, J. Maistre y otros. Más insensato habría sido el deseo de capturar a todas las tropas francesas cuando las rusas se habían reducido a la mitad antes de Krasnoi y cuando, para custodiar a los prisioneros, habrían necesitado divisiones enteras y los soldados rusos no siempre recibían su ración completa y los prisioneros capturados morían de hambre.

El proyecto de capturar a Napoleón y a su ejército es como al plan del granjero que para expulsar al animal que ha destrozado sus plantas le impide la salida y lo golpea en la cabeza. Solo la rabia justificaría esa reacción. Pero ni eso podría decirse de los autores de ese proyecto, pues no eran suyas las plantas destrozadas. Además de insensato, cerrar el camino a Napoleón y a su ejército habría sido imposible.

Primero porque, según demuestra la experiencia, el movimiento de las columnas a cinco kilómetros del campo de batalla jamás coincide con el plan elaborado, y la probabilidad de que Chichagov, Kutúzov o Wittgenstein se reuniesen en el punto y el tiempo fijados era casi imposible. Así pensaba Kutúzov, y cuando recibió el proyecto objetó que los actos de sabotaje a gran distancia jamás dan buen resultado.

Además era imposible porque para frenar la inercia con que se retiraba el ejército napoleónico habrían sido precisas muchas más tropas.

Era imposible porque la expresión militar «cortar» carece de sentido. Se puede cortar una rebanada, pero no un ejército. Cortar un ejército o cerrarle el paso es imposible, pues siempre queda mucho espacio alrededor que se puede rebasar y está la noche, cuando no se ve, como muestran los ejemplos de Krasnoi y el Berezina. Tampoco se puede capturar a nadie si el interesado no consiente que lo capturen, como que no podemos atrapar una golondrina si no se posa en nuestra mano. Puede capturarse a quien se rinde, como los alemanes, según las reglas de la estrategia y la táctica. Pero, con razón, los franceses no lo creían oportuno, pues tanto en la prisión como en la fuga les aguardaba la muerte por hambre y frío.

Además, era imposible el proyecto porque hasta ahora nunca ha habido guerras en condiciones tan terribles como la de 1812, y los rusos solo podían aniquilarse a sí mismos para perseguir a los franceses poniendo en juego todas sus fuerzas.

Durante la marcha del ejército ruso de Tarutino a Krasnoi se perdieron cincuenta mil hombres entre enfermos y rezagados; esto es, la población de una gran capital de provincia. La mitad del ejército desapareció sin combatir. Y al hablar de ese período de la campaña cuando las tropas, descalzas y sin ropa de invierno, con pocas provisiones, sin vodka, pernoctando meses en la nieve a temperaturas de quince grados bajo cero, con solo siete u ocho horas de luz diurna y noches largas; cuando no puede mantenerse la disciplina, cuando los hombres están en peligro de muerte muchas horas meses enteros, en lucha continua con el hambre y el frío, cuando cada mes perece la mitad del ejército, es precisamente entonces, al hablar de ese período, cuando los historiadores dicen que Miloradovich debía haber realizado una marcha oblicua, que Tormasov debía haber aquí, que Chichagov habría tenido que desplazarse allí con la nieve por las rodillas, y que este habría abatido e interceptado…

Los rusos, ahora la mitad, hacían cuanto podían y debían para alcanzar un objetivo digno de un pueblo; no son culpables de que otros rusos, cómodos en sus casas, propusieran planes imposibles.

Todas esas extrañas y ahora enigmáticas contradicciones entre los hechos y los relatos de los historiadores se deben a que quienes los describen hicieron historia de palabras y sentimientos bellos de este o aquel general, en lugar de atenerse a los hechos.

Las palabras de Miloradovich, las recompensas recibidas por los generales, sus proyectos, les parecen interesantes; pero los cincuenta mil hombres que quedaron en los hospitales o en los cementerios no les interesan porque no son el objeto de sus estudios.

No obstante, dejando los informes y planes generales y estudiando el movimiento de esos cientos de miles de hombres que participaron directamente, esos problemas que parecen insolubles hallan fácil y sencillamente una solución indiscutible.

Cortar el paso a Napoleón, impedir que se uniese a su ejército, fue algo solo imaginado por una docena de hombres porque era insensato e irrealizable. El pueblo solo pretendía liberar a su patria. Esto se logró por sí mismo, pues los franceses huían y bastaba con dejarles el camino expedito; además, las guerrillas diezmaban al enemigo; y, por último, un gran ejército ruso seguía los pasos de los franceses, dispuesto al combate si se detenían.

El ejército ruso debía ser el látigo sobre el animal que corre. Y un buen mayoral sabe que el látigo amenazante es mejor que el golpe en la cabeza del animal que huye.

Los grandes batallones siempre tienen razón.

Capa tradicional caucasiana, también llamada nabadi en georgiano.

Un capitán de los cosacos.

¡Ah, es usted! ¿Quiere comer? No tenga miedo, no le harán daño.

Pase, pase.

Gracias, señor.

¿Quién vive?

Lanceros del 6º. ¿Santo y seña?

Diga, ¿está el coronel Gérard?

Cuando un oficial hace la ronda, los centinelas no le piden el santo y seña. Le pregunto si está aquí el coronel.

¡A sus puestos!

Ya he hecho bastante de emperador, ya es hora de que haga de general.

De lo sublime al ridículo no hay más que un paso.

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