Guerra y paz

LIBRO DECIMOTERCERO – 1812

LIBRO DECIMOTERCERO

CAPÍTULO I

La razón humana no puede comprender todas las causas que originan cada evento en su integridad, pero la necesidad de conocerlas es consustancial a la naturaleza del hombre. Su razón, sin profundizar en la infinitud y complejidad de las condiciones del fenómeno, cada una de las cuales puede verse como causa del mismo, toma la primera semejanza, la más inteligible por lo general, y dice: he aquí la causa.

En los sucesos históricos, en los cuales se observan los actos humanos, la voluntad de los dioses se presenta como causa; le sigue la voluntad de los hombres llamados héroes, ocupan un lugar relevante en la historia. Pero si se ahonda en cada acontecimiento histórico, en la actuación de la masa humana que participa, uno ve que la voluntad de los héroes no dirige las acciones de la masa, sino que es casi siempre dirigida. Podría parecer que carece de valor comprender el significado de los hechos históricos de un modo u otro; pero entre quien afirma que los pueblos de Occidente avanzan hacia Oriente porque lo quiso Napoleón y quien sostiene que ocurrió porque debía suceder hay la misma diferencia que entre quienes afirmaban que la Tierra permanece inmóvil y los planetas giran a su alrededor y quienes decían que no saben en qué se apoya la Tierra pero saben que existen leyes que rigen sus movimientos y los de los demás astros.

No existen ni pueden existir causas de un hecho histórico, salvo una; pero existen leyes que rigen los sucesos, desconocidas unas y otras cuyo sentido vislumbramos.

El descubrimiento de esas leyes solo es posible renunciando a buscar las causas en la voluntad de un hombre, como el descubrimiento de las leyes que rigen el movimiento de los planetas no fue posible hasta que los hombres renunciaron a la idea de la inmovilidad de la Tierra.

Tras la batalla de Borodinó, la ocupación de Moscú por el enemigo y el incendio, los historiadores creen que el episodio fundamental de la guerra de 1812 fue el paso del ejército ruso del camino de Riazán al de Kaluga, y de allí al campo de Tarutino, llamado la marcha oblicua de Krasnia Pajrá. Los historiadores atribuyen la gloria de este hecho genial a varios personajes y discuten de quién es el mérito. También los historiadores extranjeros, hasta los franceses, reconocen el genio de los jefes militares rusos al hablar de esta marcha. ¿Por qué todos los escritores dedicados a estos temas, y los demás, admiten que fue una iniciativa genial y profunda de una persona, que salvó a Rusia y perdió a Napoleón? Es difícil entenderlo. Es difícil comprender en qué consiste la genialidad y profundidad de ese movimiento, pues no se necesita un gran esfuerzo intelectual para ver que la mejor posición de un ejército si no es atacado es la que está más próxima a los aprovisionamientos. Hasta un niño de trece años poco inteligente comprendería que en 1812 la posición más ventajosa del ejército, tras la retirada de Moscú, estaba en el camino de Kaluga. Así pues, no se comprende qué razonamientos han llevado a los historiadores a ver la genialidad en esta maniobra. Segundo, es más difícil comprender cómo ven en ella la salvación de los rusos y la derrota de los franceses, pues esa marcha, realizada en las circunstancias precedentes, pudo haber sido tan peligrosa para el ejército ruso como providencial para el francés. Si, a partir de ese movimiento, la suerte de los rusos mejora, no cabe deducir que ese movimiento fuese la causa.

Esa marcha de flanco pudo ser la perdición de todo el ejército ruso y la salvación del ejército francés si no hubiesen concurrido otras circunstancias. ¿Qué habría ocurrido sin el incendio de Moscú? ¿Y si Murat no hubiese perdido de vista a los rusos? ¿Y si Napoleón no hubiese permanecido inactivo? ¿Y si en Krasnia Pajrá el ejército ruso, siguiendo el consejo de Bennigsen y Barclay, hubiese presentado batalla? ¿Y si los franceses hubiesen atacado a los rusos cuando retrocedían más allá de Pajrá? ¿Y si Bonaparte hubiese atacado a los rusos acercándose a Tarutino, aunque solo fuese con la décima parte de la energía que desplegó en Smolensk? ¿Y si los franceses se hubiesen dirigido a San Petersburgo…? En cualquier caso de estos, el éxito de la marcha oblicua habría podido ser una debacle.

En tercer lugar, lo menos comprensible es que los estudiosos de la historia no quieran ver que no puede atribuirse a una persona la maniobra, que nadie había previsto jamás, y que como el retroceso en Fili nadie concibió en su conjunto, sino que fue realizada paso a paso, minuto a minuto, desarrollada durante una larga serie de distintas circunstancias; y solo cuando se realizó en su totalidad fue un hecho pasado.

En el consejo de Fili, la idea de los jefes rusos era replegarse en línea recta, es decir, por el camino de Nizhni-Nóvgorod. De ahí la mayoría de votos que obtuvo la idea en el consejo y la conversación tras el consejo entre el general en jefe y Lanski, jefe de los servicios de intendencia. En su informe al Serenísimo, Lanski comunicó que los aprovisionamientos del ejército se habían acumulado a lo largo del Oka, en las provincias de Tula y Kazán, y que, si se retiraban hacia Nizhni-Nóvgorod, los víveres quedarían separados del ejército por el río Oka, por donde el transporte es imposible, sobre todo a principios de invierno. Esa fue la primera señal de la necesidad de apartarse de la línea recta, que antes parecía la mejor hacia Nizhni-Nóvgorod. El ejército fue al sur, por el camino de Riazán, buscando las provisiones. Más tarde, la inactividad de los franceses, que perdieron de vista al ejército ruso, la preocupación por defender la fábrica de Tula y la ventaja de estar cerca del avituallamiento obligaron al ejército a descender más al sur, al camino de Tula. Tras pasar en un desesperado movimiento desde Pajrá al camino de Tula, los jefes del ejército ruso quisieron detenerse en Podolsk y nadie imaginó tomar Tarutino, pero por circunstancias y por la aparición de los franceses, que habían perdido de vista a los rusos, los planes de batalla y la abundancia de provisiones en Kaluga obligaron al ejército ruso a desviarse al sur y pasar al centro de sus vías de aprovisionamiento, del camino de Tula al de Kaluga, hacia Tarutino.

No es posible contestar cuándo fue abandonado Moscú, tampoco se puede saber en qué momento y quién decidió pasar a Tarutino. Solo cuando llegó el ejército a Tarutino, debido a las diferencias numéricas, la gente empezó a creer que era lo que deseaba desde hacía mucho tiempo.

CAPÍTULO II

La célebre marcha oblicua consistió en que el ejército ruso, replegándose en sentido contrario al de la invasión, una vez que hubo terminado el avance de los franceses, se apartó de la línea recta seguida al principio y, al no verse perseguido, se dirigió hacia las provisiones.

Si imaginamos al ejército ruso desprovisto de jefes, ese ejército no podía hacer otra cosa que regresar hacia Moscú describiendo un arco por los lugares donde había mayor aprovisionamiento y regiones más fértiles.

El paso del camino de Nizhni-Nóvgorod a los de Riazán, Tula y Kaluga era tan lógico que los merodeadores del ejército ruso seguían esa dirección, y desde San Petersburgo exigían que Kutúzov llevase sus tropas a ese camino. En Tarutino, Kutúzov casi fue censurado por el zar por desviar las tropas al camino de Riazán y le señalaron la posición frente a Kaluga, donde se encontraba cuando llegó la orden imperial.

Retrocediendo en la dirección del empuje recibido durante la campaña, incluida la batalla de Borodinó, cuando la inercia desapareció, el grueso del ejército ruso tomó la posición natural.

El mérito de Kutúzov no consiste en haber realizado maniobras geniales, de las llamadas estratégicas, sino en haber comprendido el significado de los hechos que se sucedían. Fue el único que comprendió la importancia de la inactividad francesa, y solo él afirmó que la batalla de Borodinó fue una victoria; él, que como general en jefe debía haberse mostrado favorable a atacar, empleó todos sus recursos para impedir que el ejército ruso se desgastase en batallas baldías.

La bestia herida en Borodinó yacía en algún lugar donde la abandonó el cazador, que se había retirado. Pero ignoraba si estaba viva, muerta u oculta. Y, de pronto, se oyeron los gemidos de esa bestia.

El gemido de la bestia herida, del ejército francés, que anunciaba su derrota, era el envío de Lauriston al campamento de Kutúzov a proponer la paz.

Napoleón, siempre persuadido de que lo bueno no era lo bueno, sino lo que a él se le ocurría, escribió a Kutúzov lo primero que le vino a la cabeza, aunque fuese un sinsentido:

Señor príncipe Kutúzov:

Le envío a un general edecán mío para exponerle unos puntos interesantes. Deseo que Su Alteza dé crédito a cuanto le diga, sobre todo cuando le exprese los sentimientos de estima y especial consideración en que hace tiempo lo tengo. No tiene otro objeto esta carta. Ruego a Dios, señor príncipe Kutúzov, que lo tenga en su santa y digna protección.

Moscú, 3 de octubre de 1812. Firmado: Napoleón.

—La posteridad me maldeciría si me viese como promotor de una componenda. Este es el espíritu actual de mi nación —respondió Kutúzov.

Y siguió esforzándose por impedir la ofensiva del ejército.

Durante el mes en que el ejército francés saqueaba Moscú y las tropas rusas permanecían en Tarutino, se produjo un cambio en la relación de fuerzas, en espíritu y número, y los rusos ganaron la mano. Pese a que desconocían la posición del ejército francés y sus efectivos, apenas cambió esa relación de fuerzas quedó clara la necesidad de la ofensiva por varias señales: el envío de Lauriston, la abundancia de provisiones en Tarutino, las noticias que llegaban sobre la inactividad y el desorden de las tropas francesas, los reclutas incorporados a los regimientos rusos para cubrir bajas, el buen tiempo, el descanso de los soldados rusos y la impaciencia que surge en las tropas tras un descanso por llevar a cabo su misión; a eso se añadía la curiosidad por saber lo que sucedía en el ejército francés, pues habían perdido el contacto con él hacía tiempo, la audacia de las avanzadillas al moverse junto a los franceses cerca de Tarutino, las noticias sobre victorias logradas contra el enemigo por mujiks y guerrilleros, la envidia por aquello, la sed de venganza en cada persona mientras los franceses permanecían en Moscú y la conciencia en cada soldado de que la relación de fuerzas había cambiado y la ventaja era rusa. Todo eso hacía necesaria la ofensiva.

Con la precisión de un reloj, cuyo carillón toca cuando la saeta da una vuelta completa a la esfera, el cambio de la situación también produjo en las instancias superiores un movimiento acelerado, susurros y campanadas de carillón.

CAPÍTULO III

Kutúzov y su Estado Mayor dirigían el ejército ruso y, desde San Petersburgo, lo hacía el zar Alejandro. Antes de que llegase la noticia del abandono de Moscú se había preparado en San Petersburgo un plan de toda la campaña que enviaron a Kutúzov para aplicarlo. Pese a que el proyecto se basaba en la idea de que Moscú seguía en manos rusas, el Estado Mayor lo aprobó y ejecutó. El Serenísimo solo sugirió que las actuaciones subversivas lejanas siempre son difíciles de ejecutar. Para vencer las dificultades enviaron nuevas órdenes y personas encargadas de vigilar la actuación del general en jefe e informar.

Además, todo había cambiado en los mandos del ejército. Hubo que sustituir a Bagration, muerto en combate, y a Barclay, que se había retirado. Se reflexionaba si sería mejor poner a A en el puesto de B; a B sustituyendo a D, o a D en vez de A, etcétera, como si de ello resultase algo que no fuese la satisfacción de A y de B.

Los diversos partidos intrigaban más que nunca, por la hostilidad que Kutúzov mostraba hacia Bennigsen, su jefe de Estado Mayor, y la presencia de personas de confianza enviadas por el zar y las sustituciones continuas. A minaba el terreno a B; B el de C, etcétera, de todos los modos posibles. La causa principal de las intrigas y zancadillas era la campaña militar, que todos imaginaban dirigir. Pero la campaña seguía sin ellos, tal como debía desarrollarse, sin coincidir con lo que discurrían los hombres, sino como consecuencia de la actuación de las masas. Aquellas mezclas se entrecruzaban y confundían, opinando las altas esferas que era lo que debía hacerse.

El 2 de octubre escribió el zar en una carta que llegó a su destino después de la batalla de Tarutino.

Príncipe Mijaíl Ilariónovich:

Desde el 2 de septiembre Moscú está en poder del enemigo. Sus últimos partes son del día 20; desde entonces no se ha hecho nada contra el enemigo para liberar nuestra vieja capital, sino que, según sus últimos informes, usted ha seguido retrocediendo: Serpujov ocupado por un destacamento enemigo, y Tula, con su famosa fábrica tan necesaria para el ejército, se halla en peligro. Me comunica el general Wintzingerode que un cuerpo de ejército enemigo de diez mil hombres avanza por el camino de San Petersburgo; otro numeroso cuerpo va hacia Dmitrovo. Un tercero avanza hacia Vladimir, y un cuarto se halla entre Ruza y Mozhaisk. En cuanto a Napoleón, el día 25 estaba en Moscú. Según esos informes, cuando el enemigo ha dividido sus fuerzas y Napoleón, con su Guardia, se encuentra todavía en Moscú, ¿es posible que las fuerzas francesas frente a usted sean tan numerosas como para no permitir la ofensiva? Es probable que el enemigo lo persiga con destacamentos o con un cuerpo inferior al ejército que tiene usted a sus órdenes. Parece que, en estas circunstancias, podría usted atacar y acabar con el enemigo más débil que usted u obligarlo a retroceder y conservar nosotros una buena parte de las provincias que él ocupa, alejando el peligro de Tula y otras ciudades del interior. Usted será responsable si el enemigo logra enviar fuerzas a San Petersburgo para amenazar esta capital, donde han quedado pocas tropas considerando que con el ejército confiado a usted cuenta con los medios para evitar esa nueva desgracia, si actúa con decisión y diligencia. Recuerde que aún debe responder usted de la pérdida de Moscú ante la patria ofendida. Sabe por experiencia que estoy siempre dispuesto a recompensarlo, y le aseguro que ese deseo no disminuirá; pero yo y Rusia tenemos derecho de esperar de usted el celo, la firmeza y los éxitos que prometen su inteligencia, su talento militar y el valor de las tropas que dirige.

Antes de que llegase esa carta, que demostraba que en San Petersburgo había trascendido el cambio producido en ambos ejércitos, Kutúzov no pudo contener a sus tropas de la ofensiva y se dio la batalla.

El 2 de octubre un cosaco llamado Shapovalov, que iba de reconocimiento, mató una liebre e hirió a otra; siguiendo al animal herido, se adentró en el bosque y se topó con el ala izquierda del ejército de Murat, que había acampado allí sin tomar ninguna precaución. Shapovalov contó a sus compañeros que había estado a punto de caer en manos de los franceses. El abanderado de los cosacos oyó su relato e informó a su comandante.

Llamaron a Shapovalov y lo interrogaron. Los oficiales cosacos querían aprovechar la ocasión para capturar algunos caballos; pero uno de ellos, que tenía conocidos en el alto mando, contó todo a un general de Estado Mayor, donde la situación era muy tensa. Días antes Ermolov había rogado a Bennigsen que convenciese al Serenísimo para pasar a la ofensiva.

—Si no lo conociese a usted pensaría que no desea lo que me pide —contestó Bennigsen—. Si yo aconsejo algo al Serenísimo, seguro que hará lo contrario.

La noticia de los cosacos, confirmada por las patrullas de reconocimiento demostró que los hechos habían madurado. La cuerda tensa había saltado, temblaron los relojes y sonaron los carillones. Pese a su aparente poder, su inteligencia, experiencia y conocimiento de los hombres, Kutúzov valoró el parte de Bennigsen, que estaba facultado para dirigirse personalmente al zar, el deseo de los generales que era también del zar según parecía, y los partes de los cosacos. Entonces no pudo contener más el movimiento inevitable y ordenó hacer lo que él consideraba inútil y perjudicial, bendiciendo así el hecho consumado.

CAPÍTULO IV

El informe de Bennigsen y las noticias sobre el flanco izquierdo de los franceses al descubierto fueron las últimas señales de la necesidad imperiosa de un ataque, señalado para el 5 de octubre.

El 4 de octubre por la mañana, Kutúzov firmó la orden. Toll la leyó a Ermolov y propuso que tomase las medidas oportunas.

—Bien, ahora no tengo tiempo —dijo Ermolov y salió de la isba.

La orden de operaciones redactada por Toll era excelente, como la de Austerlitz, pero no estaba escrita en alemán:

«Die erste Colonne marschirt… en esa y aquella dirección; die zweite Colonne marschirt…», etcétera. En el papel, aquellas columnas llegaban a sus puestos a la hora fijada y destruían al enemigo. Como en todas las órdenes de operaciones, las cosas estaban bien previstas, y como ocurre, ninguna columna llegó a tiempo a su lugar.

Cuando se hubo preparado bastantes ejemplares de la orden, llamaron a un oficial, que fue enviado a Ermolov para que él la repartiese y vigilase su cumplimiento. El joven teniente de caballería de la Guardia, oficial de órdenes de Kutúzov, contento con aquella misión que le confiaban, fue al cuartel de Ermolov.

—No está —le dijo un asistente.

El oficial acudió al puesto de mando de un general a quien Ermolov visitaba a menudo.

—No está. Y el general tampoco.

El oficial montó a caballo y se dirigió a otro sitio.

—No está; ha salido.

«¡Qué fastidio! ¡A ver si me responsabilizan del retraso!», pensó el oficial. Dio la vuelta a todo el campamento. Unos le decían que habían visto pasar a Ermolov con otros generales; otros decían que ya estaría de vuelta.

El oficial buscó hasta las seis de la tarde; pero Ermolov no aparecía y nadie daba razón de dónde podía estar. Tomó un bocado en la tienda de un compañero y volvió a la vanguardia en busca de Miloradovich, pero tampoco estaba. Le dijeron que había ido a un baile que daba el general Kikin, donde se hallaría también Ermolov.

—¿Y dónde es eso?

—En Echkino —dijo un oficial de cosacos señalando una lejana casa señorial.

—¡Cómo! ¡Si está más allá de las avanzadas!

—Se han enviado dos regimientos para guardar la línea. ¡Menuda fiesta! ¡Dos orquestas y tres coros!

El oficial rebasó las avanzadas y fue a Echkino. Ya de lejos, al acercarse a la casa, pudo oír los alegres y afinados compases de una canción de soldados.

Entre silbidos y platillos le llegaban las palabras: «En los pra… dos… en los pra… dos…», ahogadas por los gritos. Aquel bullicio alegró al oficial y al mismo tiempo temió que lo acusasen de retrasar la entrega de la orden que le habían confiado. Ya eran las ocho. Descabalgó y entró en la casa, que se conservaba intacta entre el campo de los rusos y los franceses.

Los criados iban y venían por los pasillos con bandejas de manjares y vinos. Los cantantes estaban bajo las ventanas. Cuando el oficial entró en el salón vio a los generales más famosos del ejército, entre los que destacaba Ermolov por su estatura. Formando un semicírculo, con el uniforme desabrochado y el rostro colorado por la animación, reían. En medio del salón un guapo general, bajito y con el rostro encendido, danzaba hábilmente el trepak.

—¡Ja, ja, ja! ¡Mira a Nikolái Ivanovich! ¡Ja, ja, ja!

El oficial comprendió que entrar en ese momento con una orden importante era hacerse doblemente culpable y decidió aguardar. Pero uno de los generales lo vio y, al saber, la causa se lo dijo a Ermolov. Este, con gesto hosco, se acercó al oficial y, tras oírlo, tomó el pliego sin decir ni mu.

—¿Crees que fue casual su desaparición? —dijo esa noche un compañero del Estado Mayor al oficial, refiriéndose a Ermolov—. No, lo hizo adrede para chinchar a Konovnitsin. ¡Verás el lío que se armará mañana!

CAPÍTULO V

Al día siguiente, el decrépito Kutúzov se levantó temprano y rezó sus plegarias, se vistió y, con la desagradable sensación de tener que dirigir una batalla que no aprobaba, salió de Letashevka, a cinco kilómetros de Tarutino, donde debían reunirse todas las columnas. Durante el viaje se adormilaba y despertaba, atento por si oía disparos a la derecha, a por si la acción había comenzado. Todo estaba en calma. Amanecía un día de otoño húmedo y gris. Al acercarse a Tarutino vio varios jinetes cruzando el camino para abrevar sus caballos. Hizo detener el coche y preguntó de qué regimiento eran. Los soldados pertenecían a una columna que debía encontrarse muy lejos, en una emboscada. «Tal vez sea un error», pensó el general. Pero más adelante se topó con varios regimientos de infantería con los fusiles dispuestos en pabellón y los soldados medio vestidos partiendo leña y comiendo. Llamó a un oficial, que le informó de que no habían recibido órdenes de marchar.

—Cómo… —comenzó Kutúzov.

Calló e hizo llamar al jefe. Se apeó del coche y cabizbajo, respirando con dificultad, caminó en silencio de un lado a otro. Cuando llegó el jefe, el general Eichen, del Estado Mayor, Kutúzov se enfureció no porque el oficial fuese culpable, sino porque tenía sobre quién descargar su ira. Temblaba, parecía ahogarse en aquella cólera que lo hacía revolcarse por el suelo. Se lanzó sobre Eichen con el puño amenazador y lo insultó. Otro oficial, el capitán Brozin, que se hallaba casualmente en el camino, también fue objeto de su ira.

—¡Bribones! ¡Al paredón! ¡Canallas! —gritaba Kutúzov entre aspavientos.

Sufría físicamente. ¡Él, general en jefe, el Serenísimo, como lo llamaban, que gozaba de un poder ilimitado, había sido puesto en ridículo ante todo el ejército!

«He rezado por este día, he velado toda la noche reflexionando en vano —decía—. Cuando era solo un oficial nadie habría osado burlarse de mí así… ¡Y ahora!»

Era como si hubiese sufrido un castigo corporal y no podía contener los gritos de rabia y dolor. Pero pronto se agotó; miró a su alrededor y, al ver que se había excedido, montó en el coche y volvió atrás.

Ese ataque de ira no se repitió y Kutúzov, escuchó las excusas y justificaciones de Bennigsen, Konovnitsin y Toll, pues Ermolov no se presentó hasta el día siguiente. Todos insistieron en que al día siguiente se realizaría la frustrada ofensiva. Kutúzov hubo de acceder una vez más.

CAPÍTULO VI

Al día siguiente las tropas se concentraron en las bases de partida y esa noche marcharon. Era una noche otoñal, con negras nubes violáceas; no llovía; la tierra estaba húmeda, pero no embarrada, y las tropas avanzaban sin ruido. Solo se oía el débil traqueteo de la artillería. Estaba prohibido hablar en voz alta, fumar y encender fuego; se evitaba que los caballos relinchasen. El aire misterioso de la empresa la hacía más atractiva. Los soldados marchaban alegres; algunas columnas se detuvieron, colocaron los fusiles en pabellón y se echaron en la tierra suponiendo haber llegado al punto designado. La mayoría, en cambio, caminaron toda la noche y no llegaron donde debían.

Solo el conde Orlov-Denisov con sus cosacos estuvo en su puesto en el momento oportuno. El destacamento se detuvo en la linde del bosque, junto al sendero que desde la aldea de Stromilovo iba a Dmitrovo.

Al amanecer despertaron al conde Orlov y le llevaron a un desertor del campo francés: un suboficial polaco del cuerpo de ejército de Poniatowski. Este dijo haber desertado por sentirse relegado en el servicio, pues debería haber sido ascendido a oficial hacía tiempo; era el más valiente de todos y los abandonaba como venganza.

Contó que Murat pernoctaba a un kilómetro y si le proporcionaban cien hombres lo atraparía vivo. El conde Orlov-Denisov consultó a sus compañeros. La propuesta era demasiado seductora para renunciar. Todos se ofrecieron a ir y aconsejaban intentarlo. Tras discutirlo y considerarlo, el mayor general Grekov decidió acompañar al suboficial con dos regimientos de cosacos.

—¡Escucha bien! —dijo el conde Orlov al suboficial—. Si nos has engañado, mandaré que te cuelguen como a un perro. Si dices la verdad, te daré cien luises.

El suboficial montó entonces con aire resuelto y siguió a Grekov, que ya estaba dispuesto, y se adentró en el bosque. El conde Orlov, aterido por el frescor de la mañana e inquieto por la responsabilidad, salió del bosque hasta donde se divisaba el campo enemigo, que ahora veía vagamente a las primeras luces de la mañana y de los fuegos moribundos. A la derecha del conde Orlov, sobre una pendiente, debían aparecer las columnas rusas. El conde miraba allí, pero, aunque hubiese podido verlas a lo lejos, las columnas no aparecían. El campo francés empezaba a moverse; eso le pareció al conde y lo confirmó un edecán con una magnífica vista.

—¡Oh, ya es tarde! —dijo el conde Orlov mirando hacia el campo francés.

Y como sucede cuando se pierde de vista la persona en quien se ha confiado, le pareció obvio que aquel suboficial era un traidor, que lo había engañado e iba a echar a perder el ataque por la falta de los regimientos a los cuales estaría llevando Dios sabía dónde. ¿Acaso podía apresar a Murat en medio de aquella masa de hombres?

—¡Me ha mentido ese bribón! —dijo el conde.

—Podemos hacerlos volver —dijo alguien que, como Orlov-Denisov, dudaba del éxito de la empresa al ver el campo enemigo.

—¿Eh? Es verdad… ¿Qué opinan? ¿Los dejamos hacer?

—¿Ordena que regresen?

—¡Que regresen! —dijo el conde Orlov mirando su reloj—. Es tarde, es de día.

El edecán cruzó corriendo el bosque en busca de Grekov. Cuando este regresó, el conde Orlov, preocupado por la contraorden, por la espera de las columnas de infantería que no aparecían y por la cercanía del enemigo, decidió el ataque.

Dio la orden de montar en un susurro. Cada uno ocupó su puesto; se persignaron y… «¡Que Dios nos ampare!», exclamó Orlov. En todo el bosque se oyó el «¡hurra!» y los cosacos, como los granos de trigo que caen de un saco, se lanzaron con sus lanzas en ristre a través del arroyo, hacia el campo francés.

Al grito desesperado y tembloroso del primer francés que vio a los cosacos, todos los que se hallaban en el campamento, sin vestir y medio dormidos, abandonaron cañones, fusiles, caballos y huyeron.

Si los cosacos los hubiesen perseguido sin prestar atención a lo que sucedía a su alrededor y detrás de ellos, habrían apresado a Murat y a sus acompañantes. Eso querían los jefes, pero no podían hacer avanzar a los cosacos ante el botín y los prisioneros. Nadie obedecía las órdenes. Capturaron mil quinientos prisioneros, treinta y ocho cañones, varias banderas y, lo más importante, caballos, sillas, mantas y enseres. Había que detenerse; poner en lugar seguro a los prisioneros y los cañones, repartir el botín, reñir y pelearse unos con otros. A eso se dedicaron los cosacos.

Los franceses, al ver que nadie los perseguía, se rehicieron. Se agruparon y comenzaron a disparar. Orlov, a la espera de las columnas, no siguió su avance.

Mientras, conforme a la orden de operaciones: «Die erste Colonne marschirt», los regimientos de infantería de las columnas rezagadas, mandadas por Bennigsen y dirigidas por Toll, salieron y llegaron a un punto no señalado en la orden, sino a otro. Como es habitual, el buen humor de los soldados decayó. Se oían palabras de descontento, era obvia la confusión de los mandos; en realidad retrocedieron. Edecanes y generales galopaban de un lado a otro, gritaban, se peleaban, decían que no iban a donde debían y que llegarían tarde, reñían a alguien y, finalmente, dejaron que las cosas siguiesen su curso. «A algún sitio llegaremos». Así pues, no llegaron al lugar que debían. Y los pocos que acertaron llegaron tarde para ponerse al alcance de las balas enemigas. Toll, que hacía en esta batalla el papel de Weyrother en Austerlitz, galopaba de aquí para allá y en todas partes encontraba lo contrario de lo previsto en la orden. Se encontró con el cuerpo de ejército de Baggovut en el bosque, ya de buena mañana, cuando habría debido encontrar a Orlov-Denisov. Irritado por el fracaso, y suponiendo que la culpa era de alguien, reprobó al jefe del cuerpo diciéndole que merecía ser fusilado. Baggovut, un viejo general curtido, tranquilo y cansado de tantas paradas, confusiones y órdenes contradictorias, contestó furioso a Toll para asombro general diciéndole cosas muy desagradables.

—No acepto lecciones de nadie y sé morir con mis soldados tan bien como cualquier otro —le espetó.

Y siguió su marcha con una sola división.

Ya en campo abierto, bajo los disparos franceses, el animoso y valiente Baggovut, iracundo, no pensó si sería útil o no intervenir y con una sola división siguió adelante guiando a sus hombres bajo el fuego enemigo. El peligro, los obuses y las balas eran lo que necesitaba en ese momento. Una de las primeras balas lo mató; otras mataron a muchos soldados y la división pasó un tiempo bajo el fuego enemigo.

CAPÍTULO VII

Mientras, otra columna debía atacar frontalmente a los franceses, pero al mando de esta se hallaba Kutúzov. Sabía bien que de aquella batalla contra su voluntad solo se obtendría desorden y procuraba, cuanto podía, contener a sus tropas sin moverse.

Kutúzov iba en su caballito gris y contestaba con desgana a quienes le proponían atacar.

—Solo hablan de atacar sin ver que no sabemos maniobrar —dijo a Miloradovich, que le pedía permiso para pasar a la ofensiva.

—Esta mañana no han atrapado vivo a Murat ni han llegado a tiempo al punto de partida; ahora no hay nada que hacer —replicó a otro.

Cuando le informaron de que en la retaguardia francesa, donde antes no había nadie según los cosacos, había dos batallones de polacos, miró de reojo a Ermolov, a quien no hablaba desde la víspera.

—Todos piden atacar, proponen muchos proyectos, pero en cuanto empezamos no hay nada preparado y el enemigo toma sus medidas.

Ermolov entornó los ojos y sonrió al oírlo. Comprendió que la tormenta había pasado para él y que Kutúzov se limitaría a esa insinuación.

—Se divierte a mi costa —musitó tocando con la rodilla a Raievski, que estaba junto a él.

Poco después, Ermolov se acercó al Serenísimo y le dijo respetuosamente:

—Aún estamos a tiempo, alteza. El enemigo sigue ahí. ¿Ordena atacar? Si no, la Guardia no verá siquiera el humo.

Kutúzov no contestó; pero ordenó el ataque cuando le informaron de que las tropas de Murat retrocedían. Sin embargo, cada cien pasos mandaba un alto de tres cuartos de hora.

La batalla se redujo a la acción de los cosacos de Orlov-Denisov. El resto del ejército perdió unos cientos de hombres.

Aquella batalla le valió a Kutúzov una condecoración de diamantes, Bennigsen recibió otra y cien mil rublos; los demás, según su grado, obtuvieron recompensas. Tras esa acción se hicieron nuevos cambios en el Estado Mayor.

«Siempre hacemos las cosas al revés», comentaban los oficiales y generales rusos tras la batalla de Tarutino, como se dice ahora para dar a entender que un estúpido lo hace todo al revés y que nosotros actuaríamos de otro modo. Pero quienes lo dicen no saben de qué hablan o se engañan. Toda batalla, sea la de Tarutino, la de Borodinó o la de Austerlitz, no se desarrolla como imaginan sus organizadores. Es su característica esencial.

Muchas circunstancias, pues en ningún otro lugar es más libre el hombre que en el campo de batalla, donde se trata de vivir o morir, influyen en el combate. Jamás se saben antes ni coinciden con la dirección de una sola fuerza.

Si muchas fuerzas actúan simultáneamente desde diversos puntos sobre un cuerpo, la dirección en que se mueve el cuerpo no puede coincidir con ninguna de ellas, sino que es siempre la dirección media, la más breve, que en mecánica se expresa por la diagonal del paralelogramo de fuerzas.

Si en las descripciones de los historiadores, sobre todo los franceses, leemos que sus guerras y batallas responden a un plan establecido, solo se puede deducir que esas descripciones no se ajustan a la verdad.

La batalla de Tarutino no logró lo previsto por Toll: hacer entrar las tropas en acción según la orden de operaciones o el plan del conde Orlov de capturar a Murat vivo; tampoco el de Bennigsen y otros jefes: destruir todo el cuerpo del ejército enemigo; ni el del oficial que deseaba distinguirse en aquella acción, o del cosaco que quería un botín mayor. Pero se logró el objetivo que constituía el deseo de todos los rusos: la expulsión de los franceses de Rusia y la destrucción de su ejército. Entonces es obvio que la batalla de Tarutino, gracias a esas incoherencias fue lo que se necesitaba en ese momento de la campaña. Es casi imposible imaginar otro desenlace más oportuno que el de esta batalla. Pese a sus escasos recursos, en medio de una gran confusión, dio los mejores resultados de toda la guerra con unas pérdidas desdeñables. Del repliegue se pasó al ataque, se reveló la debilidad de los franceses y se dio el golpe que el ejército de Napoleón aguardaba para iniciar la retirada.

CAPÍTULO VIII

Napoleón entra en Moscú tras la brillante victoria de Moskova, que no deja lugar a dudas, pues los franceses se adueñan del campo. El ejército ruso retrocede y abandona la capital. Moscú, abastecida, llena de armas, municiones y riquezas, cae en manos de Napoleón. Las tropas rusas, dos veces inferiores en número a las francesas, no realizan ese mes ni una tentativa de ataque. La posición de Bonaparte es ahora de las más brillantes. Al parecer, no era preciso ser genial para conservar la posición brillante que tenía entonces el ejército francés, para atacar y aniquilar los restos de las tropas rusas, firmar una paz ventajosa o, en caso de una negativa, amenazar San Petersburgo, para regresar a Smolensk o Vilna, o quedarse en Moscú. Solo era necesaria la cosa más simple: no permitir que las tropas saqueasen, preparar en Moscú ropa de invierno suficiente para el ejército y asegurar el reparto de las provisiones que había en la ciudad, que según los historiadores franceses habrían durado más de seis meses. Napoleón, el genio, que tenía poder absoluto sobre el ejército, como afirman los historiadores, no hizo nada de eso.

Por el contrario, utilizó su poder para elegir el más absurdo y funesto de los medios que se le brindaban. De cuanto Napoleón podía hacer: invernar en Moscú, ir a San Petersburgo o a Nizhni-Nóvgorod, retroceder, ir más al norte o más al sur por el camino que seguiría después Kutúzov, eligió lo más absurdo y peor: permaneció en Moscú permitiendo el saqueo de la ciudad por las tropas; después, indeciso, salió de Moscú al encuentro de Kutúzov sin presentar batalla, giró a la derecha, llegó a Malo-Yaroslavets y, sin intentar abrirse paso, siguió un itinerario distinto del de Kutúzov, retrocediendo hacia Mozhaisk por el camino de Smolensk, por regiones devastadas; no se le pudo ocurrir nada más absurdo y peor, como demostraron las consecuencias.

Que imaginen los más hábiles estrategas que quería exterminar su ejército e inventen otras actuaciones que hayan llevado al desastre al ejército francés con tanta pericia y seguridad como Napoleón haciendo caso omiso de cuanto hicieron las tropas rusas.

Lo hizo el genial Napoleón. Pero afirmar que perdió su ejército porque quiso o porque era un necio sería tan injusto como decir que condujo sus tropas hasta Moscú porque quiso y porque era inteligentísimo y genial.

En ambos casos, su actuación no influía más que la de un soldado; coincidía con las leyes que regían aquel fenómeno.

Los historiadores falsean la verdad al afirmar que las energías de Napoleón se debilitaron en Moscú porque los resultados no justificaron su actuación. El emperador francés, como hizo siempre y siguió haciendo después, aplicó en 1813 todo su saber y sus energías en beneficio de sus intereses y los de su ejército. La actuación de Napoleón en ese tiempo no es menos asombrosa que en Egipto, Italia, Austria o Prusia. No sabemos con certeza si fue genial en Egipto, donde cuarenta siglos contemplaron su grandeza, porque todas sus grandes hazañas fueron relatadas solo por historiadores franceses. No podemos hacernos una idea precisa de su genio en Austria y Prusia porque solo tenemos informaciones alemanas y francesas para juzgarlo, y que cuerpos de ejército enteros se rindieran sin presentar batalla y las fortalezas cayesen sin asedio se debe únicamente a que los alemanes acataban su genialidad como única explicación de las guerras libradas en su país. Pero, gracias a Dios, los rusos no necesitan reconocer su genio para ocultar su oprobio. Los rusos han pagado el derecho a juzgar los hechos simplemente, con claridad, y no están dispuestos a renunciar a él.

Su actuación en Moscú fue tan pasmosa y genial como siempre. Desde su entrada hasta su salida, se sucedieron órdenes y proyectos. No lo afectaron la falta de habitantes ni el incendio de la ciudad. Siempre se preocupó del bien de su ejército, de las acciones enemigas, del bienestar del pueblo ruso, de la dirección de los asuntos de París, de las consideraciones diplomáticas sobre las condiciones de una paz próxima.

CAPÍTULO IX

Desde una perspectiva militar, tras entrar en Moscú Napoleón ordena al general Sebastiani que observe los movimientos del ejército ruso; envía cuerpos de ejército por las distintas rutas y encarga a Murat que encuentre a Kutúzov. Ordena después fortificar el Kremlin y traza sobre el mapa de Rusia un plan de la próxima campaña. En cuanto a la actividad diplomática, llama al capitán Yákovlev, hombre arruinado y astroso que no sabía cómo salir de Moscú, y tras explicarle su política y magnanimidad escribe al zar Alejandro para informar, como es su obligación, a su amigo y hermano de que Rostopchín ha gobernado mal Moscú, y la envía con Yákovlev a San Petersburgo. Así, tras exponer minuciosamente sus puntos de vista y su generosidad envía al anciano Tutolmin a San Petersburgo para preparar las entrevistas.

En cuanto a la parte jurídica, tras los incendios ordena la captura y ejecución de los culpables; y para castigar al malvado Rostopchín ordena quemar sus casas.

Desde el punto de vista administrativo, da a Moscú una Constitución, crea la municipalidad y proclama el siguiente bando:

Ciudadanos de Moscú:

Vuestras desdichas son terribles, pero Su Majestad el Emperador y Rey desea ponerles fin. Terribles ejemplos os han mostrado cómo se castiga la desobediencia y el delito. Se han tomado medidas para frenar los altercados y asegurar la salud pública. Una administración paternal, cuyos miembros elegiréis vosotros, será vuestro municipio, es decir, la administración de la ciudad. Su misión será cuidaros y considerar vuestras necesidades e intereses. Sus miembros ostentarán una banda roja cruzada en el pecho y el alcalde portará además un cinturón blanco. Fuera del tiempo dedicado al cargo, se distinguirán por un brazalete rojo en el brazo izquierdo.

La policía de la ciudad se constituye según las antiguas bases y, gracias a su actuación, el orden se está restableciendo. El gobierno ha nombrado a dos jefes de policía y veinte comisarios para los barrios de la ciudad, se distinguen por el brazalete blanco en el brazo izquierdo. Se han abierto algunas iglesias de diversos cultos y en ellas se celebrarán los servicios religiosos sin que haya obstáculos. Vuestros conciudadanos ya están regresando a sus casas, y se ha ordenado que les brinden la ayuda y la protección merecidas a causa de sus desgracias. Estos son los medios previstos por el gobierno para restituir el orden y paliar vuestra situación; sin embargo, para ello es preciso unir vuestros esfuerzos a los suyos, olvidar en lo posible los sufrimientos pasados, albergar la esperanza de una suerte menos cruel, la convicción de que una muerte inevitable e ignominiosa aguarda a quienes atenten contra vuestra seguridad personal y los bienes que aún poseáis, bienes que serán conservados, pues es la voluntad del monarca más grande y justo. Soldados y ciudadanos de cualquier nación, restituid la confianza pública, origen del bienestar de los Estados, vivid como hermanos, ayudaos y protegeos mutuamente, uníos para destruir los proyectos de los malhechores, obedeced a las autoridades militares y civiles, y vuestras lágrimas serán un recuerdo.

En cuanto al aprovisionamiento del ejército, Napoleón ordenó a las tropas recorrer por turnos Moscú, à la maraude, para preparar víveres suficientes para el ejército y asegurar su avituallamiento. En cuanto a los asuntos religiosos, ordenó de ramener les popes y reanudar el servicio religioso en las iglesias. Mandó también publicar la siguiente proclama sobre los asuntos comerciales y el avituallamiento de las tropas:

PROCLAMACIÓN

Pacíficos habitantes de Moscú, artesanos y obreros a quienes la desgracia alejó de la ciudad; vosotros, campesinos, a quienes un temor infundado mantiene dispersos en el campo, escuchad: se han restablecido la calma y el orden en la capital. Vuestros paisanos salen de sus escondites, seguros de que serán respetados. Todo acto de violencia contra ellos o sus bienes es castigado de inmediato. Su Majestad el Emperador y Rey los protege y solo considera enemigos a quienes no obedezcan sus órdenes. Desea acabar con vuestras desdichas y devolveros a vuestros hogares y familias. Debéis corresponder a esas buenas intenciones retornando sin temor a la ciudad. ¡Ciudadanos! Regresad sin miedo a vuestras casas. Pronto hallareis medios de satisfacer vuestras necesidades. ¡Artesanos y obreros especializados! Regresad a vuestros oficios: las casas y las tiendas, protegidas por patrullas, os aguardan; recibiréis una justa paga por vuestro trabajo. Y vosotros, los campesinos, salid de los bosques donde os habéis refugiado huyendo del terror. Volved sin miedo a vuestras isbas con la seguridad de que seréis protegidos. En la ciudad se han abierto los mercados, y cada campesino puede llevar lo que le sobre de sus alimentos y los productos de la tierra. El gobierno ha tomado estas medidas para proteger su venta: 1.° Desde hoy, los campesinos y agricultores de los aledaños de Moscú pueden traer con toda seguridad productos de todas clases a los mercados de Mojovaia y Ojotni-Riad. 2.° Esas provisiones se venderán al precio estipulado entre vendedor y comprador; pero si el vendedor no recibe el precio acordado, podrá llevarse libremente su mercancía. 3.° Los domingos y miércoles de cada semana son los días de mercado, y se situarán tropas suficientes a lo largo de los caminos para proteger los carros de los campesinos desde las cercanías de la capital. 4.° Estas mismas medidas garantizan la vuelta de los campesinos con sus carros y caballos a sus tierras. 5.° Se procurará restablecer sin demora los mercados ordinarios. ¡Habitantes de la ciudad y del campo, obreros y artesanos de cualquier nacionalidad, se os llama a cumplir las disposiciones de Su Majestad el Emperador y Rey para contribuir al bienestar general! Demostradle vuestro respeto y confianza y pronto os uniréis a nosotros.

Para mantener el espíritu del ejército y del pueblo se organizaban constantes desfiles y se otorgaban recompensas. Napoleón paseaba a caballo por las calles y consolaba a sus habitantes; pese a sus preocupaciones por los asuntos de Estado, frecuentaba los teatros, abiertos por orden suya.

En cuanto a la beneficencia, la mayor virtud de los soberanos, Napoleón hizo cuanto dependía de él. Ordenó escribir sobre las puertas de las instituciones de asistencia pública: «Maison de ma mère», uniendo al sentimiento del hijo la grandeza y virtud del monarca. Visitó el asilo infantil, dio a besar su mano a los huérfanos por él rescatados y conversó amablemente con Tutolmin. Luego, según el elocuente relato de Thiers, ordenó pagar las soldadas con moneda falsa que él mismo había hecho acuñar.

Con un acto digno de él y del ejército francés, repartió socorros entre los damnificados por el incendio. Pero como los víveres eran demasiado valiosos para ser entregados a extranjeros mayoritariamente enemigos, Napoleón les dio dinero para que comprasen los alimentos fuera e hizo repartir rublos de papel.

Para mantener la disciplina del ejército y acabar con el saqueo dictó órdenes estableciendo castigos para las infracciones del servicio y el pillaje.

CAPÍTULO X

Sin embargo, curiosamente todas esas disposiciones, proyectos y planes, no peores que los adoptados en ocasiones semejantes, no llegaban al fondo de la cuestión, y giraban arbitrariamente como las saetas de un reloj sin su mecanismo, sin objetivo, al margen de los engranajes.

Desde el punto de vista militar, ese plan de campaña del que Thiers dice «que su genio jamás había imaginado nada más profundo, hábil y admirable» y por el cual polemiza con Fain tratando de probar que fue redactado el 15 de octubre y no el 4, ese plan jamás se materializó ni pudo hacerse porque era irreal. La fortificación del Kremlin demoliendo necesariamente la Mosquée, como llamaba Napoleón a la catedral de San Basilio, era inútil. Colocar minas bajo sus muros sirvió solo para cumplir el deseo de Bonaparte de volar el Kremlin al salir de Moscú. Era como pegar al suelo donde el niño se había hecho daño.

La persecución del ejército ruso que tanto preocupaba a Napoleón fue algo insólito. Los jefes militares franceses perdieron el rastro de sesenta mil hombres y, en palabras de Thiers, solo gracias al arte y al genio de Murat pudieron dar con ese ejército perdido como si fuese una aguja en un pajar.

En cuanto a la diplomacia, no sirvieron las pruebas de generosidad y espíritu justiciero de Napoleón ante Yákovlev y Tutolmin, a quien preocupaba cómo conseguir un capote y un carro. Alejandro no los recibió ni contestó a sus mensajes.

Desde el punto de vista jurídico, tras ejecutar a los supuestos incendiarios, la otra mitad de Moscú ardió como la primera.

Desde el punto de vista administrativo, crear la municipalidad no detuvo el saqueo y benefició solo a ciertas personas que formaron parte de aquel organismo y que, so pretexto de mantener el orden, saquearon la ciudad y custodiaron lo suyo para evitar que se lo robasen. La cuestión religiosa, tan fácilmente resuelta en Egipto visitando la mezquita, fue infructuosa. Dos o tres popes hallados en Moscú trataron de cumplir la voluntad de Napoleón, pero un soldado francés abofeteó a uno de ellos durante el servicio, y un funcionario napoleónico escribió este informe sobre el otro:

El sacerdote a quien descubrí e invité a decir de nuevo misa ha limpiado y cerrado la iglesia. Esta noche tirado nuevamente las puertas, han roto los candados, destruido los libros y cometido otras tropelías.

En los asuntos comerciales, la proclama a los campesinos y artesanos no tuvo respuesta. No existían artesanos especializados, y los campesinos apresaban y mataban a los comisarios que se aventuraban demasiado lejos de la capital con aquella proclama.

El pueblo y de las tropas no se interesaban por el teatro. Los abiertos en el Kremlin y en casa de Pozniakov pronto cerraron porque robaban a los actores.

Tampoco dio los resultados apetecidos la beneficencia. El papel moneda, falso o no, que inundaba Moscú carecía de valor. Los franceses, que recogían el botín, solo querían oro. Los billetes falsos que Napoleón distribuía tan generosamente a los necesitados apenas valían el papel de que estaban hechos y la plata estaba depreciada en comparación con el oro.

Pero el ejemplo más sorprendente sobre la ineficacia de las órdenes y disposiciones del emperador para detener el saqueo y restablecer la disciplina eran los partes que recibía de los jefes del ejército:

El saqueo prosigue pese a las órdenes dadas para atajarlo. Aún no se ha restablecido el orden y no hay ni un comerciante que trafique legalmente. Solo los cantineros venden, y son objetos robados.

Mi distrito sigue siendo saqueado por soldados del tercer cuerpo, que, no contentos con vejar a los pobres refugiados en los sótanos y arrebatarles lo poco que tienen, llegan a herirlos a sablazos, según he visto.

No hay novedad, los soldados siguen robando y saqueando, 9 de octubre.

Los robos y el saqueo no cesan. En nuestro distrito hay una banda de ladrones a quienes habría que detener con la cooperación de una fuerte guardia. 11 de octubre.

El Emperador está muy disgustado porque, pese a sus órdenes para acabar con el saqueo, solo se ven merodeadores de la Guardia que regresan al Kremlin. El desorden y el saqueo entre el personal de la Vieja Guardia es más violento que nunca ayer, durante la noche pasada y hoy. El Emperador ve con pena que los mejores soldados, destinados a su Guardia personal y deberían ser ejemplo de subordinación, desobedecen hasta llegar robar en las bodegas y los almacenes del ejército. Otros se han relajado hasta el punto de hacer caso omiso de los centinelas y de los oficiales de servicio, llegando a injuriarlos y golpearlos.

El gran mariscal de palacio se lamenta con acritud de que los soldados sigan aliviándose en los patios y hasta en las ventanas del Emperador pese a estar prohibido.

Aquel ejército, como un rebaño sin pastor, pisoteaba el forraje que podía evitar que muriese de inanición; se descomponía y avanzaba hacia la muerte cada día que pasaba en Moscú. No obstante, allí seguía.

Solo se puso en movimiento cuando cundió el pánico de pronto al oírse que habían capturado convoyes en el camino de Smolensk y por la batalla de Tarutino. La noticia de esta, que Napoleón conoció durante una revista, lo incitó a castigar a los rusos, según Thiers, y ordenó salir de la ciudad, orden que todo el ejército ya pedía.

Al salir de Moscú, los soldados se llevaron el producto de los saqueos. También Napoleón llevaba su trésor particular. Al ver aquel convoy que obstruía el paso, según Thiers, Napoleón se horrorizó, pero con su experiencia bélica no ordenó quemar los carros sobrantes, como había hecho con los de un mariscal al acercarse a Moscú. Contempló todos los vehículos donde iban sus soldados, dijo que estaba bien y que podrían usarse para transportar víveres, enfermos y heridos.

La situación del ejército era como la de un animal herido que presiente su fin y no sabe qué hacer. Estudiar las maniobras de Napoleón y su objetivo desde que entró en Moscú hasta la destrucción de su ejército es como estudiar el significado de los saltos y convulsiones de un animal mortalmente herido. Muy a menudo este, al oír un ruido, se lanza bajo los disparos del cazador, avanza, recula, y anticipa su propio fin. Napoleón hizo lo mismo bajo la presión de su ejército. El eco de la batalla de Tarutino había espantado a la bestia. Corrió hasta ponerse a tiro, llegó hasta el cazador, desanduvo camino y, como todo animal, finalmente corrió por el trecho más peligroso y difícil siguiendo un rastro viejo y conocido.

Napoleón, que parece ser el organizador de aquel movimiento, como el mascarón de proa que dirige la nave, actuó como el niño que, tirando de los cordones del interior de una carroza, cree dirigirla.

CAPÍTULO XI

El 6 de octubre, Pierre salió temprano de la barraca y al regresar se detuvo junto a la puerta para jugar con la perrita que saltaba a su alrededor. El animal vivía en la barraca, dormía con Karatáev, a veces iba a la ciudad, pero siempre volvía. Nunca había debido tener dueño, y tampoco ahora, como tampoco tenía nombre. Los franceses la llamaban Azor; el soldado de los cuentos, Femgalka; Karatáev y los demás, Gris y a veces Visli. No pertenecer a nadie y carecer de nombre, raza y color definido no parecía molestar a la perrita violácea, de rabo acicalado y tieso; sus patas torcidas hacían tan bien su servicio que, a menudo levantaba graciosamente una de las traseras y corría con tres restantes. Todo le alegraba: a veces se revolcaba en el suelo chillando de júbilo, otras se calentaba al sol, pensativa y seria, o se divertía saltando y jugueteando con una astilla o una brizna.

Pierre llevaba una camisa sucia y rota, único resto de su ropa de antaño, peales de soldado atados al tobillo con cordeles según el consejo de Karatáev, un caftán y un gorro de mujik.

Había cambiado físicamente. No estaba tan grueso, pero se veía fuerte y robusto, aspecto propio de su familia. La parte inferior del rostro estaba cubierta por una barba y bigote y el cabello largo y enmarañado, lleno de piojos, se enmarañaba en su cabeza formando una especie de gorra. Sus ojos jamás habían tenido una expresión tan firme, serena, enérgica, como decidida a todo. La dejadez anterior había dado paso a una energía dispuesta a la actividad y a resistir. Iba descalzo.

Pierre miraba los campos donde esa mañana habían aparecido carros y hombres a caballo, o a la lejanía, al otro lado del río, o a la perrita que jugaba a morderlo; a veces se miraba los pies desnudos, que ponía en distintas posturas, y movía los dedos grandes, gruesos y sucios; siempre que se miraba los pies sonreía con alegría y animación. La vista de esos pies descalzos le recordaba cuanto había vivido y comprendido en esa época y le agradaba.

El tiempo de los últimos días era apacible y luminoso, con ligeras heladas por las mañanas; era el veranillo de San Martín.

Al sol, el aire era tibio y se mezclaba con el frescor de las heladas matutinas, aún sensible en el aire, lo cual resultaba muy grato.

Sobre todas las cosas, sobre los objetos lejanos y los más cercanos, se esparcía una luz cristalina solo posible en otoño. A lo lejos se divisaban los montes Vorobyovy, con la aldea, la iglesia y un caserón blanco.

Los árboles desnudos, la arena, las piedras, los tejados, la aguja verde de la iglesia, las esquinas del caserón, destacaban en el aire con precisión.

Más cerca se divisaban las ruinas de una casa señorial medio quemada, ocupada por los franceses, y las lilas que crecían a lo largo de la valla. La casa derruida y sucia, horrible bajo un cielo gris, iluminada por esa luz inmóvil y radiante, parecía bella y relajaba el ánimo.

Un cabo francés, desastrado, con la casaca desabrochada, un gorro de cuartel en la cabeza y la pipa entre los dientes, apareció desde una esquina de la barraca y, guiñando amistosamente un ojo, se le acercó.

—¡Qué sol, eh, señor Cyril! —los franceses llamaban así a Pierre—. Parece primavera.

El cabo se apoyó en la puerta y ofreció a Pierre la pipa, como siempre, cosa que Pierre nunca aceptaba.

—Si marchamos con un tiempo como este… —comenzó.

Pierre le preguntó sobre lo que decían de la campaña; el cabo contó que casi todas las tropas saldrían y que aquel día se esperaba la orden sobre los prisioneros.

En la barraca de Pierre, uno de los soldados, Sokolov, estaba muy enfermo y Pierre dijo al cabo que deberían hacer algo por él. El cabo le aseguró que podía estar tranquilo, que había ambulancias y hospitales fijos, que estaba seguro de que darían una orden al respecto y que los jefes ya habían previsto cuanto pudiese ocurrir.

—Señor Cyril, basta con que le diga una palabra al capitán, ya sabe. Oh, es un… que jamás olvida nada. Diga al capitán cuándo hará su gira, lo hará todo por usted…

El capitán de quien hablaba el cabo conversaba a menudo con Pierre y le mostraba benevolencia.

—Ves, Santo Tomás, que me decía el otro día: Cyril es un hombre instruido que habla francés; es un señor ruso que ha sufrido desgracias, pero es un hombre. Sabe… Si pide algo, no se lo niegan. Cuando se ha estudiado, ya ve, gustan los estudios y las personas como es debido. Lo digo por usted, señor Cyril. En el asunto del otro día, sin usted habría terminado mal.

El cabo charló un rato más y se fue. El asunto «del otro día» aludido fue una pelea entre prisioneros y soldados franceses en la que Pierre logró serenar a sus compañeros. Algunos prisioneros que lo habían visto conversar con el francés se acercaron para preguntarle qué había dicho. Mientras Pierre contaba las explicaciones del cabo sobre la salida de la ciudad, un soldado francés macilento y astroso se acercó. Se llevó la mano a la frente con tímido y rápido gesto de saludo y preguntó a Pierre si allí estaba el soldado «Platoche», a quien había dado tela para que le cosiese una camisa.

Una semana antes, los franceses habían recibido tela y cuero y encargaron a los prisioneros que les confeccionasen botas y camisas.

—Sí, está lista, halconcito —Karatáev salió con la camisa bien doblada.

Debido al calor, y para trabajar con más comodidad, Karatáev iba en calzoncillos y con una camisa rota y sucia. Llevaba el cabello atado con una cinta, como los artesanos, y su rostro parecía aún más redondo y grato.

—Lo prometido es deuda —Platón sonrió mientras desdoblaba ligeramente la camisa—. Te dije que estaría para el viernes, y aquí la tienes.

El francés miraba inquieto; finalmente, venciendo su indecisión, se quitó la casaca y tomó la camisa. Su cuerpo desnudo y macilento solo estaba cubierto por un chaleco de seda, largo y cochambroso, con flores estampadas. Parecía temer que se burlasen de él y se puso rápidamente la camisa. Ninguno de los prisioneros dijo nada.

—Te sienta como un guante —decía Platón al ajustársela.

Cuando sacó los brazos y la cabeza, el francés se dedicó a mirar su camisa y a examinar las costuras sin levantar la vista.

—Piensa, halconcito, que esto no es un taller. No tengo herramientas y sin ellas no se puede matar ni un piojo —sonrió Platón, evidentemente satisfecho de su trabajo.

—Está bien, está bien, pero debe tener la tela sobrante —dijo el francés.

—Te sentará mejor cuando la lleves encima —decía Karatáev, cada vez más contento de su obra—. Te sentará mejor y te sentirás más cómodo…

—Gracias, amigo, lo sobrante… —repitió el francés sonriendo—. Pero lo sobrante…

Sacó un billete y se lo dio a Karatáev.

Pierre notaba que Platón no quería entender al francés y, sin mezclarse en la conversación, los miró. Karatáev dio las gracias por el dinero y siguió admirando su trabajo. El francés insistía en la tela sobrante y rogó a Pierre que tradujese.

—¿Para qué querrá lo sobrante? —dijo Karatáev—. Nos vendrían bien para unos peales. Bueno, Dios lo perdone —con cara triste sacó del pecho un paquetito de retales y lo entregó al francés—. Ahí están —dijo y se alejó hacia la barraca.

El francés contempló la tela; se quedó pensativo, miró interrogativamente a Pierre y le dijo algo aquella mirada. Enrojeció y gritó con voz chillona:

—¡Platoche, diga, Platoche! Quédeselo.

Le dio la tela y se fue.

—Ya ves —Karatáev meneó la cabeza—. Dicen que no son cristianos, pero tienen alma. Por eso los viejos solían decir que la mano sudada es generosa y la seca, avara. Él está desnudo y me ha dado la tela pese a todo… —Karatáev sonrió pensativo, contemplando los retales, y calló. Después añadió—: Y los peales, amigo, serán de primera.

Regresó entonces a la barraca.

CAPÍTULO XII

Pierre llevaba cuatro semanas detenido. Aunque los franceses le propusieron pasar de la barraca de los soldados a la de los oficiales, no aceptó.

En la ciudad incendiada y saqueada, Pierre casi llegó al límite de las privaciones soportables; pero gracias a su constitución, su salud, de la que nunca se había ocupado, y porque esas privaciones habían comenzado de forma tan insensible que no podía precisar el momento, soportó su desgracia sin esfuerzo y hasta con alegría. En esa época alcanzó la serenidad y la satisfacción que tanto había anhelado antes en vano. Durante toda su vida había buscado por doquier esa tranquilidad, esa conformidad consigo mismo que tanto lo había sorprendido en los soldados durante la batalla de Borodinó. La había buscado en la filantropía, la masonería, la vida mundana, el vino, el sacrificio heroico y en el romántico amor a Natacha. La buscaba en vano en su mente, en sus pensamientos. Ahora, sin pensarlo, la hallaba a través del horror a la muerte, de las privaciones y de lo que había comprendido en Karatáev.

Los terribles momentos vividos durante el fusilamiento de sus compañeros borraron ideas y sentimientos penosos que le parecían antaño importantes. Ahora no pensaba en Rusia, en la política o en Napoleón. Notaba que nada lo afectaba, que no lo habían consultado y no podía por tanto juzgar esos hechos. «Rusia y el verano, ni amigo ni aliado», repetía las palabras de Karatáev que le proporcionaban tranquilidad. Su propósito de matar a Napoleón y sus cálculos sobre el número cabalístico de la Bestia del Apocalipsis le parecían ahora incomprensibles y ridículos. Su anterior rabia contra su mujer y la angustia de ver su nombre mancillado le parecían pueriles y graciosas. ¿Qué le importaba que esa mujer llevase la vida que le gustaba en San Petersburgo? ¿A quién interesaba, y menos a él mismo, que el nombre del prisionero fuese conde Bezúkhov?

Ahora recordaba su conversación con el príncipe Andréi y coincidía con su opinión, aunque comprendía de modo diferente el pensamiento de Bolkonsky. El príncipe Andréi pensaba que solo existe la felicidad negativa, pero lo decía con amarga ironía. Parecía expresar la convicción de que todas las aspiraciones a la felicidad positiva del ser humano no están en él para ser satisfechas, sino para mortificarlo. Pierre reconocía de buena fe la justeza de aquella idea; para él, la dicha suprema e indiscutible del hombre era la ausencia de dolor, la satisfacción de todas las necesidades y, por tanto, la libertad de escoger el modo de vida. Allí comprendió el placer de comer para calmar el hambre, de beber para apagar la sed, de dormir cuando se tiene sueño, de calentarse cuando hace frío y de conversar cuando se desea hablar y escuchar una voz humana. La satisfacción de las necesidades, una buena alimentación, la limpieza, la libertad, ahora que carecía de ellas, le parecían la felicidad perfecta, y escoger su propia vida, cuando esa elección estaba limitada, le parecía tan fácil que le hacía olvidar que muchas comodidades destruye el placer de satisfacerlas y una gran libertad para elegir una ocupación que él debía a sus conocimientos, riquezas y posición social hacía casi imposible y destruía al mismo tiempo esa necesidad y esas posibilidades.

Sus sueños se orientaban hacia el momento de ser libre; sin embargo, durante su vida, Pierre recordaría y hablaría con entusiasmo de aquel mes de prisión, de las sensaciones irrepetibles, intensas, fuertes y gozosas; pero, sobre todo, de la serenidad de su ánimo, de la libertad interna que nunca antes había sentido.

Cuando el primer día de su encierro salió de la barraca al alba y vio las cruces y las cúpulas oscuras del monasterio de Novodievichie, el rocío de la helada nocturna sobre la hierba, las montañas Vorobyovy y los bosques junto al río que se perdían en lontananza; cuando sintió el aire fresco y escuchó a las cornejas dejar Moscú campo a través, y cuando brotó la luz del día y salió el sol rasgando las nubes y relucieron las cúpulas, las cruces, el rocío, la lejanía y el río, Pierre experimentó una nueva sensación de alegría y fuerza. Y no lo abandonó mientras duró su encierro, sino que creció en él según aumentaban las dificultades de su vida.

El sentimiento de estar dispuesto a todo, de estar moralmente alerta, se mantuvo más firme por la elevada opinión que formaron de él todos sus compañeros al poco tiempo de entrar en la barraca. Su conocimiento de lenguas, el respeto de los franceses, su sencillez que le hacía dar cuanto le pedían, pues como oficial recibía tres rublos semanales, la fuerza que demostró ante los soldados clavando clavos en la pared de la barraca con el puño, la bondad hacia sus compañeros, su capacidad de permanecer sentado, inmóvil, pensativo y sin hacer nada, lo convertían ante los soldados en un ser misterioso y superior. Las cualidades que le habían estorbado en el ambiente donde había vivido, la fuerza, el desdén hacia las comodidades de la vida, la distracción y la sencillez, ahora lo convertían en un héroe para esos hombres, lo cual hacía que Pierre se sintiese obligado por esa opinión.

CAPÍTULO XIII

Los franceses comenzaron a retirarse de Moscú la noche del 6 al 7 de octubre. Las cocinas y barracas fueron desmontadas, los carros fueron cargados y las tropas y convoyes se pusieron en marcha.

A las siete de la mañana un convoy de franceses con uniforme de campaña, chacós, fusiles, mochilas y petates formó delante de las barracas; a lo largo del barracón se extendieron animadas voces hablando francés entre insultos.

En la barraca todos estaban listos, vestidos y calzados, esperando la orden de salir. Únicamente Sokolov, el soldado con disentería, pálido, flaco y ojeroso estaba sentado en su catre; miraba interrogativamente con ojos desorbitados a sus compañeros, que no le hacían caso, y gemía en voz baja y continua. No era tanto por dolor como por el miedo y la pena de quedarse solo.

Pierre, calzado con unos zapatos hechos por Karatáev con un trozo de cuero que trajo un francés para que le pusiera medias suelas, sujetos con unas cuerdas, se acercó al enfermo y se puso en cuclillas delante de él.

—¡Eh, Sokolov! ¡No creas que se van del todo! Aquí tienen un hospital y quizá te vaya mejor que a nosotros —le dijo.

—¡Oh, Dios mío! ¡Es mi muerte! ¡Dios mío! —gimió el soldado.

—Voy a preguntarles —dijo Pierre.

Se levantó y fue a la puerta de la barraca. En ese momento el cabo que la víspera había ofrecido a Pierre una pipa se acercaba con dos soldados. Los tres vestían uniforme de campaña, con sus mochilas y chacós con el barboquejo bajado, lo que cambiaba bastante sus facciones.

Iban a cerrar la puerta por orden del comandante, pero antes de marchar debían recontar los prisioneros.

—Cabo, ¿qué harán con el enfermo? —preguntó Pierre.

Pero nada más empezar a decirlo ya se preguntaba si aquel hombre tan distinto en aquellos momentos era el cabo a quien conocía u otro hombre. Además, mientras Pierre pronunciaba esas palabras, redoblaron por ambos lados unos tambores. El cabo frunció el ceño, masculló insultos y cerró de un portazo. La barraca quedó en penumbra; el redoble ahogaba los gemidos del enfermo.

«Ahí está… ¡Ahí está otra vez!», se dijo Pierre, y un escalofrío le corrió por la espalda. En el rostro tan distinto del cabo, en el estruendo ensordecedor de los tambores, había reconocido esa fuerza misteriosa y cruel que obliga a los hombres a matar a sus semejantes aun en contra de su voluntad; era la misma fuerza brutal que había visto en las ejecuciones. Era inútil temer, tratar de evitar esa fuerza o rogar a quienes eran sus instrumentos. Pierre lo sabía ahora; era preciso aguardar y ser paciente. No volvió junto al enfermo, ni siquiera lo miró. Silencioso, el ceño arrugado, se quedó junto a la puerta.

Cuando volvió a abrirse y los prisioneros se apretujaron como un rebaño de carneros en la salida, Pierre se abrió paso y se acercó al capitán que, según dijo del cabo, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por él. El capitán vestía el uniforme de campaña y en su rostro impasible se leía también «eso» que Pierre leyó en las palabras del cabo y en el redoble.

—Filez, filez! —decía el capitán mirando de mal talante a los prisioneros que pasaban delante de él.

Pierre sabía que su tentativa sería en vano, pero se acercó.

—Eh bien, qu’est-ce qu’il y a? —dijo el capitán, mirándolo fríamente, como si no lo conociese. Pierre habló del enfermo.

—Il pourra marcher, que diable! —refunfuñó el capitán. Y sin mirar a Pierre, siguió diciendo—: Filez, filez!

—Mais non, il est à l’agonie… —comenzó Pierre.

—Voulez-vous bien…? —se encolerizó el capitán.

Tam, tam, tam, tam, tam, tam, sonaban los tambores. Pierre comprendió que la fuerza misteriosa ya se había adueñado de esos hombres y que era inútil hablarles.

Los oficiales prisioneros fueron separados de los soldados y se les ordenó ir delante. Los oficiales, entre ellos Pierre, sumaban una treintena; los soldados eran casi trescientos.

Los oficiales prisioneros de otras barracas eran desconocidos para Pierre, estaban mejor vestidos que él y lo miraban con desconfianza a él y sus zapatos, como si fuese un extraño. No lejos de Pierre caminaba un grueso comandante que parecía gozar de la estima de sus compañeros. Vestía un batín tártaro ceñido por una toalla; su rostro, amarillento e hinchado expresaba mal humor. Sujetaba con una mano la petaca del tabaco que llevaba en el pecho y con la otra se apoyaba en un chibuquí turco. Respiraba trabajosamente, gruñía y se enfadaba con todos; creía que le daban empellones y que tenían prisa sin motivo y se asombran cuando no había nada de qué asombrarse.

Otro oficial, menudo y enjuto, charlaba con todos y conjeturaba sobre dónde los llevaban y qué distancia recorrerían esa jornada.

Un funcionario con botas de fieltro y uniforme de intendencia iba de aquí para allá, contemplaba la ciudad incendiada y comentaba qué zonas de la capital habían ardido y cuál era la que se veía.

Otro oficial, de origen polaco por su acento, discutía con él demostrándole que se equivocaba al nombrar uno u otro barrio de Moscú.

—¿Para qué discutir? —se enfadaba el comandante—. Da igual que sea el barrio de San Nikolái o el de San Blas. Todo ha ardido… ¿Por qué empuja? ¿No tiene sitio? —se volvió colérico a alguien que iba detrás de él y no lo había tocado siquiera.

—¡Oh! ¡Lo que han hecho! ¡Es terrible! —decían los prisioneros por todas partes al ver la devastación del incendio. —Zamoskvorechie, Zubovo, el Kremlin… ¡No queda ni la mitad de Moscú! Ya decía yo que ardía todo Zamoskvorechie. Ahí lo tienen.

—Pues si saben que ha ardido, ¿para qué hablar más sobre ello? —rezongaba el comandante.

Al cruzar el barrio de Khamóvniki, uno de los pocos que no habían ardido, y pasar ante la iglesia, todos los prisioneros se echaron a un lado entre exclamaciones de horror y repugnancia.

—¡Qué bribones! ¡Herejes! Es un muerto, sí… lo han ensuciado con algo.

Pierre se acercó a la iglesia donde estaba el objeto de las exclamaciones, y vio confusamente algo apoyado en el muro. Por las palabras de quienes veían mejor que él supo que era un cadáver puesto de pie con la cara tiznada con hollín.

—¡Marchen, maldita sea…! ¡Venga… demonios…! —vociferaron con rabia los franceses y dispersaron a palos el grupo de prisioneros que contemplaba al hombre.

CAPÍTULO XIV

Los prisioneros avanzaron con sus guardianes por las callejuelas de Khamóvniki, seguidos por sus furgones y carros. Al acercarse a los almacenes de intendencia se vieron en medio de una gran columna de artillería que avanzaba dificultosamente y mezclada con vehículos particulares.

Todos se detuvieron en la cabeza del puente esperando paso. Los prisioneros veían delante y detrás hileras sin fin de otros convoyes. A la derecha, donde el camino de Kaluga gira a lo largo de Neskuchny para perderse en la lejanía, se alineaban filas de soldados y carros. Eran las fuerzas del cuerpo de Beauharnais, que habían salido el primero. Detrás, a lo largo de la orilla y sobre el puente Kammeni, avanzaban las tropas y los convoyes del mariscal Ney.

Las tropas de Davout y los prisioneros pasaron Krimski Brod, se detuvieron y avanzaron. Por doquier se acumulaban más carruajes y hombres. Tras más de una hora para recorrer los pocos cientos de pasos que separaban el puente de la calle de Kaluga, al llegar a la plaza donde la calle Zamoskvoretskaia se une a Kaluzhskaia, los prisioneros tuvieron que detenerse y permanecer apretujados unas horas. Por todas partes se oía el estrépito confuso y continuo, como el oleaje del mar, del chirrido de ruedas, el pataleo de caballos y gritos e imprecaciones. Pierre, apretado contra el muro de una casa quemada, escuchaba aquello confundiéndolo en su mente con el redoble de los tambores.

Algunos oficiales prisioneros treparon al muro de la casa junto a la cual se hallaba Pierre para ver mejor.

—¡Cuánta gente! ¡Cuánta gente!… ¡Hasta encima de los cañones! —decían—. Mira, llevan pieles… ¡Ladrones! Lo han robado todo… Mira a ese que viene detrás, en el carro… Trae iconos, seguro. Deben ser alemanes. Y nuestro mujik no le va a la zaga. ¡Qué bribones! Han cargado tanto que casi no pueden avanzar. Llevan hasta un cabriolé. ¡Y ese que va sentado en los baúles! ¡Dios mío! ¡Se están peleando…!

—¡Dale en los morros! A este paso estaremos aquí todo el día. ¡Mirad! Seguro que es del propio Napoleón… ¡Vaya caballos! Llevan blasón y corona. Es como una casa con ruedas. Se le ha caído un saco y ni lo ven. Ya vuelven a pelearse… Ahí va una mujer con un niño… y no es fea. Cómo no, a ti te dejarán pasar. Mira, no se ve el fin… Son chicas rusas… os lo juro; rusas… Fijaos qué tranquilamente van en los coches.

Como en la iglesia de Khamóvniki, una oleada de curiosidad general empujó a los prisioneros al camino. Gracias a su estatura, Pierre pudo ver por encima de las cabezas lo que picaba la curiosidad de los prisioneros: en tres coches, iban apretujadas entre baúles varias mujeres acicaladas, pintadas y vestidas de colorines, que gritaban con voz chillona.

Desde que Pierre sintió la presencia de la fuerza misteriosa, nada le parecía raro ni terrible: ni el cadáver tiznado de hollín, ni las mujeres que se apresuraban sin saber adónde iban, ni el aspecto de Moscú incendiado. Cuanto veía no le impresionaba; se diría que su alma se preparaba para una lucha difícil y rechazaba toda sensación que la debilitase.

Pasaron los coches de las mujeres. Detrás, otros carros y filas de soldados; más furgones y soldados, carrozas, baúles y otra vez soldados. A veces aparecían algunas mujeres.

Pero Pierre no veía figuras aisladas, solo veía su movimiento.

Todos aquellos hombres y caballos parecían empujados por una fuerza invisible. Durante la hora en que Pierre los observó, llegaban sin cesar desde varias calles con el deseo de adelantarse cuanto antes. Entrechocaban, se enfadaban y llegaban a las manos; enseñando los dientes y frunciendo el ceño, cambiaban las mismas injurias. En cada rostro se dibujaba esa expresión de resuelta energía, de fría crueldad, que esa mañana había visto en el rostro del cabo cuando redobló el tambor.

Esa tarde, el jefe del convoy reagrupó a sus hombres y, entre gritos y discusiones, se introdujo entre las otras columnas; los prisioneros, rodeados por todas partes, salieron al camino de Kaluga.

Marcharon sin paradas, y se detuvieron al anochecer. Colocaron los carros cerca unos de otros y los hombres se prepararon para pernoctar. Todos parecían inquietos e irritados. Durante largo rato se oyeron injurias, gritos y broncas. Una carroza que seguía al convoy de los prisioneros embistió un carro y lo perforó. Varios soldados corrieron hacia el carro, desde varias direcciones. Unos golpearon a los caballos del coche para darles la vuelta y otros se enzarzaron en una pelea. Pierre vio que hirieron de gravedad a un alemán de un sablazo en la cabeza.

Detenidos en medio del campo, al atardecer de un frío día otoñal, todos parecían tener el mismo sentimiento de un mal despertar tras la prisa de la huida y el precipitado movimiento que los empujaba. Cuando se detuvieron, soldados y prisioneros parecieron comprender que nadie sabía adónde los llevaban y que deberían soportar muchas penurias.

En esa parada los guardianes trataron a los prisioneros peor que a la salida de Moscú y les dieron carne de caballo.

Desde los oficiales hasta los soldados, todos mostraban una especie de rabia personal hacia cada prisionero en lugar de las anteriores cordiales relaciones.

La irritación aumentó cuando, al pasar lista a los prisioneros, se descubrió que en la confusión de la salida de Moscú había huido un soldado ruso fingiendo dolor de estómago. Pierre vio a un francés golpear a un prisionero porque se había separado del camino y oyó los reproches que el capitán, amigo suyo, hacía a un suboficial por dejar escapar al soldado y lo amenazaba con un consejo de guerra. Al decir el suboficial que el fugitivo estaba enfermo y no podía caminar, el capitán replicó que debía matar a los rezagados.

Pierre sintió que lo dominaba nuevamente esa fuerza fatal que lo controló en las horas de la ejecución y que había desaparecido durante el cautiverio. Sintió miedo, pero notó que en la medida en que esa fuerza fatal quería aplastarlo, otra fuerza distinta crecía y cobraba ímpetu en su alma: la fuerza de la vida.

Cenó una sopa de harina de centeno y carne de caballo y charló con sus compañeros.

Nadie hablaba de lo visto en Moscú, ni de la conducta de los franceses, ni de la orden de disparar contra los rezagados. Todos parecían animados y alegres, como si se opusiesen así al empeoramiento de la situación. Charlaban de recuerdos personales, de los sucesos durante la marcha, pero no de la situación en que se hallaban.

El sol se había puesto hacía tiempo; titilaron en el cielo algunas estrellas brillantes y la luna llena resplandeció roja, como el reflejo de un incendio lejano; la enorme bola cárdena se balanceaba en aquella grisácea penumbra como por ensalmo. Clareaba a esa hora antes de que la noche llenase todo. Pierre se levantó y se dirigió entre las fogatas a la parte del camino donde, le habían dicho, estaban los soldados prisioneros. Deseaba charlar con ellos. Pero un centinela francés lo detuvo y le ordenó regresar.

Lo hizo, pero no volvió con sus compañeros sino que fue hacia un carro sin enganchar y solitario. Encogió las piernas, se dejó caer cabizbajo sobre la tierra fría junto a la rueda del carro y permaneció inmóvil y pensativo. Pasó así más de una hora sin que lo molestasen. Entonces estalló en una risa bonachona, tan sonora y solitaria que hizo volverse a todos cuantos estaban cerca.

—¡Ja, ja, ja! —reía. Siguió hablando entonces en voz alta consigo mismo: —No me ha dejado pasar. Me detuvieron y encerraron. Me tienen preso. ¡A mí! ¡Tienen presa mi alma inmortal…! ¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja!

De tanto reír se le llenaron los ojos de lágrimas.

Un hombre se acercó a ver de qué reía aquel hombretón extraño. Pierre calló, se levantó, se alejó y miró a su alrededor.

El vivac, tan animado antes por el crepitar de las llamas y las voces, se iba apagando. Las luces rojas del fuego se extinguían. La luna llena dominaba todo con su claridad. Ahora se veían por doquier campos y bosques antes invisibles. Más allá de estos se hallaba la infinita lejanía iluminada y atrayente. Pierre alzó los ojos al cielo y contempló las estrellas. «Todo esto es mío, está en mí; yo mismo soy todo eso —pensó—. ¡Y ellos lo capturaron y lo encerraron en una barraca de tablones!» Sonrió y se unió a sus compañeros para dormir.

CAPÍTULO XV

En los primeros días de octubre Napoleón hizo llegar a Kutúzov una carta con propuestas de paz; estaba fechada en Moscú, pero Napoleón se hallaba entonces en el viejo camino de Kaluga, no lejos del general ruso. Kutúzov contestó lo mismo que a Lauriston: que no se podía hablar de paz.

Poco después, Dólokhov, que mandaba un grupo de guerrilleros a la izquierda de Tarutino, informó que habían aparecido tropas en Fominskoie. Era la división de Broussier que podría ser fácilmente masacrada al estar fuera del grueso del ejército. Soldados y oficiales exigían actividad. Los generales del Estado Mayor, animados por el recuerdo de la fácil victoria de Tarutino, insistieron en que Kutúzov aceptase la propuesta de Dólokhov. El Serenísimo no creía necesaria ninguna ofensiva. Se llegó a una solución intermedia: enviaron un pequeño destacamento a Fominskoie para atacar a Broussier.

Por azar, esa misión que era la más difícil e importante, fue confiada al indeciso y poco sagaz Dojturov, a quien nadie creía capaz de proyectar planes de batalla, de galopar a la cabeza de los regimientos, de sembrar de cruces las baterías, etcétera…; Dojturov, a quien encontramos en todas las batallas entre Rusia y Francia, desde Austerlitz hasta 1813, donde la situación era complicada. En Austerlitz fue el último en el dique de Auhest agrupando los regimientos y salvando todo lo posible cuando los demás huían y no quedaba ni un general en retaguardia. Enfermo y con fiebre, llegó a Smolensk con veinte mil hombres y defendió la ciudad frente al ejército de Napoleón. En Smolensk, en la puerta de Malajovski, apenas se había dormido y lo despertó el cañoneo y, gracias a él, la ciudad resistió un día entero. En la batalla de Borodinó, cuando Bagration cayó y las tropas rusas del flanco izquierdo fueron masacradas nueve a uno y todo el fuego de la artillería francesa estaba allí concentrado, enviaron al indeciso y poco perspicaz Dojturov, con quien Kutúzov quiso reparar su error de haber mandado a otro. El modesto Dojturov fue al flanco izquierdo, y Borodinó se convirtió en la mayor gloria del ejército ruso. Muchos héroes son glorificados en verso y prosa, pero casi nada dicen de Dojturov.

Así pues, fue enviado a Fominskoie y de allí a Malo Yaroslavets, adonde se libra la última batalla contra los franceses y se inicia el descalabro del enemigo. Y de nuevo describen glorias de muchos genios y héroes de esa campaña, y poco o nada dicen de Dojturov, y lo que se dice es dudoso. Ese silencio sobre él demuestra mejor que nada sus verdaderas cualidades.

Un hombre que ignora el funcionamiento de una máquina sin duda piensa que la astilla caída en su engranaje es la culpable de su parada. Un hombre que no conoce su estructura no comprende que la astilla no es culpable, sino el mecanismo transmisor que gira silenciosamente y constituye uno de sus elementos más importantes.

El 10 de octubre, el día que Dojturov, tras cubrir la mitad del camino que lo separaba de Fominskoie, se detuvo en la aldea de Aristovo e iba a cumplir las órdenes recibidas, el ejército francés, que había llegado con un movimiento convulso a la posición ocupada por Murat para presentar batalla, de pronto y sin motivo aparente, giró a la izquierda, hacia el camino nuevo de Kaluga, y desembocó en Fominskoie, donde solo estaba Broussier. Dojturov tenía a sus órdenes, además de las tropas de Dorojov, los dos pequeños destacamentos de Figner y Seslavin.

El 11 de octubre por la tarde Seslavin fue a Aristovo con un soldado de la guardia francesa capturado. El prisionero contó que las tropas llegadas a Fominskoie eran la vanguardia de todo el ejército, que también estaba Napoleón, que había salido de Moscú cuatro días antes. Esa tarde, un criado venido de Borovsk explicó que había visto entrar muchas tropas en la ciudad. Los cosacos del destacamento de Dorojov informaban de que la Guardia francesa marchaba hacia Borovsk. De aquello resultaba obvio que donde pensaban que había una sola división estaba todo el ejército francés llegado de Moscú en una dirección imprevista, por el camino viejo de Kaluga. Dojturov no quería emprender ninguna acción, pues en esas condiciones no veía claro su deber. Le habían ordenado atacar Fominskoie. Pero antes se trataba solo de Broussier, y ahora allí estaba todo el ejército francés. Ermolov deseaba actuar a su modo, pero Dojturov insistió en recibir nuevas órdenes del Serenísimo. Y decidieron enviar un parte al Estado Mayor.

Escogieron para aquella misión a Boljovitinov, un inteligente oficial, quien, además de entregar un mensaje escrito, debía explicar los hechos. Esa medianoche, Boljovitinov recibía la orden verbal y el pliego, y salió con un cosaco y caballos de refresco en dirección al Estado Mayor.

CAPÍTULO XVI

Era una noche otoñal oscura y tibia. Hacía cuatro días que llovía. Tras cambiar dos veces de caballos y recorrido a galope treinta kilómetros en hora y media por un camino fangoso, Boljovitinov llegó a Letashevka a las dos de la madrugada. Descabalgó ante la isba sobre cuya valla estaba escrito «Estado Mayor» y dejó la montura al cuidado del cosaco antes de entrar.

—El general de servicio, rápido. ¡Es muy urgente! —dijo Boljovitinov a alguien que se levantó resoplando.

—Está enfermo; hace tres noches que apenas duerme —contestó el asistente—. Despierte antes al capitán.

—Es muy urgente, de parte del general Dojturov —dijo Boljovitinov entrando por la puerta que había encontrado a tientas.

El asistente pasó primero y despertó a alguien.

—¡Excelencia! ¡Excelencia! ¡Un correo!

—¿Qué? ¿Qué pasa? ¿De quién? —preguntó una voz somnolienta.

—De parte de Dojturov y de Alexéi Petrovich. Napoleón está en Fominskoie —dijo Boljovitinov sin ver en la oscuridad con quien hablaba, pero suponiendo por la voz que no era Konovnitsin.

El hombre bostezó y se estiró.

—No querría despertarlo —dijo buscando a tientas algo—. Está enfermo. Tal vez solo sean rumores.

—Aquí tiene el informe —repuso Boljovitinov—. Tengo órdenes de entregarlo al general de servicio.

—Aguarde; voy a encender… ¿Dónde habrás metido la vela? —dijo al ordenanza, que se estiraba. Era Scherbinin, el edecán de Konovnitsin—. Ya está, la encontré —añadió.

El asistente golpeaba el pedernal, mientras Scherbinin buscaba la palmatoria.

—¡Qué asco! —exclamó.

Al fulgor de las chispas, Boljovitinov vio el rostro joven de Scherbinin, que sostenía la vela, y en el rincón de la entrada a un hombre dormido: Konovnitsin.

Cuando la luz de la yesca se enrojeció, Scherbinin encendió la vela mientras de la palmatoria escaparon las cucarachas que estaban comiéndosela, y miró al mensajero. Boljovitinov estaba embarrado y se limpiaba el rostro con la manga.

—¿Quién informa? —preguntó Scherbinin tomando el sobre.

—Son datos seguros —repuso Boljovitinov—. Los prisioneros, los cosacos y los exploradores dicen lo mismo.

—No podemos hacer nada, hay que despertarlo. —Scherbinin se acercó al hombre que dormía con gorro de noche y cubierto con un capote.

—¡Piotr Petrovich! —Konovnitsin no se movió—. ¡Al Estado Mayor! —sonrió el capitán, seguro de que esas palabras lo despertarían.

En efecto, se alzó una cabeza con gorro de dormir. El rostro de Konovnitsin, de rasgos enérgicos y mejillas febriles conservó un momento la placentera impresión del sueño alejado de la realidad; entonces se estremeció y la cara recobró su expresión firme y serena.

—¿Qué pasa? ¿De quién es? —preguntó sin prisa parpadeando por la luz.

Escuchó el parte del correo, tomó el sobre y lo abrió. Tras leerlo, puso los pies en el suelo y se calzó; se quitó el gorro, se alisó las sienes y se puso la gorra.

—¿Tardaste mucho en llegar? Vamos enseguida a casa del Serenísimo.

Konovnitsin comprendió que la noticia era muy importante. No había tiempo que perder. ¿Era una noticia buena o mala? No se lo preguntaba ni lo pensó. No le interesaba. Cuanto guardaba relación con la guerra no lo consideraba con la inteligencia ni el raciocinio, sino de otro modo. Tenía la convicción de que todo acabaría bien, pero no debía creerlo ni menos hablarlo; lo único necesario era cumplir la misión con todas sus fuerzas.

Piotr Petrovich Konovnitsin, colocado solo por guardar las apariencias entre los llamados héroes de 1812, los Barclay, Raievski, Ermolov, Platov y Miloradovich, tenía como Dojturov fama de hombre de capacidad y saber limitados. Como Dojturov, no hacía planes de batalla, pero se hallaba siempre donde la situación era crítica. Desde que era general de servicio, dormía con la puerta abierta y había ordenado que lo despertasen si llegaba un correo o mensajero. Durante las batallas se ponía al alcance de las balas enemigas, cosa que le reprochaba Kutúzov, que no quería alejarlo de sí. Como Dojturov, era uno de esos engranajes que, sin alharacas, forman los elementos fundamentales de la máquina.

Al salir de la isba, Konovnitsin arrugó la frente, debido al dolor de cabeza cada vez más intenso y, por otra, por la desagradable idea del revuelo que provocaría la noticia en el nido del Estado Mayor; pensó en Bennigsen, que se llevaba a matar con Kutúzov desde Tarutino. Imaginó las sugerencias, discusiones, órdenes y contraórdenes que suscitaría la noticia. Y ese presentimiento lo agobiaba, si bien lo creía inevitable.

Toll, a quien comunicó de paso la noticia, expuso de inmediato al general, que vivía con él, sus consideraciones. Konovnitsin, que aguardaba en silencio y cansado, tuvo que recordarle que debían ir a casa del Serenísimo.

CAPÍTULO XVII

Kutúzov dormía poco por las noches, como todos los ancianos. Durante el día a menudo se amodorraba, pero de noche, vestido en la cama, meditaba sin dormirse.

También entonces estaba desvelado en su cama, la cabeza surcada de cicatrices apoyada en la mano, su único ojo abierto y fijo en la oscuridad.

Desde que Bennigsen, el hombre más influyente del Estado Mayor y el único que mantenía correspondencia directa con el zar, lo evitaba, Kutúzov parecía más calmado, pues nadie lo obligaba ahora a lanzar sus tropas a ofensivas vanas. Pensaba que la batalla de Tarutino y lo sucedido en la víspera de aquella jornada, producirían su efecto.

«Deben comprender que, si atacamos, perderemos. Tiempo y paciencia son mis verdaderos guías», se decía. Sabía que no debe arrancarse la manzana verde; el fruto maduro cae solo, pero se estropean el fruto y el árbol si se arranca cuando está verde y solo se obtiene dentera. Como experto cazador, sabía que la fiera estaba herida, en tanto que podía herirla toda la fuerza rusa, pero aún no se sabía si la herida era mortal. Tras la embajada de Lauriston y la visita de Barthélemy, y según los informes de los guerrilleros, Kutúzov estaba casi seguro de que lo era. Pero había que aguardar más pruebas.

«Quieren venir corriendo para ver cómo lo han matado. Aguardad y veréis. ¡Siempre maniobras, siempre ofensivas! —pensaba—. ¿Para qué? ¡Solo para destacar! ¡Como si la guerra fuese una diversión! Son como esos niños a los que se les pide en vano que nos expliquen cómo surgió la pelea y lo único que quieren demostrar es que saben pegarse. ¡Y no se trata de eso ahora! ¡Y qué maniobras tan hábiles me proponen todos! Prevén dos o tres posibilidades —recordó el plan general de San Petersburgo— y creen que han calculado todo. ¡Cuando la realidad es que hay infinitas posibilidades!»

Hacía un mes que Kutúzov meditaba si la herida infligida a los franceses en Borodinó era mortal. Los franceses habían ocupado Moscú, y Kutúzov sentía con todo su ser que el golpe asestado debía ser mortal. En todo caso necesitaba pruebas; las esperaba desde hacía un mes, y con el paso del tiempo se impacientaba, se portaba como los generales jóvenes a quienes reprochaba sus actos: pensaba en todas las posibilidades sin hacer planes, y que las posibilidades no eran dos o tres, sino miles. Cuanto más meditaba, más hipótesis había; suponía todo tipo de movimientos del ejército francés, o al menos parte de ellos hacia San Petersburgo, de frente, por los flancos. Admitía con temor que Napoleón podía decidir combatirlo con sus armas quedándose en Moscú y esperándolo allí; también pensaba en el regreso del ejército francés hacia Yujnov y Medin. Lo único que no previó fue lo que estaba sucediendo: los movimientos sin sentido y convulsos del ejército de Napoleón en los once días tras salir de Moscú, que hacían posible aquello que Kutúzov ni siquiera soñaba: la aniquilación del ejército francés.

El informe de Dojturov sobre la división de Broussier, las noticias de los guerrilleros sobre las penurias del ejército de Napoleón, los rumores de preparativos para salir de Moscú, todo confirmaba la suposición de que el enemigo estaba deteriorado e iba a huir. Pero solo eran suposiciones que podían parecer importantes a los jóvenes, pero no a Kutúzov, que con sesenta años de experiencia sabía hasta qué punto debía hacerse caso a los rumores y cómo los hombres que desean algo alteran las noticias para que confirmen sus deseos; sabía también que en esos casos se omite de buen grado cuanto los contradice. Y, cuanto más lo deseaba, menos lo creía; ese problema solo todo lo ocupaba. Para Kutúzov el resto era el cumplimiento habitual de la vida cotidiana: las discusiones con los miembros del Estado Mayor, las cartas a de Staël, que escribía desde Tarutino, leer de novelas, dar recompensas, la correspondencia con San Petersburgo, etcétera. Pero su más íntimo y único deseo era la destrucción de los franceses, solo prevista por él.

La noche del 11 de octubre pensaba en eso.

En la estancia contigua se oyeron los pasos de Toll, Konovnitsin y Boljovitinov.

—¿Quién anda ahí? —exclamó el general en jefe—. ¡Entrad! ¿Qué ocurre?

Toll comunicó la noticia a Kutúzov mientras un lacayo encendía las velas.

—¿Quién la ha traído? —preguntó Kutúzov con una expresión serena que sorprendió a Toll cuando hubo luz.

—No hay duda posible.

—¡Que pase! ¡Llámalo!

Kutúzov se sentó en el catre con una pierna colgando y apoyaba en la otra, doblada, el vientre. Entrecerró el ojo para ver mejor al correo, como para leer en su rostro lo que le preocupaba.

—Cuenta, amigo —dijo a Boljovitinov con su apacible voz mientras se cruzaba la camisa sobre el pecho—. Acércate más. ¿Qué noticias me traes? ¡Eh! ¿Napoleón ha salido de Moscú? ¿Es verdad? ¿Eh?

Boljovitinov aquello que tenía órdenes de contar.

—Habla más de prisa, no me angusties… —lo interrumpió Kutúzov.

Boljovitinov contó lo que sabía y calló aguardando las órdenes del Serenísimo. Toll trató de decir algo, pero Kutúzov lo cortó. Intentó hablar, pero su rostro se contrajo, agitó la mano hacia Toll y se volvió hacia el rincón de los iconos.

—¡Dios, mi creador! Has escuchado nuestras plegarias… —dijo uniendo las manos—. ¡Rusia está salvada! ¡Gracias, Señor! —sollozó.

CAPÍTULO XVIII

Desde ese momento, hasta el final de la campaña, Kutúzov empleó cuantos medios tenía a su alcance, la autoridad, la astucia y las súplicas, para contener a sus tropas de ofensivas, choques y maniobras inútiles contra un enemigo moribundo.

Dojturov va hacia Malo-Yaroslavets, pero Kutúzov no retrasa al resto del ejército y ordena evacuar Kaluga creyendo muy posible la retirada más allá de esa ciudad.

Kutúzov se repliega, pero el enemigo no aguarda y huye hacia atrás, en sentido contrario.

Los biógrafos de Napoleón describen su hábil táctica en Tarutino y en Malo-Yaroslavets y conjeturan sobre lo que habría sucedido si Napoleón hubiese logrado penetrar en las ricas provincias del sur.

Nada le impedía avanzar hacia aquellas regiones porque el ejército ruso no era obstáculo, pero esos historiadores olvidan que nada podía salvar al ejército de Napoleón, pues llevaba el germen de la ruina. ¿Por qué, tras encontrar provisiones en Moscú, ese ejército no supo conservarlas y las pisoteó? ¿Por qué cuando llegó a Smolensk se dedicó al saqueo en vez de recoger víveres? ¿Por qué pensó que podía rehacerse en la provincia de Kaluga, donde los rusos tenían la misma capacidad de incendiar lo que ardía que en Moscú?

Aquel ejército no podía rehacerse. Desde la salida de Borodinó y el saqueo de Moscú comenzó su descomposición.

Los soldados que hasta entonces habían formado el ejército napoleónico corrían a la desbandada con sus jefes sin saber adónde ir. Hasta Napoleón solo deseaba salir cuanto antes de aquella situación desesperada de la que todos eran vagamente conscientes.

Solo por eso, en el consejo celebrado en Malo-Yaroslavets, cuando los generales fingían discutir y cada uno daba su opinión, lo dicho por el ingenuo soldado Mouton recapituló brevemente lo que todos pensaban. Mouton dijo que debían irse cuanto antes cerrando así todas las bocas, y ni Napoleón pudo objetar nada a una verdad que todos admitían.

Aunque todos supiesen que debían marcharse, aún les avergonzaba reconocer que era preciso huir, una vergüenza que solo podía vencerse por algo exterior, que surgió en el instante oportuno. Fue lo que llamaron los franceses le hourra de l’Empereur.

Al día siguiente del Consejo, Napoleón fingió que deseaba pasar revista a sus tropas e inspeccionar el pasado y futuro campo de batalla, así que cabalgó con un séquito de mariscales y escoltas por el centro de la formación militar.

Algunos cosacos, que rondaban un posible botín, se toparon con Napoleón y casi lo capturan. No lo hicieron porque los franceses se salvarían por lo que fue su perdición: el botín. Aquí se echaron los cosacos sobre él como en Tarutino, sin prestar atención a las personas; Napoleón consiguió huir.

Cuando se demostró que les enfants du Don casi apresan al emperador en medio de su ejército, fue patente que nada podía esperarse y que debían escapar sin perder tiempo por el camino más corto y conocido. Napoleón, con su barriga de cuarentón, había perdido la agilidad y la audacia pasadas y comprendió la advertencia. Temeroso ante los cosacos, compartió enseguida la opinión de Mouton y, dicen los historiadores, ordenó la retirada por el camino de Smolensk.

Que Napoleón coincidiese con Mouton y que las tropas se retirasen no demuestra que él lo ordenase, sino que las fuerzas que influían en el ejército y lo empujaban hacia el camino de Mozhaisk también actuaban sobre Napoleón.

CAPÍTULO XIX

Cuando el hombre se mueve, siempre busca el fin de ese movimiento. Para recorrer mil kilómetros debe creer que hay algo bueno al final, y necesita el cebo de una tierra de promisión para tener fuerzas y moverse.

Durante la invasión francesa esa tierra para aquellos hombres era Moscú, y durante su retirada, la patria. Pero esta se hallaba lejos, y para un hombre que recorre mil kilómetros es preciso que pueda decirse: «Hoy cubriré cuarenta kilómetros, llegaré a un lugar donde descansar y dormir.» Ese lugar sustituye el objetivo final y concentra todos los deseos y esperanzas. Esa aspiración en cada hombre aumenta en una multitud.

Para los franceses que retrocedían por el camino de Smolensk, la patria estaba lejos; el objetivo próximo era Smolensk no porque los soldados esperasen encontrar víveres y tropas de refresco. Nadie había dicho eso, pues los altos mandos, Napoleón el primero, sabían que allí escaseaban, sino porque solo esa idea podía darles la energía necesaria para moverse y soportar las privaciones del momento. Quienes lo sabían y quienes lo ignoraban procuraban engañarse y corrían hacia Smolensk como hacia la tierra de promisión.

Ya en el camino general, los franceses corrieron raudos y con gran energía hacia la meta. Junto a esa tendencia común, que transformaba a la soldadesca en un solo hombre y le daba mayor energía, otro medio los cohesionaba: su número. La gran masa de hombres, como en la ley de la gravedad, atraía a los átomos aislados de la gente. Su masa de cien mil hombres se movía como un reino.

Aquellos hombres solo deseaban caer prisioneros y librarse de tanto horror y desdicha. No obstante, la fuerza de la atracción general hacia Smolensk los llevaba en la misma dirección, y un cuerpo de ejército armado no podía rendirse a una compañía. Aunque los franceses aprovechasen cualquier ocasión para separarse unos de otros, y buscasen pretextos para entregarse al enemigo, esas ocasiones no surgían a cada paso. El número y la rapidez del movimiento en filas cerradas les restaban esa posibilidad, y para los rusos resultaba difícil o imposible detener el movimiento de los franceses. El desgaste mecánico del cuerpo solo podía acelerar hasta cierto punto el proceso en marcha de su descomposición.

No se puede fundir de golpe una gran bola de nieve; hay un límite temporal para que una temperatura pueda fundir la nieve; cuanto mayor es el calor, más se endurece la nieve restante.

Ningún jefe militar ruso, salvo Kutúzov, lo comprendió. Cuando se supo que las tropas francesas huían hacia Smolensk, comenzó lo previsto por Konovnitsin la noche del 11 de octubre. Todos los altos mandos del ejército querían destacar; todos querían atacar, rodear y destruir a los franceses. Todos exigían la ofensiva. Solo Kutúzov empleaba todas sus fuerzas, pequeñas para un general en jefe, en impedir el ataque.

No podía decirles lo que decimos hoy: ¿para qué presentar batalla, interceptar caminos y perder soldados, para qué esa matanza inhumana de unos infelices? ¿Para qué cuando ya de Moscú a Viazma, sin necesidad de combatir, ha desaparecido la tercera parte de ese ejército? Les decía cuanto le dictaba su sabiduría de anciano, aquello que podían comprender; hablaba del puente de plata, pero ellos se reían, lo desacreditaban, intrigaban, se hacían los valientes ante la fiera muerta.

No lejos de Viazma los generales Ermolov, Miloradovich, Platov y otros, que estaban cerca de los franceses, no pudieron resistir la tentación de separar y aniquilar dos cuerpos del ejército enemigo. Anunciaron su decisión a Kutúzov, pero en lugar de un informe le enviaron un sobre con una hoja en blanco.

Pese a los esfuerzos de Kutúzov para detener la ofensiva, atacaron a fin de obstruir el camino a los franceses. Los regimientos de infantería fueron al combate con bandas de música y redoble de tambores; mataron y perdieron miles de hombres. Pero no separaron ni aniquilaron a nadie. El ejército francés, cerró aún más sus filas por el peligro y continuó su aciaga marcha hacia Smolensk mientras se derretía.

La primera columna marcha…; la segunda columna marcha… en esa y aquella dirección.

La primera columna marcha.

Al merodeo.

Recoger a los popes.

Tesoro.

¡Vamos, vamos!

Y entonces, ¿qué le pasa?

¡Podrá caminar, qué demonios!

Pues no, está agonizando…

¿Me hace el favor…?

Download Newt

Take Guerra y paz with you