Guerra y paz

LIBRO UNDÉCIMO – 1812

LIBRO UNDÉCIMO

CAPÍTULO I

La continuidad absoluta del movimiento no es comprensible para la mente humana. El hombre entiende las leyes de cualquier clase de movimiento si examina por separando las unidades que lo componen. Pero al mismo tiempo esa división del movimiento continuo en unidades discontinuas da pie a la mayoría de los errores humanos.

Es conocido el sofisma de los antiguos: Aquiles nunca alcanzará a la tortuga que marcha delante de él aunque camine diez veces más rápido que ella. Cuando Aquiles recorra el espacio que lo separa de la tortuga, ella habrá avanzado la décima parte de ese espacio; cuando Aquiles cubra esa décima parte, la tortuga habrá avanzado la centésima parte, y así hasta el infinito. Aquel problema parecía insoluble a los antiguos. Lo absurdo de que Aquiles nunca alcance a la tortuga se debía a haber admitido arbitrariamente unidades discontinuas del movimiento cuando los movimientos de Aquiles y la tortuga son continuos.

Tomando unidades de movimiento cada vez más pequeñas, nos aproximamos a la solución del problema, pero sin resolverlo. Esto solo se obtiene admitiendo las magnitudes infinitesimales y su progresión ascendente hasta una décima y sumando esa progresión geométrica. Una nueva rama de las matemáticas, el empleo de los infinitesimales, resuelve hoy problemas que antaño parecieron insolubles.

Esta nueva rama de las matemáticas, desconocida por los antiguos, aplicada hoy para estudiar el movimiento de magnitudes infinitamente pequeñas, de aquellas que restablecen su condición principal de continuidad absoluta corrige el inevitable error que la mente humana no evita al estudiar en vez del movimiento continuo algunas de sus unidades.

Eso sucede al estudiar las leyes del desarrollo histórico. El avance de la humanidad, producido por infinitas arbitrariedades humanas, es un proceso continuo.

La comprensión de las leyes de ese movimiento es el objetivo de la historia. Pero para comprender esas leyes del movimiento continuo producto de las arbitrariedades humanas, la mente humana admite además de unidades arbitrarias y discontinuas. El primer método histórico consiste en tomar arbitrariamente una serie de hechos continuos y estudiarlos por separado, cuando no hay ni puede haber un hecho aislado, pues unos proceden siempre de los otros. El segundo método consiste en examinar los actos de un individuo, rey o jefe militar, como la suma de arbitrariedades humanas que nunca se manifiestan en la actuación de un personaje histórico.

La ciencia histórica admite unidades cada vez más pequeñas para sus investigaciones y así trata de acercarse a la verdad. Pero por pequeñas que sean las unidades que admite la historia, apartar una unidad por separado, admitir el comienzo de un fenómeno, considerar que en la actuación de un personaje se reflejan las arbitrariedades de todos los hombres, es falso de por sí.

Cualquier deducción histórica se deshace como el polvo sin dejar rastro si ese trabajo toma como objeto de estudio una unidad discontinua de tiempo mayor o menor, a lo cual tiene derecho, pues la unidad histórica analizada es siempre arbitraria.

Solo si tomamos la unidad infinitesimal como diferencial de la historia, es decir, las aspiraciones homogéneas de los hombres, e integramos sumando los infinitesimales comprendemos las leyes de la historia.

Los quince primeros años del siglo xix en Europa asistieron a un movimiento de millones de hombres que abandonaron sus ocupaciones, fueron de un lado a otro, saquearon, se mataron, triunfaron y se desesperaron; toda la vida se modifica durante unos años y tiene un comienzo acelerado que más tarde se debilita. ¿Qué causó ese movimiento y qué leyes lo rigieron? Es la pregunta de la razón humana.

Los historiadores que contestan a esa pregunta exponen los actos y los discursos de decenas de hombres en un edificio de París y lo llaman revolución. Después nos presentan la biografía de Napoleón y de otros hombres que le fueron hostiles o adictos; hablan de la influencia de unos sobre otros y dicen: «Por eso se produjo ese movimiento, y estas son sus leyes.»

Pero la razón humana se niega a aceptar esa explicación y dice que el método es falso, pues considera que el fenómeno más débil originó el más fuerte. La suma de las arbitrariedades humanas creó la revolución y a Napoleón; solo esa suma de arbitrariedades los soportó y aniquiló.

«Pero siempre que hubo conquistas hubo conquistadores —dice el historiador—, y cuando en un Estado hubo una revolución, existieron grandes hombres». Siempre que aparecieron conquistadores hubo guerras —dice la razón humana—; pero eso no demuestra que los conquistadores causen las guerras y puedan hallarse las leyes de la guerra en la actuación de un individuo. Cuando el reloj y la saeta se acerca a las diez, oigo campanas en la iglesia cercana; pero que comiencen a repicar cuando la saeta llega a las diez no me autoriza a deducir que la posición de la saeta de mi reloj cause el repique.

Cuando arranca una locomotora oigo su silbido, veo que se abre la válvula, que las ruedas giran, pero no puedo deducir que el silbido y el movimiento de las ruedas causen el movimiento de la locomotora.

Cuando la primavera se retrasa, los mujiks dicen que el viento frío sopla porque los robles empiezan a retoñar; y cuando los robles retoñan en primavera sopla un viento frío. Aunque yo ignore por qué sopla ese viento frío cuando retoñan los robles, no puedo creer como ellos que la causa del viento sea que brote el árbol. No puedo creerlo porque la fuerza del viento nada tiene que ver. Solo veo una coincidencia de condiciones, como todo fenómeno de la vida, y me convenzo de que, por mucho que observe la saeta del reloj, la válvula y las ruedas de la locomotora y las yemas del roble, nunca conoceré la causa del repique, del movimiento de la locomotora y del viento primaveral. Para ello debo cambiar mi punto de vista y estudiar las leyes que rigen el movimiento del vapor, de la campana y del viento. Lo mismo debe hacer la historia.

Y se han hecho tentativas en ese sentido.

Para estudiar las leyes de la historia debemos cambiar el objeto de estudio; olvidar a los reyes, ministros y generales y estudiar los elementos homogéneos y diminutos que mueven a la masa. Nadie puede decir hasta qué punto podrá entender el hombre con ese método las leyes que rigen la historia; sin embargo, está claro que en esa empresa no se ha empleado ni la millonésima parte de los esfuerzos de los historiadores para describir los actos de los reyes, jefes militares y ministros y exponer sus conclusiones sobre esos actos.

CAPÍTULO II

Las fuerzas de una decena de pueblos de Europa invaden Rusia. El ejército y la población rusa se retiran para evitar el choque, primero hacia Smolensk y después a Borodinó. El ejército francés, con una fuerza superior, se lanza hacia Moscú, meta de su ataque. Esa fuerza crece conforme se acerca allí, como la velocidad de un cuerpo que cae en el espacio aumenta conforme se acerca a la tierra. Detrás quedan miles de kilómetros de un país hambriento y hostil; por delante, unas decenas de kilómetros los separan de su objetivo. Todos los soldados del ejército francés lo notan, y la invasión avanza por inercia.

El ejército ruso odia más al enemigo cuanto más retrocede. El choque tiene lugar en Borodinó. Ninguno de los adversarios se dispersa, pero el ejército ruso, tras el choque, prosigue su retirada igual que una bola al chocar con otra que avanza con más fuerza; por ello, la bola invasora, lanzada a gran velocidad, continuó su carrera durante un tiempo aunque toda su fuerza quedase agotada en el choque.

Los rusos se retiran a ciento veinte kilómetros más allá de Moscú. Los franceses llegan a la capital y se detienen. Transcurren cinco semanas en paz. Los franceses permanecen inmóviles. Como una fiera herida que se lame las heridas mientras se desangra, permanece en Moscú durante ese tiempo sin emprender nada; de pronto y sin motivo retrocede y se lanza al camino de Kaluga; y tras la victoria de Malo-Yaroslavets, donde también se adueña del campo de batalla sin más combates serios, huye cada vez más rápidamente a Smolensk y después a Vilna, al río Berezina y más allá.

La noche del 26 de agosto, Kutúzov y todo el ejército ruso estaban convencidos de haber ganado la batalla de Borodinó. Kutúzov así lo notificó al zar y ordenó a sus hombres que se dispusiesen para un nuevo combate y acabar así con el invasor; no quería engañar a nadie, pero sabía que el enemigo estaba vencido como lo sabían quienes habían participado en la batalla.

Pero esa tarde y durante el día siguiente llegan informes de las inusitadas pérdidas sufridas. La mitad del ejército había desaparecido, y una nueva batalla era imposible antes de conocer todos los datos, recoger a los heridos, reponer las municiones y contar los muertos. Había que nombrar nuevos jefes que sustituyesen a los caídos; los soldados tenían que comer y dormir. Por otra parte, la mañana siguiente tras la batalla, el ejército francés, con aquella fuerza propulsiva que aumentaba cuanto menor era la distancia, se lanzaba sobre el ejército ruso. Kutúzov y todo el ejército deseaban atacar al día siguiente. Pero para atacar no basta con desearlo, sino que se necesita una posibilidad que no existía. Hubo que retroceder una etapa, luego otra y otra: así, el 1 de septiembre, cuando el ejército estuvo cerca de Moscú, pese al sentimiento entre las filas, la situación exigió que las tropas continuasen su retroceso. El ejército se replegó más y Moscú cayó en manos del enemigo.

Quienes creen que los planes de guerra y de las batallas son obra de grandes jefes militares —personas que actúan como nosotros, cuando decidimos sobre el mapa cómo habríamos procedido en esta situación o en otra— se preguntan: ¿por qué Kutúzov no hizo esto o aquello durante la retirada? ¿Por qué no ocupó posiciones delante de Fili, por qué no retrocedió por el camino de Kaluga dejando Moscú…? Quienes piensan así olvidan o ignoran las condiciones ineludibles en que se desarrolla la actuación de un general, que no se parece a lo que imaginamos cuando analizamos sobre el mapa una campaña, con unas tropas, en una región conocida y en un momento. El general en jefe jamás se ve en esas condiciones de comienzo en que nosotros nos hallamos al examinar un hecho sentados en nuestro despacho. El general en jefe se ve en medio de una serie de sucesos en movimiento, y jamás puede abarcar toda la importancia de los hechos que se producen. En ciertos momentos surge de repente un suceso con toda su importancia, y en cada instante de esa marcha de los acontecimientos, el general se halla en un complejo juego de intrigas, cuidados, dependencias, proyectos, consejos, amenazas y tretas con la necesidad continua de responder a las preguntas que le hacen y que con frecuencia se contradicen entre ellas.

Los entendidos en la ciencia militar dicen que Kutúzov debería haber dirigido sus tropas al camino de Kaluga mucho antes de llegar a Fili; afirman que alguien lo propuso. Pero al general en jefe, sobre todo en momentos difíciles, le presentan decenas de proyectos al mismo tiempo. Cada uno de ellos, basados en la estrategia y la táctica, contradice los otros. El general solo tiene que elegir uno, pero ni eso puede hacer. El tiempo y los hechos no aguardan. Supongamos que el día 28 le proponen ir al camino de Kaluga; pero entonces llega un edecán de Miloradovich que pregunta si debe retroceder o librar el combate. El general en jefe debe dar una orden, y la de replegarse lo aleja del camino de Kaluga. Después del edecán viene el jefe de la intendencia y pregunta dónde coloca las vituallas; el jefe de hospitales quiere saber dónde lleva a los heridos; el correo de San Petersburgo trae carta del zar que no admite la posibilidad de abandonar Moscú; y el rival del general en jefe intriga contra él, pues siempre existe uno o más de un rival, y propone un nuevo plan opuesto al proyecto de salir al camino de Kaluga; el general en jefe está agotado y necesita dormir y reposar; en ese instante un respetable general que no figura entre los condecorados viene a quejarse, y la población civil pide que la defiendan; el oficial enviado a reconocer el terreno vuelve diciendo lo contrario de lo que dijo el oficial enviado antes; el explorador que regresa del campo enemigo, el prisionero y el general que hizo su reconocimiento describen las posiciones del ejército contrario de formas que no concuerdan. Quien no comprende y olvida las condiciones de la actuación de un general en jefe describe la situación del ejército en Fili y supone que el general en jefe podía resolver libremente el 1 de septiembre el problema de si se debía abandonar o defender Moscú. Sin embargo, las condiciones en que se hallaba el ejército, a cinco kilómetros de la capital, no permitían plantear tal problema. ¿Cuándo se decidió? En Drissa, en Smolensk y, sobre todo, el 24 en Shevardinó, el 26 en Borodinó y, desde la retirada de Borodinó hasta Fili cada día, cada hora y cada segundo.

CAPÍTULO III

Tras su retirada de Borodinó, el ejército ruso se detuvo en Fili.

Cuando Ermolov, enviado por Kutúzov a inspeccionar las posiciones, le dijo a este último que no podía presentarse batalla cerca de Moscú y que debían retroceder, Kutúzov lo miró asombrado y le hizo repetir aquello.

—Dame la mano —le dijo tomándole el pulso—. Tú no estás bien. Piensa lo que dices.

En el monte Poklonnaia, a seis kilómetros de la puerta de Dorogomilov, Kutúzov se apeó de su coche y se sentó en un banco al borde del camino. A su alrededor se agruparon varios generales a quienes se unió el conde Rostopchín, recién llegado de Moscú. Aquellos personajes, divididos en grupos, conversaban sobre las ventajas y desventajas de la posición, sobre las tropas, los planes, la situación de Moscú y los problemas militares. Todos sabían, aunque nadie lo dijese, que era un consejo de guerra. Las conversaciones versaban sobre cuestiones militares. Si alguno comentaba novedades personales, lo hacía a media voz y volvía al tema militar. No había bromas ni sonrisas; se afanaban por mantenerse a la altura de las circunstancias. Cada grupo trataba de acercarse al general en jefe y hablaban para que él pudiese oírlos. Kutúzov atendía a todos; a veces preguntaba sobre lo que se comentaba a su alrededor, pero no se mezclaba en las conversaciones ni expresaba opiniones personales. A menudo, tras escuchar lo que decía un grupo, se volvía decepcionado como si no desease oír eso. Unos hablaban de la posición escogida y criticaban la capacidad mental de quienes la eligieron. Otros afirmaban que el error era antiguo y que habría sido mejor aceptar la batalla dos días antes. Otro grupo comentaba la batalla de Salamanca, sobre la cual había informado Cressart, un francés vestido con uniforme español recién llegado. El francés, con un príncipe alemán que servía en el ejército ruso, comentaba el sitio de Zaragoza y la posibilidad de que Moscú se defendiera de la misma forma. Más allá, el conde Rostopchín aseguraba estar dispuesto a morir bajo los muros de Moscú con la milicia moscovita, pero lamentaba el desconocimiento de la situación en que lo habían tenido; agregaba que las cosas habrían sucedido de forma muy distinta si lo hubiesen puesto al corriente… Otros, dando muestras de profundos conocimientos estratégicos, discutían sobre la dirección que deberían tomar las tropas. Algunos decían sinsentidos.

El rostro de Kutúzov parecía cada vez más preocupado y triste. Su conclusión de todas las conversaciones es que no existía posibilidad alguna de proteger Moscú; es decir, que si hubiese un general en jefe tan insensato que ordenase presentar batalla, la confusión sería tal que el combate no tendría lugar porque los más altos jefes no solo consideraban imposible la posición ocupada, sino porque en sus conversaciones solo se interesaban de lo que ocurriría después de abandonar la posición. ¿Cómo podían conducir su ejército aquellos generales a un campo de batalla que juzgaban imposible?

Los oficiales y los soldados, que también razonan, igualmente veían imposible la posición; no podían ir a combatir con la seguridad de una derrota. Ya no importaba que Bennigsen insistiese en defender la posición y los otros en criticarlo; era solo un pretexto para discutir e intrigar. Así lo veía Kutúzov.

Bennigsen, que había escogido la posición y exhibía su patriotismo ruso, ante lo cual Kutúzov fruncía el ceño, insistía en defender de Moscú. Kutúzov veía con meridiana claridad el objetivo de Bennigsen: si fracasaba, culparía a Kutúzov, que había llevado el ejército hasta Vorobyovy Gori sin combatir; si tenía éxito podría atribuírselo él; y si su plan no se aceptaba, no sería responsable de haber abandonado Moscú sin lucha. Pero en ese momento al anciano le daban lo mismo las intrigas. Una sola y terrible cuestión lo preocupaba y nadie respondió a ella: «¿Es posible que haya sido yo quien ha permitido que Napoleón llegue a Moscú? ¿Cuándo lo hice? ¿Fue ayer cuando ordené a Platov retroceder, o anteanoche cuando me adormilé y encargué a Bennigsen que diese las órdenes necesarias? ¿O ha sido antes…? ¿Cuándo se decidió algo tan horrible? Moscú debe ser abandonada, el ejército debe replegarse: hay que dar la orden». Y aquello le parecía como renunciar al mando supremo del ejército. No solo amaba el poder, sino que se había hecho a él, pues lo irritaban los honores rendidos al príncipe Prozorovski, de quien había sido agregado en Turquía. Estaba convencido de ser la persona que salvaría Rusia y por eso, contra la voluntad del zar, pero con el beneplácito del pueblo, fue elegido general en jefe. Creía que solo él podía ser el general en jefe en esa situación y que nadie más podía enfrentarse a su adversario: el invencible Napoleón; y le horrorizaba la idea de la orden que debía dar. Pero había que decidirse. Debía terminar con las conversaciones demasiado libres que se desarrollaban a su alrededor.

Mandó llamar a los generales de rango superior.

—Sea buena o mala, mi cabeza no puede contar con la ayuda más que de ella misma —dijo levantándose del banco.

Y salió para Fili, donde se hallaban sus coches.

CAPÍTULO IV

A las dos de la tarde se reunió el Consejo en la amplia y confortable isba del campesino Andréi Savostianov. Los hombres, mujeres y niños de la numerosa familia se habían agrupado en la zona trasera de la isba, al otro lado del vestíbulo. Solo una nieta de Andréi Savostianov, Malasha, niña de seis años con la que bromeó cariñosamente el Serenísimo y a la que dio un terrón de azúcar a la hora del té, se quedó sobre la estufa de la sala. Retraída y alegre, contemplaba las caras, uniformes y condecoraciones de los generales que entraba y se sentaban en los bancos colocados en ángulo bajo los iconos. El «abuelo», pues así llamaba Malasha a Kutúzov, se había sentado en un rincón oscuro tras la estufa. Estaba en su silla plegable y carraspeaba ajustándose el cuello de la casaca, que parecía molestarlo pese a estar desabrochado. Quienes entraban se le acercaban y él estrechaba las manos a unos y a otros les hacía una inclinación de cabeza. Kaisarov, su edecán, quiso retirar la cortina de la ventana frente a Kutúzov, pero él movió la mano y Kaisarov comprendió que no deseaba que lo viesen.

Alrededor de la mesa de abeto, cubierta de mapas, planos, papeles y lápices, había tanta gente congregada que los ordenanzas trajeron otro banco y lo pusieron al lado. En ese banco se sentaron Ermolov, Kaisarov y Tolly. Bajo los iconos, el primer puesto lo ocupaba Barclay de Tolly, de cuyo cuello pendía la cruz de San Jorge y tenía el rostro pálido y enfermizo; su frente ancha se unía con el cráneo calvo. Tenía fiebre hacía dos días y en ese momento sentía escalofríos y le dolía todo el cuerpo. Uvarov estaba a su lado y le decía algo en voz queda con rapidez y gesticulando. El pequeño y orondo Dojturov, con las cejas arqueadas y las manos sobre el vientre, escuchaba. Enfrente se hallaba el conde Ostermann-Tolstoi apoyando en la mano su cabeza de rasgos enérgicos y brillantes ojos; parecía ensimismado. Raievski ensortijaba su cabello en las sienes y miraba a Kutúzov y a la puerta de entrada. Una sonrisa tierna y maliciosa se dibujaba en el rostro enérgico, hermoso y bonachón de Konovnitsin. Acababa de ver la mirada de Malasha y le hacía señas con los ojos que hacían sonreír a la niña.

Todos esperaban a Bennigsen, que estaba terminando un suculento almuerzo so pretexto de inspeccionar las posiciones. Aguardaron desde las cuatro hasta las seis manteniendo conversaciones particulares en voz queda.

Cuando Bennigsen entró, Kutúzov salió de su rincón y se acercó a la mesa procurando que la luz de las velas no le diese en la cara.

Bennigsen comenzó la sesión con la pregunta: «¿Debemos abandonar sin lucha la antigua y sagrada capital de Rusia o debemos defenderla?» A esto le siguió un largo silencio general. Todos los rostros se ensombrecieron y se oyó el irritado carraspeo y la tos de Kutúzov. Todos se volvieron hacia él. También Malasha miró al abuelo, a quien tenía muy cerca, y vio cómo su rostro se llenó de arrugas; parecía a punto de llorar. Pero el silencio fue breve.

—¡Antigua y sagrada capital de Rusia! —repitió, irritado, haciendo notar la falsedad de las palabras de Benningsen—. Permítame que le diga que esa pregunta no tiene sentido para un ruso. —Se inclinó hacia delante—. El problema es que carece de sentido. Los he convocado a esta reunión para plantear este problema militar: «La salvación de Rusia reside en su ejército. ¿Conviene arriesgarnos a perder el ejército y Moscú aceptando el combate o es mejor entregar Moscú sin lucha?» Sobre esto querría conocer su opinión.

Dicho esto, se recostó de nuevo sobre el respaldo del sillón.

La discusión comenzó. Bennigsen no creía que la campaña estuviese perdida. Aun admitiendo la opinión de Barclay y otros sobre la imposibilidad de aceptar la batalla a la defensiva en Fili, y llevado por su patriotismo ruso y el amor a Moscú, proponía pasar las tropas del flanco derecho al izquierdo durante la noche y atacar al día siguiente el flanco derecho francés. Ermolov, Dojturov y Raievski apoyaron a Bennigsen. Guiados por la necesidad de inmolarse antes de abandonar Moscú o por otros motivos personales, aquellos generales no parecían comprender que el Consejo no podía cambiar el curso de los acontecimientos y que Moscú estaba ya abandonada. Así lo entendieron los demás, y dejando lo referente a Moscú hablaron sobre qué dirección debería tomar el ejército en su retirada.

Malasha observaba cuanto sucedía ante ella y comprendía de modo muy distinto la importancia de aquel Consejo. Le parecía que todo se reducía a una lucha personal entre el «abuelo» y el «hombre de la levita larga», como llamaba a Bennigsen; veía que estaban enfadados cuando hablaban entre ellos y siempre tomaba partido por el abuelo. Vio que el abuelo lanzó una ojeada maliciosa al hombre de la levita; comprendió con alegría que el abuelo le cortó las alas, que Bennigsen se ruborizó y se puso a deambular por la sala. Las palabras que habían influido sobre Bennigsen eran la opinión de Kutúzov, expresada con voz mesurada y tranquila, sobre las desventajas y ventajas de la propuesta de Bennigsen: hacer pasar las tropas del ala derecha a la izquierda durante la noche para atacar el flanco derecho francés.

—Señores —dijo Kutúzov—, yo no puedo aprobar este proyecto. Siempre es peligroso reagrupar tropas cercanas al enemigo. La historia militar lo confirma. Por ejemplo… —Kutúzov se detuvo para buscar un caso que apoyase sus palabras fijando en Bennigsen una mirada clara e ingenua—. La batalla de Friedland; el conde la recordará bien. Aquella batalla no salió… bien porque nuestras tropas se reagruparon demasiado cerca del enemigo…

Siguió un silencio que a todos se les antojó largo. Se reanudaron las discusiones, pero con pausas frecuentes; sin duda nada había que discutir.

Durante una de esas pausas Kutúzov suspiró, como si fuese a hablar. Todos lo miraron.

—¡Bien, señores! Ya veo que me tocará a mí pagar los platos rotos —dijo. Se levantó y se acercó lentamente a la mesa—. Señores, he escuchado sus opiniones. Algunos no estarán de acuerdo conmigo. Pero ordeno la retirada en virtud de los poderes conferidos por el zar y la patria.

Después de aquello, los generales se dispersaron solemnes y silenciosos, como si regresasen de un entierro.

Algunos, con voz contenida, muy distintas de la empleada en las discusiones, dijeron algo al general en jefe.

Malasha, a quien aguardaban para cenar hacía tiempo, bajó de la estufa apoyándose con los pies desnudos en los salientes; después se deslizó entre las piernas de los generales y desapareció por la puerta.

Una vez que hubieron salido los generales, Kutúzov se sentó y permaneció un rato con los codos apoyados en la mesa, pensando siempre en la pregunta: «¿Cuándo se decidió el abandono de Moscú? ¿Cuándo ocurrió lo que hizo fatal ese abandono? ¿Quién tiene la culpa?»

—No me esperaba eso —dijo a su edecán, Schneider, que entró en la habitación ya avanzada la noche—. ¡No me lo esperaba! ¡Jamás lo pensé!

—Tiene que descansar —dijo Schneider.

—¡No! ¡Comerán carne de caballo como los turcos! —exclamó Kutúzov sin contestar, golpeando la mesa con el puño—. ¡También ellos, con tal de que…!

CAPÍTULO V

Rostopchín, el hombre responsable del abandono e incendio de Moscú, lo que supone un hecho mucho más grave que la retirada del ejército sin presentar batalla, actuaba de modo muy diferente y contradiciendo a Kutúzov.

Abandonar e incendiar la ciudad era tan inevitable como la retirada sin lucha de las tropas más allá de la capital.

Todo ruso habría podido predecir lo sucedido y no por lógica, sino guiándose solamente por el sentimiento que en ellos existe como ya existía en sus antecesores.

Ya desde Smolensk, en todas las ciudades y aldeas de Rusia, sin la intervención del conde Rostopchín ni de sus pasquines, ocurrió lo mismo que en Moscú: el pueblo aguardaba con calma al enemigo, sin revueltas ni algaradas; no despedazaba a nadie; aguardaba sin alterarse, seguro de tener fuerzas para decidir lo que debía hacer cuando llegase el momento más difícil.

Y cuando se acercaba el enemigo, los más ricos huían abandonando sus bienes; los más pobres se quedaban y destruían e incendiaban cuanto había en la ciudad.

La conciencia de que siempre ha sido y siempre será así reside en el corazón de todo ruso. Esa conciencia, unida al presentimiento de que Moscú caería en manos enemigas, se había adueñado de toda la sociedad moscovita del año 1812.

Quienes salieron de allí los últimos días de julio y primeros de agosto daban muestras de esperar lo que ocurriría. Quienes abandonaron sus casas y la mitad de sus bienes llevándose solo lo que podían, obraban así por un patriotismo latente que no se expresaba con frases, ni con el sacrificio de los hijos para salvar la patria, o con actos contrarios a la naturaleza, sino de un modo sencilla y natural que daba los mejores resultados.

«Es vergonzoso huir del peligro; solo los cobardes huyen de Moscú», les decían. Rostopchín trataba de convencerlos en sus pasquines de que solo huían los cobardes. Se avergonzaban de ser llamados cobardes, les remordía la conciencia, pero se iban porque sabían que era preciso. ¿Por qué se iban? No puede suponerse que Rostopchín los asustase con las atrocidades de Napoleón en las tierras conquistadas. Las personas instruidas y ricas salieron las primeras de Moscú y sabían bien que Viena y Berlín habían quedado intactas, que allí la ocupación napoleónica se había vivido alegremente con los encantadores franceses que tanto agradaban a los rusos y sobre todo a las damas.

Abandonaban la ciudad porque los rusos no se preguntaban si lo pasarían bien o mal bajo la dominación francesa. Bajo los franceses no se podía vivir; peor que eso no había nada. Ya habían empezado a salir antes de Borodinó y más rápido después pese a las declaraciones del general gobernador de la ciudad, que proponía salir con la virgen de Iverisk y combatir al enemigo, pese a los globos aéreos que acabarían con los franceses y demás bobadas que Rostopchín decía en sus pasquines. Sabían que el ejército debía luchar y no las señoritas y los criados. Ellos no debían ir a las Tres Montañas a enfrentarse con Napoleón, y era necesario huir sin pensar en la pena que sentían al dejar sus pertenencias.

Se iban sin comprender la importancia de aquella enorme y rica capital abandonada por sus habitantes y condenada al fuego. Una ciudad grande, de casas de madera, arde cuando todos la abandonan. Se marchaban pensando en ellos mismos; debido a su partida, aconteció el memorable hecho que quedará como el mejor signo de gloria del pueblo ruso. Aquella señora que en el mes de junio se fue de Moscú con sus criados negros y sus bufones para refugiarse en su casa de campo de Saratov, con la convicción de que no era una criada de Bonaparte, temiendo que la hiciesen volver por orden de Rostopchín, contribuía a la empresa que salvó a toda Rusia. El conde Rostopchín, que abochornaba a los fugitivos, evacuaba de la ciudad todas las oficinas públicas, repartía entre los borrachos armas inservibles, hacía salir en procesión las imágenes sagradas, prohibía al metropolitano Agustín sacar las reliquias e iconos, requisaba los carros particulares para llevar sobre ciento treinta y seis carros el globo fabricado por Leppich y tan pronto insinuaba que incendiaría la ciudad contando cómo lo hizo con su propia casa, como escribía una proclama a los franceses para reprocharles el saqueo de un hospicio o se atribuía la gloria del incendio de Moscú, o lo negaba, ordenando al pueblo que apresase a los espías y se los llevasen, otras veces reprochaba al pueblo por hacerlo; tan pronto expulsaba de Moscú a todos los franceses y dejaba en la ciudad a la señora Aubert-Chalmet, que era el centro de toda la colonia francesa de la capital, y sin motivo ordenaba detener y deportar al viejo y respetable jefe de correos Kliucharov; otras veces reunía al pueblo para ir a Tres Montañas a luchar contra los franceses y, para librarse de esa gente, la arrojaba como a un hombre mientras él huía por la puerta de servicio; aseguraba que él no sobreviviría a la desgracia de Moscú y escribía versos franceses sobre su participación. No comprendía la trascendencia del suceso que se fraguaba. Deseaba hacer algo, asombrar, tener su papel patriótico y heroico, y se divertía como un niño con el hecho grandioso e inevitable del abandono e incendio de Moscú, mientras trataba de animar o frenar la corriente popular que lo arrastraba.

CAPÍTULO VI

Al regresar con la corte de Vilna a San Petersburgo, Helena se vio en una situación embarazosa.

En San Petersburgo contaba con la protección especial de un personaje situado en un puesto importante del Estado. Pero en Vilna había intimado con un joven príncipe extranjero. Cuando regresó a San Petersburgo, el príncipe y el alto personaje quisieron hacer valer sus derechos, pues ambos estaban allí, y Helena tuvo que conservar sus relaciones con ambos sin ofender a ninguno.

Lo que para otra mujer habría sido difícil, tal vez imposible, no hizo vacilar a la condesa Bezúkhov, que era considerada mujer inteligente. Disimular y salir de apuros con astucias era estropearlo todo y declararse culpable. Por el contrario, como persona fuerte que puede cuanto quiere, Helena se hizo pasar por alguien a quien asiste la razón, lo cual creía sinceramente, e hizo pasar a los demás por culpables.

La primera vez que el joven extranjero se permitió hacerle un reproche, Helena, levantó con orgullo la cabeza y le dijo volviéndose a medias hacia él:

—¡He aquí el egoísmo y la crueldad de los hombres! No me esperaba otra cosa. La mujer se sacrifica y sufre por vosotros. Esta es la recompensa. ¿Qué derecho tiene de pedirme cuentas de mis amistades y mis afectos? Ese hombre ha sido para mí más que un padre.

El joven quiso replicar, pero Helena lo interrumpió:

—Bueno, sí, tal vez que albergue sentimientos distintos a los de un padre, pero no por eso le cerraré la puerta. No soy un hombre para ser ingrata. Sepa que cuanto se refiere a mis sentimientos íntimos, no doy cuenta más que a Dios y a mi conciencia —concluyó con la mano en el pecho y levantando los ojos al cielo.

—Pero escúcheme, en nombre de Dios.

—Cásese conmigo y seré su esclava.

—Pero eso es imposible.

—No se digna rebajarse a mí… —dijo Helena llorando.

El personaje trató de consolarla, y ella dijo como si no supiese lo que decía y entre lágrimas que nada podía impedir esa boda, que había otros ejemplos, que no abundaban, pero Helena recordó a Napoleón y a algún otro alto personaje, que ella no había sido nunca mujer de su marido, que había sido sacrificada.

—Pero las leyes, la religión… —dijo el personaje cediendo.

—Las leyes, la religión… —repitió ella—. ¿Para qué se han inventado si no pueden hacer esto?

El personaje pareció asombrado de que un razonamiento tan simple no se le hubiese ocurrido antes y pidió consejo a los santos padres de la Compañía de Jesús, con quienes mantenía una estrecha amistad.

Días después, en una de las fiestas que daba Helena en su villa de Kammeni Ostrov, le presentaron a M. de Jobert, un jésuite à robe courte encantador; mayor, de pelo blanco y brillantes ojos negros. En el jardín, a la luz de los faroles y al compás de la música, habló con Helena sobre el amor a Dios, a Cristo y al Corazón de la Santísima Madre y de los consuelos que en este mundo y en el otro brinda la religión verdadera, la religión católica.

Helena se conmovió y varias veces sus ojos y los de M. Jobert se llenaron de lágrimas y les tembló la voz. Un caballero la invitó a bailar e interrumpió la conversación de Helena con su futuro directeur de conscience. Pero al día siguiente, M. Jobert acudió por la tarde a la casa de Helena y desde entonces se convirtió en un asiduo visitante de la condesa.

Un día la llevó a la iglesia católica y Helena cayó de rodillas ante un altar. Un francés, maduro y encantador, posó su mano sobre la cabeza de Helena y ella sintió un aire fresco en su pecho, como diría después. Le explicaron que aquello era la grâce.

Entonces la llevaron ante un abate de túnica larga que oyó su confesión y la absolvió. Al día siguiente le llevaron una cajita para comulgar en su casa. Pocos días después Helena supo con alegría que había entrado en el seno de la Iglesia católica, la única verdadera, y que el mismo Papa lo sabría y le enviaría una carta.

Cuanto sucedía entonces a su alrededor, la atención que le dedicaban personas tan inteligentes, con tanto refinamiento y agrado, el estado de pureza en que ahora se hallaba, le causaba gran placer. Pero aquello no le hacía olvidar ni un instante sus objetivos. Como sucede cuando entra en juego la astucia, un tonto siempre puede vencer al más inteligente; Helena comprendió que su conversión al catolicismo iba dirigida a sacarle dinero para las fundaciones de los jesuitas, a la cuales habían hecho alusiones, e insistió en que se llevaran a cabo las operaciones que la separasen de su marido antes de dar el dinero. Para ella la importancia de una religión consistía en la posibilidad de satisfacer los deseos humanos sin dejar de respetar ciertas normas. Por eso, en una conversación con su director espiritual, exigió una respuesta a la pregunta de hasta qué punto estaba ligada por el matrimonio.

Sentados en la sala, junto a una ventana abierta por la cual entraba el aroma de las flores, permanecían callados. Anochecía. Helena llevaba un vestido blanco transparente que dejaba al descubierto sus hombros y el pecho.

El abate, gordo, rasuradas las mejillas, de boca atractiva y bien dibujada, tenía posadas las manos blancas en las rodillas. Sentado cerca de Helena, la miraba de vez en cuando con admiración y sonrisa sutil y exponía su opinión sobre el problema. Helena, con sonrisa inquieta, miraba sus cabellos rizados, sus mejillas morenas y afeitadas, atenta a cualquier giro de la conversación. Pero el abate, que gustaba de admirar la belleza de su interlocutora, no olvidaba su objetivo.

El director espiritual razonaba así:

—Al margen de la importancia del hecho, prometió fidelidad a un hombre que, al aceptar el matrimonio sin creer en su importancia religiosa, cometía un sacrilegio. Ese matrimonio no posee el doble carácter que debe tener. Pero a usted la une una promesa que no ha cumplido. ¿Qué pecado cometió con ese acto? ¿Pecado venial, pecado mortal? Pecado mortal, pues lo hizo sin mala fe. Pero si contrae nuevo matrimonio para tener hijos, ese pecado puede serle perdonado. Pero la cuestión se divide en dos; primero…

Harta de esos razonamientos, Helena dijo con una fascinante sonrisa:

—Yo creo que al entrar en la verdadera religión no puedo seguir ligada por lo que hice obligada por la falsa.

El directeur de conscience se asombró de la simplicidad con que expuso el problema del huevo de Colón. Le maravillaban los rápidos progresos de su pupila, pero no podía renunciar a los suyos, construidos con tanto esfuerzo.

—Escuchémonos, condesa —dijo.

Y refutó las razones de su hija espiritual.

CAPÍTULO VII

Helena comprendía que el asunto era sencillo y fácil desde el punto de vista espiritual pero que sus guías creaban dificultades temiendo el juicio de la sociedad.

Así pues, Helena decidió que debía preparar a la sociedad. Provocó los celos del viejo gran dignatario y dijo lo mismo al primer pretendiente poniéndole las cosas como si solo con el matrimonio pudiese adquirir derechos sobre ella.

El viejo dignatario quedó atónito con la proposición matrimonial, como el joven príncipe, pues el marido de Helena seguía vivo. Pero Helena, con su seguridad de que para ella era tan fácil casarse de nuevo como para una muchacha soltera, acabó por convencerlo. Si hubiese mostrado dudas, vergüenza o misterio, habría perdido. Pero en ella no había atisbo de misterio o vergüenza; por el contrario, con simplicidad y candor contaba a sus íntimos, o a todo San Petersburgo para el caso, que el príncipe y el gran señor habían pedido su mano, que ella amaba a ambos y temía disgustarlos.

Aquello fue pronto la comidilla de toda la ciudad. No se decía que estaba a punto de divorciarse, sino que la bella y desgraciada Helena estaba indecisa y no sabía con cuál casarse. Nadie se preguntaba cómo era posible, sino qué partido sería el más ventajoso y cómo recibiría la corte el matrimonio. Algunos retrógrados no sabían colocarse a la altura precisa y veían una profanación del sacramento del matrimonio; pero eran pocos y callaban. A la mayoría le interesaba la dicha que la suerte había brindado a Helena y se preguntaba qué elección sería mejor; nadie se preguntaba si estaba bien o mal casarse teniendo marido vivo, pues eso estaba ya resuelto por personas más inteligentes «que usted y yo», decían, y dudar si era o no justa la solución entrañaba el peligro de mostrar la propia insensatez y falta de experiencia mundana.

Solo María Dmitrievna Ajrosimova, llegada aquel verano a San Petersburgo para ver a uno de sus hijos, expresó su opinión, contraria a la de la sociedad elegante. Al encontrar en un baile a Helena, la detuvo en medio de la sala y dijo en tono alto y rudo en medio del silencio general:

—Veo que aquí os casáis en vida del marido. Creerás haber descubierto una novedad, ¿no? Pues se te han adelantado. Eso lo inventaron hace tiempo. Se hace en todos los…

Dicho esto, María Dmitrievna se arregló con su gesto habitual las mangas del vestido y cruzó la sala mirando a su alrededor con aire solemne.

Aunque temían a María Dmitrievna, en San Petersburgo la consideraban una excéntrica, y por eso la gente solo retuvo la palabra más vulgar. La repetían en voz queda y en ella veían toda la sal de cuanto había dicho.

El príncipe Vasili, que entonces olvidaba a menudo lo que había dicho y repetía cien veces lo mismo, cada vez que veía a su hija, le decía—: Helena, tengo algo que decirte —y se la llevaba aparte, tirando de su mano hacia abajo—. He oído hablar de ciertos proyectos relativos a… Ya sabes. Bueno, mi querida niña, sabes que mi corazón de padre se alegra al saber que… Has sufrido tanto… Pero, querida niña… no preguntes más que a tu corazón. Es todo lo que te digo.

Y ocultando su emoción, que era siempre la misma, tocaba con su mejilla la de Helena y se alejaba.

Bilibin, que no había perdido su reputación de hombre ingenioso y era amigo de Helena, de los que jamás dejan de ser amigos de las mujeres brillantes sin pasar a la categoría de enamorados, un día en una tertulia de petit comité dio a Helena su opinión.

—Escuche, Bilibin —Helena llamaba por el apellido a ese tipo de amigos.

—Dígame como le diría a una hermana, qué debo hacer. ¿Cuál de los dos?

Y posó en él su mano blanca y ensortijada. Bilibin arrugó la frente y quedó pensativo. Después dijo:

—No me pilla desprevenido, ya sabe. Como amigo sincero, he pensado y repensado en su problema. Si se casa con el príncipe —el joven—, pierde la posibilidad de casarse con el otro y disgusta a la corte; ya sabe que hay cierto parentesco. En cambio, si se casa con el viejo conde, hace felices sus últimos días y después, como viuda del gran… El joven príncipe no haría un matrimonio desigual casándose con usted. —Y desarrugó la frente.

—He aquí un verdadero amigo —dijo Helena radiante poniendo de nuevo su mano en el brazo de Bilibin—, pero es que amo a uno y a otro, y no quisiera apenarlos. Daría mi vida por la felicidad de ambos.

Bilibin se encogió de hombros dando a entender que ni él mismo podía hacer nada contra aquello.

«Une maîtresse femme! Voilà ce qui s’appelle poser carrément la question. Elle voudrait épouser tous les trois à la fois», pensó.

—Y su marido, ¿qué piensa de todo esto? —dijo sin temer, gracias a su sólida reputación, perder algo de prestigio por una pregunta tan ingenua—. ¿Consiente?

—Ah! Il m’aime tant! —repuso Helena, quien también creía en el amor de Pierre sin que se supiese el porqué—. Il fera tout pour moi.

Bilibin arrugó de la frente para subrayar lo que iba a decir:

—Même le divorce.

Helena rio.

Entre quienes se permitían dudar de la legalidad del matrimonio estaba la madre de Helena, la princesa Kuraguin. Siempre había sentido celos de su hija; ahora que el motivo de los celos la afectaba más, la princesa no podía admitir la idea. Consultó con un pope ruso si era posible el divorcio y la boda viviendo el primer marido; el pope aseguró que era imposible y le hizo ver el Evangelio donde se rechazaba, según él, la posibilidad de contraer matrimonio mientras viviese el marido.

Con aquel argumento, que le parecía irrebatible, la princesa fue a ver a su hija con intención de hablar a solas con ella.

Helena escuchó las objeciones de su madre y sonrió con aire burlón:

—Ya ves que aquí se dice sin rodeos: quien se case con una mujer divorciada… —dijo la madre.

—Ah! Maman, ne dites pas de bêtises. Vous ne comprenez rien. Dans ma position j’ai des devoirs —dijo Helena pasando del ruso al francés, pues le parecía que en lengua rusa su caso era siempre más complicado.

—Pero, querida…

—¡Ay! Mamá, ¿por qué no comprendes que el Santo Padre, que tiene derecho a conceder las dispensas…?

En ese momento, la señorita de compañía de Helena entró para decir de que su alteza estaba en la sala y deseaba verla:

—Non, dites-lui que je ne veux pas le voir, que je suis furieuse contre lui, parce qu’il m’a manqué de parole.

—Comtesse, à tout péché miséricorde —dijo entrando en la habitación un joven rubio de cara y nariz luengas.

La vieja princesa se levantó e hizo una reverencia. El joven no reparó en ella. La princesa saludó a su hija y fue a la puerta.

«Tiene razón —pensó la vieja princesa, cuyas convicciones se desmoronaron al ver a su alteza—. ¿Y cómo es posible que nosotros, en nuestra juventud, no lo supiéramos? Era tan sencillo…»

Con estos pensamientos se acomodó en su coche.

A primeros de agosto el asunto de Helena estaba resuelto. Escribió a su marido una carta anunciándole que deseaba casarse con N. N. y notificándole su conversión a la única religión verdadera. Le pedía que cumpliese las formalidades necesarias para el divorcio, formalidades que le explicaría el portador de la carta.

«Por ello, ruego a Dios, amigo mío, que lo tenga bajo su santo y poderoso amparo. Su amiga, Helena.»

Esta carta fue llevada a casa de Pierre cuando él se hallaba en Borodinó.

CAPÍTULO VIII

Al final de la batalla de Borodinó, abandonando por segunda vez la batería de Raievski, Pierre se dirigió con varios de soldados por un barranco a Kniazkovo, donde estaba el puesto de socorro. Pero al ver tanta sangre y oír los gritos y lamentos de los heridos continuó adelante con los soldados.

En eso momentos solo deseaba alejarse cuanto antes de la impresión horrenda del día; quería volver a su vida habitual, dormir en su habitación y en su cama. Estaba convencido de que si volvía a su vida de siempre podría comprender cuanto había visto y experimentado. Pero esa vida habitual no existía en ninguna parte.

Ya no silbaban las balas y granadas, pero lo demás seguía como en el campo de batalla: los mismos rostros dolorosos, atormentados, o con expresión indiferente; la misma sangre, los mismos capotes y disparos que, pese a la lejanía, despertaban horror. A ello se unía el calor sofocante y la polvareda.

Tras avanzar tres kilómetros por el camino de Mozhaisk, Pierre se sentó al borde del camino.

Caía el sol y el cañoneo había cesado. Apoyándose en el brazo, Pierre se tendió y permaneció así un rato, contemplando las sombras de quienes pasaban delante de él en la penumbra. Imaginaba sin cesar que se le venía encima una granada con su silbido mortal. Entonces se estremecía y se incorporaba. No supo cuánto tiempo que llevaba allí. A medianoche tres soldados que habían arrastrado unas ramas secas se colocaron cerca de él e hicieron una fogata mirándolo con desconfianza.

Pusieron al fuego una olla con trozos de pan seco y tocino. El aroma de una comida grasienta se fundía con el olor a humo. Pierre se incorporó y suspiró. Los soldados comían sin atender a Pierre y conversaban. De pronto uno le preguntó:

—¡Eh, tú! ¿Quién eres?

Con esa pregunta quería expresar lo que imaginó Pierre: si quieres comer, acércate; basta con decirnos que eres hombre honrado.

—¿Yo…? —Pierre comprendió que debía rebajar lo más posible su posición social para acercarse a los soldados y ser comprendido mejor por ellos—. Soy un oficial de las milicias, pero mi destacamento no está aquí. Vengo de la batalla y he perdido a los míos.

—¡Vaya! —dijo un soldado. Otro movió la cabeza.

—¡Bueno! —habló el primero—. Puedes comer nuestro rancho si quieres.

Le dio una cuchara de madera tras haberla lamido. Pierre se sentó al amor del fuego y comió lo que había en la olla.

Le pareció no haber probado nada tan exquisito. Mientras se inclinaba sobre la olla para sacar grandes cucharadas y devorarlas, su rostro se iluminó con el fuego y los soldados lo contemplaron en silencio.

—¿Adónde vas ahora? —preguntó uno.

—A Mozhaisk.

—¿Eres entonces un señor?

—Sí.

—¿Y cómo te llamas?

—Piotr Cyrilovich.

—Bien, Piotr Cyrilovich, te llevaremos.

Pierre y los soldados se dirigieron a Mozhaisk en medio de la oscuridad.

Cantaban los gallos cuando llegaron allí y comenzaron a subir la cuesta. Pierre iba con los soldados sin recordar que su posada estaba en el arranque de la cuesta y la habían pasado ya. No se habría fijado si a mitad del camino no se hubiesen topado con su palafrenero, que subió a buscarlo a la ciudad y ahora volvía a la posada.

Este reconoció a Pierre por su sombrero blanco que destacaba en la oscuridad.

—¡Excelencia! —dijo—. Estábamos desesperados. ¿Por qué viene a pie?

¿Adónde va? Por favor, venga.

—¡Ah, sí! —dijo Pierre y los soldados se detuvieron.

—¡Vaya…! ¿Has encontrado por fin a los tuyos? —preguntó uno—. Adiós, Piotr Cyrilovich, ¿no es así?

—Adiós, Piotr Cyrilovich —repitieron los demás.

—Adiós —dijo Pierre.

Y en compañía del palafrenero fue a la posada.

«Debería darles algo —pensó Pierre llevándose la mano al bolsillo—. No, no debes hacerlo», le respondió una voz interior.

Las habitaciones de la posada estaban ocupadas. Pierre pasó al patio y se metió en su coche tapándose con un capote de pies a cabeza.

CAPÍTULO IX

Apenas puso la cabeza sobre el almohadón sintió que se dormía cuando, con una claridad como la realidad, oyó el boom-boom de los proyectiles, los gemidos, los gritos y las granadas; sintió el olor de la sangre y la pólvora, y lo dominaron el horror y el miedo a morir. Abrió los ojos y levantó la cabeza. En el patio todo estaba tranquilo; un edecán pasó delante del portón y habló con el guarda. Sobre Pierre, bajo el alero, unas palomas zurearon inquietas por el ruido que hizo al incorporarse. Flotaba en el patio el pacífico olor de la posada en ese instante grato para Pierre: heno, estiércol y alquitrán. Entre los dos cobertizos se veía un cielo raso y estrellado.

«Gracias a Dios que ha pasado todo —pensó cubriéndose la cabeza—. ¡Oh! ¡Qué terrible es el miedo y cómo me dominó! ¡Qué vergüenza! Y ellos… todo el tiempo, hasta el fin, permanecieron firmes y tranquilos.»

En la mente de Pierre, ellos eran los soldados de la batería, los que lo habían invitado a comer y rezaban ante el icono. Eran esos seres extraños a quienes nunca había conocido y se diferenciaban de las demás personas.

«Ser soldado, soldado raso —pensó Pierre durmiéndose de nuevo—, participar en esta vida común los hace ser así. ¿Cómo librarse de la carga superflua y diabólica de la apariencia exterior? Antaño pude ser como ellos. Pude huir de mi padre, como quería. Luego, tras el duelo con Dólokhov, pude ser enviado como soldado a un regimiento». Recordó Pierre el banquete en el Club, durante el cual había provocado a Dólokhov, y a su bienhechor en Torzhok. Evocó una solemne reunión de la logia celebrada en el Club Inglés. Alguien muy conocido y querido estaba sentado a un extremo de la mesa. ¡Era él! El bienhechor. «Pero ha muerto —pensó Pierre—. No sabía que hubiese revivido. ¡Cómo sentí su muerte y qué alegría siento de verlo vivo!» A un lado de la mesa se sentaban Anatole, Dólokhov, Nesvítski, Denisov y otros como ellos. Pierre definía claramente en sueños la categoría de estos últimos, como la de quienes llamaba ellos. Anatole, Dólokhov gritan y cantan. Pero a través de sus gritos se oye la voz del bienhechor y el sentido de sus palabras es tan importante y permanente como el fragor de la batalla, su voz es agradable y consoladora. Pierre no comprende lo que dice, pero sabe que habla del bien, de la posibilidad de ser lo que son ellos. Por todas partes, ellos, con rostros sencillos, bondadosos y enérgicos rodeaban al bienhechor. Aunque son buenos, no miran a Pierre; no lo conocen. Él quiere atraer su atención y hablar. Se incorpora… y entonces se le enfrían las piernas; las tiene desnudas.

Siente vergüenza y las cubre con la mano. Mientras se tapaba, abrió los ojos y vio los aleros, los postes, el patio, pero todo azulado, claro, brillante por el rocío y la escarcha.

«Amanece —pensó—. Pero tengo que escuchar y comprender las palabras del bienhechor». Se cubrió con el capote; pero no volvieron la logia ni el bienhechor. Solo quedaban ideas claramente expresadas con palabras que alguien o él mismo formulaba.

Al recordar luego aquellas ideas, aunque provocadas por los sucesos de la jornada, Pierre estaba convencido de que alguien se las decía. Tenía la sensación de que ni en estado de vigilia habría podido pensar y expresar así esos pensamientos.

«La guerra es la sumisión más difícil de la libertad humana a la ley divina —decía la voz—. La simplicidad es la obediencia a Dios. Es imposible apartarse de él. Ellos son sencillos, no hablan, actúan. La palabra dicha es plata; la callada, oro. El hombre no puede ser dueño de nada mientras tema la muerte. Quien no teme la muerte lo posee todo. El hombre desconocería sus límites, no se conocería sin el sufrimiento. Lo más difícil —continuaba, pensando o escuchando mientras dormía—, es saber unir en uno mismo el significado de todo.»

Ensamblarlas, eso hace falta. ¡Engancharlas unas a otras! —repetía Pierre sintiendo que solo esas palabras expresaban lo que quería decir y resolvían el dilema que lo atormentaba.

—¡Hay que enganchar…!

—¡Es hora de enganchar, excelencia! Hay que enganchar —repetía una voz—, es hora…

Era la voz del palafrenero al despertar a su amo.

El sol alumbraba el rostro de Pierre. Miró el patio, lleno de basura; en el centro, junto al pozo, varios soldados abrevaban a sus caballos. Algunos carros ya partían. Asqueado, Pierre volvió la cabeza y se dejó caer sobre el asiento del coche. «¡No! ¡No quiero eso…! ¡No quiero ver ni comprender eso! ¡Quiero comprender lo que me han revelado durante el sueño! ¡Un segundo más y lo habría comprendido todo…! ¿Qué debo hacer? Ensamblar… ¿Y cómo ensamblo todo?» Pierre advirtió que se derrumbaba cuanto había visto y pensado en sueños.

El palafrenero, el portero y el cochero contaron a Pierre que acababa de llegar un oficial anunciando que los franceses avanzaban hacia Mozhaisk y que las tropas rusas se retiraban.

Pierre se levantó, ordenó que enganchasen y se unieran con él más adelante y salió a pie a través de la ciudad.

Las tropas se retiraban dejando diez mil heridos en los patios y las casas; otros se agolpaban en las calles. Junto a los carros que debían llevar a los heridos se oían gritos, insultos y golpes. Pierre acomodó en su carruaje a un general herido a quien conocía y con él viajó hasta Moscú. En el camino se enteró de la muerte de su cuñado y de la del príncipe Andréi.

CAPÍTULO X

El día 30 Pierre regresó a Moscú y casi en las puertas de la ciudad se topó con un edecán del conde Rostopchín.

—¡Lo hemos buscado por todas partes! —le dijo—. El conde necesita verlo. Le ruego que vaya ahora mismo. Es por algo muy importante.

Pierre tomó un coche de punto y fue directamente a la residencia del general gobernador.

El conde Rostopchín había llegado esa mañana de su villa de Sokolniki. En la antesala y en el recibido había funcionarios que habían sido llamados y otros que acudían a pedir órdenes. Vasilchikov y Platov habían visto al conde y le habían explicado que era imposible defender de Moscú y que la ciudad sería entregada. Aunque la noticia se ocultaba a la población, los funcionarios y jefes de las administraciones sabían que dejarían la ciudad al enemigo, como lo sabía el conde Rostopchín; todos, para eludir responsabilidades, acudían a preguntar al general gobernador qué hacer con los servicios encomendados.

Cuando Pierre entró en el recibidor, un correo del ejército salía del despacho del conde.

Contestó a las preguntas con gesto desesperado y cruzó la sala.

Mientras aguardaba, Pierre miró con ojos cansados a los funcionarios, a militares y civiles que aguardaban. Todos parecían disgustados e inquietos. Pierre se acercó a un grupo de funcionarios donde había un conocido. Lo saludaron y siguieron conversando.

—Exiliarlo y hacerlo volver no sería una desgracia, pero actualmente no se puede responder de nada.

—Pero mire lo que escribe… —dijo uno enseñando un papel que tenía en la mano.

—Eso es otra cosa. Es necesario para el pueblo —replicó el primero.

—¿Qué es? —preguntó Pierre.

—Un nuevo pasquín.

Pierre lo leyó.

El Serenísimo, para unirse cuanto antes a las tropas que van a su encuentro, ha pasado Mozhaisk, ocupando una posición que el enemigo no podrá conquistar. De aquí se le han enviado cuarenta y ocho cañones con munición; el Serenísimo anuncia que defenderá Moscú hasta la última gota de sangre y está dispuesto a luchar en las calles. No importa que las oficinas públicas hayan cerrado; había que ponerlas a salvo; nosotros mismos acabaremos con nuestros propios medios con los facinerosos. Cuando sea preciso necesitaré valientes de la ciudad y del campo. Los llamaré dos días antes. Ahora callo, porque no es necesario. Vendrá bien el hacha, una flecha y, lo mejor, la horquilla de tres dientes. Un francés pesa menos que una gavilla de trigo. Mañana, después de la comida, acompañaré a Nuestra Señora de Iverisk al Hospital de Catalina a visitar a los heridos. Bendeciremos el agua y así curarán antes. Yo también he sanado: tenía un ojo mal y ahora está avizor.

—Pues algunos militares me han dicho que es imposible luchar aquí y que las posiciones… —comenzó Pierre.

—De eso hablábamos —lo cortó el primer funcionario

—¿Qué quiere decir eso de «tenía un ojo mal y ahora está avizor»? —preguntó Pierre.

—El conde tenía un orzuelo —sonrió el edecán —y se inquietaba cuando decía que la gente se preocupaba e iba a verlo. ¿Y bien, conde? —Se giró hacia Pierre—. He oído que tiene disgustos familiares. Dicen que la condesa, su esposa…

—No sé nada —dijo él con indiferencia—. ¿Qué ha oído?

—Ya sabe, conde, que se inventan muchas cosas. Le decía que había oído…

—¿Qué ha oído?

—Dicen —sonrió el edecán —que la condesa se dispone a salir para el extranjero. Seguramente son invenciones…

—Es posible —Pierre miró distraído a su alrededor—. ¿Quién es? —preguntó señalando a un anciano bajo con una blusa azul limpia, de barba y cejas blancas como la nieve y tez sonrosada.

—¿Ese? Un comerciante; bueno, un posadero, Vereschaguin… Habrá oído hablar de la historia con proclama, ¿no?

—¡Ah, es Vereschaguin! —Pierre se fijó en el viejo y buscó en su cara firme y tranquila una señal de su traición.

—No es él… Es el padre del que escribió la proclama —aclaró el edecán—. El hijo está en el calabozo y creo que acabará mal.

Un viejo condecorado y un funcionario alemán, con una cruz al cuello, se acercaron al grupo.

—Es una historia muy embrollada —dijo el edecán—. La proclama apareció hace dos meses y lo pusieron en conocimiento del conde, que ordenó abrir una investigación a Gavrilo Ivanich. La proclama pasó por sesenta y tres manos. En cuanto le llegaba a alguno, lo interrogaban: «¿Quién te la dio?». «Me la dio fulanito». Iban entonces a fulanito con la misma pregunta, y así dieron con Vereschaguin… un comerciante de poca monta, sin estudios, simpático… —sonrió el edecán—. Le preguntaron: «¿Quién te la dio?» Lo importante es que sabían quién se la había dado. Solo podía haberla recibido del jefe de correos; pero estaban de acuerdo sin duda. Vereschaguin respondió: «Nadie. La he escrito yo». No sirvieron amenazas ni ruegos, seguía en sus trece. Se lo dijeron al conde y lo hizo llamar. «¿Quién te ha dado esa proclama?». «Yo la escribí». Bueno —prosiguió el edecán con una sonrisa—, ya conocen al conde. Se enfureció; así que… imagínense cómo se pondría con tanto descaro, mentira y obstinación…

—Comprendo —dijo Pierre—. El conde necesitaba que denunciase a Kliucharov.

—No —se asustó el edecán—. Kliucharov era culpable sin eso. Por eso fue deportado. Pero el conde estaba indignado y preguntó: «¿Cómo has podido escribirla tú?». Tomó el Diario de Hamburgo. «¡Aquí la tienes! Tú no la has escrito. ¡La has traducido y bastante mal, idiota, porque ni sabes francés!». ¿Y qué creen que pasó? El chico contestó: «No he leído ningún periódico. ¡La he inventado yo!». «Pues entonces eres un traidor. Te mandaré a los tribunales y te ahorcarán. Dime quién te la dio». «No he visto ningún periódico. La escribí yo». El conde hizo llamar entonces al padre. El joven insistió y fue a los tribunales; creo que lo han condenado a trabajos forzados. Ahora el padre viene a interceder por él. Es un bicho; uno de esos hijos de comerciante, presumido y calavera. Ha debido oír algunas conferencias y ahora se cree superior a todos. ¡Así es el chico! Su padre tiene una posada junto al puente de Piedra. Según parece, en la posada hay una imagen de Dios Todopoderoso con el cetro en una mano y el orbe en la otra. Pues él se llevó el cuadro a casa unos días, buscó a un pintor, un sinvergüenza que…

CAPÍTULO XI

A la mitad de esta narración, el gobernador llamó a Pierre.

Pierre entró en el despacho del conde Rostopchín, que se frotaba la frente y los ojos con el rostro contraído. Un hombre de mediana estatura le hablaba, pero calló cuando entró Pierre y salió.

—¡Ah! ¡Buenos días, gran guerrero! —dijo Rostopchín cuando estuvieron a solas—. ¡He oído hablar de sus proezas! Pero ahora no se trata de eso. Mon cher, entre nous, ¿es masón? —preguntó con tono severo como si fuese algo malo que deseaba perdonar—. Querido, estoy bien informado. Pero sé que hay masones y masones, y espero que usted no sea de los que so pretexto de salvar la humanidad, maquinan la ruina de Rusia.

—Sí, soy masón —replicó Pierre.

—Pues ya ve, querido. Creo que no ignora que los señores Speranski y Magnitski han sido llevados a lugar conveniente. Lo mismo ha sucedido con al señor Kliucharov y a otros que, so pretexto de construir el Templo de Salomón, tratan de destruir el de su patria. Comprenderá que hay motivos y que no habría hecho deportar al jefe de correos si no fuese un hombre peligroso. Sé que usted le envió su coche para salir de la ciudad y que guarda sus papeles. Lo estimo y no quiero su mal; considerando mis muchos años de edad, le aconsejo, como un padre, que corte cualquier vínculo con esa gente y se marche cuanto antes.

—¿Qué delito ha cometido Kliucharov, conde? —preguntó Pierre.

—A mí me concierne saberlo y a usted no preguntar —gritó Rostopchín.

—No está probada la acusación de haber difundido las proclamas de Napoleón —dijo Pierre sin mirar a Rostopchín—, y Vereschaguin…

—Ahí estamos —le cortó Rostopchín arrugando la frente y levantando la voz—. ¡Vereschaguin es desleal y un traidor que recibirá su merecido! —añadió el general gobernador con la violencia de quien rememora un insulto—. Pero no lo he llamado para discutir mis asuntos, sino para darle un consejo o una orden, si quiere. Le ruego que rompa con hombres como Kliucharov y se marche. Yo acabaré con las estupideces de esos hombres, sean quienes sean.

Viendo que no tenía por qué gritar a un hombre que aún no era culpable de nada, le apretó amistosamente el brazo y continuó:

—Estamos en vísperas de un desastre público, y no tengo tiempo de decir gentilezas a todos los que se las ven conmigo. A veces uno pierde la cabeza… Bueno, mon cher, ¿qué hace personalmente?

—Mais rien —replicó Pierre sin levantar la mirada ni cambiar su expresión meditabunda.

Rostopchín arrugó el entrecejo.

—Un consejo de amigo, querido. Váyase cuanto antes, es todo lo que le digo. A buen entendedor, ¡adiós! ¡Adiós, amigo mío! ¡Ah, sí! —gritó desde la puerta—. ¿Es verdad que la condesa ha caído en las patitas los santos padres de la Sociedad de Jesús.

Pierre no respondió y abandonó con un humor taciturno como nunca lo habían visto, la casa de Rostopchín.

Anochecía cuando regresó a casa. Habían acudido a verlo ocho personas: el secretario del Comité, el coronel de su regimiento, su administrador, el mayordomo y algunos solicitantes. Todos querían exponerle asuntos que debía resolver. Pierre no los comprendía ni le interesaban, y solo por librarse de ellos contestó a las preguntas que le hacían. Finalmente, al quedarse solo, abrió la carta de su mujer y la leyó.

«Ellos, los soldados de la batería… El príncipe Andréi muerto… El viejo… La simplicidad es la obediencia a Dios. Hay que sufrir… ensamblarlo todo… Mi mujer se casa… Debo olvidar y comprender…» Se dejó caer en la cama aún vestido y se durmió.

A la mañana siguiente, el mayordomo le anunció cuando despertó que había venido un policía de parte del conde Rostopchín para enterarse de si había salido de Moscú o si planeaba hacerlo.

En el salón lo aguardaban unas diez personas y todas necesitaban hablar con él. Pierre se vistió y salió a la calle por la puerta de servicio en lugar de recibir a las visitas.

Ninguno de los familiares de Bezúkhov pudo verlo hasta después del incendio de Moscú; nadie supo su paradero, pese a las búsquedas.

CAPÍTULO XII

Hasta el 1 de septiembre, la víspera de la entrada del enemigo en Moscú, los Rostov no se movieron de la capital.

Desde que Petia ingresó en el regimiento de cosacos de Obolenski y marchó a Bielaia-Tzerkov, donde se formaba el regimiento, la condesa sintió temor. La idea de que sus dos hijos estaban en la guerra, habían abandonado el hogar y que cualquier día podían morir, como los tres hijos de una amiga suya, la asaltó con brutal claridad por primera vez durante el verano. Trató de conseguir el regreso de Nikolái e ir ella misma a Bielaia-Tzerkov para que trasladasen a Petia a San Petersburgo. Pero ambas cosas eran imposibles. Petia solo podía regresar con su regimiento o trasladándose a otra unidad del ejército de operaciones. De Nikolái no se sabía nada, ni había habido más noticias de él desde su última carta, en la cual narraba su encuentro con la princesa María. La condesa pasaba noches en vela; y cuando se adormecía soñaba que sus hijos habían muerto. Tras muchas reuniones y conversaciones, el conde dio con el modo de calmar a su esposa; pidió el traslado de Petia al regimiento de Bezúkhov, que se estaba formando cerca de Moscú. Aunque Petia continuase en el ejército, la condesa podría consolarse teniendo a uno de sus hijos cerca y tener la esperanza de arreglar las cosas para que Petia no pudiese salir de allí y tenerlo siempre lejos del campo de batalla. Cuando era solo Nikolái quien estaba en peligro, la condesa creyó que tenía cierta preferencia por él e incluso se lo reprochó; pero desde que el pequeño, el muchacho revoltoso y mal estudiante que todo lo rompía y a todos incordiaba, ese Petia de nariz chata y alegres ojos negros, rubicundo y mejillas con bozo, se había ido con aquellos adultos temibles y crueles que combatían y tanto gustaban de la lucha, le pareció que lo amaba más que a los demás hijos. Según se acercaba el regreso de Petia a Moscú, aumentaba la inquietud de la condesa. Creía que ese momento jamás llegaría. La presencia de Sonia, la de su predilecta Natacha y la de su marido la irritaban. «¿Qué me importan? —pensaba—. Solo necesito a Petia.”

A finales de agosto los Rostov recibieron otra carta de Nikolái desde la provincia de Vorónezh, adonde fue a comprar caballos. La carta no calmó a la condesa. Saber que uno de sus hijos estaba lejos del peligro aumentó más su inquietud por Petia.

Aunque desde el 20 de agosto casi todos los amigos de los Rostov se habían marchado, pese a que todos instaban a la condesa a que saliesen cuanto antes, no quiso ni oír hablar de ello hasta que viniese su adorado Petia, que se presentó el 28 de agosto. La ternura apasionada y enfermiza con que lo recibió su madre no gustó al oficial de dieciséis años. Aunque la condesa ocultase su intención de retenerlo, Petia lo vio y temiendo enternecerse y afeminarse, pensaba, estuvo distante con ella; la evitaba y mientras estuvo en Moscú solo buscó la compañía de Natacha, por quien sentía un especial cariño fraterno, casi amoroso.

Gracias a la habitual negligencia del conde, el día 28 casi nada estaba preparado para la partida; el 30 llegaron los carros pedidos a las fincas de Riazán y de Moscú para recoger todos los enseres de la casa.

Del 28 al 31 todo Moscú estuvo en constantes preparativos y movimientos. Cada día entraban en la ciudad por la puerta de Dorogomilov miles de heridos en la batalla de Borodinó; miles de carros salían por otras puertas con enseres y familias. Pese a los pasquines de Rostopchín o como consecuencia de ellos corrían por la ciudad rumores extraños y contradictorios. Unos aseguraban que estaba prohibido salir de Moscú. Otros que habían retirado los iconos de las iglesias y obligaban a todos a irse de la ciudad. Decían que hubo otra batalla tras Borodinó y que los franceses habían sido derrotados; otros replicaban que el ejército ruso había sido destrozado en esa batalla. Había quien creía que el clero de Moscú iría con las milicias a combatir en Tres Montañas y muchos decían que habían prohibido al metropolitano Agustín abandonar la ciudad, que habían detenido a todos los traidores, que los campesinos se habían sublevado y saqueaban a quienes se iban, etcétera. Se decía de todo, pero tanto quienes se iban como quienes se quedaban, aunque no se hubiese celebrado aún el Consejo de Fili, donde se decidió abandonar Moscú, presentían que la capital sería entregada y que mejor era huir cuanto antes y salvar las propiedades. Todos creían que pronto estallaría algo que alteraría el rumbo de las cosas; pero nada sucedió hasta el 1 de septiembre. Como un criminal que sabe que va a morir en el patíbulo y, sin embargo, mira a su alrededor y se endereza el gorro torcido, Moscú seguía su vida aunque supiese que se acercaba el momento en que desaparecerían las condiciones de vida habituales.

La familia Rostov estuvo muy atareada con los preparativos durante los tres días previos a la caída de Moscú. El conde Iliá Andréievich iba de un lado a otro de la ciudad recopilando rumores, y en su casa daba órdenes superficiales y apresuradas para acelerar la marcha.

La condesa vigilaba cómo se recogían las cosas, nada la satisfacía y buscaba a Petia, que huía de ella. Sentía celos de Natacha, con quien Petia estaba siempre. Solo Sonia se ocupaba de los asuntos prácticos: embalar todo. Pero ahora estaba triste y silenciosa. La carta de Nikolái hablando de su encuentro con la princesa María había suscitado comentarios muy alegres de la condesa en presencia de Sonia. La condesa aseguraba que veía en ese encuentro un designio divino.

—Nunca me gustó el noviazgo de Natacha con Bolkonsky; pero siempre deseé que Nikolenka se casara con la princesa y presiento que así será. ¡Ojalá!

Sonia sabía que era verdad y que los Rostov solo arreglarían su situación con el matrimonio de Nikolái con una mujer rica. La princesa María era un excelente partido, pero eso le causaba amargura. Pese a su dolor, o debido a él, cargó con las dificultades de guardar y embalar los enseres y estaba ocupada todo el día. El conde y su esposa acudían a ella cuando había que tomar una decisión. Pero ni Petia ni Natacha ayudaban a sus padres, y estorbaban y molestaban a los demás. Se oían sus carreras, gritos y risas sin motivo, solo por el placer de sentirse alegres y contentos. Cuanto sucedía causaba su hilaridad. Petia estaba contento porque había salido de casa siendo un niño y regresaba, le decían todos, hecho un hombre; también era feliz por haber regresado y abandonado Bielaia-Tzerkov, donde no era probable que interviniese en ninguna batalla, mientras que en Moscú se esperaban grandes combates. Estaba contento porque Natacha, que siempre había influido tanto en su estado de ánimo, estaba de buen humor. Natacha se sentía alegre porque llevaba demasiado tiempo triste y ahora nada le recordaba el porqué de su pena y gozaba de buena salud. Le alegraba también que Petia la admirase, pues la admiración era indispensable para poner en movimiento su máquina humana, como ocurre con la grasa para las ruedas. Ambos estaban alegres porque la guerra se acercaba, se iba a luchar a las puertas de la ciudad, se repartían armas y todos huían no se sabe dónde, y porque sucedía algo extraordinario, lo cual siempre divierte sobre todo a los jóvenes entre los seres humanos.

CAPÍTULO XIII

El sábado 31 de agosto la casa de los Rostov era un maremágnum. Las puertas estaban abiertas, habían sacado o cambiado de lugar el mobiliario, los espejos y cuadros estaban descolgados. Las habitaciones estaban llenas de baúles. El suelo, cubierto de paja, lo habían sembrado de papel de envolver y sogas. Los mujiks y los criados que sacaban los enseres carga andaban pesadamente por el piso de tarima. En el patio se agolpaban los carros, unos cargados hasta los topes y otros vacíos.

Sonaban las voces y pisadas de los criados y mujiks llegados con los carros llamándose en el patio y en la casa. El conde había salido esa mañana. La condesa, con jaqueca por el escándalo y la agitación, estaba tumbada en una salita con compresas de vinagre en la frente. Petia había ido a visitar a un amigo suyo con quien quería pasar de las milicias al ejército de operaciones. Sonia vigilaba el embalaje de la cristalería y la porcelana en el salón. Sentada en el suelo de su habitación, entre vestidos, cintas y chales, con la mirada fija en el suelo, Natacha sostenía en las manos el vestido de baile que había llevado en su primer baile de San Petersburgo y ahora estaba pasado de moda.

Se avergonzaba de no hacer nada mientras los demás estaban tan atareados; desde temprano había intentado varias veces dedicarse a algo, pero no se sentía capaz de nada si no ponía toda su alma y sus energías. Pasó un rato con Sonia, viendo cómo embalaban la porcelana; trató de ayudarla, pero pronto dejó todo y fue a recoger sus cosas. Al principio le divirtió repartir sus vestidos y lazos entre las doncellas, pero a la hora de ordenar el resto, le pareció aburrido.

—Lo guardarás todo, ¿no, Duniasha?

Cuando la criada prometió hacerlo, Natacha se sentó en el suelo, recogió el viejo vestido de baile y se puso a pensar en cosas que en ese momento no deberían haberle preocupado. Las conversaciones de las doncellas en el ala de la servidumbre y el sonido de sus rápidos pasos hacia la escalera de servicio la sacaron de su abstracción. Se levantó y miró por la ventana; en la calle se había detenido un convoy de heridos.

Junto al portón estaban las criadas, los lacayos, el ama de llaves, la niñera, los cocineros, los cocheros y los galopines.

Natacha se puso un pañuelo blanco la cabeza y salió a la calle sujetando con la mano los dos extremos.

La vieja Mavra Kuzminishna, antigua ama de llaves, se separó del grupo que había junto al portón, fue a uno de los carros entoldado y se puso a hablar con un oficial pálido y joven, que estaba allí tumbado.

Natacha avanzó y se detuvo con timidez sin soltar las puntas de su pañuelo para escuchar al ama de llaves.

—Entonces, ¿no tiene a nadie en Moscú? Estaría mejor en una casa particular… Podría quedarse en la nuestra; los señores se van.

—No sé si me lo permitirán —dijo el oficial con voz débil. —Aquel es el jefe… pregúnteselo. —Señaló a un comandante que se acercaba por la calle siguiendo la fila de los carros.

Natacha miró asustada al oficial herido y habló al comandante sin dudarlo.

—¿Pueden quedarse los heridos en nuestra casa? —preguntó.

El comandante sonrió y se llevó la mano a la visera.

—¿En qué puedo servirla, señorita?

Natacha repitió la pregunta. Su rostro y su porte eran tan serios pese al pañuelo que sujetaba por las puntas que el comandante dejó de sonreír; se quedó pensativo, como preguntándose si aquello era posible, y contestó:

—Oh, sí, ¿por qué no? Claro que es posible.

Natacha inclinó la cabeza y volvió a Mavra Kuzminishna, que seguía junto al oficial y le dedicaba palabras tiernas y compasivas.

—¡Sí puede! ¡Dice que sí puede! —susurró Natacha.

El coche del oficial giró hacia el patio de la casa de los Rostov; a continuación, decenas de carros con heridos fueron llamados por los vecinos y entraron en otros patios de las casas de la calle Povarskaya.

A Natacha pareció gustarle la relación con nuevas personas al margen de las condiciones habituales de la vida. Ella y Mavra Kuzminishna trataban de hacer entrar en el patio a la mayor cantidad posible de heridos.

—Hay que consultar a su padre, señorita —dijo Mavra Kuzminishna.

—No importa. ¡El día que nos queda lo pasaremos en el salón! Podemos dejarles la mitad de la casa.

—¡Qué cosas tiene, señorita! Hay que pedir permiso a su padre.

—Bueno, se lo preguntaré.

Natacha corrió a casa y cruzó de puntillas la puerta entornada de la sala, de donde salía un intenso olor a vinagre y a gotas de Hoffmann.

—¿Duermes, mamá?

—¡Oh, nada! —dijo la condesa, que acababa de dormirse.

—Mamá —Natacha se arrodilló delante de ella y acercó la cara a la de su madre—. Perdona si te he despertado, no lo haré más. Me manda Mavra Kuzminishna… Han traído a unos oficiales heridos… Lo permites, ¿no? No tienen dónde ir. Sé que lo permitirás… —Natacha hablaba rápidamente, sin tomar aliento.

—¿Qué oficiales? ¿A quién han traído? No entiendo nada —dijo la condesa.

Natacha rio y la condesa sonrió débilmente.

—Ya sabía yo que no te opondrías… voy a decirlo.

Besó a su madre, se puso en pie y salió. En la habitación contigua encontró al conde, que traía malas noticias.

—¡Menuda la hemos hecho esperando tanto! Han cerrado el Club y la policía se va —comentó con disgusto.

—Papá, he dicho a unos oficiales heridos que podían entrar en casa, ¿te importa? —preguntó Natacha.

—Claro que no, querida —contestó él distraídamente—. Pero te pido que no te ocupes de tonterías y ayudes a empaquetar. Tenemos que irnos mañana… —el conde dijo lo mismo al mayordomo y a los criados.

Durante la comida Petia contó sus noticias. El pueblo estaba armándose en el Kremlin. Aunque Rostopchín había anunciado en sus pasquines que haría un llamamiento dos días antes, ya habían ordenado que el pueblo saliese al día siguiente a Tres Montañas, donde se libraría una gran batalla.

Mientras, la condesa miraba con tímido espanto la cara enrojecida y alegre de Petia. Sabía que si decía algo, si le suplicaba que no fuese al combate, pues estaba segura de que lo alegraba la batalla inminente, el muchacho contestaría lo que fuese sobre los hombres, el honor y el amor a la patria; sería una insensatez típica de hombres sin objeción posible. Así, echaría todo a perder. Así pues, no dijo nada. Esperaba marcharse antes y llevarse a Petia como protector y defensor; pero después de la comida llamó al conde y le rogó con lágrimas en los ojos que la sacase de Moscú cuanto antes, esa misma noche si fuese posible. La condesa, que hasta entonces había mostrado un gran ánimo, juraba con la instintiva malicia del amor femenina que se moriría de miedo si no se iban esa noche. Y era verdad que todo le daba ahora miedo.

CAPÍTULO XIV

Schoss, que había ido a visitar a su hija, amedrentó a la condesa narrando lo que había visto en la calle Miasnitskaia en un almacén de bebidas. No había podido pasar por allí debido a la multitud de borrachos que gritaban. Tuvo que tomar un coche y dar un rodeo para regresar a casa. El cochero le contó que el pueblo había destrozado los barriles de vodka porque lo habían ordenado.

Después del almuerzo los Rostov se pusieron a empaquetar como locos. El viejo conde permaneció en casa toda la tarde e iba sin cesar del patio al interior, gritaba a los criados y aumentaba más la confusión. Petia daba órdenes en el patio. Sonia no sabía qué hacer con las órdenes opuestas del conde y se equivocaba continuamente. Los criados gritaban, discutían, armaban jaleo y corrían por doquier. Natacha se puso manos a la obra con la pasión que ponía en todo. Al principio, todos recelaron de su intervención esperando cualquier broma y no querían obedecerla. Pero ella exigió que la obedecieran, se enojó, casi se puso a llorar porque no le hacían caso y finalmente consiguió la confianza de todos.

Su primera proeza, que le costó gran esfuerzo y le dio plenos poderes, fue embalar los tapices. En la casa del conde había gobelinos y tapices persas muy valiosos. Cuando Natacha se puso manos a la obra había dos cajones abiertos; uno casi repleto de porcelana y otro de tapices. Quedaba mucha porcelana sobre la mesa y trajeron más de la despensa. Había que llenar un tercer cajón y los criados fueron por él.

—Espera, Sonia; embalaremos todo aquí —dijo Natacha.

—Imposible, señorita; lo hemos intentado —dijo el cantinero.

—Espera. —Natacha sacó rápidamente los platos y fuentes envueltos en papel—. Hay que meter esos platos entre los tapices —explicó.

—¡Ojalá cupieran los tapices en tres cajones!

—No, espera.

Natacha rehízo el embalaje con habilidad.

—Esto no hace falta —se refería a los platos de Kiev—. Eso sí, con los tapices —y sacó unos platos de Sajonia.

—Déjalo, Natacha, nosotros lo haremos —le reprochó Sonia.

—Déjelo, señorita —repitió el cantinero.

Pero Natacha no cedió. Sacó todo, lo embaló diciendo que no había que llevarse las alfombras desgastadas ni la vajilla corriente. Cuando sacó todo de los cajones, volvió a meterlo en orden. Efectivamente, en efecto, dejando lo que no merecía la pena, cupieron los objetos más valiosos en los dos cajones. Pero el cajón de los tapices no cerraba. Habrían podido quitar algo, pero Natacha quería cerrarlo sin sacar nada. Colocaba las piezas de varias maneras, apretaba, obligaba al cantinero y a Petia, a quien hizo presionar la tapa, y ella misma hacía esfuerzos vanos.

—Basta, Natacha —dijo Sonia—. Veo que tienes razón; pero quita el que está encima.

—No quiero —replicó Natacha sosteniendo con una mano el cabello que le caía sobre el rostro sudoroso y apretando con la otra los tapices—. ¡Aprieta, Petia! Tú también, Vasilich —gritaba.

Los tapices cedieron y pudieron cerrar. Natacha aplaudió jubilosa y casi lloró de alegría. Pero fue un segundo. Enseguida emprendió otra tarea y todos obedecieron sin rechistar. Ni siquiera el conde se inquietaba cuando le decían que Natacha Ilinishna había cambiado algo ordenado por él; ahora los criados acudían a ella preguntando si debían atar o no el equipaje de un carro o si ya estaba bastante cargado.

Gracias a Natacha, los preparativos se aceleraron. Las cosas inútiles se dejaban y las más valiosas se embalaban lo mejor posible. Pese al cuidado de los criados, era ya de noche y no se había terminado con todo. La condesa se durmió y el conde, aplazando la marcha para la mañana siguiente, también se acostó.

Sonia y Natacha se tumbaron vestidas en el despacho de los divanes.

Esa noche llegó a la calle Povarskaya un nuevo herido y Mavra Kuzminishna, que estaba en la puerta, lo metió en la casa. Aquel herido, en opinión de Mavra Kuzminishna, debía ser un personaje muy importante. Lo traían en un coche cerrado con la capota bajada. Un anciano ayuda de cámara, de aspecto respetable, iba en el pescante junto al cochero. El médico y dos soldados iban en un carro detrás.

—Entren, por favor. Los señores se van; toda la casa queda vacía —dijo ella.

—No confiamos en traerlo con vida —suspiró el ayuda de cámara—. También nosotros tenemos casa en Moscú, pero está lejos y no hay nadie.

—Entren, por favor. En casa de mis señores hay todo lo necesario —dijo ella—¿Tan mal está? —añadió.

—No creemos que viva —repuso con desánimo el ayuda de cámara—. Hay que preguntarle al doctor. Bajó del pescante y se acercó al carro.

—Está bien —dijo el médico.

El ayuda de cámara volvió al coche, miró dentro, meneó la cabeza y ordenó al cochero entrar al patio; él se detuvo junto a Mavra Kuzminishna.

—¡Jesús! —dijo ella.

Mavra Kuzminishna le propuso que llevaran al herido a la casa.

—Los amos no dirán nada…

Como había que evitar las escaleras lo llevaron al pabellón y lo instalaron en la antigua habitación de madame Schoss.

El herido era el príncipe Andréi Bolkonsky.

CAPÍTULO XV

Había llegado el último día de Moscú, un domingo con tiempo era otoñal, despejado y alegre. Repicaban las campanas en todas las iglesias llamando a misa. Nadie parecía comprender lo que aguardaba a la ciudad.

Solo dos señales mostraban la situación de la capital: la gente pobre y el precio de las cosas. Grupos de obreros, criados y mujiks, a quienes se habían unido seminaristas, funcionarios y nobles, fueron a Tres Montañas esa mañana. Tras aguardar a Rostopchín, convencidos de que Moscú se entregaría, se dispersaron por tabernas y posadas. Los precios de ese día también revelaban la situación. Las armas, el oro, los carros y caballos aumentaban sin cesar su precio, mientras bajaba el valor de los billetes y de los enseres domésticos. Al mediodía, mercancías caras como el paño se vendían a mitad de su valor y se ofrecían quinientos rublos por un jamelgo. Muebles, espejos y bronces se regalaban.

En la antigua y tranquila casa de los Rostov apenas se notó la desaparición de las antiguas costumbres. Esa noche habían huido tres criados, pero no habían robado nada. En cuanto al precio de las cosas, los treinta carros llegados de las aldeas eran una riqueza envidiada por muchos, que ofrecían a los Rostov una fortuna por ellos. Durante la mañana del día 1 y la víspera el patio de los Rostov estuvo lleno de criados y asistentes de los oficiales heridos, de los propios heridos y de los albergados en las casas vecinas, que acudían a suplicar que les dejasen un carro para salir de Moscú. El mayordomo, a quien se hacían tales peticiones, compadecía a los heridos, pero se negaba alegando que ni osaba hablar de ello al conde. Era una pena que los heridos se quedasen en Moscú; pero si cedían un carro no había motivo para que no hiciesen lo mismo con otro, y así acabarían dando hasta los coches de los señores. Además, treinta carros no podían salvar a todos los heridos, y en la actual situación había que pensar en uno mismo y en la familia. Así opinaba el mayordomo en nombre de su señor.

El conde Iliá Andréievich salió esa mañana de su dormitorio sin hacer ruido para no despertar a la condesa, que acababa de dormirse, y se asomó al porche con su batín de seda morada. Los carros estaban en el patio. Los coches aguardaban junto al vestíbulo. El mayordomo hablaba con un viejo asistente y un joven oficial con un brazo en cabestrillo. Al ver al conde, el mayordomo hizo un gesto severo al asistente y al oficial para que se alejasen.

—¿Qué hay, Vasilich? ¿Está todo preparado? —preguntó el conde.

Miró con bondad al oficial y al asistente y los saludó con un gesto, pues le gustaba conocer gente nueva.

—Podemos enganchar ya, excelencia.

—Bien. Saldremos en cuanto despierte la condesa, si Dios quiere.

Y se volvió al oficial:

—Ustedes, señores, ¿están alojados en mi casa?

El oficial se le acercó y enrojeció.

—Permítame, conde… Por Dios, deje… que me acomode en uno de sus carros. No llevo nada… Aunque sea en un carro. Me da lo mismo…

Antes de que el oficial terminase, otro asistente se acercó para interceder por su amo.

—¡Ah, sí! —contestó apresuradamente el conde—. No faltaba más… Tendré una gran satisfacción. Vasilich, manda que descarguen uno o dos carros… Bueno… los que sean… necesarios… —añadió vagamente sin ordenarlo con claridad.

El agradecimiento que expresó el oficial confirmó su decisión. Miró a su alrededor y vio que había heridos y asistentes en el patio, en la puerta cochera, en el cenador y por todas partes. Todos miraban al conde y se acercaban al porche.

—Venga a la galería, excelencia, y díganos qué hacemos con los cuadros… —dijo el mayordomo.

El conde entró repitiendo la orden de que no negaran carros a los heridos.

—Se podrá descargar algo —añadió en voz queda y misteriosa, como temiendo que lo oyesen.

A las nueve se despertó la condesa. Su antigua doncella, Matriona Timofeievna, que era jefe de gendarmes, entró a decirle que María Karlovna estaba enojada y que los vestidos de verano de las señoritas no podían quedarse en la ciudad. Respondiendo a la pregunta de la condesa sobre los motivos que Schoss tenía para enfadarse, Matriona Timofeievna explicó que habían descargado su baúl de un carro; que estaban desatando todos los carros para que subiesen a los heridos porque, con su bondad de siempre, el conde lo había ordenado. La condesa hizo llamar a su marido.

—¿Qué es eso, querido? Me dicen que están descargando los carros.

—¿Sabes, ma chère? Quería decírtelo antes… Ma chère condesita… Vino un oficial a pedirme que le dejase unos carros para los heridos… Las cosas las podemos comprar, pero ellos, ¿cómo van a quedarse aquí? Les invitamos a pasar… ¿Lo ves…? Están en nuestro patio, hay oficiales… creo, ma chère, que podrían llevarlos… ¿a qué tanta prisa…?

El conde hablaba tímidamente, como siempre que se trataba de dinero.

La condesa estaba hecha a aquel tono de voz previo a todos los negocios que habían arruinado a sus hijos: la construcción de una galería o un invernadero, la organización de un teatro o de una orquesta. Estaba acostumbrada a oponerse a cuanto él decía con esa voz.

Adoptó su habitual expresión llorosa y sumisa, y dijo:

—Escúchame, conde. Nos has traído a esta situación; ya no nos dan nada por nuestra casa y ahora quieres perder la fortuna de nuestros hijos. Tú mismo dices que en casa hay objetos que valen cien mil rublos. No estoy de acuerdo con lo que has hecho. ¡No estoy de acuerdo! Piensa lo que quieras. Ya está el gobierno para ocuparse de los heridos y ellos lo saben. Mira, en casa de los Lopujin; anteayer se llevaron a todos. Eso hace la gente. Los únicos imbéciles somos nosotros. Si no lo haces por mí, hazlo por nuestros hijos.

El conde agitó las manos y salió sin hablar. Natacha, que entraba en aquel instante en la habitación de su madre, preguntó:

—¿Qué pasa, papá?

—Nada. ¡Nada que te importe! —repuso con irritación el conde.

—Sí, lo he oído —dijo Natacha—. ¿Por qué no quiere mamá?

—¿Y a ti qué más te da? —gritó el conde.

Natacha se acercó a la ventana.

—Papá, Berg viene a vernos —dijo mirando al patio.

CAPÍTULO XVI

Berg, el yerno de los Rostov, era ya coronel condecorado con las cruces de San Vladimir y Santa Ana y ocupaba su puesto tranquilo y agradable de auxiliar del segundo jefe de la primera sección del Estado Mayor del segundo cuerpo del ejército.

El 1 de septiembre había llegado a Moscú procedente del ejército.

No tenía nada que hacer en Moscú, pero vio que todos querían ir allí y creyó oportuno pedir también un permiso para resolver asuntos familiares.

Berg llegó a casa de su suegro en un elegante coche tirado por dos caballos como los de cierto príncipe. En el patio de la casa examinó los carros y sacó un pañuelo y anudó una de sus puntas mientras se acercaba a la puerta.

Atravesó corriendo el vestíbulo y entró en la sala. Abrazó al conde, besó la mano a Natacha y a Sonia y se informó apresuradamente sobre la salud de la condesa.

—¡Cómo va a estar ahora! Pero cuéntanos —dijo el conde—. Dinos qué hacen las tropas. ¿Se repliegan o darán batalla?

—Solo Dios puede resolver el destino de nuestra patria, papá. El ejército está animado y los jefes están reunidos en consejo ahora mismo. No sé lo que saldrá de ahí. Pero, en general, no hay palabras para describir el heroísmo del ejército ruso, el valor de antaño que mostró el día 26. Le diré —se golpeó el pecho como hizo un general en su presencia, aunque debió haberlo hecho al decir «el ejército ruso»— que los oficiales y jefes no tuvimos que animar a los soldados; en realidad, apenas pudimos contener esos… heroicos hechos, antiguos —se atropelló con las palabras—. El general Barclay de Tolly arriesgó la vida delante de las tropas. Nuestro cuerpo de ejército estaba en la pendiente de una colina… ¡Imagine! —Berg narró cuanto recordaba de diversos informes oídos.

Natacha lo miraba como si buscase en su cara la solución de un problema.

—Nadie puede imaginar y alabar el heroísmo de los soldados rusos —dijo Berg sonrió a su obstinada mirada—. «Rusia no está en Moscú, sino en el corazón de sus hijos». ¿Verdad, papá?

Entonces entró la condesa con aspecto triste y disgustado. Berg se levantó, besó su mano, se interesó por su salud y, expresando su condolencia con la cabeza, se detuvo a su lado.

—Sí, mamá; son tiempos tristes y penosos para todos los rusos. Pero, ¿por qué inquietarse? Aún tienen tiempo de salir…

—No comprendo qué hacen los criados —dijo la condesa a su marido—. Ahora dicen que no hay nada preparado. Alguien tiene que disponer las cosas. Acaba uno por echar de menos a Mitenka. Así no acabaremos.

El conde quiso objetar algo, pero calló. Se levantó y fue a la puerta. En ese momento, Berg sacó del bolsillo el pañuelo como si fuese a usarlo, miró el nudo, se quedó pensativo y meneando la cabeza con gesto triste dijo:

—Debo pedirle algo importante, papá.

—¡Hum! —gruñó el conde.

—He pasado ahora delante de la casa de Yusupov —rio Berg—. El administrador salió a decirme si quería comprar algo. Entré y había allí una chiffonière y un tocador; ya sabe usted cuánto lo desea Vera y cuánto hemos hablado de eso… —Berg había pasado a un tono emocionado cuando habló de la chiffonière—. Es una maravilla; tiene cajones y una compartimento secreto. ¡Vera la desea hace tanto! Me gustaría darle esa sorpresa. Acabo de ver a muchos mujiks en el patio. Deme uno, le pagaré bien y…

El conde frunció el ceño y carraspeó.

—Pídeselo a la condesa, yo no doy órdenes.

—Si es difícil, lo dejamos —dijo Berg—. Pero me gustaría mucho por Vera.

—¡Ah, al diablo todos! —gritó el conde—. Me da vueltas la cabeza.

Y salió de la sala. La condesa se echó a llorar.

—Mamá, son tiempos difíciles —dijo Berg.

Natacha salió detrás de su padre; pero después, al percatarse de lo que quería, corrió a la entrada.

Allí estaba Petia repartiendo armas a los campesinos que iban a salir de Moscú. En el patio seguían los carros. Dos habían sido descargados y un oficial subía en uno con la ayuda de su edecán.

—¿Sabes por qué fue? —preguntó Petia a Natacha, que comprendió que su hermano se refería al enfado de sus padres, pero no respondió—. Porque papá quería dar todos los carros a los heridos —continuó Petia. —Me lo ha contado Vasilich. Yo creo…

—Yo creo… yo creo… que es una canallada, una infamia… ¡No sé cómo decirlo! —gritó con expresión indignada Natacha—. ¿Es que somos unos alemanes?

Los sollozos la ahogaban, y temiendo dejar escapar toda su rabia, volvió la espalda a su hermano y fue escaleras arriba.

Sentado junto a la condesa, Berg la consolaba con respeto y cariño; el conde, pipa en mano, deambulaba por la sala, cuando Natacha, con el rostro iracundo, irrumpió como un huracán y se acercó a su madre.

—¡Es una vileza! ¡Una infamia! —gritó—. No es posible que lo hayas ordenado.

Berg y la condesa la miraban perplejos y asustados. El conde se detuvo junto a la ventana prestando oído.

—Mamá, no es posible. Mira lo que ocurre en el patio. ¡Ellos se quedan…!

—¿Qué te ocurre? ¿Quiénes son ellos? ¿Qué quieres?

—¡Los heridos! ¡Se quedan! Es imposible, mamá; eso no está bien, perdóname… ¿qué puede importarnos lo que nos llevamos? Mira lo que pasa en el patio… ¡Mamá, eso no puede ser…!

El conde seguía junto a la ventana y escuchaba a Natacha. A punto de llorar, acercó la cara a los cristales.

La condesa miró a su hija, vio su rostro avergonzado y su emoción; comprendió por qué el marido no se atrevía a mirarla, y miró a su alrededor atónita.

—¡Ah, haced lo que queráis! ¿Soy yo un estorbo? —dijo sin ceder del todo.

—¡Mamá, perdóname!

La condesa apartó a su hija y se acercó al conde.

—Mon cher, da las órdenes que creas oportunas… yo no sé… —dijo sintiéndose culpable.

—Son los huevos… los huevos los que enseñan a la gallina —dijo el conde con lágrimas de alegría abrazando a su esposa, contenta de ocultar en su pecho el rostro avergonzado.

—Papá, mamá… ¿puedo dar las órdenes? ¿Puedo…? —preguntaba Natacha—. Aun así, nos llevaremos lo más necesario…

El conde asintió con la cabeza y Natacha salió con la rapidez de cuando jugaba al escondite de pequeña y fue al patio.

Reunidos en torno a Natacha, los criados no podían creer la orden hasta que el conde, en nombre de su esposa, confirmó la decisión de entregar los carros a los heridos y llevar los baúles a los depósitos. Cuando lo comprendieron, los criados se dedicaron a la tarea con frenesí. Ahora ya no les extrañaba y creían que no podía ser de otra manera, como un cuarto de hora antes les parecía natural cargar los muebles y dejar a los heridos.

Como para resarcirse de no haberlo hecho antes, todos se dedicaron a instalar a los heridos, que salían arrastrándose y rodeaban los carros con semblantes pálidos y felices.

Corrió la voz por las casas vecinas y llegaron al patio de los Rostov los heridos recogidos en otras casas. Muchos se oponían a que se descargasen los carros y se conformaban con acomodarse sobre los bultos; pero tomada la decisión, no había tiempo de revocarla. Daba igual dejar todo o la mitad. Los baúles con la vajilla, los bronces, cuadros y espejos, tan cuidadosamente embalados, quedaban en el patio; todos buscaban y hallaban el modo de descargar más cosas para dejar sitio en los carros.

—Caben cuatro más —dijo el administrador—. Puedo dejar mi carro; ¿qué será de ellos, si no?

—Vaciad el carro de mi guardarropa —dijo la condesa—. Duniasha vendrá conmigo en la carroza.

Se vació el carro del guardarropa y buscaron algunos heridos dos casas más allá. Todos los Rostov y sus criados estaban animados. Natacha estaba entusiasmada y feliz como nunca.

—¿Dónde lo atamos? —preguntaron los criados colocando un baúl en la parte trasera de la carroza—. Deberíamos dejar al menos un carro.

—¿Qué hay dentro? —preguntó Natacha.

—Los libros del conde.

—Déjalos. Vasilich los recogerá. No hacen falta.

La carreta estaba llena y nadie sabía dónde se sentaría Piotr Ilich.

—Irá en el pescante —gritó Natacha—. Irás en el pescante, ¿no, Petia?

Tampoco Sonia estaba inactiva. Pero su actividad era diferente a la de Natacha. Ordenaba las cosas que dejaban y las apuntaba, por deseo de la condesa, tratando de llevarse lo más posible.

CAPÍTULO XVII

A las dos de la tarde los cuatro coches de los Rostov aguardaban para salir, ya enganchados y dispuestos. Los carros con los heridos, uno tras otro, habían comenzado a salir del patio. El coche donde iba el príncipe Andréi llamó la atención de Sonia, que preparaba con ayuda de una doncella el asiento para la condesa en la enorme y alta carroza que aguardaba frente a la puerta.

—¿De quién es este coche? —Sonia se asomó por la ventanilla.

—¿No lo sabe, señorita? —preguntó la doncella—. Es el príncipe herido… Ha pasado la noche en nuestra casa. También viene con nosotros.

—Sí, pero, ¿quién es? ¿Cómo se llama?

—Es el antiguo prometido de la señorita, el príncipe Bolkonsky —suspiró la doncella—. Dicen que está con un pie en la tumba.

Sonia saltó de la carroza y corrió hacia la condesa, que paseaba con aire cansado ya vestida con sombrero y echarpe para el viaje y aguardaba en el salón a la familia para sentarse y rezar a puerta cerrada antes de la partida. Natacha no estaba allí.

—¡Maman, el príncipe Andréi está aquí herido de muerte! —dijo Sonia—. Viene con nosotros.

Asustada, la condesa abrió los ojos; agarró a Sonia por el brazo y la miró.

—¿Y Natacha? —dijo.

Para Sonia y la condesa aquella noticia solo tenía un sentido. Conocían a Natacha, y el temor del efecto de esa noticia ahogaba en ambas cualquier sentimiento compasivo hacia un hombre al que querían.

—Natacha aún no sabe nada. Pero él viene con nosotros.

—¿Y dices que está a punto de morir?

Sonia asintió con la cabeza y la condesa la abrazó llorando.

«Los designios del Señor son inescrutables», pensó sintiendo que en cuanto sucedía estaba la mano del Todopoderoso, hasta entonces oculta a los hombres.

—¡Bueno, mamá! ¡Todo está listo! ¿De qué habláis? —preguntó Natacha entrando con el semblante alegre.

—De nada —dijo la condesa—. Si está todo listo, podemos irnos. —La condesa se inclinó sobre su bolso para ocultar el semblante. Sonia abrazó y besó a Natacha, que la miró intrigada.

—¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?

—Nada… no es nada…

—¿Algo muy malo para mí…? ¿Qué es? —insistió la sensible Natacha.

Sonia suspiró. El conde, Petia, Schoss, Mavra Kuzminishna y Vasilich entraron en la sala. Cerraron las puertas, se sentaron y permanecieron en silencio sin mirarse.

El conde se levantó primero; después, con un suspiro, se santiguó mirando el icono. Todos lo imitaron. El conde abrazó a Mavra Kuzminishna y a Vasilich, que se quedaban en Moscú. Mientras ellos trataban de asir su mano y lo besaban en el hombro, les dio unos golpecitos en la espalda y balbuceó unas palabras vagas, consoladoras y cariñosas.

La condesa fue al oratorio; Sonia la encontró arrodillada delante de unas imágenes que quedaban en la pared. Los iconos más valiosos habían sido embalados, como recuerdos de familia, y se los llevaban consigo.

En el vestíbulo y el patio, los criados que se iban armados de puñales y sables por obra de Petia, con los pantalones remetidos en las botas altas y ceñidos los cinturones, se despedían de quienes se quedaban.

Como suele suceder a última hora, quedaban muchas cosas olvidadas, los paquetes estaban mal colocados y dos lacayos aguardaron ante la portezuela abierta de la carroza para ayudar a subir a la condesa, mientras las doncellas corrían de la casa a los coches y de estos a la casa con almohadones y paquetes.

—¡Siempre olvidan algo! —dijo la condesa—. Sabes que no puedo sentarme así.

Duniasha, con los labios fruncidos y sin decir nada, pero con gesto de reproche subió a la carroza y acomodó el asiento de otra forma.

—¡Ay, qué gente! —decía el conde meneando la cabeza.

El viejo cochero Efim, el único con quien la condesa se atrevía a salir, estaba sentado en el pescante sin girarse para ver lo que sucedía detrás. Sus treinta años de experiencia le decían que tardarían en dar la señal de partida, y que cuando lo hicieran, lo detendrían otras dos veces para ir a buscar paquetes olvidados, y después lo harían parar otra vez y la condesa sacaría la cabeza por la ventanilla y le rogaría en nombre de Cristo que condujese con prudencia en las pendientes. Lo sabía y, con más paciencia que los caballos, sobre todo el de la izquierda, Sokol, que se inquietaba y mordía el freno, aguardaba lo que sucedería. Finalmente todos se acomodaron; levantaron el estribo, cerraron la portezuela y mandaron buscar un cofrecillo. La condesa sacó la cabeza y dijo lo acostumbrado. Efim se quitó el sombrero y se santiguó. El postillón y todos los criados lo imitaron.

—¡Con Dios! —dijo Efim, y volvió a ponerse el sombrero—. ¡Adelante!

El postillón fustigó a los caballos; el de la derecha dio un tirón, crujió todo y arrancó el carruaje. Un lacayo saltó al pescante. Al salir del patio, la carroza y los demás vehículos saltaron sobre el empedrado, y enfilaron la calle. Todos se santiguaron al pasar delante de la iglesia. Los criados que se quedaban en Moscú los acompañaban a los lados de los carruajes.

Pocas veces se había sentido Natacha tan alegre como entonces, sentada en el coche junto a su madre y mirando las fachadas de un Moscú abandonado que pasaban ante sus ojos. A veces se asomaba y miraba el convoy de heridos que los precedía. Veía delante el toldo del coche del príncipe Andréi. Ignoraba quién iba allí, y cuando miraba la fila de carros, buscaba el coche con los ojos. Sabía que iba delante de todos.

En Kudrino, a la altura de las calles Nikitskaia, Presnia y Podnovinski, el convoy se topó con otros semejantes; y por la calle Sadovaia los coches y carros avanzaban en doble fila.

Al dejar atrás la torre de Sujarev, Natacha, que miraba con curiosidad a quienes pasaban a pie o en sus coches, exclamó:

—¡Dios mío! ¡Mamá! ¡Sonia! ¡Mirad, es él!

—¿Quién?

—¡Fijaos! ¡Os aseguro que es Bezúkhov!

Natacha sacó el cuerpo por la ventanilla de la carroza para mirar a un hombre alto y grueso vestido de cochero, que era un señor disfrazado a juzgar por el porte. Lo acompañaba un viejo amarillento y lampiño, con un capote de lana, y se acercaban al arco de la torre de Sujarev.

—Es Bezúkhov, el del caftán, va con un viejo como un niño. ¡Miradlo! —exclamaba.

—No es él… No digas bobadas.

—Me dejaría cortar la cabeza, mamá. Te digo es él. ¡Espera! —gritó al cochero.

Pero este no podía parar porque desde la calle Meschanskaia desembocaban nuevos coches y carros y los conductores gritaban a los Rostov que siguieran y no entorpecieran.

Aunque más lejos que antes, los Rostov vieron a Pierre o a un hombre que se le parecía vestido con un caftán de cochero. Iba cabizbajo y con expresión seria, acompañado de un viejo lampiño con aspecto de lacayo. El viejo notó que los miraban desde el coche y se lo indicó a su compañero tocándole el codo. Pierre iba tan absorto que tardó en comprender lo que le decían. Cuando lo entendió, miró adonde le indicaban. Reconoció a Natacha y corrió hacia la carroza. Pero se detuvo a los pocos pasos como si recordase de pronto algo.

Natacha, asomada a la ventanilla, resplandecía con ternura.

—¡Venga, Piotr Cyrilovich! ¡Lo hemos reconocido! ¡Es asombroso! —exclamó ella tendiéndole la mano—. ¿Cómo está aquí? ¿Por qué va así vestido?

Pierre le tomó la mano y, siguiendo junto al coche, que no podía detenerse, la besó a destiempo.

—¿Qué le ocurre, conde? —preguntó la condesa Rostova, asombrada.

—¿Qué? ¿Por qué? No me lo pregunte —dijo Pierre y se volvió a Natacha, cuya mirada radiante y alegre lo envolvía cada vez más con su encanto.

—¿Se queda en Moscú?

Pierre calló un momento.

—¿En Moscú? —preguntó—. Sí, en Moscú. Adiós.

—¡Oh! Querría ser hombre. Me quedaría sin falta con usted. ¡Cómo me gustaría! —exclamó Natacha—. Mamá, deja que me quede.

Pierre miró a Natacha e iba a decir algo, pero la condesa se le adelantó.

—Hemos sabido que estuvo usted en la batalla.

—Sí —repuso Pierre—. Mañana habrá otra…

Natacha lo interrumpió:

—Diga, ¿qué le pasa? Parece otro.

—No me pregunte. Ni yo mismo lo sé. Mañana… Pero no. Adiós… ¡Son tiempos terribles!

Se separó de la carroza y regresó a la acera. Natacha permaneció asomada mirándolo con una sonrisa alegre y cariñosa, con aire un poco burlón.

CAPÍTULO XVIII

Desde hacía dos días, desde que desapareció de su casa, Pierre ocupaba el piso vacío del difunto Bazdéiev. Así había sucedido:

Al día siguiente de su regreso a Moscú, tras la conversación con el conde Rostopchín, Pierre pasó tras despertar un buen rato sin saber dónde estaba y qué deseaban de él. Cuando entre los nombres de quienes lo aguardaban nombraron al francés portador de la carta de la condesa Helena Vasílievna sintió la confusión y la desesperanza a los que era propenso. Le pareció que todo había terminado, que todo se confundía y se hundía; nadie tenía razón ni era culpable; el futuro no le deparaba nada y el presente no tenía solución. Sonriendo y mascullando algo se dejaba caer en el diván, se ponía en pie, iba a la puerta y miraba por el ojo de la cerradura o daba la vuelta entre aspavientos y tomaba un libro. El mayordomo anunció una vez más que el francés deseaba verlo, aunque fuese un momento, y que habían venido de parte de la viuda de Bazdéiev rogándole que se encargase de los libros, pues ella se había ido al campo.

—¡Ah, sí! Ahora… Espera… Bueno, no. Di que volveré enseguida —dijo Pierre.

Pero en cuanto el mayordomo salió, Pierre tomó un sombrero que había sobre la mesa y salió por la puerta privada de su gabinete. En el pasillo no había nadie. Pierre lo recorrió hasta la escalera frotándose la frente con las manos y bajó al primer rellano. El portero estaba en el portal. Desde el descansillo donde estaba Pierre otra escalera llevaba a la puerta de servicio. Pierre fue por la escalera de servicio al patio. Nadie lo vio. Pero en la calle los cocheros se descubrieron ante él. Sintió aquellas miradas e hizo como el avestruz, que esconde la cabeza para no ser visto. Bajó la suya y se alejó por la calle.

A Pierre le pareció que lo más urgente esa mañana era seleccionar los libros y documentos de Osip Alexéievich. Tomó el primer coche que encontró y ordenó que lo llevase a Patriarshie Prudi, a la casa de la viuda Bazdéiev.

Al ver los convoyes que avanzaban y salían de Moscú, Pierre sintió una emoción como la del muchacho que hace novillos mientras se acomodaba en el carruaje tratando de no perder el equilibrio en aquel destartalado carricoche.

Se puso a charlar con el cochero, que le contó que aquel día se distribuían armas en el Kremlin y que al día siguiente enviarían a todo el mundo a la puerta de Triojgorny, donde se libraría una batalla.

Ya en Patriarshie Prudi, Pierre buscó la casa de Bazdéiev, a donde no iba desde hacía mucho. Se acercó a la puerta. Guerasim, el viejo macilento y lampiño a quien Pierre había visto hacía cinco años en Torzhok junto a Osip Alexéievich, le abrió.

—¿Hay alguien en casa? —preguntó Pierre.

—Debido a la situación, Sofía Danilovna y sus hijos se han ido al campo, cerca de Torzhok, excelencia.

—Entraré aun así mismo. Debo revisar los libros —dijo Pierre.

—Pase, por favor. El hermano del difunto, que en gloria esté, Makar Alexéievich, está aquí. Ya sabe que está muy débil —dijo el viejo servidor.

Pierre conocía al hermano de Osip Alexéievich, Makar Alexéievich, un alcohólico medio loco.

—Sí, lo sé. Vamos… —y entró.

En el pasillo había un anciano, alto y calvo, de nariz colorada, con un batín y chanclos en los pies desnudos. Al ver a Pierre rezongó algo con mal humor y se fue.

—Era un hombre muy inteligente y, ya ve, ha perdido el juicio —dijo Guerasim—. ¿Quiere entrar en el despacho?

Pierre asintió.

—El despacho está como lo dejaron. Sofía Danilovna mandó entregar los libros si venían a buscarlos de parte de usted.

Pierre entró en aquella habitación donde penetraba tembloroso en vida del bienhechor. Estaba polvorienta; no la habían barrido desde la muerte de Osip Alexéievich y parecía más lúgubre que nunca.

Guerasim abrió las contraventanas y salió de puntillas. Pierre recorrió el despacho, fue al armario de los manuscritos y sacó uno de los documentos más importantes de la orden: las actas originales escocesas, con notas y aclaraciones del bienhechor. Se sentó ante el polvoriento escritorio, colocó el manuscrito, que se abría y se cerraba y, por último, dejándolo a un lado, apoyó la cabeza en las manos y se puso a pensar.

Guerasim se acercó varias veces en silencio para echar un vistazo y vio siempre a Pierre en la misma postura. Pasaron así dos horas. Guerasim hizo ruido en la puerta para llamar la atención de Pierre; pero él no lo oyó.

—¿Despido al cochero?

—¡Oh, sí! —Pierre volvió a la realidad y se levantó—. Oye —añadió mirando al viejo con los ojos brillantes y húmedos—, ¿sabes que mañana habrá una batalla?

—Eso dicen —dijo Guerasim.

—Te ruego que no digas a nadie quién soy, y que hagas lo que te diga…

—A sus órdenes. ¿Quiere que le sirva la comida?

—No, necesito un traje de campesino y una pistola. —Pierre se ruborizó.

—Como ordene —repuso Guerasim tras reflexionar.

Pierre pasó el resto de la jornada allí, deambulando de un lado a otro y hablando consigo mismo, como oyó Guerasim. Durmió en una cama que le prepararon allí mismo.

Guerasim, como criado que ha visto mucho en su vida, aceptó aquella actitud sin admirarse. Parecía contento de tener a quien servir. Esa tarde, sin preguntarse para qué lo quería, encontró un caftán y un gorro para Pierre y prometió que al día siguiente le conseguiría la pistola.

Esa tarde, Makar Alexéievich se acercó dos veces a la puerta del despacho arrastrando los chanclos y se detuvo a mirar a Pierre con aire insinuante, pero en cuanto él se giraba, Makar Alexéievich se cruzaba el batín y se alejaba rápidamente con aire avergonzado y ceñudo.

Cuando iba a comprar una pistola a la torre Sujareva vestido con el caftán y acompañado de Guerasim, Pierre se topó con los Rostov.

CAPÍTULO XIX

La noche del 1 de septiembre, Kutúzov ordenó a las tropas rusas retroceder al camino de Riazán pasando por Moscú.

Las primeras fuerzas se pusieron en marcha esa noche. Durante la marcha nocturna no se apresuraban. Pero al alba las unidades que llegaban al puente de Dorogomilov vieron al otro lado tropas que se empujaban en el puente y ocupaban en la otra margen calles y callejones y, detrás, más tropas presionando. Los soldados sintieron entonces una prisa y una inquietud infundadas. Todos corrieron al puente, a los vados y a las barcas. Kutúzov ordenó ser conducido al otro lado de Moscú por calles apartadas.

A las diez de la mañana del 2 de septiembre solo quedaban las unidades de retaguardia en el arrabal de Dorogomilov. El ejército ya había cruzado el río y estaba al otro lado de Moscú.

A esa hora Napoleón se encontraba con sus tropas en el monte Poklonnaia y contemplaba el espectáculo ante sus ojos. Del 26 de agosto al 2 de septiembre, desde la batalla de Borodinó hasta la entrada en Moscú, durante aquella semana agitada y memorable, se mantuvo ese maravilloso y extraordinario tiempo otoñal con un sol que calienta más que en primavera y todo brilla en el aire puro hasta hacer daño a la vista, cuando el pecho se fortalece y se respira con facilidad un aire fresco y perfumado; cuando hasta las noches son tibias, las noches cálidas y oscuras con estrellas doradas que se desprenden del cielo asustando y alegrando a un tiempo.

Así era el tiempo ese día. El esplendor diurno era mágico. Desde Poklonnaia, Moscú se extendía ampliamente, con su río, sus jardines y sus iglesias; la ciudad parecía continuar su vida entre los destellos de sus cúpulas como estrellas bajo el sol.

Al ver así la ciudad, con su arquitectura exótica, Napoleón sintió esa curiosidad envidiosa e inquieta de quien está frente a formas de vida ajenas e ignoradas. Esa ciudad vivía plenamente según los indefinibles indicios que permitían distinguir los seres vivos de los muertos; la ciudad rebosaba vida. Napoleón, desde Poklonnaia, sentía palpitar la ciudad y hasta la respiración de aquel hermoso gran cuerpo.

Al mirar Moscú, los rusos ven a una madre. Los extranjeros, aunque no vean a una madre, perciben su carácter femenino. Y eso sintió Napoleón.

—Cette ville asiatique aux innombrables églises, Moscou la sainte. La voilà donc enfin, cette fameuse ville! Il était temps —dijo Napoleón, y ordenó que extendiese ante él un mapa de Moscú y llamó al intérprete Lelorme d’Ideville. «Una ciudad ocupada por el enemigo se parece a una muchacha que ha perdido la honra», repitió la frase que él mismo había dicho a Tuchkov en Smolensk y contempló la beldad oriental ante él.

Le asombraba que su deseo, irrealizable antaño, se hubiese hecho realidad. Bajo aquella luz matinal miraba la ciudad y el mapa comprobando los detalles de la ciudad; y lo inquietaba y asustaba la certeza de su posesión.

«¿Podía ser de otra forma? —pensó—. Ahí está, a mis pies, aguardando su destino. ¿Dónde estará Alejandro? ¿Qué pensará? ¡Una ciudad extraña, bella y regia! ¡Qué extraño y majestuoso momento! ¿Qué pensarán mis soldados de mí? He aquí la recompensa para los escépticos —miró a su séquito y a los hombres que avanzaban y se alineaban —. Bastaría una sola palabra mía, un movimiento de mi mano, y esta vieja capital de los zares estaría perdida. Pero mi clemencia está siempre lista para descender sobre los vencidos. Debo mostrarme magnánimo y grande… ¡Pero no es verdad que me halle ante Moscú! —se le ocurrió—. No obstante… ahí está, a mis pies, con sus cúpulas doradas y sus cruces resplandecientes al sol. Seré clemente con ella. Escribiré nobles frases de justicia y misericordia en los antiguos monumentos de la barbarie y el despotismo… Alejandro lo apreciará, lo conozco bien.»

A Napoleón se le antojaba que el sentido principal de cuanto ocurría se debía a su lucha personal con Alejandro.

«Si aquello es el Kremlin, desde sus alturas les daré leyes justas. Les mostraré la grandeza de la verdadera civilización; obligaré a generaciones enteras de boyardos a recordar con cariño el nombre de su conquistador. Diré a su delegación que nunca he querido ni quiero la guerra, que solo he combatido la política engañosa de su corte, que amo y respeto a Alejandro y aceptaré condiciones de paz dignas de mí y de mis pueblos. No quiero aprovechar el éxito de la guerra para humillar a un monarca a quien estimo. Boyardos —diré—, no quiero la guerra, deseo la paz y la felicidad de mis súbditos. Sé, que la presencia de esos hombres me inspirará, y hablaré como siempre: con precisión, solemnidad y grandeza… ¿Será verdad que estoy en Moscú? ¡Sí, ahí está!”

—Qu’on m’amène les boyards —dijo a su escolta.

Un general con su séquito galopó de inmediato a buscar a los boyardos.

Dos horas después, Napoleón había almorzado y estaba en el mismo sitio del monte Poklonnaia, aguardando a la delegación. Había elaborado claramente en su mente el discurso que dirigiría a los boyardos, con palabras impregnadas de la dignidad y grandeza necesarias, a su juicio.

Él mismo estaba subyugado por el tono magnánimo con que pensaba actuar en Moscú. Había fijado en su mente los días en que se reunirían los dignatarios rusos con los franceses, en el palacio de los zares. Ya nombraba mentalmente gobernador a alguien que se atrajese a la población; y cuando supo que en Moscú había muchos establecimientos de beneficencia, los colmaba con sus favores. Pensaba que, como en África, donde tuvo que ponerse albornoz y visitar las mezquitas, en Moscú debería ser tan caritativo como los zares. Y para conmover el corazón de los rusos, como todo francés que imagina lo sentimental acordándose de mi querida, mi tierna, mi pobre madre, decidió que en esas instituciones haría escribir en grandes letras: Establecimiento dedicado a mi querida Madre. Casa de mi Madre.

«¿Estoy de veras en Moscú? —pensó de nuevo—. Sí, está delante de mí. ¡Pero cómo tarda en llegar la delegación de la ciudad!»

Mientras, en las últimas filas del séquito, generales y mariscales hablaban inquietos y en voz queda. Quienes habían ido en busca de la delegación volvían con la noticia de que Moscú estaba vacía y que todos sus habitantes se habían ido. Estaban pálidos e intranquilos. No los asustaba la evacuación de la capital pese a la importancia del suceso, sino tener que comunicárselo al emperador. ¿Cómo, sin ponerlo en esa situación que los franceses llaman ridicule, debían decirle que aguardaba en vano a los boyardos y que en Moscú solo quedaban los borrachos? Unos decían que era necesario formar como fuese una delegación; otros disentían y afirmaban que lo mejor era decirle al emperador la verdad con mano izquierda.

—Il faudra le lui dire tout de même —decían—. Mais messieurs…

La situación era más difícil aún porque Napoleón, meditando sus magnánimos proyectos, contemplaba el mapa y miraba a ratos hacia el camino de Moscú, o sonreía con orgullo y alegría.

—Pero es imposible… —comentaban encogiéndose de hombros en su séquito sin osar pronunciar la terrible palabra: le ridicule…

Mientras, el emperador, cansado de esperar y notando con su intuición de actor que el momento solemne se retrasaba y perdía la solemnidad, hizo una seña con la mano. Un cañonazo —la señal acordada— sonó en el espacio y las tropas que rodeaban Moscú se dirigieron a las puertas de Tver, Kaluga y Dorogomilov. Adelantándose entre ellas, avanzaron y desaparecieron bajo la polvareda que levantaban entre gritos.

Arrastrado por sus tropas, Napoleón llegó a la puerta de Dorogomilov, se detuvo allí, descabalgó y pasó largo rato paseando por el baluarte de Kamer-Kolezhki mientras aguardaba a la delegación.

CAPÍTULO XX

Moscú era una ciudad vacía. Quedaba gente, sí, quizá la quincuagésima parte de la población; pero la ciudad estaba como una colmena sin reina.

En una colmena sin reina no queda vida, aunque a simple vista parezca tan viva como otras.

Bajo los rayos del sol de mediodía las abejas giran como siempre en torno a la colmena sin reina como hacen en las otras colmenas vivas. Desde lejos se percibe el aroma de la miel; las abejas entran y salen. Pero si se observa el panal sin reina se ve que no hay vida; las abejas no salen como de una colmena viva; no existe el perfume ni el zumbido que atrae al apicultor. Si golpea la pared, en vez del zumbido de miles de abejas que levantan el abdomen y provocan un ruido característico con el movimiento de sus alas, responden solo zumbidos aislados que suenan en distintos lugares… Ya no huele a miel aromática, a cera y veneno; la colmena no desprende plenitud vital, sino un olor a miel mezclado con el de vaciedad y podredumbre. No hay abejas guardianas que anuncien el peligro, listas para sacrificarse en defensa de la colmena; no se oye el ruido suave y regular del trabajo, como el de la ebullición, sino los sones dispersos y ásperos del desorden. Las abejas expoliadoras entran y salen con timidez y habilidad; son abejas oscuras, largas, sucias de miel: no pican y solo tratan de escapar del peligro. Antes las abejas entraban cargadas y salían vacías; ahora se llevan lo que hay dentro. El apicultor abre la colmena por abajo y la examina; en vez de abejas negras y gordas, aplacadas por el trabajo, sujetas entre ellas por las patas, ocupadas labrando cera, ahora hay abejas adormiladas, escuálidas, que se arrastran por el fondo y las paredes del panal. En lugar de un suelo limpio y encerado, barrido por las alas, hay restos de cera, excrementos y abejas moribundas que apenas mueven las patas, o cadáveres inmóviles.

El apicultor abre la parte superior de la colmena. Ya no ve las hileras de abejas en sus celdas dando calor a los huevos, sino una actividad complicada sin la frescura de antes. Todo está sucio y abandonado; las abejas expoliadoras se mueven rápidas y furtivas. Las dueñas de la colmena, secas y marchitas, encogidas como viejas, se arrastran sin molestar, sin desear nada, como si hubiesen perdido la conciencia. Los zánganos, los tábanos y polillas chocan aturdidos contra las paredes. Entre la cera y la miel se oye un rumor. En alguna parte, por costumbre, dos abejas limpian sus celdas y con diligencia sacan una abeja muerta o una larva sin saber por qué. En otra parte, dos abejas pelean o se limpian o nutren mutuamente ignorando si lo hacen por amistad u hostilidad. Más allá, un grupo de abejas se tiran sobre una víctima, la golpean y ahogan. Y la abeja débil o muerta cae sobre el montón de cadáveres.

El apicultor abre la colmena por la mitad. En vez de los círculos negros y compactos, unidos por la espalda, velando los misterios del panal, ve restos de cientos de insectos tristes, moribundos o adormilados. Casi todos han muerto sin saber que el tesoro que guardaban no existe. Exhala todo un tufo de putrefacción y muerte. Solo algunas abejas se mueven perezosas y se posan en la mano enemiga sin tener fuerza para morir hiriéndola. Las muertas caen como escamas de pescado. El apicultor cierra la colmena, la marca con tiza y, cuando tiene un rato, la desarma y fumiga.

Así estaba Moscú cuando Napoleón, cansado, inquieto, con el ceño fruncido, paseaba por el baluarte de Kamer-Kolezhki aguardando la ceremonia que, aunque externa, consideraba necesaria para guardar las apariencias: la llegada de una delegación.

En algunos lugares había gente, pero se movía sin motivo, solo por la costumbre, sin comprender lo que hacía.

Cuando anunciaron con gran precaución al emperador que la ciudad estaba desierta, este miró enfadado al portador de la noticia, le volvió la espalda y siguió caminando sin hablar.

—¡El coche! —dijo.

Se sentó junto al edecán de servicio e hizo que lo llevase a los suburbios. «¡Moscú desierta! ¡Es un hecho inverosímil!», se dijo.

No entró en la ciudad y se detuvo en una posada del barrio de Dorogomilov.

Le coup de théâtre avait raté.

CAPÍTULO XXI

Las tropas rusas pasaron por Moscú entre las dos de la madrugada y las dos de la tarde, y se llevaron a los heridos y a los últimos habitantes que salían de la capital.

El paso de las fuerzas sembró el caos, sobre todo en los puentes de Kameny, Moskvoretski y Yauza.

Cuando las tropas se dividieron en dos columnas para bordear el Kremlin, fueron detenidas junto al Kameny y el Moskvoretski. Aprovechando la parada y la confusión, muchos soldados volvieron atrás y se deslizaron a hurtadillas entre la iglesia de San Basilio y la puerta Borovitski, hacia la plaza Roja, donde esperaban saquear sin dificultad.

Una muchedumbre como la que solía llenar el Gostiny Dvor durante los días de rebajas ocupaba el recinto. Pero no se oían las voces melifluas y amables de los vendedores, no había buhoneros, ni compradoras femeninas. Solo había uniformes y capotes de soldados desarmados, que entraban con cargas y salían sin ellas. Unos pocos comerciantes y dependientes vagaban perdidos entre los soldados, cerraban sus tiendas o transportaban con ayuda de mozos sus mercancías. En la cercana plaza de Gostiny Dvor, el tambor llamaba a filas, pero los saqueadores no hacían caso, sino que se alejaban. Entre los soldados, en tiendas y callejuelas, había hombres con caftanes grises y cabeza rapada. En la esquina de Ilinka conversaban dos oficiales; uno llevaba una banda sobre el uniforme y montaba un caballo gris; el otro iba a pie y vestía capote. Un tercer oficial se les acercó.

—El general ha ordenado que echemos a esos sea como sea. ¡Es algo que no tiene nombre! La mitad han huido.

—¿Adónde vas…? —gritó el oficial a tres soldados de infantería que se dirigían hacia las tiendas, desarmados, con los faldones del capote levantados, —. ¡Alto, canallas!

—Pruebe a reunirlos —dijo otro oficial—. Es imposible. ¡Hay que correr para que no se vayan los últimos!

—¿Cómo podemos ir? Se ha taponado el puente y no se puede avanzar. Habría que acordonar la zona para que los últimos no escapen.

—¡Vayan y échenlos! —gritó el oficial superior.

El oficial de la banda desmontó, llamó al tambor y fue con él por los soportales; algunos soldados salieron corriendo. Un comerciante con granos en las mejillas junto a la nariz, expresión tranquila y calculadora en su rostro gordo, se acercó al oficial.

—¡Señoría! —dijo agitando los brazos—. ¡Protéjanos, por favor! No escatimaremos la mercancía, se la daremos a usted si quiere… Para un hombre honorable no nos importan dos cortes de paño si hace falta, los daremos de todo corazón… porque comprendemos que… Esto es pillaje… ¡Por favor! Si, al menos, pusiesen guardia o pudiésemos cerrar.

Otros comerciantes rodearon al oficial.

—No vale la pena hablar —dijo uno delgado y de rostro serio—. ¡Cuando te cortan la cabeza no lloras por el cabello! ¡Que se lleven lo que quieran! —agitó la mano con energía y se apartó del oficial.

—Tú, Iván Sidorich, puedes hablar —dijo rabioso colérico el primer comerciante—. Tenga la bondad, excelencia…

—¿Para qué hablar? —gritó el comerciante delgado—. Tengo género por valor de cien mil rublos en mis tres tiendas… ¿Puedo conservarlo ahora que se fue el ejército? ¡Nada puede hacerse contra la voluntad de Dios!

—Venga, señoría —insistió el primer comerciante entre reverencias.

El oficial estaba asombrado, con la indecisión pintada en el rostro.

—¡Y a mí qué me importa! —gritó y con paso rápido fue a los soportales.

Desde una tienda abierta llegaba el ruido de golpes e insultos. Cuando el oficial se acercó, un hombre con chaqueta gris y cabeza rasurada salió despedido. El hombre se encogió y se deslizó entre los comerciantes. El oficial se enfrentó a los soldados que había dentro, pero entonces se oyeron en el puente Moskvoretski gritos de una multitud inmensa y el oficial corrió a la plaza.

—¿Qué pasa? —preguntaba.

Su compañero ya galopaba en dirección a los gritos, por delante de la iglesia de San Basilio. El oficial montó y lo siguió. Al llegar al puente vio dos cañones, soldados de infantería caminando por el puente, carros volcados, semblantes asustados y caras sonrientes de soldados. Junto a los cañones había un carro tirado por dos caballos; detrás, cuatro galgos con sus collares. El carro llevaba una montaña de objetos; en lo alto, junto a una silla de niño con las patas hacia arriba, se sentaba una mujer que gritaba con desesperación. Algunos compañeros explicaron al oficial que los gritos de la multitud y de la mujer se debían a que el general Ermolov, que había pasado por allí, al saber que los soldados se metían por las tiendas y los paisanos estorbaban el paso, había ordenado colocar cañones para hacer ver que dispararían sobre el puente.

La muchedumbre, entre empellones, carros volcados y gritos, se echo atrás hasta descongestionar el paso por el puente y las tropas pudieron seguir su marcha.

CAPÍTULO XXII

Entretanto, el interior de la ciudad estaba desierto. Apenas se veía un alma en las calles. Los portales y comercios permanecían cerrados. En torno a las tabernas solían oírse gritos o cantos de borrachos. No circulaban vehículos y los peatones eran muy escasos. La calle Povarskaya estaba tranquila y vacía. En el patio de los Rostov quedaban restos de heno y estiércol, pero no había nadie. En el salón de la casa donde habían dejado los muebles y objetos de valor se hallaban el portero Ignat y el pequeño Mishka, nieto de Vasilich, que se había quedado allí con su abuelo. Mishka había abierto el clavicordio y tocaba las teclas con un dedo. El portero, con las manos en las caderas, sonreía mirándose complacido ante el gran espejo.

—Suena bien, ¿verdad, tío Ignat? —decía el muchacho golpeando a veces el teclado con ambas manos.

—¡Vaya! —se asombró Ignat de que su rostro sonriese cada vez más en el espejo.

—¡No tenéis vergüenza! —dijo la voz de Mavra Kuzminishna, que había entrado con sigilo—. ¡Puedes presumir con esa cara! ¡No vales para nada más! Ahí está todo sin recoger y Vasilich no puede más. ¡Ya te llegará tu hora!

Ignat se ató el cinturón, calló y salió dócilmente cabizbajo.

—¡No haré ruido, tía! —dijo el muchacho.

—¡Ya te daré yo ruido! —Mavra Kuzminishna lo amenazó con la mano—. Ve a preparar el samovar para el abuelo.

Mavra Kuzminishna limpió el polvo del clavicordio y lo cerró. Después suspiró antes de salir y cerró la puerta con llave.

En el patio se quedó pensando adonde ir, si tomar el té en el cenador con Vasilich u ordenar lo que aún había revuelto en la despensa.

En la calle sonaron pasos rápidos que se detuvieron junto a la cancela. El picaporte chirrió bajo la presión de alguien que intentaba abrir. Mavra Kuzminishna se acercó a la puerta.

—¿Por quién pregunta?

—Por el conde, el conde Iliá Andréievich Rostov.

—¿Y quién es usted?

—Un oficial. Necesito verlo —dijo una voz agradable, rusa y señorial.

Mavra Kuzminishna abrió la puerta y un joven oficial de unos dieciocho años, de cara redonda, parecida a la de los Rostov, entró en el patio.

—Se fueron ayer tarde —dijo ella.

El joven oficial se detuvo, indeciso sobre si entrar o no, y chasqueó la lengua.

—¡Qué fastidio! —exclamó—. Debí venir ayer… ¡Qué lástima!

Mientras, Mavra Kuzminishna examinó y con simpatía los rasgos de los Rostov, que parecían reproducirse en el rostro del joven; miró su capote roto y las botas gastadas.

—¿Para qué quería verlo? —preguntó.

—Soy pariente suyo y siempre fue muy bueno conmigo —dijo—. Ahora mire qué astroso voy —sonrió divertido al mirarse la capa y la botas—, además, no tengo dinero, pensaba pedir al conde…

Mavra Kuzminishna no lo dejó concluir.

—¿Quiere aguardar un momento?

Apenas separó su mano de la puerta el oficial, se giró y, con pasos lentos, Mavra Kuzminishna fue a su zona, a la parte trasera del patio.

Mientras, el oficial contemplaba las botas rotas y paseaba sonriendo. «Lástima no haber encontrado al tío. ¡Qué simpática es la viejita! ¿Adónde habrá ido? ¿Y cómo enterarme de por qué calles puedo alcanzar a mi regimiento, que debe de estar ya en la Rogozhkaia», pensaba el joven.

Mavra Kuzminishna volvió con expresión indecisa y resuelta; llevaba en la mano un pañuelo doblado. Antes de llegar al oficial deshizo el pañuelo y sacó un billete blanco de veinticinco rublos, que le entregó.

—Si su excelencia estuviera en casa, actuaría como un buen pariente… pero… ya ve… ahora… —Mavra Kuzminishna se sentía confusa y tímida.

El oficial, sin rechazarlo ni apresurarse, tomó el billete y dio las gracias.

—Si el conde estuviese en casa… —se excusó Mavra Kuzminishna—. ¡Que Cristo lo proteja! ¡Que Dios lo salve! —dijo.

Como burlándose de sí mismo, el oficial sonrió meneando la cabeza y salió a buen paso para unirse a su regimiento en el puente del Yauza. Mientras se alejaba casi al trote por las desiertas calles, Mavra Kuzminishna se quedó ante la puerta cerrada, cabizbaja y pensativa, invadida por un sentimiento de ternura maternal y de piedad por aquel joven a quien nunca había visto.

CAPÍTULO XXIII

De la taberna de un edificio a medio construir de la calle Varvarka salían gritos, risas y cantos de borrachos. En una sala sucia y pequeña, unos diez obreros ocupaban los bancos en varias mesas. Ebrios, sudorosos, con ojos vidriosos, cantaban esforzándose, abrían mucho la boca y cada uno lo hacía a su aire; se veía que no tenían ganas de cantar, que lo hacían para demostrar que estaban borrachos y alegres. Uno de ellos, alto y rubio, con una camisa azul limpia, era el jefe. Su rostro, de nariz aquilina, habría sido bello de no ser por los labios finos y apretados, que se movían sin cesar, y los ojos turbios e inmóviles. Debía imaginarse algo, pues movía con solemnidad y torpeza una mano cuyos sucios dedos separaba de un modo poco natural. La manga de la camisa le caía y él la remangaba con la mano izquierda, como si fuese esencial tener descubierto el brazo pálido y nervudo. En medio de la canción se oyó en el porche el alboroto de una pelea. El hombre hizo una seña con la mano.

—¡Basta! —gritó autoritariamente—. ¡Están peleándose, chicos! —Y corrió al porche sin dejar de subirse la manga.

Los demás lo siguieron. Habían ido allí a beber, animados por el hombre alto; el tabernero les había servido vino a cambio de pieles sacadas de la fábrica. Los herreros de la forja cercana oyeron el jaleo de la taberna y, creyendo que la habían asaltado, trataron de entrar por la fuerza, y aquello causó la pelea.

El tabernero peleaba con uno de los herreros. Cuando los obreros salían a la puerta, el herrero cayó de bruces en la calle y otro empujaba al tabernero para entrar.

El joven de la camisa remangada dio un puñetazo al herrero y gritó:

—¡Chicos, que pegan a los nuestros!

El herrero derribado se levantó y, tocándose la cara ensangrentada, vociferó con voz lastimera:

—¡Socorro! ¡Me han matado…! ¡Han matado a uno! ¡Hermanos…!

—¡Dios mío! ¡Han matado a un hombre! —gritó con voz chillona una mujer que salía de una casa próxima.

Varias personas rodearon al herrero.

—¡Canallas! ¿No te basta con robar a la gente y quitarle hasta la camisa? —dijo alguien al tabernero—. ¿Por qué has matado a ese hombre?

El hombre alto seguía en la puerta; paseaba la mirada turbia del tabernero a los herreros, como dudando de con quién pelear.

—¡Asesino! —gritó entonces al tabernero—. ¡Atadlo, chicos!

—A ver quién me ata —exclamó el tabernero empujando a los que se abalanzaban sobre él. Se arrancó la gorra, la tiró al suelo y, como si ese gesto tuviese un sentido misterioso y amenazador, los obreros se detuvieron.

—¡Conozco bien la ley, hermano! Iré a la comisaría. ¿Crees que no me atreveré? No se permite el saqueo —gritó recogiendo la gorra—. ¡Iré a la comisaría, ya verás…!

—También yo iré. ¿Qué crees? —repetían el tabernero y el hombre alto. Ambos marcharon calle arriba discutiendo. Junto a ellos caminaba el herrero ensangrentado. Los seguían los demás obreros y muchos curiosos, todos voceando.

En la esquina de la calle Moroseika, frente a una casa grande con las contraventanas cerradas, donde había un rótulo de maestro zapatero, se toparon con un grupo de veinte obreros, tristes, flacos y agotados, vestidos con batas andrajosas.

—¡Que nos pague lo que debe! —decía un obrero ceñudo de barba rala—. Nos ha chupado la sangre y cree que estamos en paz. ¡Nos ha engañado toda la semana y ahora que estamos en las últimas, se va!

Al ver el grupo con el hombre ensangrentado, el hombre calló y todos se incorporaron con curiosidad.

—¿Adónde van?

—A la comisaría para hablar con la autoridad.

—¿Es verdad que hemos perdido?

—¿Y tú qué pensabas? No tienes más que oír lo que se dice.

Se intercambiaban preguntas y respuestas. El tabernero aprovechó que había más gente para rezagarse y regresar a su taberna.

El hombre alto, no vio que su rival había desaparecido y seguía hablando, agitaba el brazo desnudo y llamaba la atención de todos. La gente lo rodeaba, como aguardando de él la solución a todos sus problemas.

—¡Las autoridades deben poner orden, enseñar la ley, para eso están! ¿No, hermanos? —seguía diciendo con una sonrisita—. Él se cree que no hay autoridades. ¿Se puede vivir sin autoridad con los bandidos que hay?

La multitud no dejaba de hacer comentarios:

—¡Vale ya de bobadas! —decían—. ¿Cómo puedes creer que abandonan Moscú? Te lo dijeron en broma y lo creíste. Han llegado muchas tropas. No dejarán que entren así como así. Las autoridades están para eso. Mejor será que escuches lo que dice el pueblo —comentaban señalando al hombre alto.

Junto a las murallas de Kitai-Gorod, otro grupo rodeaba a un hombre con un capote de lana que llevaba en la mano un papel.

—¡Están leyendo un ucase! ¡Van a leer un ucase! —gritaron algunos.

Todos se agolparon alrededor del hombre que leía un pasquín del 31 de agosto. Cuando lo rodearon, pareció turbarse, y accediendo a la petición del hombre alto, que se había abierto paso hasta él, volvió a leerlo desde el principio con voz temblorosa.

Mañana temprano iré a ver al Serenísimo («al Serenísimo», repitió solemnemente el hombre alto con una sonrisa frunciendo el ceño) para entrevistarme con él cómo ayudar a las tropas a exterminar a los bribones. También nosotros ayudaremos a liquidarlos… —el lector se detuvo. (¿Veis? —gritó triunfalmente el hombre alto—. Él lo solucionará todo…) Los aplastaremos y los mandaremos al diablo. Regresaré mañana a la hora del almuerzo y nos pondremos manos a la obra. Lo haremos, acabaremos y a los bribones arreglaremos.

Un silencio siguió a las últimas palabras. El hombre alto inclinó la cabeza. Sin duda nadie comprendía las últimas palabras. Lo de «Regresaré mañana a la hora del almuerzo» pareció disgustar al lector y a los oyentes. El pueblo, que esperaba algo grandilocuente, trataba de comprender, pero esas palabras eran demasiado sencillas y comprensibles. Todos podían decir lo mismo, así que era inoportuno hablar de ese modo en un ucase de las autoridades superiores.

La gente quedó descorazonada y silenciosa. El hombre alto movía los labios y se balanceaba.

—Habría que ir a preguntar… ¿Es aquel que viene? Pues se le podía preguntar… De otra manera… Él nos explicará… —se oyó en las últimas filas. La atención se dirigió al coche del jefe de policía, que apareció en la plaza acompañado por dos dragones a caballo.

El jefe de policía había salido aquella mañana por orden del gobernador a quemar unas barcazas, y por ello había ganado una buena suma, que llevaba en el bolsillo; al ver a aquella gente que venía a su encuentro, ordenó al cochero que parase.

—¿Qué queréis? —gritó a los hombres que tímidamente se acercaron—. Os pregunto qué queréis —repitió sin recibir respuesta.

—Señoría —dijo el hombre del capote gris de lana—. Ellos, según el llamamiento del excelentísimo conde, quieren luchar hasta morir, no piensan en sublevarse. Quieren hacer como ha dicho el excelentísimo conde…

—El conde no se ha ido. Está aquí y recibiréis sus órdenes —dijo el jefe de policía; después gritó al cochero—: ¡Adelante!

La multitud se detuvo, rodeó a quienes habían oído las palabras y siguió con los ojos al coche que se alejaba, mientras el jefe de policía miraba atrás asustado. Dijo algo al cochero y el carruaje se alejó raudo.

—¡Nos está engañando, compañeros! ¡Vamos a ver al conde! —gritó el hombre alto.

—¡Vamos a que nos digan lo que pasa! —repitieron varias voces.

—¡No dejéis que se vaya! ¡Que nos rinda cuentas! ¡Detenedlo! La gente se lanzó a la carrera detrás del coche y, con gran alboroto, fueron a Lubianka.

—¡Los señores y los comerciantes se han ido y, por su culpa, nosotros estamos perdidos! ¿Acaso somos perros? —se oía más a menudo entre la gente.

CAPÍTULO XXIV

La tarde del 1 de septiembre, tras su entrevista con Kutúzov, el conde Rostopchín volvió a Moscú, dolorido y molesto porque no lo hubiesen invitado al Consejo Superior de Guerra y el Serenísimo no atendiese su propuesta de participar en la defensa de la capital. Le había asombrado la nueva opinión del ejército de que la seguridad de la capital y sus sentimientos patrióticos eran secundarios, inútiles e insignificantes.

Disgustado, molesto y sorprendido por aquello, el conde Rostopchín regresó a Moscú.

Después de cenar se tumbó con la ropa en un diván. A la una, lo despertó un correo con una carta de Kutúzov. Considerando que el ejército retrocedía al camino de Riazán, más allá de Moscú, decía la carta, el conde debía enviar fuerzas policiales para guiar a las tropas en su paso por la ciudad. Eso no era nuevo para él. No tras la entrevista con Kutúzov la víspera en Poklonnaia, sino desde la batalla de Borodinó, cuando los generales que llegaban a Moscú opinaban que no se podía presentar batalla, y desde que, con su permiso, cada noche sacaban los bienes estatales y la mitad de los habitantes de Moscú se habían marchado. Ya entonces el conde Rostopchín supo que la capital sería abandonada. Pero esa noticia, comunicada por Kutúzov en forma de nota y recibida de noche, extrañó e irritó al conde.

Más tarde, al explicar lo que había hecho en esa época, el conde Rostopchín escribió en sus memorias que se preocupaba de objetivos importantes: de mantener la calma en Moscú y evacuar a sus habitantes. Así visto, los actos del gobernador son irreprochables. ¿Por qué no se sacaron entonces los objetos sagrados? ¿Por qué quedaron los depósitos de armas y municiones, la pólvora y los graneros? ¿Por qué se engañó a miles de ciudadanos, que quedaron arruinados, diciéndoles que Moscú no sería dejada al enemigo? «Para mantener la tranquilidad en la capital», responde el conde Rostopchín. ¿Por qué sacaron de Moscú las oficinas administrativas llenas de papeles inútiles, el globo de Leppich y tantos objetos? «Para dejar vacía la ciudad», contesta él. Basta con admitir que algo amenazaba la paz pública y todo acto está justificado. Los excesos del Terror se cometieron so pretexto de la paz pública.

¿En qué se basaba el temor del conde Rostopchín sobre la tranquilidad de los moscovitas en 1812? ¿Qué le hizo suponer que la ciudad tendía a sublevarse? Los habitantes se iban; las tropas llenaban las calles en su retirada. ¿Por qué iba a sublevarse el pueblo?

No solo en Moscú, sino en toda Rusia, la entrada del enemigo no había provocado revueltas. Los días 1 y 2 de septiembre quedaban en Moscú más de diez mil habitantes, y no se produjo nada excepto la afluencia al patio de la casa del general gobernador. No habría podido temer un motín popular si tras la batalla de Borodinó, cuando el abandono de Moscú parecía inminente o probable, en vez de levantar al pueblo con armas y pasquines, el gobernador hubiese tomado medidas para evacuar los objetos sagrados de las iglesias, las municiones y el dinero, y hubiese anunciado que la ciudad iba a ser abandonada.

Rostopchín, hombre exaltado y sanguíneo, que siempre había vivido en las altas esferas de la administración, pese a sus sentimientos patrióticos no conocía al pueblo que creía gobernar. Desde que el enemigo entró en Smolensk, Rostopchín creyó ser el rector de los sentimientos populares, el corazón de Rusia. Como a todo jefe de administración le parecía que gobernaba los actos de los habitantes de Moscú, y también que orientaba sus estados de ánimo con sus proclamas y pasquines, escritos en aquel lenguaje artificioso que el pueblo desprecia y no entiende si procede de las altas esferas. Ese papel de guía de los sentimientos populares gustaba tanto a Rostopchín y se había identificado tanto con él que olvidarlo y entregar la ciudad sin heroicidades lo pilló desprevenido; perdió el terreno donde se asentaba y no supo qué hacer. Sabía que Moscú sería abandonada, pero creyó lo contrario hasta el último minuto y no se preparó para los sucesos inevitables.

Los habitantes salían de la capital contra los deseos de Rostopchín; las oficinas fueron evacuadas por insistencia de los funcionarios, a cuyas peticiones cedió él a desgana; el general gobernador solo se preocupó del papel que se había atribuido él mismo. Como ocurre a las personas imaginativas, sabía hacía tiempo que Moscú sería entregada, pero lo supo razonando; en el fondo de su alma no lo creía y su imaginación no podía llevarlo a la nueva situación.

Su enérgica actuación, cuya utilidad es harina de otro costal, se dirigía a suscitar en la población el sentimiento que él experimentaba: el odio patriótico a los franceses y la confianza en sí mismo.

Pero cuando los sucesos alcanzaron proporciones históricas y las palabras no bastaron para expresar solo el odio a los franceses, cuando este odio no podía manifestarse ni en el campo de batalla, cuando la confianza en sí mismo fue inútil con relación a Moscú únicamente, cuando la población abandonó sus pertenencias y huyó mostrando con ese acto negativo la fuerza de sus propios sentimientos nacionales, el papel escogido por Rostopchín careció de sentido. El general gobernador se sintió solo, débil y grotesco, con un terreno que cedía bajo sus pies.

Al recibir la fría e imperiosa nota de Kutúzov, se sintió irritado porque se sabía culpable. En Moscú quedaba cuanto le habían encargado evacuar: los bienes públicos, que debería haber sacado. Y sacar todo ahora era imposible.

«¿Quién tiene la culpa de esta situación? Yo no. Por mí, todo estaba preparado. ¡He mantenido Moscú en un puño! ¡Y aquí nos han llevado! ¡Miserables! ¡Traidores!», pensaba sin definir quiénes eran los miserables y traidores, pero sintiendo la necesidad de odiar a esos culpables de la situación falsa y absurda en que se hallaba.

El conde Rostopchín pasó la noche dando órdenes. Venían a recibirlas desde todos los puntos de Moscú. Quienes lo rodeaban no lo habían visto nunca tan taciturno e irritado.

«Excelencia, han venido del Departamento del Patrimonio… en nombre del director, a recibir órdenes… Vienen del Consistorio, de la Universidad, de los tribunales, del asilo… El vicario… pregunta… ¿Qué órdenes damos a los bomberos…? También pregunta el director de la cárcel… y del frenopático…»

Y así toda la noche. A esas preguntas contestaba con frases breves e irritadas, que demostraban la futilidad de las órdenes y que su obra preparada con esmero se había hundido por culpa de alguien, que cargaría con la responsabilidad de cuanto ocurriría.

—Di a ese imbécil —repuso a la pregunta del Departamento del Patrimonio— que guarde él sus documentos. ¿Qué bobadas preguntas sobre los bomberos? Tienen caballos, pues que se vayan a Vladimir. No los vamos a dejar a los franceses…

—Excelencia, está aquí el director del frenopático. ¿Qué ordena?

—¿Qué ordeno? ¡Que salgan todos! Que suelte a los locos en la ciudad… ¡Si nuestro ejército lo mandan locos, es que Dios lo ha dispuesto!

Cuando le preguntaron qué había que hacer con los presos encadenados, el conde respondió airado al director de la cárcel:

—¿Qué quiere? ¿Le busco escoltas? ¡Póngalos en libertad, y sanseacabó!

—Excelencia, hay presos políticos: Meshkov, Vereschaguin…

—¿Vereschaguin? ¿Aún no lo han ahorcado? —gritó Rostopchín—. ¡Tráigalo!

CAPÍTULO XXV

A las nueve de la mañana, cuando las tropas cruzaban la ciudad, nadie pidió órdenes al conde. Quien podía se marchaba de Moscú; quienes permanecían decidían ellos solos lo que debían hacer.

El conde ordenó enganchar el coche para ir a Sokolniki. Seguía malhumorado en su despacho, los brazos cruzados, silencioso y con el semblante pálido.

Durante la paz, los administradores creen que gracias a sus esfuerzos viven sus administrados y esa creencia de sentirse indispensable es la mejor recompensa a sus desvelos. Mientras el mar de la historia se mantiene en calma, el gobernante cree que es quien hace avanzar la nave del pueblo con su pértiga. Pero si estalla un temporal, si se levantan las olas, la nave zozobra y el error es inevitable. El barco surca el mar a su ritmo, la pértiga ya no sirve, y el dirigente, antes dueño y origen de toda fuerza, se transforma en un ser inútil, intrascendente y débil.

Rostopchín se percataba y se irritaba. El jefe de policía, que había sido detenido por la gente, entró a verlo cuando un ayudante pasaba a decirle que los caballos estaban enganchados y el coche listo. Ambos estaban pálidos. El jefe de policía informó al conde de que en el patio había una multitud que deseaba verlo.

Rostopchín se levantó sin hablar y entró rápidamente en un salón lujoso y bien iluminado. Se acercó al balcón, quiso abrirlo, pero lo pensó mejor y se fue a una ventana desde donde veía mejor a la muchedumbre. El hombre alto descollaba en una de las primeras filas; decía algo con expresión seria y hacía grandes aspavientos. El herrero de la cara ensangrentada lo acompañaba con aire lúgubre. A través de las ventanas cerradas llegaba el rumor de voces.

—¿Está listo el coche? —preguntó Rostopchín alejándose de la ventana.

—Sí, excelencia —contestó el ayudante y Rostopchín se acercó al balcón.

—¿Qué quieren? —preguntó al jefe de policía.

—Excelencia, dicen que se han reunido para ir contra los franceses siguiendo sus órdenes. Gritan no sé qué sobre los traidores. Pero todos están revueltos, excelencia. Me ha costado librarme de ellos… Me permito decirle…

—¡Retírese! No necesito que me diga qué hacer —gritó Rostopchín.

De pie, junto a la puerta del balcón, miraba a la multitud. «¡Eso han hecho de Rusia! ¡He aquí lo que han hecho de mí!», pensó; y se encolerizó contra quien pudiese ser culpado de lo que sucedía. Como ocurre a menudo a los hombres iracundos, no se dominaba y buscaba el objeto de su ira.

«He aquí al populacho, la hez del pueblo, la plebe a la que han soliviantado con su idiotez. Necesitan una víctima», pensó mirando al hombre alto de los aspavientos. Y pensó así porque su ira exigía una víctima, un objeto.

—¿Está ya el coche? —preguntó por segunda vez.

—Sí, excelencia… ¿Qué ordena sobre Vereschaguin? Aguarda en el vestíbulo —repuso el ayudante.

—¡Ah! —exclamó Rostopchín, como dominado por un recuerdo imprevisto, y salió al balcón tras abrir rápidamente la puerta. Los gritos se acallaron; todos se quitaron los sombreros y gorros y lo miraron.

—¡Hola a todos! —dijo el conde en voz alta y rápidamente—. Gracias por haber venido. Dadme un momento y estoy con vosotros. Pero antes debemos ocuparnos de un malhechor. Debemos castigar a quien ha causado la pérdida de Moscú. Esperadme.

Y con idéntica vivacidad entró cerrando el balcón. Un murmullo de aprobación recorrió la multitud. «¡Va a terminar con todos los malhechores! Y tú decías que era francés… Va a poner todo en su sitio», decían como reprochándose su desconfianza.

Minutos después se abrió la puerta principal y salió un oficial que dio órdenes. Los dragones se cuadraron. El gentío se acercó al porche. Rostopchín salió a la puerta con pasos rápidos y expresión iracunda y miró a su alrededor, como buscando a alguien.

—¿Dónde está? —preguntó.

Y vio junto a la esquina de la casa a un joven de cuello largo y delgado, con media cabeza rasurada que avanzaba entre dos dragones. Vestía un chaquetón de piel de zorro corto cubierto de paño azul muy ajado y viejos pantalones de presidiario, metidos en unas botas sucias y desgastadas. De las piernas, débiles y flacas, colgaban las cadenas, que le dificultaba el paso.

—¡Ah! —dijo Rostopchín apartando los ojos del joven de la chaqueta de piel de zorro. Indicó el último peldaño y dijo—: Ponedlo aquí.

El joven subió con dificultad la grada arrastrando las cadenas y sujetó con un dedo el cuello del chaquetón, que le molestaba. Giró dos veces el cuello y suspiró; después, con gesto dócil, cruzó sobre el vientre sus manos no acostumbradas al trabajo manual.

Entretanto, hubo unos segundos de silencio. Solo en las últimas filas se oyeron toses, lamentos, exclamaciones y pisadas. Mientras colocaban al preso en el lugar indicado, Rostopchín se mantuvo con el ceño fruncido frotándose la cara con la mano.

—Amigos —dijo con voz sonora—. Este hombre, Vereschaguin, es el miserable por cuya culpa cae Moscú.

El joven del chaquetón de piel mantenía una actitud resignada, con las manos sobre el estómago y la espalda encorvada. Tenía el rostro flaco, deformado por el cráneo medio rapado, sus ojos permanecían fijos en el suelo con expresión desalentadora. A las primeras palabras del gobernador levantó la cabeza, lo miró de abajo arriba, como para decirle algo o al menos encontrarse con su mirada. Pero Rostopchín no lo miraba. Bajo la piel de su largo cuello, detrás de la oreja, destacaba una vena hinchada y azul. Su rostro enrojeció de repente.

Todas las miradas estaban fijas en él. Miró a la multitud y, como animado por la expresión de todos aquellos rostros, sonrió triste y tímidamente, bajó la cabeza y acomodó las piernas.

—Ha traicionado al zar y a la patria. Se ha vendido a Bonaparte. Es el único ruso que ha envilecido su nombre. Por su culpa cae Moscú —decía Rostopchín con voz áspera y monótona. De repente, miró rápidamente a Vereschaguin, que seguía en su dócil actitud, y como si esa visión lo excitara, gritó—: ¡Haced con él lo que queráis! ¡Os lo entrego!

La muchedumbre calló y se apiñó más. Era insoportable permanecer tan pegados, respirar aquel vaho hediondo, no poder moverse y esperar algo desconocido, enigmático y terrible. Los hombres de las primeras filas, que escuchaban y comprendían cuanto sucedía delante, con los ojos horrorizados y boquiabiertos, se esforzaban para resistir la presión de quienes estaban detrás.

—¡Acabad con él…! ¡Que muera el traidor y no vuelva a manchar el nombre de Rusia! —gritó Rostopchín—. ¡Matadlo! ¡Os lo ordeno!

La gente no entendió aquellas palabras; solo oyó el sonido de su voz; gimió y se hizo adelante, pero se detuvo.

—¡Conde…! —quebró el silencio la voz tímida y bien timbrada de Vereschaguin—. Conde, solo Dios está sobre nosotros… —levantó la cabeza y la vena de su cuello se llenó de sangre; su rostro palideció. No pudo terminar de decir lo que quería.

—¡Matadlo! ¡Os lo ordeno! —Rostopchín palideció como Vereschaguin.

—¡Fuera sables! —gritó el oficial a los dragones desenvainando él mismo la espada.

Una oleada recorrió la muchedumbre y empujó a los que estaban en las primeras filas acercándolos a las gradas del porche. El hombre alto, petrificado, se detuvo con el brazo en alto al lado de Vereschaguin.

—¡Dadle! —susurró el oficial de dragones.

Uno de los soldados, con el rostro alterado por la ira, golpeó a Vereschaguin en la cabeza con el sable.

—¡Ay! —se sorprendió Vereschaguin, que no comprendía por qué hacían aquello y mirando asustado en torno.

El mismo gemido estupefacto y horrorizado recorrió la multitud.

—¡Dios mío! —exclamó alguien.

Tras el grito de sorpresa, Vereschaguin gritó de dolor y eso lo perdió. El tenso freno del sentimiento humano, que contenía a la multitud, se rompió. Había empezado el crimen y debía ser concluido. El lastimero gemido de Vereschaguin, como un reproche, fue acallado por gritos amenazadores y coléricos. Una nueva oleada, como el último golpe de mar que echa a pique la nave, avanzó desde filas de atrás, llegó a las primeras y se lo tragó todo. El primer dragón que había golpeado al preso quiso repetir su golpe. Vereschaguin, con un grito de horror y protegiéndose con las manos, se lanzó hacia la multitud. El hombre alto lo asió por el cuello con un grito salvaje y ambos cayeron a los pies de la multitud enfebrecida.

Unos golpeaban y atacaban a Vereschaguin y otros al hombre alto. Los gritos de los aplastados y los de quienes querían salvar al hombre alto excitaron la rabia de la masa. Los dragones tardaron mucho en sacar al obrero, ensangrentado y medio muerto; pese a la prisa con que la chusma furiosa intentaba acabar con Vereschaguin, quienes lo golpeaban, ahogaban y acuchillaban no lograban matarlo. La multitud empujaba y se balanceaba con él formando una masa compacta, lo llevaba de aquí para allá sin dejarlo ni rematarlo.

«¿No será mejor con un hacha…? Lo han aplastado… Es un traidor, ha vendido a Cristo… Está vivo… ¡Qué sufra el tormento, se lo merece…! ¿Aún vive?»

Cuando la víctima dejó de defenderse y sonó un estertor ronco y prolongado, la multitud se separó del cadáver ensangrentado. Se acercaban, miraban lo que habían hecho y se retiraban horrorizados, conmovidos y afligidos.

—Dios mío, la gente es cruel, parecen bestias… Era tan joven… debía ser comerciante… ¡Oh, la gente! —decían unos.

—Aseguran que él no era el culpable… Dios mío… Han pisoteado a otro… Está medio muerto… ¡Cómo es la gente…! No temen pecar —comentaban otros.

Eso decían quienes lo habían hecho, mientras miraban con expresión piadosa y de dolor el cadáver, la cara sanguinolenta y cubierta polvo con el fino y largo cuello desgarrado.

Un funcionario de la policía ordenó a los dragones que retirasen el cadáver del patio y lo arrojasen a la calle. Dos dragones lo agarraron por las piernas partidas y sacaron el cuerpo. La cabeza ensangrentada, medio rapada, manchada de barro, fue arrastrada por el suelo. La gente se apartó.

Mientras Vereschaguin caía y el populacho se agolpaba a su alrededor con gritos salvajes, Rostopchín, pálido y confuso, sin saber adónde iba ni para qué, siguió por el pasillo hacia a las estancias del piso bajo. Tenía el semblante como la cera y no podía evitar un temblor de la mandíbula inferior.

—¡Excelencia, por aquí…! ¿Adónde va? Por aquí, tenga la bondad… —dijo detrás de él una voz estremecida y asustada.

El conde Rostopchín, sin fuerzas para contestar, se volvió dócilmente hacia donde le indicaban. El coche estaba junto a la puerta trasera. El ruido de la multitud llegaba hasta allí. El conde se acomodó en el carruaje y ordenó que lo llevasen a su villa de Sokolniki. En la calle Miasnitskaia, al dejar de oír los gritos, comenzó a dolerse de lo hecho. Rememoraba con disgusto la emoción y el temor que había mostrado delante de sus subordinados. «La populace est terrible, elle est hideuse», pensaba en francés. «Ils sont comme les loups qu’on ne peut apaiser qu’avec de la chair!»

«Conde, solo Dios está sobre nosotros… —evocó las palabras de Vereschaguin y un escalofrío le recorrió la espalda. Pero duró poco. El conde se rio de sí mismo con desdén—. Tenía otros deberes. Había que apaciguar al pueblo. Muchas otras víctimas han muerto y mueren por el bien público —se dijo. Y se puso a pensar en sus deberes familiares, los que tenía hacia la capital confiada a él y hacia sí mismo, no como Fedor Vasílievich Rostopchín, pues pensaba que Fedor Vasílievich Rostopchín se sacrificaba por le bien public, sino como gobernador, representante del poder y delegado del zar—. Si yo fuese solo Fedor Vasílievich, mi línea de conducta habría sido del todo distinta; pero debía mantener la vida y la dignidad como gobernador general.»

Mecido por el carruaje y lejos ya los gritos de la multitud, recobró la calma y, como suele suceder, con la tranquilidad física su mente sugirió los motivos que le aportarían la calma espiritual. No era nueva la idea que lo serenaba; desde el principio de los tiempos los hombres se matan entre ellos. Siempre se ha consolado con esa idea quien ha cometido un delito contra su semejante. Esa idea es le bien public, el hipotético bienestar para las personas.

Ese bien siempre es desconocido; pero el hombre que comete un delito por efecto de la pasión sabe en qué consiste. Y Rostopchín ahora lo sabía.

No se reprochaba el acto cometido, sino que hallaba motivo de satisfacción por haber sabido aprovechar también lo ocurrido à propos para castigar a un delincuente y apaciguar al populacho.

«Vereschaguin había sido juzgado y condenado a muerte —pensaba aunque el Senado lo hubiese condenado solo a trabajos forzados—. Era un traidor y su delito no podía quedar impune; además, he matado dos pájaros de un tiro; para calmar al pueblo les entregué una víctima y castigué a un delincuente.»

Ya en su villa, el conde se serenó con la preocupación de sus asuntos familiares.

Media hora después cruzaba con caballos rápidos los campos de Sokolniki, sin acordarse ya de lo sucedido y pensando solo en lo que sucedería. Se dirigía ahora al puente de Yauza, donde, le dijeron, estaba Kutúzov. Pensaba en los reproches violentos y mordaces que haría a Kutúzov por su engaño; señalaría a ese viejo zorro cortesano que la responsabilidad por las calamidades derivadas del abandono de Moscú y de la pérdida de Rusia —pensaba Rostopchín— recaería sobre su cabeza senil de mente alterada. Pensando en lo que diría, Rostopchín se enfurecía en su coche y miraba con enfado a su alrededor.

El campo de Sokolniki estaba vacío; solo al final, cerca del asilo y el frenopático, había grupos de hombres vestidos de blanco y otros, con idéntica ropa, que caminaban por el campo gritando y en solitario agitando los brazos.

Uno de ellos corrió hacia el coche de Rostopchín. El conde, el cochero y los dragones miraban con horror y curiosidad a aquellos locos sueltos y al que se acercaba. El loco oscilaba sobre sus piernas delgadas, corría sin quitar ojo a Rostopchín gritando algo con voz ronca y hacía señas para que frenasen. El rostro triste y solemne del demente, con una barba de mechones desiguales, era muy delgado y amarillento. Las negras pupilas se movían inquietas en las córneas de sus ojos con ictericia.

—¡Alto! ¡Detente! ¡A ti te lo digo! —gritó y añadió algo más atragantándose y con grandes gestos y voz imperativa. Alcanzó el carruaje y lo siguió.

—Me han matado tres veces. Tres veces resucité entre los muertos. Me lapidaron… me crucificaron…, pero resucitaré… resucitaré… resucitaré… Martirizaron mi cuerpo. El reino de Dios desaparecerá… Lo destruiré tres veces y tres veces lo levantaré —gritaba cada vez más.

El conde Rostopchín palideció, como había sucedido cuando la plebe se arrojó sobre Vereschaguin, y apartó el rostro.

—¡Más deprisa! —gritó al cochero con voz temblorosa.

El carruaje aceleró, pero durante un tiempo oyó el conde los gritos desesperados del demente que se alejaban, y rememoró el rostro sanguinolento, asustado y atónito del joven traidor del chaquetón de piel.

Aunque se trataba de un recuerdo reciente, Rostopchín notaba que había penetrado en lo más hondo de su corazón. Sentía que jamás cicatrizaría la huella de ese recuerdo, que duraría toda su vida y cuanto más viviese, más dolorosamente penetraría en su alma. Oía el sonido de sus palabras: «¡Matadlo! ¡Respondéis de él con vuestras cabezas!»

«¿Por qué dije eso? —se preguntó—. Lo dije sin querer… pude no haberlo dicho, y entonces no habría ocurrido nada.»

Vio de nuevo el rostro asustado y furibundo del dragón que golpeó al joven; y la tímida mirada de mudo reproche del joven. «Pero no lo hice por mí. Tenía que actuar así. La plebe, le traître… le bien public», pensaba.

El ejército aún se apiñaba en el puente del Yauza. Hacía calor. Kutúzov, abatido y malhumorado, sentado en un banco junto al puente, jugueteaba con la fusta en la arena cuando un carruaje se acercó con estrépito. Un hombre vestido de general, con sombrero de plumas y ojos entre coléricos y asustados, se le acercó y le habló en francés. Era el conde Rostopchín. Le dijo que se presentaba porque ya no existía Moscú, sino solo el ejército.

—Las cosas habrían ocurrido de otra manera si su alteza no me hubiese dicho que no abandonaría Moscú sin lucha. No habríamos llegado a esto —dijo.

Kutúzov miraba a Rostopchín. Como si no entendiese sus palabras, trató de leer algo en el rostro de su interlocutor. El conde calló avergonzado. Kutúzov meneó la cabeza y, sin apartar los ojos de Rostopchín, dijo en voz queda:

—No entregaré Moscú sin presentar batalla.

¿Pensaba el Serenísimo en otra cosa al decir esto o era consciente de su falta de sentido? El conde no contestó y se alejó de Kutúzov; y, cosa rara, el general gobernador de Moscú, el altivo conde Rostopchín, se acercó al puente con un látigo para dispersar con sus gritos los carros allí atascados.

CAPÍTULO XXVI

A las cuatro de la tarde las tropas de Murat entraron en Moscú. Abría la marcha un destacamento de húsares de Würtemberg; detrás iba el rey de Nápoles a caballo y rodeado de su séquito.

En la calle de Arbat, cerca de la iglesia de San Nikolái, Murat se detuvo a esperar noticias del destacamento de vanguardia para saber cómo estaba la fortaleza de Moscú, le Kremlin.

Alrededor de Murat se reunió un grupo de personas que se habían quedado en Moscú. Todos miraban asombrados a aquel extraño jefe de largos cabellos, adornado con plumas y enjoyado.

—¿Es su rey? ¡Pues no está mal! —comentaban en voz baja. Un intérprete se acercó al grupo.

—Descubríos… descubríos… —se dijeron unos a otros. El intérprete preguntó a un viejo portero si el Kremlin quedaba lejos. El portero escuchó el extraño acento polaco para él. Creyó que el intérprete no hablaba ruso, no comprendió nada y se escondió entre el grupo.

Murat se acercó al intérprete y le mandó preguntar dónde estaban las tropas rusas. Algunos rusos comprendieron la pregunta y varios respondieron a la vez.

Un oficial de la vanguardia se acercó a Murat y le dijo que las puertas de la fortaleza estaban cerradas y que podía ser una emboscada.

—Bien —dijo Murat y ordenó a uno de los hombres de su escolta que adelantasen cuatro cañones ligeros para disparar contra las puertas.

De la columna que seguía a Murat surgieron los cañones y fueron a la calle de Arbat. Al llegar al final de Vozendvizhenka se detuvieron. Algunos oficiales ordenaron colocar los cañones en la plaza y observaron el Kremlin con sus catalejos.

En el Kremlin sonó el toque de vísperas y el repique desconcertó a los franceses. Creyeron que era una llamada a las armas. Varios soldados de infantería corrieron con su oficial a la puerta de Kutafiev, bloqueada con troncos y tablas. Al acercarse, sonaron detrás de la puerta dos tiros. El general a cargo de los cañones dio una orden al oficial, que retrocedió con sus soldados.

Detrás de la puerta sonaron otros tres tiros. Uno hirió a un soldado francés en la pierna y al otro lado de las tablas se oyeron gritos. Como por una orden, el gesto alegre y sereno de los franceses, desde el general hasta los oficiales y soldados, cambió por la expresión atenta y concentrada de quien se prepara para luchar y sufrir. Para aquellos hombres, del mariscal al último soldado, ya no estaban en la calle Vozendvizhenka, Mojovaia, en la puerta de Kutafiev o de la Trinidad; estaban en un lugar nuevo, un campo de batalla que podría ser cruenta y todos se prepararon. Cesaron los gritos detrás de la puerta. Adelantaron los cañones, los artilleros soplaron las mechas. El oficial ordenó: ¡fuego! y se oyeron dos disparos. La metralla crujió en la piedra de la puerta, en los troncos y las tablas; se alzaron dos nubes de humo.

Tras el eco de los disparos, un rumor resonó sobre las cabezas de los franceses y una bandada de chovas levantó el vuelo sobre los muros, graznando y batiendo las alas, revoloteando en el aire. En ese momento se oyó un grito humano, y un hombre con la cabeza descubierta y vestido con un caftán, apareció en la puerta entre la humareda, fusil en mano, apuntando a los franceses.

—¡Fuego! —repitió el oficial de artillería.

Sonaron un fusil y dos cañonazos y el humo veló la puerta.

Detrás de los troncos no se movía nada; los soldados franceses y sus oficiales se acercaron a la puerta, donde yacían tres hombres heridos y cuatro muertos. Dos individuos con caftán corrían por el muro hacia la calle Znamenka.

—Quítenme eso —El oficial señaló los troncos y los cadáveres.

Los soldados remataron a los heridos y arrojaron los cadáveres al otro lado de la muralla.

Nadie supo quiénes eran esos hombres. «Quítenme eso» fue lo único que se dijo de ellos. Los retiraron y arrojaron para que no apestasen. Solo Thiers les dedicó unas líneas: «Esos miserables habían invadido la ciudadela sagrada, se habían apoderado de los fusiles del arsenal y disparaban (¡esos miserables!) sobre los franceses. Pasarán a cuchillo a algunos y se limpiará el Kremlin de su presencia».

Informaron a Murat de que había vía libre. Los franceses entraron y acamparon en la plaza del Senado; las sillas que arrojaron por las ventanas les sirvieron para hacer fogatas.

Varios destacamentos atravesaron el Kremlin y se instalaron en la calle Maroseika, en Lubianka y Protovka. Otros ocuparon Vozendvizhenka, Znamenka, Nikolskaia y Tverskaya. En todas partes, al no encontrar a los dueños, las tropas francesas no se instalaban en los pisos, sino en un campamento situado en la ciudad misma.

Andrajosos, hambrientos, agotados y reducidos a la tercera parte, los franceses entraron en Moscú en orden. Era un ejército exhausto, pero temible y dispuesto luchar.

Así fue hasta que los soldados entraron en las casas. Cuando se dispersaron por las habitaciones vacías de las casas ricas y abandonadas, el ejército desapareció para siempre y no hubo más soldados ni habitantes, sino algo llamado merodeadores. Cinco semanas después, esos hombres salían de Moscú, no como un ejército, sino como una banda de forajidos portando cuanto le parecía de valor y necesario. El objetivo de cada uno al salir de Moscú ya no era conquistar, sino conservar lo robado. Como el mono que mete la mano por la boca de una vasija, agarra un puñado de nueces y no abre el puño para no perderlas y así termina perdiendo la vida, los franceses morirían a la salida de Moscú porque insistían en llevarse lo robado. Abandonar el producto del saqueo les costaba tanto como al mono abrir la mano llena de nueces.

Diez minutos después de entrar los franceses en un barrio no quedaban ya soldados ni oficiales. Por las ventanas de las casas se veían hombres con capotes y polainas que reían mientras deambulaban por las salas. Se hacían con los alimentos en las despensas y bodegas; tiraban las puertas de cobertizos y cuadras en los patios; encendían fuego en las cocinas y, remangados, amasaban y cocían asustando, divirtiendo o acariciando a las mujeres y los niños. Había hombres por doquier, en las bodegas y las tiendas; pero no había ejército.

Ese día el mando francés dictó varias órdenes prohibiendo que las tropas se dispersasen; castigaban los actos de violencia y robo y disponían que por las noches se pasase lista. Pese a las prohibiciones y las medidas tomadas, los hombres que antes formaban un ejército se dispersaron por aquella ciudad rica y vacía que brindaba comodidades y víveres. Eran como un rebaño que marcha en tropel por un erial y se dispersa al llegar a un pasto.

Habían desaparecido los habitantes de Moscú, y los soldados se filtraron por doquier como el agua en la arena y se extendieron desde el Kremlin. Los de caballería, al ocupar una casa de comerciantes, hallaban cuadras para las bestias, pero pasaban a la casa vecina porque les gustaba más. Muchos escribían sus nombres en las paredes de las casas indicando quiénes las habían ocupado, y llegaban a las manos con otras unidades por su posesión. Una vez instalados, los soldados se esparcían por las calles para ver la ciudad y, al verla deshabitada, iban adonde podían encontrar objetos de valor. Los jefes acudían a frenar el saqueo, pero ellos mismos terminaban rapiñando. En la calle Karetnaia había varios almacenes de coches y los generales se agolpaban para escoger carrozas y berlinas. Los habitantes que habían permanecido en Moscú invitaban a los jefes a sus casas para librarse del saqueo. Era tal la abundancia y riqueza de la ciudad que parecía inacabable. En torno a los lugares ocupados por las tropas había otros, desconocidos y desocupados, que guardaban riquezas mayores según creían los franceses. Moscú los iba absorbiendo. El agua que cae en la tierra seca desaparece y pronto no queda agua ni tierra seca. Eso sucedió con aquel ejército hambriento que entraba en una ciudad rica y vacía; desaparecieron el ejército y la ciudad. Todo se convirtió en fango, los incendios y el saqueo hicieron su aparición.

Los franceses atribuyen el incendio de Moscú al patriotisme féroce de Rostopchíne; los rusos, a la barbarie francesa. En realidad, no había motivos para culpar del incendio a una o varias personas. Ardió porque se dieron las condiciones en que cualquier ciudad construida de madera habría ardido, aunque tuviese ciento treinta bombas de incendios en mal estado. Moscú tenía que arder porque sus habitantes la habían abandonado, y era tan inevitable como que arda una montaña de astillas sobre el que caen chispas durante días. Una ciudad de casas de madera donde se producían cada día varios incendios, aunque estuviesen sus habitantes y dueños y la policía, debía arder ahora que la gente se había ido y quedaban soldados que fumaban sus pipas, hacían fogatas en la plaza del Senado quemando las sillas del edificio, y cocinaban sus dos comidas al día.

En tiempos de paz, en una aldea aumenta el número de incendios cuando las tropas instalan allí sus cuarteles. ¿Cómo no iban a ser así en una ciudad vacía, de madera y ocupada por un ejército enemigo? Le patriotisme feroce de Rostopchíne y la barbarie francesa no tienen culpa de nada. Moscú ardió por las pipas, las cocinas, las fogatas, la dejadez del enemigo y de unos habitantes que no eran propietarios de las casas donde vivían. Aunque hubiese habido incendiarios, cosa dudosa porque nadie tenía motivos para incendiar y era difícil y peligroso, no pueden ser considerados los causantes, pues igualmente habría sucedido.

Por halagüeño que sea para los franceses culpar a la ferocidad de Rostopchín y a los rusos a la crueldad de Bonaparte, y poner luego una antorcha heroica en manos del pueblo, esa causa no pudo existir porque Moscú debía arder como una aldea, fábrica o casa cualquiera cuyos dueños hubiesen dejado a extraños para vivir y guisar. Moscú fue incendiado por sus habitantes, cierto, pero por los que se fueron, no por los que quedaron. Ocupada por el enemigo, Moscú no quedó intacta como Berlín o Viena y otras capitales porque sus habitantes no ofrecieron el pan y la sal ni entregaron las llaves a los franceses, sino que se marcharon.

CAPÍTULO XXVII

La expansión en círculos amplios de las tropas francesas por Moscú no llegó hasta la tarde del 2 de septiembre al barrio donde ahora vivía Pierre.

Los dos últimos días, extraordinarios y en aislamiento, casi vuelven loco a Pierre. Un único y constante pensamiento lo asaltaba. No sabía cómo ni cuándo, pero lo obsesionaba de tal modo que no recordaba el pasado, no comprendía el presente y cuanto veía y oía era como un sueño.

Había abandonado su casa para huir de las complicaciones y exigencias de su vida, que no podía resolver en su estado. No había ido a casa de Osip Alexéievich a revisar los libros y documentos del difunto, sino en busca de calma; el recuerdo del bienhechor se fundía en su espíritu con un universo de ideas eternas, serenas y solemnes, opuestas a su confusión mental. Buscaba un asilo y lo había hallado en el despacho de Osip Alexéievich. Cuando tomó asiento en el silencio del despacho y se acodó en el polvoriento escritorio, los recuerdos de los últimos días y de la batalla de Borodinó retornaron con claridad y la conciencia de su nulidad, de la falacia de su vida, en comparación con la verdad, sencillez y fuerza de esos hombres a quienes llamaba en su corazón «ellos».

Cuando Guerasim lo sacó de sus meditaciones, Pierre pensó que debía participar en la defensa de Moscú y pidió a Guerasim que le buscase un caftán y una pistola, y le explicó su intención de quedarse allí, ocultando su nombre. Después, tras un día de soledad y ocio, Pierre trató de concentrarse en los manuscritos masónicos; en varias ocasiones recordó la idea que había tenido sobre el significado cabalístico de su nombre en relación con el de Bonaparte. La idea de que su destino, el de l’Russe Bésuhof fuese a poner fin al poder de la bestia la recordaba como uno de esos sueños que, sin motivo y sin dejar huella, cruzan nuestra imaginación.

Cuando, vestido con el caftán para participar en la defensa de Moscú, Pierre se topó con los Rostov y Natacha le dijo: «¿Se queda? ¡Oh, qué bien!», pensó que estaría bien quedarse para cumplir su propio destino, aunque Moscú cayese.

Al día siguiente, dispuesto a cualquier sacrificio y a no ser indigno, fue a la puerta Triojgornaia. Pero cuando regresó convencido de que no defenderían Moscú, notó que lo que antes veía como una posibilidad, era ahora algo necesario e ineludible.

Debía permanecer de incógnito en Moscú encontrar a Napoleón y matarlo, morir y poner fin a las desdichas de Europa, que, según él, tenían su origen en Napoleón.

Pierre conocía todos los detalles del atentado de 1809, cometido por un estudiante alemán contra Napoleón en Viena, y sabía que había sido fusilado. Pero lo excitaba el peligro a que exponía su vida realizando el proyecto.

Dos sentimientos intensos movían a Pierre: la necesidad de sacrificarse y de sufrir por la desventura general; era el mismo sentimiento que el día 25 lo guio a Mozhaisk, al centro de la batalla, y que ahora le imponía abandonar su casa, dormir vestido en un diván y comer lo mismo que Guerasim sin los lujos y comodidades de su vida. El otro era ese sentimiento vago de los rusos que los lleva a desdeñar cuanto es convencional, artificioso y contrario a lo humano, que la mayoría considera el bien superior del mundo. Pierre había experimentado ese extraño y agradable sentimiento en el palacio de Slobodski, cuando comprendió repentinamente que las riquezas, el poder, la vida y cuanto los hombres buscan y defienden con ahínco, solo valen el placer de abandonarlos.

Era el sentimiento que impulsa al recluta voluntario a gastar su último kopek, al borracho a romper espejos y copas sin motivo aunque le cueste cuanto posee; el sentimiento que guía al hombre a cometer actos de un loco, desde el punto de vista de la plebe, para probar el poder personal y la propia fuerza afirmando así que hay un juez supremo de la vida no sujeto a las condición humana.

Desde que Pierre experimentó ese sentimiento en el palacio de Slobodski, había estado bajo su influjo, pero ahora hallaba el modo de satisfacerlo. Además, ahora lo empujaba a llevar a cabo su proyecto y no le permitía renunciar a ello lo que había hecho en ese sentido: huir de su casa, el caftán, la pistola, haber dicho a los Rostov que permanecería en Moscú. Todo perdería su sentido y sería despreciable y ridículo, a lo cual Pierre era muy sensible, si finalmente salía de Moscú como los demás.

Como siempre, el estado físico de Pierre coincidía con el moral. La alimentación basta, impropia de él, el vodka de aquellos días, la falta de vino y de cigarros, la ropa sucia, las dos noches casi en vela en un diván pequeño y sin sábanas, lo mantenían en un estado semejante a la demencia.

Eran casi las dos de la tarde. Los franceses habían entrado en Moscú. Pierre lo sabía y pensaba en su plan repasando todos los pormenores en lugar de hacer algo. No veía cómo daría el golpe ni la muerte de Bonaparte; veía con lucidez, no obstante, y sentía un triste placer pensando en su fin y su valor heroico.

«Sí, he de hacerlo por todos o morir —pensaba—. Me acercaré… después, de improviso… ¿Con pistola o puñal? Es igual. Yo no te castigo, diré, sino la mano de la Providencia…» Imaginó las palabras que pronunciaría al matar a Napoleón. «Arrestadme, matadme”, se decía cabizbajo con tristeza y firmeza.

Mientras Pierre razonaba así, se abrió la puerta y en el umbral apareció Makar Alexéievich, hasta entonces reservada y tímida. Llevaba la bata floja; tenía el rostro demudado y rojo. Sin duda estaba borracho.

Al ver a Pierre se detuvo confundido; pero al notar su turbación fue al centro del gabinete con sus flacas piernas vacilantes.

—Tienen miedo —dijo con voz ronca y confidencial—. Les he dicho que no me rendiré… ¿no, señor?

Se quedó pensativo; al ver la pistola sobre la mesa, la tomó con un movimiento raudo y corrió al pasillo.

Guerasim y el portero, que lo seguían, lo alcanzaron en el vestíbulo para arrancarle el arma. Pierre salió y miró al viejo loco con lástima y repugnancia.

Makar Alexéievich, el rostro contraído por el esfuerzo, no entregaba el arma y gritaba con voz ronca, imaginándose algo solemne:

—¡A las armas! ¡Al abordaje! ¡No me la quitareis!

—¡Basta, por favor! Vamos… venga… déjela… por favor, señor… —decía Guerasim sujetándolo por los codos para llevarlo suavemente hacia la puerta.

—¿Quién eres? ¿Bonaparte…? —gritó el hombre.

—No está bien, señor. Vaya a su habitación, debe descansar. Deme la pistola.

—¡Quita, siervo miserable! ¡No me toques! ¿Ves esto? —vociferó Makar Alexéievich agitando la pistola—. ¡Al abordaje!

—¡Agárralo! —dijo Guerasim al portero.

Sujetaron a Makar Alexéievich por los brazos y lo arrastraron a la puerta. El vestíbulo se llenó con el ruido de la pugna y las voces roncas y ahogadas del borracho.

Entonces un nuevo grito estridente de mujer sonó en el portal y la cocinera entró corriendo.

—¡Dios mío! ¡Ellos! ¡Les digo que son ellos! —gritaba—. ¡Son cuatro a caballo!

Guerasim y el portero soltaron a Makar Alexéievich y pudo oírse claramente en el pasillo silencioso el ruido de puños que golpeaban la puerta de la calle.

CAPÍTULO XXVIII

Pierre, que había decidido ocultar su tratamiento y sus conocimientos de francés hasta haber llevado a cabo su proyecto, se quedó en la puerta entornada del despacho, listo para esconderse apenas entrasen los franceses. Pero estos entraron y Pierre no se separó de la puerta, presa de una curiosidad insuperable.

Eran un oficial alto, de aspecto marcial y apuesto, y otro que debía ser un soldado o edecán, pequeño, delgado y moreno, de mejillas hundidas y aire bobalicón. El oficial iba el primero cojeando y apoyado en un bastón. Dio unos pasos y, como diciéndose que el lugar le parecía bien, se detuvo, se volvió a los soldados que permanecían junto a la puerta y ordenó que metiesen los caballos. A continuación se atusó los bigotes y se tocó el gorro con la mano.

—Bonjour, la compagnie! —dijo mirando a su alrededor. Nadie contestó.

—Vous êtes le bourgeois? —preguntó el oficial a Guerasim, quien lo miró con gesto interrogativo y asustado.

—Quartier, quartier, logement! —sonrió el oficial con bondad e indulgencia mirando al hombrecillo—. Les Français sont de bons enfants, que diable! Voyons! Ne nous fâchons pas, mon vieux —añadió.

Y dio unas palmadas en la espalda al callado y asustado Guerasim.

—¡Ah! ¡Eso! Diga entonces, ¿no hablan francés en este sitio?

Sus ojos se fijaron en los de Pierre, que se apartó de la puerta.

El oficial se volvió a Guerasim y pidió que le enseñase las habitaciones.

—El señor no estar… yo no entender… yo vuestra… —dijo Guerasim tratando de deformar sus palabras para que fuesen comprensibles.

El oficial francés agitó los brazos delante las narices de Guerasim y sonrió haciéndole ver que tampoco él lo entendía, y fue a la puerta junto a la que estaba Pierre; este quiso apartarse y ocultarse, pero entonces vio en la puerta de la cocina a Makar Alexéievich con la pistola en la mano.

Con la astucia de un loco, Makar Alexéievich miró al francés, alzó el arma y apuntó.

—¡Al abordaje! —gritó tratando de dar con el gatillo.

El oficial francés se volvió y Pierre se tiró sobre el borracho, logró asir la pistola y tirarla cuando Makar Alexéievich apretaba el gatillo; sonó disparo y todo se llenó de humo y olor a pólvora. El francés, pálido, se echó atrás, hacia la puerta.

Pierre arrebató la pistola al loco y, olvidando su intención de no revelar que hablaba francés, corrió hacia el oficial.

—¿No está herido? —le preguntó en francés.

—Creo que no —repuso el oficial palpándose—, pero ha faltado poco esta vez —sonrió mirando el impacto en la pared, y volvió el rostro severo hacia Pierre—: ¿Quién es este hombre?

—Estoy realmente apurado por lo que acaba de ocurrir —dijo Pierre, olvidando su papel—. Es un loco, un infeliz que no sabía lo que hacía.

El oficial se acercó a Makar Alexéievich y lo agarró por el cuello. Este abrió la boca como si fuese a dormirse y vaciló apoyándose en la pared.

—¡Bribón, me las pagarás! —dijo el francés, soltándolo—. Nosotros somos clementes tras la victoria, pero no perdonamos a los traidores —concluyó con expresión sombría y solemne y un gesto bello y enérgico.

Pierre trataba de convencer al oficial para que no castigase a un loco borracho. El francés lo escuchó en silencio, sin abandonar su expresión. Después sonrió a Pierre y permaneció callado unos segundos. Su rostro altivo adquirió una expresión trágica y tierna; le tendió la mano y dijo:

—¡Me ha salvado la vida! Usted es francés.

Para un francés esa conclusión era lógica. Solo un francés podía llevar a cabo un acto generoso y grande; salvar la vida de M. Ramballe, Capitán del 13º ligero, era un acto grande y generoso.

Por indudable que fuese la conjetura del oficial, Pierre lo quiso desengañar.

—Soy ruso. —dijo rápidamente.

—¡Bah, a otros! —sonrió el francés y moviendo un dedo bajo la nariz—. Ahora mismo me va a contar eso. Encantado de ver a un compatriota. Bien, ¿qué vamos a hacer con este hombre? —añadió.

Hablaba a Pierre como a un compatriota. Aunque Pierre no lo fuese, una vez bautizado con ese título, el mayor del mundo, no podía renunciar a él, según decían el rostro y la voz del oficial.

A la última pregunta, Pierre explicó quién era Makar Alexéievich; contó que, instantes antes de la llegada del oficial, se había apoderado de la pistola cargada y no habían logrado quitársela. Finalmente le rogó que lo perdonase.

El francés ahuecó el pecho e hizo con la mano un gesto digno de un rey.

—¡Me ha salvado la vida! Usted es francés. ¿Me pide su indulto? Se lo concedo. ¡Que se lleven a este hombre! —dijo con rapidez y energía. Tomó por el brazo a Pierre, ascendido a francés por salvarle la vida, y entró con él en la habitación.

Los soldados que permanecían en el patio entraron al oír el disparo; preguntaron qué había ocurrido y se mostraban dispuestos a castigar a los culpables. Pero el oficial los contuvo.

—Se os llamará cuando se os necesite —les dijo.

Los soldados salieron; el edecán, que había tenido tiempo de mirar por la cocina, se acercó al oficial:

—Capitán, tienen sopa y pierna de cordero en la cocina. ¿Se lo traemos?

—Sí, y el vino. —dijo el capitán.

CAPÍTULO XXIX

Cuando el oficial francés entró en la casa con Pierre, este quiso insistir en que no era francés y retirarse. Pero el oficial no lo permitió. Se mostraba tan afable, educado y agradecido que Pierre no osó rechazar sus atenciones y se sentó con él en la primera habitación donde habían entrado. A la aseveración de Pierre de que no era francés, el oficial, a quien no cabía en la cabeza que renunciase a un título tan halagüeño, se encogió de hombros y dijo que si quería pasar por ruso, estaba bien, pero que estaría siempre vinculado a él por un sentimiento de gratitud, pues le había salvado la vida.

Si aquel hombre hubiese sido un poco capaz de comprender los sentimientos de los demás y adivinar los de Pierre, probablemente este último habría podido irse; pero la manifiesta incomprensión del oficial hacia cuanto no fuese él mismo fue más fuerte que Pierre.

—Francés o príncipe ruso de incógnito —dijo el francés, echando una mirada a la camisa sucia, pero finísima, de Pierre, y al anillo que llevaba—. Le debo la vida y le brindo mi amistad. Un francés jamás olvida un insulto ni un favor. Le brindo mi amistad. No le digo más que eso.

Había tanta afabilidad y nobleza en el sentido francés en su voz, en su expresión y en sus gestos que Pierre correspondió sin querer a su sonrisa y estrechó la mano que le tendía.

—Capitán Ramballe, del 13º ligero, condecorado por el asunto del Sept. —sonrió el oficial con un orgullo que le contrajo los labios bajo el bigote—. ¿Sería tan amable de decirme ahora con quién tengo el honor de hablar tan agradablemente en lugar de estar en la ambulancia con la bala de este loco en el cuerpo?

Pierre contestó que no podía decirle su nombre y, ruborizándose mientras buscaba uno falso, trató de exponer los motivos. Pero el francés lo interrumpió:

—Por supuesto, comprendo sus motivos, es usted oficial… un oficial superior tal vez. Ha portado las armas contra nosotros. No me incumbe. Le debo la vida y eso me basta. Soy suyo. ¿Es cristiano? —preguntó y Pierre bajó la cabeza—. Su nombre de pila, por favor. No pido más. ¿Pierre dice…? Perfecto. Es cuanto deseo saber.

Cuando trajeron el cordero, los huevos fritos, el samovar, el vodka y el vino, víveres proporcionados por los franceses, Ramballe rogó a Pierre que se quedase; enseguida se puso a devorar moviendo con rapidez sus fuertes mandíbulas como hombre robusto y hambriento que era.

—Excelente, exquisito —repetía sin cesar.

Se puso rojo y se cubrió de sudor. Pierre tenía hambre y lo acompañó. Morel, el edecán, trajo una cazuela con agua tibia y colocó una botella de vino tinto. También llevó una botella de kvas que había tomado de la cocina. Los franceses conocían esta bebida, a la que habían llamado limonade de cochon, y Morel alabó la que había encontrado. Puesto que el capitán tenía vino, adquirido a su paso por Moscú, dejó a Morel el kvas y optó por el burdeos. Envolvió la botella en una servilleta y llenó su copa y la de Pierre. La comida y el vino animaron al capitán, que no paró de hablar.

—Sí, querido señor Pierre, le debo un gran favor por haberme salvado… de este loco… Ya tengo bastante, sabe de balas en el cuerpo —y señaló un costado—, aquí hay una, en Wagram y dos en Smolensk. —señaló una cicatriz en su mejilla—. Y esta pierna, ya ve, que no quiere andar. La recibí en la gran batalla del 7 en el Moskova. ¡Dios mío, estuvo bien! Había que verlo, era un diluvio de fuego. Nos habéis dado para el pelo; podéis presumir, desde luego. Y, de veras, pese a la tos que me ha costado, volvería a empezar. Lo lamento por quienes no lo han visto.

—Estuve allí —dijo Pierre.

—¡Bah, de verdad! Bueno, mejor —continuó el francés—. Son ustedes enemigos orgullosos, en todo caso. El gran reducto ha sido tenaz, desde luego. Y nos lo han hecho pagar caro. He ido allí tres veces, como me ve ahora. Tres veces estuvimos bajo los cañones y tres veces nos han dado para el pelo. ¡Oh! Estuvo bien, señor Pierre. Sus granaderos estuvieron magníficos, Dios mío. Los he visto romper las filas seis veces y marchar como en un desfile. ¡Buenos hombres! Nuestro rey de Nápoles, que entiende mucho de eso, gritó: «¡bravo!» ¡Ah! ¡Soldados como nosotros! —dijo después de un breve silencio—. Mejor, mejor, señor Pierre. Terribles en la batalla… galantes con las mujeres —guiñó el ojo sonriendo—, eso son los franceses, señor Pierre, ¿no?

La alegría del capitán era tan ingenua y afable, estaba tan sano y contento de sí mismo que Pierre casi guiña el ojo al mirarlo. Probablemente la palabra galantes hizo pensar al capitán en la situación de Moscú.

—A propósito, dígame, ¿es verdad que todas las mujeres han abandonado Moscú? ¡Qué idea tan descabellada! ¿Qué temían?

—¿Acaso las damas francesas no abandonarían París si los rusos entrasen?

—¡Ah! ¡Ah! ¡Ah…! —rio el francés dando a Pierre unas palmadas en la espalda—. ¡Ah, esa es buena… París! Pero París, París…

—Paris, la capitale du monde… —Pierre terminó el pensamiento del oficial.

Este miró a Pierre. Solía detenerse en mitad de la frase para mirar a su interlocutor con ojos alegres, sonrientes y afables.

—Bueno, si no me hubiese dicho que es ruso, habría apostado que era parisino. Tiene ese no sé qué… —tras el cumplido lo miró.

—He estado en París, he pasado allí años —dijo Pierre.

—¡Oh, eso está bien, París…! Un hombre que no conozca París es un salvaje. Un parisino se ve a la legua. París es Talma, la Duchesnois, Potier, la Sorbona, los bulevares —y advirtiendo que su conclusión era más débil que lo anterior, añadió rápidamente—: Solo hay un París en el mundo. Usted ha estado en París y ha seguido siendo ruso. Bien, no lo estimo menos por ello.

Bajo la influencia del vino y tras los días a solas con sus ideas tenebrosas, Pierre experimentaba un involuntario placer hablando con aquel hombre.

—Volviendo a vuestras damas, dicen que son guapísimas. Qué idea tan mal ir a enterrarse en las estepas cuando el ejército francés está en Moscú. Menuda ocasión se han perdido. Los mujiks, eso es diferente, pero ustedes, gente civilizada, deberían conocernos mejor. Hemos tomado Viena, Berlín, Madrid, Nápoles, Roma, Varsovia, todas las capitales del mundo… Nos temen, pero nos aman. Hay que conocernos. Y luego el emperador.

Pierre lo interrumpió:

—El emperador —repitió, y su rostro adquirió una expresión triste y confusa—. Acaso el emperador…

—¡El emperador! Es la generosidad, la clemencia, la justicia, el orden, el genio, ¡eso es el emperador! Se lo dice Ramballe… Aquí donde me ve, era enemigo suyo hace ocho años. Mi padre ha sido un conde emigrado… Pero me venció, este hombre. Me ha ganado. No he podido resistir el espectáculo de grandeza y gloria con que cubrió Francia. Cuando comprendí lo que quería, cuando vi que nos había hecho un lecho de laureles, fíjese que me dije: he aquí un soberano y me rendí a él. ¡Ya está! ¡Oh! Amigo, es el mayor hombre de los siglos pasados y venideros.

—¿Está en Moscú? —preguntó Pierre confuso y con sentimiento de culpa.

El francés contempló el rostro culpable de Pierre y sonrió.

—No, hará su entrada mañana —dijo.

Unos gritos en el patio y la entrada de Morel anunciando que unos húsares de Würtemberg querían meter los caballos en el patio donde estaban los del capitán interrumpieron la conversación. La dificultad se debía a que los húsares no entendían lo que les decían.

El capitán llamó al suboficial de los húsares y le preguntó con severidad a qué regimiento pertenecían, quién era su jefe y por qué entraban en una casa ya ocupada. El alemán, que apenas comprendía el francés, dio el nombre de su regimiento y el de su comandante; pero no entendió la tercera pregunta. Explicó en alemán con unas palabras francesas deformadas que era el aposentador de su regimiento y le habían ordenado ocupar todas las casas. Pierre, que sabía alemán, tradujo al capitán lo que decía el würtemburgués y también la respuesta del capitán. Cuando finalmente entendió lo que le decían, el alemán cedió y se llevó a sus hombres. El capitán salió al patio y gritó unas órdenes. Cuando regresó, Pierre estaba sentado en el mismo sitio, con la cabeza apoyada entre las manos. Su expresión era de gran sufrimiento.

Cuando el capitán salió, Pierre comprendió su situación. No era la caída de Moscú ni que los vencedores campasen a sus anchas por la ciudad o que lo tuviesen a él bajo su protección por duro que le pareciese; en esos momentos lo atormentaba la conciencia de su debilidad. Un poco de vino y una conversación con aquel hombre afable habían acabado con el estado de ánimo concentrado y sombrío en que había vivido las últimas jornadas, y le parecían imprescindibles para materializar sus planes. La pistola, el puñal y el chaquetón de sayal estaban listos. Napoleón entraría al día siguiente. Pierre aún creía útil y digno asesinarlo, pero sentía que no lo iba a hacer. ¿Por qué? Lo ignoraba. Presentía que no lo haría. Luchaba contra su impotencia, aunque se daba cuenta de que no la superaría y que las anteriores ideas lúgubres sobre venganza, asesinato y sacrificio personal se habían desvanecido como el humo al contacto con el primer hombre que había encontrado.

El capitán entró de nuevo cojeando ligeramente y silbando. Su charla, que antes divertía a Pierre, se le hizo inaguantable. La canción, sus posturas, sus gestos y la forma de atusarse el bigote le irritaban.

«Me voy ya sin decirle nada», pensó. Pero siguió en su sitio. Un sentimiento de debilidad lo inmovilizaba. Quería levantarse y salir, pero no podía.

En cambio, el capitán parecía muy alegre. Recorrió la habitación; le brillaban los ojos y los bigotes le temblaban como si rememorase algo divertido.

—¡Encantador el coronel de estos würtemburgueses! —dijo—. Es un alemán, pero un valiente donde los haya. Pero alemán.

Se sentó frente a Pierre.

—A propósito, ¿habla alemán?

Pierre lo miró sin hablar.

—¿Cómo dice asilo en alemán?

—¿Asilo? —preguntó Pierre—. Asilo en alemán: Unterkunft.

—¿Cómo dice? —preguntó el capitán

—Unterkunft —repitió Pierre.

—Onterkoff —dijo el capitán y sonrió a Pierre—. Los alemanes son fieras orgullosas, ¿No, señor Pierre? —concluyó—. Bueno, otra botella de este burdeos moscovita, ¿no? Morel nos va a entibiar otra botellita. ¡Morel! —gritó alegremente.

Morel trajo unas velas y la botella de vino. El capitán contempló a Pierre a la luz de las llamas y se sorprendió al ver su expresión desolada. Con gesto apenado y de condolencia se acercó a Pierre y se inclinó sobre él.

—Bueno, estamos tristes —Tocó el brazo de Pierre—. ¿Lo he apenado? De veras, ¿tiene algo contra mí? ¿Tal vez con relación a la situación?

Pierre miró cariñosamente a los ojos del francés y no dijo nada. Aquella expresión amistosa le gustaba.

—Palabra de honor, sin hablar de lo que le debo, soy su amigo. ¿Puedo hacer algo por usted? —volvió a preguntar—. Disponga de mí en la vida y en la muerte. Se lo digo con la mano en el corazón. —El capitán se golpeó el pecho.

—Merci —contestó Pierre.

El capitán lo miró, como cuando le explicaba cómo se dice asilo en alemán, y su semblante se iluminó.

—¡En ese caso, bebo por nuestra amistad! —exclamó llenando dos vasos de vino.

Pierre tomó el suyo y lo vació de un trago. Ramballe lo imitó; estrechó la mano de Pierre y se acodó en la mesa con aire melancólico y pensativo.

—Sí, querido amigo, he aquí los caprichos de la fortuna —comenzó—. ¿Quién me habría dicho que yo sería soldado y capitán de dragones al servicio de Bonaparte, como antaño los Tappelion? Y sin embargo aquí estoy, en Moscú, con él. Debo decirle, amigo —su voz era triste y mesurada, como la de quien va a narrar una larga historia—, que nuestro apellido es de los más antiguos de Francia.

El capitán, con la ingenua y ligera franqueza de un francés, relató a Pierre la historia de su familia, su infancia, su adolescencia, los asuntos familiares y lo relativo a su fortuna. Naturalmente, «ma pauvre mère» ocupó parte del relato.

—¡Pero todo eso no es más que la puesta en escena de la vida, el fondo es el amor! El amor —se animó—. ¿No es verdad, señor Pierre? ¿Otra copa?

Pierre bebió y llenó el vaso una tercera vez.

—Oh! les femmes, les femmes! —el capitán se puso a hablar del amor y de sus aventuras galantes con ojos lascivos.

Habían sido muchas, y podía creérsele al ver su rostro alegre y satisfecho, y la admiración con que hablaba de las mujeres. Pese a que todas las historias amorosas de Ramballe eran de corte lascivo, lo cual es para los franceses la poesía y el encanto del amor, contaba sus experiencias con tanta convicción que parecía ser el único hombre capaz de experimentar y conocer la fascinación del amor. Describía a las mujeres de forma tan seductora que Pierre lo escuchaba con curiosidad.

Sin duda l’amour que tanto gustaba al francés no era el de tipo inferior y simple que Pierre experimentó antaño hacia su mujer, o el sentimiento romántico que él mismo avivaba por Natacha. Ramballe detestaba ambos géneros de amor: uno era el amor de los carreteros; el otro, el amor de los tontos. L’amour admirado por el francés consistía sobre todo en relaciones artificiosas con mujeres complicadas y antinaturales que daban especial encanto a los sentimientos.

El capitán narraba la emocionante historia de su amor por una bella marquesa de treinta y cinco años y por una linda muchacha de diecisiete, hija de la marquesa. La lucha entre ambas se saldó con el sacrificio de la madre, que propuso a su amante desposar a su hija. El recuerdo lejano aún enternecía al capitán. Luego narró otra aventura en la que un marido había representado el papel de amante y él, el de marido. Relató sucesos graciosos de sus souvenirs d’Allemagne, donde asile se pronuncia Unterkunft, los maridos comen col agria y las jóvenes son rubísimas.

Finalmente el episodio de Polonia, fresco en la memoria del capitán, que relató con gestos rápidos y rostro encendido. El francés había salvado la vida a un polaco, un acto de generosidad frecuente en los relatos del capitán Ramballe, y el hombre le había confiado a su encantadora esposa, una parisienne de cœur, mientras él se enrolaba en el ejército francés. El capitán era feliz, la bella polaca quería huir con él, pero la generosidad de Ramballe se impuso y entregó al polaco su mujer diciéndole:

«¡Le he salvado la vida y el honor!». Al decir esto, el capitán meneó la cabeza y se frotó los ojos, como para apartar la debilidad que lo invadía al rememorar aquella emocionante escena.

Pese a lo avanzado de la noche y el vino, Pierre escuchaba cuanto decía el capitán, lo comprendía y revivía recuerdos personales que acudían a su memoria.

Se acordó entonces de su amor por Natacha, rebuscó en su imaginación los recuerdos de ese amor y los comparó con las historias de Ramballe. Al escuchar el relato de la lucha entre el deber y el amor, Pierre evocó todos los pormenores de su último encuentro con la mujer amada en la torre de Sujarev. Aquello no le había producido ninguna impresión, ni siquiera había vuelto a pensar en ello, pero ahora se le antojaba importante y poético.

«Piotr Cyrilovich, venga aquí. Lo he reconocido…», la oía. Veía de nuevo sus ojos, su sonrisa, el sombrero de viaje, el mechón rebelde… y sentía algo conmovedor y emotivo.

Cuando el capitán concluyó su historia de la bella polaca, preguntó a Pierre si nunca había experimentado el sacrificio por el amor y de envidia del marido legítimo.

Pierre alzó la cabeza y quiso expresar las ideas que lo embargaban. Explicó que él entendía de otro modo el amor por la mujer. Dijo que solo había amado a una mujer, pero que ella nunca podría pertenecerle.

—Tiens! —dijo el capitán.

Pierre continuó diciendo que la amaba desde su infancia y que no se atrevía a pensarlo porque ella era muy joven y él un bastardo sin nombre; que cuando tuvo nombre y riquezas, tampoco se atrevió porque la amaba demasiado y la situaba muy por encima de los demás y de él mismo. Al llegar a ese punto, Pierre preguntó al capitán si entendía un amor así.

Ramballe hizo un gesto de que no lo comprendía, pero le rogaba que siguiese.

—El amor platónico, las nubes… —musitó.

Fue el vino bebido, la necesidad de sincerarse o el pensamiento de que aquel hombre no conocía ni conocería jamás a nadie de su historia, o tal vez todo junto, la lengua de Pierre se soltó. Mirando soñadora y amorosamente al vacío, contó entre balbuceos toda su historia: el matrimonio, el amor de su mejor amigo y Natacha, la traición de esta y sus relaciones muy simples con ella. Picado por las preguntas de Ramballe, descubrió cuanto había ocultado: su posición social y su nombre.

Lo que sorprendió al capitán fue que Pierre fuese muy rico, dueño de dos palacios en Moscú, y que hubiese abandonado todo y, sin salir de la capital, permaneciese ocultando su nombre.

Ya muy tarde salieron a la calle. Era una noche templada y clara. A la izquierda de la casa se veía el fulgor del primer incendio en la calle Petrovka. A la derecha se distinguía la luna creciente y enfrente se veía el luminoso cometa que Pierre, dentro de su alma, relacionaba con su amor. Guerasim, la cocinera y dos soldados franceses estaban en el patio. Se oían sus risas y conversaciones en idiomas mutuamente incomprensibles. También ellos contemplaban el fulgor del incendio en la ciudad.

Aquel pequeño y lejano incendio en medio del inmenso Moscú no parecía terrible.

Al contemplar el cielo estrellado, la luna, el cometa y el fulgor del fuego, Pierre experimentó una sensación de gozo. «¡Qué hermoso es todo! ¿Qué más puede desearse?», pensó. Entonces, al recordar sus propósitos, la cabeza le dio vueltas; se sintió indispuesto y tuvo que apoyarse en la verja para no caer. Sin decir adiós a su nuevo amigo, se alejó con paso vacilante del patio, regresó a su habitación, se tumbó en el diván y se durmió.

CAPÍTULO XXX

El fulgor del primer incendio, que se produjo el 2 de septiembre, se podía divisar desde la lejanía por los fugitivos moscovitas y por las tropas en retirada, causándoles todo tipo de sentimientos encontrados.

Esa noche, el convoy de los Rostov estaba en Mitischi, a veinte kilómetros de Moscú. Habían salido el día 1, el camino estaba abarrotado de carros y tropas, habían olvidado cosas y tuvieron que mandar a los criados que las trajesen, así que decidieron pernoctar a cinco kilómetros de Moscú.

A la mañana siguiente despertaron tarde y tantas paradas que solo llegaron a Mitischi. A las diez, los Rostov y los heridos, que habían salido con ellos, se instalaron en los patios y las isbas de ese pueblo. Los criados y cocheros de los Rostov y los asistentes de los heridos salieron y cenaron, una vez atendidos los señores, encerrados y alimentados los caballos.

En la isba vecina yacía un ayudante de Raievski con la muñeca rota. Los dolores le arrancaban lastimeros gemidos que resonaban lúgubres en la oscuridad otoñal. La primera noche, pernoctó en el patio de los Rostov. La condesa lamentaba no haber podido pegar ojo por esos lamentos, y en Mitischi fue alojada en una isba peor para alejarla del herido.

Por encima de la alta carroza uno de los criados distinguió en la oscuridad nocturna el débil fulgor de un incendio.

Se veía otro hacía rato y todos sabían que Malie-Mitischi había sido incendiado por los cosacos de Mamonov.

—Pero, hermanos, eso es otro incendio —dijo un edecán y todos miraron el otro resplandor.

—Ya se sabía que los cosacos de Mamonov prendieron fuego a Malie-Mitischi.

—Eso no es Malie-Mitischi… Está más lejos.

—Mirad, parece Moscú.

Dos criados salieron del porche y se sentaron en el estribo del coche.

—Es más a la izquierda. ¡No puede ser Mitischi! El incendio es en otra parte.

Algunos se unieron a ellos.

—¡Mirad qué llamas! —dijo uno—. El incendio es… es en Moscú, en Suschevskaia o en Rogozhskaia.

Nadie contestó, y durante largo rato contemplaron las llamas del nuevo incendio.

El viejo ayuda de cámara del conde, Danilo Terentich, se acercó al grupo y llamó a Mishka.

—¿Qué haces ahí mirando…? El conde puede llamar y no hay nadie. Ve a recoger la ropa.

—Solo había venido por agua —replicó Mishka.

—¿Y qué piensa, Danilo Terentich? Parece que ese resplandor viene de Moscú —dijo uno de los criados.

Danilo Terentich no contestó, y todos guardaron silencio. El fulgor crecía y se extendía.

—¡Que Dios nos ampare…! Hace viento, todo está seco… —dijo alguien—. ¡Mira cómo avanza! ¡Oh, Dios mío! ¡Se ven las chovas! ¡Oh, Señor, ten piedad de estos pecadores!

—Lo apagarán seguramente.

—¿Quién lo apagará? —preguntó Danilo Terentich. Su voz era lenta y serena—. Es Moscú lo que arde. Es nuestra madrecita… la de muros blan…

Su voz se cortó con un sollozo. Parecía que todos aguardaban aquello para comprender el significado que tenía aquel fulgor para ellos. Se oyeron suspiros, oraciones y sollozos del viejo ayuda de cámara del conde.

CAPÍTULO XXXI

El ayudante de cámara fue a informar al conde de que Moscú estaba en llamas. El conde se puso un batín y salió a verlo. Sonia, que aún estaba vestida, salió con él. Schoss. Natacha y la condesa se quedaron en la habitación Petia ya no con ellos; se había adelantado para unirse a su regimiento, destinado a Troitsa.

Al oír hablar del incendio de Moscú la condesa rompió a llorar. Natacha, pálida y los ojos inmóviles, seguía sentada en un banco bajo los iconos, lugar que ocupó al llegar allí. Escuchaba los gemidos del edecán tres casas más allá sin atender a las palabras de su padre.

—¡Qué horror! —exclamó Sonia aterida y asustada al regresar—. Parece que arde todo Moscú. ¡El resplandor es espantoso! Natacha, mira; se ve desde la ventana —dijo a su prima deseando distraerla.

Pero Natacha la miró como si no entendiese y volvió a fijarse en el rincón de la estufa. Natacha estaba aturdida e indiferente desde la mañana, cuando Sonia, para asombro e indignación de la condesa, decidió revelar a su prima que el príncipe Andréi estaba y le dijo que iba con ellos.

La condesa se había enfadado mucho con Sonia, como no solía hacer; Sonia lloró y pidió perdón. Ahora, como para enmendar su falta, no quitaba ojo a Natacha.

—Mira, Natacha, qué incendio tan violento.

—¿Qué arde? —preguntó Natacha—. ¡Ah, sí, Moscú!

Para no ofender a Sonia y librarse de ella, alzó la cabeza hacia la ventana, miró sin ver y retomó a su actitud anterior.

—¡Pero si no has visto nada!

—Sí lo he visto —dijo Natacha con una voz que parecía suplicar que la dejasen en paz.

Sonia y la condesa comprendieron que no le importaban Moscú ni su incendio.

El conde se retiró detrás del biombo y se acostó. La condesa se acercó a Natacha, le tocó la frente con el dorso de la mano, como cuando estaba enferma, la besó y dijo:

—¿Tienes frío? Estás tiritando. Deberías acostarte.

—¿Acostarme? Sí, ahora me acuesto —dijo Natacha.

Cuando Natacha supo que el príncipe Andréi, gravemente herido, viajaba con ellos, hizo muchas preguntas: «¿Dónde está herido? ¿Cómo? ¿Está en peligro? ¿Puedo verlo?». Cuando le dijeron que no podía verlo, que estaba muy mal, aunque su vida no peligraba, no lo creyó. Convencida de que siempre responderían eso, dejó de preguntar y de hablar. Se mantuvo inmóvil en un rincón del coche durante todo el viaje, con aquella mirada que la condesa conocía tan bien y cuya expresión temía. Tenía esa misma expresión ahora en la isba. Algo pensaba y algo había decidido. La condesa lo sabía, pero no podía adivinarlo, y eso la asustaba e intranquilizaba.

—Natacha, hija mía, desvístete y acuéstate en mi cama.

Solo la condesa tenía cama; Schoss y las dos jóvenes dormían en una pila de heno extendido sobre el suelo.

—No, mamá. Me echaré en el suelo —dijo Natacha yendo a la ventana para abrirla

Con la ventana abierta se oyeron mejor los gemidos del edecán. Natacha asomó la cabeza al aire húmedo de la noche y la condesa vio que su cuello golpeaba el marco de la ventana, agitado por los sollozos. Natacha sabía que no gemía el príncipe Andréi; sabía que viajaba en el mismo convoy que ellos y estaba en la isba vecina, separada de ellos solo por el patio. Pero esos gemidos le provocaron el llanto.

La condesa y Sonia se miraron.

—Acuéstate, cielo. Acuéstate —dijo la condesa tocándole el hombro con la mano—. Acuéstate; es tarde.

—Ah, sí… Ahora mismo.

Y se desvistió tan deprisa que rompió las cintas de la falda. Se quitó el vestido, se puso un camisón y se sentó en el heno que le servía de cama con las piernas dobladas. Echó hacia delante la trenza, la deshizo y la rehízo; los movimientos de sus dedos delicados eran rápidos, ágiles, giraba la cabeza a un lado y a otro, pero sus ojos febriles y abiertos de par en mar miraban sin ver. Cuando terminó su tocado nocturno se tumbó sobre la sábana que cubría el heno extendido junto a la puerta.

—Natacha, ponte en el centro —dijo Sonia.

—No, aquí —contestó—. Acostaos ya —añadió con enojo y hundió la cara en la almohada.

La condesa, Schoss y Sonia se desnudaron rápidamente y se acostaron. Solo había un candil, pero el patio estaba iluminado por el incendio de Malie-Mitischi, a dos kilómetros de allí; se oían gritos de borrachos en la taberna de la esquina, saqueada por los cosacos de Mamonov, y los gemidos del edecán.

Natacha escuchó los rumores de la casa y los que llegaban desde fuera.

Primero oyó los rezos y suspiros de su madre, el crujido de la cama y los ronquidos de Schoss, que conocía tan bien; oyó la respiración serena de Sonia. Poco después la condesa la llamó, pero ella no contestó.

—Parece que se ha dormido, mamá —susurró Sonia.

Tras un breve silencio, la condesa llamó a Natacha una vez más, pero tampoco contestó.

Natacha pronto oyó la respiración regular de su madre, pero siguió inmóvil, aunque el piececito desnudo que había sacado de la sábana se le enfriaba.

Como celebrando su victoria sobre todos, el canto de un grillo llegó desde una rendija. Un gallo lejano cantó y respondió otro más cercano. En la taberna nadie gritaba y solo se oían los gemidos del edecán. Natacha se incorporó.

—¡Sonia! ¿Duermes? ¡Mamá! —murmuró.

No contestó nadie. Natacha se puso en pie con precaución y lentitud, se persignó y caminó con los pies descalzos, estrechos y ágiles, sobre el suelo frío y sucio. Crujieron los tablones, dio unos pasos rápidos, se deslizó como un gato, y sujetó el picaporte de la puerta.

Le parecía que algo pesado golpeaba rítmicamente las paredes de la isba, pero era su propio corazón que latía dominado por el miedo, el espanto y el amor.

Abrió la puerta, cruzó el umbral y pisó la tierra húmeda y fría del vestíbulo. El frío la reanimó. Rozó con el pie desnudo a un hombre dormido, pasó por encima y abrió la puerta de la isba donde estaba el príncipe Andréi. La habitación estaba a oscuras. En el rincón del fondo, alguien estaba acostado junto a un catre. Ardía una vela de sebo ya derretida formando algo como un hongo.

Desde que le dijeron que el príncipe Andréi estaba allí, decidió que debía verlo. No sabía para qué, pero sabía que sería algo penoso, y eso la convencía aún más de que era una entrevista necesaria.

Había pasado toda la jornada esperando verlo aquella noche; ahora que había llegado el momento, la idea de lo que vería la espantaba. ¿Cómo estaría de mutilado? ¿Qué quedaba de él? ¿Estaría como ese edecán que gemía sin cesar? Sí, también él era así. En su imaginación encarnaba aquellos gemidos. Cuando distinguió en el rincón una forma vaga y supuso que las rodillas del herido, levantadas bajo la manta, eran los hombros, imaginó que estaba ante un cuerpo mutilado y se detuvo horripilada. Pero una fuerza invencible la empujaba. Dio un paso cauto, luego otro, y se plantó en medio de una habitación abarrotada. En un banco, bajo los iconos, yacía Timojin, y en el suelo se veía al médico y al ayuda de cámara.

Este se incorporó y murmuró algo. Timojin, que estaba desvelado por el dolor de su pierna herida, miraba con ojos muy abiertos la extraña aparición de la joven en camisa blanca, saltó de cama y gorro de dormir. Sus palabras asustadas de: «¿Qué quiere? ¿A qué viene?», hicieron que Natacha se acercase a lo que yacía en el rincón. Aunque aquel cuerpo no se pareciese a un hombre y fuese espantoso, debía verlo. Dejó atrás al ayuda de cámara y como la cera fundida de la vela había caído, pudo ver al príncipe Andréi. Tenía los brazos extendidos sobre la manta, tal como lo recordaba.

Estaba como siempre, aunque el aspecto febril de la cara, los ojos brillantes fijos admirativamente en ella y su cuello delgado, como el de un niño, le daban un aspecto distinto, juvenil e inocente que nunca le había visto. Natacha se le acercó y con un movimiento rápido, ligero y ágil se arrodilló.

Él sonrió y le tendió la mano.

CAPÍTULO XXXII

Habían transcurrido siete días desde que el príncipe Andréi recobró el conocimiento en el puesto de socorro del campo de batalla de Borodinó. Durante casi todo ese tiempo había estado inconsciente. La fiebre y la inflamación de los intestinos, lesionados según el médico que lo acompañaba, lo matarían. Pero al séptimo día tomó con apetito un poco de pan y una taza de té; el médico observó que la fiebre bajaba. Aquella mañana recobró el conocimiento.

La primera noche tras la salida de Moscú fue templada y lo dejaron en el coche; pero en Mitischi el herido quiso que lo sacaran de allí y pidió té. El dolor del traslado a la isba le arrancó lamentos y se desvaneció. Cuando lo colocaron en el catre de campaña permaneció inmóvil, con los ojos cerrados. Después los abrió y dijo: «Bueno, ¿y ese té?». Esta memoria para los detalles sorprendió al médico. Le tomó el pulso y notó una mejoría para sorpresa suya. Comprobarlo lo disgustó, pues su experiencia le decía que no viviría mucho y que si no moría ahora, lo haría poco después y con sufrimientos mayores. Con el príncipe Andréi llevaban al comandante de batallón de su regimiento, Timojin, el de la nariz colorada, herido en la pierna en Borodinó. Los acompañaban el médico, el ayuda de cámara, el cochero del príncipe y dos edecanes.

Trajeron el té y el príncipe Andréi lo bebió con los ojos febriles puestos en la puerta, como si quisiera comprender y recordar.

—No quiero más —dijo—. ¿Está aquí Timojin?

Timojin se arrastró sobre el banco en que estaba echado—. Estoy aquí, excelencia.

—¿Cómo va tu herida?

—¿La mía? Bien… ¿Cómo está usted?

El príncipe Andréi quedó pensativo, como tratando de recordar algo.

—¿Podrían traerme un libro? —preguntó.

—¿Cuál?

—El Evangelio. No lo tengo.

El médico prometió buscarlo y pidió detalles al príncipe de cómo se sentía. Este respondió con apatía, aunque razonablemente. Después pidió que pusieran debajo de él un soporte, con el que estaría más cómodo y sufriría menos. El médico y el ayuda de cámara levantaron el capote que lo cubría y examinaron la herida con el rostro contraído por el hedor de carne putrefacta que despedía. Al médico le disgustó algo. Vendó al herido de otra manera y lo cambió de postura. El príncipe gimió de nuevo y perdió el conocimiento. Comenzó a delirar pidiendo que le llevasen el libro.

—¿Qué les cuesta? No lo tengo. Tráiganlo, por favor… Pónganmelo debajo un minuto —decía lastimeramente.

El médico salió para lavarse las manos.

—No tenéis perdón —dijo al ayuda de cámara que le echaba el agua—. Me descuido un minuto… Es un dolor terrible y me asombra que lo soporte.

—Ahora parece que lo hemos puesto bien… ¡Jesucristo bendito!

Por primera vez el príncipe Andréi supo dónde se hallaba y qué le había ocurrido. Recordó que estaba herido, que pidió ser llevado a la isba cuando el coche se detuvo en Mitischi, que se había sentido mal y había recobrado el conocimiento en la isba, antes de beber el té. Ahora recordaba todo lo sucedido. Volvía a ver con especial lucidez el puesto de socorro. Recordó los sufrimientos de un hombre que era su enemigo y acudieron a su mente nuevas ideas que le prometían felicidad. Esas ideas, confusas y difusas, se apoderaron de su alma. Recordaba que poseía una felicidad nueva que tenía algo en común con el Evangelio. Por eso había pedido el libro. Pero la mala postura en que lo habían colocado y los dolores por el cambio de postura nublaron su mente. La tercera vez que despertó reinaba el silencio nocturno. Todos dormían. Un grillo cantaba al otro lado del vestíbulo. Oyó a alguien gritando y cantando en la calle, las cucarachas corrían por el suelo, las paredes y los iconos. Un moscardón se debatía en la cabecera de su cama y se había desprendido un trozo en forma de seta de la vela de sebo colocada a su lado.

Su alma no estaba en estado normal. El hombre sano piensa, siente y recuerda en muchos objetos, pero puede escoger una serie de ideas o fenómenos y centrar en ellos La atención. El hombre sano, aun en la más honda reflexión, puede saludar a un recién llegado y volver de nuevo a lo que pensaba. En este sentido, la mente del príncipe Andréi no estaba en situación normal. Su espíritu estaba más activo y lúcido que nunca, pero actuaba al margen de su voluntad. Las más diversas ideas e imágenes se adueñaban de él. A veces su mente funcionaba con una fuerza, precisión y calado desconocidos cuando estaba sano; sin embargo, en plena actividad, todo se desvanecía de golpe y era sustituido por una imagen inesperada y no podía volver a la idea anterior.

«Sí, se ahora conozco una felicidad nueva e inalienable del ser humano —pensaba con los ojos dilatados, febriles y fijos en la penumbra apacible de la isba—, una felicidad más allá de las fuerzas materiales, fuera de influencias exteriores: la dicha pura del alma y del amor. Cualquiera puede comprenderla, pero solo Dios es consciente de ella y puede concederla. ¿Cómo revela Dios esta ley? ¿Por qué el hijo…?» Entonces se interrumpieron aquellas ideas y oyó sin saber si deliraba o lo oía en realidad una suave voz que susurraba rítmicamente sin cesar: «Y ritipi-pitipi-pitipi», después de «y-ti-ti», luego volvía «y ritipi-pitipi-pitipi», y «y-pi-pi». Simultáneamente, en aquella música susurrante, el príncipe Andréi sentía que sobre el centro de su cara se levantaba un extraño edificio aéreo de finas agujas o astillas. Sentía que debía mantener como fuese el equilibrio para que el edificio no se hundiese. Pero se hundió y volvió a erguirse con los sones de aquella música rítmica y susurrante: «Se eleva… se alarga y se eleva», repetía él. A la vez, además del rumor y la sensación de aquel edificio de agujas que se erguía y alargaba, veía a la luz rojiza de la llama las cucarachas y oía el zumbido del moscardón que se posaba en la almohada y su cara. Cuando el moscardón le rozaba, sentía una quemadura y se asombraba de que, al entrar donde se alzaba el edificio, no lo tirase. Había también allí algo importante, un objeto blanco junto a la puerta, como la estatua de una esfinge que también lo oprimía.

«Quizá sea mi camisa sobre la mesa —pensó—, estas son mis piernas, y aquello es la puerta… Pero ¿por qué todo se eleva y se alarga? ¡Ritipi-pitipi-pitipi y ti-ti y ritipi-pitipi-pitipi…! ¡Basta! ¡Por favor! ¡Déjalo!», suplicaba a alguien. Y surgieron sus ideas y sentimientos con una claridad asombrosa.

«Sí, el amor —pensó con nitidez—, pero no el que ama por algo, para algo o cualquier otro motivo, sino el que experimenté la primera vez, cuando creí morir, vi a mi enemigo y lo amé. He sentido ese amor que es la esencia del alma y no necesita objeto. También ahora lo experimento. Amar al prójimo, a los enemigos, todo, a Dios en todas sus manifestaciones. Se puede amar como ser humano a un ser querido; pero al enemigo solo puedes amarlo con amor divino. Por eso me alegré al notar que sentía amor por aquel hombre. ¿Qué habrá sido de él? ¿Vivirá aún…? El amor humano puede convertirse en odio, pero el divino no puede cambiar; ni siquiera la muerte lo destruye. Es la esencia del alma. ¡A cuántas personas he odiado en mi vida! Y a ninguna odié ni amé tanto como a ella…» Recordó a Natacha, no con su encanto y su alegría que tanto le gustaban. Por primera vez pensó en su alma. Comprendía sus sentimientos, el dolor, el oprobio, el bochorno.

Por primera vez comprendía la crueldad de su comportamiento, de su ruptura con ella. «¡Ojalá pudiese verla una vez más! Mirar de nuevo sus ojos, decirle…»

De nuevo ritipi-pitipi-pitipi y bum-bum y el moscardón chocó con algo… Su atención se mudó a otro mundo donde ocurría algo excepcional. Allí se alzaba un edificio; se estiraba como antes, pero no se hundía; la vela ardía rodeada de un nimbo rojizo, la misma camisa-esfinge estaba junto a la puerta; algo crujió, entró un soplo de aire fresco y una nueva esfinge blanca de rostro pálido y ojos brillantes de la Natacha en quien acababa de pensar.

«¡Oh! ¡Qué duro es este delirio!», pensó él tratando de borrar el rostro de su imaginación. Pero estaba ante él con toda la fuerza de la realidad y se acercaba. El príncipe Andréi quería volver al pensamiento puro, pero no podía; el delirio lo arrastraba a su reino. La dulce voz susurrante balbuceaba, ahogada por algo, y se prolongaba; el extraño rostro estaba ante él. El príncipe Andréi reunió toda su energía para retornar a la realidad. Se movió, le zumbaron los oídos, se le nubló la vista y, como un hombre que se hunde, perdió el conocimiento.

Cuando volvió en sí, Natacha, la que estaba viva a quien él quería amar con todo el amor puro y divino revelado, estaba arrodillada junto a él. Comprendió que era la auténtica Natacha, pero no se asombró; solo sintió una dulce alegría. Natacha lo miraba asustada y conteniendo los sollozos. Estaba pálida e inmóvil. Solo en su parte inferior algo temblaba.

El príncipe Andréi suspiró con alivio. Sonrió y le tendió la mano

—¿Tú? —dijo—. ¡Qué felicidad!

Natacha se le acercó de rodillas con gesto rápido y prudente, tomó con cuidado su mano, inclinó la cara y la besó rozándola con los labios.

—¡Perdón! —susurró levantando la cabeza y mirándolo—. ¡Perdóname!

—¡Te amo! —dijo él.

—¡Perdóname…!

—¿Perdonar qué?

—Por lo que… hice… —susurró entrecortadamente Natacha.

Y volvió a besar su mano sin apenas rozarla.

—Te amo más y mejor que antes. —El príncipe Andréi levantó con la mano el rostro de Natacha para verle los ojos.

Aquellos ojos llenos de lágrimas felices lo miraban con timidez, piedad, alegría y amor. El rostro pálido y delgado de Natacha, con los labios hinchados, estaba horrible; pero el príncipe Andréi solo contemplaba los hermosos ojos brillantes.

Detrás se oyeron voces.

Piotr, el ayuda de cámara, llamó al médico. Timojin, que no dormía por el dolor de la pierna, había asistido a toda la escena y trataba de cubrir con la sábana su cuerpo desnudo encogiéndose en el banco.

—¿Qué hace aquí? —preguntó el médico—. Salga, señorita.

En ese momento, una doncella enviada por la condesa, que había notado la ausencia de su hija, llamó a la puerta.

Natacha salió como una sonámbula a la que hubiesen despertado; al regresar a su habitación cayó sollozando sobre el heno.

Desde ese día y durante todo el viaje de los Rostov, Natacha no se separó de Bolkonsky en cada alto y escala; el médico confesó que no esperaba de una señorita tanta firmeza y habilidad para cuidar a un herido.

Por terrible que pareciese a la condesa pensar que el príncipe Andréi podía morir durante el viaje en los brazos de su hija, cosa que el médico consideraba probable, la condesa no se opuso. Aunque el acercamiento del príncipe herido y la joven permitía suponer que el proyecto matrimonial se reanudaría en caso de curación, nadie hablaba de ello; Natacha y el príncipe Andréi menos que nadie. La alternativa de vida o muerte que pendía sobre Bolkonsky y sobre toda Rusia descartaba cualquier pensamiento que no fuese aquel.

CAPÍTULO XXXIII

El día 3 de septiembre Pierre se despertó tarde. Le dolía la cabeza, el traje con el que había dormido le pesaba y tenía la vaga conciencia de haber hecho algo vergonzoso la víspera. Aquello era su conversación con el capitán Ramballe.

El reloj marcaba las once, pero el día parecía especialmente sombrío. Pierre se levantó, se restregó los ojos y vio la pistola con la culata tallada que Guerasim había dejado sobre la mesa. Pierre recordó dónde estaba y lo que debía hacer ese día.

«¿Me habré retrasado? No; probablemente no entrará en Moscú antes de las doce», se dijo. Pero no quiso pensar en lo que planeaba hacer. Tenía prisa por cumplirlo.

Se ajustó el traje, tomó la pistola y fue a salir. Entonces se preguntó cómo iba a llevar el arma por la calle. En la mano no, claro, y era difícil ocultar una pistola tan grande incluso bajo el caftán; no podía disimularla en el cinturón ni bajo el brazo. Además estaba descargada y no había tenido tiempo de cargarla. «Sirve un puñal», pensó, aunque muchas veces, al meditar su plan, había pensado que el principal error del estudiante en 1809 consistió en querer matar a Napoleón con un puñal. Era como si el objetivo principal de Pierre no fuese realizar su proyecto, sino demostrarse que no renunciaba y que pondría todos los medios para cumplirlo. Pierre tomó el puñal, metido en una funda verde, que había comprado en la torre de Sujarev y lo ocultó bajo el chaleco.

Se ciñó el caftán con un cinturón, se caló el gorro y, procurando no hacer ruido para evitar al capitán, cruzó el pasillo y salió.

El incendio, que vio con indiferencia la víspera, se había extendido. Moscú ardía en diversos puntos. Ardían al mismo tiempo la calle Karietnaia, Zamoskvorechie, Gostini Dvor, Povarskaya, las barcazas del Moskova y el mercado de leña del puente Dorogomilov.

Pierre fue por unas callejas a Povarskaya y desde allí a la calle de Arbat, cerca de la iglesia de San Nikolái, donde debía llevar a cabo su plan, según pensaba. Los portales y ventanas de la mayoría de las casas estaban cerrados. Las calles estaban desiertas. El aire olía a humo y a quemado. A veces se cruzaba con rusos de rostros atemorizados e inquietos. También pasaban franceses con aspecto de gente acostumbrada a la vida de campaña, que iban por el centro de la calzada. Unos y otros miraban a Pierre con asombro. Además de su altura y corpulencia, de su aspecto sombrío y abstraído y la expresión dolorida de su rostro, llamaba la atención de los rusos porque no comprendían a qué categoría social pertenecía. Los franceses se fijaban en él porque Pierre no les prestaba atención, al contrario que los demás rusos, que los miraban con curiosidad y miedo. Junto a un portal, tres franceses, que trataban de hacer comprender algo a unos rusos, detuvieron a Pierre para preguntarle si sabía francés.

El negó con la cabeza y siguió. En otro callejón, un centinela junto a un armón verde le gritó algo. Solo después de otro grito de amenaza y del ruido del gatillo montado por el centinela comprendió Pierre que debía pasar a la acera de enfrente. No veía ni oía nada a su alrededor. Como si todo fuese extraño, llevaba su propio proyecto con prisa y temor, cuidando de tenerlo presente desde su experiencia de la víspera. Pero no pudo conservar su estado de ánimo hasta el lugar adonde iba. Aunque nadie lo detuviese, no habría podido cumplir su misión, pues hacía más de cuatro horas que Napoleón había entrado en el Kremlin por el barrio de Dorogomilov y Arbat. A esas horas estaba de peor humor que nunca en el gabinete imperial del Kremlin y daba órdenes sobre las medidas para extinguir el incendio, acabar con los merodeadores y dar seguridades a los ciudadanos. Pierre lo ignoraba. Se atormentaba como quienes emprenden un acto imposible no por sus dificultades, sino por la incompatibilidad del proyecto con la naturaleza de su ejecutor. Temía ser débil en el momento decisivo y que eso le hiciera perder la propia estima.

No veía ni oía nada a su alrededor, pero siguió instintivamente su camino sin equivocarse en el dédalo de callejas que llevaban a Povarskaya.

Al ir acercándose, el humo se espesó y la temperatura aumentó por el fuego. A veces las llamas asomaban sobre las casas. Las calles estaban más animadas allí y la gente se mostraba más inquieta. Aunque sentía que algo extraordinario sucedía a su alrededor, no veía que se acercaba al corazón del incendio. Al pasar por unos solares entre Povarskaya y los jardines del príncipe Gruzinski, oyó a su lado el llanto desesperado de mujer. Se detuvo y levantó la cabeza como si despertara de un sueño.

A un lado, sobre la hierba seca y polvorienta, yacía un montón de enseres: un samovar, edredones, iconos y baúles. Una mujer de cierta edad, flaca, de dientes salientes y largos, con un abrigo negro y una cofia, estaba sentada en el suelo junto a los baúles llorando sin consuelo. Dos chiquillas de diez o doce años, con vestidos cortos, sucios y abrigos, miraban a su madre con asombro y susto. Un niño de siete años, el menor, con una blusa y una gorra enorme, lloraba en brazos de su vieja niñera. Sentada en un baúl, una criada sucia y descalza había deshecho su trenza rubia, arrancaba el pelo chamuscado y se lo acercaba a la nariz para olerlo. El marido, un hombre con uniforme de funcionario civil, de mediana estatura, pómulos salientes, patillas y sienes lisas, separaba los baúles apilados y sacaba de debajo más prendas de vestir.

Cuando la mujer vio a Pierre casi cayó a sus pies.

—¡Padrecito! ¡Hermanos! ¡Socorro! ¡Salvadla! ¡Ayuda os pido! —gritó entre sollozos—. ¡Mi pequeña! ¡Ayúdenme! ¡Salvadla! ¡Han dejado dentro a la más pequeña…! ¡Se va a quemar! ¡Oh…! ¡Y para eso te cuidé tanto…! ¡Oh, oh, oh!

—Cálmate, María Nikoláievna —dijo en voz baja el marido, seguramente para justificarse delante del extraño—. Nuestra hermana la habrá sacado. ¡Allí no puede estar!

—¡Monstruo! ¡Canalla! —gritó con furia la mujer dejando de llorar—. ¡No tienes corazón! ¡No tienes piedad de tu hija! ¡Otro la habría sacado del fuego! —Se giró a Pierre sollozando—. ¡Es un monstruo! ¡No es un hombre ni un padre! Usted es bueno, señor. El incendio comenzó en la casa vecina y prendió la nuestra. La criada gritó «¡fuego!», y tuvimos que sacar algunas cosas corriendo. Salimos como estábamos; esto es lo que hemos salvado: los iconos y la ropa de cama de la dote, lo demás se ha perdido. Buscamos a nuestros hijos, pero Katia, la pequeña, no estaba… ¡Oh, oh, oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! —y sollozó con más fuerza—. ¡Mi niña…! ¡Mi querida hija…! ¡Ha muerto abrasada!

—¿Dónde ha quedado? —preguntó Pierre.

Por la expresión de su rostro, la mujer comprendió que aquel hombre podía ayudarla.

—¡Padrecito! ¡Padrecito! —Se abrazó a sus piernas—. ¡Bienhechor mío! ¡Calma mi corazón…! ¡Acompáñalo tú, Aniska, miserable! —gritó a la criada mostrando aún más sus largos dientes.

—Llévame, yo… yo lo haré —dijo Pierre con voz jadeante.

La sucia criada apareció detrás de un baúl, se arregló la trenza, suspiró y salió andando descalza por el sendero.

Pierre pareció despertar tras un desmayo. Levantó la cabeza y se iluminaron los ojos. Siguió a la muchacha con paso raudo, la adelantó y salió a la calle Povarskaya, invadida por nubes de humo. Entre la humareda surgían lenguas de fuego. El gentío se apretujaba delante del incendio. En medio de la calle un general francés decía algo a quienes lo rodeaban.

Acompañado por la muchacha, Pierre quiso acercarse a donde estaba el general, pero unos soldados franceses lo detuvieron

—On ne passe pas! —gritó una voz.

—Por aquí, venga —dijo la muchacha—, iremos por el callejón, por el patio de los Nikulin.

Pierre la siguió, corriendo para no rezagarse. La muchacha cruzó la calle, giró a la izquierda y tres casas más allá, a la derecha, entró en la puerta cochera.

—Por aquí —dijo—. Falta poco.

Atravesó el patio, abrió la puerta de la valla y se detuvo para mostrar a Pierre un pabellón de madera que ardía.

Una parte ya se había desplomado; la otra ardía y las llamas salían por las ventanas y el tejado.

Pierre se detuvo en la puerta ahogado por el calor.

—¿Cuál es la casa? —preguntó.

—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! —chilló la criada mostrando el pabellón en llamas—. Es esa. Se ha quemado nuestra Katia, nuestro tesoro… ¡Mi señorita adorada, oh! —gritó Aniska que, al ver el fuego, se creía obligada a exagerar sus sentimientos.

Pierre se acercó al pabellón; pero el calor era insoportable y tuvo que dar una vuelta hasta otra casa grande, que solo ardía por una parte en torno a la cual hormigueaban unos franceses. Al principio no vio lo que hacían, que arrastraban algo, pero al ver a un francés golpear con un machete a un mujik a quien trataban de arrancar un abrigo de piel de zorro, comprendió que estaban dedicados al saqueo. No tenía tiempo de entretenerse.

Los crujidos de las paredes y techos que se hundían, el crepitar del fuego, los gritos de la gente, la visión de las nubes de humo, negras a ratos, aclaradas por pavesas en otros momentos o como lenguas de fuego continuas y rojas como haces espinosos y dorados que lamían las paredes, el calor y la rapidez de movimientos acabaron por animar a Pierre. Aquello fue muy intenso, pues ver el fuego lo liberó de sus obsesiones. Se sentía joven, alegre, ágil y brioso. Quiso acercarse al pabellón por el lado de la casa. Iba a entrar en la parte aún en pie cuando encima de él resonaron unos gritos, un crujido y un cuerpo pesado cayó junto a él.

Pierre miró a su alrededor y vio en las ventanas de la casa a unos franceses arrojar el cajón de una cómoda lleno de objetos metálicos. Abajo, otros soldados franceses se acercaron al cajón.

—Bueno, ¿qué quiere este? —gritó uno de los franceses señalando a Pierre.

—Una niña en esta casa. ¿No han visto a una niña? —preguntó Pierre.

—Anda, ¿qué dice este? Vete a paseo —gritaron varias voces, y uno de los soldados, temiendo que Pierre quisiese quitarles la plata y el bronce del cajón, se adelantó con aire amenazador.

—¿Una niña? —gritó arriba otro francés—. He oído piar algo en el jardín. Quizá sea la cría de este hombre. Hay que ser humanos, vea…

—¿Dónde está? ¿Dónde está? —preguntaba Pierre.

—¡Por aquí! ¡Por aquí! —contestó el francés desde la ventana señalando un jardín detrás de la casa—. Espere, voy a bajar.

Un minuto después, el francés, un joven de ojos negros con una mancha en la mejilla y en camisa, saltó por una ventana de la planta baja y corrió con Pierre al jardín tras darle unas palmadas en la espalda.

—Deprisa, empieza a hacer calor —gritó a sus compañeros. Ya en el camino de arena, el francés asió a Pierre del brazo y le indicó un banco, bajo del cual vio a una niña de tres años con un vestidito rosa.

—Aquí está la criatura. ¡Ah! Una niña, mejor. Adiós, muchacho. Hay que ser humanos. Todos somos mortales, ya ve —El francés corrió de regreso adonde estaban sus compañeros.

Loco de contento, Pierre corrió hacia la niña y quiso recogerla en brazos. Al ver a un desconocido, ella gritó y huyó corriendo. Era una niña escrofulosa, fea y parecida a su madre. Pierre la alcanzó y pudo sujetarla. Ella chilló y trató de rechazar con las manos el brazo de Pierre; le mordió y él sintió horror y asco, como si hubiese tocado un animal, pero se esforzó para no abandonar a la pequeña y corrió con ella a la casa. Ya no se podía regresar por donde vino; Aniska, la criada, no estaba. Pierre, con una mezcla de repulsión y pena, abrazaba con cuidado a la niña empapada, que sollozaba mientras él corría por el jardín buscando otra salida.

CAPÍTULO XXXIV

Pierre dio un rodeo por patios y calles y regresó con la niña al jardín de Gruzinski, en la esquina de la calle Povarskaya. Al principio no reconoció el lugar del que había salido para buscar a la pequeña; estaba abarrotado de gente y de enseres salvados del fuego. Además de las familias rusas y sus bienes, había soldados franceses vestidos con distintos uniformes. Pierre no les prestó atención. Trataba de localizar a la familia del funcionario para devolver a la niña y volver a salvar a otro más. Creía que debía mucho más y cuanto antes. Enardecido por el fuego y la carrera, experimentaba la misma sensación de juventud, animación y energía que cuando corrió por la niña. Ahora esta se había calmado; sentada en su brazos, se aferraba a su caftán y miraba a su alrededor como un animal salvaje. Pierre le echaba un vistazo de vez en cuando y le sonreía. Creía descubrir algo conmovedor y cándido en su carita asustada y enfermiza.

El funcionario y su familia ya no estaban donde antes. Pierre avanzó entre la gente sin dejar de mirar a todos. Se fijó en una familia georgiana o armenia. La formaban un hombre muy viejo, guapo, de tipo oriental, con pelliza y botas nuevas, una vieja del mismo aspecto y una joven. Esta última le pareció a Pierre el tipo perfecto de belleza oriental, con cejas negras arqueadas, el rostro ovalado, cutis fino y sin expresión.

Entre el gentío y las pilas de enseres, esa joven con su abrigo forrado de raso y el pañuelo de color lila de la cabeza, recordaba una frágil planta de invernadero arrojada a la nieve. Estaba sentada sobre unos bultos, detrás de la vieja, y miraba al suelo con sus ojos negros, inmóviles y velados por largas pestañas. Sin duda se sabía bella, y eso le causaba temor. Su rostro impresionó a Pierre, que se volvió varias veces a mirarla pese a la prisa. Como no daba con los que iba buscando, se detuvo y miró a su alrededor.

La figura de Pierre con la niña en brazos destacaba más que antes; a su alrededor se juntaron algunos rusos, hombres y mujeres.

—¿Buscas a alguien, amigo? ¿Es usted un señor? Dinos, ¿de quién es esa niña? —le preguntaban.

Pierre contestó que pertenecía a una mujer de abrigo negro que antes estaba allí con su familia. Preguntó si sabían adonde habían ido.

—Deben de ser los Anferov —dijo un viejo diácono volviéndose a una mujer picada de viruelas—. ¡Dios mío, ten piedad de nosotros! —siguió con voz de bajo y el tono que empleaba en sus rezos.

—No, no son los Anferov —dijo la mujer—. Los Anferov se fueron esta mañana. Debe de ser la hija de María Nikoláievna o de Ivanova.

—Él dice que es una mujer del pueblo, y María Nikoláievna es una señora —objetó un criado.

—Debéis conocerla: es delgada y tiene los dientes largos —dijo Pierre.

—Sí, es María Nikoláievna. Se fueron al jardín cuando llegaron estos lobos —la mujer señaló a los franceses.

—¡Dios mío, ten piedad de nosotros! —repitió el diácono.

—Vaya allí; están en el jardín. Es ella. No paraba de llorar. Por ahí puede pasar —dijo la mujer picada de viruela.

Pero Pierre no escuchaba. No quitaba ojo a algo que sucedía a unos pasos. Miraba a la familia armenia y a dos soldados que se les habían acercado. Uno de ellos, un hombrecillo de movimientos rápidos, con capote azul ceñido con una cuerda, iba tocado con un gorro de dormir y estaba descalzo. El otro, que llamó la atención de Pierre, era delgado y rubio, alto y algo encorvado, de movimientos lentos y expresión estúpida. Llevaba un capote de lana, pantalón azul y botas altas destrozadas. El francés más pequeño, se acercó a los armenios diciendo algo; agarró al viejo por las piernas y comenzó a quitarle las botas. El otro, con las manos en los bolsillos, se había detenido frente a la bella armenia y no dejaba de mirarla.

—Toma la niña —dijo Pierre con autoridad a la mujer—. Llévasela a su madre. ¡Dásela! —gritó dejando en el suelo a la niña, que empezó a chillar.

Miró nuevamente a la familia armenia. Al viejo le habían quitado las botas. El francés pequeño las sacudía una contra otra. El viejo sollozaba y decía algo. Pero Pierre concentró toda su atención en el otro francés, que se acercaba balanceándose lentamente a la muchacha y, sacando las manos de los bolsillos, se las echaba al cuello.

La bella armenia no se movió y mantuvo los ojos bordeados de largas pestañas fijos en el suelo; parecía no ver ni sentir lo que le hacían.

Mientras Pierre cubría la escasa distancia que lo separaba de los soldados, el francés arrancó el collar de la armenia y la mujer gritó con estridencia llevándose las manos al cuello.

—¡Dejen a esta mujer! —rugió Pierre agarrando al soldado encorvado y alto por los hombros y tirándolo a un lado.

El soldado cayó, se levantó y huyó; pero su compañero, dejó las botas, sacó el machete y arremetió contra Pierre.

—Voyons, pas de bêtises! —gritó.

Pierre estaba en uno de sus accesos de cólera, cuando se olvidaba de todo y sus fuerzas se duplicaban. Se arrojó sobre el francés descalzo y, antes de que pudiese manejar el machete, lo derribó y lo golpeó con los puños.

La muchedumbre a su alrededor gritaba aprobándolo, pero entonces apareció una patrulla montada de ulanos, se acercaron al trote hacia Pierre y el francés y los rodearon. Pierre no supo lo que había ocurrido después. Recordaba haber golpeado a alguien, que le golpearon a él y que se le habían atado las manos y rodeado un grupo de soldados franceses que lo registraban.

—Tiene un puñal, teniente —fueron las primeras palabras que entendió.

—¡Ah, un arma! —dijo el oficial; y añadió volviéndose al soldado descalzo—: Está bien, todo eso lo dirá en un consejo de guerra. ¿Habla francés?

Pierre miró a su alrededor con los ojos inyectados en sangre y no respondió. Su rostro debía de tener una expresión terrible, pues el oficial susurró algo y otros cuatro ulanos se separaron de la patrulla y rodearon a Pierre.

—¿Habla francés? —repitió el oficial sin acercarse—. Que venga el intérprete.

Un hombrecillo salió de las filas vestido de paisano. Por su traje y su acento Pierre comprendió que sería un francés, dependiente de algún comercio de Moscú.

—No tiene aspecto de hombre del pueblo —dijo el intérprete mirando atentamente a Pierre.

—¡Oh, oh! Me parece uno de esos incendiarios —dijo el oficial—. Pregúntele quién es.

—¿Quién tú? —preguntó el intérprete—. Tú debes responder a la autoridad.

—No le diré quién soy. Soy su prisionero. Lléveme —dijo de pronto en francés Pierre.

—¡Ah! ¡Ah! ¡Vamos! —El oficial frunció el ceño.

La muchedumbre había rodeado a los ulanos. Muy cerca de Pierre estaba la mujer picada de viruelas con la niña. Cuando la patrulla se puso en marcha, avanzó unos pasos.

—¿Adónde te llevan, querido? ¿Y la niña? ¿Dónde dejo a la niña si no es de ellos? —dijo.

—¿Qué quiere esta mujer? —preguntó el oficial.

Pierre estaba como borracho. Su excitación se acrecentó al ver la niña que había salvado.

—¿Qué dice? Me trae a mi hija a la que acabo de salvar del fuego. ¡Adiós! —dijo, y, sin saber cómo se le había ocurrido aquella mentira, echó a andar con paso firme y solemne entre los franceses.

La patrulla era una de las que mandó Durosnel a las calles de Moscú para detener a los merodeadores y a los incendiarios, quienes, según él, eran los autores del fuego. La patrulla recorrió varias calles más y detuvo a otros cinco rusos sospechosos: un tendero, dos seminaristas, un mujik y un criado, y a varios merodeadores. Pero entre los sospechosos, el más peligroso parecía Pierre. Cuando llegaron al caserón de la puerta de Zubovski, donde estaba la prisión militar, lo encerraron incomunicado bajo vigilancia.

Un jesuita de túnica corta.

Consejero espiritual.

¡Toda una mujer! Esto es lo que se llama plantear la cuestión sin rodeos. Le gustaría casarse con los tres a la vez.

¡Ah! ¡Me quiere tanto! Lo hará todo por mí.

Hasta el divorcio.

¡Ay! Mamá, no digas bobadas. No comprendes nada. En mi posición tengo deberes.

No, dile que no quiero verlo, que estoy furiosa con él porque ha faltado a su palabra.

Condesa, misericordia frente al pecado.

Nada.

Esta ciudad asiática de innumerables iglesias, Moscú la santa. ¡He aquí finalmente esta famosa ciudad! Ya era hora.

Miembros de la alta nobleza rusa y de algunos países eslavos.

Que traigan a los boyardos.

Habrá que decírselo igualmente. Pero señores…

El golpe teatral había fracasado.

Mercado construido en el siglo xvi que con el tiempo se transformó en un centro comercial.

El populacho es terrible, es espantoso. ¡Son como lobos a los que solo apacigua la carne!

Por el bien general.

El patriotismo feroz de Rostopchín.

¡Buenos días, compañía!

¿Es usted el dueño?

¡Cuartel, cuartel, alojamiento! Los franceses son buenos chicos, ¡qué diablo! ¡Veamos! No nos enfadamos, amigo.

Limonada de cerdo.

París, la capital del mundo.

Mi pobre madre.

¡Oh! ¡Las mujeres, las mujeres!

Parisina de pro.

¡Anda!

¡No se puede pasar!

¡Veamos, nada de tonterías!

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