Guerra y paz

LIBRO QUINTO – 1806 — 1807

LIBRO QUINTO

CAPÍTULO I

Tras la discusión con su esposa, Pierre se marchó a San Petersburgo. En la casa de postas de Torzhok no había caballos o el maestro de postas no quiso entregárselos. Pierre tuvo que aguardar. Se tumbó en un diván de cuero, ante una mesa redonda, apoyó en ella los pies metidos en altas botas forradas de piel, y se sumió en sus cavilaciones.

—¿Desea el señor que traiga las maletas? —le preguntó su ayuda de cámara—. ¿Le preparo la cama? ¿Desea té?

Pierre no contestó porque no veía ni oía nada. Había comenzado a pensar en la parada anterior y aún reflexionaba sobre cosas tan importantes que no atendía a cuanto sucedía a su alrededor. No le preocupaba llegar tarde o temprano a San Petersburgo o si en la estación de postas habría sitio para descansar. Comparado con sus problemas, le parecía insignificante permanecer allí unas horas o toda la vida.

El maestro de postas, su mujer, su ayuda de cámara y una vendedora de bordados típicos entraron en la habitación ofreciendo sus servicios. Pierre, con los pies sobre la mesa, los miraba sin comprender qué querían ni cómo podían vivir sin resolver los problemas que a él lo atormentaban. Y eran los mismos que lo habían atormentado, tras el duelo en Sokolniki, cuando pasó la primera noche en un suplicio insomne, con la diferencia de que ahora, en la soledad del viaje, esos pensamientos se habían apoderado de él con fuerza. Aunque ya pensase en otras cosas, siempre retornaba a los problemas que ni podía resolver ni olvidar, como si en su cabeza se hubiese pasado de rosca la tuerca sobre la que reposaba toda su vida. Esa rosca giraba loca sin apresar nada, en el mismo sitio, sin que nada ni nadie la detuviese.

El maestro de postas volvió y le rogó humildemente que aguardase solo dos horas y, pasara lo que pasase, daría a su excelencia caballos del correo. Sin duda mentía para sacar al viajero un poco más de dinero. «¿Eso está bien o mal? —se preguntaba Pierre—. Para mí está bien y mal para otro viajero; en cuanto a él, necesita comer y no puede evitarlo. Dice que un oficial le pegó por eso; y el oficial lo hizo porque tenía prisa… Y yo disparé a Dólokhov porque me consideraba ofendido. Y mataron a Luis XVI porque lo consideraban culpable, y un año después hicieron lo mismo a quienes lo habían guillotinado y por los mismos motivos. ¿Qué está mal? ¿Qué está bien? ¿Qué se debe amar u odiar? ¿Para qué hay que vivir? ¿Qué soy yo? ¿Qué es la vida o la muerte? ¿Qué fuerza rige todo?» No hallaba respuesta a ninguna de esas preguntas, salvo la ilógica, que no era la respuesta: «Morirás y todo habrá terminado. Morirás y sabrás todo o dejarás de preguntar». Pero morir era terrible también.

La vendedora de Torzhok ofrecía sus mercancías insistiendo en unas pantuflas de piel de cabra. «Tengo cientos de rublos y no sé qué hacer con ellos y esta mujer lleva una pelliza rota y me mira con timidez —pensó Pierre—. ¿Para qué sirve ese dinero? ¿Puede añadir algo a la dicha, a la serenidad del alma? ¿Puede algo de este mundo convertirnos a ella y a mí en seres menos inclinados al mal y a la muerte? La muerte, que todo lo termina, puede llegar hoy o mañana, es decir, en un instante comparado con la eternidad.» Nuevamente se afanaba por apretar la tuerca que giraba loca sin fijar nada.

El ayuda de cámara le trajo un libro abierto hasta la mitad, una novela epistolar de Madame Suza. Leyó unas páginas que describían los sufrimientos y la ejemplar firmeza de una tal Amelia de Mansfeld. «¿Por qué se resistía a su seductor si lo amaba? —pensaba Pierre—. Dios no podría haber dado a su alma una inclinación contraria a su voluntad.»

«Mi primera mujer no resistió, y quizá tuvo razón. No se sabe nada ni nada es seguro —se dijo Pierre—. Solo podemos saber que no sabemos nada. Este es el grado más alto de la sabiduría humana.»

Todo en él y su alrededor se le antojaba insensato, vil y confuso. Pero en el rechazo a cuanto lo rodeaba, hallaba una especie de placer emocionante.

—Me atrevo a pedir a su excelencia que haga un poco de sitio para este señor —dijo el maestro de postas entrando con otro viajero que había tenido que detenerse también por falta de caballos.

El recién llegado era un viejo fuerte, bien formado, de rostro bilioso y arrugado, cejas canosas que destacaban sobre unos brillantes ojos grises.

Pierre apartó los pies de la mesa, se levantó y se tumbó en la cama preparada para él. A ratos miraba al viajero, que con ayuda de su criado se quitó la ropa con aire cansado y sombrío, sin fijarse en Pierre. Cuando quedó solo con un chaquetón forrado de nanquín y botas altas de fieltro que cubrían sus piernas huesudas, se sentó en el diván. Apoyó en el respaldo su cabezota de cabello recortado y anchas sienes, y miró a Bezúkhov. A Pierre le llamó la atención la expresión severa, inteligente y penetrante de su mirada. Quiso trabar conversación con su compañero, pero cuando iba a hacerlo, a propósito del camino, el anciano había cerrado los ojos y unido las manos, en uno de cuyos dedos llevaba un anillo de hierro con la efigie de Adán; permanecía inmóvil, descansando o reflexionando, creyó Pierre. El criado del viajero era un viejito macilento sin bigote ni barba, no porque se rasurase sino porque era lampiño. Sacó las provisiones, puso la mesa para el té y trajo el samovar; cuando estuvo todo listo, el viajero abrió los ojos, se acercó a la mesa, se sirvió un vaso para él y otro para el criado. Inquieto, Pierre sintió que era necesario e inevitable trabar conversación con él. El criado trajo su vaso vacío sobre un plato y un terrón de azúcar mordisqueado y preguntó si deseaba algo más.

—Solo mi libro —replicó el viajero.

El criado obedeció. A Pierre se le antojó que el libro era religioso. El viajero se enfrascó en la lectura. Pierre lo miraba y remiraba. De pronto el anciano apartó el libro, señaló la página y lo cerró; entornó los párpados, se apoyó en el respaldo y retomó la posición de antes. Pierre lo contemplaba con atención y antes de que pudiera volverse, el viejo abrió los ojos y le dedicó una mirada seria y resuelta.

Pierre se sintió confuso. Quería esquivar aquella mirada, pero los ojos del anciano lo atraían como la miel a una mosca.

CAPÍTULO II

—Si no me equivoco, tengo el placer de hablar con el conde Bezúkhov… —dijo con calma y en voz alta el viajero.

Pierre miró inquisitivamente al viajero sin hablar.

—He oído hablar de usted y de su desgracia —continuó el anciano. Parecía subrayar la palabra desgracia como si dijese: «Llámelo como quiera, pero sé que lo ocurrido en Moscú es una desgracia»—. Lo lamento profundamente, señor.

Pierre se ruborizó y bajó los pies de la cama, se inclinó hacia el viejo y le dedicó una sonrisa forzada y tímida.

—No lo he mencionado por curiosidad, sino por causas bastante más decisivas.

Calló, sin dejar de mirar a Pierre; se movió en el diván invitándolo con una seña a sentarse a su lado. A Pierre le desagradaba trabar conversación con el viejo pero le obedeció a su pesar, se acercó y se sentó.

—Es usted infeliz, señor —continuó el desconocido—. Es joven y yo viejo. Me gustaría ayudarlo en la medida de mis posibilidades.

—Oh, vaya. —Pierre sonrió forzadamente—. Muy agradecido… ¿De dónde viene?

La expresión del viajero no era afable, sino fría y grave; pese a todo, sus palabras y su rostro atraían a Pierre.

—Si la conversación le molesta, dígamelo sin rodeos —de pronto sonrió tierna y paternalmente.

—No, en absoluto. Al contrario, estoy muy contento de haberlo conocido —dijo Pierre mirando las manos del desconocido para ver más cerca la sortija; llevaba la calavera simbólica de la masonería—. Permítame que le pregunte, ¿es usted masón?

—Sí, soy miembro de la hermandad de los francmasones —repuso el anciano mirando cada vez más profundamente a Pierre—; en mi nombre y en el de los míos le tiendo fraternalmente la mano.

—Temo… ¿Cómo le diría…? Temo que mis ideas sobre el origen del mundo se opongan tanto a las suyas que no podríamos entendernos —sonrió Pierre dudando entre la confianza que le inspiraba el viejo y su costumbre de bromear sobre las creencias de los masones.

—Conozco sus ideas —dijo el masón—. Le parecen fruto de su intelecto, pero corresponden al modo de pensar de la mayoría de la humanidad y son producto de la pereza, el orgullo y la ignorancia. Perdóneme, pero no habría hablado con usted si no lo supiera. Su modo de pensar parte de un lamentable error.

—Yo también puedo suponer que es usted quien yerra —sonrió Pierre.

—Nunca osaré decir que poseo la verdad —dijo el masón, que asombraba más y más a Pierre por la firmeza y exactitud de su discurso—. Un individuo solo no puede alcanzar la verdad. Piedra a piedra, con la participación de todos, de miles de generaciones, desde Adán hasta hoy, se levanta el templo que debe ser digna morada del Altísimo —dijo el masón, y cerró los ojos.

—Le confieso que yo no creo… no creo en Dios —repuso Pierre con sentimiento y esfuerzo, sintiéndose obligado a sincerarse.

El masón lo miró atentamente y sonrió como un rico con las manos llenas de millones ante un pobre que le dijese que no tiene cinco rublos que colmarían su felicidad.

—Sí, es desdichado, señor mío —observó el masón—, porque no puede conocerlo, y ese es el motivo de su desgracia.

—Sí, lo soy —asintió Pierre—. ¿Qué puedo hacer?

—No lo conoce, por eso es desgraciado. Sin embargo, Él está aquí. Está en mí, en mis palabras; está en usted e incluso en las palabras sacrílegas que ha proferido —dijo el masón con voz temblorosa y grave. Después calló y suspiró, tratando de calmarse—. Si no existiera —continuó—, no hablaríamos de Él, señor —susurró—. ¿De qué o quién hemos hablado? ¿A quién has negado? —exclamó con furia y autoridad—. ¿Quién lo inventó si no existe? ¿Cómo ha pensado que existe algo tan incomprensible? ¿Por qué usted y todos suponen la existencia de algo tan inconcebible, tan omnipotente, eterno e infinito en todas sus manifestaciones?

Se detuvo y calló. Pierre no podía ni deseaba interrumpir su silencio.

—Dios existe, pero es difícil comprenderlo —dijo el masón sin mirar a Pierre, sino delante de él. Hojeaba el libro con sus manos, que no podía mantener quietas por la emoción—. Si usted dudase de la existencia de un hombre, lo tomaría de la mano y lo mostraría ante usted. Pero ¿cómo puede un insignificante mortal mostrar su omnipotencia, su eternidad, su bondad a quien es ciego, o cierra los ojos para no verlo ni comprenderlo, para no ver y comprender su propia mezquindad y vileza? —se tomó unos instantes de una pausa—. ¿Qué es usted? Se cree sabio porque ha podido pronunciar esas palabras sacrílegas —continuó con una sonrisa sombría y desdeñosa—. Es más necio e insensato que un niño que juega con las piezas de un reloj bien construido y, por no comprender la finalidad del reloj, osase no creer en la existencia del artesano que lo hizo. Es difícil conocer a Dios. Siglo tras siglo, desde Adán hasta hoy, se trabaja febrilmente para comprenderlo, pero estamos muy lejos de conquistar nuestro objetivo. En esta incomprensión solo vemos nuestra debilidad frente a su grandeza…

Pierre observaba con el corazón encogido los ojos brillantes en el rostro del masón; lo escuchaba sin preguntar nada; creía en las palabras de aquel desconocido. ¿Creía en los argumentos que daba o creía, como hacen los niños, por la entonación, la convicción y la cordialidad de las palabras, o por el temblor de la voz, a punto de quebrarse? ¿Creía en los ojos brillantes, envejecidos en esa convicción, en la firmeza, la conciencia de su misión que se reflejaba en aquel ser tan distinto del vacío interior y la desesperanza de Pierre? Quería creer y experimentar un sentimiento de paz, renovación y de vuelta a la vida.

—No se comprende a Dios con la inteligencia, sino con la vida —dijo el masón.

—No entiendo —Pierre sintió con temor que la duda anidaba en él. Temía el razonamiento impreciso del anciano; temía no creerle—. No entiendo —repitió— por qué la inteligencia humana no puede alcanzar el conocimiento del que habla.

El masón sonrió dulce y paternalmente.

—La suprema sabiduría y la verdad son como un líquido purísimo que querríamos recoger —dijo—. ¿Puedo recogerlo en un recipiente sucio y determinar su pureza después? Solo con la purificación interior de mí mismo puedo conocer, en cierta medida, el líquido recogido.

—Sí… cierto —dijo Pierre con alegría.

—La suprema sabiduría no se basa solo en la razón, ni en las ciencias profanas, la física, la química o la historia que dividen el conocimiento. Es una sola ciencia de todo, que explica la creación y el lugar que ocupa el hombre en ella. Para abarcarla hay que renovar y purificar el espíritu; por eso, antes de saber, hay que creer y perfeccionarse. Para llegar al objetivo, nuestro espíritu se enriquece con una luz divina llamada conciencia.

—Sí —aseveró Pierre.

—Contemple con los ojos del alma su ser y pregúntese si está satisfecho de sí mismo. ¿Qué ha logrado dejándose guiar solo por la inteligencia? ¿Qué es usted, señor mío? Es joven, rico, inteligente, culto…, ¿y qué ha hecho con todos los bienes que se le han dado? ¿Está contento con usted mismo y de su vida?

—No, no, odio mi vida. —Pierre frunció el entrecejo.

—La odia. Entonces, cámbiela. Purifíquese, y según lo haga, conocerá la sabiduría. Analice su vida. ¿Cómo ha transcurrido? Entre parrandas, recibiendo todo de la sociedad sin dar nada. Recibió una fortuna, ¿cómo la ha empleado? ¿Qué ha hecho por el prójimo? ¿Ha pensado en los miles de seres que son sus esclavos? ¿Les ha ayudado moral y materialmente? No. Se ha beneficiado de su trabajo para mantener su tren de vida, eso ha hecho. ¿Escogió una profesión para ser útil al prójimo? No. Prefirió el ocio. Luego se casó, con la promesa de guiar a una mujer joven, ¿y qué ha hecho? En vez de ayudarla a hallar el camino de la verdad, la ha empujado al abismo de la mentira y el infortunio. Lo ofende un hombre y lo mata. Y dice que no conoce a Dios y que odia su vida. Nada hay en esa vida digno de ser rescatado, señor mío.

Como si estuviese cansado tras el discurso, el masón se apoyó en el respaldo del diván y entornó los ojos. Pierre miró aquel rostro severo e inmóvil, aparentemente inerte; después movió los labios. Quería decir: «Sí, es verdad; he vivido una existencia vil, ociosa y depravada». Pero no osó romper el silencio.

El masón tosió roncamente y llamó a su criado.

—¿Y los caballos? —preguntó, sin mirar a Pierre.

—Ya han llegado —dijo el criado—. ¿No va a descansar?

—No, di que los enganchen.

«¿Se va y me deja sin decírmelo todo, sin brindarme ayuda?», pensó Pierre levantándose. Cabizbajo se puso a pasear por la estancia mirando a ratos al masón. «Sí, no he meditado, he llevado una vida indigna y de libertino que no me gustaba ni quería. Este hombre conoce la verdad; si quisiera, podría revelármela.» Pierre deseaba decírselo, pero no se atrevía. El viajero recogió sus cosas con sus manos viejas y expertas y se abotonó el abrigo de piel. Cuando todo estuvo listo, se volvió a Bezúkhov y le dijo en tono indiferente y cortés:

—¿Adónde se dirige ahora?

—A San Petersburgo —contestó Pierre con voz infantil y vacilante—. Le doy las gracias. Estoy de acuerdo en todo con usted, pero no crea que soy tan malo. Deseo ser lo que usted quiere que sea, pero jamás me han ayudado… Por lo demás, me considero el primer culpable. Ayúdeme, instrúyame, y quizá…

Pierre no pudo seguir. Suspiró profundamente y se volvió de espaldas. El masón guardó silencio largo rato. Parecía reflexionar. Por fin dijo:

—La ayuda solo procede de Dios; pero nuestra orden le dará lo que pueda darle, señor mío. Va a San Petersburgo, entregue esto al conde Villarski —sacó la cartera y escribió unas palabras en un papelito que dobló en cuatro—. Permítame un consejo: cuando llegue allí, dedique los primeros días al recogimiento, a un examen de conciencia, y no vuelva a la vida anterior. Le deseo un buen viaje y mucho éxito… —añadió al ver que su criado entraba.

El viajero era Osip Alexéievich Bazdéiev, según Pierre pudo ver en el libro de registro. Había sido uno de los masones y martinistas más notorios de la época de Novikov. Mucho tiempo después de su marcha, Pierre paseó por la estancia sin acostarse ni pedir los caballos. Meditó sobre su pasado licencioso e imaginó con alegría un futuro feliz, irreprochable y virtuoso; algo que le parecía pan comido. Creía haber sido un vicioso hasta entonces por olvidar solo y casualmente lo buena que era la virtud. Su alma no albergaba dudas. Creía firmemente en la posibilidad de la fraternidad humana, en una sociedad de hombres unidos para sostenerse en el camino de la virtud. Así imaginaba la masonería.

CAPÍTULO III

Pierre no dijo a nadie que estaba en San Petersburgo. No salía de casa y dedicaba todo el tiempo a leer a Tomás de Kempis, libro que le había llegado sin saber quién lo había enviado. La lectura de este libro le proporcionaba el placer de creer que era posible lograr la perfección, posible el amor fraterno y activo entre los hombres que le reveló Osip Alexéievich. Una semana después de llegar, el joven conde polaco Villarski, a quien Pierre conocía de vista de algunas fiestas, entró una tarde en su casa con el mismo aire oficial y solemne de los testigos de Dólokhov el día del duelo. Cerrada la puerta y tras asegurarse de que no había nadie en la estancia excepto Pierre, dijo:

—Vengo con un encargo y una propuesta, conde… —continuó sin sentarse—. Alguien muy importante de nuestra fraternidad ha solicitado que lo admitan a usted antes del plazo habitual, y quiere que yo sea su mentor. Para mí es un sagrado deber cumplir la voluntad de esa persona. ¿Desea entrar, bajo mi tutela, en la asociación de los francmasones?

El tono frío y duro de aquel hombre a quien Pierre casi siempre había visto en los bailes, sonriente y cortés, entre las damas más distinguidas, le sorprendió.

—Sí, lo deseo —dijo.

—Otra pregunta más, conde —dijo Villarski tras inclinar la cabeza—, y le ruego que conteste con franqueza, no como futuro masón, sino como caballero. ¿Ha renunciado a sus antiguas creencias? ¿Cree en Dios?

Pierre reflexionó unos instantes.

—Sí… sí, creo en Dios —repuso.

—En ese caso… —comenzó Villarski. Pierre lo interrumpió:

—¡Sí, creo en Dios! —aseguró.

—En ese caso podemos ir. Mi coche está a su disposición —dijo Villarski, que no habló durante el trayecto. A las preguntas de Pierre sobre lo que debía hacer o contestar solo respondió que sería sometido a una prueba por otros hermanos más autorizados y él únicamente tendría que decir la verdad.

Franquearon el portalón del caserón donde se hallaba la logia, subieron una escalera oscura y entraron en una pequeña antecámara iluminada, donde se quitaron los abrigos sin ayuda de ningún criado. Después pasaron a otra estancia. Junto a la puerta apareció un hombre con extraños ropajes. Villarski salió a su encuentro, cuchicheó algo en francés y se acercó a un armarito, donde Pierre vio vestimentas nuevas para él. Villarski sacó un pañuelo y le vendó los ojos a Pierre; al atárselo en la nuca, un mechón de cabellos se enredó en el nudo. Después atrajo a Pierre, lo besó y lo condujo de la mano a otro lugar. Los tirones del mechón enredado le dolían y le hacían arrugar la frente y sonreír abochornado. Aquel corpachón, con los brazos colgando, el rostro contraído y sonriente, seguía a Villarski con paso inseguro y tímido.

A los diez pasos Villarski se detuvo.

—Si está firmemente decidido a entrar en nuestra hermandad, habrá de soportar con entereza lo que le suceda.

Pierre asintió con la cabeza.

—Cuando oiga que llaman a la puerta, quítese la venda; le deseo coraje y éxito.

Villarski salió tras estrecharle la mano.

A solas en aquel lugar desconocido, Pierre sonrió. Dos veces se encogió de hombros, tocó el pañuelo para quitárselo, pero no lo hizo. Transcurrieron cinco minutos que se le antojaron eternos. Le pesaban los brazos, las piernas le temblaban y sentía cansancio. Experimentaba las sensaciones más confusas y diversas. Temía lo que ocurriría y más aún mostrar su miedo. Sentía curiosidad por lo que sucedería o por lo que le revelarían. Pero estaba contento de haber llegado al momento en que finalmente emprendería el camino de la renovación, de la vida activa y virtuosa con la que soñaba desde que conoció a Osip Alexéievich. Oyó unos golpes en la puerta. Pierre se quitó la venda y miró a su alrededor. La habitación estaba sumida en la oscuridad y solo en un rincón lucía una lamparita de aceite que alumbraba algo blanco. Pierre se acercó y vio que la lamparita reposaba junto a un libro abierto sobre una mesa negra. Eran los Evangelios, y lo blanco era una calavera humana con sus órbitas y dientes. Pierre leyó las primeras palabras del Evangelio: «En el principio era el Verbo y el Verbo estaba en Dios…». Rodeó la mesita y vio un cajón abierto. Era un ataúd lleno de huesos. Pierre no se asombró de nada. Esperaba entrar en una vida nueva, distinta de la anterior, y aguardaba las cosas más asombrosas. El cráneo, el ataúd, el Evangelio eran lógicos y le creía que debía esperar más cosas. Miraba a su alrededor para ver si así despertaba un sentimiento de fervor: «Dios, la muerte, el amor, la fraternidad humana», pensaba relacionando con aquellos conceptos la representación vaga pero luminosa de algo. Se abrió la puerta y alguien entró.

A la débil claridad de la lamparita, a la que Pierre se había acostumbrado, vio a un hombre de mediana estatura que se detuvo; luego se acercó con pasos lentos a la mesa y apoyó en ella las manos enguantadas.

Llevaba un mandil de cuero blanco que le cubría el pecho y media pierna. En torno al cuello le colgaba algo parecido a un collar, debajo del cual se veía una alta chorrera blanca que enmarcaba su rostro alargado, iluminado desde abajo.

—¿Por qué ha venido aquí? —preguntó el desconocido girándose hacia donde suponía que estaba Pierre—. Si no cree en la verdad de la luz ni ve la luz, ¿por qué ha venido? ¿Qué quiere de nosotros? ¿La sabiduría, la virtud, el conocimiento?

Desde que se abrió la puerta y entró aquel hombre, Pierre sentía temor y veneración como los que sentía al confesarse de pequeño. Se sentía a solas con un alguien ajeno a él por sus condiciones su vida y, no obstante, cercano por la fraternidad con los otros hombres. El corazón de Pierre latía desbocado y casi no podía respirar cuando se acercó el rector, nombre que recibía en el lenguaje masónico el hermano encargado de iniciar al postulante. Cuando se aproximó reconoció a uno de sus conocidos, Smolyaninov, y le molestó. Aquel hombre solo debía ser para él un hermano, un preceptor probo. Durante unos segundos Pierre no pudo hablar, de modo que el rector tuvo que repetir su pregunta.

—Sí… sí… yo… quiero renovarme —contestó trabajosamente Pierre.

—Bien —dijo Smolyaninov antes de proseguir—: ¿Tiene idea de los medios con que nuestra orden lo ayudará a lograrlo? —repuso rápida y serenamente.

—Yo… yo espero… la guía… el auxilio de la renovación…

A Pierre le temblaba la voz. Debía esforzarse en cada palabra debido a la emoción y la falta de costumbre de expresarse en ruso sobre temas abstractos.

—¿Qué sabe de la francmasonería?

—Creo que es la hermandad e igualdad de los hombres sin ánimo de obtener nada —respondió Pierre, que se avergonzó al pronunciar aquello por el contraste con la solemnidad del momento—. Creo que…

—Bien —lo interrumpió el rector, que parecía satisfecho con la respuesta—. ¿Ha buscado en la religión el medio para lograr lo que pretende?

—No. La creía injusta y no la seguí —repuso Pierre en voz tan baja que el rector le pidió que repitiese su respuesta—. Era ateo.

—Busca la verdad para seguir sus leyes en la vida. Busca la virtud y la sabiduría, ¿cierto? —preguntó el rector tras una pausa.

—Sí —confirmó Pierre.

El rector tosió; cruzó las manos sobre el pecho y habló.

—Ahora debo revelarle el fin de nuestra orden; si coincide con el suyo, entrará en nuestra hermandad. Nuestro fin esencial, que es el pilar de nuestra organización y que ninguna fuerza humana puede destruir, es conservar y transmitir a la posteridad cierto misterio esencial… que poseemos desde tiempos remotos, desde el primer hombre. La suerte de los hombres depende de ese misterio. Pero es de tal naturaleza que nadie puede conocerlo ni utilizarlo sin estar preparado tras una purificación larga y constante; por eso muy pocos pueden alcanzarlo en breve tiempo. Tenemos por ello un segundo fin. Preparamos a nuestros miembros en la medida de lo posible a regenerar sus corazones, a purificar y aclarar su mente con los medios transmitidos por los hombres que se han afanado buscando ese misterio, con lo que demostraron su aptitud para percibirlo. El tercer fin es tratar de corregir mediante una piedad y virtud ejemplares a todos los hombres depurando y corrigiendo a nuestros hermanos dándole ejemplo de piedad y virtud; tratamos de combatir así también, con todas nuestras fuerzas, el mal reinante en el universo. Reflexione sobre esto y volveré a verlo.

Dicho esto, salió.

—Combatir el mal reinante en el universo… —repitió Pierre e imaginó su futura actividad en esa esfera.

Se vio entre hombres como él hasta hacía poco y les dirigió mentalmente un discurso instructivo y edificante. Eran hombres licenciosos y desdichados a quienes ayudaba de palabra y obra; eran víctimas a quienes salvaba de sus opresores. De los tres fines expuestos por el rector, la mejora de los hombres era el más afín a él. El misterio esencial del que le habían hablado aguijoneaba su curiosidad, pero no le parecía tan importante; el segundo fin, la propia purificación, la mejora de uno mismo, no le preocupaba mucho, pues en ese momento se sentía corregido de sus antiguos vicios y dispuesto únicamente al bien.

Al cabo de media hora volvió el rector para enseñar al postulante las virtudes de los siete peldaños del templo de Salomón, que cada masón debía cultivar. Las virtudes eran: primera, la discreción, moderación y acatamien to de los secretos de la orden; segunda, obediencia a los altos cargos de la orden; tercera, conducta moral; cuarta, amor a la humanidad; quinta, valor; sexta, generosidad; séptima, amor a la muerte.

—Medite a menudo sobre la muerte —dijo el rector—. Intente no ver en ella a un enemigo terrible, sino a un amigo… que libera de esta desdichada vida al alma que ha sufrido tratando de alcanzar la virtud y la lleva a un lugar de recompensa y reposo.

«Sí, ha de ser así», pensó Pierre cuando, dichas aquello, el rector lo dejó para que meditase. «Debe ser así, pero me noto débil, veo que amo esta vida cuyo sentido comienza ahora a desentrañarse.»

Las demás virtudes ya estaban en su alma, y las recordó contando con los dedos, valor, generosidad, conducta moral, amor a la humanidad y, sobre todo, obediencia, que ahora era para él más felicidad que virtud. ¡Sentía felicidad por librarse de la propia voluntad y someterla a quienes conocían la verdad absoluta! Pero había olvidado la séptima virtud. No podía recordarla.

El rector regresó una tercera vez. Le preguntó si se mantenía firme y estaba decidido a someterse a cuanto le exigiesen.

—Estoy dispuesto a todo —repuso Pierre.

—He de decirle que nuestra orden enseña su doctrina no solo con palabras, sino también con otros medios más enérgicos que una simple expresión sobre los auténticos buscadores de la sabiduría y de la virtud. Si su corazón es sincero, este templo y su decoración deben decirle mucho más que las palabras. Quizá durante su admisión, conozca ese modo de enseñanza. Nuestra orden imita a las sociedades antiguas, que expresaban sus doctrinas con jeroglíficos. Estos representan un objeto no percibido por los sentidos que contiene las propiedades de lo simbolizado.

Pierre sabía qué eran los jeroglíficos, pero no quiso decirlo. Escuchaba en silencio, presintiendo que pronto comenzarían las pruebas.

—Si está usted decidido, debe comenzar la iniciación. —El rector se le acercó—. Como prueba de generosidad, le ruego que me entregue cuantos objetos lleve.

—No traigo nada —Pierre supuso que le pedían la entrega de sus posesiones.

—Lo que lleve encima: el reloj, el dinero, los anillos…

Pierre sacó el monedero y el reloj; necesitó tiempo para quitarse la alianza. Hecho esto, añadió el masón:

—En señal de obediencia, le ruego que se desnude.

Pierre se quitó el frac, el chaleco y el zapato izquierdo según le indicó el rector. El masón le abrió la camisa sobre el lado izquierdo del pecho, se agachó y le remangó la pernera izquierda del pantalón, sobre la rodilla. Pierre trató de descalzarse y levantarse la otra pernera para ahorrar el trabajo al rector, pero él le dijo que no era preciso y le dio una zapatilla para el pie izquierdo. Avergonzado como un niño, con una sonrisa dubitativa y de burla hacia sí mismo que reflejaba en el rostro, Pierre permaneció de pie ante el hermano rector, con los brazos caídos y las piernas separadas aguardando órdenes.

—Por último, en señal de sinceridad, revéleme su principal debilidad —dijo el rector.

—¿Mi debilidad? ¡Tenía tantas! —dijo Pierre.

—La que lo hacía vacilar más que ninguna otra en la vía de la virtud —continuó el masón.

Pierre calló intentando recordar.

«¿El vino, la gula, el ocio, la pereza, la ira, la cólera, las mujeres?», pensó sin saber por cuál decidirse.

—Las mujeres —dijo finalmente en voz apenas audible.

El masón quedó inmóvil y silencioso largo rato tras esa respuesta. Finalmente se acercó a Pierre, tomó el pañuelo y le vendó los ojos una vez más.

—Por última vez le digo que concentre toda la atención en usted mismo; contenga sus sentimientos y no busque la felicidad en las pasiones, sino en su corazón. La fuente de la felicidad no está fuera, sino dentro de nosotros…

Pierre sentía cómo manaba dentro de su ser esa refrescante fuente de felicidad que inundaba su espíritu de gozo y entusiasmo.

CAPÍTULO IV

Poco después Villarski, a quien Pierre reconoció por la voz, fue a buscarlo en lugar del rector. Contestó a las nuevas preguntas sobre la firmeza de sus intenciones: «Sí, estoy de acuerdo».

Con radiante sonrisa infantil, la camisa abierta y un pie descalzo, avanzó con paso vacilante mientras Villarski le tocaba el pecho desnudo con una espada. Avanzó y retrocedió por distintos pasillos desde la habitación hasta la puerta de la logia. Villarski tosió y le respondieron con varios golpes de martillo masónico. La puerta se abrió ante ellos. Una voz profunda volvió a hacerle muchas preguntas a Pierre, cuyos ojos estaban vendados, sobre quién era, dónde y cuándo había nacido, y demás. Le hicieron andar una vez más sin quitarle la venda. Sin dejar de caminar le hablaron con alegorías sobre las dificultades de su viaje, la santa amistad, el eterno arquitecto del Universo y con qué entereza debía emprender los trabajos y peligros. Durante este último viaje Pierre se percató de que lo llamaban el que busca, el que sufre o el que exige, y a cada paso golpeaban con martillos y con espadas. En una ocasión, mientras lo llevaban hacia un objeto, Pierre notó cierta vacilación en sus guías. Oyó que quienes lo rodeaban discutían en voz queda y una insistía en que pasase sobre una alfombra. Tomaron entonces su mano derecha, la apoyaron sobre el objeto y le ordenaron que se llevase la otra mano al lado izquierdo del pecho mientras sostenía un compás y pronunciaba el juramento de fidelidad a las leyes de la orden repitiendo las palabras que alguien leyó. Apagaron las velas, encendieron alcohol, que Pierre lo reconoció por el olor, y le advirtieron de que vería una lucecita.

Le quitaron la venda y Pierre vio, como en un sueño bajo la luz vacilante, a varias personas que llevaban el mismo mandil que el rector; estaban frente a él y le apuntaban al pecho con sus espadas. Entre ellas había un hombre de pie con la camisa ensangrentada; al verlo, Pierre avanzó para que las espadas lo hiriesen; pero las espadas se apartaron. Le vendaron los ojos una vez más y una voz dijo:

—Has visto la lucecita.

Encendieron las velas y alguien dijo a Pierre que debía ver la luz plena. Le quitaron el pañuelo mientras más de diez voces decían «Sic transit gloria mundi». Pierre se fue recuperando y observó la estancia donde se hallaba y a los hombres que allí estaban. En torno a una larga mesa cubierta de negro se sentaban unas doce personas con mandiles blancos. Pierre reconoció a algunos miembros de la alta sociedad de San Petersburgo. Ocupaba la presidencia un joven desconocido con una cruz especial al cuello. A su derecha estaba el abate italiano a quien Pierre había conocido dos años atrás en casa de Ana Pávlovna; también vio a un importante dignatario y al preceptor suizo que había vivido con los Kuraguin. Todos callaban y escuchaban las palabras del presidente, que sostenía un martillo en las manos. En el muro de enfrente había una estrella flameante encastrada. A un extremo de la mesa había un pequeño tapiz con dibujos y, en el otro, algo parecido a un altar con el Evangelio y la calavera; alrededor, siete grandes candelabros como los de las iglesias. Dos hermanos llevaron a Pierre hasta allí y, colocándole los pies en escuadra, le ordenaron que se tumbase en el piso y le explicaron que se arrodillaba ante las puertas del templo.

—Primero debe recibir la paleta —susurró uno de los hermanos.

—¡Ah, no, déjelo, por favor! —exclamó otro.

Pierre, con sus ojos miopes y desorientados, miró a su alrededor. Lo asaltó una duda: «¿Dónde estoy? ¿Qué hago? ¿No estarán burlándose de mí?

¿No me avergonzaré algún día al recordar todo esto?» Pero esa vacilación duró una fracción de segundo. Pierre miró los rostros serios de los hombres que lo rodeaban, recordó lo que había dejado atrás y supo que no podía detenerse a medio camino. Espantado por su duda, tratando de despertar de nuevo el fervor, se arrodilló a la entrada del templo. Una emoción, más fuerte que antes lo embargó.

Permaneció un rato en aquella posición hasta que le ordenaron que se levantase; le colocaron un mandil de cuero blanco como el de los otros, y le pusieron en la mano la paleta y tres pares de guantes. El gran maestro le dijo entonces que debía hacer cuanto fuese posible para no ensuciar el mandil, símbolo del rigor y la virtud; la enigmática paleta simbolizaba su deber de trabajar con ella para purificar su corazón de los vicios y aplacar con paciencia los corazones ajenos. No podía conocer el significado del primer par de guantes de hombre, pero debía conservarlos; el segundo par de guantes, también de hombre, debía llevarlos a las asambleas; el tercer par eran de mujer.

—Querido hermano, también son para usted; se los dará a la mujer que más estime. Con ellos convencerá de la pureza de su corazón a la mujer que elija como digna masona. —Luego agregó—: Pero, hermano, que jamás cubran unas manos impuras.

Mientras el gran maestro pronunciaba estas palabras, Pierre creyó que el presidente se turbaba. Él se aturdió y se ruborizó casi hasta llorar, como los niños; miró a su alrededor con inquietud y se produjo un incómodo silencio.

Uno de los hermanos rompió el silencio llevando a Pierre hacia el tapiz y le leyó la explicación de las figuras representadas: el sol, la luna, el martillo, la plomada, la paleta, la piedra esculpida y sin esculpir, la columna, las tres ventanas y el resto. Indicaron a Pierre su puesto, le revelaron las señales de la logia y la contraseña y le permitieron sentarse. El gran maestro empezó a leer los largos estatutos. Contento, emocionado y avergonzado, Pierre no entendía nada. Solo retuvo las últimas palabras.

«En nuestros templos no hay más grados —leía el gran maestro— que los situados entre el vicio y la virtud. No hagas distingos que puedan alterar la igualdad. Corre a ayudar al hermano, quienquiera que sea; instruye al que yerre, levanta al caído, nunca alimentes sentimientos de ira u odio contra tu hermano. Sé benévolo y amable. Enciende los corazones con el fuego de la virtud, comparte tu dicha con el prójimo y que la envidia jamás perturbe esta felicidad pura. Perdona a tu enemigo y no te vengues salvo haciéndole bien. Si cumples la ley suprema, hallarás el camino de la antigua grandeza que tú has perdido», terminó, se levantó y abrazó y besó a Pierre.

Este, miraba a su alrededor con lágrimas de alegría sin saber qué decir a las felicitaciones y a las muestras de amistad de quienes lo rodeaban. No quería ver en ellos a conocidos de antaño; ahora solo veía en ellos a hermanos y ardía en deseos de compartir su trabajo.

El gran maestro golpeó con el martillo. Todos se sentaron y uno leyó un discurso sobre la necesidad de ser humildes.

El gran maestro propuso que se cumpliese el último deber. El dignatario importante, que era el limosnero, dio la vuelta a la asamblea con una hoja. Pierre habría querido suscribirse con todo el dinero que tenía, pero temió que fuese señal de orgullo y puso la misma cantidad que los demás.

La sesión había concluido. Cuando Pierre regresó a casa, le pareció que retornaba de un largo viaje de decenas de años durante el cual había cambiado para perder las viejas costumbres de su vida.

CAPÍTULO V

Al día siguiente de su admisión en la logia, Pierre estaba leyendo un libro intentando comprender el significado del cuadrado, uno de cuyos lados representaba a Dios, el otro el mundo moral, el tercero el mundo físico y el cuarto ambos. A ratos se distraía y planificaba mentalmente una nueva vida. La víspera le habían dicho en la logia que la noticia de su duelo con Dólokhov había llegado hasta el zar y que lo más prudente sería alejarse de San Petersburgo. Pierre pensaba ir a sus fincas de Rusia meridional y ocuparse de sus campesinos. Soñaba en aquella nueva vida cuando entró de pronto el príncipe Vasili.

—Querido, ¿qué has hecho en Moscú? ¿Por qué te has enfadado con Helena? Estás en un error —le dijo—. Sé todo y te aseguro que Helena es tan inocente como Cristo ante los judíos.

Pierre iba a replicar, pero lo interrumpió el príncipe:

—¿Por qué no has acudido a mí como a un amigo? Sé todo y lo comprendo. Te has portado como un hombre que estima su honra; tal vez te hayas precipitado, pero no hablemos de eso. No olvides en qué situación queda ella y yo ante todos y la misma corte —añadió en voz queda—. Ella en Moscú y tú aquí. Comprende —le tiró del brazo— que es solo un malentendido y creo que tú ya te has dado cuenta. Escríbele una carta ahora mismo, conmigo. Ella vendrá y todo se aclarará. Si no lo haces, te aviso de que puedes tener un disgusto.

El príncipe Vasili lo miró con aire significativo.

—Sé de buena tinta que la emperatriz madre está preocupada por este asunto. Sabes que estima mucho a Helena.

Pierre quiso hablar, pero el príncipe Vasili no se lo permitía. Por otra parte, el propio Pierre temía hacerlo para dar a su suegro una negativa contundente, como era su deseo. Recordó las palabras del estatuto masónico: «Sé benévolo y amable». Enrojeció y arrugó la frente; se levantó y volvió a sentarse; debía hacer lo que más le costaba: decir sin rodeos algo desagradable, algo que el otro no esperaba. Estaba tan hecho a obedecer el tono de negligente seguridad del príncipe, que temía no tener fuerzas para oponerse a él; al mismo tiempo sabía que su futuro dependía de las palabras que pronunciara. ¿Seguiría el camino antiguo o el nuevo, señalado por los masones, que lo atraía ahora tanto porque estaba del todo seguro de que por él lograría emprender una vida nueva?

—Entonces, querido —bromeó el príncipe Vasili—, dime «sí» y escribiré yo mismo; mataremos así un ternero cebado.

No había terminado el príncipe su broma cuando Pierre, con el semblante furioso que recordaba al de su padre, casi susurró sin mirar a su suegro:

—No lo he llamado a mi casa, príncipe. ¡Márchese, por favor! ¡Márchese!

—y le abrió la puerta—. ¡Váyase ya! —repitió sin poder creerlo, contento por la expresión alterada y medrosa del rostro de su suegro.

—¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?

—¡Fuera! —repitió Pierre.

El príncipe Vasili tuvo que irse sin recibir explicaciones.

Una semana después, tras despedirse de sus nuevos amigos los masones y dejar una gran cantidad para limosnas, partió para sus posesiones. Los nuevos hermanos le dieron cartas para los masones de Kiev y Odesa prometiendo escribirle y guiarlo en su nueva actividad.

CAPÍTULO VI

Se silenció el duelo de Pierre y Dólokhov y, pese a la severidad con la que castigaba el zar aquellos asuntos, nadie molestó a los participantes.

Sin embargo, la historia del duelo corrió por toda la sociedad, confirmada por la separación de Pierre y su mujer. Pierre, al que trataban con indulgencia siendo solo un hijo natural; al que mimaban y alababan cuando era el mejor partido de Rusia, había bajado mucho en la opinión general desde que, tras su boda, las muchachas casaderas y sus madres ya no pudieron contar con él porque no sabía ni deseaba ganarse la buena disposición ajena. Ahora, lo creían el único culpable de lo sucedido y lo consideraban celoso, insensato y colérico como su padre. Cuando Helena, tras la marcha de su marido, regresó a San Petersburgo, fue amablemente recibida por sus amistades con respeto habida cuenta de su desgracia. Cuando hablaban de su marido, Helena adoptaba una gran dignidad cuyo sentido no comprendía, pero la mantenía guiada por el tacto. Su expresión significaba que estaba resignada a soportar su triste sino sin quejarse y que su marido era su cruz. El príncipe Vasili era más franco. Cuando hablaban de Pierre, se encogía de hombros y decía con un dedo a la frente:

—Un cerveau fêlé, je le disais toujours.

—Ya lo dije yo —aseguraba Ana Pávlovna al hablar de Pierre—. Siempre dije la primera —insistía en la prioridad—, que era un loco, corrompido por las depravadas ideas de hoy en día; lo dije cuando todos se entusiasmaban con él, cuando acababa de volver del extranjero. ¿Recuerdan una noche aquí en mi casa? Parecía un Marat. ¿Cómo acabó todo? Entonces ya me parecía un error ese matrimonio y predije lo que ocurriría.

Como siempre, Ana Pávlovna daba en su casa una velada como solo ella sabía organizar, donde, según decía, se reunía la flor y nata de la auténtica e intelectual sociedad de San Petersburgo. Además de la selección de sus invitados, aquellas veladas se distinguían porque en cada una presentaba a sus amigos a un nuevo personaje interesante. Ninguna otra velada de la ciudad era el termómetro político que señalaba con acierto las opiniones de la sociedad legitimista petersburguesa, tan unida a la corte.

A finales de 1806, cuando todos conocían los penosos detalles de la derrota del ejército prusiano en Jena y Auerstädt y la capitulación ante Bonaparte de la mayoría de las fortalezas prusianas, cuando el ejército ruso había entrado en Prusia y se iniciaba la segunda guerra contra Napoleón, Ana Pávlovna organizó una velada en su casa. La flor y nata de la auténtica e intelectual sociedad estaba formada por la deliciosa y desdichada Helena, abandonada por su marido, Mortemart y el adorable Hipólito, recién llegado de Viena, dos diplomáticos, «mi tía», un joven de quien se decía en aquellos salones que era un homme de beaucoup de mérite, una dama de honor recién elegida con su madre y otras personas no tan notables.

La novedad que Ana Pávlovna brindaba a sus invitados en esta ocasión era Boris Drubetskoi, venido de Prusia como correo oficial y edecán de un importante personaje.

El termómetro político indicaba esa noche que por mucho que todos los monarcas europeos y sus generales se inclinasen ante Bonaparte para mortificarnos a mí y a todos nosotros, no cambiaría nuestra opinión sobre Bonaparte. Siempre expresaremos nuestra opinión sin rodeos; solo podemos decir al rey de Prusia y a los demás que: «Tanto peor para vosotros. Tú lo has querido, George Dandin».

Eso señalaba el termómetro político en aquella velada de Ana Pávlovna.

Cuando entró Boris, que sería presentado a los invitados, casi todos estaban reunidos y la conversación, hábilmente dirigida por Ana Pávlovna, giraba en torno a las relaciones diplomáticas con Austria y las esperanzas en la alianza con los austríacos.

Boris, fresco y sonrosado, entró con desparpajo; su elegante uniforme de edecán le daba una aire más varonil y apuesto. Siguiendo la costumbre, lo llevaron ante «mi tía» para saludarla, y luego al círculo general.

Ana Pávlovna le dio a besar su delgada mano y lo presentó a varias personas a quienes el joven no conocía, nombrándolas a media voz:

—El príncipe Hipólito Kuraguin, un joven encantador; M. Krug, encargado de negocios de Copenhague, un espíritu profundo; M. Shitov, un hombre de gran mérito —cuando tocó el turno a quien gozaba del título.

Las gestiones de Ana Mijáilovna, sus gustos y su carácter reservado le habían ganado a Boris una posición ventajosa en el servicio. Era edecán de alguien importante, le habían confiado una misión en Prusia y acababa de regresar de allí como correo oficial. Había asimilado la subordinación implícita que tanto le gustó en Olmütz, gracias a la cual un subteniente podía ser mucho más que un general; para ascender no había que esforzarse, trabajar, ser valiente, ni perseverante, sino saber comportarse con las personas que recompensaban el servicio. Él mismo se maravillaba a menudo de su triunfo y de la incapacidad de otros para comprenderlo. Gracias a su descubrimiento había cambiado su vida, sus antiguas relaciones y amistades, sus planes de futuro. No era rico, pero gastaba cuanto tenía en vestir mejor que los demás. Se privaba de placeres para no ir en un mal coche o dejarse ver con uniforme viejo por San Petersburgo. Quería relacionarse con personas de mejor posición que él que pudiesen servirle. Amaba San Petersburgo y despreciaba Moscú. Le desagradaba el recuerdo de la casa de los Rostov y su amor por Natacha; desde que salió para incorporarse al ejército no había vuelto allí. En el salón de Ana Pávlovna, cuya invitación consideraba un ascenso, comprendió su papel en aquella velada y dejó que la dueña de la casa aprovechase el interés que despertaba. Observó a todos calculando las ventajas de hacerse amigo de ellos y la posibilidad de hacerlo. Se sentó donde le dijeron, junto a Helena y atendió a la conversación general.

—Viena considera tan imposibles las propuestas del tratado que ni con una serie de triunfos se lograría llegar a un acuerdo. Hasta duda de los medios para procurarnos ese éxito. Esas son las palabras del gabinete de Viena —aseguraba el encargado de negocios danés.

—¡La duda halaga! —opinó sonriendo el hombre de gran mérito.

—Hay que distinguir entre el gabinete de Viena y el emperador de Austria. El emperador jamás ha podido pensar algo semejante, es el gabinete quien lo dice —dijo Mortemart.

—Eh! Mon cher vicomte —terció Ana Pávlovna—, l’Urope… —no se sabe por qué decía «Urope» como si fuese una peculiaridad de la lengua francesa que solo ella podía permitirse hablando con un francés— l’Urope ne sera jamais notre alliée sincère.

Y para hacer que interviniese Boris, Ana Pávlovna derivó la conversación hacia el valor y la firmeza del rey de Prusia.

Boris escuchaba con atención a los demás mientras aguardaba su turno. También tuvo tiempo para echar un vistazo a Helena, quien había cruzado su mirada sonriente, en más de una ocasión, con el joven y apuesto edecán.

Era natural, pues se hablaba de la situación en Prusia, que Ana Pávlovna rogase a Boris que narrase sus impresiones del viaje a Glogau y el estado del ejército prusiano. Boris, sin prisas y en buen francés, contó detalles interesantes sobre la situación de las tropas y la corte sin exponer su opinión personal. Durante un tiempo, Boris mantuvo la atención del grupo y Ana Pávlovna supo que su novedad era aceptada por los invitados. Helena estuvo atenta al relato de Boris; lo interrumpió varias veces con preguntas sobre detalles de su viaje y pareció interesada por la situación del ejército prusiano. En cuanto hubo terminado, le dedicó su sonrisa de siempre.

—Tiene que venir a visitarme —dijo como si, por motivos ignorados por él, fuese imprescindible—. Martes, entre las ocho y las nueve. Sería un gran placer para mí.

Boris prometió que lo haría, y deseaba continuar la conversación con ella, cuando Ana Pávlovna lo llamó so pretexto de que «mi tía» deseaba oírlo.

—Conoce a su marido, ¿no? —Ana Pávlovna entornó los párpados y señaló con tristeza a Helena—. ¡Es una mujer tan desdichada y hermosa…! No hable de ese hombre delante de ella, por favor. Es un suplicio para la pobre.

CAPÍTULO VII

Cuando Boris y Ana Pávlovna se reintegraron en el grupo, Hipólito llevaba voz cantante. Echándose hacia delante en su butaca, decía:

—Le roi de Prusse! —rio y todos se volvieron hacia él, que en otro tono—: Le roi de Prusse? —preguntó, y con seriedad se acomodó en el fondo de la butaca.

Ana Pávlovna aguardó en vano a que Hipólito continuase, así que dijo ella que el impío de Bonaparte se había llevado de Potsdam la espada de Federico el Grande.

—Es la espada de Federico el Grande, que yo… —comenzó, pero Hipólito la cortó:

—Le roi de Prusse… —de nuevo, cuando todos se volvieron hacia él, se excusó y calló.

Ana Pávlovna arrugó el entrecejo. Mortemart, el amigo de Hipólito, preguntó:

—Voyons, à qui en avez-vous avec votre roi de Prusse?

Hipólito rio, como avergonzado de su risa.

—Non, ce n’est rien, je voulais dire seulement… —quería repetir una broma oída en Viena y aguardaba el momento oportuno para soltarla—. Je voulais dire que nous avons tort de faire la guerre pour le roi de Prusse.

Boris quería ver cómo recibirían la broma de Hipólito y sonrió prudentemente de modo que pudiese aparentar ironía y aprobación a un tiempo. Todos rieron.

—Il est très mauvais votre jeu de mots, très spirituel, mais injuste… Nous ne faisons pas la guerre pour le roi de Prusse, mais pour les bons principes. Ah! Le méchant, ce prince Hippolyte! —Ana Pávlovna lo amenazó con un dedo arrugado.

Durante toda la velada la conversación estuvo animada y giró sobre todo en torno a temas políticos. Al final, los diálogos cobraron brío cuando salieron a colación los premios concedidos por el zar.

—Este recibió el año pasado la tabaquera con el retrato; ¿por qué aquel no iba a recibir el mismo premio? —dijo el hombre de espíritu profundo.

—Perdóneme, una tabaquera con el retrato del zar es un premio, no una distinción— observó el diplomático—, más bien un regalo.

—Hay muchos antecedentes, le citaré Schwarzenberg.

—Eso es imposible. —observó otro.

—¿Apostamos? El gran cordón es otra cosa.

Cuando todos se hubieron levantado para despedirse, Helena, que apenas había hablado en toda la noche, se volvió a Boris rogándole con una orden cariñosa y evidente que fuese a su casa el martes.

—Debe ir, es necesario —añadió mirando con una sonrisa a Ana Pávlovna, quien, apoyó el deseo de Helena con la triste sonrisa que siempre acompañaba sus palabras sobre su alta protectora.

Era como si durante la velada, alguna frase de Boris sobre el ejército prusiano hubiese hecho descubrir a Helena la necesidad de verlo prometiéndole una explicación de aquella necesidad el martes, cuando acudiese a su casa.

El martes por la tarde, Boris no recibió en el magnífico salón de Helena ninguna explicación clara sobre la necesidad de su visita. Había otros invitados y la condesa apenas habló con él; cuando, al despedirse, Boris le besó la mano, ella le dijo a media voz con una inesperada y extraña seriedad: «Venga a cenar mañana… por la noche. Tiene que venir… Venga».

Mientras estuvo en San Petersburgo, Boris se hizo íntimo de la condesa Bezúkhov.

CAPÍTULO VIII

La guerra se extendía y se acercaba a la frontera rusa. Se oían maldiciones en todas partes contra el enemigo del género humano, Bonaparte. En las aldeas se reclutaban milicianos y mozos, y del frente llegaban noticias contradictorias, casi siempre falsas e interpretadas de mil maneras.

Las vidas del viejo príncipe Bolkonsky, el príncipe Andréi y la princesa María habían cambiado mucho desde 1805.

En 1806, el viejo príncipe fue nombrado general en jefe —eran ocho— de las milicias formadas en toda Rusia. Pese a la debilidad de sus años, acrecentada durante el tiempo que creyó muerto a su hijo, el príncipe Bolkonsky juzgó contrario a su deber rechazar un cargo al que lo llamaba el zar. Esta nueva actividad lo estimuló y dio brío. Siempre iba de aquí para allá por las tres provincias bajo su mando. Cumplía el deber hasta la exageración, se mostraba severo y cruel con sus subordinados y quería estar al tanto de todos los pormenores.

La princesa María ya no recibía lecciones de matemáticas de su padre, cuando este se hallaba en casa, pero acudía a su despacho por las mañanas acompañada de la nodriza y del pequeño príncipe Nikolái, como lo llamaba el abuelo.

El pequeño Nikolái vivía con la nodriza y con la vieja niñera Savishna en los apartamentos de la difunta princesita y María pasaba la mayoría del tiempo con el niño, tratando de sustituir a la madre como mejor podía. También mademoiselle Bourienne parecía querer con locura al niño y la princesa María cedía a menudo a su amiga el placer de cuidar al ángel, así llamaba a su sobrino, y de jugar con él.

Junto al altar de la iglesia de Lisia Gori se levantaba una capilla. Allí, sobre la tumba de la princesa Lisa, había un monumento de mármol italiano. Era un ángel con las alas desplegadas, listo para volar al cielo. Tenía el labio superior un poco levantado, como si fuese a sonreír. Un día el príncipe Andréi y su hermana se confesaron al salir de la capilla que el rostro de aquel ángel les recordaba el de la difunta por extraño que pareciese. Pero era aún más curioso (y el príncipe Andréi no se lo dijo a su hermana) que en la expresión que el artista imprimió al rostro del ángel el príncipe Andréi podía leer la misma frase de tímido reproche del rostro de su mujer muerta: «¡Oh!, ¿qué me habéis hecho?»

Poco después del regreso del príncipe Andréi, el viejo príncipe Bolkonsky le cedió la propiedad de Bogucharovo, una gran posesión a cuarenta kilómetros de Lisia Gori. Ya fuese por los dolorosos recuerdos ligados a Lisia Gori o porque no se sentía siempre capaz de soportar el carácter de su padre, y porque tuviese necesidad de estar solo, el príncipe Andréi hizo construir en Bogucharovo una casa donde pasaba la mayoría del tiempo.

Tras la campaña de Austerlitz, el príncipe Andréi no quería regresar al ejército; a fin de evitarlo, cuando estalló la guerra y todos tuvieron que incorporarse, se conformó con un cargo al mando de su padre para reclutar milicias. Tras la campaña de 1805, el viejo príncipe y su hijo parecían haber cambiado los papeles. Emocionado por su actividad, el padre esperaba grandes resultados de la nueva campaña. El hijo, al no participar en la guerra, lo cual lamentaba en el fondo de su corazón, solo veía desastres.

El 26 de lebrero de 1807 el viejo príncipe fue de viaje de inspección. El príncipe Andréi, se quedó en Lisia Gori como solía hacer en ausencia de su padre. El pequeño Nikolái estaba enfermo hacía cuatro días. Los cocheros, que habían llevado al viejo príncipe a la ciudad, regresaron con documentos y cartas para el príncipe Andréi.

Al no hallar al príncipe Andréi en su despacho, el criado que se ocupó de las cartas fue a los aposentos de la princesa María; allí le dijeron que el príncipe se hallaba con su hijo.

—Excelencia, Petrushka ha llegado con el correo —dijo una de las niñeras al príncipe Andréi, que estaba sentado en una sillita infantil mientras vertía con manos temblorosas y la frente arrugada unas gotas de un frasco en una copa.

—¿Qué es? —preguntó él irritado; le tembló el pulso y echó demasiadas gotas en la copa. Tiró el resto y pidió más agua.

La niñera se la trajo.

En la estancia había una cuna, dos cofres, dos butacas, una mesa, la mesita del niño y la sillita donde se sentaba el príncipe Andréi. Las cortinas estaban echadas y en la mesa ardía una vela frente a la cual habían colocado como de pantalla un libro de música para que la luz no incidiese directamente sobre el enfermo.

—Querido —dijo su hermana de pie junto a la camita—, es mejor esperar… después…

—¡Ay! Déjalo, siempre dices tonterías… Mira a qué hemos llegado con tus esperas eternas —dijo irritado el príncipe Andréi, deseando herir a su hermana.

—Te aseguro que es mejor no despertarlo. Está dormido —suplicó la princesa.

El príncipe Andréi se levantó y, copa en mano, se acercó de puntillas a la camita.

—Sí… Tal vez sea mejor no despertarlo —vaciló.

—Como veas… En realidad… creo que… haz lo que quieras —dijo ella, a quien parecía amilanar y sonrojar el triunfo de su opinión. Indicó a su hermano que una de las niñeras lo llamaba.

Era la segunda noche que pasaban los dos en vela, a la cabecera del niño febril. Probaron remedios todo el día mientras aguardaban a que llegase el doctor que enviaron a buscar en la ciudad, pues no se fiaban del médico de la casa. Agotados e inquietos, descargaban en el otro su dolor, se hacían reproches y regañaban.

—Petrushka trae papeles de su padre —murmuró la doncella.

—¿Qué hay? — preguntó él saliendo enfadado.

Tras oír las órdenes verbales de su padre y de recoger los sobres y las cartas, regresó a la habitación del niño.

—¿Cómo está? —preguntó a la princesa María.

—Igual. Espera, por Dios. Karl Ivanovich dice que el sueño es el mejor remedio —suspiró la princesa María.

El príncipe Andréi se acercó al niño y le tocó la frente, que estaba ardiendo.

—¡Ese Karl Ivanovich y tú os podéis ir al infierno! —tomó la copa con las gotas y se acercó a la cuna.

—¡No, Andréi! —rogó la princesa María.

Él la miró con el ceño fruncido por la rabia y el dolor, se inclinó sobre el niño.

—Quiero que lo tome —dijo—. Dáselo, por favor.

La princesa María se encogió de hombros, tomó dócilmente la copa y se puso a darle la medicina tras llamar a la niñera. El niño gritó. El príncipe Andréi, con el rostro contraído, se llevó las manos a la cabeza, salió y se sentó en un diván de la habitación contigua.

Tenía todas las cartas en la mano. Las abrió sin pensar y las leyó. El viejo príncipe escribía con letra grande, en papel azul, utilizando a veces abreviaturas:

El correo me traído una gran noticia, si no es una patraña. Según parece, Bennigsen ha logrado una victoria sobre Bonaparte en Eylau. En San Petersburgo todo es alegría y han enviado al ejército un montón de condecoraciones. Aunque sea alemán, lo felicito. No sé qué hace el comandante de Korchevo, un tal Jandrikov. Hasta ahora no ha enviado los nuevos contingentes de hombres ni de víveres. Preséntate allí de inmediato y dile que le arrancaré la cabeza si en una semana no tiene todo listo. En cuanto a la batalla de Preussich-Eylau he recibido carta de Petenka; estuvo allí y todo es verdad. Si no se meten por medio quienes no deberían, hasta un alemán puede derrotar a Bonaparte. Cuentan que huye en desorden. Corre a Korchevo y cumple lo que te digo.

El príncipe Andréi suspiró y abrió otra carta. Era de Bilibin, con letra menuda y llenaba dos hojas. La dobló sin leerla y releyó la de su padre, que concluía: «Corre a Korchevo y cumple lo que te digo”.

«No, Disculpa; no iré hasta que mi hijo esté bien», pensó yendo a la puerta y mirando a la habitación del niño. La princesa María mecía suavemente la cuna.

«¿Y qué otra cosa desagradable me dice?», trató de recordar la carta de su padre. «Sí, que los nuestros han vencido a Bonaparte ahora, cuando yo no estoy en el ejército. Sí, no para de bromear a mi costa… pues que le aproveche.»

Leyó la carta de Bilibin, escrita en francés, sin apenas comprender. Lo hacía para no pensar ni un instante en lo que llevaba demasiado tiempo pensando.

CAPÍTULO IX

Bilibin estaba en el Cuartel General del Ejército entonces como diplomático. Describía la campaña en francés con gracia francesa y giros lingüísticos propios de ese idioma, pero con el valor ruso que no esquiva la crítica ni la burla. Escribía que su discreción diplomática era un suplicio y le alegraba tener en el príncipe Andréi a un fiel corresponsal con quien soltar la bilis acumulada por lo que ocurría en el ejército. Era una carta vieja, anterior a la batalla de Preussich-Eylau. Así escribió Bilibin:

Ya sabe, querido príncipe, que desde el éxito de Austerlitz no he abandonado el Cuartel General. Decididamente, me va gustando la guerra. Lo que he visto en estos tres meses es increíble.

Comienzo ab ovo. Como sabe, el enemigo del género humano ataca a los prusianos, nuestros aliados fieles que solo nos han engañado tres veces en tres años. Nosotros hacemos causa común con ellos pero el enemigo del género humano no atiende a nuestros bellos discursos y con su zafiedad y modales primitivos se lanza sobre los prusianos sin darles tiempo de terminar sus preparativos, y los aplasta para instalarse en el palacio de Potsdam.

Deseo vivamente, escribe el rey de Prusia a Bonaparte, de que se acoja y trate a V. M. en mi palacio de manera que se resulte agradable la estancia; para ello he tomado las medidas que las circunstancias permitían. ¡Ojalá haya tenido éxito! A todo esto, los generales prusianos presumen de buena educación, y para ello deponen las armas en cuanto los franceses lo requieren.

El comandante de la guarnición de Glogau, de diez mil hombres, pregunta al rey de Prusia qué hacer si es conminado a la rendición. Todo eso es cierto.

Recapitulando, esperábamos imponernos con una simple demostración militar, nos hemos metido en una guerra real y, peor aún, en nuestras fronteras, con y por el rey de Prusia. Todo está listo y solo nos falta el general en jefe. Como ahora resulta que el éxito de Austerlitz habría sido mayor si el general en jefe hubiese sido menos joven, recurren a los octogenarios, y entre Prozorovski y Kamensky, se da preferencia al segundo. El general nos llega en kibitka, como Suvorov, y es recibido entre ovaciones.

El día 4 recibe el primer correo de San Petersburgo. Llevan las valijas al despacho del mariscal, pues a él le gusta hacer todo. Me llama para que lo ayude a clasificar las cartas y apartar las nuestras. El mariscal nos mira mientras lo hacemos y aguarda los sobres con su nombre. Buscamos, pero no hay nada; el mariscal se impacienta; se pone él mismo a la tarea y encuentra cartas del zar dirigidas al conde T., al príncipe V. y a otros. Entonces se enfurece, echa fuego y chispas contra todos; agarra las cartas, las abre y lee lo que el zar ha escrito a otros. Acto seguido escribe la famosa orden del día al general Bennigsen:

«Estoy herido y no puedo montar ni mandar el ejército. Usted ha traído su Cuerpo de Ejército destrozado a Pultusk, donde está al descubierto, sin leña ni forraje. Hay que ayudar, como usted mismo expuso ayer, al conde Buxhöwden, y pensar en la retirada hacia nuestras fronteras, algo que se debe emprender hoy mismo.

«Después de tantas marchas a caballo —escribe el emperador—, me ha salido una llaga que, junto con los problemas de viajes anteriores, me impide montar y mandar un ejército. Por ello he dejado el mando al general más antiguo, el conde Buxhöwden, transmitiéndole todos los servicios y todo lo relacionado con ello; le aconsejo que se retire hacia el interior de Prusia, pues solo queda pan para un día, y ni eso en algunos regimientos, como cuentan los jefes de división Ostermann y Siedmorietsk; por otra parte, los campesinos no tienen nada que requisar. En cuanto a mí, mientras me curo, permaneceré en el hospital de Ostrolenko. Tengo el honor de informar que si el ejército permanece en este campamento quince días más, no quedará un solo soldado útil en la primavera.

«Permitid que se retire al campo este viejo ya deshonrado, pues no pudo cumplir el glorioso destino para el que fue elegido. Espero vuestra augusta autorización en el hospital para no ser amanuense en el ejército en vez de general en jefe. Mi retirada tendrá la misma importancia que la de un ciego en un campo de batalla. En Rusia hay miles de hombres como yo.»

El mariscal se disgusta con el zar y nos castiga a todos. ¡No diga que es ilógico!

He aquí el primer acto. En los siguientes, aumentan el interés y el ridículo. Tras la marcha del mariscal, descubren que el enemigo está a la vista y hay que dar batalla. Buxhöwden es general en jefe por antigüedad, pero el general Bennigsen no opina lo mismo porque él está con sus tropas frente al enemigo y desea aprovechar la situación para atacar aus eigener hand, como dicen los alemanes. Presenta batalla, la de Pultusk, que hacen pasar por una victoria, aunque yo opine lo contrario. Como sabe, los civiles tenemos la mala costumbre de decidir quién gana o pierde una batalla. Decimos que quien se retira tras la batalla, la ha perdido, y de ahí se deduce que hemos perdido la batalla de Pultusk. Nos retiramos tras el combate, pero enviamos un correo a San Petersburgo anunciando una victoria, y el general no da el mando a Buxhöwden, esperando recibir de San Petersburgo el título de general en jefe como premio a su victoria. Entretanto, iniciamos un plan de maniobras muy interesante y original; nuestro objetivo no consiste en evitar o atacar al enemigo, como cabría esperar, sino solo en evitar al general Buxhöwden, a quien correspondería el mando supremo por su antigüedad. Perseguimos ese fin con tanto ahínco que, hasta al cruzar un río sin vados quemamos los puentes para separarnos de nuestro enemigo que no es ahora Bonaparte, sino Buxhöwden. Él ha estado a punto de ser atacado y capturado por fuerzas enemigas superiores debido a esas asombrosas maniobras que nos libran de él. Buxhöwden nos sigue, nosotros huimos. En cuanto logra cruzar a nuestra orilla, huimos a la contraria. Por fin, Buxhöwden nos alcanza y se une a nosotros. Ambos generales se pelean. Buxhöwden desafía y Bennigsen sufre un ataque de epilepsia. Pero en el momento crítico, el correo que llevaba la noticia de nuestra victoria a Pultusk nos trae de San Petersburgo el nombramiento de general en jefe y Buxhöwden, el primer enemigo, es aniquilado. Podemos pensar ya en el segundo, en Bonaparte. Aparece entonces un tercer enemigo: el ortodoxo que pide pan, carne, heno y qué sé yo. Los almacenes están vacíos, los caminos intransitables. El ejército ortodoxo se dedica a la rapiña de tal forma que lo sucedido en la anterior campaña no es nada. La mitad de los regimientos forman una tropa libre que se desperdiga por los campos y pasa todo a sangre y fuego. Los lugareños están en la ruina, los hospitales abarrotados de enfermos y heridos; en todas partes falta lo básico. Grupos de maleantes han atacado dos veces el Cuartel General y el general en jefe ha tenido que llamar a un batallón para rechazarlos. En uno de esos ataques me han robado una maleta vacía y una bata. El zar quiere otorgar a los jefes de división el derecho de fusilar a los merodeadores, pero me temo que esto obligará a la mitad del ejército a fusilar a la otra mitad.

El príncipe Andréi había comenzado la carta sin prestar atención, pero fue despertando su interés, aunque sabía hasta qué punto podía creer a Bilibin. Al llegar a este punto, arrugó la carta y la tiró. No le molestaba lo que leía, sino que todos aquellos sucesos y aquella vida extraña a él lo desazonasen. Entornó los párpados y se acarició la frente con la mano, como para espantar cualquier preocupación relacionada con lo leído. Atendió a los ruidos de la habitación de su hijo. Le pareció oír un rumor extraño. Temió que le hubiese ocurrido algo al niño mientras leía. Se acercó de puntillas a la puerta y la abrió.

Al entrar vio que la niñera ocultaba algo con rostro asustado y que la princesa María ya no estaba junto a la cuna.

—Querido —oyó detrás el susurro de su hermana, que se le antojó desesperado. Como suele ocurrir tras noches de insomnio e intensas emociones, un injustificado temor lo embargó. Pensó que el niño había muerto. Cuanto veía y oía confirmaba su temor.

«Todo ha terminado», se dijo. Un sudor frío le cubrió la frente. Aturdido, se acercó a la cuna creyendo que la encontraría vacía y que la niñera había escondido al niño muerto. Descorrió la cortina y sus asustados ojos fueron de un sitio a otro durante largo rato sin ver nada.

Finalmente vio que el niño estaba allí, con el rostro sonrosado y los brazos abiertos, echado en diagonal, con la cabeza fuera de la almohada. Movía en sueños los labios como si mamase y respiraba normalmente.

El príncipe Andréi se sintió feliz, pues lo creía perdido; se inclinó sobre su hijo y, como le había enseñado su hermana, lo tocó con los labios para saber tenía fiebre. La frente estaba húmeda; le tocó la cabecita con las manos; tenía hasta el cabello mojado por el sudor. Sin duda la crisis estaba superada y el niño mejoraba. El príncipe Andréi sintió deseos de tomar al niño y abrazar a aquel ser pequeño e indefenso, pero no osó hacerlo. Se quedó allí de pie, contemplándolo. Oyó un susurro, y vio una sombra bajo la cortina de muselina. El príncipe, atento a la cara del niño y a su respiración regular, no miró. Era la princesa María, que se había acercado sigilosamente a la cuna levantando la cortina, y la había dejado caer a sus espaldas. El príncipe Andréi la reconoció sin volverse y le tendió la mano.

—Está sudando —explicó el príncipe Andréi.

—Te buscaba para decírtelo —la princesa le tomó la mano.

El niño se movió, sonrió en sueños y restregó la frente contra la almohada.

El príncipe Andréi miró a su hermana, cuyos ojos luminosos brillaban más que nunca, llenos de lágrimas de felicidad, en la penumbra mate de la muselina de la cortina. La princesa se inclinó hacia su hermano y lo besó tirando ligeramente de la cortina. Se amenazaron y estuvieron un rato más, como si no quisieran apartarse de aquel mundo donde los tres estaban alejados de todo. El príncipe Andréi fue el primero en apartarse enredándose el pelo en la cortina. «Sí, solo me queda esto», suspiró.

CAPÍTULO X

Tras unirse a la masonería, Pierre confeccionó una lista de cuanto debía hacer en sus posesiones y partió hacia la provincia de Kiev, donde vivía la mayoría de sus campesinos.

Ya en Kiev, reunió a todos los administradores en su oficina principal y les expuso sus intenciones y deseos. Les explicó las medidas inmediatas que tomaría para emancipar a los campesinos; mientras, no debían ser tratados como antes, no debían trabajar las mujeres; debían prestarles ayuda y regañarlos en vez de recurrir a los castigos corporales; en cada hacienda debería haber hospitales, asilos y escuelas. Algunos administradores, casi analfabetos, lo escuchaban horrorizados. Inferían que el joven conde estaba disgustado por el mal gobierno de las fincas y por la sisas. Pasado el primer susto, a otros les hizo gracia su modo de hablar y las ideas nuevas para ellos. Para otros era un placer escuchar a su amo. Los más inteligentes, entre ellos el administrador general, comprendieron cómo debían portarse con el conde por su propio interés.

El administrador general mostró su simpatía hacia los propósitos de Pierre, pero observó que había que ocuparse de la marcha de la maltrecha economía, no solo de las reformas propuestas.

Pese a la inmensa fortuna del conde Bezúkhov, desde que Pierre contaba con medio millón rublos de renta anual, según decían, se sentía mucho más pobre que cuando su padre, el difunto conde, le pasaba diez mil. Tenía una vaga idea en líneas generales de ese presupuesto: pagaba al Consejo de Tutela unos ochenta mil rublos por sus posesiones; el mantenimiento de la villa cerca de Moscú, de la casa en la ciudad y de las princesas costaba casi treinta mil; las pensiones ascendían a quince mil y casi lo mismo las obras de beneficencia. Pasaba a su mujer ciento cincuenta mil rublos, y los intereses de las deudas sumaban unos setenta mil; la construcción de una iglesia ya comenzada le había costado en aquellos dos años diez mil rublos; los cien mil restantes se gastaban sin que supiese en qué; casi cada año tenía que pedir prestado. Además, el administrador general de sus posesiones escribía cada año hablando de incendios, de malas cosechas o de la necesidad de reformas en edificios o fábricas. Así pues, lo primero que Pierre hizo fue lo que más detestaba y lo que menos se ajustaba a su temperamento e inclinaciones: revisar sus intereses.

Pierre trabajaba cada día con el administrador general, aunque veía que no progresaban sus proyectos. Sentía que esas conversaciones no tenían que ver con ellos, no los definían ni los impulsaban. El administrador general exponía la situación con pesimismo, tratando de convencer a Pierre de pagar las deudas y emprender nuevos trabajos utilizando a los siervos, lo cual Pierre no permitía; por otra parte, él exigía que se iniciase cuanto antes la emancipación, frente a lo cual el administrador daba motivos como la urgencia de pagar primero las deudas del Consejo de Tutela, lo cual hacía imposible cumplir los deseos del conde.

El administrador general no decía que fuese imposible la emancipación; pero, para ello aconsejaba vender los bosques de la provincia de Kostromo, las tierras situadas en la parte baja del Volga y la hacienda de Crimea. Eran operaciones que, según el administrador, se relacionaban con tantos expedientes, levantamiento de prohibiciones, peticiones y autorizaciones que Pierre se perdía en todo ello. Así pues, respondía: «Bueno, hágalo así».

Pierre no poseía la constancia que le habría permitido llevar a cabo él mismo aquellas gestiones, que no le gustaban, y fingía ocuparse de ello. Por su parte, el administrador fingía ante él que aquellas ocupaciones eran útiles para el amo y engorrosas para él.

Pierre encontró en la ciudad algunos conocidos; los desconocidos se apresuraron a conocer y agasajar al recién llegado, el propietario más rico de la provincia. No pudo vencer las tentaciones a su debilidad más enraizada, la confesada a su ingreso en la logia. Nuevamente, los días, las semanas y los meses de Pierre pasaron como antaño, entre veladas, comidas, cenas y bailes, como en San Petersburgo, así que apenas tenía tiempo para reflexionar. En lugar de esa nueva vida que quería emprender, Pierre continuó como siempre; solo había cambiado de ambiente.

De los tres preceptos de la masonería, reconocía no haber cumplido el que prescribe ser un dechado de vida moral; de las siete virtudes, le faltaban dos: las buenas costumbres y el amor a la muerte. Se consolaba pensando que cumplía el precepto de la mejora del género humano, y que tenía otras virtudes: el amor al prójimo y la generosidad.

En la primavera de 1807 Pierre decidió regresar a San Petersburgo para recorrer por el camino sus posesiones y ver qué se había hecho de cuanto ordenó y las condiciones de vida de aquellas gentes confiadas a él por la voluntad divina y a quienes realmente deseaba hacer felices.

El administrador general consideraba las reformas del joven conde una locura desventajosa para él, para Pierre y para los campesinos, pero hizo concesiones. Siempre presentando la emancipación como algo imposible, mandó construir en cada hacienda edificios para escuelas, hospitales y asilos. La llegada del dueño a cada lugar no era recibida con solemnidad o aparato, pues sabía que eso no le gustaba a Pierre, sino con actos religiosos de agradecimiento, iconos y ofrecimiento de pan y sal. Según el concepto que se había formado de su amo, esas cosas conmoverían al conde y lo tendrían engañado.

La primavera del sur, el cómodo y rápido viaje en el coche vienés y la soledad del camino alegraban a Pierre. Las propiedades, que no conocía aún, eran pintorescas. La gente tenía aspecto próspero, se mostraba agradecida y feliz por los beneficios recibidos. Lo recibían de un modo que, pese a sonrojarlo en su fuero interno, lo hacía feliz. En cierto lugar los campesinos lo recibieron con el pan y la sal y las imágenes de san Pedro y san Pablo; le pidieron permiso para levantar en la iglesia con cargo a su bolsillo un nuevo altar en honor de su santo, como recuerdo del amor y gratitud a sus beneficios. En otra parte lo recibieron las mujeres del pueblo con los niños de pecho en brazos para agradecerle que las hubiese liberado de los trabajos penosos. En otra lo recibió el pope con la cruz alzada, rodeado de niños a quienes podía enseñar las primeras letras y la doctrina gracias a la generosidad del amo. En todas las haciendas Pierre veía edificios de piedra, en construcción o terminados, para hospitales, escuelas y asilos a punto de ser inaugurados. Según los informes de los administradores, las tareas obligatorias para el amo habían disminuido si se comparaban con el pasado, así que en cada villa le daban las gracias con palabras afectuosas las delegaciones de campesinos con caftán azul.

Pierre ignoraba sin embargo que donde le ofrecían el pan y la sal y donde se levantaba un altar a san Pedro y san Pablo era una villa con mercado cuya feria coincidía con san Pedro, que el altar había sido iniciado tiempo atrás a costa de los mujiks ricos de la aldea, los mismos que se habían presentado ante él, y que las nueve décimas partes de los mujiks vivían en la miseria. Ignoraba que, al prohibir el trabajo en el campo de las mujeres con niños de pecho, debían trabajar en sus casas en labores igual de duras. Ignoraba que el sacerdote de la cruz alzada oprimía a los mujiks con sus cargas, que los padres le entregaban a los alumnos muy a su pesar para rescatarlos luego con gran sacrificio económico. Ignoraba que los edificios de piedra eran obra de los campesinos, lo cual aumentaba el trabajo para el señor. Ignoraba que donde el administrador mostraba una disminución de un tercio del trabajo para el amo, los pagos en especie habían crecido el doble. Pierre quedó encantado del viaje por sus posesiones y sintió renacer el entusiasmo filantrópico que lo movía al salir de San Petersburgo. Bajo este efecto escribió repetidas cartas al hermano preceptor, que así llamaba al gran maestro.

«¡Qué sencillo es todo! —pensaba—. ¡Qué poco esfuerzo se necesita para hacer el bien y qué poco nos preocupa hacerlo!»

Se sentía feliz por el agradecimiento manifestado, pero le avergonzaba aceptarlo. Esa gratitud le recordaba que podía hacer más por aquellas gentes sencillas y buenas.

El administrador general, hombre estúpido aunque astuto, había calado al conde, inteligente e ingenuo, y lo manejaba como un juguete; al ver el efecto que producían en Pierre los recibimientos preparados, le habló con energía para insistir en que era imposible e inútil liberar a los campesinos, pues ya vivían felices.

Pierre estaba en el fondo de acuerdo con el administrador general en que era difícil imaginar hombres más felices; que solo Dios sabía qué les aguardaba si eran libres; aun así, insistió en lo que consideraba justo. El administrador prometió hacer lo posible para realizar sus deseos comprendiendo que él nunca podría cerciorarse de si había tratado o no de vender los bosques y las posesiones para amortizar la deuda del Consejo. Es más, probablemente jamás volvería a preguntarle por ello ni se enteraría de que los edificios levantados estaban vacíos y los campesinos seguían aportando en trabajo y dinero lo mismo que daban a otros, esto es, cuanto podían.

CAPÍTULO XI

Tras su viaje al sur, Pierre se hallaba en un estado de ánimo inmejorable, así que realizó su viejo deseo de visitar a su antiguo amigo Bolkonsky, a quien no veía hacía dos años.

Bogucharovo estaba en una comarca fea, llana y plagada de campos y bosques de abetos y abedules en parte talados. La casa señorial estaba al final del pueblo, que se extendía a ambos lados del camino, detrás de un estanque recién construido cuyos bordes aún estaban desnudos de hierba, en medio de un bosque joven donde crecían algunos pinos enormes.

Los edificios de la residencia eran el granero, los pabellones para el servicio, las caballerizas, el baño y un caserón de piedra, de fachada curva inconclusa, rodeado de un jardín recientemente plantado. La tapia y la puerta principal eran fuertes y nuevas. Había dos bombas contra incendios y un barril pintado de verde en un cobertizo. Los caminos eran rectos, los puentes sólidos con buenas balaustradas y en todo se veía orden y esmero. Cuando Pierre preguntó por el señor, los criados le mostraron un pequeño pabellón nuevo al borde del estanque. Antón, el viejo cuidador del príncipe Andréi, ayudó a Pierre a apearse, le dijo que el príncipe estaba en casa y lo llevó hasta la pequeña y aseada antecámara.

Pierre se sorprendió por la modestia de la casa, pequeña y limpia, al recordar el lujo donde había visto a su amigo por última vez en San Petersburgo. Entró en la salita, aún sin enyesar, que olía a pino, y quiso seguir, pero Antón se le adelantó y llamó a la puerta.

—¿Qué? —preguntó una voz brusca y desagradable.

—Una visita— contestó Antón.

—Que espere, por favor —dijo la voz.

Se oyó el ruido de una silla al ser movida. Pierre se acercó a la puerta y se dio de bruces con el príncipe Andréi, que salía malhumorado. Pierre lo abrazó, se quitó los lentes y le besó las mejillas mirándolo de cerca.

—¡Ah! No te esperaba. Me alegro mucho —dijo el príncipe Andréi.

Pierre no decía nada. Contemplaba asombrado a su amigo; lo trastornaba el cambio de aquel rostro ajado; las palabras eran cariñosas, sonreía con la boca y la cara, pero los ojos apagados estaban muertos pese a su deseo de darles una expresión jovial y gozosa. No era que su amigo estuviese delgado, pálido, que hubiese madurado; no, la mirada, la arruga de la frente testimoniaban una honda concentración mental en un solo tema; esto sorprendió y distanció a Pierre hasta que se acostumbró a ellos.

Después de tanto tiempo sin verse fue difícil al principio trabar una conversación coherente, como ocurre siempre en estos casos. Ambos se preguntaban y contestaban con breves frases sobre cosas que habrían requerido tiempo, como sabían los dos. Poco a poco, la conversación se normalizó y retornó a lo que antes se habían contado con escasas palabras. Hablaron del pasado, de los proyectos futuros, del viaje de Pierre y sus ocupaciones, de la guerra, etcétera. La concentración y el agotamiento que Pierre había visto en los ojos de su amigo ahora estaban más presentes en la sonrisa con que escuchaba a Pierre, sobre todo le habló animadamente del pasado y del futuro. Era como si el príncipe Andréi desease mostrar interés por lo que Pierre decía, pero no lo lograba. Pierre comprendió que no debía hablar delante de él de sueños y esperanzas de dicha y de hacer el bien. Lo avergonzaba exponer sus nuevas ideas masónicas, renovadas y avivadas por el viaje. Se contenía por no parecer demasiado ingenuo. Al mismo tiempo, deseaba mostrar a su amigo el cambio que había experimentado, que viese que ahora era un hombre distinto, mucho mejor que de San Petersburgo.

—No puedo decir con qué intensidad he vivido todo este tiempo. Ni yo mismo me reconozco.

—Sí, hemos cambiado mucho —comentó el príncipe Andréi.

—¿Y tú, qué proyectos tienes? —preguntó Pierre.

—¿Proyectos? —repitió con ironía el príncipe Andréi—. ¿Mis proyectos? —añadió como si se asombrase del sentido de estas palabras—. Ya ves; me dedico a instalarme. Quiero mudarme aquí definitivamente el próximo año…

Pierre miró fijamente el rostro avejentado de su amigo.

—No, no; te pregunto…

El príncipe Andréi lo interrumpió:

—¿Para qué hablar de mí…? Cuéntame tu viaje, ¿qué trastadas has hecho en tus posesiones?

Pierre comenzó a explicarle lo hecho tratando de ocultar su intervención en las mejoras. El príncipe Andréi le sugirió lo que debía decir, incluso antes de que lo contase, como si cuanto relataba Pierre fuese una historia manida; además de escuchar sin interés, parecía abochornarse de lo que su amigo decía.

Pierre se sintió cohibido y en su compañía y calló.

—Sabes —dijo el príncipe Andréi, también cohibido por su huésped—. Aquí estoy como en un campamento. Solo he venido a mirar cómo va esto. Regreso hoy a casa de mi hermana. Te presentaré a mi familia. Creo que a ella ya la conoces, ¿no? —parecía hablar a una visita a quien debía entretener y con la que no tenía nada en común—. Nos iremos después de comer. ¿Quieres ver mi propiedad?

Salieron a pasear hasta el almuerzo. Hablaron de política y de sus amistades como si fuesen personas con escasa confianza. El príncipe Andréi le explicó con animación e interés las obras que había acometido; pero al tratar el tema, cuando describía la nueva disposición de la casa, se detuvo en medio de la conversación:

—Aunque esto carece de interés. Comamos y nos iremos.

Durante la comida hablaron del matrimonio de Pierre.

—Me asombró mucho la noticia —confesó el príncipe Andréi y Pierre se ruborizó; le ocurría cuando hablaba de su matrimonio.

—Ya te contaré cómo ocurrió aquello—dijo—. Pero se acabó todo y para siempre.

—¿Para siempre? —preguntó el príncipe Andréi—. Nada es para siempre, amigo mío.

—¿No sabes cómo terminó? ¿Oíste hablar del duelo?

—Sí, también has pasado por eso.

—Solo doy gracias a Dios de no haber matado a ese hombre —confesó Pierre.

—¿Por qué? Matar a un perro rabioso es una buena acción.

—No, matar a un hombre no está bien; es injusto…

—¿Por qué es injusto? —preguntó el príncipe Andréi—. Los hombres no podemos saber qué es y qué no es justo. Los hombres siempre han errado y seguirán haciéndolo, sobre todo al considerar qué es y qué no es justo.

—Injusto es lo que produce un mal a otro hombre —Pierre sintió con satisfacción que por fin el príncipe Andréi se animaba, salía de su silencio y quería hacerle comprender por qué era así ahora.

—¿Y quién te dijo lo que es un mal para otro hombre? —preguntó.

—¿El mal? —dijo Pierre—. Todos sabemos en qué consiste para nosotros mismos.

—Sí, pero el mal que conozco para mí no puedo hacérselo a otro hombre —el príncipe Andréi se animó por momentos con el deseo de exponer sus nuevas ideas sobre las cosas. Ahora hablaba en francés—: «Solo conozco en la vida dos males reales: el remordimiento y la enfermedad. El bien es solo la ausencia de estos males. Vivir, evitando estos males constituye ahora mi sabiduría».

—¿Y el amor al prójimo, y el sacrificio? —comenzó Pierre—. No puedo estar de acuerdo contigo. Vivir solo para no obrar mal y no tener que arrepentirse es poco. Yo he vivido así, solo para mí y he destrozado mi vida. Ahora, que vivo, o al menos quiero vivir —rectificó—, para el prójimo, comprendo la felicidad de la vida. No estoy de acuerdo contigo; y ni tú crees lo que dices.

El príncipe Andréi miraba a Pierre sonriendo irónicamente.

—Ahora verás a mi hermana. Coincidirás con ella —dijo—. Tal vez tengas razón —continuó—, pero cada uno vive a su manera. Tú vivías para ti mismo y ahora dices que casi malogras tu vida; dices que no has conocido la felicidad hasta que viviste para el prójimo. Yo he experimentado lo contrario. Vivía para la gloria. ¿Qué es la gloria? También es amor al prójimo, el deseo de hacer algo para otros y de ganar sus elogios. He vivido para otros, y no es que casi malograse mi vida, la he malogrado del todo. Desde entonces me siento más tranquilo y vivo solo para mí.

—¿Cómo se puede vivir solo para uno? —preguntó Pierre, cada vez más acalorado—. ¿Y tu hijo, tu hermana, tu padre?

—Son lo mismo que yo. No son los demás; y los demás, le prochain, como tú y la princesa María lo llamáis, es el origen de los errores y los males, le prochain son tus mujiks de Kiev, a quienes quieres favorecer.

Miró a Pierre con aire provocador e irónico, como si lo desafiase.

—Bromeas —dijo Pierre más animado—. ¿Qué mal o error puede haber en lo que deseo? Hice pocas cosas y muchas de ellas chapuceras, pero he deseado hacer el bien y algo he conseguido. ¿Qué mal puede haber en que esos infelices, nuestros mujiks, hombres como nosotros, que viven y mueren sin otra idea de Dios y la verdad que los ritos y oraciones sin sentido, reciban la fe que puede consolarlos, la creencia en una vida futura, en el premio y la felicidad del más allá? ¿Qué mal hay en impedir que la gente muera enferma, sin atención, cuando es sencillo ayudarlos y yo les proporciono médicos, hospitales y asilos para los ancianos? ¿Y no es algo palpable e innegable si doy un poco de descanso y ocio al mujik, a la mujer con niños sin un minuto de reposo de día ni de noche? —Pierre farfullaba—. Lo hice, poco y mal, pero algo hice, y no puedes negarme que lo hecho es bueno y no puedes convencerme de que no piensas igual. Lo más importante y de eso estoy seguro, es que la única felicidad verdadera en la vida consiste en el placer de hacer el bien.

—Así dicho es otra cosa —asintió el príncipe Andréi—. Yo levanto una casa y planto jardines. Tú levantas hospitales. Ambas cosas pueden servirnos de pasatiempo. ¿Pero qué es justo y qué es el bien? Deja que lo decida quien todo lo sabe, no nosotros. Pero si quieres discutir, discutamos.

Se levantaron de la mesa y se sentaron en el porche.

—Discutamos —prosiguió el príncipe Andréi—. Hablas de escuelas —dobló un dedo—, la enseñanza y demás. Esto es —señaló a un mujik que se quitó el gorro al pasar ante ellos—, quieres sacarlo de su estado animal e inculcarle necesidades morales. Yo creo que su única felicidad es la de serese animal que tú quieres arrebatarle. Yo lo envidio, y tú quieres hacerlo a mi imagen, pero sin mis medios. Dices que es menester aliviar su trabajo; y yo creo que el trabajo físico es una necesidad, la condición de la existencia humana, como para nosotros es el trabajo mental. Tú no puedes dejar de pensar. Cuando me acuesto a las dos de la madrugada me asaltan diversos pensamientos y no puedo conciliar el sueño; doy vueltas en la cama y no concilio el suelo hasta la madrugada porque sigo pensando y no puedo parar. Él no puede dejar de arar y segar o irá a la taberna y acabará enfermando. Como yo no soportaría su trabajo físico y moriría a la semana, él no soportaría mi ocio, engordaría y moriría. ¿Qué otra cosa has dicho? —El príncipe Andréi dobló el tercer dedo—. Sí, los hospitales, las medicinas. Sufre una apoplejía, está a punto de morir y tú lo sangras y lo curas; bien, quedará impedido diez años y será una carga para todos. Para él morir sería lo mejor y lo más sencillo. Otros nacen y quizá haya demasiados. Si lamentases perder un trabajador que te sobra, yo creo, lo comprendería, pero tú quieres curarlo por amor al prójimo y él no lo necesita. Por otra parte, ¿quién cree que la medicina haya curado alguna vez? En realidad mata —frunció el ceño con ira y se apartó de Pierre.

Expresaba el príncipe Andréi sus ideas con la claridad y exactitud de quien ha meditado; hablaba con ganas y rápido, como un hombre que lleva largo tiempo en silencio. Sus ojos se animaban más cuanto mayor era el pesimismo de sus ideas.

—¡Oh, esto es terrible, terrible! —dijo Pierre—. No comprendo cómo puedes vivir con esas ideas. También yo he tenido momentos así no hace mucho, en Moscú y durante el viaje; pero había caído tan bajo que no vivía; todo se hacía repugnante… y sobre todo yo mismo. No comía ni me aseaba… Pero, ¿cómo tú…?

—¿Por qué no vamos a asearnos? Mmm… No sería higiénico —repuso el príncipe Andréi—. No, debemos procurar que nuestra vida sea lo más agradable posible. Yo no tengo la culpa de vivir y debo hacerlo lo mejor posible sin molestar a nadie hasta que llegue mi muerte.

—¿Qué te mueve a vivir con esas ideas? Esto es, permanecer quieto sin hacer ni emprender nada…

—Ya se ocupa la vida de no dejarnos tranquilos. Sería feliz si no tuviese que hacer nada, pero ya ves; por una parte, la nobleza de la región me eligió su mariscal y con mucho esfuerzo he conseguido librarme. No pudieron comprender que carecía de las cualidades que necesitan; no soy ese hombre campechano, bonachón y vulgar que buscan. También tuve que construir esta casa para tener mi rincón. Y ahora la milicia.

—¿Por qué no te has reincorporado al ejército?

—¿Después de Austerlitz? ¡No, gracias! —replicó sombríamente el príncipe Andréi—. Me he jurado no servir más en activo en el ejército ruso, y lo haré; si Bonaparte estuviese aquí, en Smolensk, y amenazase Lisia Gori, tampoco me alistaría. Como te decía —se serenó—, mi padre, que es el jefe de la tercera región, se ocupa de movilizar las tropas, y el único medio de librarme del servicio activo es seguir a su lado.

—Entonces, ¿está en servicio?

—Sí.

Pierre calló.

—¿Y por qué lo hace?

—Te lo diré. Mi padre es uno de los hombres más notables de su tiempo. Pero se hace viejo; no es cruel, pero su carácter es violento. Puede ser peligroso por su hábito del poder absoluto; sobre todo ahora, con la autoridad otorgada por el zar. Hace dos semanas, habría ahorcado a un funcionario de Yujnovo si yo me hubiese demorado dos horas —el príncipe Andréi sonrió—. Lo hago porque soy el único que puede influir en él, y a veces evito algún acto suyo que le haría sufrir después.

—¡Ah! ¡Pues ya ves!

—Sí, pero no es como tú lo entiendes —continuó el príncipe Andréi—. Yo no deseaba ni deseo el bien a ese ladrón que robaba las botas a los milicianos; me gustaría verlo colgado; pero compadecí a mi padre, o sea, que lo hice por mí mismo.

El príncipe Andréi se iba animando. Le brillaban los ojos mientras trataba de demostrar a Pierre que en sus actos no había deseo alguno de hacer el bien al prójimo.

—Veamos —continuó—, tú quieres liberar a los campesinos de la servidumbre. Eso está bien, pero no para ti, que jamás has pegado ni enviado a nadie a Siberia, y menos aún para ellos. Si les pegan, azotan o envían a Siberia, no creo que vayan a estar peor. En Siberia llevarán la misma vida de bestias y las cicatrices de su cuerpo sanarán y serán tan felices como antes. Eso es más necesario para quien sufre moralmente y se arrepiente, pero trata de ahogar ese remordimiento y embruteciéndose por el hecho de que tiene derecho a castigar al prójimo justa o injustamente. A esos sí los compadezco y por ellos desearía emancipar a los campesinos. Tal vez tú no los hayas visto. Yo sí he visto a personas magníficas, educadas en el poder ilimitado, que se tornan irritables, crueles y groseras con los años; lo saben, no pueden contenerse, y cada día son más desdichadas.

La pasión del príncipe Andréi hizo pensar a Pierre que sus ideas las inspiraba el ejemplo de su padre. No contestó.

—Me compadezco de ellos, de la dignidad humana, de la calma y la conciencia pura; por ellos emanciparía a los mujiks; pero no me compadezco de sus espaldas o sus cabezas porque, por mucho que las azoten y rapen, seguirán siendo las mismas.

—No, no y mil veces no —exclamó Pierre—. Jamás estaré de acuerdo contigo.

CAPÍTULO XII

Esa tarde tomaron el coche y fueron a Lisia Gori. El príncipe miraba a Pierre y a veces pronunciaba frases que revelaban su buen humor. Le mostraba los campos mientras le relataba sus perfeccionamientos agrícolas. Pierre estaba ensimismado y respondía con monosílabos.

Creía que el príncipe Andréi era infeliz, que estaba confundido y desconocía la luz verdadera; que él debía ayudarlo, iluminarlo y elevar su espíritu. Pero al pensar en lo que diría, presentía que con una palabra, con un solo argumento, su amigo destruiría su doctrina. Por eso le daba miedo empezar. Temía que su amigo se burlase de lo que para él era lo más sagrado.

—¿Por qué piensa así? —dijo de pronto bajando la cabeza con la actitud del toro que va a embestir—. No debes pensar así.

—¿En qué piensas? —pregunto sorprendido el príncipe Andréi.

—En la vida, en el destino del hombre, que no puede ser. También yo pensaba así. ¿Sabes lo que me ha salvado? La masonería. No, no sonrías. La masonería no es una secta religiosa, de ritos, como yo creía; es la expresión única y perfecta de las mejores y más duraderas facetas del género humano.

Y explicó al príncipe Andréi los principios de la masonería como él los entendía. La masonería es la doctrina de Cristo sin las trabas de la religión y del Estado, la doctrina de la igualdad, de la fraternidad y del amor, dijo.

—Solo nuestra santa fraternidad conoce el auténtico sentido de la vida. Lo demás es un sueño —explicó Pierre—. Comprende que fuera solo hay engaño y falacia; estoy de acuerdo contigo en que para un hombre inteligente y bueno la única solución es la suya: vivir su vida tratando solo de no molestar al prójimo. Pero acepta nuestras convicciones básicas, ingresa en nuestra hermandad, entrégate, déjate guiar, y enseguida te sentirás, como yo, un eslabón en esa cadena infinita e invisible que nace en el cielo.

El príncipe Andréi escuchó en silencio a Pierre. Varias veces le hizo repetir sus palabras porque no le oyó bien a causa del ruido del coche. Por la luz en los ojos del príncipe Andréi y su silencio Pierre comprendió que sus palabras no caían en saco roto, que el príncipe Andréi no lo interrumpiría ni se burlaría de él.

Se acercaron a un río desbordado que debían cruzar en balsa. Mientras los hombres hacían entrar los caballos y el carruaje, embarcaron.

El príncipe Andréi se acodó en la borda y contempló en silencio el brillo del sol poniente reflejado en las aguas.

—¿Qué piensas de eso? —preguntó Pierre—. ¿Por qué callas?

—¿Qué pienso? Te escuchaba. Todo eso está bien. Dices que entre en vuestra hermandad y me mostrareis el objetivo de la vida, el destino del hombre y las leyes que rigen el universo. ¿Quiénes sois? Sois hombres. ¿Cómo sabéis entonces todo? ¿Por qué solo yo no veo lo que vosotros sí veis? Veis sobre la tierra el reinado del bien y de la verdad, pero yo no.

Pierre lo cortó:

—¿Crees en la vida futura?

—¿En la vida futura? —repitió el príncipe Andréi.

Pierre no le dejó tiempo para contestar tomando sus palabras como una respuesta negativa, pues conocía el ateísmo profesado por el príncipe Andréi.

—Dices no ver en la tierra el reinado del bien y de la verdad. Yo tampoco lo veía ni lo puede ver nadie si consideras nuestra vida el fin de todo. En la tierra —Pierre señaló con la mano el campo— no está la verdad; todo es falacia y maldad. Pero en todo el mundo existe el reino de la verdad; nosotros somos hijos de la tierra y de todo el mundo. ¿No siento dentro de mí que formo parte de este gran y armonioso todo? ¿No noto que en esta variedad de seres en la que se manifiesta la divinidad o la fuerza suprema si lo prefieres, solo soy un eslabón, un escalón que va de los seres inferiores a los superiores? Si veo con claridad la escalera que va desde la planta hasta el hombre, ¿por qué debo suponer que termina en mí y no va más lejos? Creo que no puedo desaparecer porque nada desaparece en el mundo, sino que siempre seré y fui. Siento que, además de mí y encima de mí, hay otros espíritus, que la verdad existe en ese mundo.

—Es la doctrina de Herder —dijo el príncipe Andréi—. Pero no me convencerá eso. Me convencen la vida y la muerte. Ver que un ser querido, unido a ti, ante quien fuiste culpable y ante quien esperabas justificarte —al príncipe Andréi le tembló la voz y apartó el rostro—, ver de pronto que sufre, padece y deja de existir… ¿Por qué? Es imposible que no haya respuesta. Yo creo que la hay… Eso me convence y me ha convencido.

—Sí, claro. ¿No es lo que estoy diciendo? —preguntó Pierre.

—No. Solo digo que no son los razonamientos los que convencen de la necesidad de una vida futura, sino el hecho de si caminas en armonía junto a alguien y esa persona desaparece de repente, en la nada, y tú te detienes ante ese abismo y miras. Yo he mirado…

—¿Y qué? Sabes entonces que existe ese allá, donde hay alguien. Ese allá es la vida futura y ese alguien es Dios.

El príncipe Andréi no contestó. El coche y los caballos llevaban tiempo en la otra orilla, ya enganchados; el sol se había ocultado a medias y la helada vespertina cubría de estrellas los charcos de la orilla. Para gran asombro de los criados, el cochero y los barqueros, Pierre y el príncipe Andréi seguían en la balsa conversando.

—Si existe Dios y hay vida futura, existen la verdad y la virtud; la felicidad suprema del hombre es conseguirlas —dijo Pierre—. Es necesario vivir, amar, creer que no vivimos solo en este rodal de tierra, sino que hemos vivido y viviremos siempre allá, en el todo —señaló el cielo.

Apoyado en la borda, el príncipe Andréi escuchaba sin apartar la vista de los rojos reflejos rojos crepusculares sobre la superficie azul del agua.

Pierre calló. La calma era total. La barca llevaba largo tiempo en la orilla; solo las olas la golpeaban con un débil chapoteo.

Al príncipe Andréi le pareció que ese rumor le confirmaba las palabras de Pierre: «Es verdad, créelo».

Suspiró y contempló con ojos brillantes, cariñosos e infantiles el rostro encendido y entusiasta de Pierre, siempre tímido ante él, a quien consideraba superior.

—Si fuese así… —dijo—. Vamos al coche —añadió y miró al cielo que le mostraba Pierre al salir de la barca.

Por primera vez desde Austerlitz vio aquel cielo alto e infinito que contempló en el campo de batalla. Entonces algo gozoso en su alma que llevaba tiempo en letargo, despertó lo mejor de él. El sentimiento desapareció apenas regresó a la vida cotidiana y normal; sin embargo, ahora sabía que ese sentimiento aún existía en él, aunque no hubiese sabido desarrollarlo.

Para el príncipe Andréi, pese a que en el exterior no hubiese cambiado, aquella charla fue el comienzo de una nueva vida en su mundo interior.

CAPÍTULO XIII

Había anochecido cuando el príncipe Andréi y Pierre llegaron a la puerta principal de Lisia Gori. El príncipe Andréi señaló con una sonrisa a Pierre el revuelo causado por su presencia en la entrada de servicio. Una viejecita encorvada, con una mochila a la espalda, y un hombre de estatura media, de cabello largo y vestido de negro, corrieron al portón de salida al ver el coche. Dos mujeres corrieron detrás, y los cuatro entraron corriendo y asustados por la puerta de servicio sin quitar ojo al carruaje.

—Es la gente de Dios, los que protege María —explicó el príncipe Andréi—. Seguramente creyeron que era mi padre. Es lo único en que no lo obedece mi hermana. Él ordena siempre que echen a esos peregrinos, pero ella los recibe.

—¿Qué es eso de gente de Dios? —preguntó Pierre.

El príncipe Andréi apenas pudo contestar. Salieron los criados y él preguntó por su padre y si lo esperaban.

El viejo príncipe aún estaba en la ciudad y lo esperaban en cualquier momento.

El príncipe Andréi condujo a Pierre a los aposentos siempre limpios y ordenados que tenía en la casa paterna y fue al cuarto del niño.

—Visitemos a mi hermana —dijo a Pierre cuando hubo vuelto—. Aún no la he visto. A estas horas suele esconderse y está con su gente de Dios. Se avergonzará, pero que se aguante; así podrás verlos. Es curioso, pero en fin…

—¿Qu’est-ce que c’est que esa gente de Dios? —preguntó Pierre.

—Ahora verás.

La princesa María se ruborizó, su rostro se llenó de manchas y se azoró cuando entraron. En el diván de la habitación, con lamparitas encendidas ante los iconos y un samovar sobre la mesa, se había sentado junto a la princesa un joven de nariz y cabellos largos, vestido con hábitos monacales.

En el sillón contiguo había una viejecita enjuta y arrugada de rostro infantil y dulce.

—Andréi, ¿por qué no se me ha avisado? —le reprochó afectuosamente la princesa y se colocó delante de los peregrinos como una gallina clueca en defensa de sus polluelos. Cuando Pierre le besó la mano dijo—: Charmée de vous voir. Je suis très contente de vous voir.

Lo conocía de cuando era pequeño y su amistad con Andréi, su desdicha conyugal y, sobre todo, su expresión bondadosa y sencilla la predisponían a su favor. María lo miraba con ojos radiantes y parecía decirle: «Lo aprecio mucho, pero no se ría de los míos, se lo ruego». Tras las primeras frases de saludo se sentaron.

—¡Ah! También está Ivanushka —el príncipe Andréi señaló al joven peregrino.

—¡André! —le rogó la princesa.

—Il faut que vous sachiez que c’est une femme —dijo Andréi a Pierre.

—André, au nom de Dieu! —repitió la princesa.

La actitud irónica del príncipe Andréi frente a los peregrinos y la defensa vana de su hermana mostraban que era habitual aquella discusión entre ellos.

—Mais, ma bonne amie —dijo el príncipe Andréi—, vous devriez au contraire m’être reconnaissante de ce que j’explique à Pierre votre intimité avec ce jeune homme.

—¿De veras? —preguntó Pierre con una curiosidad que agradeció la princesa. Y miró el rostro de Ivanushka, que, al notar que hablaban de él, se volvió hacia ellos y miró a todos con ojos maliciosos.

No había motivo para que la princesa María se inquietase por los suyos. No parecían intimidados. La viejecita seguía en el sillón, tranquila e inmóvil, cabizbaja, mirando de reojo a los recién llegados; había puesto bocabajo la taza de té en el plato y al lado un terrón de azúcar mordisqueado, aguardando que le ofreciesen más té. Ivanushka bebía en el platillo mirando a los jóvenes con disimulo.

—¿Has estado en Kiev? —preguntó el príncipe Andréi a la vieja.

—Sí, padrecito —respondió ella vieja—. El día de Navidad pude comulgar cerca de las santas reliquias; ahora vengo de Koliazin; hubo allí un gran milagro…

—¡Vaya! ¿Y estuvo contigo Ivanushka?

—Yo llevo mi camino, padrecito; me topé con Pelagueiushka en Yujnovo —dijo esta última tratando de dar a su voz un tono varonil.

Pelagueiushka interrumpió a su compañero para contar lo que había visto.

—Hubo un gran milagro en Koliazin, padrecito.

—¿Nuevas reliquias? —preguntó el príncipe Andréi.

—Déjala, Andréi —terció la princesa María—. No se lo cuentes, Pelagueiushka.

—¿Por qué dices eso, madrecita? ¿Por qué no se lo voy a contar? Es algo bueno, mi bienhechor enviado por Dios. Me dio diez rublos, me acuerdo bien. Cuando estuve en Kiev, el beato Kirusha me dijo que por qué no iba a Koliazin. Kirusha es un auténtico hombre de Dios, que va descalzo en invierno y verano. Me dijo: «No vas por tu camino, ve a Koliazin. Ha aparecido una imagen milagrosa con la santísima Virgen». En cuanto lo oí, me despedí y fui…

Todos aguardaban mientras la peregrina hablaba con voz rítmica.

—Llegué y la gente me dijo: «Hay un gran milagro. Brota óleo sagrado de una mejilla de la Virgen santísima…»

—Bueno, luego lo cuentas —enrojeció la princesa María.

—¿Me permites una pregunta? —Pierre se volvió a la viejecita— ¿Lo has visto tú misma?

—¡Claro que sí, padrecito! Con mis propios ojos, fui digna de ese honor. La cara le brillaba como el cielo y de la mejilla de la Virgen caían gotas…

—¡Eso es una superchería! —comentó ingenuamente Pierre, que había escuchado atentamente a la peregrina.

—¡Padrecito! ¿Qué dices? —se asustó Pelagueiushka mirando a la princesa.

—Así es como engañan al pueblo —añadió Pierre.

—¡Jesús! ¡Señor! —se persignó la peregrina—. No digas eso, padrecito. Eso le pasó a un general sin temor de Dios que dijo: «Los monjes engañan». Nada más decirlo quedó ciego. Y soñó con la Virgen santa de Pechersk, que se le acercaba y le decía: «Cree en mí y te curaré». Pidió que lo llevaran ante ella. Es verdad, lo vi yo misma. Lo guiaron hasta la imagen, se arrodilló y dijo: «Cúrame y te daré lo que el zar me ha concedido». Lo vi, padrecito; de pronto, apareció una estrella incrustada en la imagen y el ciego recobró la vista. Es un pecado hablar así y Dios lo castiga —dijo a Pierre en tono doctrinal.

—¿Y cómo pudo pasar la estrella a la imagen? —preguntó Pierre.

—Habrán ascendido a la Virgen a general —sonrió el príncipe Andréi. Pelagueiushka palideció y elevó los brazos al cielo:

—Padre, no peques, que tienes un hijo —dijo enrojeciendo repentinamente—. Padre, ¿qué has dicho? ¡Perdónalo, Señor! —y dirigiéndose a la princesa María dijo—: ¿Qué es eso, madrecita?

Se había levantado y casi sollozando fue a cargar con su mochila. Debía avergonzarla recibir favores en una casa donde se decían tales blasfemias; pero también le pesaba tener que pasarse sin ellos.

—¡Vaya diversión que habéis encontrado! ¿Por qué habéis venido? —se enfadó la princesa María.

Pierre se adelantó hacia la vieja:

—Era una broma, Pelagueiushka… —se disculpó—. Princesse, ma parole, je n’ai pas voulu l’offenser. Era broma; no lo tomes a mal —sonrió con timidez deseando reparar su culpa—. De veras que solo era una broma.

Pelagueiushka se detuvo con desconfianza; pero en el semblante de Pierre había un arrepentimiento tan sincero y el príncipe Andréi miraba con tal apocamiento a la vieja y a Pierre que fue calmándose.

CAPÍTULO XIV

Calmada la peregrina, prosiguió y se explayó hablando del padre Amfiloco, cuya vida era tan santa que sus manos olían a incienso y de cómo los monjes que había encontrado en su última peregrinación a Kiev le habían dado las llaves de unas cuevas donde había permanecido durante dos días junto a los bienaventurados con solo pan seco.

—Rezaba a uno, lo veneraba, y me iba a otro. Dormía un poco y volvía a besar las reliquias; había tanto silencio, madrecita, y era tanta la paz que no deseaba volver al mundo.

Pierre la escuchaba con seriedad. El príncipe Andréi salió. La princesa María condujo a Pierre al salón poco después y dejó que los peregrinos terminasen su té.

—Eres muy bueno —le dijo.

—¡Oh! De veras que no quería ofenderla… Comprendo bien y aprecio esos sentimientos.

La princesa María lo miró sin hablar y sonrió con ternura.

—Hace mucho que te conozco y te quiero como a un hermano —dijo—. ¿Qué te ha parecido André? —añadió con rapidez para no darle tiempo a responder a sus palabras—. Me tiene preocupada. Su salud mejora en invierno, pero la primavera pasada se le abrió la herida y el doctor recomendó un tratamiento en el extranjero; también me preocupa moralmente. No es como las mujeres, que nos desahogamos con lágrimas sin ocultarlas. Se lo queda todo dentro. Hoy parece alegre y animado, pero eso es porque estás tú aquí. No suele estar como hoy. ¡Si lo convencieses para que vaya al extranjero a curarse! Necesita actividad. Esta vida ordenada y tranquila está acabando con él. Los demás no lo ven, pero sí lo veo yo.

Sobre las diez los criados corrieron a la puerta principal al oír las campanillas del coche del viejo príncipe. También salieron Andréi y Pierre.

—¿Quién es? —preguntó el viejo príncipe al notar que estaba Pierre—.

¡Ah! ¡Me alegro mucho! —dijo al saber quién era—. ¡Ven y dame un beso!

El viejo príncipe estaba de muy buen humor y recibió con cariño a Pierre.

Antes de la cena el príncipe Andréi regresó al despacho y encontró a Pierre discutiendo apasionadamente con su padre, afirmando que algún día no habría más guerras. El viejo príncipe lo contradecía con ironía, pero sin enojarse.

—Saca la sangre de las venas a la gente, ponles agua y no habrá más guerras. Son desvaríos de mujeres —dijo dando una palmadita cariñosa a Pierre.

Luego se acercó al escritorio, donde el príncipe Andréi, que no deseaba intervenir, examinaba los papeles traídos de la ciudad por su padre. Este se le acercó y comenzó a hablar de sus asuntos.

—El mariscal de la nobleza, conde Rostov, no ha enviado ni la mitad de los hombres que debía. Vino a la ciudad y me invitó a comer. ¡Menuda comida le di…!

—Y mira esto…

—Bueno —añadió el príncipe Nikolái Andréievich dirigiéndose a su hijo y dando palmaditas a Pierre en el hombro—. Tu amigo es un gran muchacho, le he tomado cariño. Me provoca. Hay personas que dicen cosas juiciosas que nadie quiere escuchar, pero él dice bobadas y me provoca, que ya soy viejo. Bueno, idos; tal vez baje a cenar con vosotros y discutiremos otro rato. Quiere bien a mi bobita, la princesa María —gritó a Pierre desde la puerta.

Ahora, en Lisia Gori, Pierre apreció el encanto y la fuerza de su amistad con el príncipe Andréi, que no se notaba tanto en sus relaciones personales con él como con sus familiares y demás gente de la casa. Pierre se sintió un viejo amigo del severo príncipe Nikolái Andréievich y de la dulce y tímida princesa María, pese a que apenas los conocía. Todos le habían tomado cariño. La princesa, atraída por la bondad con que Pierre había tratado a sus peregrinos, lo miraba radiante: El principito Nikolái, como lo llamaba su abuelo, que solo tenía un año, sonreía a Pierre y dejaba que lo subiese en brazos. Mijaíl Ivanovich y mademoiselle Bourienne lo miraban con una sonrisa cuando Pierre discutía con el viejo príncipe.

Este se presentó a cenar para hacer el honor a Pierre. Durante los dos días que pasó en Lisia Gori estuvo muy cariñoso con él y le ordenó que volviese a visitarlo.

Cuando Pierre se marchó y la familia se reunió, la conversación giró en torno al ausente, como ocurre tras la partida de un nuevo conocido, y todos, cosa rara en estos casos, hablaron bien de él.

CAPÍTULO XV

Al volver de su permiso, Rostov sintió y supo lo fuertes que eran los lazos que lo unían a Denisov y a todo el regimiento.

Cuando Rostov se acercaba a su unidad sentía casi lo mismo que si fuese a su casa de la calle Povarskaya. Al ver al primer húsar de su regimiento con la casaca desabrochada y reconocer al pelirrojo Dementiev, al ver los caballos alazanes, cuando Lavrushka gritó: «¡Ha llegado el conde!» y Denisov, que dormía, salió desgreñado y lo abrazó, y los otros oficiales lo rodearon, sintió lo mismo que cuando su familia lo abrazaba, y lloró de alegría sin poder hablar. El regimiento era un hogar tan querido y agradable como el familiar.

Tras presentarse al jefe del regimiento y ser destinado a su antiguo escuadrón, resueltos los asuntos del servicio y del forraje, cuando se integró plenamente en el regimiento y se sintió sin libertad y recluido en un estrecho marco inalterable, Rostov experimentó la tranquilidad y la certeza de estar en su casa. Aquí no existía el desorden del mundo libre, donde no se sentía en su ambiente y se equivocaba cuando tenía que escoger. No estaba Sonia, con quien debía decidirse a tener o no una explicación. No era posible ir o no a un sitio; no había veinticuatro horas que se podían emplear de tantas maneras distintas; no pululaba la multitud de seres que le era afín y lejano; no existían las vagas relaciones económicas con su padre; ¡nada le recordaba la terrible deuda de juego a Dólokhov! En el regimiento todo era sencillo y claro. El mundo se dividía en dos partes desiguales: nuestro regimiento de Pavlogrado y todo lo demás. Y no le importaba nada de esto último. En el regimiento se sabía todo. Quién era el teniente, quién el capitán, quién bueno o malo; pero sobre todo, quién era o no un buen compañero. El cantinero fía, la paga llega cada trimestre; no hay que inventar ni escoger nada; solo se debe evitar cuanto se considere malo en el regimiento de Pavlogrado; si te ordenan algo, con palabras claras, precisas y concretas, hazlo y todo irá bien.

Cuando Rostov se reencontró en esas condiciones definidas de la vida militar sintió una satisfacción y un placer como los de un hombre agotado que descansa. La vida allí le era más grata durante esta campaña tras lo sucedido con Dólokhov —que pese a cuanto lo consolaban los suyos no podía perdonarse—, que había decidido servir no como antes, sino para que olvidasen su falta y ser un compañero y oficial ejemplar, o sea, un hombre excelente, algo difícil en el mundo y factible en el regimiento.

Tras la pérdida en el juego, Rostov había decidido saldar en cinco años la deuda a sus padres. Le enviaban diez mil rublos anuales y solo gastaría dos mil, quedando el resto para pagarla.

Tras muchas retiradas y avances después de las batallas de Pultusk y Preussich-Eylau, el ejército ruso se concentraba cerca de Bartenstein. Aguardaba la llegada del zar y el inicio de las operaciones.

El regimiento de Pavlogrado, al haber intervenido en las acciones de 1805, había regresado a Rusia para cubrir las bajas y no participó en la primera parte de la campaña. No había estado en las batallas de Pultusk y Preussich-Eylau; cuando se incorporó al ejército de operaciones, fue agregado al destacamento de Platov.

Este último actuaba al margen del ejército. Había participado en varias escaramuzas con el enemigo, hecho prisioneros y hasta se apoderó de un convoy del mariscal Oudinot. En abril pasó varias semanas inactivo junto a una aldea alemana desierta y saqueada.

Era la época del deshielo, todo estaba embarrado, los ríos se desbordaban y todos los caminos estaban intransitables. Pasaban días sin que llegasen ni el forraje ni las vituallas. Como el aprovisionamiento era imposible, los soldados recorrían los pueblos desiertos en busca de patatas, pero poco encontraban. No había comida y los lugareños habían huido; quienes quedaban se hallaban peor que los mendigos; no había nada que robarles; hasta los soldados, poco piadosos en general, les daban lo suyo en vez de aprovecharse de ellos.

El regimiento de Pavlogrado solo había tenido dos heridos en las escaramuzas; pero el hambre y las enfermedades lo habían dejado en la mitad. La muerte era tan segura en los hospitales que los soldados, enfermos de fiebre y edemas por los malos alimentos, preferían seguir en activo antes que ser llevados allí, aunque tuviesen que arrastrarse por el campamento. Al principio de la primavera descubrieron una planta parecida al espárrago y la bautizaron, no se sabe por qué, «raíz dulce de María». Se desperdigaban por campos y praderas en busca de esa raíz María, que era muy amarga, la desenterraban con los sables y la devoraban pese a la prohibición de comer aquella planta nociva. Surgió entonces una nueva enfermedad, una hinchazón de brazos, piernas y cara, que los médicos achacaron a la planta. Sin embargo, los soldados del escuadrón de Denisov la comían, pues hacía dos semanas que racionaban el pan seco a media libra por persona y las patatas de la última expedición estaban heladas y podridas.

Los caballos llevaban dos semanas comiendo la paja de los tejados y estaban horriblemente flacos, cubiertos de jirones de pelo invernal enmarañado.

Pese a aquella miseria, soldados y oficiales hacían la vida de siempre; las caras abotagadas y pálidas y los uniformes andrajosos, los húsares formaban, limpiaban las armas y monturas, arrastraban la paja para los caballos y comían en torno a los calderos, de donde volvían hambrientos, bromeando sobre lo malo que estaba el rancho y su hambre. Como siempre, encendían fogatas cuando tenían tiempo libre, se calentaban desnudos junto al fuego, fumaban, asaban las patatas heladas y narraban las campañas de Potemkin o de Suvorov o los cuentos del pícaro Alyosha o de Mikolka, el criado del pope.

Los oficiales vivían por parejas y de tres en tres en casas sin tejado y medio derruidas. Los oficiales superiores conseguían paja y patatas y, en general, del avituallamiento de sus hombres; los inferiores, jugaban a las cartas porque no había comida, pero sobraba el dinero, o a juegos como la petanca y otros. Se hablaba poco sobre la marcha de la guerra porque no se sabía nada positivo y porque sospechaban vagamente que no iba bien.

Rostov vivía con Denisov; después del permiso, su amistad era más estrecha. Denisov nunca hablaba de su familia, pero el afecto hacia su oficial demostraba a Rostov que el amor infeliz del curtido húsar por Natacha influía en el aumento de su amistad. Denisov trataba de mantener a Rostov lejos del peligro; lo cuidaba y después de cada acción salía a su encuentro, contento de verlo sano y salvo. En una expedición, Rostov encontró en una aldea saqueada y abandonada, adonde había ido por comida, a un viejo polaco con su hija y un niño de pecho. Estaban desnudos, hambrientos y sin medios para irse. Rostov los llevó al pueblo donde residía y los alojó con él varias semanas, hasta que el viejo se recuperó. Un compañero de Rostov se puso a bromear hablando de mujeres y dijo que era el más listo, que no haría mal presentándoles a la hermosa polaca rescatada por él. Rostov se ofendió y, furioso, dijo al oficial cosas tan duras que Denisov tuvo que hacer virguerías para evitar el duelo. Cuando el oficial se retiró, Denisov, que desconocía la naturaleza de las relaciones de Rostov con la polaca, le reprochó su carácter irascible.

—¿Qué quieres…? —respondió—. Es como una hermana. No imaginas cuánto me ha ofendido porque… porque…

Denisov le dio una palmada en la espalda y se puso a caminar a zancadas sin mirar a su compañero, como hacía cuando estaba emocionado.

—¡Qué familia de locos sois los Rostov! —dijo.

Nikolái vio lágrimas en los ojos de Denisov.

CAPÍTULO XVI

La noticia sobre la llegada del zar en abril animó a las tropas. Rostov no pudo asistir a la revista pasada por el monarca en Bartenstein; el regimiento de Pavlogrado estaba en las avanzadas, muy delante de la ciudad.

En el campamento donde vivaqueaban, Denisov y Rostov vivían en un refugio excavado en la tierra por los soldados y cubierto por ramas y musgo. Lo habían construido según la moda: cavaban una zanja de más de metro y medio, dos de profundidad y tres y medio de longitud. En un extremo hacían unos escalones que marcaban la entrada. La zanja era la habitación donde los afortunados, como el jefe del escuadrón, tenían en la parte contraria a los escalones un tablón apoyado en unas estacas que hacía las veces de mesa. A lo largo de la zanja se escarbaba la tierra un metro para hacer las camas y divanes. El tejado se construía de modo que se pudiese estar de pie y sentarse en la cama si se acercaban más a la mesa. Los soldados, que adoraban a Denisov, habían colocado en el frontón del tejado un cristal roto y encolado sujeto a una tabla. Se podía decir que Denisov vivía en el lujo. Cuando hacía frío, traían en una chapa de hierro combada a las escaleras, lo que Denisov llamaba antecámara, ascuas de las fogatas de los soldados y se caldeaba aquello tanto que los oficiales, numerosos en la vivienda de Denisov y Rostov, debían quedarse en mangas de camisa.

Un día de abril Rostov estaba de servicio. A las ocho de la mañana, tras una noche en vela, pidió que le trajeran ascuas, se cambió de ropa porque estaba empapado, oró, tomó té, entró en calor y ordenó su rincón. En la mesa, con el rostro rojo y quemado por el viento, se echó de espaldas en mangas de camisa, las manos bajo la cabeza. Pensaba que algún día sería ascendido por el último servicio de reconocimiento y esperaba a Denisov, que había salido. Rostov deseaba hablar con él.

Fuera retumbó la voz furiosa de Denisov. Rostov se acercó a la ventana para ver con quién hablaba y vio al sargento furriel Topcheienko.

—¡Te dije que no los dejases comer esas raíces de María o de quien sean!

—gritaba Denisov—. He visto a Lazarchuk traerlas.

—Lo he prohibido, excelencia, pero no obedecen —repuso el sargento.

Rostov tumbó de nuevo pensando: «Que trabaje él ahora; yo ya he cumplido lo mío, estoy tumbado y todo va bien». Oyó que hablaba Lavrushka, el pícaro y hábil asistente de Denisov; decía algo de unos carros de pan y carne que había visto cuando fue por las vituallas.

Después oyó los gritos de Denisov y la orden: «¡A caballo la segunda sección!»

«¿Adónde irán?», pensó Rostov.

Cinco minutos después Denisov entró, se tumbó con las botas sucias en la cama, encendió con rabia la pipa, dispersó sus cosas, tomó la fusta, el sable y se dirigió a la salida. Rostov le preguntó adónde iba; él respondió irritado y vagamente que debía resolver algo.

—¡Que Dios y el zar me juzguen! —dijo Denisov al salir.

Rostov oyó caballos. No se preocupó de saber adónde iba Denisov. Cuando entró en calor, se durmió y no salió hasta la tarde. Denisov no había regresado. La tarde estaba preciosa. Junto a la cabaña vecina dos oficiales y un cadete jugaban a la svaika, plantando rábanos en la blanda y sucia tierra mientras reían. Rostov se les unió. A la mitad del juego, los oficiales vieron unos carros acercándose. Les seguían unos quince húsares en caballos famélicos. Los carros, escoltados, se acercaron al vivac y fueron rodeados de inmediato.

—¡Ya ven, Denisov que se preocupaba tanto! —dijo Rostov—. Ya están aquí las provisiones.

—Ya. Qué contentos se pondrán los soldados —comentaron otros.

Denisov venía detrás de los carros, acompañado de dos oficiales de infantería con los cuales hablaba. Rostov salió a su encuentro.

—Se lo advierto, capitán —decía con enojo un oficial delgado y bajito.

—Le he dicho que no devolveré nada —repuso Denisov.

—¡Responderá por ello, capitán! Apoderarse de un convoy del ejército constituye pillaje. Hace dos días que nuestros soldados no comen.

—Los míos llevan sin comer dos semanas —contestó Denisov.

—¡Es un pillaje! Responderá de ello —el oficial de infantería alzó la voz.

—Pero, ¿qué quieren? —se encendió Denisov—. ¡Yo responderé, no ustedes! ¡Y no incordien! Váyanse antes de que les pase algo. ¡Fuera! —les gritó.

—Bien —respondió el oficial bajito sin intimidarse ni marcharse—. Eso es un robo, ya le…

—¡Al diablo y a paso ligero antes de que le pase algo! —Denisov giró su caballo hacia el oficial.

—¡Bien! ¡Está bien! —dijo él en tono amenazador, y se alejó al trote.

—¡Un perro en la valla! ¡Un verdadero perro en la valla! —gritó Denisov la peor burla que uno de caballería podía hacer al infante montado.

Se acercó a Rostov riendo a carcajadas.

—¡He quitado un convoy a la infantería! ¡A la fuerza! —dijo—. ¿Iba a dejar que la gente muriese de hambre?

Los carros llegados al vivac de los húsares eran para un regimiento de infantería. Denisov, informado por Lavrushka de que no iba escoltado, se había apoderado de él. Repartió a discreción el pan seco entre los soldados y aún quedó para otros escuadrones.

Al día siguiente el comandante del regimiento llamó a Denisov y le dijo, tapándose los ojos con la mano y los dedos abiertos:

—Así es como veo lo ocurrido. No sé nada ni abriré expediente, pero le aconsejo que vaya al Estado Mayor y arregle en la dirección de Intendencia el asunto y firme el recibo de lo traído o la cosa puede acabar mal porque figura a cuenta del regimiento de infantería.

Denisov fue al Estado Mayor, con el sincero deseo de seguir el consejo de su comandante. Por la tarde regresó en un estado que Rostov jamás le había visto. Apenas podía hablar; se ahogaba. Cuando le preguntó lo sucedido solo profirió, con voz ronca y débil, amenazas e injurias ininteligibles.

Alarmado, Rostov aconsejó a Denisov que se desnudase y bebiese agua e hizo llamar al médico.

—¡Juzgarme por pillaje! ¡Oh! ¡Dame más agua…! ¡Que me juzguen si quieren, pero castigaré a los canallas y se lo diré al zar! ¡Dadme hielo! —terminó.

El médico del regimiento dijo que era necesaria una sangría. Del velludo brazo de Denisov salió un plato hondo de negra sangre y entonces pudo narrar lo sucedido.

—Cuando llegué pregunté por el jefe. Me indicaron el sitio y que aguardase. «Estoy de servicio —contesto—, he recorrido treinta kilómetros y no tengo tiempo, anúncieme.» Aparece el jefe de esos bandidos. También él me lee la cartilla y me dice que he cometido un acto de bandolerismo. Yo contesto: «Bandolero no es el que toma provisiones para sus soldados, sino para llenarse los bolsillos». Después me dice: «Vaya a firmar al despacho del comisario intendente y el asunto seguirá el curso legal». Voy al intendente y… ¿quién imaginas que está allí? ¿Quién crees que nos mata de hambre? —gritó Denisov dando un golpe sobre la mesa que casi la rompió e hizo rodar los vasos—. ¡Telianin! «¡Cómo! ¿Eres tú quien nos mata de hambre?» Y le crucé la cara, me venía a mano. «¡Hijo de tal!», y empecé a zurrarle. Puedo decir que me desfogué —gritó Denisov riendo y mostrando los dientes bajo el bigote negro—. Si no me lo quitan, lo mato.

—No grites —lo cortó Rostov—. Calma… que sangras otra vez. Hay que vendarte.

Vendaron a Denisov y lo metieron en la cama. Al día siguiente despertó alegre y tranquilo.

Al mediodía, el ayudante del regimiento entró en la choza de Denisov y Rostov y entregó a Denisov un oficio. Le preguntaban sobre lo ocurrido la víspera. El ayudante le explicó que el asunto se estaba poniendo feo, que habían nombrado una comisión de investigación y que, por la severidad que se aplicaba al merodeo y la indisciplina de la tropa, terminaría con la degradación en el mejor de los casos.

Los oficiales ofendidos contaban que tras haberse apoderado del convoy, el comandante Denisov se había presentado borracho ante el jefe de aprovisionamiento y, sin mediar palabra ni provocación, lo había llamado ladrón amenazándolo con darle una paliza; al ser expulsado, había entrado en las oficinas, golpeó a dos funcionarios y le dislocó el brazo a uno de ellos.

A las preguntas de Rostov, Denisov contestó riendo que alguien más se metió por medio, pero que eran estupideces y nimiedades, que no temía a ningún consejo de guerra y que si alguno de esos canallas lo acosaba se acordaría de él.

Denisov hablaba con indolencia, pero Rostov lo conocía bien para no ver que, en el fondo, aunque lo ocultase a los demás, temía al consejo de guerra y se inquietaba por algo que podía terminar mal. Cada día llegaban pliegos con preguntas y citaciones para el consejo de guerra; el uno de mayo Denisov recibió la orden de entregar el mando de su escuadrón al oficial más antiguo y presentarse en el Estado Mayor de la división para explicar, ante la comisión de aprovisionamiento, los hechos que le imputaban. La víspera, Platov había hecho un reconocimiento con dos regimientos de cosacos y dos escuadrones de húsares. Denisov se había adelantado a las primeras líneas alardeando de su valor. Una bala francesa lo alcanzó en un muslo. En otro momento, Denisov no habría abandonado el regimiento por una herida superficial, pero esta vez lo aprovechó para no presentarse en el Estado Mayor e hizo que lo llevasen al hospital.

CAPÍTULO XVII

En junio se produjo la batalla de Friedland, en la cual no participó el regimiento de Pavlogrado. El armisticio siguió a ese enfrentamiento. Rostov estaba afectado por la ausencia de Denisov. No tenía noticias de él. Además, estaba inquieto por el estado del asunto y la herida, así que aprovechó para solicitar un permiso e ir al hospital a visitar a su amigo.

El hospital se hallaba en una aldehuela prusiana dos veces saqueada por tropas rusas y francesas. Era verano y el campo estaba radiante; de modo que era especialmente sombrío el aspecto del villorrio con los tejados y empalizadas en ruinas, las calles sucias y sus habitantes harapientos, los soldados borrachos y heridos.

En el patio de una casa de piedra con restos de la valla derruida, marcos de ventana arrancados y cristales rotos, estaba el hospital. Algunos soldados vendados, pálidos y congestionados, paseaban o tomaban el sol allí sentados.

Cuando Rostov cruzó el umbral, quedó envuelto por el olor a pus y hospital. En la escalera encontró a un médico militar ruso, con el cigarro en la boca. Lo seguía un enfermero ruso.

—No puedo multiplicarme —decía el médico—. Ven esta tarde a casa de Makar Alexéievich, estaré allí.

El enfermero debió preguntarle algo más.

—¡Haz lo que quieras! ¿No es lo mismo?

El médico vio a Rostov, que subía por la escalera.

—¿Qué busca, excelencia? —preguntó—. ¿A qué viene? ¿Lo han perdonado las balas y quiere un tifus? Esta es la casa de los apestados, padrecito.

—¿Cómo dice? —preguntó Rostov.

—El tifus, amigo; quien entra aquí es hombre muerto. Solo nosotros, Makeiev y yo —señaló al enfermero—, aguantamos esto. Cinco colegas míos ya han muerto. Cuando llega uno nuevo, en una semana muere —añadió el doctor—. Hemos pedido médicos prusianos, pero a nuestros aliados no les gusta esto.

Rostov explicó que deseaba ver al comandante de húsares Denisov.

—No lo sé, amigo. Tenga en cuenta que debo atender yo solo tres hospitales con más de cuatrocientos enfermos. Menos mal que las damas prusianas de la caridad nos envían dos libras de café y vendas o estaríamos perdidos —rio—. ¡Cuatrocientos, amigo! Y no paran de llegar más… Son cuatrocientos, ¿no? —se volvió al enfermero, que parecía agotado y deseando que se fuese aquel médico parlanchín.

—El comandante Denisov —repitió Rostov—. Fue herido en Moliten.

—Creo que murió. ¿No, Makéiev? —preguntó el médico con indiferencia.

Pero el enfermero no confirmó sus palabras.

—¿Cómo es? ¿Largo y pelirrojo?

Rostov describió el aspecto de su amigo.

—¡Había uno así! —dijo alegremente el médico—. Probablemente haya muerto. Pero me informaré… Tenía las listas… ¿Las tienes tú, Makeiev?

—Las tiene Makar Alexéievich —dijo el enfermero—. Pero puede ir a la sala de oficiales —dijo a Rostov— y usted mismo lo comprobará.

—¡Eh! Mejor que no entre —avisó el doctor—. No sea que se quede.

Pero Rostov se despidió del médico y rogó al enfermero que lo acompañara.

—¡Luego no me culpe a mí! —gritó el médico desde abajo de la escalera.

Rostov entró con el enfermero. Había en el pasillo un olor tan fuerte a hospital que Rostov tuvo que taparse la nariz y detenerse para recobrar fuerzas antes de continuar. Se abrió una puerta a la derecha y apareció un hombre macilento en paños menores, descalzo y con muletas. Apoyado en el quicio de la puerta, los miró pasar con ojos brillantes de envidia. Rostov echó un vistazo al interior y vio que los heridos y enfermos estaban en el suelo, sobre paja y capotes.

—¿Puedo entrar a ver? —preguntó.

—No hay nada que ver —repuso el enfermero.

Como el enfermero no parecía dispuesto a dejarlo pasar, Rostov entró en la estancia de los soldados. El olor, al que se había acostumbrado en el pasillo, era más fuerte, intenso y concentrado; sin duda procedía de allí.

En una habitación alargada, iluminada por la luz del sol que atravesaba dos ventanales. Los heridos y enfermos estaban en dos hileras dejando un pasillo en medio. Tenían la cabeza en la pared. La mayoría debían estar inconscientes y no vieron a quienes entraban. Los otros se incorporaron y levantaron los rostros macilentos esperando ayuda, con ojos de reproche y envidia al ver la salud ajena, fijos en Rostov. Cuando este llegó a la mitad de la habitación miró las puertas entornadas de otras dos habitaciones y vio lo mismo en ambas. Se detuvo y contempló todo. No esperaba ver algo así. Delante de él, casi cruzado en el pasillo central, un enfermo desnudo estaba en el suelo. A juzgar por el corte de pelo debía ser un cosaco; estaba de espaldas, con los brazos y piernas extendidos. Tenía el rostro congestionado, los ojos en blanco y las venas de las manos y las piernas, rojas y tensas como cuerdas. Golpeaba el suelo con la nuca y repetía una misma palabra. Rostov prestó atención y entendió la palabra: «beber… beber…» Rostov buscando a su alrededor a alguien que pudiese llevar al enfermo a su sitio y darle agua.

—¿Quién cuida de estos enfermos? —preguntó.

En ese momento un soldado salió de la habitación vecina y se cuadró ante Rostov clavando en él la mirada.

—¡A sus órdenes! —gritó confundiendo a Rostov con algún jefe de hospitales.

—Llévalo a su sitio y dale de beber —Rostov señaló al cosaco.

—¡A sus órdenes, excelencia! —El soldado se irguió y lo miró más fijamente aún, pero sin moverse del sitio.

«Aquí es imposible hacer algo», pensó Rostov. Iba a salir cuando a su derecha sintió que alguien lo miraba con insistencia. Se volvió. Casi en el rincón, sentado en un capote, el rostro cadavérico y grave, la barba cana, un viejo soldado lo miraba; junto a él otro soldado le susurraba algo señalando a Rostov, que comprendió que el viejo deseaba pedirle algo. Al acercarse vio que le habían amputado una pierna por encima de la rodilla. El vecino, un soldado joven y pálido como la cera, con el rostro pecoso, yacía inmóvil, apartado del viejo, la cabeza hacia atrás, los párpados entrecerrados. Rostov lo contempló y un le corrió por toda la espalda un estremecimiento.

—Ese hombre… —dijo al enfermero.

—¡Hemos pedido cien veces que se lo lleven, excelencia! —explicó el soldado viejo con mandíbula temblorosa—. Lleva muerto desde esta mañana. También somos hombres, excelencia… ¡Hombres y no perros…!

—Ahora daré órdenes y se lo llevarán —dijo el enfermero—. Si quiere, excelencia…

—Vamos —dijo Rostov cabizbajo, tratando de pasar inadvertido entre aquellas miradas de reproche y envidia fijas en él, y salió.

CAPÍTULO XVIII

Cruzaron el pasillo y el enfermero llevó a Rostov a la sección de oficiales: tres habitaciones con las puertas abiertas. Los oficiales, heridos o enfermos, estaban tumbados o sentados en las camas. Algunos, con la ropa de hospital, paseaban. La primera persona que Rostov vio fue un hombre menudo y manco, vestido con gorro y batín del hospital; fumaba en pipa y paseaba. Rostov lo miró tratando de recordar dónde lo había visto.

—Ya ve dónde Dios decidió que nos veamos de nuevo —le dijo—. Soy Tushin. ¿Se acuerda? Lo llevé a usted en Schöngraben. Me han cortado un trozo, mire —sonrió mostrando la manga vacía—. ¿Busca a Vasili Dmitrievich Denisov? Somos compañeros de habitación —continuó al saber a quién buscaba Rostov—. Está aquí —lo guio a la otra habitación, donde sonaban voces y risas.

«¿Cómo pueden no reír, sino vivir aquí?», pensó Rostov sintiendo el olor a muerto de la sección de los soldados, al recordar las miradas envidiosas que lo habían seguido y el rostro con los ojos en blanco del joven soldado muerto.

Denisov dormía con la cabeza bajo la manta, pese a que eran casi las doce.

—¡Ah, Rostov! ¡Hola, hola, buenos días! —gritó con el tono que usaba en el regimiento.

Pero Rostov observó con pena que tras el desparpajo y animación habituales, la expresión y las palabras de su amigo rezumaban un sentimiento nuevo, oculto y malévolo.

Su herida era leve, pero aún no había cicatrizado pese a que habían pasado ya seis semanas. Su rostro estaba tumefacto y pálido como el de los demás pacientes. Pero a Rostov le asombró que Denisov no pareciera alegrarle su visita; sonreía artificialmente y no preguntó por el regimiento ni por la situación general. Cuando Rostov le habló de ello, ni siquiera escuchó.

Parecía incluso contrariado cuando le hablaba del regimiento y de la vida libre y feliz fuera del hospital; era como si Denisov quisiera olvidar esa vida pasada y solo le interesase su contienda con los oficiales de intendencia. Cuando Rostov le preguntó por ello, sacó de debajo de la almohada un escrito de la comisión y el borrador de su respuesta. Se animó al leer su respuesta y recalcó ante Rostov las frases hirientes para sus adversarios. Los otros pacientes, que habían rodeado a Rostov por haber llegado de fuera, se alejaron en cuanto comenzó la lectura. Rostov comprendió por sus caras que ya habían oído la historia y estaban hartos de ella. Solo el vecino de cama de Denisov, un corpulento ulano, siguió sentado con el ceño fruncido, fumando su pipa; el pequeño Tushin, con su brazo amputado, escuchó moviendo con censura la cabeza. A mitad de la carta, el ulano terció:

—Yo creo —se dirigió a Rostov—, que lo mejor es simplemente pedir gracia al zar. Dicen que habrá muchas recompensas y seguramente lo perdonará…

—¿Pedir al zar? —gritó con una voz que quería ser enérgica y calurosa como antes pero que solo mostraba una vana irritación—. ¿Qué pido? Si fuese un bandolero…, pero me juzgan por descubrir a los ladrones. Que hagan lo que quieran, no temo a nadie. ¡He servido honradamente al zar y a la patria y no he robado! ¡Degradarme…! Escucha, lo que digo: «Si fuera un malversador de fondos…»

—Sí; está muy bien escrito, es innegable —dijo Tushin—, pero no se trata de eso, Vasili Dmitrievich —se volvió a Rostov—. Hay que someterse, y Vasili Dmitrievich no quiere. El auditor ya le ha dicho que esto no pinta bien.

—Me da igual —dijo Denisov.

—El auditor le ha escrito una súplica, debe firmarla y mandarla con usted. Seguramente él —Tushin señaló a Rostov— tendrá mano en el Estado Mayor. No tendrá mejor ocasión…

—¡Ya he dicho que no me rebajaré! —lo cortó Denisov, y continuó la lectura.

Rostov no quería darle consejos; pero el instinto le decía que la solución de Tushin y los otros oficiales era la más segura. Habría sido muy feliz ayudando a Denisov, pero conocía su terquedad y su vehemencia.

Finalizada la lectura de las sulfurosas misivas de Denisov, tras más de una hora, Rostov calló. Pasó el resto del día deprimido, entre los compañeros de hospital de Denisov, que se congregaron en torno a él; les contó cuanto sabía y escuchó lo que contaron. Denisov pasó toda la tarde con aire taciturno y sombrío.

Al anochecer Rostov preguntó a Denisov si quería hacerle algún encargo.

—Sí, espera —contestó mirando a los oficiales; sacó sus papeles, se acercó a la ventana donde estaba su tintero y se puso a escribir—. No hay fusta que pueda con la maza —dijo apartándose de la ventana y dando a Rostov un sobre grande.

Era la súplica dirigida al zar, redactada por el auditor; Denisov, sin referirse a las faltas del servicio de intendencia, pedía gracia.

—Entrégala tú. Veo que…

Calló, y sonrió con dolor; forzadamente.

CAPÍTULO XIX

Ya en el regimiento, tras contar al comandante cómo iba Denisov, Nikolái Rostov partió para Tilsitt con la carta dirigida al zar.

El 13 de junio se reunían en Tilsitt los emperadores de Francia y Rusia. Boris Drubestskoi había rogado al personaje importante, a cuyo servicio estaba, que lo incluyera en el séquito que iría a Tilsitt.

—Me gustaría ver al gran hombre —dijo refiriéndose a Napoleón, a quien hasta entonces llamaba Buonaparte, como todos.

—¿Habla de Bonaparte? —sonrió el general.

Boris miró inquisitivamente a su general y comprendió que se trataba de una prueba amistosa.

—Príncipe, hablo del emperador Napoleón —repuso y el general le dio unos golpecitos en la espalda sin dejar de sonreír.

—Llegarás lejos —le dijo, y lo llevó con él.

Boris fue uno de los pocos que asistió en el Niemen a la entrevista. Vio las grandes balsas adornadas con monogramas, el paso de Napoleón en la otra orilla a lo largo de la guardia francesa, el pensativo rostro del zar Alejandro esperando en silencio la llegada del francés a un parador de las orillas del Niemen. Vio cómo ambos monarcas se sentaban en sus lanchas y cómo Napoleón, desembarcando el primero, acudía presto a recibir a Alejandro y le tendía la mano para desaparecer ambos en el pabellón. Desde su llegada a las altas esferas, Boris se acostumbró a observar con atención cuanto sucedía a su alrededor y a anotarlo. Durante el encuentro de Tilsitt se informó de los nombres de las personas que acompañaban a Napoleón y de sus uniformes; escuchaba cuanto decían los grandes personajes. Cuando los monarcas entraron en el pabellón donde tendría lugar la entrevista, Boris consultó su reloj y también cuando salió Alejandro. La conferencia duró una hora y cincuenta y tres minutos. Lo anotó esa tarde, con otros detalles a los que atribuía importancia histórica. Como el séquito imperial era reducido, resultaba esencial para alguien que aspiraba a triunfar en su carrera hallarse en Tilsitt durante la entrevista; Boris comprendió y sintió allí que su posición se había afianzado para siempre. No solo lo conocían en todas partes, sino que lo miraban con atención y estaban acostumbrándose a él. Le encomendaron un par de misiones cerca del zar, así que este lo conocía de vista, y los cortesanos ya no lo evitaban como al principio al verlo como un advenedizo, sino que se habrían extrañado de no verlo.

Boris vivía con otro edecán, el conde polaco Gilinsky, un hombre educado en París, riquísimo y que adoraba todo lo francés; durante su estancia en Tilsitt, acudían casi todos los días a comer con él y con Boris oficiales franceses de la Guardia del Estado Mayor General.

La tarde del 24 de junio, el conde Gilinsky daba una cena a sus amigos franceses. El huésped de honor era un edecán de Napoleón; lo acompañaban algunos oficiales de la Guardia francesa y un joven de la vieja aristocracia gala, ahora paje de Napoleón. Ese día, aprovechando la oscuridad, Rostov llegó vestido de paisano a Tilsitt y entró en la casa de Gilinsky y Boris.

Como todo el ejército ruso, Rostov no participaba en el cambio favorable a Napoleón y hacia los franceses, que de enemigos pasaron a ser amigos en el Cuartel General y en Boris. En el ejército seguían albergando encono, desprecio y temor por Bonaparte y los franceses. Estaba reciente la conversación de Rostov con un oficial cosaco de Platov, en la cual sostenía que si los rusos apresasen a Napoleón, no sería tratado como un monarca, sino como un delincuente. Había pasado poco tiempo desde que Rostov, durante su viaje, discutiera apasionadamente con un coronel francés herido y dijo que la paz nunca podría firmarse entre un monarca legítimo como el ruso y un criminal como Bonaparte. Así pues, Rostov se sintió atónito al ver en casa de Boris a oficiales franceses con los uniformes que él solía ver en situaciones muy distintas desde las avanzadas.

Al ver a un oficial francés que se asomó a la puerta de la casa, se adueñó de Rostov el sentimiento bélico y hostil que siempre lo acometía al ver al enemigo. Se detuvo en el umbral y preguntó en ruso si allí vivía Drubetskoi. Boris, al oír una voz extraña en la antecámara, salió a ver quién era. Al reconocer a Rostov, mostró fastidio en un primer momento.

—¡Ah, eres tú! ¡Encantado de verte! —sonrió después acercándose a él.

Pero Rostov ya había notado su primera reacción.

—Creo que vengo en mal momento… No habría venido, pero debo resolver un asunto… —dijo con frialdad.

—¡Oh, no! Solo me sorprende que hayas podido dejar el regimiento. Dans un moment je suis à vous —respondió a una voz que lo llamaba desde dentro.

—Veo que he sido inoportuno —comentó Rostov.

En el rostro de Boris ya no se dibujaba el fastidio. Tras una rápida reflexión, sabiendo lo que iba a hacer, tomó del brazo a su amigo y lo introdujo con calma en la habitación contigua. Los ojos de Boris miraban a Rostov con tranquilidad y firmeza; sin embargo, parecían recubiertos por dentro con esa pátina que da la convivencia en el gran mundo. Eso le pareció al menos a Rostov.

—¡Cállate, por favor! Tú nunca eres inoportuno —dijo.

Lo llevó hasta la habitación donde estaba preparándose la cena; lo presentó a los invitados y explicó que no era un civil, sino un oficial de húsares, viejo amigo suyo.

—El conde Gilinsky, le comte N. N., le capitaine S. S. —decía presentando a los huéspedes.

Rostov miraba ceñudo a los franceses, saludó sin ganas y no dijo nada. Sin duda a Gilinsky no le gustaba la presencia de un nuevo ruso en su círculo, pero calló.

Boris no parecía notar la turbación que de los otros con la aparición de un desconocido, y trataba de animar la conversación con la misma calma educada y la misma veladura en los ojos. Uno de los franceses, con la habitual cortesía en su país, se dirigió a Rostov, que no hablaba, y le preguntó si había venido a Tilsitt para ver al zar.

—No… debo resolver un asunto —respondió, pues estaba de mal humor desde que vio el gesto de Boris y, como ocurre en estos casos, le parecía que todos lo miraban con hostilidad y que incordiaba. En efecto: incordiaba y era el único que no participaba en la conversación común, que se animaba de nuevo. «¿Qué hace aquí?», parecían decir las miradas de los invitados. Se levantó y se acercó a Boris.

—Estoy molestando —dijo en voz baja—; sal, hablaremos un momento y me voy.

—Ni hablar —replicó Boris—. Si estás cansado, ve a mi cuarto y descansa.

—Sí, realmente…

Entraron en el pequeño dormitorio de Boris. Rostov, como si Boris fuese culpable de todo, le expuso sin sentarse y con irritación el problema de Denisov. Le preguntó si podía y quería interceder a su favor ante el zar, a través de su general, para entregar una súplica de gracia. Rostov notó por primera vez de que sentía cierto apuro de mirar a su amigo de frente ahora que estaban solos. Boris, sentado con las piernas cruzadas, se acariciaba con la mano izquierda los dedos de la derecha y escuchaba a Rostov como un general escucha el informe de un subordinado mirando a un lado y clavando en él sus ojos. Rostov se sentía cada vez más incómodo ante aquella mirada opaca y bajaba la suya al suelo.

—He oído hablar de asuntos así y sé que el zar es severo en estos casos. Opino que no debe ser mezclado en estas cuestiones, creo que es mejor acudir al comandante del cuerpo… Aunque, en general, pienso que…

—¡O sea, que no quieres hacer nada! ¡Dilo ye! —casi gritó Rostov, sin mirar a Boris.

—Al contrario —Boris sonrió—. Haré cuanto pueda; pero creo que…

En aquel instante se abrió la puerta y se oyó la voz de Gilinsky llamando a Boris.

—Bueno, vete, vamos… —dijo Rostov negándose a acompañarlo a la mesa.

A solas en el dormitorio, paseó largo rato de arriba abajo escuchando la alegre conversación en francés que se desarrollaba en la habitación contigua.

CAPÍTULO XX

Rostov había llegado a Tilsitt el día menos apropiado para interceder personalmente por su amigo. No podía presentarse ante el general de servicio, pues vestía de paisano y estaba allí sin permiso de sus superiores; por otra parte, aunque quisiera, Boris no podría hacer nada al día siguiente de la llegada de Rostov. Ese día, 27 de junio, se firmaron los preliminares de la paz; ambos monarcas intercambiaron condecoraciones: Alejandro había recibido la Legión de Honor y Napoleón la cruz de San Andrés de primer grado. Ese día se celebraría el banquete que ofrecía el batallón de la Guardia francesa al batallón del regimiento de Preobrazhenski, al cual asistirían los soberanos.

Rostov se sentía tan incómodo con Boris que, cuando este se asomó a su dormitorio después de la cena, fingió dormir y a la mañana siguiente, salió temprano procurando no verlo. De frac y sombrero, Rostov anduvo por la ciudad observando a los franceses y sus uniformes, mirando las calles y las casas donde se alojaban los monarcas. En la gran plaza se fijó en las mesas puestas y los preparativos para el banquete; las calles estaban decoradas con banderas rusas, francesas y grandes monogramas con las iniciales A. N. En las ventanas también había banderas y monogramas.

«Boris no quiere ayudarme y no se lo volveré a pedir. Está decidido —pensaba Rostov—. Todo ha terminado entre nosotros, pero no me iré sin hacer cuanto pueda por Denisov y, sobre todo, sin entregar la solicitud al zar. ¡El zar! ¡Está en esa casa!», pensó acercándose instintivamente a la casa donde se alojaba Alejandro.

Cerca había caballos de silla y el séquito empezaba a congregarse porque el zar iba a salir.

«Puedo verlo en cualquier momento —pensó Rostov—. Si pudiese entregarle en mano la súplica de gracia y contarle todo… ¿Me arrestarían por ir con frac? ¡No! Él comprendería dónde está la justicia. Lo comprende y lo sabe todo. ¿Quién puede ser más justo y noble que él? ¡Qué más da que me arrestasen por estar aquí! Hay personas que pasan —pensó al ver a un oficial entrando en la casa del zar—. ¡Dejémonos de tonterías! Iré yo mismo y entregaré la carta. Peor para Drubetskoi por forzarme a ello.» Entonces, con una decisión que ni él mismo esperaba, comprobó que tenía el sobre en el bolsillo y fue derecho a la casa del zar.

«No dejaré escapar la ocasión como en Austerlitz —se dijo pensando que vería al zar en cualquier momento y sintiendo cómo el corazón le palpitaba—. Caeré a sus pies y le suplicaré. Me levantará, me escuchará y me agradecerá lo que hago.» «Me siento feliz cuando puedo hacer el bien, pero reparar la injusticia es la mayor dicha», imaginaba Rostov que le diría. Con esta idea pasó entre la gente parada frente a la casa, que lo miraban con curiosidad.

Desde el porche, una ancha escalera conducía al primer piso. A la derecha había una puerta cerrada; abajo, junto a la escalera, otra puerta conducía a las habitaciones del piso inferior.

—¿Qué desea? —preguntó alguien.

—Deseo entregar una carta a Su Majestad; una petición de gracia —dijo Nikolái con voz temblorosa.

—¿Una súplica de gracia? Por aquí, al oficial de servicio —le señalaron la puerta de abajo—. Pero no lo recibirán.

Al oír aquella voz impasible, Rostov se asustó por lo que estaba haciendo. La idea de ver al zar en cualquier momento era seductora y por ello terrible, así que a punto estuvo de huir, pero el oficial de cámara le abrió la puerta del oficial de servicio y Rostov entró. En la habitación había un hombre bajito y corpulento, de unos treinta años, con pantalón blanco, botas de montar y camisa de batista recién puesta. Su ayuda de cámara le abrochaba por detrás unos tirantes nuevos de seda que atrajeron la atención de Rostov por motivos desconocidos. El hombre hablaba con alguien que debía de estar en la habitación vecino:

—Bien hecha y la belleza del diablo —decía y calló al ver a Rostov— ¿Qué desea? ¿Una súplica? —Frunció el ceño.

—¿Qué es? —preguntaron desde la otra habitación.

—Otro peticionario —respondió el de los tirantes.

—Que venga luego. El zar va a salir enseguida y debemos irnos.

—Después, mañana… ahora es tarde.

Rostov dio la vuelta para salir, pero el de los tirantes lo detuvo.

—¿De parte de quién? ¿Quién es usted?

—De parte del mayor Denisov —repuso Rostov.

—¿Quién es usted? ¿Un oficial?

—Sí, teniente conde Rostov.

—¡Qué osadía! Mándelo por los cauces estipulados; déselo a sus superiores. Y usted váyase… —Se puso la casaca que le presentaba su ayuda de cámara.

Rostov salió al vestíbulo y vio que había muchos oficiales y generales con uniforme de gala, entre los cuales debía pasar. Maldiciendo su audacia, asustado por la posibilidad de toparse con el zar y ser detenido y humillado ante él, comprendió lo incorrecto de su conducta y lo lamentó. Sin atreverse a levantar los ojos, salió en medio del brillante séquito cuando una voz conocida lo llamó y lo detuvo una mano.

—¿Qué hace aquí, amigo, vestido con frac? —preguntó alguien con voz grave.

Era un general de caballería, antiguo jefe de la división de Rostov, quien en la última campaña se había ganado el favor del zar. Asustado, Rostov empezó a justificarse; pero al ver el semblante risueño y bondadoso del general lo llevó aparte, le contó lo que ocurría y le pidió que intercediera a favor de Denisov, a quien conocía. El general lo escuchó y meneó la cabeza.

—Lástima de ese valiente. Deme la carta.

Rostov había entregado la carta y había puesto al corriente de todo al general cuando oyó ruido de espuelas y pasos apresurados que descendían por la escalera; el general se apartó y regresó al porche. Los oficiales del séquito bajaban para ir a sus caballos. El palafrenero a quien Rostov vio en Austerlitz hizo avanzar el caballo del zar, y en la escalera se oyeron unos pasos rápidos que Rostov no había olvidado. Sin pensar en el peligro de ser reconocido, Rostov se acercó con otros curiosos al porche y, tras dos años, vio de nuevo aquel rostro que adoraba: la misma mirada y gestos, la misma grandeza y dulzura… En su alma revivió con el sentimiento de entusiasmo y amor hacia el zar, que, con el uniforme del regimiento Preobrazhenski, fajín blanco, botas altas y una condecoración que Rostov no conocía —la Légion d’Honneur—, bajó con el sombrero debajo del brazo. Se detuvo y miró a su alrededor iluminándolo todo. Dijo unas palabras a un general; reconoció al antiguo jefe de la división de Rostov, le sonrió y lo llamó.

Todo el séquito se retiró. Rostov vio que el general hablaba con el zar.

Este le dijo algo y avanzó hacia el caballo. El séquito y los curiosos, entre ellos Rostov, se acercaron al zar; este, disponiéndose a montar, se volvió al general de caballería y dijo en alto para que todos lo oyeran:

—No puedo, general, porque la ley está por encima de mí.

Metió el pie en el estribo y el general inclinó con respeto la cabeza. El zar montó y se alejó galopando por la calle. Rostov, entusiasmado, corrió tras él entre el gentío.

CAPÍTULO XXI

El zar se dirigió a la plaza, donde se hallaban, uno frente a otro, a la derecha el batallón de Preobrazhenski y a la izquierda el de la Guardia francesa con sus gorros de piel de oso.

Mientras el zar se acercaba a un flanco de los batallones, que le presentaban armas, al otro llegaba un grupo de jinetes, al frente de los cuales venía Napoleón, según reconoció Rostov. No podía ser otro. Llevaba un sombrero pequeño, la banda de San Andrés en el pecho sobre el uniforme azul abierto sobre un chaleco blanco. Montaba un pura sangre árabe gris con gualdrapa carmesí recamada en oro. Galopaba y cuando se acercó al zar, alzó el sombrero; en aquel gesto el ojo experto de Rostov notó que Napoleón no estaba muy seguro en la silla. Los batallones gritaron: «¡Hurra!» y «Vive l’Empereur!». Napoleón dijo unas palabras a Alejandro. Ambos monarcas se apearon y estrecharon las manos. El rostro de Napoleón tenía una sonrisa falsa y antipática. Alejandro, con expresión cordial, le dijo algo.

Pese a que los caballos de los gendarmes franceses echaban atrás a la gente, Rostov seguía los movimientos de los monarcas. Lo asombraba que Alejandro tratase a Bonaparte como a un igual y que el francés se mostrase tan cómodo en compañía del zar ruso, como si para él fuese algo natural y habitual. Acompañados por su séquito, Alejandro y Napoleón se acercaron al flanco derecho del batallón Preobrazhenski casi arrollando a la multitud, que se vio tan cerca de los soberanos que Rostov, al hallarse en las primeras filas, temió ser reconocido.

—Señor, le pido permiso para entregar la Legión de Honor al más valientes de sus soldados —dijo una voz cortante y precisa marcando cada palabra.

Bonaparte miró fijamente a Alejandro de abajo arriba. Alejandro escuchó, sonrió amablemente y asintió con la cabeza.

—Al que se ha comportado con más valor en esta última guerra —añadió Napoleón enfatizando cada palabra con una calma que ofendió a Rostov, mientras miraba las filas de soldados rusos, que seguían presentando armas con los ojos clavados en el rostro del zar.

—¿Me permite Su Majestad pedir la opinión del coronel? —dijo Alejandro, y dio unos pasos hacia el príncipe Kozlovsky, comandante del batallón.

Mientras, Bonaparte empezó a quitarse un guante; este se desgarró y lo arrojó al suelo, de donde lo recogió uno de los edecanes.

—¿A quién se lo daremos? —preguntó en voz baja y en ruso el zar a Kozlovsky.

—A quien Su Majestad ordene.

El zar frunció el ceño y dijo:

—Hay que responder algo.

Kozlovsky, con aire resuelto, recorrió las filas con la mirada y también vio a Rostov.

«¿Y si fuese yo?», pensó.

—¡Lazarev! —ordenó el coronel con el rostro en tensión, y el primer soldado de la fila avanzó con aire apuesto.

—¿Adónde vas? Espera —susurraron algunas voces a Lazarev, que no sabía adónde ir.

Lazarev se detuvo y miró asustado al coronel; su rostro temblaba, como ocurre a los soldados llamados fuera de filas. Napoleón volvió la cabeza e hizo una seña con la mano, como para recoger algo. En su séquito comprendieron de qué se trataba; hablaron unos con otros e hicieron pasar algo de mano en mano; el mismo paje que Rostov había visto en casa de Boris, avanzó hacia Napoleón, se inclinó ante la mano tendida y, sin demora, depositó en ella la condecoración con cinta roja. Napoleón apretó los dedos sin mirar y la condecoración quedó entre ellos. A continuación se acercó a Lazarev, que miraba fijamente con ojos desorbitados al zar. También Napoleón miró a Alejandro para demostrar que lo hacía por su aliado. La mano con la condecoración rozó un botón de la casaca del soldado Lazarev. Napoleón parecía saber que aquel soldado sería feliz y se consideraría bien recompensado y distinguido entre todos los hombres si con su mano —la mano de Napoleón—, lo tocase. Sin embargo, solo llevó la medalla al pecho de Lazarev como suponiendo que quedaría prendida en el uniforme; la apartó y se volvió hacia Alejandro.

Manos rusas y francesas sujetaron la condecoración y la fijaron en la casaca de Lazarev, que miró sombríamente al hombrecillo de manos blancas, que había hecho algo en su pecho. Prosiguió inmóvil, presentando armas, con la vista fija en Alejandro, como preguntando si debía continuar así, regresar a su puesto o hacer otra cosa. No le mandaron nada y se mantuvo inmóvil en idéntica posición durante mucho rato.

Los monarcas montaron en sus caballos y se fueron. Los soldados rusos de Preobrazhenski y los franceses de la Guardia se sentaron en las mesas preparadas para ellos.

Lazarev ocupó el sitio de honor, oficiales rusos y franceses lo abrazaron y le estrecharon la mano. Muchos oficiales y curiosos se acercaban a verlo. La plaza se llenó del rumor de las risas y conversaciones en francés y ruso en torno a las mesas. Dos oficiales sonrientes, alegres y con los rostros encendidos pasaron junto a Rostov.

—¡Qué banquete! ¡Todo el servicio de plata! —comentó uno—. ¿Has visto a Lazarev?

—Sí, lo vi.

—Dicen que los soldados de Preobrazhenski ofrecerán mañana un banquete a los franceses.

—¡Qué suerte la de ese hombre! Mil doscientos francos de pensión vitalicia.

—¡Esto sí es un gorro, muchachos! —gritaba un soldado poniéndose el morrión de piel de oso de un francés—. ¡Una maravilla y no un gorro!

—¿Conoces el santo y seña? —preguntó un oficial de la Guardia a otro—. Anteayer era Napoleón, France, bravoure; ayer, Alexandre, Russie, grandeur. Un día lo da nuestro zar y otro Napoleón. Mañana, el zar Alejandro concederá la cruz de San Jorge al más valiente de los soldados franceses. Debemos hacerlo, hay que corresponder.

También Boris y su compañero Gilinsky se acercaron a ver el banquete. Boris vio a Rostov en la esquina de una casa.

—¡Hola, Rostov! ¡No nos hemos visto! —le dijo, y le preguntó qué le había ocurrido al verlo tan sombrío y con el semblante descompuesto.

—Nada, no es nada —repuso Rostov.

—¿Vendrás luego?

—Sí, iré.

Rostov permaneció en la esquina bastante rato mirando a los comensales. Su mente rumiaba pensamientos dolorosos que no terminaba de conciliar. Lo asaltaban terribles dudas. Recordaba a Denisov, su rostro cambiado y su docilidad, el hospital y las piernas y brazos amputados, la suciedad y el dolor; sentía tan cerca el olor a hospital y muerte que se giró instintivamente para ver de dónde procedía; recordaba al fatuo Napoleón con su manita blanca, a quien ahora respetaba y quería el zar Alejandro. ¿Para qué aquellas piernas y aquellos brazos amputados, para qué tantos muertos? Lazarev condecorado y Denisov castigado y rechazada su petición de gracia. Lo sorprendían aquellos pensamientos tan extraños y tuvo miedo.

El aroma del banquete y el hambre lo devolvieron a la realidad. Tenía que comer algo antes de irse. Fue al hotel que había visto esa mañana, pero había tanta gente y oficiales de paisano como él que apenas logró que lo sirvieran. Dos oficiales de su división lo reconocieron y la conversación giró en torno a la paz. Los camaradas de Rostov, como la mayoría del ejército, no estaban contentos con la paz firmada después de Friedland. Aseguraban que Napoleón se habría visto perdido si ellos hubiesen resistido, pues el ejército francés carecía de víveres y municiones. Nikolái comía en silencio y se bebió dos botellas de vino él solo. Lo atormentaban sus dudas y vacilaciones interiores sin remedio. Temía abandonarse a sus ideas y no podía desecharlas. Cuando oyó decir a un oficial que era irritante ver a los franceses, Rostov gritó con tanta vehemencia que asombró a los presentes.

—¿Cómo puede juzgar qué habría sido mejor? —su rostro se iba encendiendo—. ¿Cómo puede juzgar los actos del zar? ¿Qué derecho tenemos a razonar? ¡Nosotros no podemos comprender los fines ni los actos de Su Majestad!

—Yo no he dicho nada sobre el zar —se justificó el oficial, que no entendía la rabia de Rostov, a no ser por la borrachera.

Pero Rostov no escuchaba.

—No somos funcionarios diplomáticos, sino soldados —continuó—. Si nos ordenan morir, se muere; si nos castigan es porque somos culpables. No juzgamos. Si el zar gusta reconocer a Bonaparte como emperador y firmar con él una alianza, así debe ser. ¡Si nos ponemos a discutir y a razonar, nada será sagrado para nosotros! Así terminaremos negando a Dios y todo —gritó Rostov golpeando la mesa con el puño sin justificación, según sus compañeros, pero con lógica en el curso de sus pensamientos—. Nuestra misión es cumplir nuestro deber sin pensar; eso es todo.

—Y beber —añadió uno de los oficiales, que no quería discusiones.

—Sí, y beber —confirmó Nikolái—. ¡Eh, tú! ¡Otra botella! —gritó.

***

En 1808, Alejandro fue a Erfurt para una nueva reunión con Napoleón. En los altos círculos de San Petersburgo se habló mucho de la gran importancia de dicha reunión.

CAPÍTULO XXII

En 1809 la amistad de los dos Soberanos del mundo, como llamaban a Napoleón y Alejandro, era tan fuerte que, cuando Napoleón declaró la guerra a Austria, un cuerpo de ejército ruso salió al extranjero para apoyar al antiguo enemigo, Bonaparte, contra el anterior aliado, el emperador austríaco. Era una amistad tan estrecha que en las altas esferas se hablaba de un posible matrimonio entre Napoleón y una de las hermanas del zar Alejandro. Además de la situación política exterior, las reformas interiores emprendidas en la administración, eran la comidilla de la sociedad rusa.

La vida seguía adelante mientras; la vida de los hombres, con sus problemas de salud y enfermedad, de trabajo y descanso; con sus inquietudes intelectuales por la ciencia, la poesía y la música, el amor, la amistad, el odio y las pasiones. Esa vida seguía al margen de la amistad o la hostilidad hacia Napoleón y de cualquier reforma.

Una locución latina que viene a decir «así pasa la gloria del mundo».

Siempre dije que le faltaba un tornillo.

Un hombre de gran mérito.

Querido vizconde, Uropa, Uropa jamás será nuestra sincera aliada.

¡El rey de Prusia!

Veamos, ¿qué tienes contra el rey de Prusia?

No, nada, solo quería decir… Quería decir que nos equivocamos haciendo la guerra por el rey de Prusia.

Su juego de palabras es muy malo, muy espiritual, pero injusto… No hacemos la guerra por el rey de Prusia, sino por los buenos principios. ¡Ay! ¡El malvado príncipe Hipólito!

Una locución latina que significa literalmente «desde el huevo», desde el principio.

De primera mano.

El prójimo.

¿Qué es esa gente de Dios?

Encantada de verlo. Estoy muy contenta de verlo.

Has de saber que es una mujer.

¡Andréi, por amor de Dios!

Pero, amiga mía, deberías por el contrario estar agradecida de que le explique a Pierre tu intimidad con este joven.

Princesa, te juro que no he querido ofenderla.

Estoy en un momento con usted.

Legión de honor.

Napoleón, Francia, valentía; ayer, Alejandro, Rusia, grandeza.

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