EPÍLOGO PRIMERO – 1813 — 1820
EPÍLOGO PRIMERO
CAPÍTULO I
Pasaron siete años desde 1812. Las agitadas aguas de la historia europea habían vuelto a sus cauces. Parecían en calma, pero las fuerzas misteriosas que movían a la humanidad, pues ignoramos las leyes que gobiernan sus movimientos, seguían su acción.
Aunque la superficie de esas aguas pareciese quieta, la humanidad avanzaba sin cesar como el tiempo. Se formaban y descomponían grupos de engranajes humanos. Se fraguaban las causas de la formación y secesión de los Estados y los desplazamientos de los pueblos.
Esas aguas no se gobernaban como antes, impulsada de una orilla a la otra, sino que bullían. Los personajes históricos no eran llevados por las olas de un punto a otro, sino que parecían girar en un mismo sitio. Esos personajes, antes a la cabeza de grandes ejércitos reflejando el movimiento de las masas con órdenes de guerra, marchas y batallas, ahora reflejaban esa ebullición con consideraciones políticas y diplomáticas, o mediante leyes y tratados… Los historiadores llamaron reacción a esa actividad.
La actividad de los personajes históricos que causó la llamada reacción fue condenada por los historiadores. Todos los personajes conocidos de entonces, empezando por Alejandro y Napoleón, hasta de Staël, Focio, Schelling, Fichte, Chateaubriand y demás son juzgados y son justifican o condenado según contribuyesen al progreso o a la reacción.
Rusia vivió en aquel tiempo una reacción, cuyo principal responsable fue Alejandro I, el mismo que según los historiadores había sido el promotor de las reformas liberales en su reinado y de la salvación de Rusia.
En la literatura rusa actual, desde el alumno al sabio historiador arrojan su piedra contra Alejandro por los errores cometidos durante su reinado.
«Debería haber obrado así; actuó bien aquí y mal ahí. Obró bien al principio de su reinado y mal durante 1812; al conceder a Polonia una Constitución, al constituir la Santa Alianza, al confiar el poder a Arakchéyev, al incitar a Golitsin y el misticismo, y espolear después a Shishkov y a Focio. Actuó mal al ocuparse en persona de los asuntos del ejército, al disolver el regimiento Semionovsky, etcétera».
Habría que escribir ríos de tinta para enumerar los reproches que le hacen los historiadores, convencidos de saber cuál es el bien de la humanidad. ¿Y qué significan esos reproches?
Los actos de Alejandro I aprobados por los historiadores, o sea, las iniciativas liberales al inicio de su reinado, la lucha contra Napoleón, la firmeza demostrada en 1812 y la campaña de 1813, ¿no derivan de una misma fuente? ¿No fueron la herencia genética, las peculiaridades de su educación y la vida que lo hicieron así y actuase del modo por el cual lo reprueban los historiadores: la Santa Alianza, la restauración de Polonia y la reacción de 1820?
¿Qué le reprochan principalmente?
Le reprochan que un personaje histórico como él, persona puesta en lo más alto posible del poder humano, en quien convergían todas las demás luces históricas como en un foco de luz cegadora, personaje sometido a las mayores influencias del mundo de la intriga, las mentiras, adulaciones y la autosuficiencia del poder; persona que sentía sobre sus hombros la responsabilidad de cuanto ocurría en Europa; persona no ficticia, un hombre que poseía sus costumbres, pasiones, aspiraciones al bien, la belleza y la verdad; no le reprochan carecer de virtud, sino que su noción sobre el bien de la humanidad no fuese hace cincuenta años la misma que hoy puede albergar un profesor que se haya dedicado desde joven a la ciencia, a leer libros y tesis anotando en un cuaderno lo aprendido.
Aunque Alejandro I se hubiese hecho hace cincuenta años una idea errónea sobre el bien de los pueblos, debemos suponer contra nuestra voluntad que el historiador que así lo juzga será injusto en sus opiniones sobre qué es el bien de la humanidad. Hipótesis natural y necesaria si se comprueba que, observando el desarrollo de la historia, con cada nuevo escritor y cada año se modifica el criterio de cuál es el bien de la humanidad, de modo que lo que parecía un bien hace diez años ahora es malo y viceversa. Es más, en la historia vemos opiniones opuestas sobre qué es bueno y malo. Unos llaman acierto y mérito de Alejandro haber dado una Constitución a Polonia y organizar la Santa Alianza; otros se lo reprochan.
No puede decirse si ha sido útil o dañina la actuación de Alejandro y Napoleón, pues no podríamos explicar el porqué. Si esa actuación disgusta a alguien, es porque no concuerda con su concepción de lo que es bueno. Si la conservación de la casa de mi padre en Moscú en 1812, la gloria de los ejércitos rusos o la prosperidad de la Universidad de San Petersburgo u otras universidades, la libertad de Polonia, el poder de Rusia y el equilibrio y progreso europeos me parecen bien, debo reconocer que la actuación de cada personaje histórico tenía estos objetivos y otros más generales e incomprensibles para mí.
Supongamos que la ciencia pueda conciliar esas contradicciones y posea una medida fija de lo bueno y de lo malo para los personajes históricos y los hechos.
Supongamos que Alejandro I hubiese podido hacer todo de otro modo. Que hubiese podido, con las indicaciones de quienes lo acusan y pretenden conocer el fin del movimiento de la humanidad, obrar según los populistas, según la libertad, la igualdad y el progreso que le hubiesen brindado sus impugnadores actuales; supongamos que hubiese sido posible y Alejandro hubiese obrado según eso. ¿Qué habría sido de la actuación de quienes se oponían a los gobernantes de la época, cuya actuación, según los historiadores, era buena y útil? Esa actuación no habría existido; no habría habido vida; no habría habido nada.
Si reconocemos que la vida humana puede ser dirigida por la razón, se destruye la posibilidad de la vida.
CAPÍTULO II
Si asumimos, como dicen los historiadores, que los grandes hombres guían a la humanidad a ciertos fines, sea la grandeza de Rusia o de Francia, el equilibrio europeo o la expansión de las ideas revolucionarias, al progreso general o a otra cosa, es imposible explicar los fenómenos históricos sin añadir la intervención de la casualidad o del genio.
Si el fin de las guerras europeas a principios del siglo xix fue la grandeza de Rusia, eso pudo lograrse sin las guerras precedentes y sin la invasión. Si era la grandeza de Francia, pudo haberse logrado sin la Revolución y el Imperio. Si era propagar ideas, la imprenta lo habría hecho mejor que los soldados. Si era el progreso de la civilización, sería fácil suponer que, salvo el exterminio de hombres y riquezas, existían caminos más racionales para ello. ¿Por qué ha ocurrido así y no de otro modo?
La historia responde: «La casualidad crea una situación y el genio la utiliza».
¿Qué es entonces la casualidad? ¿Qué es el genio?
Las palabras casualidad y genio no son nada que realmente exista, así que no pueden definirse. Esas palabras solo expresan cierto grado de comprensión de los fenómenos. Si no sé cómo ocurre ese o aquel hecho, pienso que no puedo saberlo; entonces digo que es la casualidad. Cuando veo una fuerza que produce un efecto desmedido si se compara con las capacidades corrientes de los hombres y no comprendo por qué se produce, digo que es el genio.
En un rebaño de ovejas, el animal que cada tarde es separado por el pastor, recibe alimento especial y dobla su peso debe parecer un genio. Que no se encuentre con las demás y le den pienso para que engorde más, y que sea sacrificada, debe parecer a los otros animales una combinación de genialidad y de casualidades extraordinarias.
Pero si las ovejas dejasen de creer que cuanto hacen con ellas es para conseguir su carne; si admitiesen la existencia de propósitos incomprensibles para ellas, verían la continuidad lógica de lo hecho con la compañera. Aunque ignoren el fin perseguido cebándola, sabrían que no es casual cuanto le ocurrió y no necesitarán comprender el concepto de casualidad y genio.
Si renunciamos a conocer el fin próximo y comprensible y reconocemos que el objetivo final es inaccesible, conoceremos la coherencia y racionalidad en la vida de los personajes históricos; entonces, las de hombres corrientes no necesitarán palabras como casualidad y genio.
Basta con admitir que no conocemos la meta de los pueblos europeos con sus movimientos, que solo conocemos los hechos, las matanzas en Francia, después en Italia, África, Prusia, Austria, España, Rusia, y que el movimiento de Occidente a Oriente y de Oriente a Occidente son el rasgo común de estos sucesos, para ver el carácter de Napoleón y Alejandro como algo no excepcional o genial; los veremos como seres humanos parecidos a los demás. Y no deberemos considerar casualidad los pequeños sucesos que los convirtieron en lo que fueron; sin embargo, aquellos sucesos fueron necesarios.
Si renunciamos a conocer la meta final, comprenderemos que, igual que es imposible idear para una planta colores y semillas mejores que los suyos, tampoco se puede imaginar a dos hombres con su pasado que correspondan más exactamente en todos sus detalles al destino que debían cumplir.
CAPÍTULO III
La esencia fundamental de los sucesos europeos de principios del siglo XIX radica en el movimiento bélico en masa de los pueblos de Occidente hacia Oriente y después en sentido inverso. Occidente inició ese movimiento. Para que los pueblos occidentales pudieran realizarlo en son de guerra hacia Moscú era necesario: 1) constituir un núcleo militar lo bastante grande para poder chocar con el núcleo militar oriental; 2) que renunciasen a sus tradiciones y costumbres, 3) que fuesen guiados por un hombre capaz de justificarse él y a los suyos de los engaños, saqueos y matanzas cometidos.
A partir de la Revolución francesa se destruye la vieja y reducida agrupación; se suprimen las tradiciones y costumbres, y se forma una agrupación de dimensiones, tradiciones y costumbres nuevas; aparece entonces el hombre encabezará ese futuro movimiento y cargará con la responsabilidad de lo que tendría que hacerse.
Ese hombre, sin convicciones, principios, tradiciones, nombre, ni siquiera francés, por una serie de circunstancias extrañas, se destaca entre todos los partidos que agitan el país y, sin comprometerse con nadie, alcanza el puesto más importante.
La ignorancia de sus camaradas, la debilidad y nulidad de sus adversarios, la sinceridad del engaño, la mediocridad seductora y presuntuosa de ese hombre lo ponen al frente del ejército. Las tropas del ejército italiano, la poca agresividad del adversario, la audacia infantil y la confianza en sí mismo le dan la gloria militar. Por doquier lo acompañan las llamadas casualidades. Hasta el desaire de los gobernantes franceses le favorece. Sus tentativas de cambiar su destino fracasan: Rusia rechaza sus servicios; tampoco logra un destino en Turquía. Durante las guerras de Italia, más de una vez casi cae y se salva inesperadamente. Las tropas rusas, esas fuerzas que pueden aniquilar su gloria, por consideraciones diplomáticas no entran en Europa mientras él está allí.
Al volver de Italia, se encuentra en Francia un gobierno en decadencia; los hombres que lo conforman fracasan y se hunden.
Y se presenta espontáneamente como única salida a la peligrosa situación, la absurda e inmotivada expedición a África. Una vez más se da eso llamado casualidad; la inexpugnable Malta se rinde sin un tiro; sus actos más insensatos tienen éxito. La flota enemiga, que luego no deja pasar una barca, deja pasar a un ejército. En África se atropella a habitantes casi inermes. Y quienes cometen esos crímenes, sobre todo su jefe, están convencidos de haber conquistado la gloria y parecerse a César o Alejandro de Macedonia.
Ese ideal de gloria y grandeza consistente en no ver nada malo en las acciones propias y enorgullecerse de sus delitos, atribuyéndole una importancia sobrenatural, ese ideal que guiará a ese hombre y quienes marchan con él unidos empieza a formarse en África. Lo que emprende tiene éxito. La peste lo perdona. Nadie lo acusa por la cruel matanza de prisioneros. Imprudente hasta ser infantil, su inmotivada e innoble partida de África abandonando en mala situación a sus compañeros se considera un mérito más suyo, y de nuevo, dos veces, la flota enemiga le deja paso. Asombrado por sus afortunados crímenes, regresa a París sin objetivos, dispuesto a representar su papel; el gobierno republicano, que un año antes habría podido acabar con él, se desmorona; su presencia, ajeno a todos los partidos, lo eleva.
No tiene planes concretos; teme a todo; pero los partidos se aferran a él y exigen su participación.
Solo él, con su ideal de gloria y grandeza de las campañas de Italia y Egipto, con su narcisismo, su audacia en el crimen y su cinismo en el engaño, puede realizar lo que ocurrirá.
Es necesario para el puesto que le aguarda, y casi al margen de su voluntad y pese a su indecisión, su carencia de planes y sus errores, es arrastrado a una conspiración para conquistar el poder; y la conspiración tiene éxito.
Es llevado a la sesión del Directorio. Asustado, creyéndose perdido, quiere huir; finge un vahído y dice incoherencias que deberían acabar con él. Pero los gobernantes de Francia, antes sagaces y orgullosos, sienten que han cumplido su misión y se muestran más turbados que él y no osan decir las palabras necesarias para conservar el poder y abatirlo.
Muchas casualidades le dan el poder y todos los hombres, como de acuerdo, lo confirman. Las casualidades ayudan a formar el carácter de los gobernantes franceses de entonces, que se le someten dócilmente. Las casualidades forjan el carácter de Pablo I, que reconoce su poder; preparan contra él una conjura que consolida más su poder en lugar de dañarlo. La casualidad pone al duque de Enghien en sus manos y lo obliga a matarlo contra su voluntad, convenciendo a la muchedumbre de que tiene derecho porque posee la fuerza. La casualidad hace que emplee sus energías en una expedición contra Inglaterra que, de realizarse, habría sido fatal; pero no la emprende y por azar ataca a Mack con sus austríacos, que se entregan sin combatir. Casualidad y genio le dan la victoria de Austerlitz, y no solo los franceses, sino toda Europa menos Inglaterra, que no participa en aquellos hechos, pese al horror y repugnancia que les inspiraban sus crímenes, reconocen su poder, el título que él se adjudica y su ideal de grandeza y gloria, que parece admirable y sensato a todos.
Conforme esas fuerzas se multiplican aumenta el prestigio del hombre y más justificadas consideran sus acciones. Durante el período preparatorio de diez años previos al gran movimiento, ese hombre se emparenta con las cabezas coronadas de Europa. Los sustituidos dueños del mundo no pueden oponer ideales razonables al insensato ideal de gloria y grandeza de Napoleón. Todos se apresuran a demostrarle lo poco que valen. El rey de Prusia envía a su esposa para lograr el favor del gran hombre. El emperador de Austria considera un honor que ese hombre acepte a la hija de los Césares en su cama. El Papa, custodio de los santuarios de los pueblos, utiliza la religión para exaltarlo. No solo Napoleón se prepara para asumir su papel; quienes lo rodean lo preparan más que él para que acepte la responsabilidad de cuanto se hace y debe hacerse. Sus hechos, sus crímenes, hasta sus pequeños engaños, se transforman en labios de quienes lo rodean en hechos admirables. La mejor fiesta en su honor la idearon los alemanes glorificando Jena y Auerstädt. No solo él es grande; también lo son sus ascendientes, hermanos, hijastros y cuñados. Todo parece concurrir a privarlo de la razón y a prepararlo para su papel. Y cuando está preparado, las fuerzas también lo están.
La invasión avanza hacia Oriente y llega a su meta: Moscú. La ciudad cae en sus manos; el ejército ruso queda más destruido que los enemigos en las pasadas campañas, de Austerlitz a Wagram. Pero en lugar de la casualidad y del genio que lo habían llevado allí en una serie incesante de éxitos, surgen casualidades contrarias, desde el resfriado de Borodinó hasta las nevadas y las chispas que incendian Moscú; en lugar del genio se muestra la estupidez y una vileza sin parangón.
La invasión vuelve sobre sus pasos; huye y ahora las casualidades no están a su favor, sino en contra.
Se produce el movimiento en sentido inverso, de Oriente a Occidente, semejante al anterior. Como en 1805, 1807, 1809, avances parciales de Oriente a Occidente son el preludio de la gran marcha que actúa igual: grupos grandes, la incorporación de pueblos centrœuropeos, las mismas vacilaciones a mitad de camino, igual rapidez al acercarse a la meta.
Se alcanza el último objetivo: París. El gobierno cae y las tropas de Napoleón son vencidas; él mismo pierde la razón de ser, su conducta es miserable y vil. Pero resurge una casualidad inexplicable: los aliados odian a Napoleón, en quien ven la causa de sus males. Sin poder ni fuerza, culpable de crímenes y maldades, deberían considerarlo como diez años antes y como lo ven un año después: un forajido. Sin embargo, por casualidad, nadie lo ve así. Su papel no ha concluido. El hombre que diez años antes era considerado un malhechor al margen de la ley, cosa que sucederá también un año después, es enviado a dos jornadas de Francia, a una isla concedida a él, rodeado de su guardia y con millones que le pagan por motivos desconocidos.
CAPÍTULO IV
La avalancha de las naciones vuelve a su cauce. Las olas se calman y sobre la superficie forman círculos por los cuales circulan los diplomáticos, que creen ser los causantes de la bonanza.
Pero entonces esas aguas en calma se encrespan de nuevo. Los diplomáticos creen que el motivo es su propio desacuerdo. Esperan que estalle la guerra entre sus monarcas; la situación les parece insoluble. Pero la ola, cuyo movimiento y crecida notan, no llega de donde esperaban. Se inicia la misma ola desde el punto de partida del movimiento: París. Se produce el último revuelo de Occidente, que debe solventar las dificultades diplomáticas, al parecer insolubles, y poner fin al movimiento bélico de ese período.
El hombre que ha devastado Francia regresa solo sin haber trazado ningún plan, sin soldados. Cualquier guarda puede detenerlo; sin embargo, casualmente no lo detienen, sino que el hombre que maldijeron la víspera y a quien maldecirán un mes más tarde es acogido con entusiasmo.
Ese hombre aún es necesario para justificar la última acción común, que se lleva a cabo. Termina la actuación. Se ordena al actor que se desvista, que se desmaquille porque no lo necesitarán más.
Pasan los años y ese hombre, solo en una isla, se representa a sí mismo una penosa comedia; intriga y miente para justificar sus actos cuando ya no es precisa esa justificación, y muestra a todos quién era aquel a quien consideraban una fuerza cuando lo guiaba una mano invisible.
Terminado el drama, el director de escena nos muestra al actor sin ropa.
—¡Fijaos en lo que creíais! ¡Aquí está! ¿Os convencéis ahora de que era yo quien os movía y no él?
Pero, cegados por la fuerza del movimiento, los hombres tardan en comprender.
La vida de Alejandro I, que presidió el movimiento Oriente a Occidente es más coherente y precisa.
¿Qué necesita el hombre que, haciendo sombra a los demás, encabeza el movimiento de Oriente a Occidente?
Necesita sentido de la justicia, interés por los asuntos europeos, pero alejado y no empañado por mezquindades; necesita la preponderancia moral sobre los monarcas contemporáneos. Se precisa una personalidad afable y atractiva, que Napoleón lo haya ofendido personalmente. Todo eso concurre en Alejandro I. Todo está preparado por las casualidades de su vida pasada: la educación, las iniciativas liberales, los consejeros que lo rodean, Austerlitz, Tilsitt y Erfurt.
Durante la guerra nacional, permanece quieto porque no es necesario. Pero cuando se hace necesaria la guerra europea, aparece Alejandro I en el momento exacto, reúne a los pueblos de Europa y los lleva a la meta prevista.
Alcanzada tras la última guerra de 1815, Alejandro I está en la cúspide del poder más alta que un hombre puede alcanzar. ¿Cómo lo usará?
Alejandro I, el pacificador de Europa, el que desde joven solo desea el bienestar de sus pueblos, el primer iniciador de las reformas liberales en su país, ahora que parece revestido del máximo poder y de la mayor posibilidad de hacer el bien a súbditos, mientras Napoleón imagina en su destierro proyectos infantiles y engañosos sobre la felicidad que daría a los hombres si recupera el poder, una vez cumplida su misión siente la mano de Dios, reconoce la insignificancia de ese poder aparente, se aparta de él, lo entrega a hombres infames y a los que él desdeña y declara:
—«La gloria no es nuestra, a tu Nombre pertenece». Solo soy un hombre como los demás; dejadme vivir como un hombre y pensar en mi alma y en Dios.
El sol y cada átomo de éter son una esfera completa en sí misma y, al mismo tiempo, son solo un átomo de un todo que el hombre no puede concebir por su inmensidad; asimismo, cada individuo lleva sus objetivos y sirve con ellos a un objetivo general, inabarcable al ser humano.
Una abeja está libando en una flor y pica a un niño; el niño teme a las abejas y cree que su objetivo es picar a la gente. El poeta admira a la abeja que se posa en el cáliz de la flor y asegura que su objetivo es extraer el aroma de las flores. El apicultor que ha observado cómo la abeja recoge el polen y el jugo de las flores y los lleva a la colmena dice que su objetivo es elaborar la miel. Otro apicultor, que ha estudiado más el enjambre, demuestra que la abeja ha recogido polen y néctar para criar nuevas abejas y elegir a la futura reina y que el objetivo de la abeja es la perpetuación de la especie. El botánico observa que volando con el polen de una flor masculina a una femenina, la abeja fecunda a la última, y ve así el papel del insecto; otro, ve cómo las plantas se propagan y considera que es contribución de la abeja y puede decir que es su objetivo. Pero el objetivo real de la abeja no es ninguno de esos fines que el hombre puede descubrir. Cuanto más inteligente sea el estudioso, más obvio es que su objetivo final es inaprensible.
El hombre solo puede observar la concordancia de la vida de las abejas con otros fenómenos de la vida. Eso cabe decir también con respecto al objetivo de los personajes históricos y de los pueblos.
CAPÍTULO V
La boda de Natacha con Pierre Bezúkhov, que tuvo lugar en 1813, fue el último acontecimiento feliz en la antigua familia Rostov. Ese año murió el conde Iliá Andréievich y, como siempre, la familia se distanció.
Lo sucedido el año anterior, el incendio y abandono de Moscú, la muerte del príncipe Andréi y la pena de Natacha, la muerte de Petia, el dolor de la condesa, todo, cayó sobre los pensamientos del viejo conde. Parecía no comprender la importancia de los sucesos, se sentía incapaz y, agachando la cabeza, parecía aguardar y pedir nuevos golpes que acabaran con él. A veces se mostraba asustado y confuso; otras, lleno de falso ánimo y actividad.
La boda de Natacha lo ocupó un tiempo: ordenaba comidas y cenas y se afanaba por mostrarse alegre. Pero su alegría no era contagiosa como antaño, sino que suscitaba la compasión de cuantos lo conocían y amaban.
Tras la marcha de Pierre y su esposa, volvió a su apatía y empezó a quejarse de extenuación. Días después enfermó y tuvo que guardar cama. Desde el inicio de su enfermedad, pese a las frases animosas de los médicos, supo que no se levantaría más. La condesa permaneció dos semanas a su cabecera. Cuando le daba el medicamento, el conde le besaba entre sollozos la mano. El último día, hecho un mar de lágrimas, pidió perdón a su esposa y a su hijo Nikolái, aunque no estuviese, por la pérdida de su fortuna, de lo cual se consideraba culpable. Tras haber comulgado y recibir la extremaunción, murió en calma. Al día siguiente una multitud de amigos y conocidos llenó el piso que habían alquilado los Rostov. Todas aquellas personas que tantas veces habían cenado y bailado en su casa y se habían reído del conde, decían como para justificarse con un sentimiento unánime de ternura y reproche: «Fuera como fuese, era excelente. Ya no hay hombres como él… Además, ¿quién no tiene defectos…?».
Murió cuando sus asuntos estaban tan liados que nadie imaginaba cómo habría terminado aquello si hubiese vivido un año más.
Nikolái estaba en París con las tropas rusas cuando recibió la noticia. Pidió la baja en el ejército y, sin aguardarla, solicitó un permiso y regresó a Moscú. Un mes después de la muerte del conde la situación económica estaba clara y todos se asombraron de la ingente suma de las diversas deudas de cuya existencia nadie sospechaba y que duplicaban los bienes.
Parientes y amigos aconsejaban a Nikolái que renunciase a la herencia, pero eso era para él un reproche a la memoria de su padre y no quiso oír hablar de ello. Aceptó la herencia con la obligación de saldar las deudas.
Los acreedores, que habían callado durante la vida del conde, por influencia indefinible y poderosa de su desorganizada bondad, acudieron a los tribunales. Como siempre rivalizaron entre ellos por ser los primeros en cobrar, y personas como Mitenka y otros, que tenían recibos por regalos, fueron ahora los acreedores más exigentes. No concedieron tregua ni aplazamientos; los que parecían compadecer al viejo conde, ahora se encarnizaban contra el joven heredero, inocente ante ellos, que había contraído voluntariamente la obligación de pagarles.
No aceptaron ninguno de los arreglos propuestos por Nikolái. Se malbarataron los bienes en una subasta, y aun así la mitad de las deudas quedó sin cubrir. Nikolái aceptó treinta mil rublos de su cuñado Bezúkhov para saldar las obligaciones monetarias que él consideraba ciertas y probadas. La amenaza de los acreedores de encarcelarlo por lo que quedaba lo empujó a buscar un empleo.
Volver al ejército, donde estaba propuesto para la primera vacante de jefe de regimiento, era imposible porque su madre se aferraba a él como única razón para vivir. Así, pese a su escaso deseo de permanecer en Moscú entre conocidos de otros tiempos, y pese a su aversión a los cargos civiles, aceptó un empleo en la capital, dejó el uniforme y se refugió en un pisito de Sivtsev Vrazhek con su madre y Sonia.
Natacha y Pierre, establecidos en San Petersburgo, no sabían de la vida de Nikolái, que, tras aceptar el préstamo de su cuñado, le ocultaba su mala situación económica; con sus mil doscientos rublos de sueldo tenía que sostener a su madre y a Sonia viviendo de modo que su madre no viese que eran pobres. La condesa no podía concebir la vida sin el lujo habitual desde su infancia y a cada instante, sin saber lo difícil que era para su hijo, exigía un coche ahora que no tenía uno propio para ir a visitar a una amiga, un manjar carísimo, un buen vino para su hijo, y dinero para hacer regalos inesperados a Natacha, a Sonia y al mismo Nikolái.
Sonia se ocupaba de la casa, cuidaba de su tía, le leía en voz alta, sufría sus caprichos y su ojeriza y ayudaba a Nikolái a ocultar ante la condesa la situación de miseria. Nikolái se sentía en deuda por cuanto Sonia hacía por su madre. Admiraba su paciencia y devoción, pero procuraba alejarse de ella.
En el fondo de su corazón parecía reprocharle ser demasiado perfecta y no hacer nada censurable. Poseía todo lo preciso para despertar la estima, pero poco de cuanto lo obligase a amarla. Nikolái notaba que cuanto más la estimaba, menos la amaba. Se había aferrado a la carta en la que Sonia lo libraba de su compromiso y se comportaba como si todo cuanto hubo entre los dos estuviese hacía largo tiempo olvidado y no se pudiese reanudar.
La situación de Nikolái empeoraba. La idea de ahorrar algo de su sueldo era una entelequia. No lograba economizar y para satisfacer las exigencias maternas contraía pequeñas deudas. Era una situación sin salida. Le repugnaba la idea, propuesta por sus parientes, de casarse con una rica heredera. Y la otra solución, la muerte de su madre, era impensable. Nada deseaba ni esperaba; y en lo más hondo experimentaba un placer amargo y sombrío aceptando su suerte. Trataba de evitar a sus antiguas amistades, con su compasión y sus ofertas de ayuda que lo ofendían; evitaba las distracciones y placeres de antes y en su casa solo hacía solitarios con su madre, paseaba en silencio por su habitación o fumaba una pipa tras otra, como si cultivase con celo aquel humor triste, el único que le permitía soportar su situación.
CAPÍTULO VI
A principios de invierno la princesa María llegó a Moscú y oyó hablar de la situación de los Rostov. También oyó, en boca de la gente, que «el hijo se sacrificaba por su madre».
«No esperaba otra cosa de él», se dijo ella notando alegre que eso confirmaba su amor por Nikolái. Dadas las relaciones amistosas y casi familiares con la familia Rostov, creyó un deber visitarlos. Pero al recordar su relación de amistad con Nikolái en Vorónezh, temía reencontrarse con él; finalmente, haciendo un esfuerzo, fue a verlos unas semanas después de su llegada a Moscú.
Nikolái fue el primero en recibirla, pues para entrar en la habitación de la condesa debía atravesar la suya. Al verla, el semblante de Nikolái no expresó la alegría que la princesa María esperaba, sino una frialdad, dureza y orgullo que ella jamás le había conocido. Nikolái preguntó por su salud, la acompañó hasta la habitación de su madre y a los cinco minutos salió.
Cuando la princesa María se despidió de la condesa, Nikolái la acompañó a la antesala con gravedad y frialdad. No contestó a las observaciones de ella sobre la salud de la condesa. «¿Qué le importa? ¡Déjeme en paz!», parecía decir su mirada.
—¿Para qué viene? ¿Qué necesita? ¡Detesto a esas señoronas y sus amabilidades! —dijo en voz alta delante de Sonia, incapaz de contenerse cuando el coche de la princesa se alejó de la casa.
—¿Cómo puedes hablar así, Nikolái? —replicó Sonia sin ocultar su alegría—. ¡Es tan buena! Y maman la adora…
Nikolái no contestó y no habría querido hablar más de la princesa. Pero desde entonces la vieja condesa no dejaba de mencionarla.
La elogiaba y exigía a su hijo que la visitase, expresaba el deseo de tratarla a menudo y se malhumoraba cuando hablaba de ella.
Nikolái callaba cuando su madre se refería a ella, pero su silencio parecía irritarla.
—Es una joven muy digna y buena —decía—. Debes visitarla. Al menos será una ocasión para que trates con alguien; con nosotras debes aburrirte.
—No deseo hacerlo, mamá.
—Antes querías verla y ahora no; cariño, sinceramente, no te entiendo. A veces te aburres y otras no quieres ver a nadie.
—Yo no he dicho que me aburra.
—¡Cómo! Tú mismo has dicho que no quieres verla. Es una joven digna, y te gustaba; ahora, no sé por qué… Siempre me ocultáis algo.
—Nada de eso, mamá.
—Si te pidiese que hagas algo molesto… pero te pido que devuelvas una visita… Creo que es por pura cortesía. Te lo he pedido, pero no te diré nada más ya que tienes secretos para tu madre.
—Iré, si quieres.
—A mí me da igual. Lo decía por ti.
Nikolái suspiraba, se mordisqueaba el bigote, extendía las cartas y trataba de desviar la atención de su madre a otro tema.
Pero esa conversación se repetía al día siguiente y al otro.
Tras la visita a los Rostov y la inesperada y fría acogida de Nikolái, la princesa María reconocía que tenía motivos para no ser la primera en ir a visitarlos.
«No podía esperar otra cosa —se decía con orgullo—. Él no me importa; solo quería visitar a su madre, que siempre fue buena conmigo y a quien debo mucho».
Pero sus razonamientos no la serenaban; le atormentaba el remordimiento siempre que recordaba la visita. Pese a haber decidido no volver a verlos y olvidar todo, se sentía en una posición falsa y, siempre que se preguntaba el motivo, reconocía que eran sus relaciones con Nikolái Rostov. Su tono frío y correcto no nacía de sus sentimientos hacia ella y lo sabía, pero ocultaba algo que debía aclarar o nunca estaría tranquila.
Un día, a mediados de invierno, estando sentada en el estudio vigilando las lecciones de su sobrino, le anunciaron la visita de Rostov. Decidida a no traicionarse ni mostrar inquietud, llamó a mademoiselle Bourienne y fueron al recibidor sala.
Con la primera mirada al rostro de Nikolái supo que había venido a saldar una deuda de cortesía y decidió adoptar el tono de él para dirigirse a ella.
Hablaron de la salud de la condesa, de sus amistades comunes, de las últimas noticias de la guerra, y a los diez minutos que impone la cortesía, Nikolái se levantó para irse.
Ayudada por mademoiselle Bourienne, la princesa mantuvo la conversación; pero en el último minuto, cuando Nikolái se levantaba, estaba tan cansada de haber hablado de cosas que no le interesaban, y estaba tan absorta en la idea de por qué la vida le había dado tan pocas alegrías que permanecía sentada, inmóvil, ver que él se había levantado, abstraída de la realidad, con los ojos fijos.
Nikolái la miró y, para fingir que no notaba su distracción, dijo unas palabras a mademoiselle Bourienne y miró a la princesa, que seguía sentada y quieta; su rostro reflejaba sufrimiento.
Sintió lástima de ella y pensó vagamente que tal vez él provocase el pesar que había visto en su cara. Quiso ayudarla diciendo algo agradable, pero no se le ocurrió nada.
—Adiós, princesa —dijo.
Ella volvió en sí, se ruborizó y suspiró.
—¡Oh! Perdóneme —dijo—. ¿Se va ya, conde? Adiós… ¿Y el cojín para la condesa?
—Ahora voy por él —dijo mademoiselle Bourienne, y salió.
Nikolái y la princesa permanecieron en silencio, mirándose a veces.
—Sí, princesa —Nikolái sonrió tristemente—. Parece todo tan reciente, pero ha llovido mucho desde que nos vimos en Bogucharovo. Parecíamos infelices, pero lo que daría por volver a esa época… Pero lo pasado no vuelve.
La princesa lo miraba fijamente a los ojos con su luminosa mirada. Parecía tratar de comprender el sentido oculto de sus palabras, que le explicase los sentimientos de Nikolái hacia ella.
—Sí —dijo: —Pero usted no debe añorar el pasado. Según entiendo yo, creo que recordará siempre con placer su vida actual, porque la abnegación…
—No acepto sus alabanzas —la cortó Nikolái—. Al contrario, solo me reprocho. Pero hablar de ello no es interesante.
Sus ojos adquirieron su expresión fría y seca. Pero la princesa había vuelto a ver al hombre a quien conocía y amaba, y hablaba solo con ese hombre.
—Creí que me permitiría decírselo —añadió—. ¡Nos habíamos hecho tan amigos…! Estoy tan unida a su familia que no pensé que mi interés fuese inoportuno. Pero me he engañado —su voz tembló—. No sé por qué —se rehízo—, pero antes era diferente… y…
—Existen mil porqués —dijo Nikolái acentuando el porqué—. Se lo agradezco, princesa —añadió en voz baja—. A veces es muy duro.
«¡Es por eso! ¡Es por eso! —repetía una voz en el alma de la princesa—. No es solo su mirada alegre, bondadosa y sincera, no es la belleza exterior lo que vi en él. Adiviné también la nobleza de su alma valiente y firme, dispuesta al sacrificio —se decía a sí misma—. Ahora él es pobre y yo soy rica: es solamente por eso… Sí, solo por eso…»; recordando su ternura de otros tiempos, mirando ahora aquel rostro bondadoso y triste, comprendió la causa de su frialdad.
—¿Y por qué, conde? —casi gritó acercándose a él involuntariamente—. ¿Por qué? Debe decírmelo.
Él calló.
—No conozco sus motivos, conde —prosiguió, —pero es tan penoso para mí… se lo confieso. No sé por qué, usted quiere privarme de su amistad de antes… Eso es muy triste para mí, de veras.
En la voz y en los ojos de la princesa María comenzaban a brotar las lágrimas.
—He sido tan infeliz en mi vida que cada pérdida me es penosa… —continuó—. Perdóneme. Adiós.
Y rompió a llorar mientras se iba a la puerta.
—¡Princesa! ¡Espere, por Dios!… —exclamó Nikolái tratando de sujetarla—. ¡Princesa!
Ella volvió la cabeza. Durante unos segundos permanecieron callados, mirándose a los ojos; lo que parecía lejano e imposible se hizo inmediato, posible e inevitable.
CAPÍTULO VII
Nikolái y la princesa María se casaron en el invierno de 1813 y se establecieron en Lisia Gori, adonde Nikolái llevó a su madre y a Sonia.
En cuatro años, sin tocar los bienes de su esposa, saldó las deudas restantes y con la pequeña herencia de una prima pudo devolver el dinero prestado por Pierre.
Tres años más tarde, en 1820, Nikolái había arreglado tan bien sus asuntos financieros que compró una pequeña finca cercana a Lisia Gori y estaba en tratos para recuperar Otrádnoie, que era su máxima ilusión.
Su ocupación favorita y única era la agricultura, a la cual había dedicado por necesidad en un principio.
Nikolái era un propietario muy sencillo; no le gustaban las innovaciones, sobre todo las introducidas en Inglaterra, entonces de moda; se burlaba de las obras teóricas sobre agricultura, de las granjas especializadas, de las semillas caras; en general, no cuidaba una parte concreta de la hacienda, sino que la atendía en su conjunto. Siempre pensaba en la finca, no en una parte. Para él lo esencial no eran el nitrógeno o el oxígeno, que se hallaba en la tierra y el aire, tampoco un arado o abonos especiales, sino el instrumento básico para actuar del nitrógeno, el oxígeno, el abono y el arado: mujik que trabaja.
Cuando Nikolái comenzó a ocuparse de la hacienda y a comprender sus elementos, el mujik atrajo su atención. No era para él solo un instrumento de trabajo, sino su objetivo y juez. Primero quiso comprender sus necesidades y lo que consideraba bueno y malo. Hacía como si dispusiera y ordenara, pero en realidad se limitaba a conocer sus métodos, sus palabras e ideas sobre lo bueno y lo malo. Solo cuando comprendió los gustos y aspiraciones del mujik, cuando aprendió a expresarse en su lengua, cuando entendió el sentido oculto de sus palabras y se sintió cerca de ellos, empezó a dirigirlos de verdad, esto es, a cumplir con respecto a ellos lo que le exigían. Y la administración de Nikolái dio brillantes resultados.
Al asumir la dirección de la hacienda, sin dudas y con intuición, elegía como stárosta y capataz a quienes habrían elegido los mujiks, si hubiesen podido elegir; y nunca debía sustituirlos. Antes de estudiar la composición de los abonos, de conocer el haber y el debe como le gustaba decir, se informaba sobre la cantidad de ganado que tenían los campesinos y lo aumentaba como fuese. No permitía la división de bienes entre las familias, a las que apoyaba dadivosamente. Despreciaba a los gandules, los libertinos y los malos trabajadores y trataba de expulsarlos de la comunidad.
Durante la siembra y la siega del heno o de los cereales, vigilaba sus terrenos y los de sus mujiks, de modo que pocos propietarios tenían las tierras tan pronto y tan bien sembradas, tan pronto recogidas y rentables las cosechas como en las tierras de Nikolái.
No sabía tratar con los lacayos asignados a la casa señorial, a los que llamaba parásitos; en opinión de todos, les consentía mucho y los mimaba demasiado. Cuando había que dar una orden referente a esos ellos o castigar a alguno, vacilaba y pedía consejo a la familia. Pero si debía enviar al ejército a un criado en vez de un mujik, no titubeaba. En cuanto a los mujiks, jamás dudaba. Todas sus órdenes, y lo sabía, serían aprobadas por todos, salvo excepciones.
No recargaba de trabajo a un siervo o condenarlo por capricho, ni facilitaba el trabajo de uno y lo recompensaba sin motivo. No habría sabido explicar la pauta para lo que debía o no hacerse, pero era firme e inmutable en su fuero interno.
A veces, cuando hablaba de un desorden o fracaso, exclamaba enfadado: «¡Este pueblo ruso…!», y creía aborrecer a los mujiks. Pero lo cierto es que amaba con toda su alma al pueblo ruso y su modo de vida; por eso había comprendido y seguido la única vía capaz de dar resultados en la hacienda.
La condesa María tenía celos de ese amor de su marido y le dolía no poder compartirlo, pero no comprendía las alegrías y amarguras que le causaba ese mundo ajeno a ella. No entendía por qué Nikolái se alegraba cuando, tras haberse levantado al alba y pasar la mañana en el campo o en la era, en los sembrados o los prados, regresaba cuando ella servía el té. No comprendía su entusiasmo cuando le contaba que el rico y laborioso mujik Matvei Ermishin y su familia habían transportado haces toda la noche, mientras que los demás aún no los habían recogido. Tampoco se explicaba por qué sonreía y guiñaba los ojos al pasar de la ventana al balcón, cuando llovía sin cesar sobre los secos brotes de la avena, o por qué, durante la siega o la recolección, bronceado por el sol, sudoroso, con los cabellos olorosos de ajenjo y semillas de estragón, se frotaba las manos satisfecho si el viento alejaba unos nubarrones que amenazaban tormenta, y decía: «Otro día así y nuestra cosecha y la de los mujiks estarán en el granero».
Tampoco comprendía por qué Nikolái, de tan buen corazón y siempre dispuesto a cumplir sus deseos, casi se desesperaba cuando le traía el ruego de una campesina o un mujik para una dispensa de trabajo que él se negaba en redondo a conceder, rogándole que no se inmiscuyese en esos asuntos. Se percataba de que su marido tenía un mundo particular, que lo apasionaba, un mundo regido por leyes que ella no comprendía.
A veces, para comprenderlo, le hablaba del mérito que él tenía tratando tan bien a los mujiks. Nikolái contestaba enfurruñado:
—No hay mérito, nunca se me ha ocurrido; no hago nada por ellos. El bien al prójimo no es más que una idea poética y cuentos de mujeres. Lo que necesito es que nuestros hijos no tengan que mendigar. Debo afianzar nuestra fortuna mientras viva; esto es todo. Y para eso necesito orden y severidad… —decía apretando el puño—. Eso y justicia, claro —añadía—, porque si el campesino tiene hambre, está desnudo y solo tiene un jamelgo, no podrá trabajar ni para él ni para mí.
Y como Nikolái no pensaba que hacía algo por el bien ajeno, que tenía buen corazón, cuanto hacía era beneficioso. Su fortuna aumentaba sin cesar. Los mujiks de los aledaños acudían a él para que los comprase, y durante mucho tiempo después de su muerte el pueblo conservó un buen recuerdo de él. «Era un verdadero amo… Lo primero, lo de los mujiks, y lo suyo después. Tampoco aflojaba la mano. Vamos, ¡un verdadero amo!».
CAPÍTULO VIII
Lo que a veces afligía a Nikolái al tratar a los mujiks era su irascibilidad y su arraigada costumbre castrense de levantar la mano. Al principio no veía nada censurable, pero al segundo año de matrimonio su opinión sobre ese modo de actuar cambió.
Un día de verano llamó al stárosta de Bogucharovo, que había sustituido a Dron, ya muerto, pues lo acusaban de robo y negligencia. Nikolái salió al porche y, tras la primera respuesta del stárosta, se oyeron golpes y gritos. Cuando volvió para desayunar se acercó a su mujer, sentada ante su labor; como siempre, le contó lo que pensaba hacer aquella mañana y habló del stárosta de Bogucharovo. La condesa María, tan pronto roja como blanda, sin cambiar de actitud y con los labios fruncidos, no contestaba.
—¡Qué insolente bribón! —se enfurecía de recordarlo—. Si al menos hubiese dicho que estaba borracho y no lo vio… Pero, ¿qué te pasa, María? —preguntó.
La condesa levantó la cabeza, fue a decir algo, pero volvió a bajar la mirada y frunció los labios.
—¿Qué te pasa? ¿Qué te ocurre, cariño?
Las lágrimas realzaban siempre a la condesa. Nunca lloraba por dolor o fastidio, sino por pena y piedad. Cuando lloraba, sus ojos radiantes adquirían un encanto irresistible.
Cuando Nikolái tomó su mano, no pudo contenerse y se echó a llorar.
—Lo he visto, Nikolái… Ese hombre es culpable, pero tú… ¿Por qué lo hiciste? —sollozó ocultando el rostro en las manos.
Nikolái calló, se ruborizó, se apartó de ella y se puso a deambular por la estancia en silencio. Comprendió por qué lloraba su esposa, pero no podía admitir que fuese malo un acto al que estaba acostumbrado casi desde niño y que hallaba normal.
«¿Son bobadas de mujer, una sensiblería o tiene razón?», se preguntaba.
Indeciso, contempló el rostro de María lleno de amor por él y comprendió de pronto que ella tenía razón y que él era culpable desde hacía tiempo ante sí mismo.
—María —dijo a media voz acercándose a ella—. No sucederá más, te doy mi palabra. Nunca más —repitió con voz estremecida como un niño que pide perdón.
Las lágrimas brotaron aún más de los ojos de la condesa, que tomó la mano de su marido y la besó.
—Nikolái, ¿cuándo has roto el camafeo? —preguntó por cambiar de tema, mirando el anillo de su marido con la cabeza de Laocoonte.
—Hoy, ha sido cuando…, por favor, María, no me lo recuerdes… —enrojeció de nuevo—. Te doy mi palabra de que no se repetirá y esto me servirá de recordatorio —mostró el anillo roto.
Desde entonces, cada vez se le subía la sangre a la cabeza y se le crispaban los puños cuando revisaba las cuentas de un stárosta o encargado, Nikolái daba vueltas al anillo y bajaba los ojos ante el hombre que lo enfurecía. Sin embargo, un par de veces al año se dejaba llevar por la cólera y confesaba a su mujer lo que había hecho y le prometía que sería la última vez.
—María, tú me desprecias, ¿no? —decía—. Me lo merezco.
—Tú vete, vete… vete cuando te sientas incapaz de dominarte —decía la condesa María para consolarlo.
En la sociedad de la nobleza provinciana estimaban a Nikolái, pero no lo querían. Los intereses de la nobleza le importaban poco, y por eso unos lo creían orgulloso y otros lo consideraban idiota. Su tiempo, desde la siembra de primavera hasta la cosecha, lo dedicaba al campo. En otoño cazaba con la misma seriedad que ponía en la agricultura, ausentándose uno o dos meses con sus jaurías y monteros. En invierno visitaba otras aldeas y se dedicaba a la lectura.
En su biblioteca abundaban los libros de historia; los adquiría cada año por una determinada suma. Solía decir que estaba juntando una biblioteca seria y se obligaba a leer cuanto compraba. Leía en su despacho con aire grave; esa dedicación fue al principio un deber, después una ocupación habitual que le proporcionaba placer por la conciencia de tener una ocupación seria. Salvo alguna salida relacionada con su administración, el invierno lo pasaba en casa con la familia. Le gustaba saber todos los detalles de la vida de sus hijos y sus relaciones con la madre. Intimaba cada vez más con su mujer y descubría constantemente en ella nuevos tesoros morales.
Desde el matrimonio de Nikolái, Sonia vivía en su casa. Antes de la boda, Nikolái había contado a María sus antiguas relaciones acusándose a sí mismo y alabándola, y le había pedido que fuese cariñosa y buena con su prima. Ella comprendía la culpa de su marido y la suya ante Sonia; pensaba que su riqueza había influido al elegirlo, y aunque nada tenía que reprochar a Sonia y deseaba quererla de veras, no la quería y en el fondo de su alma descubría malos sentimientos invencibles hacia ella.
Un día habló a su amiga Natacha de Sonia y de su propia injusticia.
—Tú has leído mucho el Evangelio —dijo Natacha—, pues en él hay un pasaje que se refiere plenamente a Sonia.
—¿Cuál? —preguntó extrañada la condesa María.
—«A quien más tuviere, más se le dará; y a quien tuviere poco, se le quitará», ¿comprendes? Ella no tiene nada. ¿Por qué? Lo ignoro. Tal vez le falta egoísmo, no lo sé; pero le quitan y le han quitado todo. A veces me da mucha pena; hace mucho deseé de veras que Nikolái y ella se casasen, pero siempre presentí que no sería así. Es como una flor estéril, como las que ves entre los fresales. A veces me da lástima y otras pienso que lo siente como lo sentiríamos tú y yo.
Pese a que la condesa María trataba de explicar a Natacha que debía entender de otra manera las palabras del Evangelio, cambiaba de opinión siempre que veía a Sonia, que no parecía sufrir, resignada a su sino de flor estéril. Era como si sintiese cariño por la familia en su conjunto. Era como los gatos, que se habitúan más a la casa que sus habitantes. Cuidaba a la vieja condesa, acariciaba y mimaba a los niños y siempre estaba dispuesta a cumplir los pequeños servicios que podía, pero todo era aceptado como debido y sin apenas reconocimiento…
La finca de Lisia Gori había sido reedificada, aunque no con la magnificencia de los tiempos del difunto príncipe.
Las nuevas construcciones, iniciadas en tiempos difíciles, eran sencillas. La casona sobre cimientos de piedra era de madera y solo estaba enyesado el interior; los suelos de tarima no estaban pintados, y la habían amueblado con las más sencillas sillas, mesas y divanes sencillos hechos por los siervos, con madera de abedul de la finca. La casa era espaciosa, con dependencias para el servicio y habitaciones para los huéspedes. Los parientes de los Rostov y de los Bolkonsky iban a menudo en Lisia Gori, llegaban con toda su familia en sus carruajes arrastrados por dieciséis caballos y con docenas de criados. Y permanecían allí meses. Además, cuatro veces al año, en los cumpleaños y onomásticas de los dueños, se reunían hasta cien invitados durante uno o dos días. El resto del tiempo se deslizaba reposadamente entre las ocupaciones cotidianas: el té, el desayuno, la comida, la cena, el almuerzo, servido con los productos de la hacienda.
CAPÍTULO IX
Era víspera de San Nikolái, el 5 de diciembre de 1820. Natacha estaba en casa de su hermano desde principios de otoño, junto con su marido y los niños. Pierre había vuelto a San Petersburgo por asuntos particulares, como él decía; estaría ausente tres semanas, pero llevaba siete y lo esperaban en cualquier momento.
Ese día, además de los Bezúkhov, los Rostov tenían en su casa a un viejo amigo de Nikolái, el general retirado Vasili Fiódorovich Denisov.
Nikolái sabía que al día siguiente, el de la fiesta, tendría que quitarse su aljuba cuando llegasen los invitados, ponerse levita y botas de punta estrecha y acudir a la nueva iglesia; después vendrían las felicitaciones, los entremeses a los invitados, se hablaría de las elecciones de la nobleza y la cosecha. Pero durante la víspera se creía con derecho a hacer su vida de siempre.
Antes de comer revisó las cuentas del administrador de la finca de Riazán, propiedad del sobrino de su mujer, escribió dos cartas de negocios y dio una vuelta por la era, los establos y las caballerizas. Tras tomar medidas ante la borrachera general que se anunciaba para el día siguiente por la fiesta patronal volvió a la hora de comer y, sin tiempo para hablar con su mujer, ocupó su puesto en la mesa de veinte cubiertos. Estaban su madre, la anciana señora Bielova, que vivía con la condesa, su mujer con sus tres hijos, la institutriz, el preceptor de sus hijos, el sobrino con su otro preceptor, Sonia, Denisov, Natacha y sus tres pequeños con la institutriz de ellos y el viejo Mijaíl Ivanovich, arquitecto del príncipe, que vivía tranquilamente en Lisia Gori.
La condesa María estaba en la otra punta de la mesa. En cuanto su marido se sentó, por cómo desdobló la servilleta y movió el vaso y la copa que tenía delante, supo que estaba malhumorado, como le sucedía a veces, sobre todo antes de la sopa, cuando regresaba del campo a la hora de comer. La condesa María conocía ese estado de ánimo y, cuando ella misma estaba animada, esperaba con calma a que terminase el primer plato y entonces se dirigía a él y lo obligaba a confesar que estaba enfadado sin motivo. Pero aquel día olvidó por completo su costumbre. Le disgustaba y apenaba que su marido estuviese enfadado con ella. Se sintió desdichada. Le preguntó dónde había estado. Nikolái contestó. Le preguntó de nuevo si iba todo bien. Él frunció el ceño, por el tono forzado de la pregunta, y contestó con prisa.
«No me equivocaba —pensó la condesa María—. ¿Por qué estará enojado conmigo?» Por el tono de la respuesta, notó cierta inquina hacia ella y el deseo de cortar la conversación; notaba que sus preguntas parecían forzadas, pero no pudo contener sus deseos de hacer otras preguntas semejantes.
Gracias a Denisov, la conversación se tornó general y animada, y la condesa María no habló más con su marido. Cuando se levantaron y fueron a dar las gracias a la vieja condesa, María tendió la mano a Nikolái, lo besó y le preguntó por qué estaba enojado con ella.
—Siempre tienes ideas raras, no estoy enfadado —contestó.
Pero la palabra siempre decía a la condesa María: «Estoy enfadado, y no quiero explicar por qué».
Nikolái se llevaba tan bien con su esposa que hasta Sonia y la vieja condesa, quienes por celos deseaban verlos discutir, no podían hallar motivo de reproche. Pero también entre ellos existían momentos de animosidad. A veces, después de un período muy feliz, surgía cierto alejamiento y hostilidad; esto era más habitual durante los embarazos de la condesa María. Ahora se hallaba encinta.
—Bueno, messieurs et mesdames—dijo Nikolái en voz alta y con alegría, lo cual a la princesa le pareció hecho a propósito para ofenderla—. Estoy de pie desde las seis, mañana tendré que sufrir, pero hoy prefiero descansar.
Y, sin decir nada a su mujer, se retiró a un saloncito y se echó en un diván.
«Siempre hace lo mismo —pensó ella—, habla con todos menos conmigo. Noto que le repugno, sobre todo en esta situación». Se miró el vientre hinchado y contempló en el espejo su rostro amarillento, pálido y delgado, con los ojos más grandes que nunca.
Los gritos y las risas de Denisov, la conversación de Natacha y, sobre todo, la rápida mirada que le dirigió Sonia le parecieron desagradables.
Sonia era el primer pretexto que elegía la condesa para justificar su irritación. Estuvo un rato con sus huéspedes y, sin entender lo que decían, salió con sigilo y subió al cuarto de los niños, que habían emprendido un viaje a Moscú montados sobre sillas y la invitaron. Se sentó y jugó con ellos, pero el recuerdo de la irritación de su marido la martirizaba. Se levantó y, caminando de puntillas con dificultad, fue al saloncito donde dormía Nikolái.
«Quizá no esté dormido y podamos hablar», se dijo.
Andriusha, el mayor de los hijos, la siguió también de puntillas, imitándola, sin que ella lo notase.
—Querida María, creo que duerme; está agotado, Andriusha podría despertarlo —dijo Sonia desde el gran salón. María creía encontrársela en todas partes.
La condesa se volvió, vio detrás al hijo y comprendió que Sonia tenía razón, y eso aumentó su ira y con dificultad contuvo una palabra hiriente. No respondió, pero, por no obedecer a Sonia, hizo un gesto al niño para que la siguiese en silencio y los dos fueron a la puerta. Sonia salió por el otro lado. De la estancia donde dormía Nikolái llegaba el rumor de su respiración, que ella conocía bien. Mientras escuchaba veía la despejada y bella frente de su marido, su bigote, el rostro que en los largos silencios de la noche, cuando él dormía, contemplaba. Nikolái se movió y carraspeó entonces.
Entonces, desde el otro lado de la puerta, Andriusha gritó:
—¡Papá, mamá está aquí!
La condesa María palideció asustada y empezó a hacer señas al pequeño, que calló; durante unos segundos, se hizo un silencio temible para ella; sabía que su marido odiaba que lo despertasen. Se oyó de pronto tras la puerta, un nuevo carraspeo y la voz descontenta de Nikolái:
—¡No lo dejan a uno descansar un momento! —dijo—. ¡María! ¿Eres tú? ¿Por qué lo has traído?
—Solo vine a mirar… no lo he visto… perdóname…
Nikolái tosió y guardó silencio. La condesa se retiró y acompañó a su hijo hasta el cuarto de los niños. Cinco minutos después, la pequeña Natacha, una niña de tres años y ojos negros, la favorita de su padre, a quien su hermano contó que papá dormía y mamá estaba en la habitación de los divanes, corrió sin ser vista por la condesa adonde estaba el padre. La pequeña abrió la puerta chirriante, se acercó con decisión al diván con sus piececitos torpes, examinó la postura de su padre, acostado de espaldas a ella, se puso de puntillas y besó la mano de Nikolái sobre la cual apoyaba la cabeza.
—¡Natacha! ¡Natacha! —llamó en voz baja y asustada la condesa desde la puerta—. Papá quiere dormir.
—No, mamá, no quiere dormir —contestó con mucha seguridad la pequeña Natacha—. Se está riendo.
Nikolái bajó las piernas del diván, se incorporó y tomó a la niña en brazos.
—Entra, Masha —dijo a su esposa.
La condesa entró y se sentó junto a su marido.
—No la vi venir detrás de mí —dijo tímidamente—. Vine a ver…
Nikolái, que tenía en un brazo a la niña, contempló a su mujer y, al ver la expresión de culpa en su rostro, la acercó a sí con el otro brazo y besó sus cabellos.
—¿Puedo besar a mamá? —preguntó a la niña. Natacha sonrió tímidamente.
—¡Otra vez! —dijo con gesto imperioso, señalando el sitio donde Nikolái la había besado.
—No sé por qué crees que estoy enojado —Nikolái respondió a la pregunta que, sabía, concomía a su mujer.
—No puedes imaginar lo desgraciada y sola que me siento cuando te pones así. Siempre me parece que…
—María, no digas tonterías. ¿Cómo no te da vergüenza? —dijo alegremente.
—Me parece que no puedes quererme siendo tan fea… lo soy siempre… y ahora… en este estado…
—¡Ah, no me hagas reír! La belleza no hace nacer el amor, es el amor quien hace la belleza. Solo a las Malvinas y a otras así las ama porque son guapas. ¿Acaso amo a mi mujer? No es amor; ¿cómo diría?… Sin ti, o cuando algo turba nuestras relaciones, estoy perdido, no puedo hacer nada. ¿Cómo te lo explicaría? ¿Amo mi dedo? No, no lo amo; pero que traten de quitármelo…
—Yo no pienso lo mismo, pero te comprendo. Entonces, ¿no estás enojado conmigo?
—¡Terriblemente! —sonrió Nikolái y se puso a pasear pasándose la mano por el pelo —. ¿Sabes, María, en qué pienso? —dijo empezando a pensar en voz alta ante ella.
No se preguntó si estaba dispuesta a escucharlo; no le importaba; se le había ocurrido una idea y su mujer tenía que participar. Y le expuso su intención de convencer a Pierre de que se quedase allí hasta la primavera.
La condesa María escuchó, hizo observaciones y también se puso a pensar en voz alta. Se trataba de los niños.
—Ya apunta en ella la mujer —dijo en francés, señalando a la pequeña Natacha—. Vosotros reprocháis a las mujeres la falta de lógica. Pues ahí tienes nuestra lógica. Le digo: «Papá quiere dormir», y ella responde: «No, se está riendo».
—Y tiene razón —sonrió feliz la condesa—. ¡Sí!
Nikolái tomó a la pequeña, la levantó en vilo, se la colocó sobre el hombro sujetando sus piernecitas y paseó por la habitación. Padre e hija tenían la misma expresión feliz.
—¿Sabes? —susurró la condesa en francés—, tal vez seas injusto. La quieres más que a los demás.
—Sí, lo sé; pero, ¿qué quieres que haga?… Trato de disimularlo…
Entonces se oyó en el vestíbulo y el pasillo rumor de voces y pasos por la llegada de alguien.
—Alguien ha venido.
—Estoy segura de que es Pierre. Voy a ver. —La condesa salió.
Aprovechando su ausencia, Nikolái, con la niña en brazos, dio unas vueltas por la habitación a galope, hasta que se detuvo sin resuello, bajó a la niña y la estrechó contra su pecho. Los saltos dados le recordaron el baile y, contemplando la carita redonda y radiante de su hija, pensó cómo sería cuando la acompañase al baile siendo ya viejo; como su difunto padre, que bailaba con Natacha el Danilo Cooper, él bailaría la mazurca con ella.
—¡Nikolái! ¡Es él! ¡Está aquí! —dijo la condesa entrando. —Ahora revivirá nuestra Natacha. Si vieses su alegría, y la bronca a Pierre por el retraso. Vamos, corre. Separaos de una vez —añadió sonriendo a su hija, que se pegaba al padre.
Nikolái salió con la pequeña de la mano.
La condesa se quedó en el salón de los divanes.
—Jamás, jamás pensé que se pudiera ser tan feliz —susurró.
Una sonrisa iluminó su rostro y suspiró; su profunda mirada expresó tristeza, como si además de la felicidad existiera otra, inaccesible en esta vida, que en aquel momento recordó sin querer.
CAPÍTULO X
Natacha se había casado en la primavera de 1813 y en 1820 tenía ya tres hijas y un hijo muy deseado, a quien ella misma criaba. Se había vuelto una madre robusta y floreciente, muy diferente a la inquieta y revoltosa Natacha de antaño. Los rasgos de su cara se habían marcado y expresaban serenidad. Ya no tenía aquella constante animación que constituía su mayor atractivo. Ahora se veía el rostro y el cuerpo, pero no se traslucía el alma; se veía una mujer hermosa, fuerte y fértil. Raras veces se encendía en ella el antiguo fuego; solo sucedía cuando regresaba su marido, cuando sanaba alguno de sus hijos o cuando recordaba al príncipe Andréi con la condesa María, pues con su marido nunca lo hacía porque lo suponía celoso de aquel recuerdo, y cuando algún azar la impulsaba a cantar, algo que no hacía después de su boda. En aquellos instantes, cuando el antiguo fuego ardía de nuevo en su cuerpo, era más atractiva que entonces.
Desde que se casó, Natacha vivía con su marido en Moscú o en San Petersburgo, en la casa de campo cerca de Moscú o con su madre, o sea, con Nikolái. Frecuentaba poco la vida social y quienes conocían a la condesa Bezúkhov se decepcionaban, no era agradable ni amable. No amaba la soledad, pues ignoraba si le gustaba, y le parecía que no, pero los embarazos, los partos y criar a sus hijos y participación en cada minuto de la vida de su marido, no le permitían frecuentarla. Cuantos conocían a la Natacha de antes se asombraban del cambio operado; solo la vieja condesa, que había comprendido que las inquietudes de su hija tenían como causa la falta de un marido y una familia, como decía entre bromas y veras en Otrádnoie, solo a la madre sorprendía el asombro de la gente que no la comprendía y repetía que siempre había sabido que su hija sería una esposa y una madre modélica.
—Pero lleva hasta un extremo absurdo el amor a su marido y a sus hijos —añadía.
Natacha no seguía la regla de oro de la gente sabia, sobre todo los franceses, según la cual una joven no debe descuidarse ni abandonar las artes de la seducción después de casarse, sino realzar que antes sus atractivos para prendar al marido como antes del matrimonio. Ella había abandonado sus artes de seducción y su voz. Como era la más fuerte, había dejado el canto. Natacha no cuidaba sus modales, no refinaba su lenguaje ni pensaba en arreglarse; no trataba de presentarse atractiva, bien vestida y peinada ante su marido y evitar cansarlo con sus exigencias. Notaba que los atractivos que antes utilizaba instintivamente ahora serían ridículos ante su marido, a quien se había entregado por entero desde el primer momento y con toda el alma. Sabía que los lazos que la unían a él no se mantenían por los sentimientos poéticos que lo habían atraído hacia ella, sino por algo distinto, indefinido, pero tan firme como la unión de su alma con el cuerpo.
Rizarse el cabello, vestir a la moda, cantar una romanza para seducir al marido le parecía tan raro como adornarse para gustarse a sí misma. Hacer eso mismo por gustar a los demás quizá le atrajera; pero le faltaba tiempo y la causa principal de que olvidase el canto, su persona y no pensara en lo que iba a decir era la falta de tiempo.
El ser humano puede concentrar su atención en un objeto insignificante; se sabe también que todo objeto en el cual se centra la atención crece aunque sea insignificante.
Natacha se dedicó a la familia: al marido, a quien debía manejar para que solo fuera suyo y de la casa; y a los hijos, a quienes debía llevar en su vientre, alimentar y educar.
Cuanto más se entregaba con la inteligencia y con todo su ser al objetivo elegido, mayor era éste para ella gracias a su atención, y sus fuerzas le parecían menores y más débiles, de modo que trataba de concentrarlas, y ni aun así conseguía hacer cuanto creía necesario.
No comprendía las discusiones y conversaciones sobre los derechos de la mujer, a las relaciones entre cónyuges, sus libertades y obligaciones, que entonces no fueron llamados problemas como ahora, aunque eran los mismos que hoy.
Esas cuestiones solo existían para personas que ven en el matrimonio el placer que se procuran los esposos; es decir, solo el principio del matrimonio, y no toda su importancia, que radica en la familia.
Aquellos razonamientos y las cuestiones de hoy, similares a la pregunta de cómo conseguir el mayor placer comiendo, no existían ni existen para quienes piensan que la finalidad de la comida es alimentarse, y la finalidad del matrimonio es la familia.
Si se pretende nutrir el cuerpo con la comida, quien come lo correspondiente a dos comidas obtiene un mayor placer a lo mejor, pero no cumple la finalidad seguida, pues el estómago no puede digerir dos comidas a un tiempo.
Si la finalidad del matrimonio es la familia, quien desee tener mujeres o maridos a lo mejor conseguirá mayor placer, pero en ningún caso tendrá familia.
Si el objetivo de comer es la alimentación y el del matrimonio la familia, todo se reduce a comer solo lo que el estómago pueda digerir y a no tener más mujeres o maridos de los necesarios para la familia, es decir, no más de uno o de una.
Natacha necesitaba un marido. Lo tuvo. El marido le proporcionó la familia. Y no veía la necesidad de un marido mejor, pues todas sus energías se encauzaban a ese marido y aquella familia; no podía imaginar, ni sentía interés, lo que habría ocurrido si fuese de otra manera.
No le gustaba la sociedad; valoraba la compañía de sus parientes: la condesa María, su hermano, su madre y Sonia. Estaba a gusto entre ellos porque sin necesidad de peinarse ni mudarse de bata podía salir del cuarto de los niños con el rostro feliz para mostrar el pañal manchado de amarillo y no de verde y escuchar las afirmaciones consoladoras de que el niño estaba mejor.
Natacha se había abandonado tanto que su ropa, su peinado, sus palabras fuera de lugar, sus celos de Sonia, de la institutriz, de cualquier mujer, guapa o no, eran tema de burla de sus familiares. La opinión era que a Pierre lo dominaba su mujer, y era verdad. Desde los primeros días de matrimonio Natacha expuso sus pretensiones. Pierre se asombró de sus ideas, nuevas para él, según las cuales el marido pertenecía a su mujer y a su familia cada segundo de su vida; no obstante; se sintió halagado y las aceptó.
Pierre se sometió a las prohibiciones impuestas por su mujer, entre las cuales figuraba no cortejar a otra mujer y ni siquiera osar hablar afablemente con ninguna; se le prohibía comer en el Club ni en ningún lugar como simple pasatiempo, gastar dinero en caprichos, ausentarse mucho tiempo, excepto para sus ocupaciones, entre las cuales se incluía sus trabajos científicos, de los que Natacha nada entendía, aunque los consideraba esenciales. A cambio, Pierre era dueño de disponer en su casa de sí mismo y de toda la familia. Dentro de casa, Natacha era la esclava del marido y todos caminaban de puntillas cuando Pierre leía o escribía en su despacho. Si mostrase preferencia por una cosa, se tenía de inmediato en cuenta. Si expresaba un deseo, Natacha corría a cumplirlo.
La casa se regía por las órdenes del marido, esto es, los deseos de Pierre, que Natacha trataba de adivinar. El modo de vida, las relaciones sociales, las actividades de Natacha, la educación de los niños, todo se hacía según la voluntad de Pierre, pues ella trataba de deducirlas de las ideas y las conversaciones que mantenía con su marido, y sus deducciones eran certeras; convencida de sus deseos, los mantenía. Cuando Pierre cambiaba de opinión, ella luchaba contra esto con sus mismas armas.
Así pues, durante el penoso período, que Pierre no olvidaba, tras el nacimiento del primer hijo, tan débil que hubo que cambiar tres veces de nodriza, lo cual desesperó a Natacha hasta que enfermó, Pierre habló un día de las ideas de Rousseau sobre la lactancia materna y los peligros de una nodriza. Con el segundo hijo, pese a la oposición de la vieja condesa, de los médicos y del marido, que se oponía por considerarlo insólito y dañino, ella insistió y desde entonces los crio a todos.
A menudo, y en momentos de mal humor, discutían; pero incluso mucho después de la discusión, Pierre encontraba en las palabras y los actos de Natacha las ideas que antes no aceptaba. Encontraba sus ideas depuradas de lo superfluo provocado por la discusión y el acaloramiento.
Tras siete años de matrimonio Pierre tenía la conciencia de no ser una mala persona, pues se veía reflejado en su mujer. Veía el bien y el mal superpuestos dentro de sí mismo; pero su mujer reflejaba lo bueno y lo que no era bueno se desterraba; aquel reflejo no nacía de un razonamiento lógico, se originaba de manera distinta, misteriosa y directa.
CAPÍTULO XI
Dos meses antes, estando en casa de los Rostov, Pierre había recibido una carta del príncipe Fiódor, pidiéndole que fuera a San Petersburgo para tratar cuestiones que preocupaban a los miembros de una sociedad, uno de cuyos fundadores era Bezúkhov.
Tras leer la carta, como hacía con todas las de su marido, Natacha, pese al dolor que le producía su ausencia, le propuso que viajase a San Petersburgo. Daba gran importancia a toda la actividad intelectual de su marido y temía ser un obstáculo para ella. A la mirada interrogadora y tímida de Pierre, tras leer la carta, Natacha contestó pidiéndole que se fuese y fijó la fecha de su regreso: Pierre obtuvo un permiso de cuatro semanas.
Desde que caducó el permiso, dos semanas antes, Natacha se hallaba triste, asustada e irritada.
Denisov, general retirado y a disgusto con la situación política del momento, había llegado a Lisia Gori dos semanas antes y contemplaba a Natacha con estupor y pena; creía ver el retrato de un ser amado antaño al que ya no se parecía. Solo veía y oía de la hechicera de antes miradas tristes y preocupadas, respuestas sin sentido y conversaciones sobre los niños.
Durante ese tiempo Natacha estuvo triste e irascible, sobre todo cuando su madre, su hermano, Sonia o la condesa María disculpaban el retraso de Pierre.
—Son bobadas, minucias —decía Natacha—. Sus ideas y esas tontas sociedades no conducen a nada —se refería a los asuntos cuya importancia tanto defendía y se iba al cuarto de los niños para dar el pecho a Petia, su único varón.
Nadie la tranquilizaba tanto como aquella criatura de tres meses que estrechaba contra su pecho, cuando sentía los movimientos de su boquita y los soplidos de su naricilla. Aquella criatura parecía decirle: «Te enfadas, estás celosa, querrías vengarte, tienes miedo, pero yo soy él, yo soy él…». Nada podía objetar. Era algo más que una verdad.
Tanto recurrió aquellas dos semanas a su hijo para calmarse, tanto se ocupó de él y lo amamantó que el niño enfermó. Natacha se aterró ante la enfermedad; pero lo necesitaba. Cuidando al bebé soportaba más fácilmente la inquietud por el marido.
Cuando el coche de Pierre se detuvo ante el portal de Lisia Gori, una niñera, que sabía cómo alegrar a su señora, entró resplandeciente con pasos rápidos y silenciosos en el cuarto.
—¿Ha llegado? —preguntó Natacha sin moverse para no despertar al pequeño que dormía en sus brazos después de haber mamado.
—Ha llegado, madrecita —susurró la niñera.
Natacha enrojeció; no pudo dominar el movimiento de sus piernas; pero no podía ponerse en pie y correr. El niño abrió los ojos y la miró. «¿Estás aquí?», parecía decirle.
Natacha lo separó suavemente acunándolo en los brazos; dio el pequeño a la niñera y corrió a la puerta. Allí se detuvo, como con remordimientos por su alegría y por abandonar tan pronto al niño. Se volvió. La niñera, con los brazos en alto para no rozar la barandilla, puso al niño en la cuna.
—Váyase, mamita, tranquila —sonrió con la familiaridad habitual entre la niñera y su señora.
Natacha corrió ligera al pasillo.
Denisov, que salía del despacho con su pipa en la boca, reconoció por primera vez a la antigua Natacha. Su rostro relucía jubiloso.
—¡Ya ha llegado! —dijo sin dejar de correr.
Denisov se entusiasmó por el regreso de Pierre, a quien tenía poca simpatía. Cuando Natacha entró corriendo en el pasillo vio una figura muy alta con pelliza que estaba desenrollando la bufanda.
«¡Él! ¡Es cierto! Ya está aquí —se decía y se precipitó hacia él, lo abrazó, estrechó su cabeza en el pecho de Pierre y después contempló el rostro sonrosado, cubierto de escarcha y feliz de su marido—. Sí, es él, feliz, contento…».
Recordó entonces los sufrimientos de esas dos semanas de espera. Desapareció la alegría de su rostro; frunció el entrecejo y sobre Pierre cayó una lluvia de reproches.
—Sí, tú lo has pasado bien, estás muy contento, te has divertido… ¿Y yo? Debías haber pensado en los niños. Estoy criando y se me ha estropeado la leche… Petia estuvo a punto de morir. Sí, pero tú te has divertido… lo has pasado muy bien…
Pierre sabía que no era culpable porque no había podido regresar antes; sabía que aquel enfado era injusto, que habría pasado en dos minutos; sabía que se sentía alegre y contento. Quería sonreír, pero ni osó pensarlo; adoptó un aire lastimero, asustado, y se agachó.
—No podía volver, te lo juro… Dime, ¿cómo está Petia?
—Ya pasó. Debería darte vergüenza. Si vieses cuando no estás conmigo lo que…
—¿Te encuentras bien?
—Vamos —decía ella, sin soltar a Pierre de camino a sus habitaciones.
Cuando Nikolái y su mujer fueron a buscar a Pierre, él estaba en el cuarto de los niños y sostenía en la enorme palma de su mano derecha al hijo recién despierto con quien jugueteaba. Su carita redonda, boquiabierta y sin dientes, se ensanchaba en una sonrisa. La tempestad había amainado hacía mucho y un sol luminoso y alegre brillaba en el rostro de Natacha, que miraba tiernamente al marido y al hijo.
—¿Estás contento de las conversaciones con el príncipe Fiódor? —preguntó ella.
—Sí, fue muy bien.
—Mira cómo la sostiene —Natacha se refería a la cabeza de su hijo—.
¡Qué miedo he pasado!… ¿Viste a la princesa? ¿Es cierto que está enamorada
de ese…?
—Sí, figúrate…
Entonces entraron Nikolái y la condesa María. Pierre, sin dejar a su hijo, se inclinó para besarlos y responder a sus preguntas. Sin duda, pese a las muchas cosas interesantes que podía contar, la cabecita del niño atraía ahora toda su atención.
—¡Está precioso! —dijo la condesa María mirando y jugueteando con el niño—. No comprendo, Nikolái —se dirigió a su marido—, cómo es posible que no veas el encanto de estas preciosidades.
—No lo entiendo, no puedo —dijo Nikolái mirando al niño con frialdad—. Un pedazo de carne. Venga, Pierre.
—Pero es un padre tan cariñoso… —siguió la condesa María justificando a Nikolái—. Le gustan cuando ya tienen un año…
—Pierre los cuida maravillosamente —dijo Natacha—. Dice que tiene la mano hecha a la medida de su trasero, fijaos.
—Pero no para eso —rio Pierre devolviendo el bebé a la niñera.
CAPÍTULO XII
Como en cualquier familia grande, se reunían en Lisia Gori varios mundos diferentes que se fusionaban en un conjunto armónico, aunque cada uno de ellos con sus peculiaridades y sus concesiones a los demás. Cualquier suceso, triste o alegre, era igualmente importante para todos; pero cada uno de esos mundos tenía sus motivos para alegrarse o no.
El regreso de Pierre fue motivo de alegría general y se reflejó en todos.
Los criados, que suelen ser los mejores jueces de sus amos, pues los juzgan por sus actos y su modo de vivir, no por sus palabras y sus sentimientos, se alegraron de la llegada de Pierre porque sabían que Nikolái no se pasaría ahora el día recorriendo la finca, estaría más alegre y benévolo, y también porque todos recibirían buenos regalos con motivo de la fiesta.
Los niños y las institutrices se alegraban porque nadie se preocupaba como Pierre de incorporarlos a la vida común. Solo Pierre sabía interpretar al clavicordio una escocesa a cuyos sones podían bailarse todos los bailes. Además, habría traído regalos para todos.
Nikolenka, que tenía ya quince años y era un muchacho inteligente, de aspecto enfermizo y flaco, rubio, de cabello rizado y bellos ojos, se alegraba de la llegada de su tío Pierre, así lo llamaba, porque lo admiraba y lo adoraba. Nadie había inculcado en él ese cariño especial por Pierre, a quien solo veía a veces. La condesa María, encargada de educarlo, intentaba que amase a su marido como ella misma. El muchacho quería a su tío, pero con un ligero desdén. En cambio adoraba a Pierre. No quería ser húsar ni caballero de San Jorge como el tío Nikolái, sino culto, inteligente y bueno como Pierre. En su presencia, su rostro se iluminaba, enrojecía y se atragantaba siempre que Pierre le hablaba. Atendía a todo lo que Pierre decía. No perdía ripio y, a solas o con Dessalles, recordaba y razonaba el significado de cada frase. El pasado de Pierre, sus desdichas hasta 1812 sobre las cuales tenía una idea vaga y poética basada en lo que había oído, sus aventuras en Moscú, el cautiverio, la historia de Platón Karatáev, de quien Pierre había hablado, su amor por Natacha a quien también él quería, y la amistad de Pierre con su padre, al que Nikolenka no recordaba, lo convertían en un héroe y en una persona venerable.
Por ciertas cosas oídas sobre su padre y Natacha, por la emoción con que Pierre hablaba de él, por la cauta y ferviente ternura con que lo recordaba Natacha y porque Nikolenka comenzaba entonces a comprender qué era el amor, se había hecho la idea de que su padre amó a Natacha y se la había confiado a su amigo al morir. Pintaba a su padre como una especie de divinidad inconcebible y en quien pensaba siempre con emoción y los ojos llenos de lágrimas, entusiasmo y pena. Por eso, Nikolenka se sentía feliz con la llegada de Pierre.
Los invitados se alegraban porque era un hombre capaz de animar una reunión y mantener un ambiente amistoso.
Los adultos de la familia, además de Natacha, estaban satisfechos de su presencia porque con Pierre la vida era más sosegada y sencilla.
Las ancianas se alegraban por los regalos y porque Natacha se animaría de nuevo.
Pierre sentía las esperanzas puestas en él por aquellos mundos, Trataba de satisfacerlas y daba a cada uno lo que esperaba.
Al ser el más distraído y olvidadizo de la tierra, había comprado todo según la lista confeccionada por su mujer sin olvidar los encargos de la vieja condesa, el corte de vestido para Bielova, los juguetes para sus sobrinos y los encargos de su cuñado. Al principio de su matrimonio le extrañaba la exigencia de Natacha de que cumpliese sin olvidarlos los encargos. Y al regreso de su primer viaje le asombró el disgusto de Natacha por haberse olvidado de los encargos. Después se acostumbró. Sabía que su mujer encargaba únicamente para los demás cuando él se ofrecía. Pierre experimentaba una infantil satisfacción ahora cuando compraba regalos para la familia y nada olvidaba. Ahora Natacha le reprochaba haber comprado demasiadas cosas y muy caras. A sus defectos, en opinión de la mayoría, y cualidades, en opinión de Pierre, su descuido con la ropa y su aspecto, Natacha había añadido la avaricia.
Desde que Pierre empezó a vivir con su familia en un caserón grande que requería grandes sumas de dinero, vio con asombro que gastaba dos veces menos que antes y que su situación financiera, algo precaria últimamente por las deudas de su primera esposa, mejoraba.
Vivir costaba menos porque era una vida regulada. Pierre ya no llevaba el tren de vida que podía cambiar en todo momento. Sabía que su modo de vivir estaba fijado hasta su muerte y no podía modificarlo, y por eso ese género de vida era barato.
Satisfecho y sonriente, Pierre enseñaba sus compras.
—No está mal, ¿no? —dijo, desdoblando como un vendedor una tela.
Natacha, sentada frente a su marido con su hija mayor sobre las rodillas, miraba con ojos brillantes a Pierre y las cosas que iba sacando.
—¿Es para Bielova? ¡Perfecto! Te habrá costado a rublo la vara —preguntó, palpando la tela.
Pierre dijo el precio.
—Es caro —observó Natacha—. ¡Cómo se alegrarán los niños y maman! Pero no tenías que haberme comprado eso —añadió con una sonrisa y admirando una peineta de oro y perlas, que empezaban a estar de moda.
—Fue Adèle quien insistió que te lo comprara —explicó Pierre.
—¿Cuándo podré ponérmela? —se la puso en la trenza—. Tal vez cuando Mashenka empiece a frecuentar la sociedad estén de moda. Vamos.
Tomaron los regalos y fueron primero al cuarto de los niños y después a busca a la condesa.
Cuando Pierre y Natacha entraron en el salón con los paquetes bajo el brazo, la condesa estaba con la señora Bielova y hacía un solitario, como siempre.
La condesa había pasado de los sesenta y sus cabellos estaban blancos; una cofia enmarcaba su cara arrugada; tenía hundido el labio superior y los ojos apagados.
Tras la muerte de Petia, seguida por la de su marido, sentía que su vida carecía de sentido. Comía, bebía, hablaba, pero no vivía porque la vida no le daba emoción alguna. Solo pedía calma, y eso podía encontrarla únicamente en la muerte. Pero había que vivir y aplicar en algo las fuerzas vitales. Se veía en ella eso que se da en niños muy pequeños y en personas muy viejas: la ausencia de toda razón externa; sin embargo, necesitaba ejercitar sus inclinaciones y facultades. Necesitaba comer, dormir, pensar, hablar, llorar, entretenerse, enfadarse y demás, pues tenía estómago, cerebro, músculos, nervios e hígado. Hacía todo sin estímulo externo, no como los hombres en la plenitud de su vida, cuando su objetivo oculta otro: aplicar sus fuerzas. Hablaba porque necesitaba hacer funcionar sus pulmones y su lengua; lloraba como una niña porque necesitaba sonarse. Aquello que para las personas en la plenitud de sus energías era un objetivo en ella era un pretexto.
Por la mañana necesitaba enfadarse si la víspera había cenado algo grasiento, y el pretexto era la sordera de la señora Bielova.
Desde el otro extremo del cuarto empezaba a decir en voz baja:
—Me parece que hoy hace más calor —murmuraba.
Y cuando la señora Bielova contestaba: «Pues sí, han llegado», ella gruñía enfadada:
—¡Dios mío! ¡Qué sorda y estúpida es!
Otro pretexto el rapé, que encontraba seco, húmedo o mal molido. Después, su rostro se ponía bilioso; y sus doncellas sabían cuándo la señora Bielova volvería a estar sorda, el rapé húmedo y el rostro de la condesa bilioso. Igual que debía dar curso a su bilis, a veces necesitaba usar el resto de su capacidad de pensar y hacía solitarios. Cuando necesitaba llorar hablaba del difunto conde. Cuando necesitaba inquietarse por algo el pretexto era Nikolái y su salud; cuando quería hablar sarcásticamente, el pretexto solía ser la condesa María; cuando necesitaba ejercitar los órganos vocales, a las siete de la tarde, tras la digestión hecha en su habitación en penumbra, el pretexto eran siempre las mismas historias contadas a idénticos oyentes.
Todos los familiares la comprendían, aunque nadie lo mencionase; todos se afanaban por satisfacer sus necesidades. Solo las miradas sonrientes y tristes que a veces cambiaban Nikolái, Pierre, Natacha y la condesa María daban a entender que se daban cuenta de su situación.
Pero esas miradas decían otra cosa: que la anciana había cumplido su papel en este mundo, que no era en realidad como ahora, que todos llegarían a estar como ella y que era motivo de satisfacción someterse a sus deseos, contenerse ante ella, una persona antes querida y ahora convertida en un ser lastimero. Memento mori, decían esas miradas.
Solo los niños de la casa y la gente de malos sentimientos o estúpida no lo comprendían y se alejaban de ella.
CAPÍTULO XIII
Cuando Pierre y su mujer entraron, la condesa necesitaba su habitual esfuerzo mental y hacía solitarios; aunque, por costumbre, pronunciase las palabras de siempre a la vuelta de su yerno o su hijo: «Ya era hora, querido, llevamos esperándote mucho, pero ya estás aquí. ¡Bendito sea Dios!», y aunque añadiese al recibir los regalos otras palabras habituales: «No es el regalo lo que me gusta, querido; gracias por acordarte de esta vieja», sin duda en ese momento no le gustó la llegada de Pierre porque la distraía del solitario.
Cuando concluyó el juego examinó los regalos. Eran un estuche para los naipes muy bien trabajado, una taza de Sèvres azul oscuro con su tapadera con dibujos de unas pastorcillas, y una tabaquera de oro con el retrato del conde, encargado por Pierre a un miniaturista de San Petersburgo, que la condesa deseaba tener hacía tiempo. En ese momento no deseaba llorar y miró el retrato con indiferencia y dedicó su atención al estuche.
—Gracias, querido, todo me ha gustado mucho. Pero lo mejor es que hayas vuelto. Ya puedes reñir a tu mujer; sin ti está como loca; no ve ni recuerda nada —dijo como siempre—. Mira, Ana Timofeievna, qué estuche nos ha traído mi hijo.
La señora Bielova admiró el regalo y se entusiasmó con la tela para ella.
Aunque Pierre, Natacha, Nikolái, la condesa María y Denisov tenían muchas cosas que contarse, no podían hablar delante de la condesa porque se trataba de asuntos de los que ella no estaba al corriente; si hablaban en su presencia habrían debido contestar preguntas sin relación, repetir cosas sabidas sobre un fallecido o sobre otro que se había casado, cosas todas que la condesa había oído y era incapaz de recordar. No obstante, se reunieron en el salón en torno al samovar. Pierre contestó las inútiles preguntas de la condesa que a nadie interesaban sobre que el príncipe Vasili había envejecido, de que la condesa María Alexeievna la recordaba y mandaba sus saludos.
Esta conversación necesaria siguió mientras tomaban el té. En torno a la mesa redonda, junto al samovar, se sentaba Sonia y se habían reunido los mayores de la familia. Los niños, las institutrices y los preceptores habían tomado su té y sus voces se oían en la sala contigua. Cada uno ocupaba su puesto: Nikolái junto a la estufa, ante una mesita donde le servían el té; la vieja perra Milka, hija de la primera
Milka, echada a su lado en un sillón, con el hocico canoso en el cual se destacaban sus grandes ojos negros; Denisov, con su cabello rizado, patillas y bigotes casi blancos, desabrochada su casaca de general, permanecía junto a la condesa María. Pierre estaba entre su mujer y la vieja condesa. Contaba cuanto creía que podía interesarle y comprender, lo que había oído de personas que antes frecuentaban la casa de los Rostov y formaban un círculo vivo, peculiar, y ahora se habían dispersado como ella y terminaban sus vidas, como ella, recogiendo las últimas espigas de lo sembrado. Pero estos coetáneos suyos parecían a la vieja condesa el verdadero mundo. Por la animación de Pierre, Natacha comprendía que su viaje había sido interesante, que deseaba contar muchas cosas, pero no quería hacerlo delante de la condesa. Denisov, que no era miembro de la familia, no entendía la prudencia de Pierre; además, disgustado por la situación política, se interesaba por cuanto ocurría en San Petersburgo y preguntaba sobre lo sucedido en el regimiento Semionovsky, sobre Arakchéyev o la Sociedad Bíblica. A veces Pierre hablaba de eso, pero Nikolái y Natacha cambiaban de tema y lo reconducían a la salud del príncipe Iván y de la condesa María Antónovna.
—¿Y la locura de Gosner y la señora Tatarinova? —preguntó Denisov—. ¿Es posible que siga?
—¿Que si sigue? ¡Y más que antes! —exclamó Pierre—. La Sociedad Bíblica es ahora todo el gobierno.
—¿Qué es eso, mon cher ami? —preguntó la condesa, que había bebido su té y parecía buscar un pretexto para irritarse—. ¿Qué dices? ¿El gobierno? No entiendo.
—Sí, maman —intervino Nikolái sin saber cómo traducir las cosas al lenguaje de su madre—. Es el príncipe Alexandr Nikoláyevich Golitsin, que ha fundado una sociedad. Dicen que goza de gran influencia.
—Arakchéyev y Golitsin son ahora el gobierno —repitió irreflexivamente Pierre—. ¡Y qué gobierno! Ven conjuras por Doquier. Tienen miedo de todo.
—¡Cómo! ¿De qué es culpable el príncipe Alexandr Nikoláyevich? Es un hombre respetable. Solía verlo en casa de María Antónovna —dijo la condesa, enojada; y más ofendida aún por el silencio que siguió, añadió—: Hoy se critica a todos. ¿Una sociedad evangélica? ¿Y qué tiene eso de malo?
Se levantó. Todos hicieron lo mismo. La condesa se dirigió a su mesa de la sala de divanes.
En aquel triste silencio llegaron los gritos y risas de los niños. Sin duda entre ellos ocurría algo alegre.
—¡Ya está! ¡Ya está! —se oían los chillidos de la pequeña Natacha, que dominaba las demás voces.
Pierre miró a la condesa María y a Nikolái, y sonrió feliz.
—¡Qué música tan maravillosa! —dijo.
—Debe de ser que Ana Makarovna ha terminado el calcetín —dijo la condesa María.
—¡Oh, iré a verlo! —Pierre se puso en pie de un salto—. ¿Sabéis por qué me gusta tanto esa música? —añadió deteniéndose junto a la puerta—. Porque ellos son los primeros en hacerme saber que todo va bien. Cuando vuelvo, cuanto más me acerco, mi temor es mayor. Pero en cuanto entro y oigo la risa de Andriusha, sé que todo va bien…
—A mí me pasa lo mismo —dijo Nikolái—. Pero no puedo entrar porque los calcetines que está haciendo son una sorpresa para mí.
Pierre entró y los gritos y risas infantiles subieron de tono.
—¡Bueno, Ana Makarovna! —gritó Pierre—. Ven aquí, al centro, y cuando yo diga tres… Tú, aquí; a ti te cogeré en brazos… A ver, uno… dos…
—todos callaron—. ¡Tres…! —de nuevo estallaron las voces entusiastas de los niños.
—¡Dos! ¡Son dos! —gritaban.
Ana Makarovna hacía dos medias al mismo tiempo con un procedimiento secreto. Cuando acababa la labor, siempre sacaba ante los niños una media dentro de la otra.
CAPÍTULO XIV
Poco después de aquello, los niños entraron a dar las buenas noches. Besaron a todos; las institutrices y los preceptores saludaron también. Dessalles, que había permanecido en el salón con Nikolenka, lo invitó a salir.
—No, señor Dessalles, le pediré a mi tía que se quede —replicó el muchacho, y se acercó a su tía: —Ma tante, permite que me quede.
La cara del muchacho era de súplica, emoción y entusiasmo. La condesa María lo miró y se volvió a Pierre.
—Cuando estás aquí no hay forma de que se vaya. Pierre tendió la mano al preceptor.
—Lo llevaré enseguida, señor Dessalles. Buenas noches —Y mirando con una sonrisa a Nikolenka, añadió—: Apenas nos hemos visto. Se va pareciendo mucho a su padre, ¿verdad, María? —agregó dirigiéndose a la condesa.
—¿A mi padre? —se ruborizó el muchacho mientras contemplaba a Pierre de abajo arriba con ojos brillantes y entusiasmados.
Pierre asintió con la cabeza y siguió la conversación interrumpida por los niños. La condesa María se ocupaba en su labor; Natacha no quitaba ojo a su marido; Nikolái y Denisov, de pie, fumaban sus pipas y tomaban té que Sonia, sentada junto al samovar del que no se apartaba, servía, y hacían preguntas a Pierre. Nikolenka, con su aspecto enfermizo se había colocado en un rincón donde no lo veían; vuelta hacia Pierre la cabeza de cuello delgado que emergía de su camisa temblaba a veces y murmuraba algo, como si sintiese una nueva e intensa emoción.
La conversación giraba en torno al comadreo de las altas esferas que la mayoría de la gente considera lo más importante de la política interior. Denisov, descontento del gobierno por sus infortunios en el servicio, se alegraba al enterarse de las memeces que, creía, se cometían en San Petersburgo y salpicaba lo que decía Pierre con observaciones enérgicas y duras.
—Antes era necesario ser alemán; ahora hay que bailar con la Tatarinova o Krüdner y leer a… Eckarthausen y compañía. ¡Ah! ¡Qué bien vendría que soltaran de nuevo a Bonaparte! Acabaría con tanta idiotez. ¿Cómo es posible que hayan dado a ese soldado Schwartz el mando del regimiento Semionovsky? —gritaba Denisov.
Aunque Nikolái no compartía la opinión de Denisov, que aseguraba que todo iba mal, también creía importante juzgar al gobierno. Consideraba que el hecho de que A hubiese sido nombrado ministro y B general gobernador, que el zar hubiese dicho esto o aquello y el ministro lo de más allá era importante. Pensaba que debía interesarse por todo y preguntar a Pierre sobre esas cosas. Así, dado el interés de ambos interlocutores, la conversación mantuvo el carácter habitual del chismorreo sobre las altas esferas.
Pero Natacha, que conocía todos los gestos e ideas de su marido, comprendía que Pierre deseaba cambiar de tema y expresar lo que realmente le preocupaba, lo que lo había movido a ir a San Petersburgo para ver al príncipe Fiódor, su nuevo amigo, y lo ayudó preguntando:
—¿Cómo han ido las cosas con el príncipe Fiódor?
—¿De qué se trata? —preguntó Nikolái.
—De lo de siempre —contestó Pierre mirando a su alrededor—. Todos ven que las cosas van tan mal que no pueden seguir así, y todo hombre honrado tiene la obligación de oponerse en la medida de sus fuerzas.
—¿Y qué pueden hacer los hombres honrados? —Nikolái frunció el ceño—. ¿Qué pueden hacer?
—Verás…
—Vamos a mi despacho —dijo Nikolái.
Natacha, que sabía hacía tiempo que iban a llamarla, al oír la voz de la niñera salió para el cuarto de los niños. La condesa María la acompañó. Los hombres pasaron al despacho y Nikolenka, sin que su tío lo advirtiera, entró y se sentó en la sombra, junto a la ventana, al lado del escritorio.
—¿Qué puedes hacer tú? —preguntó Denisov.
—¡Las fantasías de siempre! —comentó Nikolái.
Pierre se quedó en pie; a veces paseaba, otras se detenía, ceceaba y hacía aspavientos mientras decía:
—La situación en San Petersburgo es que el zar no interviene en nada; se ha entregado al misticismo.
Pierre no perdonaba entonces el misticismo.
—Solo le interesa su tranquilidad, que solo pueden proporcionarle hombres sans foi ni loi, que oprimen y persiguen a diestro y siniestro: Magnitski, Arakchéyev y tutti quanti… Supongo que estarás de acuerdo en que si no te ocupases tú mismo de explotar tus fincas y buscases únicamente tu tranquilidad, cuanto más cruel fuese tu administrador, más rápidamente conseguirías tu objetivo, ¿no? —preguntó a Nikolái.
—Sí, pero ¿a qué viene todo eso?
—Todo está podrido. La corrupción y el latrocinio dominan los tribunales; el palo es la ley en el ejército, junto con las marchas y deportaciones. Ahogan la enseñanza y tiranizan al pueblo. Persiguen lo que es joven y honrado. Todos ven que esto no puede seguir así. La cuerda está demasiado tensa y se romperá —añadió Pierre, pues desde que existen gobiernos, todos los hombres que examinan sus actos han hablado así—. En San Petersburgo así lo dije.
—¿A quién? —preguntó Denisov.
—Ya sabéis a quién —Pierre los miró de reojo con aire revelador—. Al príncipe Fiódor y a los demás: ayudar a la enseñanza y a las obras de beneficencia está muy bien,, es un objetivo magnífico; pero en estas circunstancias hay que hacer más.
En ese momento Nikolái vio a su sobrino. Su rostro se ensombreció.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó acercándose al muchacho.
—Déjalo —dijo Pierre tomando a Nikolái por el brazo, y siguió—: Les expliqué que eso era poco, que había que hacer algo más que aguardar a que se rompa la cuerda. Cuando todo el mundo aguarda una agitación inevitable, es perentorio que el mayor número posible de hombres se mantenga firme para oponerse a la catástrofe general. Todo lo joven y fuerte es atraído por ellos y cae en la corrupción: unos, seducidos por las mujeres; otros, por los honores y las ambiciones; los de más allá, por el dinero. Y se pasan al otro bando. Apenas quedan personas independientes, libres como vosotros y como yo. Les dije: “Ampliad el círculo de la sociedad y que el mot d’ordre no sea solo virtud, sino independencia y actividad».
Nikolái se separó de su sobrino, apartó la butaca, se sentó y carraspeó disgustado mientras escuchaba.
—¿Y cuál será el objeto de esa actividad? —exclamó—. ¿En qué relaciones estaréis con los gobernantes?
—Verás. Seremos fuerzas auxiliares. Nuestra sociedad puede no ser secreta si el gobierno la admite. No será una sociedad hostil al gobierno, sino que la constituirán conservadores. Una sociedad de caballeros para que otro Pugachov no venga a degollar a mis hijos y a los tuyos; para que un Arakchéyev no me mande a una colonia militar; para eso nos unimos, para lograr el bien y la seguridad generales.
—Sí, pero una sociedad secreta, hostil y nociva, solo puede hacer mal.
—¿Por qué? ¿El Tugenbund, que salvó a Europa —entonces nadie osaba decir que la había salvado Rusia—, hizo algo nocivo? El Tugenbund es la alianza de los virtuosos; es el amor y la ayuda mutua; lo que Cristo enseñó en la cruz…
Natacha, que había vuelto a mitad de la conversación, miraba alegremente a su marido no por lo que decía, que no le interesaba, sino porque le parecía sencillo. Lo sabía hacía largo tiempo, o creía saberlo porque conocía el alma de Pierre y eso procedía de ella, y se alegraba de verlo animado y entusiasmado.
Con más entusiasmo y júbilo lo contemplaba el muchacho que permanecía en la sombra, olvidado por todos. Cada palabra de Pierre quemaba su corazón y, con el movimiento nervioso de sus dedos, destrozaba sin percatarse el lacre y las plumas que había sobre el escritorio de su tío.
—No es nada de lo que piensas; yo propongo lo mismo que el Tugenbund alemán.
—El Tugenbund es bueno para los comesalchichas, pero yo no lo entiendo y ni sé pronunciarlo —terció Denisov con voz ruda y enérgica—. Estoy de acuerdo con que las cosas van mal, que son abominables, pero no comprendo ni me gusta el Tugenbund, prefiero la rebelión… En ese caso, je suis votre homme.
Pierre sonrió, Natacha rio y Nikolái frunció el ceño e intentó demostrar a Pierre que no se preveían revueltas, que no existía ninguno de los peligros que mencionaba, salvo en su imaginación; Pierre lo negó y, como era más inteligente y manejaba mejor sus argumentos, pronto situó a Nikolái en un callejón sin salida. Eso lo irritó más porque en el fondo tenía la seguridad de estar en lo cierto, no por razonamiento, sino por algo más fuerte.
—Mira lo que voy a decirte —se levantó y dejó la pipa en un rincón al que acabó arrojándola—. Yo no puedo darte pruebas; dices que todo va mal en Rusia y que acabará en revuelta; no lo veo así. Pero cuando dices que el juramento militar es algo convencional, debo contestarte. Eres mi mejor amigo, lo sabes; pero si vosotros formáis una sociedad secreta y os oponéis a las medidas del gobierno, yo sé que mi deber es obedecer, y si Arakchéyev me manda que vaya con un escuadrón contra vosotros, lo haré. Y juzga ahora como quieras.
Se hizo un incómodo silencio. Natacha habló, y atacó a su hermano para defender a su marido. Su defensa era débil y torpe, pero logró su propósito y se reanudó la conversación sin el tono acre de las últimas palabras de Nikolái.
Cuando todos se levantaron para cenar, Nikolenka Bolkonsky se acercó a Pierre. Estaba pálido y le brillaban los ojos.
—Tío Pierre… usted… no… Si papá viviese, ¿estaría de acuerdo con usted?
Pierre comprendió el choque de ideas y sentimientos peculiares y hondos que había originado en el muchacho la conversación y, al recordar lo dicho, lamentó que lo hubiese escuchado. Pero debía contestar.
—Creo que sí —dijo con desgana, y salió.
Nikolenka bajó la cabeza al ver lo que había hecho en la mesa. Ruborizado, se acercó a Nikolái, mostrando el lacre y las plumas rotas.
—Tío, perdóneme, lo hice sin querer —dijo.
Nikolái tuvo un gesto de contrariedad.
—Bueno, bueno —arrojó debajo del escritorio los trozos de lacre y las plumas; y dominando con esfuerzo su rabia se apartó—. No deberías haberte quedado aquí —le dijo al muchacho.
CAPÍTULO XV
La conversación durante la cena no giró en torno a política o sociedades, sino a los recuerdos de 1812, muy agradables para Nikolái, sacados a colación por Denisov. Pierre se mostró muy divertido y simpático, y al separarse eran los mejores amigos del mundo.
Nikolái fue a su despacho, se puso el batín, dio instrucciones al administrador, que lo aguardaba, y entró en el dormitorio, donde su mujer estaba sentada ante el escritorio escribiendo.
—¿Qué escribes, Marie? —preguntó.
La condesa se ruborizó. Temía que su marido no comprendiese y aprobase lo escrito.
Habría querido esconderlo, pero estaba contenta de haber sido sorprendida y tener que decírselo.
—Es mi diario, Nikolái —le tendió un cuadernito azul escrito con su letra grande y firme.
—¿Un diario? —preguntó él con ironía.
Tomó el cuaderno. En francés había escrito lo siguiente:
4 de diciembre. Hoy Andriusha (el hijo mayor) no quería vestirse por la mañana y mademoiselle Luisa me ha llamado. El niño se había puesto caprichoso y cabezota. Traté de amenazarlo, pero se enfadó aún más. Decidí dejarlo y empecé a vestir a los otros con la niñera. Le dije que no lo quería. Calló mucho rato, como si esto le asombrase. Después vino hacia mí en camisón y lloró de tal modo que me costó calmarlo. Lloraba sobre todo por haberme disgustado. Después, cuando por la tarde le di su nota, lloró de nuevo al besarme. Se puede conseguir todo de él con ternura.
—¿Qué es eso de la nota? —preguntó Nikolái.
—Ahora doy todas las noches una nota a los mayores calificando su conducta.
Nikolái miró sus ojos luminosos y siguió hojeando el diario, que recogía los detalles de la vida de los niños, aquello que a ella le parecía un indicio de sus caracteres o ideas generales sobre el modo de educarlos. Eran detallitos; pero no lo parecían ahora que leyó por primera vez el diario.
Había escrito con fecha del 5 de diciembre:
Mítya se ha portado mal en la mesa. Su padre ordenó que no le diesen postre; mientras los demás comían, él miraba con tanta pena y avidez que, creo, castigar a un niño sin postre, solo desarrolla en él la glotonería. Tengo que decírselo a Nikolái.
Nikolái depositó el diario sobre la mesa y contempló a su mujer. Sus ojos le preguntaban si lo aprobaba o no. Nikolái lo aprobaba y admiraba a su mujer.
«Tal vez no debería hacerlo de una forma tan pedante; a lo mejor tampoco es necesario». Pero ese trabajo espiritual incesante, sin más finalidad que el bien moral de los niños, la entusiasmaba. Si Nikolái hubiese podido analizar sus propios sentimientos, habría comprendido que el motivo de su amor por su mujer se asentaba sobre todo en la admiración y el asombro ante su espíritu y la moralidad en que ella vivía y que era casi inaccesible para él.
Estaba orgulloso de su inteligencia y reconocía su inferioridad, si se comparaba con ella, desde el punto de vista espiritual y se mostraba dichoso porque esa mujer con ese espíritu le pertenecía y formaba parte de él mismo.
—Me parece bien todo, querida —dijo con importancia; y tras un silencio añadió—: Pues yo hoy me he portado mal. Tú no estabas en el despacho. Discutí con Pierre y me acaloré. Era imposible reaccionar de otra manera. Es un niño. No sé qué sería de él si Natacha no le tuviese las riendas. ¿Te imaginas para qué fue a San Petersburgo? Han organizado allí…
—Lo sé, lo sé por Natacha —dijo la condesa María.
—Entonces sabrás —prosiguió Nikolái, enardecido por el recuerdo de la pasada discusión— que quiso convencerme de que todo hombre de bien debe ir contra el gobierno, y que el juramento y el deber… Siento que no hayas estado allí. Todos se volvieron contra mí; Denisov y Natacha… lo de ella es de risa. Lo tiene sujeto, pero cuando se trata de razonar, no tiene personalidad, solo repite lo que dice su marido —concluyó sin resistir ese íntimo deseo de censurar a las personas cercanas más queridas, olvidando que se habría podido decir lo mismo de sus relaciones con su esposa.
—Sí, lo he notado —dijo la condesa María.
—Cuando le dije que el deber y el juramento de lealtad están por encima de todo, trató de demostrar Dios sabe qué; ojalá hubieses estado allí. ¿Qué habrías dicho?
—Creo que tienes razón. Se lo dije a Natacha. Pierre asegura que todos sufren y se corrompen, y que debemos ayudar al prójimo. Tiene razón, pero olvida que hay otros deberes inmediatos, señalados por Dios, y que nosotros podemos arriesgar nuestra vida, pero no la de nuestros hijos.
—Eso es lo que yo le decía —afirmó Nikolái, que creía sinceramente haberlo dicho—. Pero ellos insistieron: el amor al prójimo y el cristianismo, todo delante de Nikolenka, que se había metido en el despacho y ha roto todo en mi mesa.
—¡Ah, Nikolái! ¿Sabes?, Nikolenka me hace sufrir a menudo. Es un chico extraordinario y temo que pensando en nuestros hijos no lo atiendo bien. Todos tenemos hijos y ellos a sus padres, pero él no tiene a nadie. Está solo con sus pensamientos.
—No creo que haya motivo para que te reproches nada. Has hecho y haces por él lo que una buena madre haría por su hijo, y a mí me alegra que seas así. Es un gran chico. Hoy escuchaba extasiado a Pierre. Cuando íbamos a cenar vi que había hecho trizas cuanto tenía en mi escritorio, y él mismo me lo dijo. Nunca miente. ¡Sí, es un buen chico! —repitió Nikolái, a quien no le gustaba Nikolenka en el fondo, si bien siempre reconocía que era un buen chico.
—Sin embargo, una madre es otra cosa —dijo la condesa María—. Veo que no es lo mismo, y eso me atormenta. Es maravilloso pero temo por él. Necesita amigos.
—Pues este verano lo llevaré a San Petersburgo —dijo Nikolái—. Pierre siempre ha sido un soñador y lo sigue siendo —reanudó la conversación del despacho, que sin duda lo había inquietado—. ¿Qué me importa que Arakchéyev no sea bueno? ¿Qué me importaba esto cuando me casé, agobiado por las deudas y a punto de acabar en prisión y con una madre que no lo veía ni comprendía? Además, estáis tú, los niños y las fincas. ¿Es para mí un placer estar ocupado de la mañana a la noche en el campo y en la oficina? Pues no; pero debo trabajar para que mi madre esté tranquila, para estar contigo y para que mis hijos no pasen las miserias que he pasado yo.
La condesa María quería decir que el hombre no vive solo de pan, y que él daba demasiada importancia a esos asuntos, pero sabía que era innecesario e inútil. Tomó la mano de su marido y la besó. Él interpretó el gesto como un apoyo y confirmación de sus ideas. Tras una breve reflexión, continuó en voz alta:
—¿Sabes, María? Iliá Mitrofanich —el administrador general— ha llegado hoy de la hacienda de Tambov y dice que ofrecen ochenta mil rublos por el bosque.
Y se puso a hablar de la posibilidad de recuperar pronto Otrádnoie.
—Otros diez años más y dejaré a nuestros hijos en una excelente posición.
La condesa María escuchaba y comprendía sus palabras. Cuando pensaba en voz alta, a veces le pedía que repitiese lo dicho por él y se enfadaba si notaba que ella pensaba en otra cosa. Pero le costaba atender porque lo que él decía no le interesaba. Miraba a su marido y, sin pensar en otra cosa, sus sentimientos eran otros. Sentía un amor tierno y sumiso por ese hombre que jamás comprendería lo mismo que ella y; precisamente por eso lo amaba más, con un cariño lleno de tierna pasión. Además de ese sentimiento, que la absorbía y le impedía entrar en detalles de los proyectos de su marido, a su mente acudían pensamientos sin nada en común con lo que él decía; pensaba en su sobrino porque lo contado por Nikolái sobre la emoción del chico durante la conversación de Pierre la había impresionado, y en los rasgos de su carácter dulce y sensible. Al pensar en su sobrino, también lo hacía en sus hijos.
No los comparaba a ellos, sino sus sentimientos hacia ellos, y veía con tristeza que faltaba algo en su afecto por Nikolenka.
A veces le parecía que el distingo era por la edad, pero se sentía culpable ante su sobrino y se prometió ser mejor y hacer lo imposible y amar al marido, a sus hijos, a Nikolenka y al prójimo como Cristo amó a la humanidad. El espíritu de la condesa María aspiraba a la perfección, a lo infinito y eterno, y nunca estaba tranquila. Su rostro reflejó el sufrimiento interior de un espíritu a quien pesaba el cuerpo.
Nikolái la miró.
«¡Dios mío! —pensó—, ¿qué sería de nosotros si ella muriese? Lo pienso cuando veo esa expresión suya», y rezó las oraciones de la noche inclinándose ante el icono.
CAPÍTULO XVI
Ya a solas con su marido, Natacha habló como suelen hacer los matrimonios, es decir, comprendiendo rápida y claramente lo que pensaba cada uno y comunicándose de un modo contrario a las leyes de la lógica: sin razonamientos, deducciones ni conclusiones. Estaba tan hecha a charlar así con su marido que la mejor prueba de que algo no iba bien entre ellos era cuando Pierre hablaba según la lógica. Cuando quería explicarle algo hablando con coherencia, y ella, arrastrada por el ejemplo, hacía lo mismo, sabía que discutirían.
Esta conversación, contraria a las reglas de la lógica, aunque solo por el hecho de que hablaban a la vez de cuestiones distintas, había comenzado cuando estuvieron solos, cuando Natacha, con los ojos resplandecientes de felicidad, se le acercó, agarró su cabeza y la apretó contra su pecho diciendo:
—¡Ahora eres todo mío y no volverás a escapar!
Este modo de hablar simultáneamente de muchas cosas no impedía que la pareja se entendiese, sino que era el indicio de que se comprendían.
Lo visto en sueños es inverosímil y absurdo, salvo los sentimientos que los rigen, aquellas conversaciones, contrarias a todo razonamiento, lo claro era el sentimiento que las regía.
Natacha contaba a Pierre la vida que había llevado su hermano, lo que ella había sufrido en su ausencia, cuánto quería a María, a quien consideraba superior a sí misma en todos los aspectos. Natacha era sincera al decir esto de María y al tiempo que lo reconocía exigía que Pierre la prefiriese sobre las demás mujeres, y que se lo repitiese ahora, tras haber visto a tantas en San Petersburgo.
Pierre contaba en respuesta lo insoportable que había sido asistir a veladas y comidas con señoras en San Petersburgo.
—He perdido la costumbre de conversar con las damas; es algo que me aburre. Y estaba tan ocupado…
Natacha lo miró y siguió:
—María es un encanto. ¡Cómo sabe entender a los niños! Parece que ve sus almas. Ayer, por ejemplo, Mitenka se puso caprichoso…
—¡Cómo se parece a su padre! —la interrumpió Pierre.
Natacha comprendió el motivo de la observación. La reciente polémica con su cuñado le incomodaba y quería saber la opinión de Natacha.
—Nikolái no acepta algo que no haya sido admitido por todos. Y creo que lo principal para ti es abrir brecha —repitió una frase oída en cierta ocasión a Pierre.
—No, lo principal es que, las ideas y los razonamientos son solo una diversión, un entretenimiento para Nikolái. Ya ves, junta una biblioteca y se impone como norma no comprar más libros hasta haber leído los que tiene. Sismondi, Rousseau, Montesquieu… —Pierre sonrió—. Tú sabes cómo lo…
Quería suavizar sus palabras, pero Natacha lo cortó dándole a entender que no era preciso.
—Dices que para él las ideas son un divertimento…
—Sí; yo opino que el pasatiempo está en lo demás. En San Petersburgo, durante ese tiempo, veía a todos como en un sueño. Cuando una idea me preocupa, el resto carece de sentido para mí.
—¡Qué lástima no haber visto tu encuentro con los niños! ¿Quién se ha alegrado más? ¿Lisa, no?
—Sí —dijo Pierre y retomó su idea—. Nikolái cree que no debemos pensar; pero yo no puedo dejar de hacerlo. Y a ti te puedo decir que en San Petersburgo he visto que todo se iría abajo sin mí; cada uno tiraba por su lado. Pero he logrado unirlos. ¡Además, mi idea es clara y simple! No digo que debamos oponernos a esto o aquello. Podemos engañarnos. Digo que quienes aman el bien deben darse la mano y solo debe haber una bandera: la de la virtud activa. El príncipe Sergio es un gran hombre muy inteligente.
Natacha no dudaba de que la idea de su marido fuese excelente, pero una cosa la inquietaba: que fuese su marido. «¿Es posible que alguien tan importante y necesario para la sociedad sea mi marido? ¿Cómo ha podido ocurrir?». Quería exponer esa duda. «¿Quiénes son capaces de decidir que él es el más inteligente?», se preguntaba tratando de recordar las personas a quienes más respetaba Pierre. Y de todas ellas, a juzgar por sus relatos, nadie superaba a Platón Karatáev.
—¿Sabes en qué pienso? En Platón Karatáev. ¿Qué le parecería? ¿Aprobaría tus planes? —preguntó.
A Pierre no lo asombró esa pregunta; comprendió el curso de sus pensamientos.
—¿Platón Karatáev? —Trató de imaginar la opinión de Karatáev sobre aquel asunto—. No lo comprendería, o tal vez sí, quién sabe.
—¡Cuánto te quiero! —exclamó Natacha—. Muchísimo.
—No lo aprobaría —continuó Pierre tras haberlo pensado—. Sí le gustaría nuestra vida familiar. Deseaba ver felicidad, calma y dignidad en todo; y yo estaría orgulloso de que nos viese. Tú hablas de nuestras separaciones, y no creerías lo que siento hacia ti después de una separación…
—Además… —comenzó Natacha.
—No es eso, jamás dejo de quererte. No se puede querer más. Pero se trata de otra cosa… Bueno, si…
No terminó, pues la mirada que cambiaron decía todo.
—Es una bobada eso de que la luna de miel y el principio es la época más feliz —dijo Natacha—. Al contrario, ahora es la mejor. ¡Ojalá no tuvieses que irte! ¿Recuerdas cómo discutíamos? Siempre yo era la culpable, siempre. ¿Por qué discutíamos? Ya ni me acuerdo.
—Siempre por lo mismo —sonrió Pierre—. Los celos…
—No lo digas. ¡No lo soporto! —exclamó Natacha con una mirada fría y rencorosa—. ¿La has visto? —añadió tras un breve silencio.
—No; además, aunque la hubiese visto, no la habría reconocido.
Callaron.
—¿Sabes una cosa? Mientras hablabas en el despacho, lo observé —comenzó Natacha para despejar aquella nube—. El chiquillo —así llamaba a su hijo— se parece a ti como una gota de agua. ¡Ya es hora de darle el pecho! ¡Me apena irme!
Callaron unos segundos y se volvieron el uno al otro y empezaron a hablar: Pierre, satisfecho y animado; Natacha, con una sonrisa. Al notarlo, los dos se detuvieron cediéndose la palabra mutuamente.
—No, habla tú… ¿qué ibas a decir?
—Nada…, habla tú —dijo Natacha.
Pierre continuó su relato sobre el éxito de San Petersburgo, que tan satisfecho lo tenía. En ese momento le parecía haber sido llamado a orientar a toda la sociedad rusa y al universo.
—Solo quería decir que todas las ideas que tienen grandes consecuencias suelen ser muy sencillas. Mi idea es que si todos los corruptos se han aliado y eso les da fuerza, los honestos deben hacer lo propio. ¿A que es simple?
—Sí.
—¿Y qué ibas a decir tú?
—¡Bah! Bobadas.
—Dilo.
—Nada —Natacha sonrió de nuevo—. Quería hablar de Petia. Hoy, cuando la niñera ha venido a llevárselo, se ha reído, ha cerrado los ojitos y se ha pegado más a mí; pensaría que se había escondido. ¡Es una delicia! Mira; ya está gritando. Bueno, adiós.
Y salió.
Mientras, en el dormitorio de Nikolenka Bolkonsky, en la planta baja, ardía la lamparilla de noche, pues temía a la oscuridad y no había forma de acabar con aquello. Dessalles dormía con la cabeza sobre cuatro almohadas y su respiración era regular. Nikolenka acababa de despertar envuelto en un sudor frío, estaba sentado en la cama, con los ojos abiertos y fijos. Lo había despertado una pesadilla en la que Pierre y él, con cascos en la cabeza como los de las ilustraciones de Plutarco, estaban al frente de un enorme ejército. Constaba de líneas blancas y oblicuas como los hilos de las telarañas que durante el otoño vuelan en el aire, a las que Dessalles llamaba le fil de la Vierge. Delante iba la gloria, representada por hilos iguales, pero más compactos. Pierre y él avanzaban ligeros y alegres, cada vez más cerca de la meta. Los hilos que los movían se debilitaron entonces y se enredaron. La situación empeoraba. El tío Nikolái Ilich se detuvo frente a ellos con gesto severo y amenazador.
«¿Lo habéis hecho vosotros? —señaló el lacre y las plumas rotas—. Os tenía cariño, pero Arakchéyev me lo ha ordenado y mataré al primero que dé un paso». Nikolenka se volvió a Pierre, pero había desaparecido. Pierre era su padre, el príncipe Andréi, y no tenía rostro ni figura; pero era él; al verlo Nikolenka sintió desmayarse de amor; se debilitaba y se hacía más etéreo. Su padre lo acariciaba y lo compadecía, pero el tío Nikolái Ilich se acercaba. El horror se adueñó de Nikolenka y despertó.
«Era mi padre —pensó—. Mi padre».
Aunque había en la casa dos retratos muy parecidos a su padre, Nikolenka nunca pudo imaginar al príncipe Andréi con figura humana. «Mi padre —pensó— estaba conmigo; me acariciaba; le parece bien cómo pienso y estaba de acuerdo con el tío Pierre. Diga lo que diga, yo lo haré. Mucio Escévola se quemó la mano. ¿Por qué no haré yo lo mismo? Ya sé; quieren que estudie y estudiaré. Pero algún día dejaré los estudios y lo haré. Solo pido a Dios que me ocurra lo mismo que a los héroes de Plutarco; haré como ellos y mejor aún; todos lo sabrán, me querrán y admirarán». Nikolenka sintió de repente que el pecho le estallaba y rompió a llorar.
—¿Está indispuesto? —preguntó Dessalles.
—Non —contestó Nikolenka recostándose en la almohada.
«Es bueno y lo quiero —se dijo pensando en Dessalles—. ¡Y el tío Pierre! ¡Qué hombre tan maravilloso! ¡Y mi padre! ¡Mi padre! Sí, haré que hasta él esté contento de mí…».
Damas y caballeros.
Recuerda que morirás.
Sin ley ni fe.
Muchos otros.
Soy vuestro hombre.
El hilo de la Virgen.