LIBRO SEXTO – 1808-1810
LIBRO SEXTO
CAPÍTULO I
Dos años llevaba el príncipe Andréi sin salir del campo. Sin decírselo a nadie y sin esfuerzo alguno aparente había llevado a buen término las iniciativas tomadas en vano por Pierre en sus posesiones, pasando de un proyecto a otro.
Poseía la tenacidad práctica de la que carecía Pierre; sabía realizar esos proyectos sin sobresaltos ni mucho trabajo.
Registró una de sus propiedades, de trescientos campesinos, como propiedad de labradores libres y fue uno de los primeros casos de ese tipo en Rusia; en otras, la prestación personal fue sustituida por el pago en especies. Hizo llevar a Bogucharovo a una comadrona sufragada por él para asistir a las parturientas y pagaba un sueldo al pope para que enseñase a leer y escribir a los hijos de los mujiks y a los criados de la casa.
El príncipe Andréi pasaba la mitad del tiempo en Lisia Gori, con su padre y su hijo, aún en manos de niñeras; la otra mitad, en la cartuja de Bogucharovo, como llamaba su padre a la aldea. Pese a la indiferencia sobre los sucesos del mundo exterior que había expresado ante Pierre, los seguía con atención, recibía libros y se asombraba de que sus visitas o quienes iban a ver a su padre desde San Petersburgo, el centro de aquella vorágine, estuviesen peor informadas que él de la política interior y exterior, pese a que él no salía del campo.
Además de cuidar de sus bienes y leer los libros más diversos, se ocupaba de analizar con ojo crítico las dos últimas y desasotrosas campañas rusas y redactaba un proyecto de reforma de los códigos y reglamentos militares.
En la primavera de 1809 tuvo que ir a la provincia de Riazán a visitar las propiedades de su hijo, de quien era tutor.
Sentado en su coche, al suave calor del sol primaveral, miraba las primeras hierbas, las hojas de los abedules y las nubes blancas en el cielo. No pensaba en nada y se conformaba con mirar a ambos lados.
El coche dejó atrás la barca donde había discutido con Pierre el año anterior, la aldea, las eras, los campos, la bajada con nieve junto al puente, la subida por el camino de arcilla, las siembras alternadas con matorrales, y entró en un bosque de abedules que flanqueaba ambos lados del camino. El calor era más intenso allí por la ausencia de brisa. Los abedules de hojas verdes y pegajosas no se movían; en el suelo, entre las hojas del año anterior, crecía la hierba y los primeros lirios. Entre los abedules crecían pequeños abetos con su verde perenne que recordaban el invierno. Los caballos piafaron al entrar en el bosque y se cubrieron de sudor. Piotr, el lacayo, dijo algo al cochero, a lo que él respondió afirmativamente; pero aquello no bastó a Piotr, porque se volvió hacia su amo:
—¡Qué bien se respira aquí, excelencia! —sonrió respetuosamente.
—¿Cómo?
—Que se respira muy bien, excelencia.
«¿Qué dirá? —pensó el príncipe Andréi—. ¡Ah, sí! Hablará de la primavera. Miró a su alrededor. Está todo verde… ¡Qué pronto! Los abedules, los cerezos silvestres, los alisos empiezan… Pero no se ve el roble… ¡Ahí está!”
En el borde del camino creía un roble, quizá diez veces más viejo que los abedules, diez veces más grueso y el doble de alto. Era gigantesco, de dos brazas de circunferencia, de ramas rotas hacía tiempo; el tronco tenía la corteza quebradiza en varios puntos y estaba cubierto de excrecencias. Entre los abedules, parecía un viejo monstruo ceñudo y desdeñoso con sus enormes y retorcidos brazos y sus dedos dispares. Solo él no quería someterse al encanto de la estación ni ver el sol o la primavera.
«La primavera, el amor, la dicha… —parecía decir el roble—. ¿Cómo no os harta ese artificio insensato? ¡Todo es lo mismo y todo es artificio! No hay primavera, ni sol, ni dicha. Mirad esos abetos ahogados, muertos y solos; miradme a mí, extiendo mis dedos retorcidos como han nacido de mi espalda y mis costados, y aquí estoy sin creer en vuestras expectativas y artificios.»
El príncipe Andréi miró ese roble, como si esperase algo del árbol. Las flores y las hierbas crecían a sus pies, pero el árbol sombrío e inmóvil, deforme y obstinado, se mantenía erguido entre ellas.
«El roble tiene razón —pensó el príncipe Andréi—. Que los jóvenes se dejen engañar; nosotros conocemos la vida. ¡Nuestra vida se ha acabado!» El roble hizo surgir en el alma del príncipe Andréi nuevas ideas sin esperanza, pero agradablemente tristes.
Durante el resto del viaje repasó toda su vida para concluir como antes, con consuelo y resignación, que no debía comenzar nada; debía vivir así hasta la muerte, sin hacer daño, inquietarse o desear nada.
CAPÍTULO II
El príncipe Andréi debía reunirse con el mariscal de la nobleza del distrito, el conde Iliá Andréievich Rostov, en relación con la tutela de las posesiones de Riazán. El príncipe Andréi fue a verlo a mediados de mayo.
Había comenzado el calor de la primavera. El bosque estaba verde y la vista del agua incitaba a bañarse.
Sombrío y preocupado por lo que debía resolver con el mariscal de la nobleza, el príncipe Andréi iba en su coche por la avenida del jardín de la casa de los Rostov en Otrádnoie. A la derecha, tras los árboles, oyó un grito de mujer; unas muchachas corrían hacia su coche. Delante de todas corría una chiquilla muy delgada, de ojos y cabellos negros, con un vestido de satén amarillo y un pañuelo blanco anudado en la cabeza del que escapaban unos mechones rebeldes. Llegó cerca del carruaje gritando algo, pero al ver a un desconocido volvió riendo sobre sus pasos.
El príncipe Andréi se sintió ofendido. El día era bello, el sol brillaba y todo respiraba alegría. Pero aquella muchacha que no conocía ni quería conocer se sentía dichosa con su vida, seguramente estúpida, pero dichosa. «¿Por qué está tan contenta? ¿En qué piensa? No será en los reglamentos militares ni en los campesinos de Riazán… ¿En qué piensa? ¿Qué la hace tan dichosa?», se preguntó el príncipe Andréi.
En 1809, el conde Iliá Andréievich vivía en Otrádnoie como siempre, es decir, recibiendo en su casa a casi toda la provincia, entre monterías, teatros, banquetes y conciertos. Como con cada visita, se alegró por la llegada del príncipe Andréi y casi lo obligó a pasar la noche en su casa.
Durante el día se ocuparon de él los viejos dueños de la casa y sus invitados más respetables, que llenaban todo con motivo del próximo santo. El príncipe Andréi miró varias veces a Natacha, que reía siempre entre los jóvenes. «¿En qué pensará? ¿Por qué estará tan contenta?», se preguntaba.
Esa noche, le costó dormirse estando solo en aquel ambiente desconocido. Leyó un rato, apagó la luz y tuvo que encenderla de nuevo. Hacía calor en la habitación con las ventanas cerradas. Estaba enfadado con el viejo estúpido, llamaba así al conde Rostov, que lo había obligado a quedarse allí porque aún no había recibido de la ciudad los papeles que necesitaba. No podía perdonarse haber aceptado la invitación.
El príncipe Andréi se levantó para abrir la ventana. La luz de la luna, como si aguardase desde hacía tiempo, irrumpió en la habitación. La noche era fresca, quieta y clara. Ante la ventana del príncipe había una hilera de árboles podados, negros por un lado y plateados por el otro; al pie de los tocones crecía una vegetación exuberante, húmeda, ensortijada, con hojas y tallos lozanos; pasados otros árboles negros, brillaba un tejado cubierto de rocío; a la derecha, crecía otro árbol frondoso de ramas y tronco casi blancos y, más allá, refulgía la luna casi llena en un cielo primaveral con pocas estrellas. El príncipe Andréi se acodó en la ventana y sus ojos contemplaron ese cielo.
Su habitación estaba entre dos pisos. En las estancias que tenía encima tampoco dormían y le llegaba una conversación entre mujeres:
—Otra vez… solo otra —dijo una voz que el príncipe Andréi reconoció.
—¿Cuándo vas a dormir? —repuso otra.
—No dormiré. No puedo. ¿Qué quieres que haga? Venga, la última vez… —Las dos voces entonaron una frase musical que era el final de algo—. ¡Qué bien! Ahora a dormir, se acabó.
—Duerme tú; yo no puedo —dijo la primera voz cerca de la ventana. Debía de haberse asomado por completo, pues se oyó el frufrú de su vestido y su respiración.
Todo estaba en silencio, como congelado, incluso la luna y su luz. El príncipe Andréi no quiso moverse para no traicionar su presencia.
—¡Sonia! ¡Sonia! —dijo la primera voz—. ¿Cómo puedes dormir? ¡Mira qué noche tan bonita! ¡Despiértate, Sonia! —dijo casi llorando—. Te aseguro que nunca ha habido una noche tan bonita.
Sonia respondió algo de mala gana.
—¡Mira qué luna…! ¡Es maravillosa! Ven, tesoro… ¿La ves? Me sentaría en cuclillas, pegando las rodillas al pecho, muy apretadas, y volaría. ¡Así!
—¡Ya vale, que puedes caerte!
Se oyó una lucha corta y la voz disgustada de Sonia:
—¡Es más de la una!
—¡Vete! ¡Siempre echas todo a perder!
La noche se llenó nuevamente de silencio. El príncipe Andréi sabía que ella seguía allí; a veces oía el movimiento de su cuerpo; otras, suspiros.
—¡Dios mío! ¡Pero bueno…! —exclamó—. Si hay que dormir, ¡durmamos! —Cerró la ventana.
«No le importa mi existencia —pensó el príncipe Andréi mientras escuchaba su voz, esperando y temiendo que dijese algo de él—. ¡Ella otra vez! ¡Como a propósito!», pensaba.
Su ánimo se llenó de multitud de pensamientos confusos y esperanzas juveniles tan contrarios a su vida que no pudo explicarse aquel estado de ánimo y se quedó dormido.
CAPÍTULO III
Tras haberse despedido solamente del conde, el príncipe Andréi partió al día siguiente sin esperar la salida de las damas.
Eran los primeros días de junio cuando atravesó los mismos lugares al volver a su casa, el bosque de abedules donde el viejo y retorcido roble tanto le llamó la atención. Los cascabeles de los caballos sonaban más sordamente que a la ida, mes y medio antes. Había vida en la umbría; hasta los jóvenes abetos casaban con la belleza del conjunto destacando el tierno verdor de sus brotes.
Fue un día de calor y la tormenta estar preparándose lejos; pero solo una nubecilla dejó caer unas gotas en el polvo del camino y en las hojas. La parte izquierda del bosque estaba en sombra; la otra, mojada por la lluvia, refulgía al sol con brillo cegador y un viento débil apenas sacudía las hojas. La naturaleza estaba en flor; lejos y cerca cantaban los ruiseñores.
«En este bosque crecía el roble con el que estaba de acuerdo —pensó el príncipe Andréi—. ¿Dónde está?», se preguntó buscándolo.
Sin saberlo ni reconocerlo, admiraba el árbol. El viejo roble se había transformado con sus ramas verde oscuro y se hinchaba a la luz del sol vespertino. Ya no se veían dedos deformes, sus excrecencias o la desconfianza y el dolor anteriores. Hojas jóvenes, jugosas, verdes y sin nudos habían crecido en su dura corteza. Parecía imposible que germinase nueva vida de aquella ruina. «Es el mismo roble», pensó el príncipe Andréi, y sintió un repentino sentimiento de alegría y renovación. Recordó todos los minutos decisivos de su vida: Austerlitz y su cielo, el rostro de reproche de su difunta esposa, Pierre en la barca, la niña extasiada por la hermosura de la noche, aquella noche y la luna. Todo lo recordó.
«No, la vida no acaba a los treinta y un años —decidió el príncipe Andréi—. No basta con que yo sepa lo que ocurre en mí; deben saberlo todos; Pierre y esa niña que quería volar. Todos deben conocerme; mi vida no debe ser para mí solo; ellos no deben vivir al margen de mí; mi vida debe reflejarse en todos y ellos deben participar.»
A la vuelta de su viaje el príncipe Andréi decidió ir ese otoño a San Petersburgo e imaginó los motivos para hacerlo. Disponía de argumentos lógicos que apoyaban la necesidad, y su reincorporación al servicio militar. No comprendía cómo había podido dudar de la necesidad de participar activamente en la vida, como un mes atrás no comprendía que pudiese abandonar la vida en el campo. Veía que sus experiencias se perderían y no valdrían si no las aplicaba a algo ni se incorporaba a una vida activa. No comprendía cómo, con argumentos fútiles, llegó a creer en una humillación y no confiaba en la posibilidad de ser útil y amar y ser feliz. La razón le sugería todo lo contrario ahora. Después de aquel viaje, al príncipe Andréi le aburría la vida del campo. Ya no le interesaban sus ocupaciones anteriores. Cuando estaba a solas en su despacho, a menudo se levantaba y se miraba en el espejo; después contemplaba el retrato de Lisa, quien con sus bucles à la grecque lo miraba con cariño desde el marco dorado. Ya no le decía las palabras terribles de antes; lo miraba simplemente con curiosidad. El príncipe Andréi caminaba por la habitación con las manos a la espalda, ahora hosco, luego sonriendo, meditando sobre ideas no sujetas a la razón, reacias a materializarse en palabras, secretas como un crimen, relacionadas con Pierre, con la gloria, con la joven de la ventana, con el roble, la hermosura femenina y el amor, ideas que habían cambiado su vida. Cuando se le acercaba alguien en esos momentos se mostraba más frío, severo y decidido y exhibía una lógica molesta.
—Mon cher —le decía la princesa María entrando en su despacho—, el pequeño no puede salir a pasear; hoy hace frío.
—Si hiciese calor —contestaba él secamente—, saldría en mangas de camisa; pero como hace frío, hay que abrigarlo, que para eso tiene trajes y para eso están. Que haga frío no justifica que el niño se quede en casa cuando necesita respirar aire puro —decía con su lógica, como para castigar a alguien por la partida secreta e ilógica de sus ocultos pensamientos.
Entonces la princesa María pensaba en cómo reseca a los hombres el trabajo intelectual.
CAPÍTULO IV
El príncipe Andréi llegó a San Petersburgo en agosto de 1809, en pleno apogeo de la fama del joven Speranski; las reformas emprendidas por él con tanta energía estaban siendo aplicadas. Ese mismo mes el zar, se cayó de un calèche, se hizo daño en una pierna y hubo de permanecer durante tres semanas en Peterhof, donde cada día recibía a Speranski. En aquella época, además de dos célebres decretos que conmocionaron a toda la sociedad: la abolición de los grados en la corte y el examen para obtener el título de asesor colegiado y consejero de Estado, se preparaba una Constitución que cambiaría la organización de la justicia, la administración y las finanzas de Rusia, desde el Consejo del Imperio hasta los consejos de distrito. Se materializaban los sueños liberales de Alejandro al ascender al trono y que trató de realizar con ayuda de Chartorizhky, Novosiltzev, Kochubei y Stroganov, a quienes él mismo llamaba comité de salut public.
Speranski en los asuntos civiles y Arakchéyev en los militares habían sustituido a todos. A los pocos días de su llegada el príncipe Andréi se presentó en la corte como gentilhombre de cámara. El zar lo había visto dos veces sin dirigirle una palabra. El príncipe Andréi siempre había creído que le caía mal al zar. Ahora, en la mirada fría y distante del monarca creyó ver confirmada esa impresión. Los cortesanos le explicaron que la falta de atención se debía a que Su Majestad estaba descontento con Bolkonsky porque no había vuelto a prestar servicio alguno desde 1805.
«Sé que uno no puede gobernar sus simpatías y antipatías —se decía el príncipe Andréi—. Por eso no puedo presentar personalmente al zar mi plan de reformas militares; pero el asunto se abrirá paso él solo.» Habló de su escrito a un viejo mariscal, amigo de su padre. El mariscal, que lo había citado, lo recibió y le prometió que informaría al zar. Días después notificaron al príncipe Andréi que debía presentarse al ministro de la Guerra, conde Arakchéyev.
Ese día, a las nueve de la mañana, el príncipe Andréi estaba en la antesala del conde Arakchéyev.
No lo conocía personalmente ni lo había visto, pero cuanto sabía de él no le inspiraba respeto.
«Es el ministro de la Guerra, hombre de confianza del zar y no importa a nadie sus cualidades personales. Se le ha confiado que estudie mi proyecto y, por tanto, solo él puede darle curso», pensó el príncipe Andréi mientras aguardaba junto con otras visitas importantes y no importantes.
En sus años de servicio como edecán, el príncipe Andréi había visto muchas salas de espera como esta y conocía las diferencias entre ellas. Pero la del conde Arakchéyev tenía matices especiales. En el rostro de las personas de menos categoría que esperaban podía leerse humildad y sumisión. En las más importantes se veía un sentimiento de incomodidad bajo una apariencia desenvuelta, como si se burlasen de su situación y la del personaje a quien esperaban ver. Unos iban y venían pensativos; otros reían y cuchicheaban repitiendo el sobriquet de «el forzudo Andréievich» y «menudo es», cuando lo aludían. Un general, molesto por la larga espera, se había sentado sonriendo desdeñosamente mientras cruzaba y descruzaba las piernas.
En cuanto se abría la puerta, en todos los rostros aparecía el miedo. El príncipe Andréi rogó al ayudante que lo anunciase por segunda vez; pero él lo miró con ironía y contestó que ya le llegaría el turno. Después de que hubiese introducido a varias personas en el despacho y tras acompañarlas cuando salían, franqueó la temible puerta un oficial que había impresionado al príncipe por su aire humilde y temeroso. La audiencia concedida a este duró mucho. De pronto, al otro lado de la puerta, se oyó el estallido de una voz desagradable. El oficial, pálido y con labios temblorosos, salió y, llevándose las manos a la cabeza, cruzó la sala.
A continuación, le tocó al príncipe Andréi y el oficial de servicio le susurró al acompañarlo hasta la puerta:
—A la derecha, junto a la ventana.
El príncipe Andréi entró en un despacho austero, limpio y ordenado. Sentado al escritorio vio a un hombre de unos cuarenta años, de pecho y cabeza alargados, el cabello corto, profundas arrugas, cejas fruncidas sobre unos ojos gris verdoso sin expresión, nariz rojiza y colgante. Arakchéyev volvió la cabeza hacia él sin mirarlo.
—¿Qué solicita? — preguntó.
—Yo, excelencia, no solicito nada —dijo el príncipe Andréi. Los ojos de Arakchéyev se volvieron hacia él.
—Siéntese— dijo—. ¿El príncipe Bolkonsky?
—No solicito nada. Su Majestad el zar se ha dignado enviar a Su Excelencia el memorial que le presenté…
—Sí, amigo, lo he leído —Arakchéyev pronunció cortésmente las primeras palabras. Después volvió a su tono despectivo y gruñón—. ¿Propone nuevas leyes militares? Leyes hay, pero no hay nadie que haga cumplir las antiguas. Ahora todos escriben leyes; escribir es más fácil que hacer.
—He venido por voluntad de Su Majestad el zar para saber qué piensa Su Excelencia de mi memorial —dijo educadamente el príncipe Andréi.
—Ya he expresado mi opinión sobre su proyecto y lo remití al comité. No lo apruebo. —Arakchéyev se levantó, recogió un papel y se lo tendió al príncipe Andréi—. Aquí la tiene.
En el papel, escrito con lápiz en diagonal, con una espantosa ortografía, sin mayúsculas ni signos de puntuación, ponía: «Carece de base, parece copia reglamento militar francés, se aparta sin necesidad de las ordenanzas militares vigentes».
—¿A qué comité ha pasado el proyecto? —preguntó el príncipe Andréi.
—Al Comité de Reglamentos militares, y he propuesto que lo nombren vocal del mismo sin remuneración.
—No deseo… —sonrió Bolkonsky.
—Vocal sin remuneración —repitió Arakchéyev—. Muy honrado… ¡Eh, el siguiente! ¿A quién le toca? —gritó tras saludar al príncipe Andréi.
CAPÍTULO V
Mientras aguardaba la notificación de su nombramiento, el príncipe Andréi reanudó antiguas amistades, sobre todo entre personas bien situadas y que podían serle útiles. Ahora sentía en San Petersburgo algo parecido a lo que experimentaba en vísperas de una batalla, cuando una inquieta curiosidad lo arrastraba a las altas esferas donde se decidía la suerte futura de millones de seres.
Viendo la rabia de los viejos, la curiosidad de los profanos, la discreción de los iniciados y las prisas y la preocupación de todos, así como el sinnúmero de comités y comisiones cuya existencia conocía cada día se daba cuenta de que ahora, en 1809, se fraguaba una gran batalla civil en San Petersburgo. Desconocía a su comandante en jefe, ser misterioso a quien pintaba como un ser genial: Speranski. Las reformas, que apenas conocía, y la personalidad del reformador lo subyugaron de tal modo que la revisión del reglamento militar pronto pasó a un segundo plano.
El príncipe Andréi se hallaba en una situación inmejorable para ser bien recibido en los círculos más diversos y elevados de la sociedad petersburguesa. El partido de los reformadores lo aceptaba y quería ganárselo porque tenía fama de ser hombre inteligente y culto, y porque la emancipación de sus campesinos avalaba sus opiniones liberales. El partido de los viejos descontentos condenaba las reformas y lo buscaba como hijo del anciano príncipe Bolkonsky. Las mujeres, el gran mundo, lo recibían cordialmente; lo veían como un buen partido, rico y distinguido, un personaje casi nuevo con el aura de la romántica historia de su supuesta muerte y el trágico final de su esposa. Además, de quienes lo conocían de antes era que había mejorado en los últimos cinco años. Su carácter se había suavizado, lo veían reposado, maduro, y habían desaparecido su anterior afectación y menosprecio, dando paso a la serenidad de la edad. Hablaban de él y todos querían conocerlo.
Al día siguiente de su visita a Arakchéyev, el príncipe Andréi visitó al conde Kochubei y le narró su entrevista con «el forzudo Andréievich». Kochubei lo llamaba así con la misma ironía que Bolkonsky había notado en la sala del ministro de la Guerra.
—Mon cher, ni en este asunto logrará algo sin Speranski. Es el gran hacedor. Se lo diré. Me ha prometido venir esta tarde…
—¿Qué tiene que ver Speranski con el Reglamento militar? —preguntó el príncipe Andréi.
Kochubei sonrió meneando la cabeza, como asombrado de su ingenuidad.
—Hemos hablado de usted hace unos días por lo de sus campesinos emancipados… —prosiguió Kochubei.
—¡Ah! ¿Es usted quien ha emancipado a sus mujiks? —terció un anciano de los tiempos de Catalina mirando con desdén a Bolkonsky.
—La hacienda era pequeña y no daba rentas —explicó Bolkonsky tratando de suavizar su actuación para no enfadar en vano al viejo.
—Teme llegar tarde —dijo el anciano mirando a Kochubei—. Hay algo que no comprendo —continuó—, ¿quién trabajará la tierra si libera a los campesinos? Es fácil dictar leyes y difícil gobernar. Es igual ahora, y yo le pregunto, conde, ¿quién será el jefe de la oficina si todos deben examinarse?
—Los que aprueben el examen, creo yo —contestó Kochubei poniendo una pierna sobre otra y mirando a su alrededor.
—Tengo conmigo a un tal Prianichnikov, un hombre excelente que vale su peso en oro; tiene sesenta años, ¿querrá examinarse…?
—Sí; es difícil porque no está la instrucción muy difundida, pero…
El conde Kochubei calló; se levantó, tomó del brazo al príncipe Andréi y salió al encuentro de un hombre de cuarenta años, alto, rubio, de frente despejada y rostro alargado muy blanco. Llevaba frac azul, una cruz al cuello y una estrella a la izquierda del pecho. Era Speranski. El príncipe Andréi lo reconoció y sintió un estremecimiento, como sucede en los momentos graves de la vida. ¿Respeto, envidia, esperanza? Lo ignoraba. Speranski tenía un porte especial que lo hacía destacar; ninguno de los miembros de la sociedad que él frecuentaba tenía el aplomo y la seguridad en sus movimientos desgarbados y torpes, ni la mirada firme y dulce de unos ojos entreabiertos y húmedos. Tampoco había visto una sonrisa tan segura y anodina, ni una voz tan fina, equilibrada y calmosa. Y jamás había visto un rostro tan blanco ni unas manos anchas pero carnosas, suaves y blancas. El príncipe Andréi solo había visto un rostro tan blanco y delicado en los soldados hospitalizados mucho tiempo. Ese hombre era Speranski, secretario de Estado, hombre de confianza del zar y su acompañante en Erfurt, donde más de una vez había tenido ocasión de ver y entrevistarse con Napoleón.
Speranski no paseaba los ojos por las personas, como se hace sin querer al entrar en un lugar donde hay muchos reunidos, ni hablaba deprisa. Las palabras fluían con lentitud, para ser oídas, y solo miraba a su interlocutor.
El príncipe Andréi seguía con atención cada palabra y cada movimiento de Speranski. Como sucede a los hombres, sobre todo a quienes juzgan duramente al prójimo, al encontrarse el príncipe Andréi con un desconocido, sobre todo con alguien como Speranski, a quien conocía por su fama, esperaba hallar un dechado de virtudes.
Speranski dijo a Kochubei que sentía no haber llegado antes; lo habían entretenido en palacio, pero no dijo quién; el príncipe Andréi notó esa modestia. Cuando Kochubei le presentó al príncipe Andréi, Speranski paseó sus ojos hacia Bolkonsky con una sonrisa y lo miró en silencio.
—Me alegro de conocerlo; he oído hablar de usted, como todos —dijo.
Kochubei le resumió cómo había recibido Arakchéyev a Bolkonsky, y Speranski sonrió más abiertamente.
—El presidente de la Comisión de Reglamentos militares, señor Magnitski, es amigo mío —recalcó cada palabra y cada sílaba—; si quiere, puedo concertarle una entrevista con él —hizo una pausa—. Espero que él lo acoja mejor y desee colaborar en cuanto sea razonable.
Pronto se formó un grupo alrededor de Speranski, y el viejo que había hablado de su funcionario Prianichnikov repitió la pregunta al secretario de Estado.
El príncipe Andréi observaba a Speranski. «Este hombre —pensaba—, un simple seminarista poco antes, tiene en esas manos regordetas y blancas el destino de Rusia.» Lo asombró la calma despectiva con que Speranski contestaba al viejo. Parecía hacerlo con indulgencia, desde una altura inaccesible. Cuando el viejo alzó la voz, Speranski sonrió y dijo que no podía juzgar lo ventajoso o desventajoso de lo que gustaba al Emperador.
Tras haber intervenido un tiempo en la conversación general, Speranski se levantó, fue hacia el príncipe Andréi y lo llevó al otro extremo de la sala. Sin duda creía necesario dedicarse a Bolkonsky.
—No tuve tiempo de hablar con usted, príncipe, debido a la conversación de ese honorable anciano —sonrió dando a entender que él y Bolkonsky comprendían la poca valía de las gentes con quienes habían hablado. Esto halagó al príncipe Andréi—. Lo conozco desde hace tiempo; primero, por lo de sus campesinos; para nosotros es un primer ejemplo y ojalá que muchos lo sigan. Segundo, porque es uno de los gentilhombres de cámara que no se ha ofendido con el nuevo decreto sobre los grados en la corte que ha provocado tanto revuelo.
—Sí —dijo el príncipe Andréi—. Mi padre no quiso que me valiese de ese derecho; quiso que empezase por los grados inferiores.
—Su padre es un hombre de antaño que está por encima de nuestros coetáneos que tanto censuran una medida para restablecer la natural justicia.
—Pues yo creo que esas censuras tienen su base —dijo el príncipe Andréi tratando de contrarrestar el influjo de Speranski. No le gustaba estar de acuerdo con él en todo y habría preferido contradecirlo en algo. Bolkonsky, que siempre hablaba con desenvoltura, apenas podía expresarse ante Speranski. Estaba demasiado ocupado en observar la personalidad de aquel famoso hombre.
—La base de la ambición personal quizá —dijo Speranski.
—No solo eso; también pensando un poco en el estado.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Speranski bajando los ojos.
—Soy un admirador de Montesquieu —repuso el príncipe Andréi—, de su idea de que le principe des monarchies est l’honneur, me paraît incontestable. Certains droits et privilèges de la noblesse me paraissent être des moyens de soutenir ce sentiment.
La sonrisa se borró del rostro de Speranski y su fisonomía ganó bastante. La idea del príncipe Andréi le debió parecer curiosa.
—Si vous envisagez la question sous ce point de vue… —comenzó pronunciando con dificultad el francés y hablando con mayor lentitud que en ruso, pero siempre con la misma tranquilidad—. L’honneur no puede sostenerse con privilegios dañosos al servicio; l’honneur es un concepto negativo, abstenerse de actos censurables, o fuente de una superación que tiende a recibir recompensas y parabienes donde el honor se materializa.
Sus argumentos eran concisos y claros.
—La institución que sostiene este honor, la fuente de la superación, se asemeja a la Légion d’Honneur del gran emperador Napoleón, que no daña, sino que ayuda al éxito del servicio. No es un privilegio de casta o cortesano.
—Sin duda, pero los privilegios palaciegos han alcanzado ese fin —dijo el príncipe Andréi—. Todo cortesano se cree que debe sostener su posición con dignidad.
—Pero usted, príncipe, no ha querido recurrir a esos privilegios —Speranski sonrió para decir que deseaba concluir educadamente una conversación incómoda para su interlocutor—. Si me visita el miércoles —añadió—, ya habré hablado con Magnitski y podré decirle algo que le interesa; en cualquier caso, podré conversar con usted con más calma.
Cerró los ojos, saludó y salió à la française, sin decir adiós y tratando de pasar inadvertido.
CAPÍTULO VI
En los primeros tiempos de su estancia en San Petersburgo, el príncipe Andréi vio que sus ideas concebidas durante su vida solitaria quedaron oscurecidas por las pequeñas obligaciones que hubo de asumir.
Cuando regresaba a su casa por la noche, anotaba en su cuadernito las cuatro o cinco citas o llamadas indispensables a las horas fijadas. El ritmo de la vida, la necesidad de organizarse para llegar a tiempo, consumía sus energías. No hacía ni pensaba en nada ni le quedaba tiempo de hacerlo. Solo hablaba con éxito de aquello que había meditado en la soledad del campo.
A veces se percataba de que había repetido lo mismo un mismo día en distintos lugares; pero estaba tan ocupado que no tenía tiempo para pensar que no pensaba nada.
El miércoles siguiente Speranski recibió a Bolkonsky en su casa; hablaron a solas y con confianza durante largo rato y, como en casa de Kochubei, le causó una honda impresión.
El príncipe Andréi consideraba banales a tantas personas y deseaba tanto encontrar en otro un ideal de la perfección que él anhelaba que creyó haber hallado en Speranski a ese hombre sensato y virtuoso. Si Speranski hubiese pertenecido a la misma clase social, con la misma educación y nivel moral que el príncipe Andréi, pronto habría hallado su lado débil, humano y no heroico; pero aquella mente lógica y extraña le inspiraba más respeto porque no la comprendía. Además, porque apreciase la capacidad de Bolkonsky o porque le parecía necesario contar con él, Speranski le mostraba su imparcialidad y juicio tranquilo. Lo lisonjeaba con sutileza, le hacía parte de su autosuficiencia mostrándole sin palabras que solo ellos podían comprender la estupidez de los demás y la sensatez y profundidad de sus propias ideas.
Durante la entrevista de aquella tarde, Speranski repitió veces: «En nuestro país mancillamos cuanto sobrepasa el nivel ordinario de la rutina…» O bien con una sonrisa: «Pero nosotros queremos que los lobos se harten y las ovejas queden a salvo…» O bien: «Ellos no pueden comprender eso…» Todo lo decía con una expresión que significaba: «Nosotros comprendemos quiénes son ellos y quiénes nosotros».
Esta primera conversación con Speranski mejoró en el príncipe Andréi la impresión inicial. Lo veía un hombre sensato, de gran inteligencia lógica y rigor mental que había alcanzado el poder gracias a su energía y perseverancia, y lo utilizaba solo en bien de Rusia. Para el príncipe Andréi, Speranski era el hombre que habría deseado ser, capaz de explicar con sensatez los fenómenos de la vida; un hombre a quien importa solo lo racional, capaz de aplicar la razón a todo. En la exposición de Speranski todo parecía sencillo y claro, de modo que el príncipe Andréi debía darle la razón aunque no quisiese. Si lo contradecía y discutía, era solo por continuar siendo independiente y no someterse a sus opiniones. Por lo demás, todo lo encontraba bien, aunque lo inquietaba la mirada fría y hermética de Speranski, que no permitía ahondar en su interior, y su mano que atraía la mirada de Bolkonsky como sucede con las manos de los hombres con poder. Sin saber por qué, la mirada hermética y la mano lo ponían nervioso; también le desagradaba el desdén de Speranski por los demás y la cantidad de pruebas en que apoyaba sus opiniones. Recurría a los procedimientos racionales menos la comparación y, creía el príncipe Andréi, cambiaba de tema con demasiada osadía. A veces era práctico y atacaba a los soñadores; otras era satírico y se burlaba con ironía de sus rivales; otras recurría a la lógica y hasta la metafísica, cuyas demostraciones le gustaba usar a menudo. Allí subido, pasaba a las definiciones del espacio, el tiempo y el pensamiento, extraía sus objeciones y volvía a discutir.
El principal rasgo de la inteligencia de Speranski, que tanto asombró al príncipe Andréi, era su inquebrantable fe en la fuerza y legalidad de la razón. Sin duda a Speranski jamás se le habría ocurrido la habitual idea para el príncipe Andréi de que es imposible expresar cuanto se piensa; jamás dudaría de si es una bobada aquello en lo que se piensa y cree. Esta especial mentalidad de Speranski era lo que más atraía al príncipe Andréi.
Al principio sentía una admiración como la que en otros tiempos sintió por Bonaparte. Que Speranski fuese hijo de un pope y que algunas personas poco inteligentes se permitiesen despreciarlo tildándolo a menudo de «hombre de la Iglesia y pope en ciernes», obligaba a Bolkonsky a cuidar celosamente ese sentimiento y lo avivaba más sin que él mismo lo supiese.
En su primera entrevista Bolkonsky habló sobre la Comisión de codificación de leyes; Speranski ironizó que esa comisión funcionaba hacía cincuenta años, que costaba millones de rublos y no había hecho nada, que Rosenkampf solo había pegado etiquetas en todos los artículos de la legislación comparada.
—¡Eso le cuesta al estado millones! —dijo—. ¡Queremos dar un nuevo poder jurídico al Senado y carecemos de leyes! Por eso digo que es imperdonable que alguien como usted, príncipe, esté apartado de toda actividad.
Bolkonsky objetó que para algo así había que poseer conocimientos jurídicos de los cuales él carecía.
—Nadie los tiene, ¿qué quiere? Es un círculo vicioso del que hay que salir.
Una semana después, el príncipe Andréi fue nombrado vocal de la Comisión de Reglamentos militares y, sin que lo esperase, presidente de codificación de leyes en dicha Comisión. A petición de Speranski, hubo de ocuparse de la primera parte de las leyes civiles que se estaban elaborando, y con ayuda del Código Napoleónico y los Instituta de Justiniano, se puso manos a la obra con en el capítulo titulado: «Derechos de las personas».
CAPÍTULO VII
Dos años antes, en 1808, ya en San Petersburgo tras viajar a sus posesiones, Pierre se había encontrado sin querer encabezando la masonería de la capital. Organizaba logias comunales y funerarias, las unificaba, captaba nuevos miembros y buscaba las actas originales. Aportaba dinero para erigir templos y suplía la tacañería y la impuntualidad de los demás en cuanto a las limosnas; sostenía casi él solo la casa de los pobres que la Orden había levantado en la ciudad.
Su vida era como antes, las mismas diversiones y el mismo libertinaje. Le gustaba comer y beber; aunque le pareciese inmoral y humillante, no podía renunciar a los placeres a que se entregaban los solteros.
No obstante, en el remolino de aquellas ocupaciones y diversiones, un año después empezó a sentir que el terreno de la masonería se hundía bajo sus pies, por mucho que tratase de mantenerse en él. También sentía que cuanto más se hundía, más vinculado estaba a todo aquello, aunque no quisiese. Al ingresar en la masonería se sintió como quien pone confiadamente el pie en la superficie de una ciénaga. Puesto el pie, se hundía. Para convencerse de su solidez, ponía el otro pie y se hundía más; ahora tenía que caminar con el lodo hasta las rodillas.
Osip Alexéievich no estaba en San Petersburgo, pues se había apartado de las logias de esa ciudad y no salía de Moscú. Todos los miembros de la logia eran conocidos de Pierre y no podía verlos como hermanos por su sola pertenencia a la Orden y no como el príncipe B. o como Iván Vasílievich D., a quienes conocía y consideraba débiles e insignificantes. Veía bajo el mandil y los signos de la masonería los uniformes y las distinciones que anhelaban. A veces, al contar los donativos y ver veinte o treinta rublos, dados muchas veces a crédito, de diez miembros, la mitad de los cuales eran tan ricos como él, recordaba el juramento masónico de entregar sus bienes al prójimo. Entonces su alma albergaba dudas en las que procuraba no regodearse.
Dividía en cuatro categorías a los hermanos conocidos. La primera era la de quienes no participaban en los trabajos de la logia ni en la labor humanitaria; estudiaban los misterios de la Orden, los problemas de las tres denominaciones de Dios o los tres principios de las cosas —azufre, mercurio y sal—, o el significado del cuadrado y otras figuras del templo de Salomón. Pierre respetaba a esta categoría a la que pertenecían sobre todo los viejos iniciados y Osip Alexéievich; pero a él no le interesaban esos asuntos. No le atraía el lado místico de la masonería.
En la segunda categoría, donde Pierre se incluía y colocaba a los hermanos parecidos a él, estaban quienes buscaban y vacilaban sin haber hallado el camino recto y comprensible que esperaban descubrir.
La tercera categoría era la de quienes solo veían en la masonería las formas exteriores y los ritos; eran la mayoría y valoraban el cumplimiento de aquello sin pensar en su sentido ni en su simbolismo. Villarski y el propio gran maestro de la logia principal eran ese tipo de personas. La cuarta categoría era la de muchos hermanos recién ingresados. Eran hombres que no creían ni deseaban nada, según observó Pierre; entraban en la logia para estar cerca de hermanos jóvenes, ricos e influyentes por sus buenas relaciones y su alcurnia. Este grupo era muy numeroso.
A Pierre empezaba a incomodarle su actividad. La masonería, tal como él la conocía, le parecía basada solo en lo exterior. No dudaba de la masonería en sí, pero sospechaba que la rusa iba por un camino erróneo, lejos de su origen. Por eso, a finales de año fue al extranjero para estudiar los grandes misterios de la Orden.
Regresó a San Petersburgo en el verano de 1809. Por la correspondencia de los masones rusos con los de otras naciones, sabía que Bezúkhov se había ganado en el extranjero la confianza de muy altos dignatarios, que se había iniciado en muchos misterios, que fue ascendido al grado supremo y traía noticias para el bien general de la masonería rusa. Todos los masones de San Petersburgo lo visitaban, lo adulaban y creían que ocultaba algo.
Se había convocado una reunión solemne de la logia de segundo grado, durante la cual Pierre comunicaría a los hermanos de San Petersburgo cuanto le dijeron los jefes supremos de la Orden. La logia estaba llena. Tras las ceremonias, Pierre se levantó y habló:
—Queridos hermanos —tartamudeó ruborizándose, aunque tuviese el discurso escrito en la mano—, no basta con observar nuestros misterios en la logia, hay que actuar… Estamos dormidos, y debemos poner manos a la obra—. Pierre tomó su cuaderno y leyó:
«Para enseñar la verdad pura y que triunfe la virtud, debemos librar a los hombres de sus prejuicios y divulgar reglas según el espíritu de nuestros tiempos, educar a la juventud, unirnos con lazos indisolubles a los hombres más inteligentes, vencer con valor y prudencia la superstición, la incredulidad y la ignorancia, formar entre los hombres que nos apoyan un grupo de personas vinculadas por la unidad del fin y con el poder y la fuerza.
»Para ello la virtud debe triunfar sobre el vicio, hay que contribuir a que el hombre honesto consiga en esta vida la recompensa eterna por sus virtudes. Pero las instituciones políticas actuales son una traba para la realización de estos proyectos. ¿Qué hacer? ¿Ayudamos a las revoluciones, derrocamos todo, desalojamos la fuerza con la fuerza? No. Estamos lejos: toda reforma forzosa merece nuestra repulsa porque no se corregirá el mal mientras los hombres sean lo que son, y porque la sabiduría no requiere violencia.
»El plan de la Orden debe basarse en la formación de hombres íntegros, virtuosos, vinculados por la unidad de convicciones, por la persuasión de que debe perseguirse por doquier y con todos los medios el vicio y la ignorancia; proteger el talento y la honestidad; hay que recuperar a los hombres dignos y traerlos a nuestra hermandad. Solo así tendremos el poder de impedir que los partidarios del desorden logren sus fines y dirigirlos sin que se percaten. Hay que formar un gobierno universal, poderoso, capaz de extenderse por el mundo sin romper lazos civiles, bajo los cuales los demás gobiernos seguirían existiendo sin hacer aquello que se opone al objetivo de nuestra Orden: el principio de la virtud sobre el vicio. Este era el objetivo del cristianismo, que enseñaba a los hombres a ser sabios y buenos y a seguir las enseñanzas de los más sabios.
»Cuando todo estaba en tinieblas, bastaba con predicar; la verdad revelada infundía fuerza; pero ahora necesitamos medios más eficaces, que el hombre halle un atractivo en la virtud, guiado por sus sentimientos. No se puede destruir las pasiones, sino que debemos tratar de dirigirlas hacia un fin noble. Cada uno debe ser capaz de satisfacer sus propias pasiones en los límites de la virtud, y nuestra hermandad debe proporcionar los medios.
»Cuando haya en cada estado cierto número de personas dignas de esta tarea, cada una formará a dos y todas se unirán; entonces todo será posible para nuestra Orden, que tanto ha hecho en secreto por el bien de la humanidad.»
El discurso causó una gran impresión y una fuerte conmoción en la logia. La mayoría de los hermanos, que veían una peligrosa desviación hacia el iluminismo, recibieron el discurso con una frialdad que asombró al orador. El gran maestro comenzó a contradecirlo. Pierre, cada vez con más entusiasmo, desarrolló de nuevo sus ideas. Hacía tiempo que no se producían disensiones. Se formaron dos partidos. Uno acusaba a Pierre de iluminismo. Otro lo apoyaba. Por primera vez, Pierre se sorprendió de la diversidad de la mente humana por la que ninguna verdad se ve de igual modo por dos personas. Los hermanos a su favor lo comprendían a su modo, con limitaciones y cambios que él no podía aceptar, pues su propósito era comunicar a los demás sus ideas como él las entendía.
Al final de la reunión, el gran maestro reprochó con ironía a Bezúkhov su pasión, diciendo que no solo lo movía a discutir el amor a la virtud, sino su espíritu combativo. Pierre no respondió y preguntó si su propuesta era aceptada. Le dijeron que no y, sin aguardar a las formalidades de rigor, salió de la logia y volvió a su casa.
CAPÍTULO VIII
El hastío invadió a Pierre una vez más. Tras el discurso en la logia se encerró tres días en su casa, se tumbó en un diván y no recibió a nadie ni salió.
Recibió una carta de su esposa pidiéndole una entrevista; le decía que estaba triste sin él y que deseaba dedicarle toda la vida.
En las últimas líneas le anunciaba su próxima llegada a San Petersburgo, de vuelta del extranjero.
Tras la carta, lo visitó un hermano masón a quien estimaba poco. Tras llevar la conversación a la vida conyugal de Pierre, le dijo que aquel rigor con su mujer era injusto y se apartaba de las reglas básicas de la masonería al no perdonar al arrepentido.
Su suegra, la esposa del príncipe Vasili, también le rogó que la visitase unos minutos para tratar algo muy importante. Pierre comprendió que tramaban algo y querían reconciliarlo con su mujer. Tal y como se hallaba, la idea no le resultaba siquiera desagradable. Todo le daba igual; no veía nada realmente importante en la vida e influido por aquel hastío que lo dominaba no estimaba ni su libertad ni la voluntad de castigar a su mujer.
«Nadie tiene razón ni es culpable —pensaba—; por tanto tampoco ella es culpable.» Pierre no se dio permiso para la reconciliación porque su estado de postración le restaba energías para emprender nada. Si hubiese entrado entonces su mujer, Pierre no la habría echado. Comparado con lo que le interesaba ahora, ¿qué más daba vivir o no con ella?
Sin responder a su mujer ni a su suegra, una noche salió para Moscú a fin de entrevistarse con Osip Alexéievich.
En su diario escribió:
MOSCÚ, 17 DE NOVIEMBRE. He regresado de la casa del bienhechor y voy a escribir cuanto he sentido. Osip Alexéievich vive con austeridad y hace tres años que sufre una dolorosa enfermedad de la vejiga. Nadie le ha oído quejarse o lamentarse. Se dedica a las ciencias de la mañana a la noche, exceptuando las horas de la comida. Me ha recibido con cariño invitándome a sentarme en su cama; le hice la señal de la Orden de los Caballeros de Oriente y de Jerusalén y me respondió con esa misma señal. Me preguntó con una sonrisa qué había visto y aprendido en las logias prusianas y escocesas. Se lo conté como supe y expuse en líneas generales mis propuestas a nuestra logia de San Petersburgo y la mala acogida que tuvieron y mi ruptura con los hermanos. Tras reflexionar largo rato, Osip Alexéievich me aclaró con sus palabras el pasado y el camino futuro. Me sorprendió preguntándome si recordaba cuál era el triple objetivo de la Orden: uno, conservar y conocer en profundidad los misterios; dos, purificarse y corregirse, para asimilarlos mejor; tres, mejorar al hombre con ese deseo de perfección. ¿Cuál es el principal, el primero? Sin duda el perfeccionamiento y purificación personal; solo podemos aspirar siempre a eso al margen de cualquier circunstancia. Pero ese objetivo nos exige un gran esfuerzo. Por ello, cuando pecamos por orgullo, lo perdemos de vista; o deseamos estudiar un misterio del que somos indignos, pues no somos puros; o queremos corregir al hombre cuando somos un dechado de vileza y perversión. El iluminismo no es una doctrina pura, pues atrae la actuación social y es orgulloso. Por eso, Osip Alexéievich condenó mi discurso y mi actividad. En el fondo estuve de acuerdo con él. En cuanto a mis asuntos familiares, me dijo: «El principal deber del masón auténtico, como le dije, es el perfeccionamiento propio. Con frecuencia pensamos que, alejando las dificultades de la vida, lo logramos antes; pues no, solo entre preocupaciones mundanas podemos alcanzar los tres objetivos; uno, el propio conocimiento lo alcanzamos solo comparando; dos, el perfeccionamiento se logra solo luchando; tres, la virtud esencial: el amor a la muerte. Solo las adversidades de la vida nos muestran su vanidad, y ayudamos en nuestro amor innato a la muerte al renacer». Son palabras más notables, pues Osip Alexéievich jamás siente el peso de la vida pese a sus dolores, y ama la muerte, para la cual no se considera preparado pese a su pureza y elevación. Me explicó el sentido del gran cuadrado del universo contándome que los números 3 y 7 son la base de todo. Me aconsejó no alejarme de los hermanos de San Petersburgo, que en la logia ocupe las funciones de segundo grado y trate de apartar a los hermanos del orgullo y guiarlos por el camino del conocimiento propio y la perfección. Me aconsejó que me observe a mí mismo con atención, para lo cual me dio este cuaderno donde anoté y anoto mis actos.
SAN PETERSBURGO, 23 DE NOVIEMBRE. Vivo de nuevo con mi esposa. Mi suegra vino llorando a decirme que Helena estaba aquí y me rogaba que la escuchase; añadió que era inocente, que sufría por mi abandono y muchas más cosas. Yo sabía que si cedía y la veía no tendría fuerzas para negarme. Así pues, no supe a qué ayuda recurrir. Si el bienhechor hubiera estado aquí, me habría guiado. Me encerré en mi despacho, releí las cartas de Osip Alexéievich, recordé mis charlas con él, y concluí que no debía rechazar a quien suplica, que debía tender la mano a todos y sobre todo a personas tan vinculadas a mí y que debía llevar mi cruz. Si la perdono por mor de la virtud, mi unión con ella no debe tener sino un objetivo espiritual. Así lo he decidido y he escrito a Osip Alexéievich; he rogado a mi mujer que olvide el pasado, que perdone mis posibles faltas con ella y le he dicho que yo no tenía nada que perdonar. Me hizo feliz hablarle en estos términos y que no sepa lo penoso que era volver a verla. Ahora vivo en el piso superior del caserón, dichoso y renovado.
CAPÍTULO IX
La alta sociedad que se reunía en la corte y en los grandes bailes se dividía en varios grupos, cada uno con un matiz especial. El más numeroso era el francés, favorable a la alianza con Napoleón, del conde Rumyantsev y de Caulaincourt. Desde su regreso a San Petersburgo y su vida en común con Pierre, Helena era miembro destacado de ese grupo. Frecuentaban sus salones los miembros de la embajada francesa y muchas personas de las mismas tendencias, famosas por su inteligencia y cortesía.
Helena estuvo en Erfurt, durante la famosa entrevista de los monarcas, y allí se relacionó con todos los personajes napoleónicos de Europa. Su éxito en Erfurt fue asombroso. Napoleón, que la había visto en el teatro, preguntó por ella y elogió su belleza. Su éxito como mujer hermosa y elegante no asombró a Pierre, pues los años la embellecieron más; sí lo asombró que en esos dos años se hubiese ganado la fama de mujer encantadora, tan espiritual como bella. El príncipe Ligne le escribía cartas de ocho hojas; Bilibin guardaba sus mots para ofrecer las primicias a la condesa Bezúkhov. Ser admitido en los salones de la condesa era un marchamo de inteligencia. Antes de ir a una velada de Helena, los jóvenes trataban de leer un libro para tener tema de conversación y los secretarios de embajada y los embajadores le confiaban secretos diplomáticos, de modo que Helena era una potencia en cierto sentido. Pierre, que conocía sus pocas luces, asistía a sus fiestas y comidas, donde hablaban de política, poesía y filosofía con perplejidad y miedo. Era como un ilusionista que teme que su engaño sea revelado. Pero, o bien porque para dirigir un salón así se necesitaba ser idiota, o bien porque los engañados sintiesen placer en el engaño, la falsedad nunca se revelaba y la fama d’une femme charmante, aussi spirituelle que belle de Helena Vasílievna Bezúkhov era tan sólida que podía decir lo más nimio y absurdo y todos se entusiasmaban con sus palabras buscando un sentido profundo que ni ella misma sospechaba.
Pierre era el marido adecuado para una brillante mujer mundana como Helena. Era extravagante y distraído, un grand seigneur que no estorbaba y, lejos de enturbiar la impresión sobre el elevado nivel intelectual de la velada, en contraste con la discreción y elegancia de su mujer, lo realzaba. Durante esos dos años, gracias a su prurito por temas abstractos y su desdén por todo lo demás, había adoptado en la sociedad que no le interesaba y rodeaba a su mujer el tono indiferente y amable en su trato con todos que no es artificial e inspira un involuntario respeto. Entraba en el salón de su mujer como en un teatro; conocía a todos, se alegraba de verlos y sentía la misma indiferencia por todos. A veces entraba en una conversación que le interesaba y, sin preocuparse de si los señores de la embajada estaban o no allí, opinaba a menudo lo contrario que los demás. Pero la opinión general sobre el marido de la femme la plus distinguée de Pétersbourg era tan firme, que nadie tomaba en serio sus salidas.
Entre los jóvenes que frecuentaban la casa de Helena estaba Boris Drubetskoi. Había medrado en su carrera y a la vuelta de Helena de Erfurt se convirtió en un íntimo de la casa. Helena lo llamaba mon page y lo trataba como a un niño. Le sonreía como a los demás, pero a veces aquello desagradaba a Pierre. Drubetskoi le mostraba un especial respeto, digno y melancólico, lo cual le inquietaba. Pierre había sufrido tanto hacía tres años por la ofensa infligida por su mujer que ahora evitaba cualquier posibilidad de algo parecido, sobre todo porque él no era el marido, y porque no se permitía sospechar de ella.
«Ahora que es una intelectual, habrá renunciado a las aventuras de antaño —se decía—. No hay un ejemplo de mujeres intelectuales a quienes arrastren las pasiones», y se repetía esta regla de origen desconocido incluso para él, pero que creía a pies juntillas. Sin embargo, era extraño que la presencia casi permanente de Boris en el salón de su mujer actuase físicamente sobre Pierre; parecía agarrotar sus miembros y coartar su naturalidad y libertad de movimientos.
«Es rara esta antipatía —pensaba Pierre—. Antes me era agradable.»
Pierre era ante el mundo un gran señor, marido un poco ciego y cómico de una mujer famosa, hombre original e inteligente que nada hacía ni perjudicaba a nadie; una excelente persona. Mientras, iba desarrollándose en el alma de Pierre un complejo y difícil trabajo interior muy revelador y que le provocaba dudas y alegrías espirituales.
CAPÍTULO X
Pierre continuaba su diario. Esto fue lo que escribió durante ese tiempo:
24 DE NOVIEMBRE. Me he levantado a las ocho. He leído las Sagradas Escrituras y he ido a la oficina. (Siguiendo el consejo de su bienhechor, Pierre había empezado a trabajar en uno de los comités). Volví a comer y lo hice solo, pues la condesa tenía muchos invitados que no me caen bien. He comido y bebido con moderación. Luego copié unos documentos para los hermanos. Al atardecer bajé al salón de la condesa y conté una historia graciosa sobre B.; solo cuando todos rieron vi que no debía haberlo hecho.
Me retiro tranquilo y feliz. Dios mío, ayúdame a caminar siguiendo tu senda: 1) vencer la ira con el comedimiento y la paciencia; 2) vencer la lujuria con la abstinencia y la repulsión; 3) alejarme de la vanidad sin apartarme: a) del servicio al estado; b) el cuidado de la familia, c) las relaciones de amistad; d) las ocupaciones económicas.
27 DE NOVIEMBRE. Hoy me he levantado tarde. He remoloneado en la cama por pereza. ¡Dios mío! Ayúdame y dame fuerzas para poder seguir tu camino. He leído las Sagradas Escrituras sin el ánimo adecuado. Luego vino el hermano Urusov y hemos hablado de la vanidad del mundo. Me ha contado los nuevos proyectos del zar. Empecé a criticarlos, pero recordé los preceptos y palabras de nuestro bienhechor: el verdadero masón debe ser un agente activo del estado cuando este necesite su colaboración y debe contemplar sin estridencias las cosas a las que no fue llamado. La lengua es mi peor enemigo. Me han visitado los hermanos G. V. y O.; hablamos de admitir a un nuevo hermano. Me imponen ser rector, pero me siento débil e indigno. Hablamos de la interpretación de las siete columnas y gradas del templo: siete ciencias, siete virtudes, siete vicios, siete dones del Espíritu Santo. El hermano O. fue elocuente. Esa noche tuvo lugar la iniciación. El arreglo del local ha contribuido a la solemnidad. Fue admitido Boris Drubetskoi. Yo lo propuse y he sido rector. Un extraño sentimiento me inquietó mientras estuve con él en la habitación oscura; noté mi odio por él y me esforcé en vencerlo. Por eso desearía salvarlo del mal y guiarlo al camino de la verdad. Pero los malos pensamientos sobre él no me abandonan. Creo que ingresa en nuestra hermandad para acercarse a ciertas gentes y lograr el favor de nuestra logia. Me ha preguntado si N. y S. estaban en nuestra logia, a lo cual yo no podía contestar; creo que es incapaz de sentir respeto por nuestra organización; está demasiado ocupado y satisfecho de su persona y aspecto para desear la perfección de su yo espiritual. No tenía motivos para dudar de él, pero se me antojó insincero, y mientras estuvimos a solas me pareció que sonreía con desdén al oír mis palabras; le habría atravesado el pecho con la espada que apoyaba en él según el rito. No pude ser elocuente ni comunicar con sinceridad mis sospechas al gran maestro y a los demás hermanos. ¡Gran Arquitecto de la Naturaleza, ayúdame a hallar los verdaderos caminos que nos sacan del laberinto de la mentira!
Tras esas anotaciones, dejó tres páginas en blanco y escribió:
He tenido una conversación larga e ilustrativa a solas con el hermano V. Me ha aconsejado que sea amigo del hermano A. Me ha revelado muchas cosas, aunque yo no fuese digno de ello. Adonai se llama quien ha creado el mundo; lo gobierna Elohim y el tercer nombre, que no puede pronunciarse, significa Todo. Las conversaciones con el hermano V. me fortifican, refrescan y me afirman en el camino de la virtud. Es imposible dudar cuando se habla con él. Veo la diferencia entre la pobre doctrina de las ciencias sociales y nuestra doctrina, que abarca todo. Las ciencias humanas fraccionan para comprender y matan para conocer mejor. En el Orden todo está unificado como es. La trinidad, o los tres principios de las cosas, son el azufre, el mercurio y la sal. El azufre posee las propiedades del óleo y del fuego, unidas a la sal provocan por el fuego que contiene un intenso deseo, este atrae el mercurio reteniéndolo y producen juntos diversos cuerpos. El mercurio es la esencia espiritual en estado líquido y volátil: Cristo, el Espíritu Santo, Él.
3 DE DICIEMBRE. Me he despertado tarde. He leído las Sagradas Escrituras, pero sin emoción. Después he paseado un rato para meditar, pero he recordado cierto suceso de hace cuatro años. El señor Dólokhov me dijo una vez que me lo encontré en Moscú después del duelo: «Espero que tenga el espíritu sereno, pese a la ausencia de su esposa». No le contesté. Ahora he recordado los detalles y le he dicho mentalmente las cosas más atroces y agresivas, pero logré no pensarlo cuando me dominaba la ira, aunque el arrepentimiento no fue completo. Vino luego Boris Drubetskoi y contó diversas aventuras. Yo estaba malhumorado y le dije algo desagradable. Él me replicó. Me enfurecí y le dije cosas molestas y groseras. Él calló y yo vi lo que había hecho cuando era tarde. ¡Dios mío! No sé portarme con él por culpa de mi amor propio. Me creo superior y eso me hace peor que él, pues él tolera mis desenfrenos y yo lo desdeño. ¡Dios mío, que en su presencia comprenda mejor mi vileza y pueda ser útil también a él! Tras la comida he sesteado y, mientras me dormía, una voz me susurró: «Es tu día».
He soñado que caminaba a oscuras y, de pronto, me rodearon unos perros. Yo caminaba sin miedo. Después, un perrillo me clava los dientes en el muslo izquierdo y no me suelta. Intento ahogarlo con las manos y cuando me zafo él se me echa encima otro perro más grande y me muerde. Lo levanto, pero al hacerlo, el perro se hace más pesado y más grande. De repente el hermano A. me toma del brazo y me lleva a un edificio a través de un tablón muy estrecho. Cuando pongo el pie en él, se comba y cae; quiero subir a una tapia a la que apenas llego. Tras grandes esfuerzos me aúpo de modo que mis piernas cuelgan en el aire por un lado y el cuerpo por otro. Miro y veo al hermano A., de pie en la tapia indicándome una ancha avenida y un jardín donde se alza un hermoso edificio. Entonces desperté. ¡Gran Arquitecto de la Naturaleza! Ayúdame a separar de mí a los perros, mis pasiones, y a la que reúne la fuerza de todas las demás. Ayúdame a entrar en el templo de la virtud que he contemplado en sueños.
7 DE DICIEMBRE. He soñado que Osip Alexéievich estaba en mi casa y yo deseaba agasajarlo. Soñé que hablaba con unos extraños y me di cuenta de que eso no le gustaría y quise acercarme a él para abrazarlo. Entonces vi que su rostro había cambiado; había rejuvenecido y me decía algo sobre la doctrina de la Orden, pero en voz tan baja que no pude oírlo. Salimos entonces todos de la habitación y ocurrió algo extraño: estábamos sentados o tumbados en el suelo. Él me hablaba; yo, para demostrarle lo sensible que era, imaginé el estado de mi yo íntimo y la gracia de Dios que me había esclarecido. Me puse a llorar y me alegró que él pudiese ver las lágrimas. Pero me miró con rencor y se apartó de mí. Esto me intimidó y le pregunté si lo que decía era sobre mí. No respondió, pero se mostró cariñoso y de repente regresamos a mi dormitorio, donde hay una cama de matrimonio. Se acostó en un lado y yo deseaba acariciarlo y echarme junto a él. Soñé que me preguntaba: «En serio, ¿cuál es su principal pasión? ¿Lo sabe ya? Creo que ya debe saberlo». Contesté con azoramiento que mi principal defecto era la pereza. Meneó la cabeza como si dudase, y yo, más azorado, le dije que seguí sus consejos y vivía con mi esposa sin ser un marido para ella. Respondió que no debía negarle mi cariño y me insinuó que era mi deber. Yo repuse que me avergonzaría; y entonces todo desapareció. Al despertarme, recordé este texto de las Sagradas Escrituras: «La vida era la luz de los hombres. Y la luz brilló en las tinieblas, pero las tinieblas no la recibieron.» El rostro de Osip Alexéievich estaba joven y radiante. Ese día recibí una carta del bienhechor hablándome de los deberes conyugales.
9 DE DICIEMBRE. He tenido un sueño del que desperté inquieto. Soñé que estaba en el diván de mi casa de Moscú; Osip Alexéievich salía de la sala. Supe que ya se había operado en él el gran proceso de renovación y corrí a su encuentro. Lo abracé, le besé las manos y él me dijo: «¿Ha visto que tengo otra cara?» Lo miré sin soltarlo; su rostro era joven, pero no tenía pelo y sus rasgos eran distintos. Dije: «Lo habría reconocido de cualquier manera». Y pensé: «¿He sido sincero?» Entonces se me antojó que yacía como un cadáver. Después fue reviviendo y entró conmigo en el despacho; tenía un grueso libro, como un códice alejandrino; le dije: «Lo he escrito yo», él asintió con la cabeza. Abrí el libro; tenía las páginas ilustradas con bellos grabados de las aventuras amorosas del alma con su amante; vi la figura de una doncella, de ropa y cuerpo transparentes, ascendiendo al cielo. Creo que la doncella era una representación del Cantar de los Cantares. Pensé que contemplar los grabados no estaba bien, pero no podía apartar los ojos. ¡Dios mío, ayúdame! Si esto quieres, hágase tu voluntad; pero si yo soy el causante, muéstrame lo que debo hacer. Sucumbiré a mi depravación si me abandonas del todo.
CAPÍTULO XI
La economía de los Rostov no mejoró durante los dos años pasados en el campo.
Nikolái, firme en su propósito, servía en un regimiento anodino y gastaba poco dinero, pero la vida en Otrádnoie no había cambiado y Mitenka administraba de tal modo que las deudas aumentaban cada año. La única solución para el viejo conde era trabajar, así que se trasladó a San Petersburgo a busca un empleo y, al mismo tiempo, para divertir a las muchachas por última vez, según él decía.
Poco después de su llegada a San Petersburgo, Berg pidió la mano de Vera y le fue concedida.
Aunque sin saberlo ni pretenderlo, los Rostov formaban parte en Moscú de la buena sociedad, en San Petersburgo la sociedad que frecuentaban era mixta e indefinida. Allí eran unos provincianos a quienes no se rebajaban ni aquellos a quienes los Rostov recibían y agasajaban en su casa de Moscú.
Como en Moscú, los Rostov eran en San Petersburgo hospitalarios y en torno a su mesa se reunían personas muy diversas: vecinos de Otrádnoie, viejos propietarios de escasa fortuna con sus hijas, la dama de honor Peronskaia, Pierre Bezúkhov y el hijo del jefe de correos del distrito, que tenía un empleo en la capital. Entre los hombres, frecuentaban la casa de los Rostov en Petersburgo Boris, Pierre, (a quien el viejo conde vio un día por la calle y lo llevó a su casa), y Berg, que pasaba días enteros con ellos y mostraba a la condesa Vera las atenciones propias de alguien dispuesto a declararse.
Berg enseñaba a todos la mano derecha, herida en Austerlitz, sosteniendo con la izquierda una espada inútil. Narraba su hazaña con tanta insistencia y gravedad que todos creyeron al final en el mérito y dignidad de aquel acto, por el cual recibió dos premios.
También se había distinguido en la guerra de Finlandia. Había recogido una granada caída cerca del comandante en jefe, que mató a su ayudante, y se la llevó a su superior. Como después de Austerlitz, contaba este episodio con tanta insistencia y tantas veces que todos creyeron que había sido necesario y así la guerra de Finlandia le valió dos premios más. En 1809 era capitán de la Guardia condecorado, y ocupaba en San Petersburgo puestos ventajosos.
Aunque algunos liberales sonreían al oír hablar de los méritos de Berg, sin duda era un oficial formal, valiente y estimado por sus superiores, un joven de hábitos intachables, de futuro brillante y posición segura en la sociedad.
Cuatro años antes, estando con un camarada alemán en la platea de un teatro de Moscú, había señalado a Vera Rostov, que estaba en un palco, y dijo: «Das soll mein Weib werden». Desde entonces estaba decidido a casarse con ella. Ahora, en San Petersburgo, al comparar su posición con la de los Rostov, creyó llegado el momento y pidió su mano.
La petición fue acogida con una sorpresa poco halagüeña para él. Parecía extraño que el hijo de un gentilhombre de Livonia pidiese la mano a una condesa Rostova, pero el carácter de Berg era de un egoísmo tan infantil y buenazo que los Rostov pensaron que la boda sería un acierto, pues él estaba convencido, y llegó a pensar que estaba muy bien. Además, los Rostov iban tan mal que el pretendiente no podía ignorarlo. Además, Vera tenía veinticuatro años, frecuentaba la sociedad hacía tiempo y, aunque bella y sensata, nadie le había pedido la mano. Así pues, consintieron.
—Ya ve —decía Berg a su compañero, a quien llamaba amigo solo porque sabía que todos tienen amigos—. Tengo todo bien pensado. No me casaría sin haberlo meditado bien y si hubiese inconvenientes. Ahora no los hay. He asegurado la vida de mis padres con un arriendo en los países bálticos; yo podré vivir muy bien en San Petersburgo con mi sueldo, la dote de ella y mi espíritu ordenado. No me caso por dinero; eso es ruin; pero la mujer debe aportar lo suyo y el marido lo suyo. Tengo mi carrera, ella tiene sus buenas relaciones y medios. Hoy en día es algo, ¿no? Además, es una joven excelente, honesta y me quiere…
Berg sonrió con rubor.
—También yo la quiero porque tiene buen carácter y es sensata. Su hermana, en cambio, es lo contrario pese a ser de la misma familia. Es antipática, poco inteligente… Además, ¿sabe…? ¿Cómo decirlo…? No es agradable… En cambio, mi novia… Bueno ya vendrá a casa… —prosiguió Berg. Quería decir «a comer», pero reflexionó y dijo «a tomar el té» y con un movimiento de la lengua dejó escapar una voluta de humo que parecía resumir su idea de felicidad.
Tras la sorpresa inicial de los padres por la petición de Berg, se impuso como es costumbre un estado de ánimo gozoso y alegre en la familia. Pero no era una alegría sincera, sino de cara a la galería. El padre y la madre parecían confusos y abochornados del matrimonio de su hija. Tenían la sensación de no haber querido a Vera como es debido y ahora se deshacían de ella con demasiada facilidad. El viejo conde era el más turbado y no habría sabido explicar el porqué, aunque era por el dinero. Ignoraba cuál era su fortuna, cuáles sus deudas, y a cuánto podía ascender la dote de Vera. Cuando sus hijas nacieron había asignado a cada una de ellas una hacienda de trescientos siervos, pero una había sido vendida. La otra estaba hipotecada, el plazo había vencido y la tuvo que poner en venta, así que no podía entregarla como dote. Dinero tampoco tenía.
Los novios estaban prometidos hacía un mes, no faltaba más que una semana para la boda y el conde no había decidido la dote ni había hablado con su mujer de ello. A veces pensaba adjudicar a Vera el terreno de Riazán, otras vender un bosque y otras pedir prestado. Días antes de la boda, Berg entró temprano en el despacho del conde y con una gran sonrisa preguntó respetuosamente a su futuro suegro por la dote destinada a Vera. El conde quedó tan confuso por la pregunta esperada hacía tiempo que respondió lo primero que se le ocurrió:
—Me gusta que te preocupes. Sí, me gusta, quedarás satisfecho…
Dio unas palmaditas a Berg en la espalda y se levantó para terminar aquella conversación. Pero Berg, siempre sonriendo, explicó que si no sabía con qué contaba Vera y no recibía una parte por adelantado, tendría que renunciar a la boda.
—Juzgue usted, conde. Si me permitiese celebrar la boda sin medios para mantener dignamente a mi mujer, sería un miserable.
Todo terminó cuando el conde se sintió generoso y, para no oír nuevas peticiones, dijo que daría una orden de pago por ochenta mil rublos. Berg sonrió amablemente y besó el hombro del conde diciendo que estaba muy agradecido, pero que no podía comenzar una nueva vida sin recibir treinta mil rublos en efectivo.
—Al menos veinte mil —añadió—, y la orden por solo sesenta mil.
—Está bien —concluyó el conde—. Pero, perdóname, te daré veinte mil en efectivo y una orden por ochenta mil, y ahora dame un beso.
CAPÍTULO XII
Era el año 1809 y Natacha había cumplido dieciséis años. Hacía cuatro que, tras besar a Boris, contó con los dedos el año en que llegaría a esa edad, pero no había vuelto a verlo desde entonces. Cuando se hablaba de Boris, Natacha afirmaba a Sonia y a su madre que en el pasado había sido una chiquillada de la cual no se debía hablar y que ella lo había olvidado. Pero en el fondo de su alma Natacha se preguntaba si la promesa era un juego o la ataba a Boris algo más serio.
Desde que en 1805 se incorporó al ejército, Boris no había visto a los Rostov. Estuvo en Moscú muchas veces y pasó cerca de Otrádnoie, pero ni una sola vez los visitó.
Natacha pensaba que no quería verla, lo cual parecía confirmado por el tono triste de los mayores al referirse a él.
—Hoy la gente ya no recuerda a los viejos amigos —comentaba la condesa cuando se hablaba de Boris.
Ana Mijáilovna, que frecuentaba menos la casa de los Rostov, había adoptado una actitud digna y hablaba con entusiasmo de las cualidades de su hijo y su brillante carrera. Cuando los Rostov se instalaron en San Petersburgo, Boris fue a verlos.
Se presentó emocionado en su casa. El recuerdo de Natacha era lo más poético de su vida; pero su intención era que ella y su familia comprendiesen con claridad que las relaciones infantiles no suponían un compromiso para él ni para ella. Tenía una brillante posición social gracias a su intimidad con la condesa Bezúkhov; además, estaba bien considerado en el ejército gracias a la protección de un alto cargo cuya confianza se había ganado; no le faltaban proyectos matrimoniales fácilmente realizables con una rica heredera de San Petersburgo. Cuando Boris entró en el salón de los Rostov, Natacha estaba en su habitación. Al saber de su llegada casi entró corriendo, acalorada, con una sonrisa más que cariñosa.
Boris recordaba a una niña de traje corto, brillantes ojos negros bajo los rizos y una risa sonora e infantil, la Natacha de hacía cuatro años. Por eso, cuando entró una Natacha distinta, quedó turbado y su semblante mostró sorpresa y admiración, lo cual alegró a Natacha.
—¿Qué, reconoces a tu traviesa amiga? —preguntó la condesa.
Boris besó la mano de Natacha y dijo que le asombraba el cambio.
—¡Cómo ha embellecido!
«¡Ya lo creo!», respondieron los ojos sonrientes de Natacha.
—Y papá, ¿ha envejecido? —preguntó.
Natacha se sentó. No participó en la conversación de Boris y la condesa, pero observó todos los detalles del novio de su infancia. Boris sentía esa mirada cariñosa, y a veces se volvía a ella.
El uniforme, las espuelas, la corbata, el peinado de Boris, eran a la última moda. Natacha lo notó de inmediato. Sentado un poco ladeado, junto a la condesa, se ajustaba con la mano derecha un guante impecable que parecía moldeado sobre su izquierda. Fruncía los labios con distinción especial y refinada, hablaba de los placeres del gran mundo de San Petersburgo y, con ironía, recordaba los viejos tiempos y a los amigos de Moscú. Mencionó deliberadamente a la alta aristocracia, así lo adivinó Natacha, hablando del baile de un embajador donde cual estuvo y las invitaciones recibidas de N. N. y S. S.
Sentada y en silencio, Natacha lo miraba de reojo, lo cual inquietaba a Boris y lo turbaba. A menudo se volvía hacia ella e interrumpía su relato. A los diez minutos, cuando se levantó para irse, seguían mirándolo los mismos ojos curiosos, provocadores y algo burlones. Tras esa visita, Boris se dijo que Natacha tenía para él los mismos atractivos que antes; pero no debía abandonarse a ese sentimiento, pues el matrimonio con ella, casi sin dote, sería nefasto para su carrera, y era indecente reanudar las relaciones sin tener intención de casarse. Boris decidió evitar a Natacha; sin embargo, pese a ello, días después volvió a casa de los Rostov y repitió cada vez más a menudo sus visitas, y llegó a pasar días enteros allí. Comprendía que era necesaria una explicación con Natacha. Debía decirle que debía olvidar el pasado, que pese a todo él… no podía casarse con ella porque carecía de dinero y los padres de ella no darían su consentimiento. Pero nunca encontraba el momento; cada día se sentía más enredado. Natacha, en opinión de Sonia y de la condesa, estaba tan enamorada de Boris como antes. Cantaba para él sus romanzas favoritas, le mostraba su álbum obligándolo a escribir algo, pero no le permitía hablar del pasado y le daba a entender lo bello que era el presente. Cada día Boris salía de casa de los Rostov en una nube, sin haber dicho lo que querría de decir y sin saber qué hacía, por qué volvía ni cómo acabaría aquello. Dejó de visitar a Helena; recibía notas llenas de reproches por su ausencia y, pese a todo, pasaba horas en casa de los Rostov.
CAPÍTULO XIII
Una noche en que la vieja condesa, en bata, sin sus falsos rizos, con un mechón de pelo que salía de su gorro de dormir, hacía las genuflexiones de la oración nocturna sobre una alfombrita entre suspiros y ayes, crujió la puerta y entró corriendo Natacha también con un salto de cama y sus bigudíes. La condesa la miró con enfado mientras concluía la oración: «¿Será esta cama mi ataúd?» La entrada de su hija cortó su fervor religioso. Al ver que su madre oraba Natacha se detuvo y sacó la lengua amenazándose a sí misma. Después, al ver que su madre continuaba, fue de puntillas hacia la cama, se quitó las zapatillas, restregó sus piececitos y saltó a la cama que la condesa Rostova temía tener por ataúd. Era una cama alta, con colchones de plumón y cinco almohadas apiladas. Natacha se hundió en las plumas, se volvió a la pared y trató de acomodarse bajo el edredón. Finalmente se sentó con las piernas dobladas junto a la barbilla y o pataleaba y reía, o se cubría la cabeza o miraba a su madre. La condesa terminó y se le acercó con rostro severo. Pero al ver a Natacha con la cabeza tapada, sonrió.
—¿Qué pasa? —dijo.
—¿Podemos hablar, mamá? —preguntó Natacha—. Un beso en el hoyito, uno solo —abrazó a su madre por el cuello y la besó debajo de la barbilla.
Natacha tenía cierta rudeza en el trato con su madre, pero era delicada y hábil y nunca le causaba daño, molestia o enfado.
—¿De qué quieres hablar? —preguntó la condesa apoyándose en las almohadas mientras Natacha, tras girar dos veces sobre sí misma, se acomodó junto a ella bajo el edredón, con los brazos fuera y adoptando un aire serio.
Las visitas nocturnas de Natacha a su madre antes de que el conde regresase del club eran uno de los mayores placeres de ambas.
—Dime. También yo tengo que hablarte… —Natacha tapó con su mano la boca de la condesa.
—Ya lo sé, de Boris… —dijo seriamente.
—Por eso he venido. No hables, lo sé. Pero, no, dime —retiró la mano—. Dime, mamá… ¿es simpático?
—Natacha, tienes dieciséis años y a tu edad yo estaba casada. Dices que Boris es simpático. Lo es, y lo quiero como a un hijo, ¿qué pretendes…? ¿Qué piensas? Lo tienes loco, lo veo…
La condesa, miró a su hija, que permanecía inmóvil, los ojos fijos en una esfinge de caoba labrada en los ángulos de la cama, de modo que la condesa solo veía el rostro de su hija de perfil. La asombró su expresión concentrada y seria.
Natacha escuchaba y reflexionaba.
—¿Y qué? —dijo.
—Le has sorbido el seso. ¿Para qué? ¿Qué quieres de él? Sabes que no podéis casaros.
—¿Por qué? —preguntó Natacha.
—Porque es joven, pobre y pariente tuyo… porque tampoco tú lo amas.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé; eso no está bien, tesoro.
—¿Y si yo quiero…?
—No digas bobadas.
—¿Y si yo quiero…?
—Natacha, en serio…
Natacha no la dejó terminar. Tomó la mano de la condesa, besó el dorso, luego la palma, le dio la vuelta y besó la primera falange del índice, luego en la articulación, después la otra falange, mientras recitaba: «enero, febrero, marzo, abril, mayo».
—Mamá, ¿por qué no dices nada? —miró a su madre, que la miraba con ternura y parecía haber olvidado cuanto quería decir.
—No está bien, tesoro. No todos comprenderán vuestra amistad de la infancia; que os vean juntos ahora puede perjudicarte ante otros jóvenes que nos visitan. Sobre todo, lo haces sufrir en vano. Tal vez ya haya encontrado un buen partido y ahora parece tener el seso sorbido por ti.
—¿Por mí? —repitió Natacha.
—Te contaré lo que me pasó a mí. Tenía un cousin…
—Sí, Cyril Matveich, lo sé. ¡Pero es un viejo!
—No lo ha sido siempre, hija. Mira, yo hablaré con Boris. No debe venir tan a menudo…
—¿Por qué no, si le gusta?
—Porque sé que terminará en nada.
—¿Cómo lo sabes? No, mamá, no se lo digas. ¡Qué bobadas! —dijo Natacha como quien ve que le quieren quitar algo suyo—. Bueno, no me casaré, pero que venga; a él le gusta y a mí también —sonrió a su madre—. No nos casaremos, seguiremos así.
—¿Qué quieres decir? —preguntó la condesa.
—Así… No hace falta que me case, seguiremos así.
—¡Así! —repitió la madre y todo su cuerpo fue sacudido por la risa.
—¡No te rías! ¡No te rías…! —gritó Natacha—. Mueves toda la cama. Te pareces a mí, enseguida te ríes.
Tomó las manos de la condesa y besó en el meñique de una diciendo «junio» y besó la otra mano; «julio, agosto…»
—¿Está muy enamorado? ¿Qué crees? ¿Se enamoró así alguien de ti? ¡Es muy simpático! Pero no me gusta; es estrecho como el reloj del comedor…
¿Comprendes…? Estrecho, gris, transparente…
—¡Qué bobadas se te ocurren! —dijo la condesa.
—¿No me comprendes? —siguió Natacha—. Nikolenka me comprendería… Bezúkhov es añil con algo rojo y cuadrado.
—También coqueteas con él —rio la condesa.
—No, es masón… Es bondadoso, añil con rojo; no sé cómo explicarlo…
La voz del conde sonó detrás de la puerta:
—¡Condesita! ¿No duermes?
Natacha saltó de la cama y, con las zapatillas en las manos, corrió a su habitación, donde tardó en conciliar el sueño. Pensaba que nadie comprendía lo que ella comprendía y lo que tenía dentro.
«¿Sonia? —pensó mirando a la gatita ovillada que dormía con su enorme trenza—. No. Es muy virtuosa. Se enamoró de Nikolenka y no quiere saber nada más. Ni siquiera mamá lo comprende. Es sorprendente —siguió hablando de sí misma en tercera persona, imaginando que hablaba de ella un hombre brillante, el más brillante y mejor—. Lo tiene todo, es inteligente y graciosa… —proseguía él—, posee una gran inteligencia, es simpática, y además es preciosa. Es ágil, nada y monta a caballo como una amazona; ¡y su voz! ¡Es espléndida!» Natacha cantó su fragmento favorito de una ópera de Cherubini; se lanzó a la cama y sonrió pensando que iba a dormirse enseguida. Llamó a Duniasha para que apagase la luz; pero apenas salió Duniasha, ella había pasado al feliz mundo de los sueños, donde todo era fácil y hermoso porque ocurría de otro modo.
Al día siguiente, la condesa invitó a Boris, habló con él, y el joven dejó de ir a casa de los Rostov.
CAPÍTULO XIV
El 31 de diciembre de 1809, víspera de año nuevo, se iba a celebrar la nochevieja en casa de un alto dignatario de la época de Catalina la Grande, y asistirían el Cuerpo diplomático y el zar.
En el paseo de los Ingleses, sobre el Neva, el palacio del dignatario relumbraba con sus miles de luces. Junto a la entrada bien alumbrada se había extendido una alfombra roja; además de los gendarmes, estaba el jefe de la policía con decenas de oficiales. Llegaban sin cesar los carruajes con lacayos de librea roja y otros con plumas en los sombreros. De los coches se apeaban personajes uniformados con sus bandas y condecoraciones. Las señoras, vestidas de raso y armiño, pisaban con cuidado los estribos desplegados con gran ruido y avanzaban por la alfombra de la entrada con paso rápido y silencioso.
Con cada nueva carroza, un murmullo brotaba de la multitud de curiosos y los hombres se descubrían.
—¿Es el zar…? No, es el ministro… el príncipe… el embajador… ¿No ves el penacho? —se oía entre la multitud.
Uno, mejor vestido que los otros, parecía conocer a todos los que llegaban y decía el nombre de los próceres más ilustres de entonces.
Cuando la tercera parte de los invitados estaban en el baile, en casa de los Rostov aún no habían terminado de vestirse para ir a la gran fiesta.
Ese baile fue objeto de muchos comentarios y preparativos en casa de los Rostov. Al principio dudaron que los invitasen; después temieron que los trajes no estuviesen listos a tiempo y que no todo resultase como debía.
María Ignatievna Peronskaia, amiga y pariente de la condesa, macilenta dama de honor de la vieja corte, acompañaría al baile a la familia para guiarla en la alta sociedad petersburguesa. Los Rostov debían recogerla en su coche a las diez en los jardines de Táurida; pero a las diez menos cinco las jóvenes aún estaban sin vestir.
Era el primer gran baile de Natacha. Se había levantado a las ocho de la mañana y pasó el día en una actividad febril. Se esforzó para que Sonia, su madre y ella fuesen vestidas del mejor modo posible. Sonia y la condesa se pusieron en sus manos. La condesa llevaría un vestido de terciopelo rojo oscuro y las dos jóvenes irían de blanco con matices rosa y flores en el corpiño; además, el peinado sería à la grecque.
Se habían lavado, perfumado y empolvado los brazos, cuello y orejas, como se hacía para ir a un baile; llevaban medias de seda transparente y zapatos de raso adornados con lacitos; el peinado estaba casi concluido. Sonia terminaba de vestirse y la condesa también; pero Natacha, que se ocupaba de las demás, se había retrasado. Aún estaba ante el espejo con una bata sobre sus delgados hombros. Sonia, ya vestida, estaba en medio de la habitación apretando con el dedito la última cinta.
—¡No, así no, Sonia! —Natacha se giró recogiéndose el cabello con las manos, que la doncella no había podido soltar—. Esa cinta no está bien… Ven.
Sonia se sentó y Natacha sujetó la cinta de otra forma.
—Señorita, así no puedo —dijo la doncella sin soltar el cabello de Natacha.
—¡Dios mío! Espera. Así, Sonia.
—¿Os falta mucho? —preguntó la condesa—. Son las diez.
—Enseguida. Y tú, mamá, ¿estás ya?
—Solo me falta la toca.
—No te la pongas hasta que yo vaya —gritó Natacha—. No lo hagas.
—Es que son ya las diez.
Tenían que llegar al baile a las diez y media, y Natacha no estaba arreglada. Además, debían pasar antes por el jardín de Táurida.
Ya peinada, con las enaguas cortas que dejaban ver los zapatos de baile y una bata de su madre, corrió hacia Sonia, pasó revista y después a la condesa. Le sujetó la toca haciéndole girar la cabeza, besó rápidamente sus cabellos canos y fue a las doncellas, que daban las últimas puntadas a su falda.
El problema era ahora la falda de Natacha, que era demasiado larga. Dos doncellas estaban acortándola, y mordían el hilo. Una tercera, con los alfileres en la boca, corría de Sonia a la condesa atendiendo a las dos; la cuarta sostenía en alto el vestido transparente de Natacha.
—¡Corre, Mavrusha!
—Deme el dedal, señorita.
—¿Termináis o no? —preguntó el conde entrando en la habitación—. Os traigo el perfume. La señorita Peronskaia estará cansada de esperar.
—Ya está, señorita —dijo una de las doncellas levantando con dos dedos el vestido y sacudiéndolo con gracia para que se viese el cuidado que le merecía la finura del traje.
Natacha fue a ponérselo.
—¡Ahora! Papá, no entres —gritó a través de la falda que la cubría por completo.
Sonia cerró la puerta. Un minuto después dejaban entrar al conde. Llevaba frac azul, medias de seda y zapatos; iba perfumado y peinado.
—¡Qué guapo estás, papá! —dijo Natacha ajustándose los pliegues de la falda.
—Permítame, señorita —decía la doncella, arrodillada ante Natacha y tirando de la falda mientras se pasaba los alfileres de un lado a otro de la boca.
—Tú dirás lo que quieras —se desesperó Sonia mirando el vestido de Natacha—, pero sigue largo.
Natacha se alejó para mirarse en el espejo. El vestido estaba efectivamente largo.
—Le juro, señorita, que no está largo —decía Mavrusha detrás de Natacha.
—Si está largo, lo acortaremos en un santiamén —dijo resueltamente Duniasha, sacando una aguja del pañuelo que llevaba en el pecho.
La condesa, con su traje de terciopelo y su toca, entró entonces en silencio y tímidamente.
—¡Oh, mi mujercita, qué guapa estás! —exclamó el conde—. ¡Mejor que vosotras! —Quiso abrazarla, pero ella se apartó sonrojada para que no le arrugase el vestido.
—¡Mamá! Ladea un poco más la toca —dijo Natacha—. Ahora la arreglaré —y avanzó hacia ella.
Las doncellas que cosían la falda no tuvieron tiempo de seguirla y rasgaron un poco de tul.
—¡Dios mío! ¿Pero qué pasa? Juro por Dios que no tuve la culpa…
—No es nada. Lo coseré y no se verá —dijo Duniasha.
—¡Qué guapa! —exclamó la niñera, que entraba entonces—. ¡Y qué bella! ¡Qué preciosas las dos!
A las diez y cuarto subieron a los carruajes. Aún debían ir al jardín de Táurida.
La señorita Peronskaia estaba lista. Pese a su edad y fealdad, le había ocurrido lo mismo que a las Rostov, aunque con menos prisas por la costumbre. La habían lavado, perfumado y empolvado hasta las orejas; su vieja doncella la había alabado cuando salió con el traje amarillo y su emblema de dama de honor de la corte.
La señorita Peronskaia alabó los vestidos de las Rostov, y ellas el gusto y el vestido de Peronskaia. A las once, con mucho cuidado para no estropear vestidos y peinados, subieron a los carruajes y partieron.
CAPÍTULO XV
Natacha no había tenido un segundo libre en todo la mañana y no se había parado a pensar ni una vez en qué le aguardaba.
En el aire frío y húmedo, entre las apreturas y el vaivén de la carroza, Natacha imaginó por primera vez lo que vería en el baile, en los esplendorosos salones: la música, las flores, la danza, el zar y la brillante juventud de San Petersburgo. Le parecía tan bonito que no podía creerlo; aquello era tan distinto de la sensación de oscuridad, frío y estrechez del carruaje. Solo cuando pisó la alfombra roja de la entrada, entró en el vestíbulo, se quitó el abrigo de piel y avanzó con Sonia delante de su madre por la escalinata flanqueada de flores, supo lo que vería después. Recordó cómo debía portarse en el baile e intentó adoptar el aire solemne que, pensaba, correspondía a una muchacha de su edad en esas circunstancias. Por suerte notó que los ojos se le iban de aquí para allá; no veía nada con claridad y tenía el corazón desbocado. No pudo adoptar el porte que la habría hecho ridícula; temblaba de emoción tratando de ocultarla. Pero eso era lo que más le convenía. Delante y detrás de ellas, conversando en voz baja, entraban los invitados vestidos de gala. Las figuras de las señoras con sus vestidos blancos, azules y rosados, con diamantes y perlas en los brazos y cuellos desnudos se reflejaban en los espejos de la escalera.
Natacha los miraba sin ver su imagen entre las otras: todo se mezclaba en una brillante procesión. Al entrar en el primer salón, la aturdieron el murmullo de las voces, los pasos y los saludos. La luz y el resplandor la cegaron. Los dueños de la casa, que llevaban ya hacía media hora recibiendo a sus invitados, los saludaban con las mismas palabras —Charmé de vous voir —dijeron acogiendo con la misma cortesía a los Rostov y a Peronskaia.
Ambas muchachas, de blanco con rosas iguales en el cabello negro, hicieron la misma reverencia, pero la dueña de la casa se fijó más en Natacha. Para ella tuvo una sonrisa especial. Tal vez le recordase sus tiempos felices de jovencita y su primer baile. También el señor de la casa siguió con los ojos a Natacha y preguntó al conde cuál era su hija.
—Charmante! —dijo besándole las puntas de los dedos.
En el salón de baile los invitados se agrupaban junto a las puertas aguardando la llegada del zar. La condesa se colocó en las primeras filas. Natacha oyó y sintió que hablaban de ella y la miraban. Comprendió que gustaba y eso la serenó un poco.
«Las hay como nosotras, y peores», pensó.
Peronskaia decía a la condesa quiénes eran las personas más importantes que habían acudido.
—Aquel es el embajador de Holanda, el del pelo gris… —señaló a un viejecillo de cabellera plateada y rizada rodeado de señoras a las que hacía reír—. Ahí está la reina de San Petersburgo, la condesa Bezúkhov —añadió mirando a Helena, que entraba en ese momento—. ¡Qué guapa es! No tiene nada que envidiar a María Antónovna. Vea cómo la rodean jóvenes y viejos. Guapa e inteligente… Dicen que el príncipe… está loco por ella… Y esas dos, aunque no sean bellas, van bien acompañadas.
Señaló a una dama que cruzaba la sala con una hija horrenda.
—Es una novia con muchos millones —explicó Peronskaia—, y ahí están los novios. Ese es el hermano de la condesa Bezúkhov, Anatole Kuraguin —señaló a un caballero de la Guardia que pasó ante ellas y miraba a lo lejos con la cabeza erguida sin fijarse en las damas—. Guapo, ¿a que sí? Lo casan con esa millonaria… También su cousin Drubetskoi le hace la corte. Se habla de millones.
La condesa señaló a Caulaincourt y preguntó quién era.
—Es el embajador francés —repuso Peronskaia—. Parece un rey. Pese a todo, los franceses son realmente simpáticos. No hay nadie tan agradable como ellos en sociedad. ¡Ah, ya está aquí! ¡La verdad es que no hay ninguna como nuestra María Antónovna! ¡Qué sencilla viste! ¡Es encantadora! Y ese señor gordo con lentes es francmasón universal —señaló a Pierre Bezúkhov—; al verlo al lado de su mujer es un adefesio.
Balanceando su corpachón, Pierre se abría paso entre la gente saludando a diestro y siniestro con amabilidad y despreocupación, como si estuviese en un mercado lleno de gente.
Natacha miró con alegría el rostro de Pierre, el adefesio, como lo llamaba Peronskaia. Sabía que Bezúkhov los buscaba entre los invitados, especialmente a ella. Pierre había prometido asistir a la fiesta y presentarle algunos jóvenes para que la sacasen a bailar.
Sin llegar a los Rostov, Pierre se detuvo junto a un invitado de pelo castaño, más bien bajo y muy guapo, que vestía uniforme blanco y conversaba con un señor alto y muy condecorado. Natacha reconoció en él a Andréi Bolkonsky, que le pareció muy rejuvenecido y mucho más alegre y atractivo.
—Otro conocido, mamá; Bolkonsky —dijo Natacha—. ¿Lo recuerdas? Durmió una noche en Otrádnoie.
—¡Ah! ¿También lo conocen ustedes? —dijo Peronskaia—. Lo detesto. Il fait à présent la pluie et le beau temps. Tiene un orgullo desmedido. Ha salido a su padre. Se ha unido a Speranski y redactan no sé qué proyectos. Mire cómo trata a las señoras. Ella le habla y él se aparta. Si me hiciese a mí lo que hace a esas damas, le leería la cartilla.
CAPÍTULO XVI
De repente todo se puso en marcha. Los invitados se agolparon en la entrada y retrocedieron. Al compás de la música, entre las dos filas de invitados, apareció el zar seguido de los dueños de la casa. Avanzaba con rapidez, saludando a derecha e izquierda, como para terminar cuanto antes aquel primer encuentro. La orquesta tocaba una polca de moda compuesta en honor del monarca: «Alejandro, Elizavita, nos encantáis los dos…». El zar entró en una salita y los invitados se abalanzaron hacia la puerta. Algunos entraban y salían de allí con gran seriedad; después, los grupos se apartaron de la puerta y apareció el zar conversando con la dueña de la casa. Un joven rogaba a las señoras que se apartasen. Algunas damas, olvidando las conveniencias sociales, se adelantaban a empujones con peligro para sus vestidos. Los caballeros se acercaron a las señoras formando las parejas para la polca.
Finalmente todos se echaron a un lado y el zar, llevando de la mano a la dueña de la casa, cruzó el salón. Les seguía el señor de la casa con M. A. Narishkina, los embajadores, ministros y generales, a los que Peronskaia nombraba. Más de la mitad de las señoras tenían pareja para la polca. Natacha comprendió que corría el peligro de quedarse con su madre y Sonia en el grupito de señoras que no habían sido invitadas. De pie, los brazos caídos, el pecho apenas formado palpitando, Natacha contenía el aliento y miraba adelante con ojos brillantes e inquietos que parecían dispuestos a la alegría o a la decepción. Ni el zar ni las personas que señalaba Peronskaia le interesaban. Solo pensaba: «¿Nadie me va a sacar? ¿No bailaré entre las primeras? ¿Es que no me ven todos estos señores que ahora me miran como diciendo: “¡Ay! ¿No es la que busco”? No es posible —pensaba—. Tienen que comprender que quiero bailar y lo hago muy bien, que para ellos será un placer».
Las notas de la polca sonaban tristes en los oídos de Natacha. Quiso llorar. Peronskaia se apartó. El conde se hallaba en el extremo opuesto del salón. La condesa, Sonia y ella parecían estar solas como en un bosque, sin que nadie se fijase en ellas. El príncipe Andréi pasó delante de las Rostov con una dama. Sin duda no las había reconocido. El apuesto Anatole comentaba algo con su pareja y miró a Natacha como a una pared. Boris pasó dos veces y volvió el rostro. Berg y su mujer, que no bailaban, se acercaron.
Esta especie de reunión familiar, allí, en el baile, como si no hubiese otro sitio para conversar en privado, humilló a Natacha. No escuchó ni miró a Vera, que le hablaba de su vestido verde.
Por fin, el zar se detuvo junto a su tercera y última pareja de baile. Cesó la música. Un edecán, con aspecto de hombre ocupado, se acercó a las Rostov y les rogó que se echasen atrás, aunque ya estaban junto a la pared. La orquesta atacó un vals. El zar miró con una sonrisa al salón. Pasaron unos segundos sin que nadie bailase. El edecán, que dirigía el baile, se acercó a la condesa Bezúkhov y la invitó. Ella levantó la mano, sonrió y la puso en su hombro. El edecán con seguridad, siguiendo el ritmo, empezó a bailar deslizándose por los bordes del círculo, sostuvo la mano izquierda de su dama y la hizo girar al ritmo cada vez más rápido de la música; solo se oía el tintineo de las espuelas en los pies rápidos y ágiles del edecán; cada tres compases, con la vuelta, el vestido de terciopelo de ella parecía una llamarada al hincharse. Natacha los miraba en silencio; quería llorar al ver que no bailaría el primer vals.
El príncipe Andréi, con su blanco uniforme de coronel de caballería, medias de seda y zapato bajo, estaba animado en la primera fila, no lejos de las Rostov. El barón Firhof hablaba con él sobre la primera sesión del Consejo Imperial, que se celebraría al día siguiente. Como hombre cercano a Speranski y partícipe de las tareas de la Comisión de leyes, el príncipe Andréi podía informar sobre la sesión del Consejo, sobre el cual circulaban muchos rumores. Pero Bolkonsky no prestaba atención a Firhof y miraba al zar y a los caballeros que no se decidían a bailar.
El príncipe Andréi observaba a los caballeros cohibidos por la presencia del monarca, y a las damas, que se morían por ser invitadas.
Pierre se acercó a él y lo agarró del brazo.
—Tú siempre bailas. Aquí hay una muchacha protégée mía, la joven Natacha Rostova; sácala a bailar.
—¿Dónde está? —preguntó Bolkonsky, y volviéndose al barón dijo—: Disculpe; otro día terminaremos la conversación; en el baile hay que bailar.
Fue adonde le indicaba Pierre. El rostro desesperado y ansioso de Natacha no pasó inadvertido para él. La reconoció, leyó su mente y comprendió que era su primer baile; recordó la conversación en la ventana y se acercó risueño a la condesa Rostova.
—Permítame que le presente a mi hija —dijo la condesa sonrojándose.
—Ya tuve ese placer, si la condesa se acuerda de mí —replicó el príncipe Andréi con una inclinación educada que contradecía lo dicho por Peronskaia sobre su grosería.
Se acercó a Natacha y fue a ceñirle la cintura antes de invitarla a una vuelta de vals. La expresión ansiosa de aquel rostro se iluminó de súbito con una sonrisa agradecida e infantil.
«¡Hace tanto que te aguardaba!», parecía decir aquella muchacha cuando apoyó la mano en el hombro del príncipe Andréi. Era la segunda pareja que entraba en el círculo. El príncipe Andréi era uno de los mejores bailarines del momento. Natacha lo hacía muy bien; era como si sus pies calzados con zapatos de raso volasen ligeros, mientras su rostro resplandecía de entusiasmo y dicha. Su cuello y sus brazos no eran bellos como los de Helena; sus hombros delgados y el pecho sin formar no tenían su atractivo; sobre Helena parecía verse el barniz dejado por miles de miradas, mientras que Natacha era una chiquilla escotada por primera vez, a quien avergonzaría mostrarse así si no le hubiesen dicho que debía hacerlo.
Al príncipe Andréi le gustaba bailar. Deseaba terminar las conversaciones políticas e intelectuales con que lo atosigaban, quería romper el ambiente cohibido creado por la presencia del zar, así que decidió bailar y escogió a Natacha porque se lo había indicado Pierre y porque era la primera joven guapa que veía. Cuando tomó su cintura delgada y flexible, en cuanto se movió y sonrió tan cerca, el hechizo de su encanto lo subyugó; se sintió lleno de vida y rejuvenecido cuando, recobrado el resuello, la dejó con su madre y se detuvo para mirar a quienes bailaban.
CAPÍTULO XVII
Después del príncipe Andréi, Boris invitó a bailar a Natacha; cuando la dejó Boris, danzó con el edecán que había abierto el baile y después con otros jóvenes. Natacha, feliz, cedía a Sonia a sus numerosos caballeros. Bailó toda la noche sin descanso. No reparó en nada de lo que interesaba a todos. No se percató de la larga conversación del zar con el embajador francés, ni de la amabilidad que mostró hacia una dama, ni de que tal o cual príncipe había hecho esto o aquello, ni del éxito de Helena, a la que Fulano prestaba una atención especial. Ni siquiera miraba al zar y no supo de su marcha hasta que el baile se hizo más animado.
El príncipe Andréi bailó de nuevo con Natacha un cotillón anterior a la cena. Le recordó su primer encuentro en el jardín de Otrádnoie, la noche a la luz de la luna, cuando no podía dormir, y la conversación de la ventana que oyó sin querer. Natacha enrojeció y trató de justificarse como si fuese vergonzoso el sentimiento que había sorprendido involuntariamente el príncipe Andréi.
A Bolkonsky, como a muchas educadas en la alta sociedad, le gustaba hallar en aquel medio lo que no llevase la marca del gran mundo. Así era Natacha con su asombro, su alegría, su timidez y hasta sus incorrecciones en francés. El príncipe Andréi le hablaba con ternura y delicadeza. Sentado junto a ella y conversando de temas baladíes, admiraba el esplendor de sus ojos y la sonrisa, que no se refería a lo que hablaban, sino a su felicidad. Cuando invitaban a bailar a Natacha y se levantaba con una sonrisa, el príncipe Andréi admiraba su gracia tímida. A mitad de un cotillón, Natacha, respirando trabajosamente, volvía a su sitio cuando la invitó otro caballero. Estaba cansada, parecía dispuesta a negarse, pero puso la mano en el hombro de su nueva pareja y sonrió al príncipe Andréi.
«Me gustaría descansar y quedarme aquí, estoy cansada; pero ya ve; me eligen y eso me hace feliz. Quiero a todos y usted y yo lo comprendemos.» Eso y más cosas decía su sonrisa. Cuando el caballero la dejó, Natacha fue en busca de dos damas para la figura.
«Si se acerca primero a su prima y después a la otra, será mi mujer», se dijo de repente el príncipe Andréi sin dejar de mirarla. Natacha se acercó a su prima.
«Qué tonterías se me ocurren —pensó él—. Pero esta joven tan graciosa y peculiar se habrá casado antes de un mes. No se encuentra a diario muchachas como ella en este ambiente», se dijo cuando Natacha se sentó a su lado arreglándose la rosa del corpiño.
Casi terminado el cotillón, el viejo conde se acercó a los bailarines e invitó al príncipe Andréi a visitarlos y preguntó a su hija si se había divertido. Natacha no contestó; solo sonrió con una sonrisa como un reproche: «¿Cómo puedes preguntarme eso?»
—¡Jamás me había divertido tanto! —dijo.
El príncipe Andréi observó que sus delicados brazos se levantaban rápidamente para abrazar a su padre y bajaban de inmediato. Natacha era feliz como nunca. Se hallaba en ese estado de felicidad en que las personas se hacen totalmente buenas y no creen en el mal, la desgracia o el dolor.
Pierre se sintió humillado por primera vez en aquel baile por la posición de su esposa en las altas esferas. Estaba taciturno y abstraído. Una arruga le cruzaba la frente y, junto a una ventana, miraba sin ver en nadie.
Natacha pasó a su lado, cuando se dirigía a la cena. Le llamó la atención su expresión taciturna. Se detuvo delante de él; le habría gustado ayudarlo, darle algo de su alegría.
—¡Qué divertido es esto! ¿No, conde? —dijo.
Pierre sonrió distraído; sin duda no comprendía.
—Sí, estoy muy contento —repuso.
«¿Cómo puede haber alguien triste? —pensó Natacha—. Sobre todo alguien tan bueno como Bezúkhov.» A sus ojos, todos los asistentes al baile eran buenos, agradables y encantadores; se amaban unos a otros. Nadie podía ofender y todos debían ser felices.
CAPÍTULO XVIII
Al día siguiente, el príncipe Andréi recordó brevemente el baile. «Sí… un baile espléndido. Y la joven Rostova es encantadora. Tiene algo peculiar, espontáneo, que la distingue; no es como las muchachas de San Petersburgo.» Eso pensó del baile. Tomó el té y se puso a trabajar.
Pero ya fuese por el cansancio o la falta de sueño, el día fue malo para trabajar; el príncipe Andréi no se sentía capaz de hacer nada; solo criticaba cuanto hacía, cosa frecuente en él, y lo alegró el anuncio de una visita.
El visitante, Bitski, miembro de varias comisiones, asiduo de los salones de San Petersburgo, admirador de las ideas de Speranski, persona siempre informada en la capital, era un hombre que elegía sus opiniones como la ropa, dependiendo de la moda; y por ello parecen ser partidarios de las últimas corrientes. Con cara preocupada, casi sin quitarse el sombrero, se puso a hablar. Acababa de saber los detalles de la sesión del Consejo Imperial, celebrada por esa mañana y presidida por el zar, y los exponía con entusiasmo. El discurso del zar había sido asombroso, de los que solo pronuncian los monarcas constitucionales. «El zar dijo que el Consejo y el Senado son estamentos sociales y que la gobernanza del país no debe basarse en la arbitrariedad, sino en principios firmes; ha dicho que se deben reformar las finanzas y que las cuentas deben publicarse», Bitski enfatizaba algunas palabras abriendo los ojos.
—Sí, lo de hoy marca el comienzo de la era más grande era de nuestra historia— concluyó Bitski.
El príncipe Andréi escuchaba el informe sobre la sesión del Consejo Imperial, que aguardaba con impaciencia y que tanta importancia le atribuía; pero ahora le asombraba que, lejos de emocionarlo, le pareciese insignificante. Seguía la exposición de Bitski con ironía. Solo pensaba: «¿Qué nos importa a Bitski y a mí que el zar haya dicho esas cosas en el Consejo? ¿Puede hacerme más feliz y mejor?»
Y ese razonamiento destruyó el interés que sentía por las reformas. Ese día debía comer con Speranski en petit comité. La idea de comer en un ambiente familiar y amistoso con alguien a quien admiraba le despertaba antes un gran interés, pues nunca había visto a Speranski en la intimidad de su hogar. Pero ahora no tenía ganas de ir.
Aun así, se presentó a la hora indicada en la casita de Speranski, cerca del jardín de Táurida. En el comedor entarimado, que llamaba la atención por su limpieza como la de un convento, el príncipe Andréi encontró al petit comité de Speranski ya reunido. No había mujeres, salvo la hija pequeña del secretario de Estado, de rostro alargado, como su padre, y su institutriz. Los invitados eran Gervais, Magnitski y Stolipin, amigos íntimos del dueño. Al entrar en el zaguán, el príncipe Andréi oyó voces y una risa como las que se oyen en el teatro. Alguien, con voz parecida a la de Speranski, reía marcando cada carcajada. El príncipe Andréi no había oído reír a Speranski y aquella carcajada sonora y aguda le produjo un efecto extraño.
Entró en el comedor. Los invitados y su anfitrión estaban entre dos ventanas, ante una mesita con entremeses. Speranski, de frac gris y una condecoración en el pecho, chaleco y corbata alta blanca, seguramente se había vestido así para asistir a la sesión del Consejo, estaba de pie junto a la mesa con rostro alegre. Los demás lo rodeaban. Magnitski contaba una anécdota. Speranski escuchaba, riendo de lo que iba a oír. Cuando el príncipe Andréi entró, las palabras de Magnitski fueron ahogadas por las risas. Stolipin, sin dejar de masticar pan con queso, reía en tono bajo; Gervais reía como un ratoncillo y Speranski a carcajadas. Cuando vio a Bolkonsky le tendió la mano.
—¡Encantado de verlo, príncipe! —dijo—. Un momento… —se volvió a Magnitski, interrumpiendo su anécdota—. Hemos acordado que nos reunimos para pasarlo bien, nada de negocios —y rio.
El príncipe Andréi escuchaba decepcionado la risa de Speranski. Lo miraba y le parecía ver a un hombre diferente. Cuanto se le había antojado misterioso y seductor en Speranski adquirió claridad y perdió el atractivo; se hizo obvio y chabacano.
En la mesa la conversación no cesó y fue una recopilación de anécdotas divertidas. No había concluido Magnitski su historia cuando otro se ofrecía a contar otra. Las anécdotas versaban sobre los funcionarios. Parecía para ellos era tan evidente la estupidez de aquellas personas que solo cabía la cómica indulgencia hacia ellos. Speranski contó que un consejero sordo como una tapia, siempre que se le preguntaba en la sesión su opinión sobre algo respondía que él opinaba lo mismo. Gervais habló de una inspección famosa por la imbecilidad de sus componentes. Stolipin, balbuceando, criticó los abusos del viejo estado de cosas, amenazando con dar un giro serio a la charla. Magnitski rio del acaloramiento de Stolipin y Gervais intercaló una broma que devolvió el tono frívolo a la situación.
A Speranski le gustaba descansar después del trabajo y divertirse en una tertulia con íntimos; los invitados, que lo comprendían, trataban de alegrarlo y divertirse también. Pero aquella alegría aburrió al príncipe Andréi por lo penosa que era. El timbre agudo de Speranski le desagradaba, y su continua risa le parecía a falsa y hería su sensibilidad. Bolkonsky no reía y temió ser un aguafiestas, pero nadie se dio cuenta de que su humor no cuadraba con el ambiente general. Parecía que todos disfrutaban.
Se esforzó por intervenir en la conversación, pero siempre sus palabras eran rechazadas, como el corcho hundido en el agua.
Nada tenía de malo o impropio lo que se decía; todo era ingenioso y podía ser divertido, pero faltaba la sal de la alegría, cuya existencia ni sospechaban.
Tras la comida, la hija de Speranski y su institutriz se levantaron. El secretario de Estado acarició a la niña y le dio un beso. También ese gesto pareció artificial al príncipe Andréi.
Siguiendo la costumbre inglesa, los hombres se quedaron de sobremesa bebiendo vino de Oporto. Durante la conversación, que ahora giraba en torno a la intervención napoleónica en España, que todos aprobaban, el príncipe Andréi manifestó su opinión en contra. Speranski sonrió y, deseando cambiar de tema, contó una anécdota ajena a la conversación general. Todos callaron.
Antes de levantarse, Speranski tapó la botella de vino y dijo:
—Hoy día el buen vino es un mirlo blanco.
La entregó al criado y se levantó. Todos lo imitaron y pasaron al salón conversando animadamente. Entonces entregaron a Speranski dos despachos traídos por un correo. Los tomó y entró en su despacho. Cuando se retiró, la alegría general desapareció y los invitados hablaron de temas serios en voz baja.
—Ahora llega la declamación —dijo Speranski saliendo—. ¡Qué talento! —añadió volviéndose al príncipe Andréi.
Magnitski adoptó la postura adecuada y declamo unos versos humorísticos franceses compuestos por él sobre diversos personajes petersburgueses. Lo interrumpieron varias veces con aplausos.
Concluida la declamación, el príncipe Andréi se acercó a Speranski para despedirse.
—¿Ya se marcha? —le preguntó el secretario de Estado.
—Me he comprometido para una velada…
Ambos callaron. El príncipe Andréi veía de cerca aquellos ojos que no se dejaban penetrar y le pareció cómico que pudiese esperar algo de Speranski; se preguntaba cómo podía haber dado tanta importancia a lo que él hacía. La risa rítmica y la falta de alegría resonaron en sus oídos mucho después de abandonar la casa de Speranski.
Ya en la suya, el príncipe Andréi repasó, como si fuese algo nuevo, su vida en San Petersburgo aquellos cuatro meses. Recordaba sus idas y venidas, sus búsquedas, el proyecto de reforma de los reglamentos militares considerados y sobre el que había un silencio total porque otro proyecto nefasto había sido presentado al zar. Recordó las sesiones del comité, donde estaba Berg, y recordó cómo en ellas se hablaba sobre la forma de celebrarlas olvidando siempre con la misma diligencia cuanto se refería al meollo de la cuestión. Recordó su tarea de codificación, el interés con que había traducido al ruso los artículos de los códigos romano y francés, y se avergonzó de él mismo. Después imaginó a Bogucharovo, sus labores en el campo y su viaje a Riazán. Recordó a los mujiks, al starosta Dron y le asombró haber dedicado tanto tiempo a un trabajo tan estéril tras aplicarles mentalmente los derechos de las personas que él había dividido en parágrafos.
CAPÍTULO XIX
El príncipe Andréi fue al día siguiente a visitar a personas a cuyas casas aún no había acudido, entre ellas a los Rostov, con quienes reanudó el trato en el último baile. Además de la cortesía, fue para ver en la intimidad a la muchacha original y vital que le dejó tan buen sabor de boca.
Natacha fue de las primeras en salir a verlo. Llevaba un vestido azul de gasa que al príncipe le pareció que le sentaba mejor que el del baile. Toda la familia lo acogió como a un viejo amigo, con sencillez y amabilidad. La familia, a la que antaño juzgó tan severamente, ahora le pareció sencilla y amable. La hospitalidad espontánea del viejo conde, especialmente agradable en San Petersburgo, fue tan sincera que el príncipe Andréi aceptó la invitación para comer con ellos. «Es una buena familia y excelente —pensaba Bolkonsky—, que no sabe ni imagina que Natacha es su tesoro. Estas personas magníficas son el mejor fondo para esta guapa muchacha tan poética y vital.»
El príncipe Andréi veía en Natacha un mundo diferente y ajeno para él, lleno de alegrías ignoradas, ese extraño mundo que aquella noche de luna tanto lo inquietó en la avenida del jardín de Otrádnoie. Ahora no lo irritaba ni le era ajeno, sino que le ofrecía nuevos placeres al adentrarse en él.
Después de la comida, el príncipe Andréi pidió que Natacha cantase con el clavicordio. El príncipe, de pie junto a la ventana mientras conversaba con las damas, la escuchaba. Enmudeció en medio de una frase y notó que se le hacia un nudo en la garganta con unas lágrimas inesperadas. Miró a Natacha, que cantaba, y su ser fue sacudido por algo nuevo y dichoso. Se sentía a la vez feliz y triste. No tenía motivo para llorar, pero las lágrimas pugnaban por salir. ¿Por qué? ¿Por su amor pasado? ¿Por la princesita Lisa? ¿Por tantos desengaños…? ¿Por sus esperanzas en el futuro…? Sí y no. El motivo principal de las lágrimas era la terrible contradicción que sentía entre su anhelo de algo inmenso e inconcreto y la sensación de que era un ser finito y corpóreo, como ella. Esa contradicción lo apenaba y alegraba al oírla cantar.
En cuanto ella terminó se acercó a él y le preguntó si le gustaba su voz. Hizo la pregunta y quedó atónita, pues comprendió que no debería haberla hecho. Él sonrió y repuso que su canto le agradaba como todo lo que hacía ella.
El príncipe Andréi salió de casa de los Rostov por la noche. Se acostó por hábito, pero supo que no podía dormirse. Encendía la vela, se sentaba en la cama, se levantaba, volvía a echarse, pero no sufría por el insomnio. Estaba feliz y renovado, como si hubiese salido al aire libre desde una habitación con el aire cargado. No creía que estuviese enamorado de Natacha ni pensaba en ella, pero su imagen hacía que su vida surgiese bajo una nueva luz. «¿Para qué me esfuerzo? ¿Para qué brego en un ambiente estrecho y cerrado, cuando toda la vida se me abre con sus alegrías?» Tras mucho tiempo y por primera vez, se puso a hacer proyectos felices para el futuro. Decidió que debía prestar atención a la educación de su hijo y buscar un buen preceptor; debía dimitir de su cargo e ir al extranjero, visitar Inglaterra, Suiza e Italia. «Debo aprovechar mi libertad mientras sienta tanta vitalidad y juventud —se dijo—. Tenía razón Pierre cuando aseguraba que se debe creer en la posibilidad de ser feliz para serlo. Ahora creo. Dejemos que los muertos entierren a los muertos; hay que vivir mientras se esté vivo y ser feliz.»
CAPÍTULO XX
El coronel Adolfo Berg, a quien Pierre conocía, como a todos en Moscú y San Petersburgo, se presentó una mañana en casa del conde Bezúkhov con su impecable uniforme, sus patillas engomadas y peinadas hacia adelante, como el zar Alejandro Pávlovich.
—Acabo de estar con la condesa, su esposa, y por desgracia mi petición no ha sido aceptada. Espero tener mejor suerte con usted, conde —sonrió.
—¿Qué desea, coronel? Estoy a su disposición.
—Acabo de mudarme a mi nueva casa —dijo, sabiendo que la noticia era grata— y por eso quiero ofrecer una fiesta a mis amigos y a los de mi esposa —sonrió con más amabilidad aún—. He pedido a la señora condesa, y a usted también, que me hagan el honor de acudir a tomar una taza de té y… a cenar.
Solo la condesa Helena Vasílievna, que no creía digna de su persona a unos Berg, podía ser tan cruel de rechazar semejante invitación. Berg explicaba sin rodeos por qué deseaba reunir en su casa a un grupito selecto, por qué era agradable para él, por qué le disgustaba tirar el dinero con los naipes y otras cosas indignas y, en cambio, no le dolían prendas si se trataba de sus amigos, de modo que Pierre no pudo negarse y aceptó.
—No tarde, conde, se lo ruego. ¿Qué le parece a las ocho menos diez? Jugaremos una partida. Asistirá nuestro general; es muy bueno conmigo. Después cenaremos… Se lo suplico.
Pierre llegó ese día a la casa de Berg a las ocho menos cuarto, poco antes de la hora señalada, cosa infrecuente en él.
Los Berg aguardaban con todo ya listo a sus invitados en su nuevo despacho, limpio y luminoso, decorado con pequeños bustos, cuadros y muebles nuevos. Berg, con su uniforme nuevo, explicaba a su mujer que siempre se pueden y deben tener amistades situadas por encima de uno, pues así se experimenta el genuino placer de la amistad.
—Se puede aprender y pedir algo. Mira cómo he vivido después de mi primer ascenso —Berg contaba su vida por ascensos, no por años—; mis compañeros siguen sin ser nada y yo estoy propuesto para jefe de regimiento; tengo la gran suerte de ser tu marido —se levantó; le besó la mano a Vera y alisó una arruga de la alfombra—. ¿Y cómo lo he conseguido? Pues escogiendo bien las amistades. Sin duda hay que ser honrado y cumplidor.
Berg sonrió convencido de su superioridad sobre una pobre mujer y calló, pensando que su esposa, una débil mujer, no podía comprender la dignidad del hombre, ein Mann zu sein. Vera sonrió, convencida de ser superior a su marido virtuoso y bueno, pero que se equivocaba con la vida y con los demás hombres, creía ella. Berg, juzgaba a todas las mujeres por su esposa, las consideraba débiles y tontas; Vera, juzgaba a su marido, generalizaba sus propias observaciones y suponía que todos los hombres se arrogaban la inteligencia cuando no entendían nada y eran vanidosos y egoístas.
Berg se levantó, abrazó a su mujer con cuidado de no arrugar la costosa esclavina de encaje y la besó en la mitad de los labios.
—Y es importante que no tengamos hijos demasiado pronto —dijo asociando ideas de manera inconsciente.
—Sí, yo tampoco quiero —contestó Vera—. Debemos vivir para la sociedad.
—La princesa Yusupova llevaba uno igual —sonrió Berg, señalando la esclavina de encaje de ella.
Anunciaron entonces al conde Bezúkhov. Ambos esposos cambiaron una sonrisa satisfecha atribuyéndose ambos el honor de aquella visita.
«Esto significa hacer buenas amistades —pensó Berg—; esto significa saber comportarse.»
—Te ruego que no me interrumpas cuando hable con los invitados —dijo Vera—. Sé cómo entretenerlos y de qué hablar en cada momento.
Berg sonrió.
—Pero a veces los hombres necesitan una conversación de hombres.
Pierre fue recibido en el nuevo salón, donde nadie podía sentarse sin romper la simetría y el orden. Es lógico, pues, que Berg se mostrase generoso dejando que un visitante tan apreciado destruyese la simetría de una butaca o un diván porque él estaba indeciso. Pierre destruyó la simetría arrimando una silla. Berg y Vera iniciaron su velada, interrumpiéndose mutuamente para distraer al invitado.
Vera creía que debía entretener a Pierre con el tema de la embajada francesa, así que inició esta conversación. Berg creyó necesaria una conversación «de hombres», interrumpió a su mujer y planteó la posible guerra con Austria. Pasó sin querer a consideraciones personales: las propuestas recibidas para que participase en la campaña y sus motivos para no aceptar. Pese a que la conversación era confusa y Vera estaba enfadada por la irrupción, los esposos veían con placer que la velada había empezado muy bien, aunque había llegado solo un invitado, y era como las demás, con la conversación en marcha, el té servido y las velas encendidas.
Pronto llegó Boris, antiguo compañero de Berg. Mantenía con respecto al joven matrimonio cierta actitud de superioridad protectora. Después acudió una señora con un coronel; luego, el general; y cuando se presentaron los Rostov, la velada era sin duda como todas las demás. Berg y Vera no podían disimular una sonrisa feliz al ver tanta animación en su salón entre aquellas conversaciones confusas, el roce de vestidos femeninos y los saludos. Todo ocurría como en otras partes; el más parecido a otros fue el general, que alabó el piso de Berg, le daba golpecitos en la espalda y, conpaternal familiaridad, dispuso que se colocase una mesa para una partida de boston. El general sentó a su lado a Iliá Andréievich, como invitado de más categoría después de él. Los jóvenes con los jóvenes, los viejos con los viejos, la dueña de la casa junto a la mesa del té, con los mismos dulces en una cestita de plata como en la velada de los Panin. Todo era clavado a lo que había en otras casas.
CAPÍTULO XXI
Siendo uno de los invitados más importantes, Pierre debía jugar con Iliá Andréievich, el general y el coronel. Se sentó frente a Natacha y le sorprendió el cambio operado en ella desde el baile. Estaba silenciosa y, en vez de guapa como aquel día, habría podido decirse que estaba fea si no hubiese sido por su aire apacible e indiferente a todo.
«¿Qué le sucede?», pensaba Pierre. Natacha se había sentado junto a su hermana, al lado de la mesita de té, y respondía sin mirar y con apatía a las preguntas de Boris, que se le había acercado. Pierre, que había fallado a un palo y jugado cinco bazas con gran satisfacción de su compañero, la miró al oír pasos y voces de saludo de alguien que entraba.
«¿Qué le ha ocurrido?», pensó, aún más sorprendido.
El príncipe Andréi estaba ante ella, hablándole con cariño. Natacha, con las mejillas arreboladas, lo miraba tratando de serenar la respiración jadeante. Ardía en ella el fuego interior. Era otra. Volvió a ser la misma Natacha del baile.
El príncipe Andréi se acercó a Pierre. Este notó en el semblante de su amigo una expresión nueva y juvenil. Durante el juego, Pierre cambió varias veces de lugar. En ocasiones quedaba de espaldas a Natacha o frente a ella, pero observó en todo momento a la joven y a su amigo.
«Hay algo importante entre ellos», pensó. Y lo atenazó un sentimiento alegre y amargo que le hizo olvidar el juego.
Después de seis partidas, el general se levantó diciendo que así no se podía jugar. Pierre quedó libre. Natacha charlaba en un rincón con Sonia y Boris. Vera hablaba entre sonrisas con el príncipe Andréi. Pierre se acercó a su amigo, preguntó si podía sentarse junto a ellos y lo hizo. Vera, que notó el interés del príncipe Andréi por su hermana, pensó que en una velada como es debido había que hacer alusiones a la vida sentimental; aprovechando el momento en que el príncipe estaba solo, había iniciado con él una conversación general sobre los sentimientos y su hermana en particular. Con un invitado tan inteligente como el príncipe Andréi, según creía Vera, debía poner en marcha toda su diplomacia.
Cuando Pierre se acercó, Vera estaba en plena conversación, satisfecha de sí misma, y el príncipe Andréi parecía azorado, lo cual era raro.
—¿Qué opina? —sonreía Vera con sutileza—. Usted, príncipe, que es tan perspicaz y desentraña el carácter de las personas, ¿qué piensa de Nathalie? ¿Puede ser constante en sus afectos y, como otras mujeres —Vera se refería a ella misma—, ser fiel toda la vida a un hombre cuando se enamore? Para mí eso es el amor verdadero. ¿Qué cree?
—Conozco poco a su hermana para contestar —repuso el príncipe Andréi con una sonrisa burlona para esconder su azoramiento—. Además, he notado que las mujeres que menos gustan suelen ser las más constantes —miró a Pierre, que se acercaba a ellos.
—Cierto, príncipe —continuó Vera—. Hoy día —lo decía como suelen las personas de pocas luces que creen conocer una época y suponen que las personas cambian con los años—, en nuestros tiempos las jóvenes son tan libres que muchas veces el placer de ser cortejadas ahoga el auténtico sentimiento. Y, seamos francos, Natacha es muy sensible.
Esa alusión a Natacha hizo que el príncipe Andréi arrugase la frente. Quiso levantarse, pero Vera continuó con una sonrisa aún más sutil:
—Creo que ninguna muchacha ha sido más cortejada que ella; pero ninguno le ha gustado. Ya sabe que también nuestro querido primo Boris, entre nosotros, estuvo mucho, mucho tiempo en el país del Tendre —se refirió a un juego de moda entonces. —El príncipe Andréi callaba ceñudo—. Es usted amigo de Boris, ¿no? —preguntó Vera.
—Sí, lo conozco…
—Seguramente le habrá hablado de su amor infantil por Natacha.
—¡Ah! ¿Hubo un amor infantil? —el príncipe Andréi se ruborizó.
—Oui, vous savez, entre cousin et cousine cette intimité mène quelquefois à l’amour: le cousinage est un dangereux voisinage, N’est-ce pas?
—¡Oh, sin duda! —repuso el príncipe Andréi.
Y se puso a bromear con Pierre con una animación desacostumbrada, diciéndole que debería ser cauto en las relaciones con sus primas cincuentonas de Moscú. Y entre las bromas, se levantó, tomó a Pierre por el brazo y se lo llevó a un rincón.
—¿Qué pasa? —se asombró Pierre por el nerviosismo de su amigo y la mirada que había dedicado a Natacha.
—Tenemos que hablar —dijo el príncipe Andréi—. Ya sabes… nuestros guantes de mujer… —hablaba de los guantes que los masones daban a cada nuevo miembro para que los entregasen a la mujer amada—. Yo… No, luego te lo diré —con un extraño brillo en los ojos y muy nervioso se sentó a la vera de Natacha.
Pierre vio que el príncipe le preguntaba algo y ella enrojecía.
Entonces Berg rogó con insistencia a Pierre que se uniese a la charla entre el general y el coronel sobre los asuntos de España.
Berg estaba encantado y no se le borraba una sonrisa satisfecha. La velada era magnífica, como tantas a las cuales él había asistido. Se parecía en todo a las demás: las conversaciones de las señoras, el general jugando a las cartas y alzando la voz, el samovar y los dulces. Pero faltaba algo que había visto en otras veladas y que quería imitar: la conversación entre los hombres sobre un tema importante y serio. El general la inició y Berg arrastró a Pierre para que interviniese.
CAPÍTULO XXII
El día después el príncipe Andréi comió con los Rostov. Lo había invitado el conde Iliá Andréievich y pasó toda la jornada en su casa.
Todos sabían por quién iba el príncipe. Este último no lo ocultaba y trataba de estar todo el tiempo con Natacha. No solo Natacha, la asustada y feliz, sino toda la familia, temía que algo importante iba a ocurrir. La condesa, con ojos tristes, pensativa y grave, miraba al príncipe Andréi mientras hablaba con su hija, pero en cuanto Bolkonsky la miraba fingía iniciar una conversación banal. Sonia temía abandonar a Natacha y ser un estorbo cuando se quedaba con los dos. Natacha palidecía de miedo aguardando no sabía qué siempre que se quedaban a solas el príncipe y ella. El príncipe la asombraba debido a su timidez; notaba que quería decirle algo y no se decidía.
Cuando el príncipe Andréi se fue, la condesa se acercó a su hija y le susurró:
—¿Hay algo?
—Por favor, mamá, no me preguntes ahora —dijo Natacha—. De eso no se puede hablar.
Pero esa noche, Natacha, inquieta y asustada, la mirada inmóvil, pasó mucho tiempo en la cama de su madre. Le contó los cumplidos del príncipe y sus proyectos de viajar por el extranjero; le había preguntado dónde pasarían el verano; también le había preguntado por Boris.
—¡Nunca, nunca… he sentido algo semejante! —continuó—. Pero delante de él tengo miedo. ¿Qué significa eso? ¿Quiere decir que es… de verdad? ¡Mamá! ¿Te has dormido?
—No, tesoro… Yo también tengo miedo —repuso su madre—. Vete a dormir.
—Es Igual, no dormiré. ¡Es una bobada dormir! Mamá, nunca he sentido algo así —repetía entre asustada y asombrada por aquel sentimiento—. ¿Quién iba a imaginar…?
Natacha creía estar enamorada del príncipe Andréi desde que lo vio en Otrádnoie. Era como si aquella extraña e inesperada felicidad la asustase; el hombre a quien había escogido, pues estaba convencida, reaparecía y, según parecía, ella también le gustaba a él.
«Ahora que estamos en Petersburgo aparece aquí, a propósito. Y la casualidad de vernos en aquel baile. Es el destino, todo tendía a ese fin. En cuanto lo vi la primera vez sentí algo especial.»
—¿Qué más te ha dicho? ¿Cómo eran los versos…? —aludió la condesa a unos versos escritos por el príncipe en el álbum de Natacha.
—Mamá… ¿importa que sea viudo?
—Basta, Natacha… Reza a Dios. Les Maríages se font dans les cieux.
—Mamá, ¡si supieses cuánto lo quiero y qué feliz me siento! —abrazó Natacha a su madre llorando de felicidad y emoción.
A esa hora el príncipe Andréi estaba con Pierre y le hablaba de su amor por Natacha y de su intención de casarse con ella.
Ese día se celebraba una fiesta en casa de la condesa Helena Vasílievna. Asistían el embajador de Francia, el príncipe, ahora visitante asiduo de la condesa, y muchas damas y caballeros de gran distinción. Pierre estuvo abajo dando vueltas y llamando la atención de todos por su aspecto distraído y hosco.
Desde el día del baile Pierre notaba que tendría un ataque de hipocondría, contra el que trataba de luchar. Al iniciarse la amistad del príncipe y la condesa, había sido nombrado chambelán cuando menos lo esperaba. A raíz de aquello empezó sentirse pesaroso y avergonzado en la alta sociedad. Lo asediaban ideas tristes sobre la vanidad de lo humano y eso aumentó al ver los sentimientos de su protegida Natacha y el príncipe Andréi por lo distintas que veía su situación y la de su amigo. Trataba de evitar cualquier pensamiento sobre su mujer Helena, Natacha y el príncipe Andréi. Todo se le antojaba de nuevo mezquino comparado con la eternidad y se preguntaba: «¿Para qué todo esto?» Se obligaba a trabajar día y noche en sus asuntos masónicos para dejar atrás aquel estado de ánimo. Salió de los aposentos de la condesa sobre las doce, y ya en su despacho, de techo bajo y lleno de humo, con su batín, iba a copiar unos documentos originales escoceses cuando el príncipe Andréi entró.
—¡Ah! ¿Eres tú? —dijo Pierre, distraído y hosco—. Estoy trabajando —le mostró el cuaderno con el aire del infeliz que cree huir de las miserias de la vida con el trabajo.
El príncipe Andréi, radiante, feliz y renovado, se detuvo ante él y, sin notar su tristeza, le sonrió con el egoísmo de quien es dichoso.
—Pues sí —dijo—. Ayer quise hablar contigo y vengo ahora para hacerlo. Nunca he sentido algo así. Estoy enamorado.
Pierre suspiró hondo y dejó caer su corpachón en el diván junto al príncipe Andréi.
—De Natacha Rostova, ¿no?
—Sí, sí… ¿de quién si no? Nunca lo habría creído, pero este sentimiento es más fuerte que yo. Ayer sufrí muchísimo, pero no lo cambiaría ni por todo el oro del mundo. Antes no vivía; ahora sí, pero no sin ella. Me pregunto si puede amarme… soy viejo para ella… ¿Por qué no dices nada?
—¿Yo? Ya te lo dije… —repuso Pierre. Se levantó y se puso a pasear—. Siempre lo he pensado… Esa muchacha es una joya… no hay otra como ella… Amigo, no lo pienses más, no lo dudes. Cásate y cásate… Seguro que no habrá un hombre más feliz que tú.
—¿Y ella?
—Te ama.
—No digas bobadas… —sonrió el príncipe sin dejar de mirar a Pierre.
—Te ama, lo sé —se enfadó Pierre.
—No, escucha —el príncipe lo retuvo del brazo—. ¿Sabes cómo estoy? Tengo que decírselo a alguien.
—Bueno, bueno, habla. Me alegro mucho —dijo Pierre.
Su semblante se transformó, se alisó la arruga de la frente y escuchó con alegría al príncipe Andréi, que parecía un hombre nuevo y era un hombre distinto. ¿Dónde estaba su desdén por la vida, su desengaño, su angustia? Pierre era el único a quien podía contar cuanto llevaba en su interior y sentía; a veces elaboraba fácil y valerosamente planes de futuro, y se negaba a sacrificar su felicidad por los caprichos de su padre diciendo que aprobaría esa boda, que él conseguiría que la aprobase, que querría a Natacha o que prescindiría de su permiso; otras veces se pasmaba del sentimiento que lo inundaba como algo ajeno a él.
—Si me lo hubiesen dicho, jamás habría creído posible amar así. No es como lo que sentí en el pasado —decía—; para mí, el mundo se divide entre ella, donde está la felicidad, la esperanza y la luz; y la mitad donde no está ella, y todo es negrura y oscuridad…
—Negrura y oscuridad —musitó Pierre—, lo comprendo.
—No puedo dejar de amar la luz. No es culpa mía. Soy muy feliz, ¿sabes? Sé que te alegras por mí.
—Claro —confirmó Pierre mirándolo con ojos dulces y tristes.
Cuanto más luminoso le parecía el destino del príncipe Andréi, más negro se le antojaba el suyo.
CAPÍTULO XXIII
El príncipe Andréi necesitaba el consentimiento de su padre para poder casarse, de modo que salió al día siguiente para entrevistarse con él.
El padre recibió la noticia sin inmutarse, pero rabiaba en su interior. No le cabía en la cabeza que nadie quisiese cambiar la vida, cuando para él la vida tocaba su fin. «Que me dejen acabar de vivir a mis anchas y después que hagan lo que les apetezca», pensaba. No obstante, con su hijo prefirió recurrir a la diplomacia que usaba para casos importantes. Adoptó un tono tranquilo y analizó la cuestión. Para empezar, el matrimonio no era brillante ni por el parentesco o la fortuna ni por la posición social; además, el príncipe Andréi ya no era un joven y tenía delicada salud, punto en el que insistió especialmente el anciano, y ella era muy joven; encima, él tenía un hijo y no era aconsejable confiárselo a una niña; por último, añadió con ojos burlones: «Te ruego que aplaces la boda un año. Viaja al extranjero, trata de curarte; busca, como querías, un preceptor alemán para el príncipe Nikolái; luego, si el amor, la pasión, la obstinación o como gustes llamarlo, siguen siendo tan grandes, cásate. Es mi última palabra, ya lo sabes: la última…», terminó en un tono de quien no se volverá atrás.
El príncipe Andréi comprendió que su padre creía que sus sentimientos o los de su futura mujer no resistirían un año de alejamiento, o que moriría antes, así que decidió cumplir su voluntad y pedir la mano dejando la boda para un año más tarde. Volvió a San Petersburgo tres semanas después de su última visita a los Rostov.
Al día siguiente de la conversación con su madre, Natacha esperó a Bolkonsky toda la jornada, pero no fue a verla; lo mismo sucedió al segundo y al tercer día. Pierre tampoco apareció; Natacha, que ignoraba el viaje del príncipe Andréi para entrevistarse con su padre, no se explicaba esta ausencia.
Pasaron así tres semanas. Natacha no quería salir, caminaba como una sombra por las habitaciones, sin nada que hacer y taciturna. Por las noches, cuando nadie la veía, lloraba y no iba al dormitorio de su madre. Se ruborizaba sin cesar y sufría de los nervios. Imaginaba que todos sabían de su desengaño, que se reían de ella y la compadecían. Su orgullo lastimado empeoraba su pena.
En una ocasión en que entró en el dormitorio de su madre para decirle algo, rompió de pronto a llorar. Sus lágrimas eran como las del niño que ignora por qué lo castigan.
La condesa trató de calmarla, pero ella la interrumpió:
—Basta, mamá… No pienso ni quiero pensar. Venía y ha dejado de venir… eso es todo… —La voz le temblaba; quiso llorar, pero logró dominarse y continuó tranquilamente—: Además, no quiero casarme con él. Me da miedo. Ahora estoy completamente tranquila…
Al día siguiente se puso un vestido viejo que le gustaba porque con él había pasado muchas mañanas alegres y retomó sus antiguas costumbres, abandonadas desde el baile. Después del té fue al salón, cuya acústica tanto le gustaba, y se puso a repasar su solfeo. Terminada la primera lección, fue al centro del salón y repitió una frase musical que le encantaba. Escuchaba con placer, como si fuese algo nuevo, con qué elegancia se difundía su voz en el vacío hasta llenarlo y después moría lentamente. De repente recobró su alegría. «No hay que pensarlo tanto, así estoy bien», se dijo. Entonces paseó por la sonora tarima pisando con el tacón y la puntera de unos zapatos nuevos que le gustaban, escuchando el sonido de sus pasos y su voz. Al pasar ante el espejo se miró en él: «¡Aquí estoy! —parecía decir su semblante al verse—. Bien… no necesito a nadie».
Un lacayo quiso entrar para arreglar algo, pero Natacha no se lo permitió. Cerró la puerta y siguió paseando. Esa mañana retornó a su estado de amor y admiración por sí misma. «Qué encantadora es esta Natacha —fingía que un hombre hablaba de ella—. Es hermosa, canta bien, es joven y no molesta a nadie. Solo necesita que la dejen en paz.» Pero, por mucho que la dejasen en paz, no alcanzaba la calma deseada y se percató.
Se abrió la puerta de entrada, alguien preguntó en el vestíbulo si estaban en casa los señores. Se oyeron pasos. Natacha se miraba en el espejo sin verse. Sintió voces en la antesala. Cuando se vio, estaba pálida. Aunque su voz apenas atravesase las puertas cerradas, era él. Estaba segura.
Pálida y asustada, corrió al salón.
—¡Mamá, ha venido Bolkonsky! —dijo—. Es terrible, mamá, insoportable. No quiero… sufrir. ¿Qué hago…?
Antes de que respondiese la condesa entró el príncipe Andréi con el rostro serio e inquieto. Su cara se iluminó al ver a Natacha. Besó la mano de la condesa y la de Natacha, y se sentó junto al diván.
—Hace tiempo que no habíamos tenido el placer… —comenzó la condesa, pero él la interrumpió, al parecer porque quería decir algo cuanto antes.
—No he venido durante días porque estuve con mi padre. Debía hablar con él de algo importante para mí. He llegado esta noche a San Petersburgo y… —miró a Natacha—. Debo hablar con usted, condesa —añadió tras una pausa.
La condesa suspiró y bajó la cabeza.
—Estoy a su disposición —dijo.
Natacha comprendió que debía retirarse, pero no podía. Tenía un nudo en la garganta; miraba fijamente y con los ojos muy abiertos al príncipe Andréi, ajena a las reglas de cortesía.
«¡Así, de golpe! ¿En seguida…? ¡No es posible!», pensó.
Él la miró de nuevo, y eso la convenció de que iba a decidirse su suerte.
—Vete, Natacha; ya te llamaré —murmuró la condesa.
Natacha la miró y al príncipe con ojos asustados, suplicantes antes de salir.
—Condesa, he venido a pedirle la mano de su hija —dijo el príncipe Andréi.
La condesa enrojeció, pero no habló.
—Su petición… —comenzó lentamente. El príncipe Andréi la contemplaba callado—. Su petición… —se sentía confusa— me agrada… la acepto y me alegra… Espero que mi marido… espero que… pero esto depende de ella…
—Se lo diré cuando tenga su consentimiento… ¿Me lo otorga? —preguntó el príncipe Andréi.
—Sí —repuso la condesa.
Y le tendió la mano. Con una mezcla de desapego y ternura posó sus labios en la frente del príncipe cuando él le besaba la mano. Deseaba amarlo como a un hijo, pero sentía que era extraño y temible para ella.
—Estoy segura de que mi marido estará de acuerdo —añadió—. Pero su padre…
—Informé a mi padre y pone como condición para dar su consentimiento que el matrimonio se celebre en un año. Es lo que deseaba decirle —explicó él.
—Sí, Natacha es muy joven. Pero, ¡tanto tiempo…!
—No puede ser de otra manera —suspiró el príncipe.
—Se la enviaré —dijo la condesa, y salió. «¡Dios mío, apiádate de nosotros!», se decía mientras iba a buscar a su hija.
Sonia le dijo que Natacha estaba en su dormitorio. La encontró sentada en la cama, pálida, con los ojos secos y fijos en los iconos; se santiguaba rápidamente y musitaba. Al ver a su madre brincó y corrió hacia ella.
—¿Qué dijo, mamá…? ¿Qué?
—Ve junto a él. Ha pedido tu mano —dijo fríamente la condesa, o al menos eso le pareció a Natacha—. Ve… ve —repitió, y miró con pena y reproche a su hija, que salía corriendo. Después suspiró.
Natacha jamás recordaría cómo entró en el salón. En el umbral vio al príncipe Andréi y se detuvo. «¿Es posible que este extraño ahora lo sea todo para mí? —se preguntó—. Sí, es ahora la persona que más quiero en el mundo», se respondió. El príncipe Andréi se acercó a ella cabizbajo.
—La amo desde que la vi. ¿Puedo confiar?
La miró y se sorprendió por la expresión grave y apasionada de su rostro, que parecía decir: «¿Para qué preguntar? ¿Por qué dudar lo obvio? ¿Para qué hablar, cuando no hay palabras que expresen estos sentimientos?»
Se acercó al príncipe, tomó su mano y la besó.
—¿Me ama?
—¡Sí, sí, sí! —dijo Natacha con fastidio. Después suspiró y se puso a sollozar.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué llora?
—¡Soy tan feliz! —sonrió ella entre lágrimas. Se inclinó hacia él, pensó unos segundos, preguntándose si podía hacerlo, y lo besó.
El príncipe Andréi tenía las manos de Natacha entre las suyas, la miraba a los ojos y no hallaba en su corazón el anterior amor hacia ella. Algo había cambiado en él. Ya no sentía la fascinación poética y misteriosa del deseo, sino piedad y ternura por su debilidad femenina, miedo a su entrega y confianza, la conciencia dolorosa y dichosa del deber que lo ataba a ella. Ese nuevo sentimiento no era tan poético y luminoso, sino más serio y fuerte.
—¿Le ha dicho maman que debemos esperar un año para casarnos? —preguntó él mirándola a los ojos.
«¿Soy esa niña mujer, como me llamaban? —pensaba Natacha—. ¿Seré la mujer de este hombre extraño, cautivador e inteligente, a quien respeta hasta mi padre? ¿Es verdad? ¿Ya no podré tomarme la vida en broma porque soy mayor, responsable de cada acto y cada palabra? ¿Qué me ha preguntado?»
—No —respondió sin saber qué le había preguntado.
—Perdón —dijo el príncipe Andréi—, pero es tan joven y yo he vivido tanto. Temo porque no se conoce a sí misma.
Natacha escuchaba tratando de desentrañar el sentido de sus palabras.
—Por duro que sea este año que retrasa mi felicidad —continuó el príncipe, —en este plazo podrá ver lo que siente. Dentro de un año volveré a pedir que me haga feliz. Mientras, es libre. Nuestro noviazgo será secreto y, si cree que no me ama, o se enamora… —el príncipe sonrió forzadamente.
—¿Por qué dices eso? —lo cortó Natacha—. Sabes que me enamoré el día que llegaste a Otrádnoie —dijo, convencida de que era verdad.
—En un año podrá conocerse a sí misma…
—¡Un año! —exclamó Natacha. Ahora comprendía que la boda se retrasaba todo ese tiempo—. ¿Por qué un año? —él explicó los motivos, pero Natacha no escuchaba.
—¿No puede ser de otro modo? —preguntó.
El príncipe no contestó, pero su rostro expresaba que no.
—¡Es terrible! —exclamó Natacha, y rompió a llorar—. Me moriré en ese año de espera; no puede ser, es terrible.
Miró a su novio y vio en él una expresión de compasión y perplejidades.
—No, haré cuanto sea necesario —y se enjugó las lágrimas—. ¡Soy tan feliz!
El padre y la madre entraron en el salón para bendecir a los novios.
Desde ese día, el príncipe Andréi frecuentó la casa de los Rostov como prometido de su hija.
CAPÍTULO XXIV
No hubo ceremonia de compromiso ni se dijo a nadie que Bolkonsky y Natacha se habían prometido. Lo pidió el príncipe Andréi alegando que la culpa del retraso era suya y que debía soportar las consecuencias él; su compromiso lo ataba, pero no a Natacha y la dejaba en libertad. Si a los seis meses veía que no lo amaba, tendría derecho a recobrar su libertad. Como es natural ni Natacha ni sus padres querían oír hablar de eso, pero él se mantuvo firme. Iba a diario a casa de los Rostov pero no trataba a Natacha como novio. Le hablaba de usted y solo le besaba la mano. Entre el príncipe Andréi y Natacha se establecieron relaciones diferentes de las anteriores; eran cordiales y sencillas, como si no se hubiesen conocido hasta entonces. A ambos les gustaba recordar cómo se veían antes. Se sentían distintos de cómo eran antes del compromiso porque antes fingían y ahora eran sencillos y sinceros.
La familia de Natacha se sintió cohibida al iniciarse sus relaciones con Bolkonsky; les parecía un ser de un mundo diferente, y durante largo tiempo Natacha trató de familiarizarlos con él asegurando con orgullo que no era tan especial como parecía, que era como los demás, que ella no le tenía miedo y que nadie debía tenérselo. Días después la familia se acostumbró a él y siguieron su vida de siempre, en la cual él participaba. Sabía hablar de la administración de las tierras con el conde, de modas con la condesa y Natacha, de álbumes y bordados con Sonia. A veces los Rostov se asombraban de cómo había sido todo y de los presagios tan obvios: la llegada del príncipe Andréi a Otrádnoie, su viaje a San Petersburgo, la semejanza entre Natacha y el príncipe, que observó la niñera cuando los visitó por primera vez, el altercado entre Andréi y Nikolái en 1805 y tantas circunstancias que parecían haber favorecido cuanto había ocurrido.
En casa de los Rostov reinaba el aire de poética languidez y silencio que rodea a los prometidos. A menudo guardaban silencio estando todos juntos. A veces todos se retiraban para dejar solos a los enamorados, que seguían callados. No solían hablar de su vida futura. Él tenía miedo y le remordía la conciencia hacerlo y Natacha compartía aquellos sentimientos, como todos los suyos, que adivinaba siempre. Una vez le preguntó por su hijo y él enrojeció, cosa frecuente entonces y que tanto gustaba a Natacha, y dijo que el niño no viviría con ellos.
—¿Por qué? —se asustó Natacha.
—No puedo quitárselo a su abuelo, además…
—¡Cuánto lo habría querido! Pero lo comprendo, no quiere dar motivos para que nos acusen —Natacha adivinó momentáneamente lo que él pensaba.
El viejo Rostov se acercaba a veces al príncipe Andréi, lo besaba y le pedía consejo sobre la educación de Petia o el servicio de Nikolái. La condesa suspiraba mirándolos. Sonia temía ser inoportuna y buscaba pretextos para dejarlos solos, aunque no fuese necesario. Cuando el príncipe Andréi contaba algo, Natacha lo escuchaba con orgullo; cuando era ella quien hablaba, notaba con alegría y temor que él la miraba con atención. Se preguntaba: «¿Qué busca en mí? ¿Qué quiere averiguar al mirarme así? ¿Qué ocurrirá si no hay en mí lo que busca?» A veces se adueñaba de ella una alegría desbordada; entonces le gustaba ver y oír la risa del príncipe; reía poco, pero cuando lo hacía era sincero y después Natacha se sentía más cerca de él. La felicidad de Natacha habría sido completa si no le hubiese asustado la idea de la separación cada vez más próxima.
La víspera de su partida, el príncipe Andréi acudió con Pierre, que no había visitado a los Rostov desde el día del baile. Pierre parecía desorientado y confuso. Charló con la condesa mientras Natacha y Sonia llevaban al príncipe a la mesita de ajedrez.
—Hace mucho que conoce a Bezúkhov, ¿no? —preguntó el príncipe a Natacha—. ¿Lo estima?
—Sí; es un hombre bueno, un poco excéntrico.
Como siempre que hablaba de Pierre, contó anécdotas sobre su distracción, algunas inventadas.
—Le he contado nuestro secreto —dijo él—. Nos conocemos desde niños; tiene un corazón de oro. Yo, Natacha… —dijo seriamente—. Debo irme y Dios sabe lo que puede ocurrir. Tal vez, usted deje de amar… Sé que no debo hablar de eso, pero le pido que si le ocurre algo mientras estoy ausente…
—¿Qué puede ocurrir?
—Alguna desgracia… —prosiguió el príncipe—, le ruego, mademoiselle Sophie —se volvió a Sonia—, que acudan a él en busca de consejo y ayuda. Es distraído y extravagante, pero tiene el mejor corazón del mundo.
Ni los padres, ni Sonia, ni el príncipe Andréi habían previsto cómo se tomaría Natacha la partida de su novio. Con el rostro encendido, inquieta, los ojos secos, deambuló por la casa durante toda la jornada ocupándose de nimiedades, como si no comprendiese lo que le aguardaba. No lloró ni cuando él besó por última vez su mano al despedirse.
—¡No se marche! —dijo con una voz que hizo dudar al príncipe si debía quedarse y que recordaría largo tiempo.
Tampoco lloró cuando se fue; pero durante días no salió de su habitación, ajena a todo, y repitiendo de vez en cuando: «¡Ah! ¿Por qué se ha ido?»
Sin embargo, dos semanas después y para sorpresa de todos, Natacha se restableció y fue la de siempre, aunque su apariencia moral había cambiado, como cambia la cara de los niños al levantarse de la cama tras una larga enfermedad.
CAPÍTULO XXV
Tras la partida de su hijo al extranjero, la salud y el carácter del príncipe Nikolái Andréievich Bolkonsky se habían debilitado. Más irritable que antes, se encolerizaba sin motivo con la princesa María. Parecía buscar cuanto le dolía para atormentarla con la mayor crueldad posible. La princesa tenía dos pasiones y, por ello, dos alegrías: la religión y su sobrino Nikolenka. Ambas eran el tema favorito de los ataques y las ironías del príncipe. No importaba de qué se hablase, siempre llevaba la conversación hacia las supersticiones de las solteronas o los mimos excesivos y perjudiciales a los niños. «Quieres que sea una solterona como tú, pero no; el príncipe Andréi necesita un hijo, no una solterona», decía. Otras veces, preguntaba a mademoiselle Bourienne en presencia de la princesa María qué pensaba de los popes y los iconos rusos. Y se burlaba de ambas cosas…
Ofendía continua y lastimosamente a la princesa, que no necesitaba hacer esfuerzos para perdonarlo. ¿Podía considerar a su padre culpable e injusto por su modo de tratarla? Su padre la quería y no dudaba de su cariño. Además, ¿qué era la justicia? La princesa jamás pensaba en esa palabra. Todas las leyes humanas se reducían para ella a la ley del amor y el sacrificio de quien, siendo Dios, sufrió por amor a la humanidad. ¿Qué más le daba la justicia o la injusticia de los hombres a ella? Debía sufrir y amar, y eso hacía.
Ese invierno, el príncipe Andréi estuvo en Lisia Gori. Se mostró alegre, afable y cariñoso con su hermana, que no recordaba haberlo visto así hacía tiempo. Intuyó que algo había sucedido, pero no le dijo nada de Natacha. Antes de irse, el príncipe Andréi mantuvo una larga conversación con su padre, y la princesa María supo que ambos se habían quedado descontentos.
Poco después de la marcha del príncipe Andréi, la princesa escribió desde Lisia Gori a San Petersburgo a su amiga Julie Karagina —de luto entonces por uno de sus hermanos, caído en Turquía—, a quien quería casar con el príncipe Andréi:
Las penas parecen ser nuestra suerte común, querida Julie. La pérdida sufrida es tan terrible que solo puedo explicármela como un favor divino que, porque os ama, quiere poner a prueba a tu excelente madre y a ti. ¡Ah, querida amiga! La religión puede no solo consolarnos, sino librarnos de la locura. Solo ella puede explicar lo que, sin su ayuda, el ser humano no podría comprender: por qué y para qué seres buenos y nobles, que hallan la dicha en la vida y que no hacen daño a nadie y que son necesarios para el bien de los demás, son llamados por Dios, mientras aquí abajo quedan tantos malvados, inútiles, personas dañinas, o bien otras que son una carga para todos. La primera muerte que vi y jamás olvidaré fue la de mi querida cuñada, y me produjo esa impresión. Igual que tú preguntas al destino por qué tenía que morir tu hermano, así he preguntado yo por qué Lisa, un ángel que no había hecho daño a nadie y solo abrigaba buenos pensamientos. Han pasado cinco años ya, y ahora, con mi pobre intelecto, comprendo claramente para qué debía morir y por qué su muerte era la expresión de la infinita bondad del Creador, cuyos actos, casi siempre incomprensibles, muestran su inmenso amor por sus criaturas. A menudo pienso si no era demasiado angelical e inocente para soportar los deberes de una madre. Fue irreprochable como esposa joven, pero quizá no lo habría sido como madre. Ahora nos ha dejado, en especial a mi hermano, una gran pena y el recuerdo, y ocupará un lugar que yo ni oso esperar para mí. Pero esta muerte prematura y terrible ha influido para bien sobre mí y sobre mi hermano, pese a su tristeza. En el momento de la pérdida, no podían acudir a mi mente estos pensamientos y los habría rechazado con horror, pero ahora los veo claros e irrebatibles. Escribo todo esto para convencerte de una verdad evangélica que he convertido en una regla para la vida: no cae un solo pelo de nuestra cabeza sin su voluntad. Y su voluntad solo se guía por un amor infinito a todos nosotros. Por eso, cuanto nos ocurre nos conviene. Me preguntas si pasaremos el invierno en Moscú. Pese a lo mucho que quiero verte, no creo ni quiero que sea así. Te sorprenderá que el motivo sea Buonaparte. La explicación es la salud cada vez peor de mi padre. No puede sufrir ni una contradicción, se irrita sin cesar. Esa irritación va contra la situación política. No soporta que Buonaparte trate de igual a igual a todos los soberanos de Europa, especialmente al nuestro, ¡al nieto de la gran Catalina! Ya sabes que me dan igual los asuntos políticos, pero por lo que dice mi padre y sus conversaciones con Mijaíl Ivanovich sé lo que ocurre en el mundo y los honores que rinden a Buonaparte; creo que Lisia Gori es el único lugar del mundo donde no lo reconocen como un gran hombre, y menos aún como emperador de los franceses. Mi padre no lo soporta; con sus ideas sobre la política y previendo los choques que tendría por su costumbre de expresar sus opiniones sin miramientos, habla de mala gana de ir a Moscú. Cuanto ganaría con un tratamiento médico lo perdería con sus inevitables discusiones sobre Buonaparte. Aun así, se decidirá pronto. Nuestra vida familiar es la de siempre, aunque no esté mi hermano Andréi. Como te dije, ha cambiado mucho. Después de su desgracia, solo este año lo he visto moralmente curado. Es el mismo que conocí siendo niño: amable, cariñoso y con un gran corazón. Ha comprendido que la vida no ha terminado para él. Sin embargo, se ha debilitado físicamente. Está más delgado y nervioso que antes, y temo por él. Me alegra que viaje al extranjero, como le dijeron los médicos hace tiempo. Espero que se restablezca. Me dices en tu carta que en San Petersburgo se habla de él como de uno de los jóvenes más activos, cultos e inteligentes. Perdón por mi orgullo de hermana, pero jamás lo había dudado. Es imposible contar el bien que hizo aquí a sus mujiks y a la nobleza. Creo que en San Petersburgo recibió la recompensa merecida. Me asombra cómo llegan los rumores de San Petersburgo a Moscú, en especial esas falsedades que me cuentas sobre el supuesto matrimonio de mi hermano con la pequeña Rostov. Dudo que él vuelva a casarse, y menos con esa joven. Te diré el porqué. Aunque apenas hable de su difunta esposa, sé que el dolor de su pérdida sigue en su corazón y no la sustituirá para dar una madrastra a nuestro angelito. Además, por lo que sé, esa joven no entra en la categoría de mujeres que gustan a mi hermano; dudo que el príncipe Andréi la escoja, y te confesaré que no lo deseo. Pero me estoy alargando y ya estoy terminando la segunda hoja. Adiós, querida amiga; que Dios te tenga bajo su santo amparo. Mi querida amiga, mademoiselle Bourienne, te manda un beso.
María.
CAPÍTULO XXVI
En pleno verano, la princesa María recibió una carta desde Suiza. Era de su hermano y le comunicaba una noticia extraña e inesperada. Le anunciaba su compromiso con la joven Rostov. La carta estaba llena de entusiasmo amoroso hacia su prometida, y amistad tierna hacia su hermana. Decía que jamás había amado así y que solo ahora comprendía la vida. Le rogaba le perdonase si no le había dicho nada en Lisia Gori sobre aquello, aunque lo hubiese hablado con su padre. No lo hizo para que ella no intercediese para obtener su consentimiento, lo cual contribuiría a su ira sin conseguir nada, y ella habría cargado con el peso del disgusto paterno. Sin embargo, la cosa no estaba entonces tan decidida como ahora, decía. «Nuestro padre me pidió que retrasase el matrimonio un año; han pasado seis meses, la mitad, y mi decisión es cada vez más firme. Si los médicos no me retuviesen en el balneario, volvería a Rusia, pero debo aguardar otros tres meses. Ya me conoces y sabes mis relaciones con nuestro padre. No necesito que me dé nada. He sido y siempre seré independiente, pero actuar contra su voluntad y ganarme su ira cuando tal vez le quede poca vida, destruiría la mitad de mi alegría. También le escribo a él sobre lo mismo y te ruego que le entregues mi carta cuando lo estimes oportuno. Dime cómo reacciona y si hay esperanza de que consienta en acortar tres meses el plazo fijado.»
Tras mucho vacilar, dudar y rezar, la princesa María llevó la carta a su padre, quien le dijo al día siguiente con mucha calma:
—Escribe a tu hermano y dile que aguarde mi muerte… No tendrá que esperar mucho. Pronto lo dejaré libre…
La princesa quiso objetar, pero su padre no se lo permitió y alzó la voz.
—¡Cásate, cásate, querido…! ¡Una magnífica parentela…! ¡Gente culta! ¿Eh? ¿Ricos, eh? ¡Sí! Nikolenka tendrá una buena madrastra. Escríbele que se case aunque mañana si quiere. Ella será la madrastra de Nikolenka y yo me casaré con la Bourienka… ¡Ja, ja, ja! ¡Así también él tendrá una madrastra! Pero que sepa que no quiero más mujeres en casa. Que se case y viva por su cuenta. Tal vez tú también quieras irte con él —se volvió a su hija—. ¡Ve con Dios, fuera, fuera…!
Tras esta arranque de ira, el príncipe no mencionó más el asunto, pero el disgusto del padre por la debilidad de su hijo se manifestaba en su actitud hacia ella. A las burlas e ironías de siempre se sumaban ahora las conversaciones sobre las madrastras y sus amabilidades con mademoiselle Bourienne.
—¿Por qué no puedo casarme también yo? —le decía a su hija—. ¡Sería una princesa excelente!
La princesa María se dio cuenta entonces de que su padre intimaba cada vez más con la francesa. La princesa María escribió a su hermano y le contó cómo acogió su carta, pero lo consolaba dándole esperanzas de conciliar a su padre con esa idea.
Nikolenka y su educación, Andréi y la religión consolaban y alegraban a la princesa. Además, como todos necesitamos tener esperanzas personales, la princesa María guardaba una ilusión y una esperanza, el principal consuelo de su vida. Esto se debía a la gente de Dios, a los beatos y peregrinos que acudían a ella en secreto a espaldas del príncipe. Cuanto más vivía, más conocía y observaba la vida la princesa María, más se asombraba de la miopía de quienes buscaban en la tierra el placer y la dicha. Los hombres se afanan, sufren, luchan y se hacen daño por ese bien imaginario, imposible e impuro. «El príncipe Andréi amaba a su esposa, pero ella murió; no le bastaba y quiere encontrar de nuevo la felicidad con otra mujer. Nuestro padre no quiere que se case porque desea un matrimonio más ilustre y rico para él. Todos luchan, sufren y se martirizan destruyendo su alma inmortal por algo tan efímero. No basta con que nosotros lo sepamos: Cristo, el hijo de Dios, vino a decirnos que esta vida es un momento, una prueba. Pero nos aferramos a ella buscando la felicidad. ¿Por qué nadie lo ha comprendido? —pensaba ella—. Nadie, menos esa despreciada gente de Dios, que vienen a verme con sus mochilas a la espalda, suben por la escalera de servicio para no toparse con el príncipe; no porque teman al castigo, sino para no inducirlo a pecado. Abandonar la familia, la patria y las preocupaciones por los bienes de este mundo; deshacerse de todo, vestir un sayal, cambiar de nombre, ir de aquí para allá sin hacer daño y rogando por todos, por quienes los rechazan y por quienes los protegen: no hay verdad ni vida fuera de esta verdad y esta vida.»
La princesa María estimaba en especial a Fedosiushka, una mujercita tímida, picada de viruelas, de cincuenta años, que llevaba treinta años caminando descalza, arrastrando unas cadenas. Un día, cuando en la habitación iluminada solo por la luz de la lamparilla de los iconos, Fedosiushka contaba su vida, la idea de que había encontrado el auténtico camino en la vida la decidió a emprender también ella el camino de la peregrinación. Cuando Fedosiushka se fue a dormir, la princesa María meditó y, por raro que pareciese, decidió hacerse peregrina. Solo se lo contó al monje Akinfi, su guía espiritual, y él lo aprobó. So pretexto de preparar donativos para los peregrinos, la princesa se hizo con la ropa necesaria: sayal, lapti, caftán y un pañuelo negro. Muchas veces, al ir a la cómoda secreta donde los guardaba, se quedaba indecisa y se preguntaba si habría llegado el momento de poder hacer realidad su decisión.
A veces, al escuchar a los peregrinos, se conmovía con sus sencillas narraciones repetidas, pero que para ella tenían un gran sentido; más de una vez a punto estuvo de dejarlo todo y huir. Se veía con Fedosiushka por caminos polvorientos con un tosco sayal, su cayado y su mochila yendo de santuario en santuario, ajena a la envidia, sin amor humano ni deseos, para llegar al final, allí donde no hay penas ni llanto, sino alegría y placer eternos.
«Llegaré a un lugar y rezaré; antes de acostumbrarme y apegarme a él, seguiré hasta que mis piernas no me tengan; me tumbaré y moriré en algún lugar; así arribaré al puerto apacible y eterno donde no hay penas ni suspiros…», pensaba. Luego flaqueaba al ver a su padre y sobre todo a su sobrino pequeño. Lloraba entonces a escondidas, pues se creía pecadora por amar a su padre y a su sobrino más que a Dios.
A la griega (al estilo griego).
Comité de salud pública.
Sobrenombre.
El principio de las monarquías es el honor me parece irrefutable. Ciertos derechos y privilegios de la nobleza se me antojan medios de sostener este sentimiento.
Si analiza el asunto desde ese punto de vista…
A la francesa. Irse sin avisar, sin decir nada. Una expresión que viene siglo XVIII cuando era una forma habitual irse de las fiestas aristocráticas francesas sin avisar.
Una mujer encantadora, tan espiritual como bella.
Gran señor.
La mujer más distinguida de San Petersburgo.
Tiene que ser mi mujer.
Encantado de verle.
Actualmente impone su poder.
Título de algunos oficiales de alta categoría.
Un hombre como es debido.
Sí, ya sabe, entre primo y prima esta intimidad a veces conduce al amor. Ser primos es peligroso, ¿no?
Los matrimonios se hacen en el cielo. (Refrán francés equivalente al español: «Matrimonio y mortaja, del cielo bajan.»)