LIBRO OCTAVO – 1811-1812
LIBRO OCTAVO
CAPÍTULO I
Después del compromiso del príncipe Andréi y Natacha, Pierre, sin motivo aparente, sintió que no podía seguir con la vida que llevaba. Pese a creer en las verdades reveladas por su benefactor, a la felicidad que había sentido al perfeccionar su ser interior, al que se había entregado con entusiasmo, de repente sintió que se desvanecía el encanto de su vida pasada desde el noviazgo del príncipe Andréi con Natacha y la muerte de Osip Alexéievich, noticia que recibió casi al mismo tiempo. Solo quedaba el esqueleto de esa vida: la casa, su bella esposa que ahora gozaba de los favores de un importante prohombre, las relaciones con la sociedad de San Petersburgo y el servicio con sus formalismos. De pronto se le presentó su vida pasada como algo horrible. Dejó de escribir su diario, evitó a los hermanos, comenzó a frecuentar el club, a beber, a reunirse con amigos solteros y a llevar una vida tan disoluta que la condesa Helena Vasílievna creyó conveniente llamarle la atención. Pierre comprendió que su mujer tenía razón y partió a Moscú para no comprometerla.
En Moscú, apenas hubo entrado en su mansión con las princesas ajadas y tendencia a seguir así y la numerosa servidumbre; apenas vio desde su ventana la capilla de la Santa Virgen de Iverisk con sus velas ante sus norias de oro, la plaza del Kremlin con la nieve, los cocheros y las casitas de Sivtsev Vrazhek, los viejos moscovitas que sin deseos ni prisas terminaban allí sus vidas, las viejas damas moscovitas, los bailes y el Club Inglés de Moscú, se sintió en casa, como en un refugio. Todo en Moscú era apacible, habitual y mugriento como un viejo batín.
Toda la sociedad moscovita, desde las más ancianas señoras hasta los niños, recibió a Pierre como a un huésped largo tiempo esperado, cuyo puesto estaba siempre disponible. Pierre era para ellos el ser original más agradable, bueno e inteligente, el más alegre y generoso, el más distraído y cordial; un señor ruso al viejo estilo. Su bolsa estaba siempre vacía porque estaba abierta para todos.
Homenajes, malos cuadros y estatuas, sociedades filantrópicas, cíngaros, escuelas, agasajos, fiestas, masones, iglesias, libros: no rechazaba nada ni a nadie; de no ser por dos amigos suyos, que le debían grandes sumas y que ahora eran sus protectores, habría dado cuanto poseía. No había banquete o velada en el Club a los que no asistiese. Apenas se sentaba en el diván, tras dos botellas de Château-Margaux, todos lo rodeaban y comenzaban las discusiones, los comentarios y las bromas.
Si la discusión iba por cauces violentos, Pierre volvía a poner las cosas en su sitio con su sonrisa amable y una broma. Las logias masónicas parecían tristes y aburridas sin él.
Cuando tras una cena de solteros, cedía al deseo de los comensales, se levantaba para ir con ellos con su sonrisa buena y dulce, los jóvenes se alegraban. Si en el baile faltaba un caballero, bailaba. Las jóvenes y las mujeres casaderas lo querían porque no cortejaba a ninguna, pero era amable con todas, sobre todo después de una comida.
«Il est charmant, il n’a pas de sexe», decían de él.
Era uno de tantos gentilhombres de cámara retirados de los cientos que vivían en Moscú para terminar tranquilamente sus días allí.
Qué horror habría sentido siete años antes, al volver del extranjero, si le hubiesen dicho que no había que buscar ni inventar nada, que su camino estaba trazado hacía tiempo, para siempre; que terminaría siendo como todos por más que se esforzase. No lo habría creído. ¿No era él quien deseaba proclamar la república en Rusia, ser Napoleón, un filósofo, un guerrero y vencer al mismo Bonaparte? ¿No creía posible y deseaba la regeneración del género humano y quería alcanzar la perfección? ¿No había fundado escuelas y hospitales y emancipado a los campesinos?
En lugar de todo aquello, era un marido rico, casado con una mujer infiel, un gentilhombre de cámara retirado que gustaba de la buena mesa y, desabrochándose el chaleco, hablaba pestes del gobierno; era un socio más del Club Inglés, amado por la sociedad moscovita. Durante mucho tiempo no quiso admitir que era un gentilhombre de cámara retirado en Moscú, lo que tanto despreciaba siete años antes.
A veces se consolaba con que eso era solo un compás de espera; pero entonces lo horrorizaba pensar en cuántas personas habían entrado en esa vida con la dentadura completa y el pelo, y salieron desdentados y calvos.
En los momentos de orgullo, cuando reflexionaba sobre su situación, creía ser muy distinto de aquellos a quienes antes despreciaba. Ellos eran vulgares, tontos, y satisfechos de su vida, «pero yo sigo descontento de todo, y deseo hacer algo por la humanidad», se consolaba. «Aunque quizá —pensaba en los momentos de modestia— mis compañeros hayan buscado algo nuevo, un camino en la vida, y como yo, por el entorno, la sociedad o la naturaleza, por esa fuerza contra la cual no puede el hombre, hayan llegado donde he llegado yo.» Tras un tiempo en Moscú no despreciaba a nadie y comenzaba a querer a sus compañeros, a respetarlos, a compadecerlos como a sí mismo.
Ya no sufría momentos de pesimismo, hipocondría o desengaño; pero la enfermedad que se manifestaba con arranques de ira seguía latente sin abandonarlo un instante. «¿Para qué? ¿Por qué? ¿Qué pasa en el mundo?», se preguntaba varias veces al día, procurando involuntariamente dar con el sentido de los fenómenos vitales. Pero, al saber por experiencia que no existían respuestas, trataba de deshacerse de ellas cuanto antes y cogía un libro o iba al Club o a casa de Apoloni Nikoláyevich a comentar los chismes de la ciudad.
«Helena Vasílievna, que solo ama su cuerpo, pensaba, y es una de las mujeres más tontas del mundo, pasa por ser un dechado de espiritualidad y refinamiento, y todos la admiran. Napoleón Bonaparte fue despreciado por todos cuando era grande; cuando pasó a ser un bufón, el emperador Francisco intenta darle a su hija como esposa ilegal. Los españoles dan gracias a Dios, a través del clero católico, por su victoria del 14 de junio sobre los franceses; y estos franceses, a través de ese mismo clero católico, elevan al cielo sus oraciones por haber vencido el 14 de junio a los españoles. Mis hermanos masones juran estar dispuestos a sacrificar todo por el prójimo, pero no pagan las cuotas para los pobres, enfrentan a Astrea contra los buscadores del Maná y tratan de dar con el auténtico tapiz escocés y un acta que no comprende ni quien la escribió, y que nadie necesita. Todos aceptamos la ley cristiana del perdón de las injurias y el amor al prójimo, ley en cuyo nombre hemos construido en Moscú cuarenta veces cuarenta templos, y ayer azotaron hasta la muerte a un desertor, y un pope que sirve a esa ley del amor y del perdón hizo besar la cruz al soldado antes del tormento.» Eso pensaba Pierre, y aquella mentira aceptada por todos le parecía nueva y lo asombraba pese a lo habituado que estaba a ella. «Comprendo esa mentira y ese lío —pensaba—, pero ¿cómo explicarles a todos lo que yo comprendo? He probado, y he visto que comprenden lo mismo que yo en el fondo, pero se esfuerzan por no ver. Eso significa que es necesario. ¿Y dónde puedo ir yo?» Era víctima de esa triste capacidad de muchos, y frecuente en los rusos, de ver y creer en la posibilidad del bien y de la verdad, pero de ver con claridad el mal y la falacia de la vida para poder tomarla seriamente. Todo estaba corrupto y pervertido por la mentira y el engaño. Lo que tratase de hacer, cualquier trabajo, era impedido por el mal y la falsedad. No obstante, había que vivir y estar ocupado. Era terrible estar bajo el yugo de aquellos problemas insolubles de la vida. Para olvidarlos, se entregaba a todo tipo de distracciones. Frecuentaba lo más posible las sociedades, bebía, compraba cuadros, emprendía obras y leía sin cesar.
Leía todo cuanto caía en sus manos; y al entrar en casa, mientras lo desvestían, ya tenía un libro en la mano. De la lectura pasaba al sueño y de este a la charla en los salones y en el Club, de esta a la disipación y a las mujeres, y de ellas a las charlas, la lectura y el vino. La bebida era una necesidad física y moral. Aunque los médicos le decían que el alcohol era peligroso por su corpulencia, seguía bebiendo mucho. Solo cuando, sin darse cuenta, vaciaba varios vasos de vino, se encontraba bien; sentía un calorcito en el cuerpo, ternura por el prójimo y la disposición para reaccionar ante cada idea sin profundizar. Solo después de dos botellas percibía que el nudo de la vida, terrible y complicado, que tanto lo asustaba no era tan temible. Con la cabeza llena de zumbidos, charlando, escuchando las conversaciones ajenas o leyendo después de comer y cenar, veía uno u otro aspecto de ese nudo. Pero bajo la influencia del alcohol se decía: «No importa. Lo desharé. La explicación está en mis manos, aunque ahora no tengo tiempo; ya pensaré en esto». Y ese momento jamás llegaba.
A la mañana siguiente, con el estómago vacío, esos problemas continuaban siendo insolubles y terribles, y Pierre buscaba un libro y se alegraba si iban a visitarlo.
A veces recordaba que en la guerra los soldados atrincherados en un lugar batido por el enemigo y, por ello, inactivos, trataban de dar con una ocupación para soportar mejor el peligro. Ahora todo el mundo le parecía uno de esos soldados que intentan escapar de la vida por ambición, por el juego, escribiendo leyes, con mujeres, juguetes, caballos, mediante la política, la caza, el vino y los asuntos de Estado. «Nada es insignificante o importante, todo es igual; lo importante es escaparse de esa vida terrible para no verla.»
CAPÍTULO II
Un vez comenzado el invierno, el príncipe Nikolái Andréievich Bolkonsky y su hija llegaron a Moscú. Por su pasado, su inteligencia y originalidad, y porque el entusiasmo por el zar Alejandro se había debilitado entonces por el sentimiento antifrancés y patriótico de la sociedad, el príncipe Nikolái Andréievich se convirtió en objeto de un gran respeto por parte de los moscovitas y en el centro de la oposición al gobierno.
El príncipe había envejecido mucho ese año. Eran obvias las señales de la senilidad: la somnolencia, la desmemoria de lo reciente y la memoria de lo lejano, y la vanidad con que aceptó ser jefe de la oposición moscovita. Pero cuando el anciano, sobre todo por las tardes, aparecía a la hora del té con su abrigo corto de piel y su peluca empolvada y comenzaba a narrar el pasado o exponía sus opiniones sobre el presente, provocaba el mismo sentimiento de admiración y respeto. Para quienes visitaban la magnífica mansión de grandes espejos y muebles de estilo, criados de librea y empolvados y el anciano señor, inteligente y rudo, su dulce hija y la bonita señorita francesa que lo adoraban, todo aquello era un espectáculo agradable y señorial. Pero los visitantes no pensaban que, aparte de aquellas dos o tres horas en que veían a los dueños de la casa, había otras veintidós de vida íntima.
Últimamente en Moscú, esa vida íntima se había hecho muy penosa para la princesa María. En la ciudad carecía de sus dos grandes alegrías: la conversación con los hombres de Dios y la soledad, que tanto la reconfortaba en Lisia Gori, pues la vida en la capital no le daba ventajas ni alegrías. No frecuentaban la sociedad porque su padre no la dejaba salir sin él, y como no podía hacerlo por su mala salud, no la invitaban a veladas ni a cenas. La princesa María había abandonado toda esperanza de casarse; veía la frialdad y hasta la ira con las que el príncipe Nikolái Andréievich recibía y alejaba a los jóvenes pretendientes que a veces acudían a su casa. No tenía amigas; en aquel viaje a Moscú se había desengañado de las dos personas más próximas a ella: mademoiselle Bourienne, con quien ya antes no podía ser franca del todo, ahora le era desagradable y se alejaba cada vez más de ella; Julie, que estaba en Moscú y con quien se había carteado durante cinco años, le fue ajena cuando pudo tratarla en persona. Tras la muerte de sus hermanos, Julie se había convertido en uno de los mejores partidos de Moscú y se había entregado a la espiral de los placeres mundanos. Siempre estaba rodeada de jóvenes que, pensaba, habían apreciado de pronto sus cualidades. Julie había llegado a ese punto en que las señoritas de la alta sociedad saben que envejecen y se les pasa el arroz, y que si la suerte no se decide ya, jamás se decidirá. Cada jueves, la princesa María recordaba con pena que ya no tenía a quien escribir, pues podía ver a Julie cada semana, pero su presencia ahora le gustaba poco. Como un viejo emigrado que no se casó con la dama a cuyo lado pasó todas las tardes durante años, la princesa María lamentaba que Julie estuviese allí y no tener a quien escribir. No tenía con quién hablar ni con quién desahogarse en Moscú; y las penas habían aumentado últimamente. Se acercaba la fecha del regreso del príncipe Andréi y de su matrimonio, y no solo no había resuelto el modo de interceder ante su padre, sino que le parecía más difícil: recordar a la condesa Rostova delante del príncipe era encolerizarlo, y eso que estaba malhumorado casi siempre. Un nuevo dolor se sumó a sus penas con las lecciones que impartía a su sobrino de seis años. En sus relaciones con Nikolenka advertía los mismos impulsos iracundos que en su padre. Se repetía que no debía ser impaciente al enseñar al sobrino, pero cuando se sentaba con el puntero en la mano para enseñarle el alfabeto francés, sentía tal deseo de comunicar lo más fácil y rápidamente posible sus conocimientos al niño que se asustaba de que la tía se enfadase; a la menor distracción suya ella se estremecía, se apresuraba, se enfadaba, alzaba la voz, lo sacudía del brazo y lo ponía en el rincón; después, ella lloraba reconociendo su maldad, su espíritu perverso, y Nikolenka también lloraba, abandonaba el lugar del castigo, se le acercaba, separaba sus manos del rostro húmedo de lágrimas y la consolaba.
Pero lo más penoso para ella era la irritabilidad de su padre, dirigida siempre contra ella, y que últimamente era crueldad. Habría sido menos duro que la hubiese obligado a hacer genuflexiones toda la noche ante los iconos, le hubiese pegado u obligado a traer agua y leña. Pero aquel torturador que la quería, cruel porque la amaba y sufría al hacerla sufrir, sabía zaherirla y humillarla, y también convencerla de que ella era la culpable. Últimamente algo nuevo atormentaba a la princesa: la intimidad entre su padre y mademoiselle Bourienne. La burla del príncipe al conocer las intenciones de su hijo de que si se casaba también él se casaría con mademoiselle Bourienne parecía haberle agradado, así que últimamente y con especial porfía que a la princesa le parecía que era solo para ofenderla, se mostraba muy cariñoso con mademoiselle Bourienne y su descontento con la hija lo convertía en muestras de amor hacia la francesa.
Un día, delante de la princesa María, que creyó que lo hacía adrede, el viejo príncipe besó la mano de mademoiselle Bourienne y la abrazó y acarició. La princesa María, ruborizada, salió de la sala. Minutos después, la francesa entró en la habitación de la princesa María y contó algo con voz agradable, sonriendo y alegre. La princesa María se enjugó las lágrimas, avanzó resuelta hacia mademoiselle Bourienne y, sin saber lo que hacía, con el ímpetu de la cólera y la voz alterada le gritó:
—Es vil, innoble e inhumano aprovecharse de la debilidad… —pero no acabó—. ¡Fuera de mi habitación! —gritó entre sollozos.
Al día siguiente el príncipe no dijo nada, pero ella notó que había ordenado durante el almuerzo que sirviesen la primera a mademoiselle Bourienne. Al terminar, cuando el mayordomo se dispuso a servir el café empezando como siempre por la princesa, el príncipe se encolerizó, tiró con rabia su bastón a Filip y ordenó que lo alistasen como soldado.
—¡Nadie me hace caso…! Ya lo he repetido… ¡Es la primera persona de esta casa! ¡Mi mejor amiga! —gritó—. Y si vuelves a permitirte lo de ayer una sola vez… —gritó irritado a su hija—, si pierdes la compostura delante de ella, te demostraré quién es el amo en esta casa. ¡Fuera! ¡No quiero verte! ¡Pídele perdón!
La princesa María pidió perdón a mademoiselle Bourienne y al padre, para sí y Filip, el mayordomo que rogaba su intercesión.
En aquellas ocasiones, un sentimiento como el orgullo del sacrificio nacía en su alma. Pero si entonces su padre, a quien ella criticaba, empezaba a buscar sus lentes a tientas, u olvidaba lo que acababa de suceder, o sus débiles piernas daban un paso en falso y se volvía para ver si alguien había advertido su debilidad, o si durante la comida no había comensales que lo entretuviesen se quedaba amodorrado, dejaba caer la servilleta e inclinaba la cabeza temblorosa sobre el plato, la princesa María pensaba: «Es viejo y débil, ¡y yo critico su conducta!», y sentía desprecio por sí misma.
CAPÍTULO III
En 1811 vivía en Moscú un médico francés, Métivier, que había adquirido mucha fama en muy poco tiempo. Era muy alto, guapo, encantador como buen francés y, decían, médico de gran valía. En la alta sociedad era recibido como un igual, no como médico.
El príncipe Nikolái Andréievich, que se burlaba de la medicina, había recurrido a sus servicios por consejo de mademoiselle Bourienne y se había acostumbrado a él. Métivier iba a su casa dos veces por semana.
El día de San Nikolái, onomástica del príncipe, todo Moscú fue a su casa, pero él había ordenado que no se recibiese a nadie salvo unas cuantas personas cuya lista había entregado a la princesa María.
Métivier, que había acudido esa mañana como médico, creyó oportuno forcer la consigne, como dijo a la princesa María, y entró en los aposentos del príncipe. Aquella mañana el viejo príncipe tenía un humor de perros. Había deambulado por la casa regañando a todos y fingiendo no entender lo que le decían o que no lo entendían a él. La princesa María ya conocía aquel estado de agresividad tranquila y gruñona, que solía desembocar en un arranque de ira, y durante toda la mañana sentía sobre ella la espada de Damocles. Antes de la llegada del médico, la mañana había transcurrido con normalidad; después de introducir al doctor, la princesa se sentó en el salón con un libro, junto a la puerta, donde podía oír cuanto ocurriese en el despacho de su padre.
Al principio solo oyó la voz de Métivier; le siguió la de su padre; por último, ambos hablando a la vez. Se abrió la puerta y apareció el apuesto Métivier con su negro mechón de pelo, asustado. Detrás iba el príncipe, con gorro de dormir y batín, el rostro desencajado por la cólera y los ojos desorbitados.
—¿No comprendes? —gritó el príncipe—. ¡Pues yo sí! ¡Un espía francés! Un esclavo de Bonaparte. ¡Un espía! ¡Fuera de mi casa! ¡Vamos! —Y cerró de un portazo.
Métivier se encogió de hombros y fue hacia mademoiselle Bourienne, que había acudido desde la habitación vecina al oír los gritos.
—El príncipe no está bien. La bilis y los arrebatos. Tranquilícese, me pasaré mañana —dijo con un dedo en los labios y salió.
En el despacho del príncipe se oían los pasos y los gritos del anciano: «¡Espías! ¡Traidores! ¡En todas partes! ¡Ni en casa tengo un momento de tranquilidad!»
Cuando Métivier se hubo ido, el príncipe llamó a su hija y descargó en ella toda su ira. Ella era la culpable de haber dejado entrar a un espía. Él le había dicho que confeccionase una lista y no dejase entrar a los que no figurasen en ella. ¿Por qué había dejado entrar a ese miserable? Ella era la causa de todo, era imposible tener un instante de tranquilidad con ella; no podía morir en paz, decía.
—Sí, querida; hay que separarse. ¡Lo sabe! No puedo más —Salió de la estancia y, como si temiese que pudiera consolarse de algún modo, se volvió hacia ella y añadió, tratando de adoptar un aspecto tranquilo—: Y no creas que lo he dicho en un momento de ira; estoy tranquilo, lo he reflexionado bien y así debe ser. ¡Hay que separarse! ¡Búscate otro sitio!
Pero no podía dominarse y, con la rabia que solo existe en quien ama y sufre, gritó levantando los puños:
—¡Si al menos hubiese un estúpido que se casase con ella! —dio un portazo, llamó a mademoiselle Bourienne y acabó por serenarse.
A las dos acudieron para la comida los seis elegidos. Eran el conocido conde Rostopchín, el príncipe Lopujin con su sobrino, el general Chatrov, viejo amigo de armas del príncipe; y Pierre y Boris Drubetskoi entre los jóvenes. Todos aguardaban al príncipe Bolkonsky en el salón.
Boris llevaba varios días con permiso en Moscú y deseaba que lo presentasen al príncipe Nikolái Andréievich, de modo que supo ganarse tan bien su benevolencia que hizo una excepción a su favor, pues no recibía a ningún joven soltero.
No era la casa del príncipe lo que se llama «la alta sociedad», pero ser admitido en su círculo, aunque no se hablase de él en la ciudad, era muy halagüeño. Boris lo había comprendido la semana anterior, cuando el conde Rostopchín dijo al general gobernador que el príncipe lo invitaba a comer el día de San Nikolái y este repuso que no podía acudir.
—Ese día lo dedico a venerar las reliquias del príncipe Nikolái Andréievich —adujo Rostopchín.
—¡Ah, sí! —repuso el general gobernador—. ¿Qué tal está?
El grupito reunido antes de comer en el gran salón de techos altos y viejos muebles, era como un tribunal convocado para un acto solemne. Todos callaban y, si hablaban, lo hacían en voz baja. El príncipe Nikolái Andréievich se presentó serio y silencioso; la princesa María parecía más callada y tímida de lo normal. Los invitados se dirigían a ella pocas veces, porque la veían ajena a la conversación. El conde Rostopchín era el único que mantenía la conversación, hablando de las últimas novedades políticas y de la ciudad.
Lopujin y el viejo general intervenían a ratos. El príncipe Nikolái Andréievich escuchaba como un juez supremo la instrucción, dando a entender con su silencio o una frase breve que toma nota. La conversación demostraba que ningún comensal estaba de acuerdo con la política del momento. Se hablaba de los acontecimientos públicos que confirmaban que todo iba a peor. Pero sorprendía que en cada relato u opinión, quien hablaba se detenía o lo callaban cuando estaba a punto de referirse al zar.
La conversación giró en torno a la última noticia política: la toma por Napoleón de las posesiones del duque de Oldenburgo, y a la nota rusa, hostil a Napoleón, enviada a todas las cortes europeas.
—Bonaparte se porta con Europa como un pirata con una nave abordada —el conde Rostopchín repitió una frase varias veces dicha por él—. Solo asombra la sumisión o la ceguera de los soberanos. Ahora es ya el Papa; ¡Bonaparte pretende derrocar al jefe de la religión católica y todos callan! Solo nuestro zar ha protestado contra la ocupación de los dominios del duque de Oldenburgo, y aun eso… —el conde Rostopchín calló, pues bordeaba lo no permitido.
—Le han ofrecido otras posesiones en vez del ducado de Oldenburgo —dijo el príncipe Nikolái Andréievich—. Trata a los duques como yo cuando llevo campesinos de Lisia Gori a Bogucharovo o a mis fincas de Riazán.
—El duque de Oldenburgo soporta su desgracia con una fortaleza y una resignación admirables —terció con gran respeto Boris.
Lo dijo porque, al salir de San Petersburgo, había sido presentado al duque. El príncipe Nikolái Andréievich miró al joven como si fuese a decirle algo, pero debió de pensar que aún no tenía edad para ello.
—He leído nuestra protesta sobre Oldenburgo y me asombra la mala redacción de la nota —dijo el conde Rostopchín con la displicencia de quien juzga algo que conoce a la perfección.
Pierre lo miró sin comprender por qué le fastidiaba la mala redacción de esa nota.
—¿Qué importa, conde, la redacción de la nota si su contenido es enérgico?
—Querido, con nuestras tropas de quinientos mil hombres sería fácil tener un bello estilo —repuso Rostopchín.
Pierre comprendió por qué fastidiaba al conde la redacción de la nota.
—Creo que tenemos demasiados amanuenses —dijo el viejo príncipe—. En San Petersburgo solo escriben notas de protesta y leyes. Mi Andriusha ha escrito todo un volumen de leyes para Rusia. ¡Ahora solo se escribe! — rio forzadamente.
La conversación cesó un instante; el viejo general llamó la atención con una tosecilla.
—¿Ha oído hablar del último incidente en la revista de San Petersburgo? ¿Saben del comportamiento del nuevo embajador francés?
—¿Cómo? ¡Ah, sí! Algo he oído, creo que dijo una inconveniencia en presencia de Su Majestad.
—El zar fijó la atención del embajador sobre la división de granaderos, que desfilaba en columna de honor —continuó el general—, y parece que no hizo caso y se permitió decir que en Francia no se prestaba importancia a esas bagatelas. El zar no contestó, pero dicen que, en la siguiente revista, no le ha dirigido la palabra.
Todos callaron. No se podían emitir juicios sobre un hecho referido al zar.
—¡Son insolentes! —exclamó el príncipe—. ¿Conocen a Métivier? Hoy lo he echado de mi casa. Lo habían dejado entrar cuando tenía prohibido que recibieran a nadie. —El príncipe miró iracundo a su hija.
Relató la conversación con el médico francés y los motivos para convencerse de que Métivier era un espía; aun cuando fuesen motivos poco convincentes y opacos, nadie objetó nada.
Después del asado se sirvió champaña; los comensales se levantaron y felicitaron al viejo príncipe. También la princesa María lo felicitó. Él la miró con frialdad hostil y le ofreció su rugosa y afeitada mejilla para que la besase. Su semblante le decía que no olvidaba la conversación de la mañana, que su decisión era firme y que la presencia de los invitados le impedía repetirla.
A la hora del café los señores más mayores pasaron al salón y se sentaron juntos.
El príncipe Nikolái Andréievich expuso sus opiniones sobre la futura guerra.
Dijo que las guerras de los rusos con Bonaparte siempre serían un desastre mientras se aliasen con los alemanes y se mezclasen en los asuntos europeos, a los que eran arrastrados por la paz de Tilsitt. Los rusos no deberían haber intervenido en relación con Austria. «Nuestra política está en Oriente, y con Bonaparte solo hay que hacer una cosa: armar la frontera y mantener una política firme; si hacemos así, jamás osará cruzar la frontera rusa, como en el siete.»
—Pero, príncipe, ¿podemos hacer la guerra contra los franceses? —dijo el conde Rostopchín—. ¿Podemos ir contra nuestros maestros y dioses? Mire a nuestros jóvenes, a nuestras señoras. Nuestros dioses son los franceses; París es el paraíso de los rusos. —Levantó la voz para que todos lo oyesen—. Vestidos franceses, ideas francesas, sentimientos franceses. Acaba de echar de su casa a Métivier porque es un francés y un sinvergüenza y nuestras damas se arrastran detrás de él. Ayer asistí a una velada; de cinco damas, tres eran católicas; bordan los domingos con bula papal, pero eso no impide que se muestren casi desnudas como un anuncio de baños públicos. Cuando pienso en nuestra juventud, me dan ganas de sacar el viejo garrote de Pedro el Grande que hay en el museo y partirles las costillas, a la rusa. ¡Así se les curaría la enfermedad!
Todos callaron; el viejo príncipe miró a Rostopchín sonriendo y aprobó meneando la cabeza.
—Bueno, excelencia, adiós. Cuídese —Rostopchín se levantó y le tendió la mano al príncipe con su característica rapidez de movimientos.
—¡Adiós, querido…! Lo que dice me suena a música… no me canso de escucharlo. —El viejo anciano retuvo su mano y le ofreció la mejilla para que la besara. Los demás invitados también se levantaron.
CAPÍTULO IV
Sentada en el salón, la princesa María escuchaba sin entender. Se preguntaba si los invitados habían notado la hostilidad de su padre hacia ella. No advirtió siquiera la atención y cortesía que le prodigó durante la comida el joven Drubetskoi, que acudía por tercera vez a la casa.
Pierre, el último, con el sombrero en la mano y la sonrisa en los labios, se acercó a ella cuando su padre hubo salido y se quedaron a solas.
—¿Puedo quedarme un poco más? —preguntó él dejando caer su corpachón en una silla junto a ella.
—¡Oh, sí! —contestó la princesa, cuyos ojos parecían preguntar: «¿No ha visto nada?»
Pierre tenía el buen ánimo fruto de una buena comida. Miraba adelante y sonreía beatíficamente.
—¿Conoce hace tiempo a ese joven? —preguntó.
—¿A quién?
—A Drubetskoi.
—No, desde hace poco.
—¿Le gusta?
—Sí, es simpático… ¿Por qué me lo pregunta? —inquirió ella sin dejar de pensar en la conversación con su padre.
—Porque he observado que normalmente los jóvenes vienen de San Petersburgo a Moscú para casarse con una novia rica.
—¿Eso ha observado?
—Sí —sonrió Pierre—. Y este joven siempre se las ingenia para aparecer donde hay una. Leo en él como en un libro abierto, créame. Ahora duda por dónde iniciar el ataque: por usted o por la señorita Julie Karagina. Es un asiduo de su compañía.
—¿Va a su casa?
—Sí, muy a menudo. ¿No conoce las nuevas maneras de cortejar? —preguntó Pierre con una sonrisa, dispuesto a bromear de buen grado y con ironía, costumbre que tanto se reprochaba en su diario.
—No —dijo ella.
—Pues ahora, para gustar a las señoritas de Moscú, hay que ser melancólico. Y él se muestra muy melancólico al lado de la señorita Karagina.
—¿De veras? —La princesa María contempló el semblante bondadoso de Pierre sin dejar de pensar en su pena. «Me sentiría mejor si confesase a alguien lo que me ocurre; y desearía decírselo todo a Pierre. Es bueno y noble. Me aliviaría y podría aconsejarme.»
—¿Se casaría con él? —preguntó Pierre.
—¡Oh, Dios mío! Hay momentos, conde, en que me casaría con cualquiera —repuso ella con voz triste y sin ser consciente de sus palabras—. ¡Qué duro es querer a una persona próxima a veces y saber que… —continuó con voz temblorosa— solo puedes apenarlo y sabes que es imposible cambiar nada! Solo veo una solución: marcharme. Pero, ¿adónde?
—¿Qué le pasa? ¿Qué le sucede, princesa?
Pero la princesa se puso a sollozar sin poder seguir.
—No sé qué tengo hoy. No haga caso. Olvídelo.
Todo el buen humor de Pierre se esfumó. Preguntó con preocupación a la princesa, le rogó que le contase todo y le confiase su pena. Pero ella insistió que lo olvidase, que no recordaba sus propias palabras, que no tenía penas, salvo lo que ya sabía Pierre: el matrimonio del príncipe Andréi, que amenazaba con provocar una ruptura entre padre e hijo.
—¿Sabe algo de los Rostov? —preguntó para cambiar de tema—. Me han dicho que llegarán a Moscú en breve. También esperamos a Andréi en cualquier momento. Me gustaría que se viesen aquí.
—¿Y qué piensa él ahora sobre eso? —preguntó Pierre refiriéndose al padre.
La princesa María sacudió la cabeza.
—¿Y qué se puede hacer? Solo quedan meses para el final de año y no es posible. Me gustaría ahorrarle a mi hermano los primeros momentos. Ojalá viniesen ellos antes; espero entenderme con ella… Los conoce, ¿verdad? Con sinceridad y el corazón en la mano, dígame qué opina y sea sincero. ¿Cómo es esa joven? ¿Qué le parece? Pero no me mienta. Usted sabe cuánto arriesga Andréi al casarse contra la voluntad de su padre, y yo quisiera saber…
El instinto avisó a Pierre que en ese deseo de saber la verdad se ocultaba la antipatía de la princesa hacia su futura cuñada y que deseaba que Pierre no aprobase la elección del príncipe. Pero Pierre dijo lo que pensaba o, mejor dicho, lo que sentía.
—No sé cómo responder a su pregunta —enrojeció sin saber el motivo—. En realidad, no sé cómo es ella y no podría juzgarla. Es adorable, pero no sé por qué. Es cuanto puedo decirle.
La princesa María suspiró. Su expresión parecía decir: «Sí, eso me esperaba y me lo temía».
—¿Es inteligente? —preguntó.
Pierre reflexionó unos momentos.
—Creo que no —dijo—, o tal vez sí… o no se digna serlo… No, es adorable y ya.
La princesa hizo un nuevo gesto de aprobación.
—¡Deseo tanto quererla! Dígaselo si la ve antes que yo.
—He oído que llegan un día de estos —repuso Pierre.
La princesa María le expuso su intención de trabar amistad con su futura cuñada cuando los Rostov llegasen a Moscú y de hacer lo posible para que su padre se acostumbrase a ella.
CAPÍTULO V
Boris no había tenido éxito en su afán de conseguir una novia rica en San Petersburgo, y había ido a Moscú en busca de una. Y en Moscú dudaba entre las dos herederas más ricas de la ciudad: Julie y la princesa María. Pese a su aspecto poco agraciado, la última le atraía más que la Julie Karagina; pero le turbaba la idea de cortejar a la hija de Bolkonsky y no sabía el porqué. La última vez que la vio, en la onomástica del viejo príncipe, la joven había respondido distraídamente a sus tentativas de dirigir la conversación hacia los sentimientos, y ni siquiera lo escuchaba.
Por el contrario, Julie, aunque a su modo, aceptaba sus galanteos con placer.
Julie Karagina tenía entonces veintisiete años. Tras la muerte de sus hermanos se había convertido en una mujer muy rica. Ya no era guapa, pero seguía creyéndose aún más atractiva que antes. El error se mantenía porque tenía mucho dinero en primer lugar y porque, con el paso de los años, los hombres podían tratarla con cierta libertad sin peligro ni compromiso, y disfrutar de sus cenas, sus veladas y de la sociedad que se reunía en su casa. Un hombre que diez años antes hubiese recelado de ir a diario a una casa donde había una señorita de diecisiete para no comprometerla ni tampoco él, ahora la frecuentaba cada día y no la trataba como a una joven casadera, sino como a una conocida sin sexo.
Aquel invierno la casa de los Julie Karagina era la más agradable y acogedora de Moscú. Además de las veladas y comidas de gala, se reunían allí a diario muchas personas, sobre todo hombres; se cenaba a medianoche y los invitados se quedaban hasta las tres. Julie no faltaba a un solo baile, ni a un paseo o a un espectáculo; vestía siempre a la última, pero se mostraba desilusionada pese a ello. Decía que no creía en la amistad, ni en el amor ni en las alegrías de la vida, que esperaba la paz solo en el cielo. Adoptaba el tono de la mujer que ha sufrido desengaños, que ha perdido a su amado o ha sido cruelmente engañada por él. Aunque jamás le había ocurrido nada así, los demás lo creían y ella estaba convencida de haber padecido muchísimo. Esa melancolía no le impedía divertirse ni era óbice para que los jóvenes pasasen con ella buenos ratos. Quienes acudían a su casa pagaban su tributo a la melancolía de la dueña y luego se centraban en las conversaciones mundanas, el baile, los juegos de ingenio y certámenes poéticos tan de moda en la casa. Solo algunos de aquellos jóvenes, entre ellos Boris Drubetskoi, parecían compartir el humor melancólico de Julie y con ellos mantenía charlas más largas e íntimas sobre la vanidad del mundo, y les mostraba su álbum, plagado de imágenes tristes, elegías y sentencias.
Julie se mostraba especialmente cariñosa con Boris. Lamentaba su desilusión de la vida, y le brindó el consuelo de su amistad. ¡También ella había sufrido tanto! Así pues, le abrió su álbum. Boris dibujó en una página dos árboles y escribió: «Arbres rustiques, vos sombres rameaux secouent sur moi les ténèbres et la mélancolie.» En otro sitio dibujó un sepulcro y escribió: «La mort est secourable et la mort est tranquille. Ah! contre les douleurs il n’y a pas d’autre asile.»
Julie dijo que era precioso.
—Hay algo de arrebatador en la sonrisa de la melancolía. Es un rayo de luz en la sombra, un matiz entre el dolor y la desesperación que muestra el consuelo posible —repitió Julie una sentencia copiada de un libro.
Boris escribió: «Aliment de poison d’une âme trop sensible Toi, sans qui le bonneur me serait impossible, tendre mélancolie, ah!, viens me consoler, viens calmer les tourments de ma sombre retraite Et mêle une douceur secrète à ces pleurs, que je sens couler.»
Julie interpretaba al arpa, para Boris, los nocturnos más tristes. Él le leía en voz alta La pobre Lisa, y a veces interrumpía la lectura por culpa de la emoción que le impedía respirar. Cuando se veían en una reunión, se miraban como si fuesen las únicas personas, en un mundo de seres diferentes, capaces de entenderse entre ellos.
Ana Mijáilovna, que iba a menudo a casa de los Karagin y jugaba a las cartas con la madre de Julie, trataba de informarse sobre la dote de la joven de dos fincas en la provincia de Penza y unos bosques en la de Nizhni-Novgorod. Ana Mijáilovna, sumisa a la voluntad de Dios, contemplaba con ternura la refinada tristeza que unía a su hijo y a Julie.
—Siempre encantadora y melancólica esta querida Julie —le decía a la hija—. Boris asegura que su espíritu descanse en esta casa. ¡Ha sufrido tantos desengaños y es tan sensible! —le decía a la madre.
—¡Ay, tesoro! ¡No puedo expresar el cariño que he tomado a Julie! —le decía a su hijo—. No hay palabras para describirlo. ¿Cómo no amarla? ¡Es una criatura celestial! ¡Oh, Boris, Boris! —Callaba unos instantes y añadía—: ¡Qué lástima me da su maman! Hoy me ha enseñado las cuentas y los documentos de Penza, donde tienen grandes propiedades; todo lo tiene que hacer ella misma, pobre… ¡Cómo la engañan…!
Boris sonreía al escucharla. Se reía de su ingenua astucia, pero la escuchaba y a veces le preguntaba por las posesiones de Penza y Nizhni-Nóvgorod atendiendo a sus palabras.
Julie esperaba hacía tiempo la declaración de su melancólico adorador, dispuesta a aceptarla. Pero a Boris lo retenía una secreta repulsión hacia ella, hacia su deseo de casarse, su artificialidad y el temor a renunciar a la posibilidad de un amor auténtico. Iba a terminar su permiso; pasaba los días en casa de Julie jurándose que se declararía al día siguiente; pero al ver la cara y la barbilla rojas de Julie, su rostro casi siempre empolvado en exceso, sus ojos húmedos y la expresión lista para pasar de la melancolía al entusiasmo artificioso de la dicha conyugal, no podía pronunciar las palabras, aunque se consideraba mentalmente después de tanto tiempo poseedor de las fincas de Penza y Nizhni-Nóvgorod y había decidido cómo usar las rentas. Julie intuía la indecisión de Boris y a veces creía que lo repelía, pero su orgullo femenino y la propia estima la consolaban y se decía que el amor por ella causaba su timidez. No obstante, la melancolía se estaba transformando en irritabilidad, y poco antes de la partida de Boris trazó un plan. Coincidiendo con el fin del permiso de Boris, Anatole Kuraguin apareció en Moscú y, como es natural, en el salón de Julie.
De la noche a la mañana, Julie abandonó la melancolía y se mostró alegre y atenta con Anatole Kuraguin.
—Mon cher, sé de buena tinta que el príncipe Vasili envía a su hijo a Moscú para que se case con Julie —dijo Ana Mijáilovna a su hijo—. Quiero tanto a Julie que me apenaría. ¿Tú qué piensas?
La idea de quedar en ridículo y perder un mes de duro servicio melancólico junto a Julie, y de ver todas las rentas de las fincas de Penza, debidamente empleadas en su cabeza, en manos de otro, especialmente de aquel imbécil de Anatole, hirió a Boris. Decidido a pedir la mano de Julie fue a casa de las Karagina. Ella lo recibió con desenfado; le contó alegremente cuánto se había divertido en el baile de la víspera y le preguntó cuándo se marchaba. Aunque Boris fuese con el propósito de hablar de su amor y de mostrarse tierno, habló nerviosamente de la veleidad femenina, de su facilidad para pasar de la tristeza a la alegría, y añadió que su estado de ánimo dependía solo de quién las cortejase. Ofendida, Julie replicó que era cierto, que toda mujer ama la variedad y que siempre lo mismo hastía a cualquiera.
—Por eso le aconsejaría… —empezó Boris con intención de herirla cuando acudió a su mente la idea que lo afligía, es decir, que tendría que irse de Moscú con las manos vacías después de tanto esfuerzo, cosa que jamás le ocurría; se detuvo a mitad de la frase, bajó los ojos para no ver aquel rostro antipático, irritado e indeciso y dijo—: No he venido a reñir, al contrario. —La miró para cerciorarse de que podía seguir. La irritación de Julie se desvaneció como por ensalmo; sus ojos inquietos y suplicantes se fijaron en el joven aguardando con avidez. «Siempre podré ingeniármelas para verla poco —pensó él—. Ahora he empezado, debo terminar.» Se ruborizó, levantó los ojos y dijo—: Ya conoce mis sentimientos hacia usted.
No tuvo que añadir más. El rostro de Julie brilló de satisfacción; pero Boris hubo de decirle lo acostumbrado en estos casos: que la amaba como ninguna mujer. Julie sabía que a cambio de las fincas de Penza y Nizhni-Nóvgorod bien podía exigirlo, y lo obtuvo.
Los prometidos olvidaron los árboles que sobre ellos proyectaban tinieblas y melancolía, y se pusieron a trazar proyectos sobre su brillante casa de San Petersburgo, a hacer visitas y a preparar todo para una espléndida boda.
CAPÍTULO VI
El conde Iliá Andréievich llegó a finales de enero a Moscú con Natacha y Sonia. La condesa, siempre enferma, no había podido hacer un viaje que ya no admitía demoras; esperaban al príncipe Andréi en Moscú en cualquier momento; había que preparar el ajuar, vender la casa de las cercanías de Moscú y aprovechar que el viejo príncipe estaba en la capital para presentarle a su futura nuera. La casa de los Rostov en Moscú estaba helada; por otra parte, iban por poco tiempo y la condesa no estaba, de modo que Iliá Andréievich decidió quedarse en casa de María Dmitrievna Ajrosimova, que le había ofrecido al conde su hospitalidad hacía tiempo.
Los cuatro carruajes de los Rostov entraron en el patio de María Dmitrievna, en la calle Staraia Koniushennaia. María Dmitrievna vivía sola, pues tenía una hija casada y los hijos estaban en el ejército.
Estaba como siempre, erguida, hablando con la misma franqueza en voz alta, y decía cuanto se le pasaba por la cabeza; toda ella parecía reprobar las debilidades y pasiones ajenas, cuya posibilidad no toleraba. Desde muy temprano se dedicaba a las tareas domésticas vestida de trapillo; los días de fiesta acudía a misa después, y de allí a las cárceles, donde tenía asuntos que no comentaba con nadie; el resto de los días, ya arreglada, recibía a personas de distinta condición que solicitaban su ayuda; luego almorzaba una comida nutritiva y sabrosa siempre con tres o cuatro invitados, y después jugaba su partida de boston; al atardecer, le leían los periódicos y libros recientes mientras hacía calceta. Apenas salía de su casa, y cuando lo hacía era para visitar a las personas más importantes de la ciudad.
Aún no se había retirado cuando llegaron los Rostov y chirrió la puerta del vestíbulo para dar paso a los señores y sus criados, que estaban ateridos. María Dmitrievna, con los lentes sobre la punta de la nariz y la cabeza hacia atrás, estaba junto a la puerta del salón mirando con aire severo y serio a los recién llegados. Habría parecido enfadada con ellos y dispuesta a echarlos si no hubiese dado órdenes precisas para instalar a los viajeros con sus equipajes.
—¿Son las del conde? Tráelas aquí —señaló varias maletas sin saludar a nadie—. Las de las señoritas a la izquierda. ¿Qué hacéis perdiendo el tiempo? —gritó a las criadas—. Calentad el samovar. Has engordado, estás más guapa —dijo quitándole el capuchón a Natacha, que estaba sonrosada por el frío—. ¡Uf, estás helada! Quítate el abrigo —gritó al conde, que se acercaba a besarle la mano—. ¿Has pasado frío, no? Traed ron para el té. Soniushka, bonjour —saludó a Sonia matizando con el francés su manera desdeñosa y tierna de tratarla.
María Dmitrievna abrazó a todos cuando salieron a tomar el té tras quitarse los abrigos y arreglarse.
—Me alegro mucho de veros y de que hayáis venido a mi casa —dijo mirando a Natacha—. ¡Ya era hora! El viejo está aquí y esperan al hijo en cualquier momento otro.
Tenéis que conocerlo. Bueno, ya hablaremos de eso —miró a Sonia para dar a entender que no quería hablar «de eso» con ella delante—. Ahora, atiende —ahora se dirigía al conde—: ¿Qué piensas hacer mañana? ¿A quién llamarás? ¿A Shinshin? —dobló un dedo—. A la llorona de Ana Mijáilovna, dos. Está aquí con su hijo. ¡Boris se casa! Hay que llamar a Bezúkhov… digo; está aquí con su mujer, él escapa de ella y ella corre tras él; el miércoles comió conmigo. En cuanto a estas —se volvió a las muchachas—, mañana las llevaré a la Virgen de Iverisk y luego a Aubert-Chalmet. Porque lo haréis todo nuevo, ¿no? No os fijéis en cómo me visto yo; las mangas ahora se llevan así. Hace poco vino la princesa Irina Vasílievna, la joven. Parecía que llevaba un barril en cada brazo. La moda cambia sin parar. Bueno, ¿cómo van tus asuntos? —preguntó severamente al conde.
—Se me ha juntado todo —repuso el conde—. Comprar la ropa y tengo un comprador para la hacienda y la casa. Si me permites, aprovecharé para ir un día a Marinskoie y dejaré aquí a mis niñas.
—¡Muy bien! Conmigo estarán tan seguras como en el Consejo de Tutela. Las llevaré donde haga falta, las regañaré y las mimaré —María Dmitrievna acarició las mejillas de su ahijada y predilecta, Natacha.
A la mañana siguiente María Dmitrievna llevó a las jóvenes a la Virgen de Iverisk y a Mme Aubert-Chalmet, que temía tanto a María Dmitrievna que le vendía siempre los vestidos por menos de su coste para librarse de ella cuanto antes. María Dmitrievna encargó casi todo el ajuar. Ya en casa, echó a todos del salón, excepto a Natacha, e hizo que se sentase a su vera.
—Bien, ahora hablemos. Te felicito por el novio. ¡Has conquistado a un hombre valioso! Me alegro por ti; lo conozco desde que era así —puso la mano a poco más de medio metro del suelo mientras Natacha, ruborizada, sonreía—. Lo quiero a él y a toda su familia. Ahora, escúchame; sabes que el viejo príncipe Nikolái es un hombre autoritario y no desea que su hijo se case. El príncipe Andréi ya no es un crío y puede hacer caso omiso de su consentimiento. Pero no conviene entrar en esa familia contra la voluntad del padre. Todo debe realizarse en paz y amor. Tú eres lista y sabrás actuar con dulzura e inteligencia para que todo vaya bien.
Natacha callaba, María Dmitrievna creía que por timidez; lo cierto es que le disgustaba que se entrometiesen en su amor al príncipe Andréi, que le parecía especial, distinto de las otras cosas humanas, difícil de comprender para los demás. Amaba al príncipe Andréi y lo conocía. Él también la amaba e iba a llegar un día de aquellos para casarse con ella. Eso era lo único que necesitaba, nada más.
—Conozco desde hace tiempo a Mashenka, tu futura cuñada y la quiero. Las cuñadas son intrigantes, pero ella no haría daño ni a una mosca. Me ha dicho que quiere conocerte… mañana irás a su casa con tu padre. Sé cariñosa. Eres más joven que la princesa María… Cuando llegue tu prometido, habrás conocido a su hermana y a su padre, y ya te querrán. Te parece bien, ¿no? ¿A que es lo mejor?
—Sí, es lo mejor —repuso Natacha con indolencia.
CAPÍTULO VII
Siguiendo el consejo de María Dmitrievna, el día después el conde Iliá Andréievich y Natacha acudieron a la casa del príncipe Nikolái Andréievich. El conde no tenía ganas de hacer esa visita porque temía al príncipe. Tenía muy presente la última entrevista con él durante las levas de soldados, cuando fue invitado a comer por el príncipe y recibió una buena reprimenda por no haber enviado cierto número de hombres.
Natacha, sin embargo, que vestía sus mejores galas, estaba de muy buen humor. «Es imposible que no me quieran —pensaba—; siempre me han querido todos y yo haré todo cuanto deseen, y los querré, a él por ser su padre y a ella por ser su hermana, así que no tendrán motivos para no quererme.»
Llegaron a la vieja y sombría mansión en Vozendvizhenka.
—¡Que Dios nos bendiga! —dijo el conde, entre bromas y veras cuando entraron en el vestíbulo.
Natacha notó que su padre entraba deprisa y preguntaba en voz baja y con timidez si el príncipe y su hija estaban en casa. Cuando anunciaron su llegada, hubo un revuelo entre los criados; el lacayo que iba a anunciarlos fue detenido por otro en el salón, con quien cambió algunas palabras a media voz. Una doncella acudió presurosa y dijo algo nombrando a la princesa; finalmente apareció un viejo mayordomo, que informó con rostro severo a los Rostov que el príncipe no podía recibirlos, pero que la princesa les rogaba que pasasen a verla. Mademoiselle Bourienne salió la primera a recibir a Natacha y a su padre. Los saludó con educación y los acompañó a donde estaba la princesa; esta, agitada, con el rostro alterado y cubierto de manchas rojas, avanzó hacia los recién llegados tratando de parecer tranquila y amable. Natacha no gustó a la princesa María desde que la vio; le pareció demasiado bien vestida, frívola y fatua. No era consciente de que, ya antes de verla, estaba mal predispuesta hacia ella por envidia involuntaria hacia su belleza, juventud y felicidad, que sentía celos por el amor de su hermano. Además de esa antipatía invencible, la princesa María estaba alterada en ese momento. Al saber que los Rostov habían llegado, el príncipe gritó que no quería nada con ellos, que la princesa podía recibirlos si quería, pero que no entraran en sus aposentos. La princesa María decidió recibirlos, pero temía que el príncipe hiciese alguna de las suyas, pues la llegada de Natacha y el conde lo había alterado.
—Querida princesa, aquí le traigo a mi hija —saludó el conde y miró inquieto a su alrededor, como temiendo la entrada del viejo príncipe—. ¡Estoy tan contento de que se conozcan…! ¡Es una verdadera pena que el príncipe esté delicado!
Tras algunas otras frases vagas, se puso en pie de nuevo.
—Si me lo permite, princesa, dejaré aquí a Natacha un cuarto de hora. Voy aquí cerca, a la plaza Sobachkaia, a casa de Ana Semiónovna; después pasaré a recogerla.
Iliá Andréievich había ideado aquella argucia para brindar a la futura cuñada de su hija la ocasión para hablar con ella, como explicó después a Natacha, y evitar al príncipe, a quien temía. No dijo eso a su hija, pero ella adivinó el temor y la inquietud de su padre y enrojeció por él y, enfadada por haberse sonrojado, miró con atrevimiento y aire provocador, como si dijese que ella no temía a nadie, a la princesa, que decía al conde que estaba muy contenta y le rogaba que permaneciese largo rato con Ana Semiónovna. Iliá Andréievich salió.
Mademoiselle Bourienne no se retiraba pese a las miradas intranquilas de la princesa María, que deseaba hablar con Natacha y conversaba sobre los atractivos de Moscú y sus teatros. A Natacha le enojaba la confusión que hubo en el vestíbulo, la inquietud de su padre y el tono forzado de la princesa, que parecía hacerle un favor recibiéndola. Por eso mismo nada le agradaba. No le gustó la princesa María, a quien consideró fea, afectada y seca. Natacha se encogió moralmente y, sin querer, adoptó un tono negligente que la alejó del todo de la princesa María. Tras cinco minutos de penosa conversación se oyeron unos pasos rápidos. El semblante de la princesa María palideció de horror, la puerta se abrió de golpe y apareció el príncipe con el gorro blanco de dormir y el batín.
—¡Ah, señorita…! —dijo—. Señorita… la condesa Rostova si no me engaño… Le pido excusas… perdóneme…, no sabía… Dios sabe que ignoraba que nos había honrado con su visita. ¡Entré así vestido para ver a mi hija…! Perdóneme… Dios sabe que lo ignoraba —repetía falsamente marcando la palabra Dios con un tono de voz tan desagradable que la princesa María, cabizbaja, no osaba mirar a su padre ni a Natacha.
Esta, que se había levantado y hacía la reverencia, tampoco sabía qué hacer. Solo mademoiselle Bourienne sonreía.
—Le ruego que me excuse. Dios es testigo de que no lo sabía —gruñó el viejo, que se retiró tras examinar a Natacha de arriba abajo.
Mademoiselle Bourienne fue la primera en reaccionar tras la aparición del príncipe y se mencionó su mala salud. Natacha y la princesa se miraban sin hablar. Cuanto más lo hacían sin expresar lo que deberían, mayor era la antipatía entre ellas.
Cuando regresó el conde, Natacha no se molestó en disimular su alegría y se marchó corriendo.
En esos momentos casi odiaba a esa princesa vieja y seca, capaz de ponerla en una situación tan desagradable y tenerla media hora sin decirle nada del príncipe Andréi. «No podía ser yo quien hablase de él delante de esa francesa», pensaba Natacha. Mientras, los mismos pensamientos atormentaban a la princesa María. Sabía lo que debía decirle, pero no podía por la presencia de mademoiselle Bourienne y porque, sin saber el motivo, le costaba hablar de aquel matrimonio. Cuando el conde hubo salido, la princesa María fue hacia Natacha, le tomó las manos y suspiró:
—Aguarde, necesito…
Natacha miraba a la princesa con burla sin saber el motivo.
—Querida Nathalie, quiero decirle que me alegra mucho que mi hermano haya encontrado la felicidad… —la princesa se detuvo al notar que mentía.
Natacha notó su vacilación e intuyó el motivo.
—Creo, princesa, que no es el momento de hablar de eso —repuso con aparente dignidad y frialdad con un nudo en la garganta.
«¿Qué he dicho? ¿Qué he hecho?», pensó ya fuera de la casa. Ese día aguardaron mucho rato a Natacha para comer. Se quedó en su habitación llorando como una niña. Sonia estaba a su lado y la besaba en la cabeza.
—¿Por qué lloras? —decía—. ¿Qué te importan ellos? Todo pasará.
—Si supieses lo doloroso que es… como si yo…
—No digas eso, Natacha, tú no tienes la culpa. ¿Por qué te preocupas? Bésame.
Natacha levantó la cabeza, besó a su amiga y apoyó en su hombro el rostro lloroso.
—No sé cómo decirlo…, nadie tiene la culpa, salvo yo —dijo—. ¡Me duele tanto! ¡Oh! ¿Por qué no viene él…?
Cuando salió a comer tenía los ojos hinchados. María Dmitrievna, que sabía cómo había recibido el príncipe a los Rostov, fingió no percatarse del disgusto de Natacha y bromeó en voz alta con el conde y los otros comensales.
CAPÍTULO VIII
Esa noche los Rostov fueron a la ópera, donde María Dmitrievna les había conseguido un palco.
Natacha no quería ir, pero no podía rechazar la amabilidad de María Dmitrievna, pensada para ella. Ya vestida entró en el salón para esperar a su padre, se miró en el espejo, se vio guapísima y se entristeció más con una pena lánguida y amorosa.
«Dios mío, si él estuviese aquí, no sería como antes, boba y tímida, sino que lo abrazaría y me apretaría contra él, lo obligaría a mirarme con esos ojos curiosos con los que tantas veces me ha mirado, y lo obligaría a reírse como entonces. ¡Cómo veo sus ojos! —pensaba Natacha—. ¿Qué tengo que ver con su padre y su hermana? Lo amo a él… su cara, su mirada, su sonrisa de hombre y niño… a un tiempo. Mejor no pensar en nada y olvidar todo por ahora. No aguantaré más esta espera. Voy a llorar —se apartó del espejo tratando de retener las lágrimas—. ¿Cómo puede amar Sonia a Nikolái de un modo tan igual y tranquilo, aguardando tanto sin impacientarse? —pensó al ver cómo Sonia entraba arreglada con un abanico en la mano—. No, ella es distinta. ¡Yo no puedo!»
Natacha sentía tanta ternura y languidez que amar y saber que la amaban no le bastaba; necesitaba abrazar al amado, decir y oír de sus labios las palabras amorosas que embargaban su corazón. Mientras iba en el coche junto a su padre y contemplaba pensativa los reflejos de las farolas que pasaban tras los vidrios escarchados, se sintió más enamorada y triste, olvidó con quién estaba y adónde iban. El coche entró en la fila de carruajes y se acercó al teatro con un crujido de ruedas sobre la nieve helada. Natacha y Sonia descendieron ágilmente recogiendo sus faldas; el conde se apeó con ayuda de los criados. Los tres fueron entre las señoras y señores que entraban y los vendedores de programas al pasillo de los palcos de la platea. Ya se oía la música detrás de la puerta entreabierta.
—Nathalie, tu cabello —murmuró Sonia.
Un acomodador se deslizó entre las damas y abrió la puerta del palco. Se oyó la música cercana. Las filas de palcos iluminados aparecieron llenos de señoras con los brazos y los hombros desnudos; la platea estaba plagada de uniformes. La señora del palco vecino miró a Natacha con envidia femenina. El telón aún no se había levantado y sonaba la obertura. Natacha se arregló el vestido, entró con Sonia y se sentó mirando hacia las filas de los palcos de enfrente. La dominó la sensación agradable y desagradable al mismo tiempo de que miraban sus brazos y su escote al aire, lo cual despertó recuerdos, deseos y emociones.
Natacha y Sonia, ambas adorables, y el conde Iliá Andréievich, a quien hacía tiempo no veían en Moscú, atrajeron la atención general. Todos sabían algo del compromiso de Natacha y que desde entonces los Rostov vivían en el campo; por eso miraban con mayor curiosidad a la prometida de uno de los mejores partidos de Rusia.
Natacha había mejorado en el campo —decían todos—, y aquella noche estaba especialmente atractiva por la emoción. Llamaba la atención su plenitud de vida y belleza, unida a la indiferencia por cuanto la rodeaba. Sus ojos negros miraban sin buscar a nadie; su brazo, desnudo por encima del codo, se apoyaba en la barandilla de terciopelo; su mano se abría y cerraba involuntariamente al ritmo de la obertura y arrugando entre los dedos el programa.
—Mira, ahí está Alenina con su madre —dijo Sonia.
—¡Dios mío! Mijaíl Cyrilich ha engordado —observó el conde—. ¡Mira qué toca lleva Ana Mijáilovna!
—También están las Karagina; Julie y Boris, se ve a la legua que son novios.
—Drubetskoi ha pedido su mano según he sabido —dijo Shinshin entrando en el palco.
Natacha miró a donde miraba su padre y vio a Julie con un espléndido collar de perlas en el cuello muy empolvado, sentada junto a su madre con aire feliz.
Detrás de ellas, con el oído pegado a los labios de Julie, estaba la cabeza peinada de Boris. Miraba de reojo el palco de Rostov y decía algo a su prometida entre sonrisas.
«Hablan de nosotras; de mí sobre todo —pensó Natacha—. Seguro que está calmando los celos de su novia. Pues pierde el tiempo. ¡Si supiesen que me importan un comino!»
Ana Mijáilovna, con toca verde, semblante alegre, siempre sometida a la voluntad divina, se sentaba detrás de los jóvenes. En su palco reinaba el ambiente de noviazgo que conocía Natacha y tanto le gustaba. Giró la cabeza y rememoró de pronto la humillación sufrida durante la visita de la mañana.
«¿Con qué derecho me niega la entrada en su familia? ¡Bah! Mejor no pensarlo hasta que Andréi vuelva», se dijo y contempló los rostros conocidos y desconocidos de la platea. Delante de la orquesta, en el centro, estaba Dólokhov de espaldas al escenario, con su cabello rizado y abundante peinado hacia atrás. Vestía un traje persa y todos lo miraban, pese a lo cual parecía cómodo e indiferente, como si estuviese en su casa. Lo rodeaban los jóvenes más distinguidos de Moscú, que dirigía él sin duda.
El conde Iliá Andréievich apretó con una risa el codo de Sonia, que se había ruborizado, y le señaló a su antiguo cortejador.
—¿Lo reconoces? —dijo—. ¿De dónde sale? —preguntó a Shinshin—. Había desaparecido.
—Sí —repuso Shinshin—. Estuvo en el Cáucaso. Salió tarifando de allí y dicen que fue ministro de no sé qué príncipe persa y que mató al hermano del sha. Ahora todas las damas de Moscú están locas por él; para ellas solo existe Dólokhov el persa. Hablan de él, lo homenajean y lo invitan a comer. Dólokhov y Anatole Kuraguin traen de cabeza a todas nuestras señoras.
En el palco contiguo entró una señora alta y hermosa con una gran trenza, la espalda casi desnuda y el pecho blanco y turgente muy escotado. Llevaba un collar de gruesas perlas de doble vuelta. Tardó en acomodarse entre frufrús de seda.
Natacha miró sin querer el cuello, la espalda, el pecho, las perlas y el tocado, admirando la belleza de la dama. Ella se giró y, al ver a Iliá Andréievich, le sonrió y saludó inclinando la cabeza. Era la condesa Bezúkhov, esposa de Pierre. Iliá Andréievich, que conocía a todos, se inclinó en el borde del palco y cambió unas palabras con ella.
—¿Está en Moscú hace mucho, condesa? Iré a besar su mano. Vine por unos asuntos y he traído a mis niñas. Dicen que la Semiónovna canta divinamente. El conde Pierre Cyrilovich, ¿está aquí?
—Sí, tenía intención de pasar —dijo ella examinando a Natacha con la mirada.
El conde Iliá Andréievich regresó a su sitio.
—¿Es bellísima, verdad? —le susurró a su hija—. ¡Una maravilla! No me sorprende que enamore a todos.
Sonaron entonces las últimas notas de la obertura y el director de orquesta golpeó el atril con la batuta. Los rezagados ocuparon sus butacas y subió el telón.
Todos callaron. Hombres, viejos o jóvenes, los de uniforme y los de frac, las señoras escotadas y cubiertas de joyas, clavaron los ojos curiosos en el escenario. Natacha hizo lo mismo.
CAPÍTULO IX
El escenario consistía en unas tablas lisas. Unos cartones pintados a los lados eran los árboles. De fondo había una tela sobre un bastidor de madera. Varias jóvenes con corpiño rojo y falda blanca se sentaban en el centro; otra, muy gruesa, con traje de seda blanca, estaba en un banco, apartada, detrás habían colocado otro cartón verde. Todas cantaban y cuando terminaron, la del banco fue hacia la concha del apuntador. Salió entonces un hombre con calzón de seda blanca que le ceñía las piernas, un sombrero con penacho y un puñal, y se puso a cantar agitando los brazos.
El hombre cantó solo y después ella. Callaron ambos y la música se reanudó. Él tomó la mano de la joven del vestido blanco y aguardaron el compás de entrada para cantar los dos; los espectadores aplaudieron y gritaron entusiasmados mientras el hombre y la mujer, que representaban a unos enamorados, sonreían y saludaban con los brazos extendidos.
Recién llegada del campo, y con su estado de ánimo, aquello se le antojó a Natacha ridículo. No podía seguir el argumento de la ópera ni oír la música; solo veía cartones pintados, hombres y mujeres grotescamente vestidos, que se movían, hablaban y cantaban de manera rara bajo una luz intensa. Sabía lo que debía representar, pero era tan falso y poco natural, que a veces se abochornaba por los actores y otras le parecían ridículos. Miraba a su alrededor los rostros de los espectadores, buscando el sentimiento de ironía y asombro que experimentaba ella, pero todos los semblantes mostraban atención por la escena y una admiración que a Natacha le parecía ficticia. «Tal vez deba ser así», se dijo. Miraba las filas de cabezas bien peinadas en la platea, los escotes de las mujeres en los palcos, y especialmente a su vecina, Helena, muy escotada, que no quitaba ojo al escenario sin dejar de sonreír. Natacha sentía la luz que inundaba la sala y el ambiente caldeado por los espectadores. Fue abstrayéndose como hacía tiempo que no le ocurría. Ya no recordaba quién era, dónde estaba ni lo que sucedía a su alrededor. Miraba a todos y pensaba las cosas más raras e inauditas; lo mismo se le ocurría saltar al escenario y cantar el aria de la soprano que deseaba tocar con su abanico a un viejito sentado junto a ella, o quería inclinarse hacia Helena y hacerle cosquillas.
En un momento en que en todo era silencio mientras se aguarda el comienzo de un aria, la puerta de entrada a la platea se abrió hacia el palco de los Rostov y se oyeron los pasos de un hombre. «Ahí está Kuraguin», murmuró Shinshin. La condesa Bezúkhov se volvió con una sonrisa hacia el que entraba. Natacha miró y vio a un edecán muy guapo que se acercaba al palco de su hermana. Era Anatole Kuraguin, a quien había visto y recordaba del baile de San Petersburgo. Vestía su uniforme de edecán con charreteras y cordones. Caminaba con una gallardía que habría sido ridícula si no hubiese sido tan apuesto y si su hermoso rostro no hubiese expresado jovialidad y alegría. Pese a que la representación estaba empezada, avanzaba sin prisa, haciendo tintinear las espuelas y el sable con la espléndida cabeza erguida y perfumada. Miró a Natacha, se acercó a su hermana, apoyó la mano enguantada en el parapeto del palco, la saludó con la cabeza y le preguntó algo señalando con los ojos a Natacha.
—Mais charmante —dijo ella por Natacha, que lo comprendió por el movimiento de sus labios, más que oirlo.
Después fue a la primera fila y se sentó junto a Dólokhov y le dio con el codo, al mismo Dólokhov a quien todos adulaban. Le sonrió y guiñó un ojo tras apoyar el pie contra el barrote de las candilejas.
—Cuánto se parecen ambos hermanos y qué guapos son —susurró el conde. Shinshin, que contaba a Rostov una de las historias de Kuraguin en Moscú; Natacha trató de escuchar solo porque Anatole había dicho que era charmante.
Terminado el primer acto; todos se levantaron en la platea, se mezclaron y salieron.
Boris fue al palco de los Rostov. Recibió las felicitaciones y, enarcando las cejas y con una sonrisa, rogó a Natacha y a Sonia que asistieran a su boda, en nombre de su prometida antes de salir. Natacha conversó con él entre sonrisas coquetas y felicitó al Boris de quien antaño estuvo enamorada. En su estado de aturdimiento todo le parecía sencillo y natural.
Helena se mantenía junto a Natacha sonriendo a todos; Natacha sonrió a Boris de igual modo.
El palco de la condesa se llenó y desde la platea acudían a saludarla los hombres de más alcurnia e ingenio, empeñados en demostrar su amistad con ella.
Durante el entreacto, Kuraguin permaneció de pie junto a las candilejas, junto a Dólokhov, sin quitar ojo del palco de los Rostov. Natacha sabía que hablaba de ella, y le gustaba. Se giró para que la viesen de perfil, pues creía que esa postura la favorecía. Antes del segundo acto, Pierre apareció en la platea; los Rostov no lo habían visto desde su llegada. Parecía triste, y estaba más gordo que la última vez que lo vio Natacha. Sin fijarse en nadie, avanzó hasta la primera fila; Anatole se le acercó y le dijo algo señalando el palco de los Rostov, Pierre se animó al ver a Natacha y acudió al palco. Se acodó en el parapeto y charló con ella.
Mientras conversaba con Pierre, Natacha oyó una voz masculina en el palco de la condesa Bezúkhov; supo que era Kuraguin. Se giró y sus ojos se cruzaron. Él la miró a los ojos con admiración y ternura, así que a ella se le hizo raro estar tan cerca de aquel hombre, mirarlo así, convencida de que le gustaba y no lo conocía.
En el segundo acto, la decoración representaba monumentos y un agujero en la tela era la luna. Apagaron las luces y las trompas y los contrabajos tocaron con sordina; de derecha e izquierda entraron en el proscenio personas vestidas con mantos negros. Agitaban los brazos y en las manos tenían puñales. Llegaron otros arrastrando a la joven que en el primer acto llevaba vestido blanco, y que ahora era azul. Cantaron con ella durante un rato y luego la sacaron del escenario. Entre bastidores dieron tres golpes metálicos, todos se arrodillaron y entonaron una plegaria. Aquello fue interrumpido por los gritos de los espectadores.
Siempre que Natacha miraba hacia la platea, su mirada se cruzaba con la de Anatole Kuraguin, que no dejaba de observarla, apoyado el brazo en el respaldo de la butaca. A Natacha le gustaba aquello sin suponer que hubiese nada censurable.
Al final del segundo acto, la condesa Bezúkhov se levantó y, girándose hacia Rostov, haciendo caso omiso de quienes entraban en su palco, llamó al conde con una seña y le dijo con una amable sonrisa:
—Tiene que presentarme a sus encantadoras hijas —dijo—. No se habla más que de ellas en la ciudad y yo aún no las conozco.
Natacha se levantó e hizo una reverencia a Helena. Las alabanzas de aquella hermosa mujer le parecieron tan agradables que se ruborizó de placer.
—También yo quiero hacerme moscovita —continuó Helena—. Pero, conde, ¿no le da vergüenza tener escondidas perlas como estas en el campo?
La condesa Bezúkhov se había ganado justamente la fama de encantadora. Sabía decir lo que no pensaba y adular con sencillez y naturalidad.
—No, querido conde, permítame que me ocupe de sus hijas. Estaré aquí poco tiempo y usted también. Trataré de distraerlas. He oído hablar mucho de usted en San Petersburgo —le dijo a Natacha— y deseaba conocerla. Me habló de usted mi paje Drubetskoi; ¿sabe que se casa? Y también un amigo de mi marido, Bolkonsky, el príncipe Andréi Bolkonsky —añadió en un tono que daba a entender que conocía el compromiso del príncipe con Natacha. Luego, para dar comienzo a esa amistad, pidió que una de las jóvenes fuese a su palco y Natacha estuvo con ella el resto de la velada.
El tercer acto transcurría en un palacio iluminado por velas y lleno de retratos de caballeros barbudos. Dos personas, el rey y la reina, estaban en la escena; el rey agitó la mano derecha y cantó bastante mal hasta que se sentó en un sitial rojo. La joven que vestía de blanco en el primer acto y luego de azul apareció con una camisola y los cabellos sueltos, de pie junto al sitial. Cantó algo muy triste a la reina; el rey hizo un gesto severo y entraron hombres y mujeres con las piernas desnudas y se pusieron a bailar todos. Los violines iniciaron unos alegres compases; una de las bailarinas, de piernas gruesas y brazos delgados, desapareció entre bastidores, se arregló el corpiño y salió al centro, donde comenzó a saltar golpeando un pie con otro. Todos aplaudieron como locos y gritaron «¡bravo!». Luego un hombre se colocó en un rincón; los timbales y las trompetas sonaron y el hombre saltó muy alto y golpeó los pies. Era Duport, el famoso bailarín, que cobraba sesenta mil rublos anuales por aquello. En los palcos, en la platea y en las galerías aplaudieron y gritaron. El hombre se detuvo, sonrió y saludó. Bailaron los demás con las piernas desnudas; después, uno de los reyes gritó siguiendo la música y todos cantaron. Entonces retumbaron las trompetas anunciando la tormenta; la orquesta ejecutó varias escalas cromáticas y unas séptimas menores; todos arrastraron fuera a uno de los actores mientras caía el telón. Sonaron una vez más entre los espectadores aplausos estruendosos y gritos de entusiasmo:
—¡Duport! ¡Duport! ¡Duport!
—¿No es Duport admirable? —preguntó Helena.
—Oh! Oui —repuso Natacha.
CAPÍTULO X
En el entreacto, se abrió la puerta del palco de Helena. Penetró una corriente de aire y con ella Anatole, inclinándose y tratando de no molestar a nadie.
—Permítame presentarle a mi hermano —Helena miró con inquietud a Natacha y a su hermano.
Natacha giró su bonita cabeza por encima del hombro desnudo y sonrió. Anatole era tan guapo de cerca como de lejos; se sentó junto a ella y dijo que soñaba hacía tiempo con aquel honor, desde el baile en casa de los Narishkin, donde había tenido el placer de verla. Anatole Kuraguin era mucho más inteligente y sencillo con las mujeres que con los hombres; conversaba con seguridad y sencillez; Natacha se sorprendió y quedó gratamente impresionada al ver que aquel hombre, de quien se contaban tantas cosas, no era temible, sino que sonreía con una sonrisa ingenua, alegre y buenaza.
Kuraguin quiso conocer la opinión de Natacha sobre el espectáculo y contó que, en la anterior función, la Semiónovna se había caído mientras cantaba.
—¿Sabe, condesa —dijo como si hablase con una vieja amiga—, damos un baile de máscaras? Debería venir; será muy divertido. Estaremos en casa de los Arjarov. Venga, por favor.
Mientras, Anatole no apartaba los ojos sonrientes del rostro, del cuello y los desnudos brazos de Natacha. Ella sabía que la contemplaba, y le producía una sensación agradable; pero no podía explicar por qué su presencia la cohibía. Cuando no lo miraba, sentía que él tenía los ojos puestos en sus hombros e intentaba interceptar su mirada para que Anatole la mirase a la cara. Pero cuando lo miraba a los ojos, notaba que entre ellos no existía la barrera de pudor que siempre se levantaba entre ella y los demás hombres. Sin saber por qué Natacha se sintió muy próxima a él a los cinco minutos. Cuando se giraba, temía que él sujetase por detrás su brazo o le besase el cuello. Conversaban sobre nimiedades y Natacha sentía una intimidad desconocida hasta ahora. Miraba a Helena y a su padre, como preguntándoles qué significaba; pero Helena conversaba con cierto general y no respondió a su mirada; los ojos de su padre le dijeron lo de siempre: «¿Estás contenta? Pues me alegro».
Para romper un embarazoso silencio, durante el cual Anatole la miraba tranquila y fijamente con ojos saltones, Natacha le preguntó si le gustaba Moscú y se ruborizó; le parecía hacer algo indecente hablando con él. Él sonrió.
—Al principio no mucho porque lo que hace agradable una ciudad ce sont les jolies femmes, ¿no cierto? Ahora —añadió mirándola— Moscú me gusta mucho. ¿Irá al baile, condesa? No deje de ir —alargó la mano hacia el ramillete de flores que llevaba Natacha y susurró—: Será usted la más guapa. Venga, querida condesa, y como prenda deme esta flor.
Natacha no comprendió lo que decía, ni tampoco él; pero había una intención indecente en las incomprensibles palabras. No sabía qué responder, y se giró como si no lo hubiese oído. Pero al hacerlo pensó que él estaba a sus espaldas, muy cerca.
«¿Qué hará? —se preguntó—. ¿Estará confuso o enfadado? ¿Hay que reparar lo hecho?», y giró la cabeza. Miró fijamente a Anatole; su proximidad, la ternura alegre de su sonrisa, su seguridad ganaron. Sonrió igual mirándolo a los ojos; y se horrorizó de nuevo porque entre ambos no había ninguna barrera.
Se levantó el telón. Anatole salió del palco. Natacha regresó al suyo con su padre, subyugada por el mundo donde se hallaba. Cuanto ocurría a su alrededor se le antojaba natural, y no retornaron a su mente las anteriores ideas sobre su prometido, la princesa María y la vida campestre, como si fuesen ya agua pasada.
En el cuarto acto, un diablo cantó gesticulando hasta que retiraron una tabla bajo sus pies y cayó; eso fue todo lo que Natacha vio; Kuraguin, a quien, involuntariamente, seguía mirando, la inquietaba. Cuando salían del teatro, se dirigió a ellos, llamó al coche y los ayudó a subir; al hacerlo apretó el brazo de Natacha por encima del codo. Ella lo miró, inquieta y ruborizada. Los ojos de Anatole brillaban con una sonrisa tierna.
Ya en casa Natacha pudo reflexionar sobre lo ocurrido, y durante el té que tomaron después del teatro, al recordar al príncipe Andréi, se horrorizó, no pudo contener un grito y salió corriendo la habitación con la cara ardiéndolo. «¡Dios mío! ¡Estoy perdida! ¿Cómo he podido llegar a esto?», pensaba. Permaneció mucho tiempo con el rostro entre las manos, tratando de hacerse una idea clara de lo sucedido, pero no comprendía lo pasado ni lo que sentía. Todo era oscuro, confuso y horrible. Allí, en el teatro iluminado, donde Duport brincaba al son de la música sobre las tablas húmedas con sus lentejuelas y las piernas desnudas, y las señoritas, los viejos y Helena, casi desnuda, gritaban «¡bravo»; allí, a la sombra de esa mujer, todo parecía sencillo y claro; pero ahora que estaba sola, era incomprensible. «¿Qué es eso? ¿Qué es ese miedo que me provoca? ¿Qué es ese remordimiento que sufro ahora?», se preguntaba.
Solo habría podido contarle a su madre, en la cama, cuanto pensaba. Sonia, con sus principios severos y sencillos, no habría entendido nada y se habría horrorizado ante su confesión. Natacha trataba de resolver ella sola el problema que la atenazaba.
«¿Estoy perdida para el amor del príncipe Andréi? —se preguntaba; luego, con una sonrisa irónica se tranquilizaba—: ¡Qué boba soy preguntándomelo! ¿Qué ha pasado? ¡Nada! No he hecho, no he provocado esto. Nadie lo sabrá ni volveré a verlo. Nada ha sucedido, y ni tengo que arrepentirme de nada; el príncipe Andréi puede amarme como soy… ¿Y cómo soy? ¡Dios mío! ¿Por qué no está aquí?» Natacha se calmaba un momento, pero cierto sentido le gritaba que aunque aquello fuese verdad y nada hubiese ocurrido, no existía ya la antigua pureza de su amor por el príncipe Andréi. Rememoró la conversación con Kuraguin, evocó su rostro, sus gestos, la sonrisa de aquel hombre apuesto y osado cuando le apretaba el brazo para ayudarla a montar en el carruaje.
CAPÍTULO XI
Anatole Kuraguin vivía en Moscú porque su padre lo había forzado a irse de San Petersburgo, donde cada año gastaba más de veinte mil rublos en efectivo y se endeudaba por la misma cantidad, cuyo pago exigían los acreedores al príncipe.
El príncipe Vasili le advirtió que pagaría por última vez la mitad de sus deudas con la condición de que se fuese a Moscú como edecán del general gobernador, cargo que le había conseguido, y que tratase de buscar un buen partido allí. Le había indicado a la princesa María o a Julie Karagina.
Anatole se fue a Moscú y se instaló en la casa de Pierre. Este lo recibió al principio con desagrado, pero luego se acostumbró a su compañía; a veces iba a divertirse con él, y le prestaba dinero.
Como había dicho Shinshin, desde que llego a Moscú Anatole Kuraguin atraía a todas las damas porque las despreciaba y prefería ir con cíngaros y actrices francesas, siendo mademoiselle Georges aquella con quien, decían, estaba en relaciones muy íntimas. No faltaba a una francachela en casa de Danilov y otros amigos moscovitas. Bebía durante noches enteras, dejando atrás a todos, y frecuentaba las veladas y bailes de alta sociedad. Le atribuían aventurillas con varias damas moscovitas; en los bailes cortejaba a algunas. Pero no se acercaba a las señoritas, y menos aún a las ricas herederas, que solían ser adefesios; por otra parte, llevaba dos años casado, algo que todos ignoraban, salvo sus amigos íntimos. Dos años antes, estando su regimiento en Polonia, un terrateniente polaco lo había obligado a casarse con su hija.
Anatole pronto abandonó a su mujer y, con el dinero que prometió enviar a su suegro, se reservó el derecho de hacerse pasar por soltero.
Siempre estaba contento de su situación, de sí mismo y de los demás. Creía que no se podía vivir de manera distinta a como él vivía, y que jamás había hecho nada malo. Era incapaz de pensar en lo que pudiesen decir de sus actos ni en las consecuencias que pudiesen acarrear a otros. Creía que el pato debe vivir en el agua por su naturaleza y que él había sido creado por Dios de modo que necesitaba treinta mil rublos anuales y la más brillante posición en la sociedad. Lo creía de tal modo que, al verlo, los demás se convencían también y no le negaban el derecho al puesto relevante ni el dinero, que pedía prestado a cualquiera, sin pensar en devolverlo. No era jugador o, al menos, no iba tras la ganancia; no era vanidoso ni le preocupaba lo que pensasen de él; tampoco era ambicioso.
En ocasiones había inquietado a sus padres con su indiferencia por hacer carrera y su desdén a todos los honores. No era roñoso ni negaba ayuda si se la pedían. Solo amaba la diversión y a las mujeres; como, a su juicio, ninguna de las dos cosas era innoble, y como no pensaba en el daño que satisfacer sus deseos acarreaba a los demás, se creía intachable, despreciaba sinceramente a los miserables y malvados y, caminaba con la cabeza bien alta y la conciencia tranquila.
Entre los juerguistas existe un secreto sentimiento de su inocencia, basado en la esperanza del perdón, como les sucede a las mujeres perdidas. «A ella le perdonarán todo porque ha amado mucho, y a él le perdonarán todo porque se ha divertido mucho.»
Dólokhov, que regresó a Moscú tras su destierro y sus aventuras en Persia y que llevaba la lujosa vida del juego y el desenfreno, intimó con su viejo camarada Kuraguin y lo utilizó para sus fines.
Anatole quería realmente a Dólokhov por su inteligencia y su valor. Dólokhov necesitaba el nombre, la posición social y las relaciones de Anatole Kuraguin para atraer a la mesa de juego a los jóvenes ricos, pero no se lo decía; se divertía con Kuraguin y se aprovechaba de él. Además del cálculo en sus relaciones con Anatole, manipularlo era para él un placer, un hábito y una necesidad.
Natacha había impresionado a Kuraguin. Durante la cena, después del teatro, relató a Dólokhov el encanto de sus brazos, su cuello, sus pies y su cabello, y reveló que quería cortejarla. Anatole no podía reflexionar ni saber el resultado, como no podía reflexionar ni saber las consecuencias de sus actos.
—Es guapa, pero no es para nosotros —dijo Dólokhov.
—Le diré a mi hermana que la invite a comer. ¿Qué te parece?
—Espera mejor a que se case…
—Sabes que me encantan las jovencitas. Además, pierden enseguida la cabeza —dijo Anatole.
—Ya te han pescado una vez con una jovencita —comentó Dólokhov, que conocía el matrimonio de Kuraguin—. Cuidadito con lo que haces.
—Bueno, eso no puede pasar dos veces, ¿no? —rio Anatole.
CAPÍTULO XII
Al día siguiente de haber ido a la Ópera, los Rostov no salieron de casa ni recibieron visitas. María Dmitrievna habló con el conde sin que Natacha lo supiese, aunque adivinó que hablaban del viejo príncipe Bolkonsky y tramaban algo; aquello la inquietó y ofendió. Esperaba al príncipe Andréi en cualquier momento y, dos veces aquel día, envió al portero a Vozendvizhenka para informarse. Pero no había llegado y ella se sentía más impaciente y triste que durante los primeros días de su regreso a Moscú. Se sumaba a ello el desagradable recuerdo de la entrevista con la princesa María y el viejo príncipe, y la desazón cuya causa no comprendía. Le parecía que Andréi no regresaría o que a ella iba a sucederle algo. No podía pensar en él tranquilamente, a solas, durante largos ratos como hacía antes; de inmediato rememoraba al viejo príncipe, la princesa, el teatro y Kuraguin. Se preguntaba una vez más si era culpable, si no había sido fiel al príncipe Andréi; examinaba cada palabra, cada gesto, cada matiz de lo dicho por el hombre que le había despertado un sentimiento incomprensible y perturbador. Ante la familia parecía más animada de lo habitual, pero en su interior ya no anidaba la serena felicidad de antes.
El domingo por la mañana, María Dmitrievna invitó a sus huéspedes a oír misa en su parroquia, en la iglesia de la Asunción.
—No me gustan las iglesias de moda —se enorgullecía de su independencia—. Dios es el mismo en todas partes. Nuestro pope es muy bueno y oficia dignamente, como el diácono. ¿Depende la santidad de cómo canten en el coro? No me gustan esas cosas, son solo frivolidades.
A María Dmitrievna le gustaban los domingos y sabía celebrarlos. El sábado se limpiaba la casa de arriba abajo y el domingo, ella y los criados, no trabajaban, vestían trajes de fiesta y acudían a misa. Se añadía algún plato a la mesa de los señores, y al servicio se le daba vodka y asado de pato o cochinillo; pero la festividad se reflejaba sobre todo en el semblante de María Dmitrievna, ancho y severo, que ese día se mostraba solemne.
Cuando después de la misa tomaron café en el salón con los muebles sin las fundas, avisaron a la dueña de la casa que el coche estaba listo; María Dmitrievna se puso sobre los hombros el chal de las fiestas que usaba para ir de visita, se levantó y dijo que iba a visitar al príncipe Nikolái Andréievich Bolkonsky para hablar con él de Natacha.
Tras salir María Dmitrievna, llegó una oficiala de Auber-Chalmet; Natacha, encantada de tener una distracción, se encerró para probarse los vestidos. Mientras se ponía un corpiño aún hilvanado y sin mangas y se miraba al espejo para ver cómo le quedaba la espalda, oyó en el salón las voces de su padre y una mujer; era la voz de Helena. Sin tiempo para quitarse el corpiño, se abrió la puerta y entró en la habitación la condesa Bezúkhov con una sonrisa amable. Vestía un bonito traje de terciopelo violeta y cuello alto.
—Ah! ma délicieuse! Charmante! —dijo y Natacha se puso como la grana—. Es imperdonable, querido conde —se volvió a Iliá Andréievich, que venía detrás—, vivir en Moscú y no dejarse ver. No se lo permitiré. Esta noche mademoiselle Georges declamará en mi casa. Vendrá un grupo de amigos, y si no lleva a sus dos bellas jóvenes, que son mejores que mademoiselle Georges, me enemistaré con usted. Mi marido no está; ha ido a Tver, en caso contrario le habría dicho que viniese a buscarlos. Pero vengan de todos modos. Los espero a las nueve.
Saludó con la cabeza a la oficiala, que se había inclinado con respeto ante la condesa; luego se sentó junto al espejo arreglándose el vestido de terciopelo. Hablaba cordialmente, siempre encomiando la belleza de Natacha; pasó revista a su ropa y le dedicó grandes alabanzas sin olvidar su vestido en gasa metálica traído de París y aconsejó a Natacha que se hiciese uno igual.
—Aunque todo le va bien a usted, querida.
Natacha sonreía de placer. Se sentía feliz y orgullosa con las alabanzas de aquella simpática condesa Bezúkhov, que le había parecido una dama inaccesible e importante y que ahora era tan amable con ella. Natacha se alegró y se sintió casi prendada de aquella mujer tan hermosa y buena. Helena admiraba realmente a Natacha y deseaba divertirla. Anatole le había rogado que le preparase un encuentro y por eso visitaba a los Rostov. La idea de acercar a su hermano y a Natacha era un juego para ella.
Aunque en San Petersburgo se había enfadado con Natacha por apartar a Boris de su lado, ahora no pensaba en ello y deseaba el bien de Natacha a su modo y con toda su alma. Al salir de la casa llamó a su protegée.
—Ayer comí con mi hermano; nos moríamos de risa al verlo; no prueba bocado y no hace más que suspirar por usted, ma chère. Querida, está perdidamente enamorado de usted.
Natacha se ruborizó al oírla.
—Ma délicieuse! Cómo se ruboriza —dijo Helena—. No deje de venir. Si ama a alguien, deliciosa mía, no es motivo para enclaustrarse. Aunque esté prometida, estoy segura de que su prometido habría deseado que usted salga mientras él esté ausente y no que se muera de aburrimiento.
«Sabe que estoy prometida, esto es, que ha hablado con su marido, Pierre, que es tan justo —pensó Natacha—. Habrán hablado y se habrán reído. Así que no tiene importancia.» Otra vez, bajo la influencia de Helena, lo que antes le parecía terrible ahora fue simple y natural. «Y ella, tan grande dame y agradable, me quiere. ¿Por qué no voy a divertirme?», pensó mientras contemplaba a Helena.
María Dmitrievna volvió a la hora de la comida, sombría y seria; sin duda había sido derrotada en casa del príncipe Bolkonsky. Estaba demasiado alterada después del choque para contar lo ocurrido con calma. A las preguntas del conde, dijo que todo había ido bien y que se lo contaría al día siguiente. Cuando supo la visita de la condesa Bezúkhov y su invitación, María Dmitrievna contestó:
—No me gusta la amistad de la Bezúkhov y no te la aconsejo; pero si lo has prometido —se volvió a Natacha—, ve y diviértete.
CAPÍTULO XIII
El conde Iliá Andréievich llevó a las jóvenes a casa de la condesa Bezúkhov. Había bastante gente, pero casi todos desconocidos para Natacha. El conde Iliá Andréievich se disgustó al ver que casi todos eran personas conocidas por sus costumbres licenciosas. Mademoiselle Georges, rodeada de jóvenes, estaba en un rincón. Había algunos franceses, entre ellos Métivier, que desde la llegada de Helena era íntimo de la casa. El conde Iliá Andréievich no quiso jugar a las cartas para no separarse de su hija y de Sonia, y marchar en cuanto terminara el recital de Georges.
Anatole rondaba la entrada, esperando a los Rostov. Saludó al conde, se acercó a Natacha y la siguió. En cuanto ella lo vio se sintió orgullosamente satisfecha de gustarle y temió la falta de barreras morales entre ellos. Helena acogió cariñosamente a Natacha, alabándola en voz alta. Poco después, mademoiselle Georges se retiró para vestirse. Se colocaron las sillas y todos se sentaron. Anatole arrimó una silla a Natacha y quiso sentarse junto a ella, pero el conde, que no quitaba los ojos de su hija, se acomodó a su vera. Anatole se colocó detrás.
Mademoiselle Georges, sus brazos rechonchos desnudos con hoyuelos y un chal rojo sobre un hombro, se colocó en el espacio entre las sillas y se detuvo. Se oyeron susurros de admiración.
Mademoiselle Georges miró al público con aire serio y se puso a recitar en francés unos versos sobre el amor criminal de una madre por su hijo. En ciertos pasajes alzaba la voz; en ocasiones susurraba irguiendo la cabeza; en otras, callaba y resollaba con ojos desorbitados.
—Adorable, divin, délicieux! —se oía.
Natacha miraba a mademoiselle Georges, pero no oía, veía, ni comprendía nada.
Solo se sentía de nuevo presa en aquel mundo extraño y loco, tan distinto del que conocía, donde no se discernía el bien del mal, lo razonable de lo insensato. Detrás de ella estaba Anatole; al sentirlo tan cerca, esperaba algo con temor.
Terminado el primer monólogo, todos se levantaron y rodearon a mademoiselle Georges para expresarle su entusiasmo.
—¡Qué hermosa es! —dijo Natacha a su padre, que se había puesto en pie y se acercaba a la artista.
—No me lo parece al mirarla a usted —dijo Anatole, que iba tras Natacha. Lo dijo cuando solo ella podía oírlo—. Es usted fascinante… desde que la vi no he dejado de…
—Vámonos, Natacha —dijo el conde volviendo en busca de su hija—. ¡Qué guapa es!
Natacha se acercó a su padre y lo miró con ojos asombrados.
Tras recitar otros monólogos, mademoiselle Georges se marchó y la condesa pidió a sus huéspedes que pasasen a otro salón.
El conde Iliá Andréievich quería irse, pero Helena le rogó que no estropease su baile improvisado. Los Rostov se quedaron. Anatole invitó a Natacha al vals. Mientras bailaban, su mano le ceñía la cintura y le decía que era preciosa y que la amaba. Natacha bailó la écossaise con Kuraguin; cuando estaban solos, Anatole no hablaba y solo la miraba. Natacha se preguntaba si sería un sueño lo dicho por Anatole durante el vals. Al terminar la primera figura de la escocesa, apretó su mano una vez más. Asustada, Natacha levantó hacia él los ojos, pero en la mirada y en la sonrisa de Anatole había tanta ternura y aplomo que no se decidía a decir nada.
—No me diga eso; estoy prometida y amo a otro —dijo ella.
Después lo miró; pero Anatole no estaba turbado ni apenado por lo que había oído.
—¡No me hable de eso! ¡Qué más me da! —dijo él—. Estoy enamorado de usted. ¿Tengo la culpa de que sea usted encantadora? Ahora empiece usted.
Animada e intranquila, con los ojos abiertos y asustados, Natacha miraba a su alrededor, y parecía más alegre de lo habitual. No comprendía casi nada de lo que sucedía. Bailaron la écossaise y la polca; su padre quiso irse de nuevo, y ella le rogó que se quedasen un poco más. Donde estuviese y hablara con quien hablase, siempre sentía su mirada. Después recordó que había pedido permiso a su padre para ir al tocador y arreglarse el vestido; Helena la había seguido y, riendo, le había hablado del amor de su hermano; que, en un saloncito de paso, encontró a Kuraguin; Helena desapareció y él, tomando su mano, había dicho:
—No puedo ir a su casa, ¿es posible que no vuelva a verla? La amo con pasión… ¿Puede que nunca…? —mientras hablaba acercaba su rostro al de Natacha y le cortaba el paso.
Sus grandes y brillantes ojos estaban tan cerca que Natacha no veía nada más.
—¡Nathalie! —susurró su voz y alguien apretó dolorosamente su mano—. ¡Nathalie!
«No sé… no tengo nada que decirle», contestó Natacha con la mirada.
Unos labios ardientes tocaron los suyos y se sintió libre; en la salita hubo un ruido de pasos y se oyó el frufrú del vestido de Helena. Natacha la miró; después, encendida y temblorosa, miró a Anatole con aire asustado y fue a la puerta.
—Una palabra, una sola, por Dios —decía Anatole.
Natacha se detuvo. ¡Necesitaba escuchar esa palabra que explicase todo lo sucedido y a la que ella habría contestado!
—Nathalie, una palabra, una sola —repetía Anatole, sin saber cómo seguir; y lo repitió hasta que Helena estuvo a su lado. Helena regresó al salón con Natacha. Los Rostov no se quedaron a cenar.
Natacha no pegó ojo en toda la noche. La atormentaba un dilema: ¿Amaba a Anatole o al príncipe Andréi? Amaba al príncipe; recordaba bien cómo lo había amado, pero también a Kuraguin, sin duda. «¿Cómo, si no, podía haber ocurrido lo que ocurrió? —pensaba—. Si al despedirme he podido sonreírle, si he podido es que lo he amado desde el principio. Es bueno, noble, apuesto; no podría dejar de amarlo. ¿Y qué hago si lo amo a él y también a otro?», se repetía sin hallar respuesta a esas terribles preguntas.
CAPÍTULO XIV
Con la mañana llegaron nuevas preocupaciones y tareas; todos se levantaron y comenzaron sus conversaciones y quehaceres. Regresaron las modistas. María Dmitrievna salió y llamaron para el té. Natacha tenía los ojos bien abiertos y observaba a los demás tratando de parecer tan natural como siempre y de captar cualquier mirada fija en ella.
Tras el desayuno, María Dmitrievna se acomodó en su butaca y llamó a Natacha y al viejo conde.
—Bueno, amigos; he meditado sobre este asunto y os daré mi consejo —dijo—. Como sabéis, ayer estuve con el príncipe Nikolái y hablé con él… Se puso a dar gritos, pero a mí no me arredró. ¡Le dije cuanto había que decirle!
—¿Y él qué quiere? —preguntó el conde.
—¿Él? No quiere saber nada. Pero para qué hablar. Ya hemos atormentado a esta pobre más de la cuenta. Mi consejo es que resolváis vuestros asuntos y regreséis a Otrádnoie… para aguardar allí los acontecimientos…
—¡Oh, no! —exclamó Natacha.
—Sí, hay que marcharse y aguardar allí. Si aparece ahora el novio, habrá disgustos. Que se las entienda con el viejo; luego podrá ir a vuestra casa.
Iliá Andréievich aprobó el consejo por sensato. Si el viejo se amansaba, siempre podrían ir a verlo a Moscú o a Lisia Gori; si el matrimonio tenía que hacerse contra su voluntad, habría que celebrarlo en Otrádnoie.
—Me parece un buen consejo —dijo—. Siento haber ido a su casa llevando a mi hija.
—No. ¿Por qué sentirlo? Estando él aquí no podía hacer otra cosa; era cuestión de cortesía. Pero si él no quiere, es asunto suyo —dijo María Dmitrievna rebuscando en su bolso—. El ajuar está listo y no hay que aguardar más. Lo que no esté ya listo os lo enviaré a Otrádnoie. Lo lamento, pero creo que es lo mejor, y que Dios os acompañe.
Encontró lo que buscaba en el bolso y se lo entregó a Natacha. Era una carta de la princesa María.
—Te escribe —dijo—. Sufre mucho la pobre temiendo que tú pienses que no te quiere.
—¡Claro que no me quiere! —exclamó Natacha.
—¡No digas bobadas! —replicó María Dmitrievna.
—Nadie me convencerá. Sé que no me quiere —aseguró Natacha tomando la carta. En su semblante había una expresión fría y rencorosa que obligó a María Dmitrievna a mirarla con el ceño fruncido.
—No hables así, niña —la cortó—. Lo que te digo es verdad. Contesta a la carta.
Natacha fue a su habitación para leer la carta. La princesa escribía que estaba desolada por el malentendido entre ellas y le rogaba que creyese —al margen de los sentimientos de su padre— que ella solo podía quererla porque la había elegido su hermano, por cuya felicidad sacrificaría todo.
«Por lo demás —decía—, no crea que mi padre está mal dispuesto hacia usted. Es viejo y está enfermo y hay que perdonarlo; pero también es bueno, generoso y querrá a la persona que haga feliz a su hijo.» La princesa María rogaba a Natacha que fijase un día para otra entrevista.
Tras leer la carta Natacha se sentó a contestar:
«Querida princesa» —escribió rápida y mecánicamente antes de detenerse. ¿Qué podía decir tras lo sucedido la víspera? Sí, las cosas eran antes así, pero todo cambió —pensó ante el papel en blanco—. «¿Debo renunciar a él? ¿Es preciso? ¡Esto es horrible…!» Para olvidar aquellos terribles pensamientos fue a buscar a Sonia y escogió unos bordados con ella.
Después de comer Natacha volvió a su habitación y reanudó la carta. «Así que todo ha terminado —pensó—. ¿Es posible que haya ido todo tan rápido destruyendo lo que había antes?» Rememoró su amor por el príncipe Andréi, pero sentía que amaba a Kuraguin. Se veía la esposa del príncipe Andréi; imaginaba la escena, tantas veces repetida, de su felicidad con él, pero también recordaba con inquietud los detalles de su encuentro con Anatole la víspera.
«¿Por qué no pueden existir al mismo tiempo? —pensaba, confundida—. Solo así sería feliz; ahora debo escoger, pero no puedo ser feliz sin los dos. Es imposible contar lo sucedido al príncipe Andréi, y también es imposible ocultárselo… Con el otro no se ha perdido nada. ¿Debo renunciar a la felicidad del amor con el príncipe Andréi, de la que he vivido tanto tiempo?»
—Señorita —susurró una doncella que entró con aire misterioso—, un hombre me ordena que se la entregue —tendió una carta—. En nombre de Cristo… —continuó mientras Natacha rompía el lacre y leía la apasionada carta de Anatole, de la que nada entendía, salvo que estaba escrita por el amado. Sí, lo amaba; ¿cómo, si no, podía haber ocurrir lo sucedido? ¿Cómo era posible que tuviera en sus manos una carta de él?
Natacha sostenía temblando el apasionado papel escrito por Dólokhov para Anatole y hallaba en él un eco de cuanto creía sentir. La carta comenzaba:
«Desde ayer está decidida mi suerte. Tener su amor o morir; no tengo otra salida.» Decía que los padres de Natacha no permitirían que se casase con él por causas misteriosas que solo a ella podía explicarle, pero que si ella lo amaba, bastaría con que dijese sí y no habría fuerza humana capaz de impedir su felicidad; el amor vencería todo obstáculo. Él la raptaría y la llevaría al otro confín del mundo.
«Sí, lo amo», pensaba Natacha, releyendo la carta y buscando en cada palabra un sentido oculto.
Esa tarde, María Dmitrievna fue a casa de los Arjarov e invitó a las jóvenes a que la acompañaran. Natacha se quedó en casa so pretexto de una jaqueca.
CAPÍTULO XV
Cuando al final de la noche Sonia entró en la habitación de Natacha, para su sorpresa la encontró todavía vestida y dormida en el diván. A su lado, en la mesa, estaba la carta de Anatole. Sonia la leyó.
Leía y miraba a Natacha buscando la explicación de lo que leía sin hallarla. El semblante de Natacha era sereno, dulce y feliz. Pálida y temblorosa de miedo y emoción, Sonia se llevó las manos al pecho. Se ahogaba, así que se dejó caer en una silla y lloró.
«¿Cómo no lo he visto? ¿Cómo han llegado tan lejos las cosas? ¿Será posible que ya no ame al príncipe Andréi? ¿Cómo ha podido permitir eso a Kuraguin? Es falso y malvado, sin duda. ¿Qué será de Nikolái? ¿Qué dirá, tan bueno y tan noble, cuando lo sepa? Esto significaba su cara a todo lo de anteayer, ayer y hoy —pensaba Sonia—. ¡No es posible que ella lo ame! Tal vez haya abierto la carta sin saber de quién era. Seguramente se ha ofendido. No puede hacer algo así.»
Sonia se secó las lágrimas, se acercó a Natacha y contempló su rostro de nuevo.
—¡Natacha! —musitó.
Natacha se despertó y vio a Sonia.
—¡Ah! ¿Ya has vuelto? —Y con esa ternura que se produce al despertar la abrazó. Pero notó la confusión de Sonia.
—¿Has leído la carta, Sonia? —preguntó —Sí —dijo su amiga.
Natacha sonrió triunfalmente.
—Sonia, no puedo callarlo más tiempo —dijo—. No puedo ocultártelo. Ya lo sabes, Sonia; nos amamos… Sonia, querida, él me escribe… Sonia…
Sonia miraba a Natacha con ojos incrédulos.
—¿Y Bolkonsky? —preguntó.
—¡Oh! ¡Sonia, si supieses lo feliz que soy! ¡Tú no sabes lo que es el amor!
—Natacha, ¿es que lo otro ha terminado?
Natacha miró a su amiga como si no la entendiese.
—¿Rompes con el príncipe Andréi? —preguntó Sonia.
—Ah, Sonia, no comprendes. No digas bobadas. Escucha —se enojó Natacha.
—No puedo creerlo —repitió Sonia—. Cómo has podido amar a un hombre durante un año y de repente… ¡Pero si lo has visto solo tres veces! No puedo creerte, bromeas. En tres días olvidarlo todo y…
—¡Tres días! —dijo Natacha—. A mí me parece que lo amo desde hace cien años. Creo que no he amado a nadie antes que a él. No puedes comprenderlo, Sonia. —Natacha la besó y la abrazó—. Me habían dicho que eso puede ocurrir; tú también lo habrás oído. Pero solo ahora siento un amor así. No es como antes. En cuanto lo vi sentí que era mi dueño y yo su esclava, que no podía dejar de amarlo. ¡Sí, su esclava! Haré lo que me ordene. No lo comprendes. ¿Qué hago, Sonia? —dijo Natacha con cara feliz y temerosa.
—Piensa en lo que haces. No puedo dejar esto así. Esas cartas secretas… ¿Cómo lo has permitido? —preguntó Sonia, horrorizada y asqueada.
—Te digo que no tengo voluntad. ¿No lo comprendes? ¡Lo amo!
—Pues no lo permitiré, lo contaré —exclamó Sonia entre lágrimas.
—¡Qué dices, en nombre de Dios…! Si lo cuentas, serás mi enemiga —repuso Natacha—. Quieres que sea infeliz, que nos separen…
Ante el temor de Natacha, Sonia lloró abochornada y compadeciéndose de su amiga.
—¿Qué hubo entre vosotros? —preguntó—. ¿Qué te ha dicho? ¿Por qué no viene?
Natacha calló.
—En nombre de Dios, Sonia, no lo cuentes a nadie, no me hagas sufrir —rogó—. Comprende que nadie puede meterse en estos asuntos. Te lo he contado…
—¿A qué tanto misterio? ¿Por qué no viene? —preguntaba Sonia—. ¿Por qué no pide tu mano? El príncipe Andréi te dejó libertad, así que… Pero no creo a ese hombre, Natacha. ¿Has pensado cuáles pueden ser esas causas secretas?
Natacha miró sorprendida a Sonia. Sin duda esa pregunta le surgía por primera vez y no sabía qué contestar.
—No sé cuáles serán las causas, pero debe haber alguna. —Sonia suspiró y meneó la cabeza con desconfianza—. Si hubiese motivos… — comenzó.
Natacha, adivinando sus dudas, la cortó.
—Sonia, no puedo dudar de él. ¡No puedo! ¿Comprendes? —gritó.
—¿Te ama?
—¿Que si me ama? —Natacha sonrió con piedad hacia la incomprensión de su amiga—. ¿No has leído esa carta? ¿No lo has visto?
—¿Y si es deshonesto?
—¿Él…? ¿Que es deshonesto? ¡Si tú supieses…! —dijo Natacha.
—Si es honesto, debe exponer sus intenciones o dejar de verte. Si tú no quieres obligarlo, lo haré yo. Le escribiré; se lo diré a papá —dijo resueltamente Sonia.
—¡No puedo vivir sin él! —gritó Natacha.
—No te entiendo, Natacha Acuérdate de tu padre, de Nikolái.
—No necesito a nadie, no amo a nadie más que a él. ¿Cómo te atreves a decir que es deshonesto? ¿No sabes que lo amo? —gritó—. ¡Vete, Sonia! No quiero pelearme contigo, ¡vete ya! ¿No ves cuánto sufro? —terminó Natacha con aspereza, ira y desazón.
Sonia salió corriendo entre sollozos.
Natacha fue de nuevo a la mesa y, sin reflexionar, escribió a la princesa María la respuesta que no había podido escribir. Decía que todos los malentendidos entre ellas habían concluido y que, aprovechando la generosidad de su hermano, que antes de ir al extranjero la había dejado en libertad, le rogaba que olvidase lo sucedido, que la perdonase si era culpable de algo ante ella, pero que no podía ser la esposa del príncipe. En ese momento todo le parecía fácil, sencillo y claro.
El viernes los Rostov debían regresar a Otrádnoie. El miércoles el conde fue con el comprador a su finca cercana a Moscú. Sonia y Natacha estaban invitadas a una comida de gala en casa de los Kuraguin, y María Dmitrievna las llevó.
Natacha se vio con Anatole, y Sonia observó que hablaban a escondidas y que su amiga parecía más inquieta que antes. Cuando volvieron a casa dio a Sonia las explicaciones que su amiga esperaba.
—Ya ves, Sonia; has dicho muchas bobadas sobre Anatole —comenzó con dulzura, como hacen los niños cuando quieren ser elogiados—. Hemos tenido una charla.
—¿Y qué te ha dicho? ¡Qué contenta estoy de que no te hayas enfadado conmigo, Natacha! Dime la verdad, ¿qué te ha dicho?
Natacha quedó pensativa.
—¡Sonia, si lo conocieses como yo! Me ha dicho… me ha preguntado por mi compromiso con Bolkonsky. Se alegró de que dependiera solo de mí romper.
Sonia suspiró con pena.
—Pero no has roto con Bolkonsky, ¿no? —preguntó.
—Tal vez lo haya hecho ya. Puede que todo haya terminado entre Bolkonsky y yo. ¿Por qué piensas tan mal de mí?
—No pienso nada; es solo que no entiendo…
—Escucha, Sonia; lo entenderás todo. Verás cómo es él. No pienses mal de nosotros.
—No pienso mal de nadie. Quiero y compadezco a todos, pero ¿qué hago?
Sonia no cedía al tono dulce de Natacha. Cuanto más tierna era la expresión de Natacha, más seria se ponía Sonia.
—Natacha —dijo—, me pediste que no te hablase de eso y no lo hice; ahora has empezado tú. Natacha, no confío en ese hombre. ¿A qué tanto misterio?
—¡Otra vez! —la cortó Natacha.
—Temo por ti.
—¿Qué temes?
—Que te eche a perder —repuso Sonia con energía, asustada de sus palabras.
Natacha expresó la ira de antes.
—¡Me echaré a perder! ¡Sí, y cuanto antes, mejor! No es cosa vuestra. Yo pagaré las consecuencias, no vosotros; ¿qué os importa? ¡Déjame! ¡Te odio!
—¡Natacha! —se asustó Sonia.
—¡Te odio! ¡Siempre serás mi enemiga! —Y salió corriendo.
Natacha no habló más con Sonia. La evitaba. Iba de una habitación a otra con expresión de estupor y culpabilidad; empezaba una cosa y la dejaba enseguida para volver a empezar.
Pese a la pena, Sonia no la perdía de vista un momento.
La víspera de la vuelta del conde, Sonia vio a Natacha sentada toda la mañana junto a la ventana del salón, como si aguardase algo, y que hacía señas a un militar que pasaba en coche a quien Sonia tomó por Anatole.
A partir de ese momento observó con atención a Natacha y la notó rara durante la comida y el resto de la tarde. Apenas contestaba a las preguntas, empezaba frases que no concluía y se reía de todo.
Después del té Sonia sorprendió a una doncella aguardando indecisa a Natacha a la entrada de su habitación. Cuando pasó, Sonia se pegó a la puerta y supo que traía otra carta.
Cayó así en la cuenta de que Natacha debía trazar planes terribles para esa tarde. Llamó a la puerta, pero Natacha no la dejó entrar.
«Va a escaparse con él —pensó Sonia—. Es capaz. Hoy tenía una expresión más lastimera y resuelta. Lloró al despedirse del tío. Sí, va a huir con él. ¿Qué puedo hacer, Dios mío? —Sonia trataba de recordar los indicios reveladores del propósito de Natacha—. El conde no está. ¿Escribir a Kuraguin pidiéndole explicaciones? ¿Quién puede obligarlo a responder? ¿Y si escribo a Pierre, como me dijo el príncipe Andréi que hiciese en caso necesario? Pero si Natacha ha roto su compromiso con Bolkonsky porque ayer envió una carta a la princesa María… Si al menos estuviera el tío…»
Decírselo a María Dmitrievna, que tanto confiaba en Natacha, le parecía horrible.
«En todo caso —pensó en el oscuro pasillo—, es momento de demostrar que recuerdo lo que esta familia ha hecho por mí y que amo a Nikolái. No me moveré aunque tenga que pasar tres noches despierta. Impediré que salga, aunque sea por la fuerza. No permitiré semejante ignominia sobre su familia.»
CAPÍTULO XVI
Anatole ahora vivía con Dólokhov, que había ideado el rapto de Natacha, proyecto que debía realizarse el día en que Sonia se había quedado a la puerta con el propósito de vigilar. Natacha había prometido a Kuraguin reunirse con él a las diez en la entrada de servicio; Anatole debía conducirla en un trineo hasta la aldea de Kamenka, a sesenta kilómetros de Moscú. Allí, un pope excomulgado los uniría en matrimonio. En Kamenka irían hasta el camino de Varsovia, donde huirían al extranjero utilizando la posta.
Kuraguin tenía el pasaporte, las hojas de ruta y diez mil rublos de su hermana y otros diez mil prestados por mediación de Dólokhov.
En la antesala, tomando té, había dos testigos: uno era Jvostikov, un antiguo funcionario a quien Dólokhov utilizaba en sus asuntos del juego; el otro era Makarin, un húsar retirado, bonachón y débil, que adoraba a Kuraguin.
En su despacho adornado de tapices persas, pieles de oso y armas, Dólokhov, con traje de viaje, estaba sentado ante un escritorio donde reposaban ábacos y fajos de billetes. Anatole, con la casaca desabrochada, iba de arriba abajo, desde la sala donde aguardaban los testigos hasta el despacho de Dólokhov y la siguiente estancia, donde su ayuda de cámara francés y otros criados terminaban de preparar el equipaje. Dólokhov contaba el dinero y tomaba notas.
—Habrá que dar dos mil rublos a Jvostikov —dijo.
—Pues dáselos —repuso Anatole.
—Makarka —así llamaba a Makarin— lo hará gratis. Por ti se tiraría al fuego. Aquí tienes las cuentas. —Le mostró sus notas—. ¿Está bien?
—Sí —dijo Kuraguin sin escuchar a Dólokhov ni dejar de sonreír.
Dólokhov cerró el escritorio y se volvió hacia Anatole con una sonrisa sardónica.
—¿Sabes? Déjalo; aún estás a tiempo.
—¡Idiota! —exclamó Kuraguin—. No digas bobadas. Si supieses… ¡El diablo sabe lo que es esto!
—Hablo en serio —prosiguió Dólokhov—. No lo hagas. No es una broma lo que te propones.
—Vale, déjame y no fastidies más. ¡Vete al diablo! —se irritó Anatole—. No estoy para bromas —dijo y salió.
—Espera —dijo—. No son bromas. Hablo en serio. Ven.
Anatole regresó y, tratando de concentrarse, miró a Dólokhov.
—Escucha. ¿Por qué voy a bromear contigo? ¿Te he llevado la contraria? ¿Quién ha preparado todo? ¿Quién ha encontrado al pope? ¿Quién ha sacado el pasaporte? ¿Quién ha conseguido el dinero? Yo.
—Sí, y te lo agradezco. ¿Crees que no? —Anatole suspiró y abrazó a Dólokhov.
—Te he ayudado, pero debo decirte la verdad. Esto es peligroso y, bien pensado, una majadería. Supongamos que te la llevas. ¿Crees que quedará así? Se sabrá que estabas casado. Te llevarán a los tribunales…
—¡Bah, bah! ¡Bobadas! —Anatole frunció el ceño—. ¿No te lo he explicado ya? —Con la obstinación propia de los torpes cuando formulan una opinión propia, reiteró su razonamiento, que había repetido cientos de veces a Dólokhov.
—Te había dicho que si el matrimonio no es válido, no soy responsable; y si es válido, me da lo mismo porque nadie lo sabrá en el extranjero. ¿No?
—Déjalo, Anatole. Te meterás en líos…
—¡Vete al infierno! —Anatole se llevó las manos a la cabeza y fue a otra habitación.
Regresó y se sentó en una butaca delante de Dólokhov con las piernas recogidas.
—¡Ni el diablo sabe lo que es esto! Mira cómo late —tomó una mano de Dólokhov y se la puso en el pecho—. ¡Ah! ¡Qué pie, querido, qué visión! ¡Una diosa! ¿Eh?
Dólokhov lo miró con una sonrisa helada; sus hermosos y desvergonzados ojos lo miraban con burla. Sin duda quería divertirse a costa de él.
—Bueno. Se te acabará el dinero, ¿entonces, qué?
—¿Entonces qué? —Anatole se asombró ante la idea de lo que podía ocurrir—. ¿Entonces qué? ¡Qué sé yo…! Pero no digas idioteces. —Consultó el reloj—. —¡Es la hora! —dijo. Se levantó y fue a la estancia interior—. ¡Eh, vosotros! —gritó—. ¡No perdáis más tiempo!
Dólokhov recogió el dinero, ordenó a un criado que preparase algo de comida y bebida para el viaje, y entró donde estaban Jvostikov y Makarin.
Anatole se había echado en el diván del despacho y sonreía pensativo mientras susurraba algo cariñoso.
—Ven a comer o a beber algo —gritó Dólokhov desde la otra habitación.
—No quiero —repuso Anatole sin dejar de sonreír.
—Ven, ya llegó Balaga.
Anatole se levantó y fue al comedor. Balaga era un conductor de trineo muy conocido por su destreza. Dólokhov y Kuraguin recurrían a él a menudo hacía ya seis años; a veces, cuando el regimiento de Anatole estaba en Tver, había salido con él de allí al atardecer y al amanecer estaban en Moscú, y a la noche siguiente hacían el camino de vuelta. En otras ocasiones había salvado a Dólokhov de persecuciones molestas. Más de una vez lo había paseado con cíngaros y damiselas, como las llamaba Balaga. Más de una vez, en sus andanzas por Moscú, había atropellado a transeúntes y a otros trineos, saliendo siempre impune, gracias a la influencia de «sus señores», como llamaba a Dólokhov y Kuraguin. Reventaba caballos para satisfacer las prisas de los dos jóvenes, que le propinaban alguna paliza o lo emborrachaban con champaña y madeira, bebidas que le encantaban; él conocía muchas hazañas de ambos, de las que cuestan una condena en Siberia a la gente corriente. Kuraguin y Dólokhov lo llevaban a sus juergas y lo obligaban a beber y a bailar con los cíngaros; por sus manos pasaban miles de rublos. Arriesgaba la vida más de veinte veces al año al servicio de «sus señores», y había reventado muchos caballos que costaban más que el dinero recibido de ellos. Pero los quería; adoraba las carreras a veinte kilómetros por hora; sentía placer haciendo volcar a otros cocheros y recorriendo al galope las calles de Moscú atropellando gente, y su mayor delicia era oír a sus espaldas salvajes y ebrias voces, ordenando «deprisa, deprisa», cuando era imposible ir a más velocidad, o dar un latigazo a un mujik que, más muerto que vivo, dejaba el paso libre. «¡Estos sí son señores!», pensaba de Anatole y Dólokhov.
También ellos querían a Balaga porque era un artista de su oficio y tenía sus mismas aficiones. Balaga pedía veinticinco rublos por una carrera de dos horas, y las más de las veces no conducía él, sino que mandaba a uno de sus mozos; pero si se trataba de «sus señores», conducía él sin pedir un céntimo. Cuando, gracias a los ayudas de cámara, sabía que tenían dinero, se presentaba sobrio —pasados varios meses— por la mañana en la casa, saludaba con grandes reverencias y les pedía ayuda. Los señores siempre lo hacían sentar.
«Sea bueno, padrecito Fiódor Ivanich, o excelencia —decía—. Me he quedado sin caballos, présteme lo que pueda para ir a la feria.»
Cuando tenían dinero le daban mil o dos mil rublos.
Balaga era un mujik de veintisiete años, rubio, rubicundo, de cuello grueso y rojizo, nariz remangada, ojos brillantes y barbita puntiaguda. Vestía caftán de paño azul y forro de seda sobre la pelliza.
Se santiguó mirando los iconos del ángulo delantero, y se acercó a Dólokhov, tendiéndole una mano más pequeña y oscura.
—¡Buenas tardes, Fiódor Ivanich! —dijo inclinándose.
—Hola, amigo. Ahí tienes.
—Buenas tardes, excelencia —dijo a Kuraguin, que entraba y también le tendió su mano.
—Balaga, ¿me quieres o no? —Anatole le puso las manos en los hombros—. Si es así, a ver si te portas bien… ¿Con qué caballos has venido?
—Con los que mandó, con las fieras —dijo Balaga.
—Escucha, Balaga… revienta el tiro, pero tenemos que llegar en tres horas, ¿sí?
—¿Cómo vamos a llegar si lo reviento? —Balaga guiñó un ojo.
—¡No bromees o te parto la cara! —gritó Anatole con los ojos desorbitados.
—¿Por qué iba a bromear? —sonrió el cochero—. ¡Cómo no voy a esforzarme por mis señores! Correremos todo lo que puedan los caballos.
—Ah, bueno. Siéntate. Fiódor
—Siéntate— repitió Dólokhov.
—Estoy bien así, Fiódor Ivanich.
—Siéntate y no finjas. Bebe. —Anatole llenó un vaso de vino de Madeira.
Los ojos del cochero se animaron al ver el vino. Lo rechazó por guardar las formas, pero bebió y se limpió los labios con un pañuelo de seda roja que llevaba en el gorro.
—Bien, ¿cuándo hay que salir, excelencia?
—A ver —Anatole consultó el reloj—, ahora mismo. Escucha, ¿llegaremos?
—Si la salida es buena, ¿por qué no? Hemos ido a Tver en siete horas, su excelencia debe recordarlo.
Anatole se volvió a Makarin, que lo contemplaba encantado.
—Una vez fuimos a Tver por Navidad —le dijo—. No lo creerás, pero no podíamos respirar por la velocidad de los caballos. Nos echamos sobre un convoy y saltamos por encima de dos carros, ¿a que sí?
—¡Qué caballos! —prosiguió Balaga—. Había enganchado unos potros jóvenes al alazán y puede, créame, Fiódor Ivanich, esas fieras galoparon sesenta kilómetros sin parar; no podía frenarlos, se me quedaron las manos rígidas del frío y le pasé las riendas a su excelencia y me caí al fondo del trineo. ¡En tres horas nos llevaron aquellos diablos! Solo estiró la pata el de la izquierda.
CAPÍTULO XVII
Anatole salió y volvió unos minutos después con un abrigo de piel atado con un cordón de plata; llevaba un gorro de marta cibelina que le sentaba muy bien. Se miró al espejo, se acercó a Dólokhov y tomó un vaso de vino.
—Bueno, Fiódor, adiós y gracias por todo. Compañeros… amigos… —se detuvo a pensar—, compañeros de mi juventud… adiós —dijo a Makarin y a los otros.
Aunque todos lo acompañaban, Anatole quería hablar en tono solemne y patético a sus compañeros. Hablaba lentamente, sacando el pecho y oscilando una pierna.
—Tomad vuestros vasos… tú también, Balaga. Compañeros y amigos de mi juventud. Hemos vivido y nos hemos divertido juntos, ¿no? ¿Cuándo nos veremos otra vez? Me voy al extranjero. Se acabó, chicos. ¡A vuestra salud! ¡Hurra! —apuró el vaso y lo estrelló contra el suelo.
—¡A su salud! —Balaga se bebió su vaso y se secó los labios con el pañuelo.
Makarin abrazó a Anatole con lágrimas en los ojos.
—¡Ah, príncipe! ¡Cuánto siento separarme de ti! —dijo—.
—¡En marcha! — gritó Anatole.
Balaga se dispuso a salir.
—No, espera —dijo Anatole—. Cierra la puerta; tenemos que sentarnos.
Cerraron la puerta y se sentaron todos.
—¡Bueno, amigos! Ahora vamos —dijo Anatole levantándose.
Joseph, el lacayo, entregó a Anatole la cartera y el sable y todos salieron al pasillo.
—¿Y el abrigo de piel? —preguntó Dólokhov—. ¡Eh, Ignatka! Ve donde Matriona Matvéyevna y que te dé el abrigo de marta cibelina. He oído cómo se rapta. —Guiñó un ojo. —Saldrá de casa más muerta que viva, con lo puesto. Si se pierde un minuto, vienen las lágrimas… que si papá, mamá, que se queda helada y se echa atrás. Tienes que abrigarla y llevarla de inmediato al trineo.
El criado trajo un abrigo de zorro.
—¡Idiota! ¡He dicho que el de marta cibelina! ¡Eh, tú, Matriona, el de cibelina! —gritó tan fuerte que lo oyeron en las habitaciones más distantes.
Una bella gitana, delgada y pálida, de brillantes ojos negros y cabello rizado con reflejos azulados y un chal rojo sobre los hombros apareció con el abrigo de cibelina.
—Tómalo, no me da pena —dijo tímidamente ante su señor con pena por perder el abrigo.
Dólokhov recogió el abrigo, se lo echó a Matriona y la envolvió en él.
—¿Ves? Así se hace —dijo—; después, así —levantó el cuello, dejando al aire solo una pequeña parte del rostro de la gitana—. Luego así, ¿ves? —acercó la cabeza de Anatole al cuello del abrigo, por donde se veía el sonriente rostro de Matriona.
—Adiós, Matriona. —Anatole le dio un beso—. Vale ya de bromas. Despídeme de Stiopka. ¡Adiós! ¡Adiós, Matriona, deséame suerte!
—Que Dios te haga muy feliz, príncipe, mucha suerte —dijo Matriona con su acento cíngaro.
En el porche había dos trineos; Balaga se sentó en el primero y arregló las riendas con calma levantando los codos. Anatole y Dólokhov se acomodaron con él; Makarin, Jvostikov y los dos criados se instalaron en el otro.
—¿Ya? —preguntó Balaga—. ¡Adelante! —gritó enrollándose las riendas en la mano.
El trineo voló hacia el bulevar Nikitski.
—¡Eh, br, br! ¡Fuera! —gritaban Balaga y el mozo que iba a su lado. Al llegar a la plaza de Arbat, el trineo se precipitó sobre un carruaje; se oyó un ruido seco y un grito; pero Balaga siguió calle Arbat arriba. Dieron dos vueltas por Podnovinski; Balaga aflojó entonces la carrera y frenó los caballos en la esquina de Staraia Koniushennaia.
El mozo que iba con Balaga saltó para sujetar a los caballos. Anatole y Dólokhov también se apearon. Al llegar a la puerta Dólokhov dio un silbido. Respondió otro silbido y a continuación apareció la doncella:
—Entren en el patio; aquí pueden verlos. Ahora saldrá.
Dólokhov se quedó junto al portalón; Anatole siguió a la doncella hacia el patio, giró en la esquina y subió al porche. Gavrilo, el gigantesco criado de María Dmitrievna, salió a su encuentro.
—Lo espera la señora —dijo en voz baja cerrándole el paso.
—¿Qué señora? ¿Quién eres tú? —preguntó Anatole en un susurro.
—Sígame, por favor; tengo órdenes de hacerlo entrar.
Se oyó entonces a Dólokhov gritar:
—¡Kuraguin! ¡Atrás! ¡Traición! ¡Atrás!
Junto a la reja, Dólokhov forcejeaba con el portero, que trataba de cerrar la puerta a espaldas de Kuraguin. Con un último esfuerzo, rechazó al portero, y asiendo el brazo de Anatole, corrió con él al trineo.
CAPÍTULO XVIII
María Dmitrievna, al encontrar a Sonia en el pasillo llorando, la obligó a contar todo. Tras leer la nota de Natacha, María Dmitrievna entró en su habitación.
—¡Infame! ¡Desvergonzada! —gritó—. ¡No quiero oírte! —Tras rechazar a Natacha, que la miraba atónita con los ojos secos, la encerró con llave y ordenó al portero que dejase abierta la entrada a quienes vendrían esa noche; pero que no les permitiese salir. Mandó a Gavrilo que hiciese pasar a esas personas apenas llegasen, y se sentó en el salón a la espera de los raptores.
Cuando Gavrilo anunció que las personas habían huido, María Dmitrievna se puso a caminar por la estancia con gesto hosco, las manos a la espalda, reflexionando lo que debía hacer. A medianoche buscó la llave y fue a la habitación de Natacha. Sonia seguía sollozando en el pasillo.
—Por Dios, María Dmitrievna, déjeme entrar a verla —suplicó.
Sin contestar, María Dmitrievna abrió la puerta y entró. «Muchacha vil e infame, en mi casa… Su padre me da lástima —pensaba María Dmitrievna tratando de calmarse—. Por difícil que sea, haré que no se entere el conde; ordenaré a todos que guarden silencio.» María Dmitrievna entró con decisión. Natacha seguía en el diván, inmóvil, con la cabeza entre las manos, en la misma posición en que la había dejado María Dmitrievna.
—¡Mira la niña buena! ¡Citar a tus amantes en mi casa! Deja de fingir… ¡Atiende cuando te hable! —María Dmitrievna le tocó el brazo—. Atiende cuando te hable. Te has cubierto de oprobio como la peor de las busconas. Ya te arreglaría yo las cuentas, pero me apena tu padre. Lo ocultaré.
Natacha seguía inmóvil; todo su cuerpo se sacudió entre sollozos convulsos. María Dmitrievna miró a Sonia y se sentó en el diván junto a Natacha.
—Agradece que haya escapado, pero lo encontraré —dijo con aspereza—. ¿Oyes lo que te digo? —Con una de sus manazas volvió hacia ella el rostro de Natacha. Tanto María Dmitrievna como Sonia se asustaron al verla. Tenía los ojos brillantes y secos, los labios fruncidos y las mejillas hundidas.
—Dejadme… yo… a mí… moriré —dijo soltándose con gesto airado de María Dmitrievna y volviendo a su anterior posición.
—¡Natalia! —dijo María Dmitrievna—. Sabes que deseo tu bien. Quédate así, que no te tocaré… Pero escucha; no te diré lo culpable que eres porque lo sabes. Tu padre llega mañana… ¿Qué le digo?
De nuevo los sollozos sacudieron el cuerpo de Natacha.
—Se enterarán tu padre, tu hermano, tu novio.
—No tengo novio. He roto con él —gritó Natacha.
—Es lo mismo —prosiguió María Dmitrievna—. ¿Crees que van a dejar las cosas así cuando se enteren? Conozco a tu padre; lo desafiará a un duelo. Muy bonito, ¿eh?
—¡Ah, dejadme! ¿Por qué lo habéis impedido? ¿Quién os pidió que os entrometieseis? —Natacha se incorporó y miró con rabia a María Dmitrievna.
—¿Qué querías que hiciéramos? —María Dmitrievna se exaltó—. ¡Vaya! ¿Acaso te hemos tenido encerrada alguna vez? ¿Quién impedía a ese hombre venir a verte? ¿Por qué iba a raptarte como a una gitana? Si te hubiese raptado, ¿crees que no darían con él? Tu padre, tu hermano, tu novio. ¡Ese hombre es un canalla!
—¡Vale más que todos vosotros! —gritó Natacha—. Si no lo hubieseis impedido… ¡Dios mío! ¡Sonia! ¿Por qué? ¡Marchaos ya! —Sollozó con la desesperación de quien llora por un mal que es culpa suya y lo sabe.
María Dmitrievna quiso hablar, pero Natacha gritó:
—¡Fuera! ¡Fuera ya! ¡Todos me odian, me desprecian!
Y se arrojó sobre el diván. María Dmitrievna le habló un rato para ver si la convencía de que había que ocultar al conde lo ocurrido, que nadie se enteraría de nada si ella olvidaba todo y hacía ver que nada había ocurrido. Natacha no contestaba; no sollozaba, pero temblaba entre escalofríos. María Dmitrievna le puso una almohada bajo la cabeza, le echó dos mantas y le trajo tila, pero Natacha no se movió.
—Bueno, que duerma. —María Dmitrievna salió creyendo que estaba adormecida.
Pero no dormía; miraba con ojos que parecían escapar de su pálido rostro. No pegó ojo en toda la noche, sin llorar ni hablar a Sonia, que se levantó varias veces para ver cómo seguía.
Al día siguiente, el conde Iliá Andréievich llegó a la hora del desayuno de su hacienda. Estaba contentísimo, había llegado a un buen acuerdo con el comprador y nada lo retenía en Moscú; podía volver junto a su esposa, a quien añoraba. María Dmitrievna lo recibió y le dijo que Natacha había enfermado la víspera y que había hecho llamar a un médico, aunque ya estaba mejor.
Natacha no salió de su habitación esa mañana. Miraba inquieta y atentamente a cuantos pasaban por la calle con sus labios agrietados fruncidos y los ojos secos; se volvía si alguien entraba en la habitación con andares masculinos. Sin duda aguardaba noticias de Anatole o que viniese él mismo.
Cuando el conde entró, se giró sobresaltada y su rostro adquirió de nuevo una expresión fría e iracunda. No se levantó para salir a su encuentro.
—¿Qué te pasa, ángel? ¿Estás enferma? —preguntó el conde.
Natacha guardó silencio.
—Sí, estoy enferma —dijo.
A las preguntas preocupadas de su padre sobre por qué estaba tan triste y si había ocurrido algo al príncipe Andréi, repuso que no ocurría nada y le pidió que no se preocupase. María Dmitrievna confirmó las palabras de Natacha.
La fingida enfermedad de su hija, su tristeza, los rostros confusos de Sonia y María Dmitrievna hacían ver al conde que había ocurrido algo en su ausencia; pero era tan terrible pensar que algo ignominioso pudiese haber ocurrido a su hija predilecta, amaba tanto su jovialidad, que no quiso preguntar y trató de convencerse de que todo estaba bien. Solo sentía que la enfermedad de Natacha aplazase la vuelta a Otrádnoie.
CAPÍTULO XIX
Desde que su esposa llegó a Moscú, Pierre se había propuesto marcharse a donde fuese para no estar con ella. Poco después de llegar los Rostov, la impresión que le producía Natacha lo obligó a apresurarse. Fue a Tver para visitar a la viuda de Osip Alexéievich, que hacía tiempo le había prometido darle los papeles de su marido.
Cuando Pierre regresó a Moscú le dieron una carta de María Dmitrievna invitándolo a visitarla por un asunto importante relacionado con el príncipe Bolkonsky y su prometida. Pierre evitaba a Natacha; le parecía sentir hacia ella una atracción más fuerte de lo que aconsejaba su estado marital y que ella fuese la novia de su amigo. Pero el destino lo llevaba siempre hacia ella.
«¿Qué habrá pasado? ¿Por qué me necesitan?», pensaba mientras se vestía para visitar a María Dmitrievna. «¡Ojalá venga ya el príncipe Andréi y se case con ella!», se dijo mientras se encaminaba a casa de la señora Ajrosimova.
En el bulevar Tverskoi oyó una voz conocida que lo llamaba:
—¡Pierre! ¿Hace tiempo que has vuelto?
Levantó la cabeza y vio a Anatole Kuraguin con su eterno amigo Makarin, que iba en un trineo tirado por dos potros grises. Anatole iba erguido, en la postura de los oficiales elegantes; el cuello de castor envolvía la parte inferior de su rostro. Ladeaba la cabeza mostrando su cara sonrosada. Llevaba inclinado el sombrero de penacho, bajo el que asomaban sus cabellos rizados cubiertos de nieve.
«He aquí un verdadero sabio —pensó Pierre con envidia—. Solo ve el placer del momento; nada lo inquieta; por eso siempre está alegre y tranquilo. ¡Ojalá fuese yo como él!»
En el recibidor de la señora Ajrosimova, el criado que lo ayudó a quitarse el abrigo le dijo que María Dmitrievna lo aguardaba en su habitación.
Al abrir la puerta del salón, Pierre vio a Natacha sentada junto a la ventana, pálida y ojerosa. La muchacha se giró a él con gesto hosco y salió fría dignidad.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Pierre al entrar en la habitación de María Dmitrievna.
—Un bonito asunto. A mis cincuenta y ocho años no había visto semejante desvergüenza.
Tras exigir a Pierre su palabra de honor de que no contaría lo que iba a escuchar, María Dmitrievna le explicó que Natacha había roto con el príncipe Bolkonsky sin advertir a sus padres, que la causa había sido Anatole Kuraguin, con quien la había puesto en relación la propia mujer de Pierre, y que Natacha había intentado escaparse para casarse secretamente con Anatole.
Atónito, Pierre, los hombros en alto y boquibierto, escuchaba sin creer lo que oía. Que la novia del príncipe Bolkonsky, tan querida antes, la adorable Natacha Rostova, dejase a su prometido por el idiota de Anatole, casado, pues Pierre conocía el secreto de su boda, y se enamorase para querer huir con él era algo que no podía entender ni imaginar.
La buena opinión de Natacha, a quien conocía desde pequeña, no cuadraba con la nueva Natacha infame, imbécil y cruel. Recordó a su esposa: «Todas son iguales», se dijo pensando que no era el único con la mala suerte de estar atado a una mala pécora. Compadecía al príncipe Andréi al evocar su orgullo; cuanto más recordaba a su amigo, mayor era el desdén y el asco que le inspiraba Natacha que poco antes, con fría dignidad, había salido de la sala sin prestarle atención. Ignoraba que el espíritu de Natacha nadaba en la desesperación y la más humillante de las ignominias, que no era culpable de que su rostro expresase aquella seriedad digna y grave.
—¿Cómo iban a casarse? —preguntó Pierre—. Él no puede, ya está casado.
—¡De mal a peor! —exclamó María Dmitrievna—. ¡Vaya con el muchacho! Es un canalla. Y ella esperándolo desde hace dos días. Al menos dejará de esperar. Hay que decírselo.
Pierre le relató los detalles del matrimonio de Anatole. María Dmitrievna, tras desahogarse, explicó a Pierre por qué lo había llamado. Temía que el conde o Bolkonsky —a quien esperaban en cualquier momento— desafiasen a Kuraguin; por eso quería ocultar lo sucedido y rogaba a Pierre que obligase a su cuñado a salir de Moscú y a que no volviese más.
Pierre prometió hacer lo que le pedía, pues comprendía el peligro que corrían el viejo conde, Nikolái y el príncipe Andréi.
Tras exponer clara y concisamente sus motivos, María Dmitrievna lo condujo al salón.
—Cuidado, el conde ignora todo —le dijo—. Finge que no sabes nada. Yo iré a decirle que no tiene que aguardar más. Quédate a comer, si quieres.
Pierre halló en el salón al viejo conde, confuso y apenado. Natacha acababa de decirle que había roto con Bolkonsky.
—¡Qué desgracia, mon cher! —le dijo—. Es una desgracia cuando estas chicas no están con la madre. Lamento haber venido. Seré franco. ¿Sabe que ha roto con su prometido sin consultar a nadie? Cierto es que nunca me gustó ese matrimonio. Él es un hombre excelente, pero casándose contra la voluntad de su padre habrían sido infelices y a Natacha no le faltarán novios. Pero llevaban mucho tiempo y, ¿qué es eso de dar ese paso sin decírselo a sus padres? Ahora está enferma. Dios sabe qué tiene… Mal asunto, conde, que las hijas estén sin su madre…
Viendo el disgusto de Iliá Andréievich, Pierre trató de cambiar de tema, pero él lo reanudaba. Sonia entró muy alterada, y dijo a Pierre:
—Natacha no se encuentra bien; está en su habitación y desea verlo. María Dmitrievna le ruega que vaya.
—Sí, usted es amigo de Bolkonsky —dijo el conde—; seguramente querrá darle algo para él. ¡Ay, Dios mío! ¡Con lo bien que iba todo!
Y salió con las manos en las sienes, cubiertas de cabellos ralos y canos.
María Dmitrievna había dicho a Natacha que Anatole Kuraguin estaba casado. Ella no quería creerlo y pedía que Pierre lo confirmase. Sonia se lo contó mientras lo llevaba a la habitación de Natacha.
Pálida y con expresión grave, Natacha, sentada a la vera María Dmitrievna, recibió a Pierre con mirada febril e interrogante. No sonrió ni inclinó la cabeza como solía; lo miró fijamente y le preguntó con los ojos si era amigo o enemigo, como los demás, en relación a Anatole. Estaba claro que Pierre no existía para ella en sí mismo.
—Lo sabe todo —María Dmitrievna señaló a Pierre—. Que te diga si es verdad lo que te he contado.
Los ojos de Natacha, como los de una bestia herida que mira a los perros y al cazador que se acercan, miraron a Pierre y a María Dmitrievna.
—Natalia Ilinishna —Pierre bajó los ojos sintiendo piedad hacia ella y rechazo por lo que debía hacer—, verdad o no, debería darle lo mismo porque…
—¿No es entonces cierto que esté casado?
—Sí que es cierto.
—¿Se casó hace tiempo? —preguntó—. ¿Me da su palabra de honor?
Pierre dio su palabra de honor.
—¿Sigue aquí? —preguntó con rapidez Natacha.
—Sí; acabo de verlo.
Sin duda le faltaban las fuerzas para seguir hablando a Natacha. Con una seña de la mano rogó que la dejasen sola.
CAPÍTULO XX
Pierre no se quedó a cenar. Salió de la habitación y se marchó enseguida en busca de Anatole Kuraguin. Al pensar en él le palpitaba el corazón y parecía quedarse sin aliento. Anatole no estaba con los cíngaros, ni en Camoneno. Pierre fue al Club, donde todo parecía como siempre. Los socios que iban a comer formaban sus grupos y hablaban de las novedades de la ciudad. Todos saludaron a Pierre. Un lacayo, que conocía sus costumbres, le dijo que le habían reservado una silla en el comedor pequeño, que el príncipe Mijaíl Zajarish estaba en la biblioteca y que Pavel Timofeievich aún no había llegado. Un conocido suyo le preguntó si era cierto que la señorita Rostova había sido raptada por Kuraguin, cosa que era la comidilla de toda la ciudad. Pierre rio asegurando que la noticia era absurda porque venía de ver a los Rostov. Preguntó por Anatole; unos dijeron que no había llegado; otros, que pensaba comer allí. A Pierre le extrañó toda aquella gente tranquila e indiferente, que no sabían lo que turbaba su espíritu. Paseó un rato por el salón hasta que todos llegaron; al ver que Kuraguin no aparecía, volvió a casa sin quedarse a comer.
Anatole había comido con Dólokhov para consultarle el modo de remediar lo hecho. Le parecía forzoso ver a Natacha. Esa tarde se acercó a casa de su hermana para hallar un medio de arreglar la entrevista. Cuando Pierre, tras recorrer toda la ciudad, llegó a su casa, un criado le dijo que Anatole Vasílievich estaba con la condesa.
El salón de Helena estaba lleno de invitados; Pierre, sin saludar a su mujer, a la que desde su llegada a Moscú no había visto y ahora le resultaba más odiosa que nunca, entró en el salón; al ver a Anatole, se dirigió a él.
—¡Ah! ¡Pierre! —La condesa se acercó a su marido—. No sabes en qué situación está nuestro Anatole…
Se detuvo al ver en la cabeza gacha, los ojos brillantes y los andares resueltos de Pierre, la terrible expresión de furor y fuerza que conocía y había experimentado tras el duelo con Dólokhov.
—Dondequiera que estés, solo hay depravación y maldad —dijo Pierre a su mujer—. Anatole, tenemos que hablar —añadió en francés.
Anatole miró a su hermana; se levantó dócilmente y siguió a Pierre, que lo asió del brazo, tiró de él y salió.
—Si usted se permite en mi salón… —susurró Helena. Pero su marido salió sin prestarle atención.
Anatole siguió a Pierre con su arrogancia de siempre, pero su rostro revelaba inquietud.
Al entrar en su despacho, Pierre cerró la puerta y le habló sin mirarlo:
—¿Has prometido casarte con la condesa Rostova? ¿Has intentado raptarla?
—Amigo —repuso Anatole en francés—, no me creo obligado a contestar a un interrogatorio en ese tono.
El rostro de Pierre, pálido, se desfiguró por la rabia. Asió con su fuerte mano a Anatole por el cuello del uniforme y lo zarandeó hasta que el rostro de Kuraguin reflejó suficiente miedo.
—¡He dicho que tengo que hablarte…! —repitió.
—Pero esto es una estupidez —Anatole se tocó un botón desgarrado.
—Eres un sinvergüenza y un canalla; no sé por qué no te aplasto la cabeza con esto —dijo Pierre agarrando un pesado pisapapeles que levantó amenazador, pero lo dejó en su sitio—. ¿Le prometiste casarte con ella?
—Yo, yo no pensaba; nunca prometí nada porque…
Pierre lo cortó:
—¿Tienes cartas de ella? ¿Eh? —Se acercó a Kuraguin, que lo miró y se sacó la cartera del bolsillo.
Pierre tomó la carta que le daba y, apartando una mesa que tenía delante, se dejó caer en el diván.
—No seré violento, no tema nada —respondió a un gesto de temor de Anatole—. Las cartas primero —dijo Pierre como repitiendo una lección—; segundo, mañana mismo —prosiguió tras una pausa levantándose y volviendo a pasear—: mañana mismo saldrás de Moscú.
—Pero, ¿cómo…? ¿Eh?
—Tercero —continuó Pierre sin hacerle caso— no dirás una palabra de lo ocurrido. Sé que no puedo prohibírtelo, pero si te queda un poco de conciencia… —Pierre dio unas vueltas en silencio. Kuraguin, sentado junto a la mesa, se mordía los labios—. En definitiva, debes comprender que además de tu placer existe la felicidad y la paz de los demás, y que destrozas una vida por divertirte. Diviértete con mujeres como mi esposa; con ellas tienes derecho porque saben lo que quieres de ellas. Están armadas contra ti por la misma experiencia de la depravación. Pero prometer matrimonio a una joven… engañarla… intentar un rapto… ¿No ves que es tan infame como pegar a un anciano o a un niño…?
Pierre calló y miró a Kuraguin con interrogación, pero sin cólera.
—Eso no lo sé —repuso Anatole recobrando la audacia conforme Pierre se dominaba—. No lo sé ni quiero saberlo —dijo sin mirar a su cuñado, temblándole la barbilla—. Pero me has hablado de tal forma, me has llamado sinvergüenza y cosas parecidas, que yo, comme un homme d’honneur, no puedo tolerar a nadie. ¿Eh?
Pierre lo miró asombrado, sin comprender.
—Aunque haya sido a solas —prosiguió Anatole—, no puedo… ¿Eh?
—¿Qué? — preguntó irónicamente Pierre—. ¿Quieres una satisfacción?
—Al menos podrías retirar esas palabras. Si quieres que acepte sus condiciones…
—Las retiro… —dijo Pierre, mirando sin ver el botón arrancado del uniforme—. Hasta te daré dinero para el viaje.
Anatole sonrió. Aquella sonrisa tímida y vil, que conocía en su esposa, enfureció a Pierre:
—¡Qué familia tan asquerosa y sin corazón! —dijo saliendo.
Al día siguiente Anatole marchó a San Petersburgo.
CAPÍTULO XXI
Pierre fue a casa de María Dmitrievna a comunicarle que había cumplido su deseo: Kuraguin había salido de Moscú. Toda la casa estaba asustada y revuelta. Natacha había enfermado de veras. María Dmitrievna contó en secreto a Pierre que, tras saber que Anatole estaba casado, Natacha había intentado envenenarse con arsénico que había conseguido en secreto. Empezó a tomarlo, pero se asustó tanto que despertó a Sonia y le contó lo que había hecho. Se habían tomado las medidas inmediatas contra el veneno, y ahora estaba fuera de peligro; no obstante, estaba tan débil que era impensable llevarla a Otrádnoie y fueron a busca a la condesa; Pierre vio al conde, cariacontecido, y a Sonia, llorosa; pero no pudo ver a Natacha.
Ese día comió en el club. El intento de rapto de Natalia Rostov era el rumor del día; Pierre lo desmentía asegurando que su cuñado había pedido la mano de Natacha y fue rechazado. Pierre creía que debía ocultar todo y salvar la reputación de Natacha.
Temía el regreso del príncipe Andréi y cada día iba a la casa del viejo Bolkonsky en busca de noticias.
El príncipe Nikolái Andréievich se había enterado por mademoiselle Bourienne de los rumores que circulaban por la ciudad; además, había leído la carta dirigida a la princesa María donde Natacha rompía con su novio. Parecía más alegre de lo habitual y aguardaba a su hijo con impaciencia.
Unos días después de la marcha de Anatole, Pierre recibió una nota del príncipe Andréi avisándole de su llegada y pidiéndole que fuese a su casa.
Al llegar a Moscú, el príncipe Andréi recibió de su padre la carta de Natacha a la princesa María, que mademoiselle Bourienne había robado a la princesa y entregado al viejo príncipe, y tuvo que escuchar exagerada la noticia del rapto frustrado.
El príncipe Andréi había llegado tarde el día anterior, y a la mañana siguiente recibió la visita de su amigo. Pierre pensaba encontrarlo en una situación como la de Natacha y le asombró oír la voz del príncipe Andréi comentando animadamente en el despacho cierta intriga de San Petersburgo. El viejo príncipe y otro interlocutor lo cortaban a ratos. La princesa María salió al encuentro de Pierre. Suspiró mirando el despacho donde estaba su hermano, como expresando su sentimiento de condolencia por el dolor del príncipe. Pero Pierre vio en el rostro la alegría de la princesa por lo sucedido y por cómo su hermano había recibido la noticia de la traición de su prometida.
—Ha dicho que lo esperaba —comentó la princesa—. Sé que su orgullo no le permite expresar lo que siente, pero lo soporta mejor de lo que suponía. Se conoce que tenía que ser así…
—¿Ha terminado todo por completo? —preguntó Pierre.
La princesa lo miró atónita. No comprendía que alguien formulase esa pregunta. Pierre entró en el despacho. El príncipe Andréi, a quien vio muy cambiado, vestía de paisano. Parecía mejor de salud, pero tenía otra arruga en la frente, entre las cejas; hablaba con su padre y el príncipe Mescherski sobre Speranski: la noticia de su súbito destierro y supuesta traición.
—Ahora lo juzgan y lo culpan quienes hace un mes lo encomiaban y quienes no eran capaces de comprender sus fines —decía el príncipe Andréi—. Es fácil juzgar al caído en desgracia y culparlo de todos los errores ajenos. Pero yo les digo que si se ha hecho algo bueno durante este reinado, solo se lo debemos a él.
Se detuvo al ver a Pierre. Su rostro se estremeció y adoptó una expresión seria.
—La posteridad le hará justicia —terminó girándose hacia Pierre—. ¡Hola! ¿Cómo estás? ¡Sigues engordando! —sonrió, pero la nueva arruga se ahondó.
Pierre le preguntó por su salud.
—Estoy bien —dijo con una sonrisa irónica en la que Pierre leyó claramente: «Estoy bien, pero a nadie le importa mi salud».
Cambió con Pierre unas palabras sobre el mal estado de los caminos desde la frontera polaca, sobre conocidos de Pierre a quienes había visto en Suiza y, por último, sobre el señor Dessalles, a quien se había traído como preceptor para su hijo Nikolái. Luego intervino de nuevo en la conversación sobre Speranski.
—Si fuera verdad lo de la traición —dijo con ardor—, hallarían pruebas de sus relaciones secretas con Bonaparte y se publicarían. Personalmente no me gustaba Speranski ni me gusta, pero me gusta la justicia.
Pierre vio en su amigo esa necesidad, tan bien conocía por él, de discutir sobre algo que no le importaba para apartar otras ideas dolorosas.
Cuando el príncipe Mescherski se fue, Andréi tomó a Pierre del brazo y lo llevó a su habitación. Había allí una cama sin hacer y varias maletas y baúles abiertos. De uno de ellos sacó una cajita; la abrió y sacó un paquete envuelto en papel. Todo lo hacía en silencio. Se irguió y tosió con semblante taciturno y los labios contraídos.
—Perdóname si te incordio…
Pierre comprendió que quería hablar de Natacha y expresó compasión y dolor, lo cual no gustó al príncipe. Prosiguió con voz desagradable y resuelta:
—La condesa Rostova me ha rechazado y he oído decir que tu cuñado Kuraguin pretendía su mano o algo similar. ¿Es verdad?
—Sí y no —dijo Pierre, pero su amigo no lo dejó seguir.
—Aquí tienes sus cartas y su retrato. —Tendió el paquete que había dejado sobre la mesa.
—Devuélveselo a la condesa… si la ves.
—Está muy enferma —dijo Pierre.
—¿Acaso el señor Kuraguin no consideró digna de su mano a la condesa Rostova? —preguntó.
—Se ha marchado hace tiempo. Natacha estuvo a punto de morir…
—Siento mucho lo de su enfermedad. —Sonrió fríamente con la misma expresión antipática y hostil de su padre—. ¿Así que el señor Kuraguin no se ha dignado aceptar la mano de la condesa Rostova?
—No podía porque ya está casado —contestó Pierre.
El príncipe Andréi rio de un modo desagradable que recordaba a su padre.
—¿Y dónde está tu cuñado si puede saberse?
—Se fue a San Petersburgo… aunque no sé dónde está.
—Bueno, es igual. Di a la condesa Rostova (que es y sigue siendo libre) que le deseo lo mejor.
Pierre recogió las cartas. El príncipe Andréi lo miró como si quisiese recordar algo que debía decirle o, tal vez, esperando que Pierre hablara.
—¿Recuerdas nuestra conversación en San Petersburgo? —dijo Pierre.
—Sí —contestó el príncipe Andréi—, la recuerdo; yo decía que debemos perdonar a la mujer culpable, pero nunca dije que yo pudiese perdonar. No puedo.
—¿Es comparable esto con…?
El príncipe Andréi lo interrumpió:
—Sí, pedir de nuevo su mano, mostrarse generoso —gritó—. Todo eso es muy noble, pero no soy capaz de ir tras las huellas del señor… Si quieres ser mi amigo, no vuelvas a hablarme de ese… de todo ese asunto. Adiós. ¿Le darás las cartas?
Pierre pasó a ver al viejo príncipe y a la princesa María.
El viejo parecía animado. La princesa era la misma de siempre, pero a través de la compasión por su hermano se notaba su alegría por la ruptura. Al verlos Pierre comprendió el desdén y la ojeriza que sentían hacia los Rostov, comprendió que ante ellos no se podía ni mencionar el nombre de la que había rechazado al príncipe Andréi y preferido a otro.
Durante la comida hablaron de la guerra, que todos consideraban obvia. El príncipe Andréi discutía con su padre o con Dessalles, el preceptor suizo; parecía más animado de lo habitual, pero Pierre conocía la causa moral de su animación.
CAPÍTULO XXII
Esa tarde Pierre visitó a los Rostov para cumplir el encargo que se le había asignado. Natacha seguía en cama y el conde había ido al club. Pierre entregó las cartas a Sonia y pasó al gabinete de María Dmitrievna, que quería saber cómo había recibido el príncipe Andréi la noticia. Diez minutos después Sonia entró.
—Natacha desea ver al conde Piotr Cyrilovich —dijo.
—¿Cómo va a ir a su habitación? Allí todo está desordenado —dijo María Dmitrievna.
—Natacha se ha vestido y está en el salón —repuso Sonia. María Dmitrievna se encogió de hombros.
—¿Cuándo llegará la condesa? Ya no puedo más. Cuida de no decírselo todo —le dijo a Pierre—. Da tanta pena verla que ni yo me siento con ánimos para regañarla.
Natacha, pálida y delgada, con expresión seria, pero no abochornada como esperaba Pierre, estaba de pie en el salón. Al verlo, vaciló un poco, dudando si debía acercarse o aguardar.
Pierre se acercó. Creyó que Natacha le tendería la mano, como siempre, pero ella permaneció inmóvil respirando fatigosamente, en la postura en que se colocaba para cantar, aunque su expresión era distinta.
—Piotr Cyrilovich —empezó—, el príncipe Bolkonsky era… es amigo suyo —rectificó, pues le parecía que todo había pasado y todo era distinto—. Entonces me dijo que acudiese a usted…
Pierre resopló. Hasta entonces le hacía reproches en su fuero interno y había procurado despreciarla; ahora sentía lástima por ella y no quedó lugar para los reproches.
—Ahora él está aquí, dígale… que… me perdone… —Natacha se detuvo; su respiración se hizo más rápida, pero no lloró.
—Se lo diré… pero… —Pierre no sabía qué decir.
Natacha pareció asustarse de lo que pensase Pierre.
—Sé que todo ha terminado —dijo presurosa—. Lo pasado, pasado está. Solo me atormenta el dolor que le he causado. Dígale que me perdone, que me perdone, que me perdone por todo…
Su cuerpo se estremeció y se dejó caer en una silla.
Pierre sintió una compasión jamás experimentada antes.
—Se lo diré todo una vez más… —dijo—. Solo… querría saber…
«¿Saber qué?», preguntaron los ojos de Natacha.
—Querría saber si amaba… —Pierre no sabía cómo nombrar a Anatole y se ruborizó—, si amaba a esa alimaña.
—No lo llame alimaña —dijo Natacha—. Pero no sé… no sé nada…
Y se rompió a llorar.
La compasión, la ternura y el amor se adueñaron de Pierre. Notó que lloraba y confió en que sus lentes lo disimularían.
—No hablemos más —su voz dulce, tierna y sentida sorprendió a Natacha—. No hablemos más de eso. Se lo diré todo; solo le pido que me vea como un amigo, y si necesita ayuda, consejo o si necesita desahogarse con alguien cuando se serene, acuérdese de mí.
Pierre besó la mano de la joven.
—Me consideraré feliz si alguna vez puedo… —Pierre se alteró.
—No me hable así, no lo merezco —repuso Natacha.
Quiso salir, pero Pierre la retuvo. Sabía que debía decirle algo más, pero cuando lo dijo se asombró él mismo de sus palabras.
—Basta, tiene toda la vida por delante.
—¿Yo? ¡No! Todo ha terminado para mí —dijo con vergüenza.
—¿Todo ha terminado? —repitió Pierre—. Si en vez de ser yo, fuese el hombre más guapo, inteligente y mejor del mundo, y si fuese libre, ahora mismo le pediría de rodillas la mano y su amor.
Por primera vez después de muchos días, Natacha lloró agradecida y emocionada; miró a Pierre y salió.
Pierre fue casi corriendo al recibidor tratando de contener las lágrimas que lo ahogaban. Tardó en encontrar las mangas del abrigo hasta que se lo puso, y montó en el trineo.
—¿Adónde vamos? —preguntó el cochero.
«¿Adónde? —se dijo Pierre—. ¿Adónde puedo ir? ¿Al club, o de visita?» Todos los hombres le parecían dignos de lástima, tan pobres comparados con la ternura y el amor que lo embargaban; sobre todo, pobres en comparación con la última mirada agradecida y emocionada que Natacha le había dedicado a través de sus lágrimas.
—¡A casa! —dijo.
Pese a los diez grados bajo cero, se desabrochó el abrigo de piel de oso para dejar al descubierto el ancho pecho, que respiraba con alegría.
El aire era frío y cristalino. Sobre las sucias y mal alumbradas calles y sobre los tejados oscuros se extendía un cielo estrellado. Al mirar aquel cielo Pierre no sentía la ofensiva bajeza de lo terreno frente a la altura en que se hallaba su espíritu.
Al llegar a la plaza de Arbat, sus ojos contemplaron el negro cielo estrellado. Casi en el centro de aquel cielo, sobre el bulevar Prechitenski, destacaba entre todas las estrellas por su cercanía a la Tierra, por su luz blanca y su larga cola hacia arriba, un cometa enorme y brillante, el famoso cometa de 1812, que anunciaba grandes catástrofes y el fin del mundo, según decían. No obstante, Pierre no sentía temor, sino que miraba con ojos húmedos de lágrimas aquella estrella luminosa que, después de recorrer a una velocidad vertiginosa el vasto espacio siguiendo una línea parabólica, se había detenido como una flecha clavada en la tierra en un lugar escogido por ella en el negro cielo; allí se detuvo, alzó la cola jugueteando con su luz blanca entre millones de estrellas que titilaban.
Es encantador. No tiene sexo.
Desobedecer las órdenes.
Árboles rústicos, vuestras ramas sombrías sacuden sobre mí las tinieblas y la melancolía.
La muerte es segura y tranquila. ¡Ay! no hay otro asilo contra los dolores.
Alimento de veneno de un alma demasiado sensible, Tú, sin la cual la dicha me sería imposible, tierna melancolía, ay, ven a consolarme, ven a calmar los tormentos de mi sombrío retiro y mezcla una secreta dulzura con estos llantos que siento fluir.
Pero encantadora.
¡Oh! Sí.
Son las mujeres guapas.
¡Ay! ¡Deliciosa! ¡Encantadora!
¡Adorable, divino, delicioso!
La escocesa.
Como un hombre de honor.