Guerra y paz

EPÍLOGO SEGUNDO – Una reflexión final

EPÍLOGO SEGUNDO

CAPÍTULO I

La historia tiene por objeto la vida de los pueblos y de la humanidad. Pero no se puede abarcar y describir con palabras la vida de toda la humanidad, sino de un solo pueblo.

Para descubrir y dibujar la vida de un pueblo, los historiadores utilizaban a menudo antaño un recurso sencillo: la actividad de los dirigentes del pueblo, que para ellos representaba la actividad de todo el pueblo.

Los historiadores debían responder a dos preguntas: saber cómo lograban algunos individuos que los pueblos obedeciesen su voluntad y contestaban atribuyendo a la voluntad divina la elección de un guía para someter a los pueblos a su voluntad; la segunda pregunta la contestaban recurriendo a esa divinidad que orientaba la voluntad del elegido al objetivo predestinado. Así, la fe en la participación divina directa en las obras humanas explicaba todo.

Pero la historia moderna rechaza ambas afirmaciones.

Lo lógico es que, rechazando la creencia de los pueblos antiguos en la sumisión del hombre a la divinidad y en objetivos determinados hacia los cuales son conducidos, la nueva ciencia no debería estudiar las manifestaciones del poder, sino sus causas. Pero aun rechazando las viejas concepciones de los historiadores, en la práctica las sigue.

En vez de hombres con un poder divino y guiados por la voluntad divina, la historia moderna ha puesto héroes con cualidades extraordinarias y sobrehumanas o a hombres dotados de distintos rasgos, desde monarcas hasta reporteros, que guían a las masas. En vez de los fines indicados por la divinidad a pueblos como el hebreo, el griego o el romano, que los antiguos comparaban con los fines de la humanidad, la historia moderna coloca sus propios fines: el bien del pueblo francés, inglés o alemán; y en su máxima abstracción, el bien de la civilización, concepto con el cual suelen entender a los pueblos del pequeño rincón noroccidental de un gran continente.

La historia moderna ha rechazado las creencias antiguas sin tener una nueva. La lógica ha forzado a algunos historiadores que niegan el poder divino de los reyes y el sino de los antiguos a llegar a la misma conclusión: reconocer que los hombres están dirigidos por individuos; que hay una meta a la que tienden los pueblos y la humanidad.

Todas las obras de los más recientes historiadores, desde Gibbon hasta Buckle, pese a sus contradicciones y la novedad de sus opiniones, se basan en estos dos viejos e inevitables principios:

1) El historiador describe la actividad de unos individuos que guían a la humanidad, según él. Para unos son ciertos monarcas, jefes militares y ministros; otros incluyen a oradores, sabios, reformadores, filósofos y poetas.

2) El historiador sabe la meta hacia la que avanza la humanidad. Para unos es la grandeza de los Estados: el romano, el español o el francés; para otros es la libertad, la igualdad y cierto grado de civilización en un rinconcito del mundo llamado Europa.

En 1789 estalla en París un movimiento insurreccional que crece, se expande y se manifiesta con la marcha de los pueblos de Occidente hacia Oriente. A veces ese movimiento hacia Oriente choca con el contrario: el movimiento de Oriente a Occidente. En 1812 el movimiento llega a su límite: Moscú, y se produce la marcha en sentido contrario: de Oriente a Occidente, que arrastra a todos los pueblos intermedios como hizo el movimiento anterior. La marcha inversa llega al punto inicial: París, y se detiene.

Durante esos veinte años, vastas extensiones de tierra quedan incultas; las casas son incendiadas, el comercio cambia de orientación; millones de personas se arruinan, otras se enriquecen, y otras emigran; millones de cristianos, que profesaban la ley del amor al prójimo, se matan entre ellos.

¿Qué significa eso? ¿A qué se debe? ¿Por qué esos hombres incendiaron las casas y mataron a sus semejantes? ¿Qué causó esos sucesos? ¿Qué fuerzas impulsaban a los hombres a actuar así? Esas preguntas involuntarias, ingenuas y sencillas, se hace sin querer el hombre al ver los monumentos y tradiciones de esa época.

Para hallar respuesta nos dirigimos a la historia: la ciencia que estudia las naciones y la humanidad.

Si la historia se atuviese a las viejas concepciones, diría: para recompensar o castigar a su pueblo, la divinidad dio a Napoleón el poder y lo orientó hasta lograr sus fines divinos. Esa respuesta sería completa y clara. Puede creerse o no que Napoleón tuviese una misión sagrada; quien lo cree, comprende todo en la historia de esa época y no halla contradicciones.

Pero la nueva ciencia histórica no puede contestar eso, pues no acepta las nociones antiguas sobre la participación divina directa en las acciones humanas; por eso, debe darnos otras respuestas.

¿Queréis saber qué significa ese movimiento, de dónde viene y qué fuerza lo creó? La nueva ciencia histórica responde así:

«Luis XIV era un hombre orgulloso y soberbio. Tuvo una serie de amantes y de ministros; gobernó mal Francia. Sus herederos fueron hombres débiles y gobernaron mal su país; tuvieron una serie de favoritos y amantes. Algunos hombres de la época escribieron libros. A finales del siglo xviii se reunieron en París veinte personas que dijeron que todos los hombres eran iguales y libres. Por eso en toda Francia los hombres decidieron matarse entre sí. Asesinaron al rey y a otras personas. En esa época había en Francia un hombre genial: Napoleón. Siempre venció a todos, es decir, mataba a mucha gente porque era genial; salió a matar africanos nadie sabe por qué y lo hizo tan bien, fue tan astuto e inteligente, que al regresar a Francia ordenó a todos que lo obedecieran, y lo logró. Coronado emperador, marchó a matar más gente, y lo hizo en Italia, Austria, Prusia y otros lugares. Reinaba entonces en Rusia el zar Alejandro, que decidió restablecer el orden en Europa e hizo la guerra a Napoleón. Pero de pronto, en 1807, estableció lazos de amistad con él; en 1811 se enemistaron de nuevo y se reanudó la matanza. Napoleón llevó a Rusia seiscientos mil hombres y se apoderó de Moscú. Después se fue de la capital y el zar Alejandro, con los consejos de Stein y otros, organizó una coalición europea para atacar a quien turbó su tranquilidad. Los antiguos aliados de Napoleón se transformaron en sus enemigos y enviaron a sus ejércitos contra el francés, que había reunido nuevas fuerzas. Los aliados vencieron a Napoleón, entraron en París y lo obligaron a renunciar al trono; luego lo desterraron a la isla de Elba con su título imperial, tratándolo con deferencia, aunque cinco años antes y un año después lo llamaban bandido. Comenzó a reinar Luis XVIII, el que hasta entonces franceses y aliados habían convertido en diana de sus burlas. Napoleón, con lágrimas ante la Vieja Guardia, renunció al trono y salió al destierro. Los hábiles diplomáticos y hombres de Estado —sobre todo Talleyrand, que logró sentarse en cierto sillón antes que otro y extendió las fronteras de Francia— se reunieron para hablar en Viena y, con sus negociaciones, hicieron felices o desgraciados a los pueblos. Entonces diplomáticos y monarcas estuvieron a punto de pelearse; estaban dispuestos a ordenar que sus tropas se matasen entre sí cuando Napoleón desembarcó en Francia con un solo batallón y los franceses, que lo odiaban, se sometieron de inmediato a él. Pero los monarcas aliados, descontentos, volvieron a luchar contra los franceses. Vencieron al genial Napoleón y lo enviaron a la isla de Santa Helena como a un bandido. Allí, sobre una roca, separado de sus seres queridos y de su amada Francia, el desterrado murió lentamente legando a la posteridad sus proeza. Mientras, en Europa se produjo una reacción y todos los emperadores y reyes oprimieron nuevamente a sus pueblos.

Errarían si piensan que esto es una mofa o una caricatura del cuadro histórico. Por el contrario, expresa la forma más delicada, las contradicciones y la falta de respuestas a las preguntas planteadas por la historia, desde los autores de memorias y algunas historias sobre países hasta las universales, y también historias sobre la cultura de la época.

Lo gracioso de esas respuestas es que la historia moderna es como un sordo que responde preguntas que nadie le hace.

Si el objetivo de la historia es describir el movimiento de la humanidad y los pueblos, la primera pregunta cuya respuesta hace comprensible lo demás es: ¿Qué fuerza mueve a los pueblos? La historia moderna contesta con cierta inseguridad que Napoleón era muy genial o que Luis XIV muy orgullo, o que ese o el otro escritor escribió ese u otro libro.

Todo esto es posible, y la humanidad puede reconocerlo, pero no preguntaban eso. Todo eso podría ser interesante si reconocemos el poder divino, fundado en sí mismo y siempre igual, guiando a sus pueblos mediante Napoleones, Luises o escritores; pero no reconocemos su poder; así, antes de hablar de Napoleones, Luises y escritores, hay que mostrar el vínculo entre esas personas y el movimiento de los pueblos.

Si en vez de poder divino existe otra fuerza, hay que explicar en qué consiste, pues todo el interés de la historia reside en ella.

La historia parece suponer que esa fuerza se comprende por sí misma y todos la conocen. Sin embargo, pese a los deseos de dar por sentada esa fuerza, quien lea muchas obras históricas dudara, velis nolis, que esa nueva fuerza tan variamente comprendida por los historiadores sea ben conocida por todos.

CAPÍTULO II

¿Qué fuerza mueve a los pueblos?

Los biógrafos y los historiadores de los pueblos creen que esa fuerza reside en el poder inherente de héroes y monarcas. Según ellos, los hechos se producen únicamente por la voluntad de los Napoleones y Alejandros o, en general, de los personajes tratados en sus biografías. La respuesta de estos historiadores a la pregunta sobre la fuerza que rige los hechos será satisfactoria mientras haya un historiador para cada hecho. Pero cuando los historiadores de distintas nacionalidades y opiniones narran los mismos hechos, sus respuestas pierden el sentido porque cada uno comprende esa fuerza de manera diferente y opuesta. Un historiador afirma que esto fue provocado por el poder de Napoleón; el otro que por el de Alejandro; un tercero apela a la fuerza de un tercer personaje.

Además, los biógrafos se contradicen al explicar la fuerza en que se basa el poder de un mismo personaje. Thiers, bonapartista, dice que el poder de Napoleón se basa en su virtud y genialidad; Lanfrey, republicano, dice que se basa en las mentiras y el engaño del pueblo. Al contradecirse entre ellos, esos historiadores destruyen la idea de la fuerza que produce los hechos y dejan incontestada la pregunta esencial de la historia.

Los historiadores que estudian los hechos relacionados con todos los pueblos reconocen la falsedad de los historiadores particulares sobre la fuerza motriz de los hechos. No reconocen que nazca del poder de los héroes o monarcas; para ellos es el resultado de muchas fuerzas dirigidas de forma diferente. Al describir la guerra o la conquista de un pueblo, el historiador universal no busca la causa en el poder de un solo personaje, sino en la interacción de muchos personajes relacionados con el hecho.

Así, el poder de los personajes históricos nace de muchas fuerzas y no puede ser considerado una fuerza que provoque ella sola el hecho. No obstante, los autores de historias universales suelen utilizar la idea del poder como el de una fuerza que da lugar a los hechos históricos y es su causa. Según ellos, el personaje histórico es producto de su época y su poder nace de fuerzas distintas, esto es, el poder es su fuerza y origen del hecho. Gervinus, por ejemplo, Schlosser y otros, a veces demuestran que Napoleón es resultado de la revolución, de las ideas del año 1789, o declaran que la campaña de 1812 y otros hechos que no les gustan se llevaron a cabo por una mala interpretación de la voluntad napoleónica y que las ideas de 1789 se frenaron por su arbitrariedad. Las ideas revolucionarias y la opinión pública originaron el poder de Napoleón, el cual destruyó las ideas revolucionarias y la opinión pública.

Esa contradicción no es casual. Todas las descripciones de autores dedicados a la historia universal están sembradas de contradicciones, las cuales se deben a que los historiadores se quedan a medio camino al tratar de analizar los hechos.

Para que las fuerzas componentes den un resultado conocido, la suma de esas fuerzas debe igualar ese resultado, pero esta condición nunca se observa en los autores de historias universales, así que cuando explican la fuerza resultante debe admitir, además de las fuerzas componentes, que no les bastan, una no explicada que actúa como fuerza componente.

El historiador que describe la campaña de 1813, o la restauración de los Borbones, dice que esos sucesos fueron voluntad de Alejandro. Pero el historiador Gervinus, autor de una historia universal, afirma también que fue muy eficiente el apoyo prestado a esa causa por Stein, Metternich, de Staël, Talleyrand, Chateaubriand y otros. El historiador dividió el poder de Alejandro I entre sus componentes: Talleyrand, Chateaubriand, etcétera. La suma de los componentes, esto es, la actividad de Talleyrand, Chateaubriand, de Staël y otros, no es igual al resultado: el fenómeno por el cual millones de franceses se sometieron a los Borbones. Para explicar cómo de esos componentes se deriva la sumisión de millones de seres, cómo de varios elementos iguales a una sola A se deriva una mitad igual a mil A, el historiador debe admitir la fuerza de aquel poder que niega, reconociéndola como la resultante de las fuerzas; debe admitir la fuerza inexplicada que actúa como resultado. Eso hacen los historiadores universales. Y por ello no solo contradicen a los autores de historias temáticas, sino a sí mismos.

Los campesinos no tienen una idea clara de las causas de la lluvia y dicen, según quieran que llueva o no: el viento disipa o acumula las nubes. Eso hacen los autores de historia universal: a veces, cuando desean que sea así y casa con sus teorías, dicen que el poder nace de los hechos; a veces, cuando necesitan probar otra cosa, afirman que el poder produce los hechos.

La tercera categoría de historiadores, los de la cultura, siguen el camino trazado por sus antecesores, los estudiosos de la historia universal, y reconocen que escritores y mujeres poseen suficiente fuerza a veces para influir en los hechos, pero la entienden de un modo diferente. La conciben en torno a la llamada cultura y actividad intelectual.

Los historiadores de la cultura siguen el camino marcado por sus antecesores, los estudiosos de la historia universal, pues suponen que si los hechos históricos pueden explicarse por las relaciones entre varios personajes, ¿por qué no explicarlos por uno u otro libro escrito por unos hombres? De los indicios que acompañan a cada fenómeno vivo, los historiadores escogen la actividad intelectual y lo transforman en causa. Pese a sus esfuerzos para demostrar que la causa del hecho está en la actividad intelectual, solo con grandes concesiones puede admitirse que entre esa actividad y el movimiento de los pueblos hay algo en común. Pero no puede admitirse que la actividad intelectual guíe los actos humanos, pues ciertos fenómenos, como los asesinatos de la Revolución francesa, se produjeron cuando las ideas sobre la igualdad de los hombres eran propaladas, y las guerras y ejecuciones que coincidían con la propaganda del amor contradicen esa suposición.

Aun admitiendo que estos razonamientos arteramente entrelazados y tan abundantes en las historias, sean justos, que los pueblos están dirigidos por una fuerza indefinida, llamada idea, el problema de la historia queda sin resolver, o regresa al viejo poder de los monarcas, o a la influencia de consejeros y otras personas, todo ello admitido por los historiadores; a ello se suma la nueva fuerza de la idea, cuya relación con las masas exige una explicación. Se puede comprender que Napoleón tuviese el poder y que por eso ocurriese cierto hecho.

Es más, se puede comprender que Napoleón, al detentar el poder, recibiese otras influencias; ¿cómo, sin embargo, puede admitirse que un libro, Le contrat social, llevase a los franceses a matarse? Esto no se comprende sin antes explicar la relación causal entre esa nueva fuerza con el hecho.

Sin duda hay una relación entre todos los coetáneos; por eso es posible hallar una relación entre la actividad intelectual humana y el movimiento histórico, el mismo que hay entre el avance de la humanidad, el comercio, la artesanía, la horticultura y otra actividad. Pero cuesta entender por qué los historiadores de la cultura presentan la actividad intelectual como causa o manifestación de fenómenos históricos. Solo se explica del modo siguiente: 1) los historiadores son científicos; para ellos es natural pensar que la actividad de su gremio hace avanzar a la humanidad, como sería agradable para los comerciantes, labradores y soldados pensarlo y si no sucede es porque los soldados y los comerciantes no escriben historias; 2) la actividad intelectual, la enseñanza, la civilización, la cultura y el pensamiento son ideas vagas bajo cuya bandera es cómodo usar palabras con un significado más vago aún y, por tanto, son fácilmente aplicables a cualquier teoría.

Dejando el mérito intrínseco de este tipo de historias que pueden ser necesarias para alguien o para algo, las historias de la cultura, a las cuales se reducen cada vez más las historias universales, son notables porque al estudiar detenida y seriamente las diversas doctrinas religiosas, filosóficas y políticas, como causa de los hechos, al describir un hecho histórico como la guerra de 1812, lo explican involuntariamente como un producto del poder y aseveran que esa campaña es el resultado de la voluntad de Napoleón. Al hablar así, los historiadores de la cultura se contradicen sin querer y demuestran que esa nueva fuerza inventada por ellos no expresa los hechos históricos y que el único modo de entender la historia es admitir ese poder que ellos no reconocen, según parece.

CAPÍTULO III

La locomotora se mueve y los demás nos preguntamos qué hace que se mueva. El mujik contesta que el diablo la empuja; otro que porque sus ruedas giran; un tercero que la causa del movimiento está en el humo arrastrado por el viento.

No podemos contradecir al mujik, pues ha dado una explicación completa. Para refutarla alguien debería demostrar que el diablo no existe u otro mujik debería explicarle que no es el diablo, sino un alemán quien mueve la locomotora. Solo así, al contradecirse sus afirmaciones, verían que ambos estaban equivocados.

Pero quien afirma que la causa es el movimiento de las ruedas se rebate a sí mismo, pues ha tomado el camino del análisis y debe seguirlo hasta explicar el origen del movimiento de las ruedas. Mientras no llegue a la causa última del movimiento de la locomotora, la compresión del vapor en la caldera, no podrá detenerse en la búsqueda de la causa. El mujik que explicó el movimiento atribuyéndolo al humo arrastrado hacia atrás por el viento debió comprender que la explicación sobre las ruedas no ofrecía causa alguna, tomó el primer indicio observado y lo presentó como causa.

El único concepto que explica el movimiento de la locomotora es que la fuerza es igual al movimiento visible. Así, la única idea válida para explicar el movimiento de los pueblos es una fuerza igual a todo el movimiento de los pueblos.

Sin embargo, los historiadores comprenden bajo ese concepto fuerzas muy distintas entre sí y nada parecidas al movimiento de la fuerza. Unos ven la fuerza de los héroes, como el mujik ve al diablo en la locomotora; otros ven una fuerza derivada, como el movimiento de las ruedas; los terceros, la influencia de la mente, como el humo empujado por el viento.

Mientras se escriba la historia de algunos personajes, César, Alejandro, Lutero o Voltaire, y no la historia de todos los participantes en el hecho, es imposible no atribuir a ciertos personajes las fuerzas que obligan a otras personas a dirigir sus actividades hacia una meta. Y el único concepto conocido por los historiadores es el poder.

Es el único medio que permite conocer a fondo los hechos históricos como se exponen hoy en día, y quien renuncie a él sin conocer otro, como hizo Buckle, no tendrá la posibilidad última de estudiarlos. Los estudiosos de la historia universal y la cultura son quienes mejor prueban la ineludible necesidad de la noción de poder para explicar hechos históricos, y aunque renuncien a él, lo utilizan inevitablemente a cada paso.

En cuanto a los problemas de la humanidad, la ciencia histórica es como quienes tienen relación con los billetes y las monedas. Las biografías y las historias de un país son como billetes: pueden circular y desempeñar su papel sin dañar a nadie y con cierta utilidad mientras tengan garantía. Si olvidamos cómo la voluntad de los héroes origina los hechos, las historias de los Thiers serán instructivas, interesantes y tendrán matices poéticos. Pero como surge la duda sobre el valor real del papel moneda, porque es fácil imprimirlo y puede hacerse en gran cantidad o porque querrán cambiarlo por oro, también surge la duda sobre el valor real de esas historias porque abundan demasiado o porque alguien simplemente puede preguntar: ¿Con qué fuerza lo hizo Napoleón? Es decir, cuando desee cambiar el billete por el oro del concepto real.

Los autores de historias universales y de la cultura son como los hombres que, tras reconocer la incomodidad de los billetes, deciden fabricar una moneda contante y sonante sin la densidad del oro. Esa moneda sería sonante, pero nada más. El papel podría engañar a los ignorantes; pero la moneda sin valor no engañaría a nadie. El oro solo es oro cuando se puede emplear, además del cambio, para otras cosas e igualmente las historias universales valdrán como el oro si pueden responder a la pregunta esencial de la historia: ¿Qué es el poder? Los autores de historias universales responden de forma contradictoria, mientras que los de la cultura descartan la pregunta y contestan otra cosa distinta. Las fichas parecidas al oro solo pueden valer en una reunión de personas que las consideren como si lo fuese, o quienes ignoran las cualidades del oro e igualmente los estudiosos de la historia universal y la cultura, sin contestar a las preguntas esenciales de la humanidad, utilizan para sus fines ignorados la moneda con la que satisfacen a las universidades y a los lectores de libros serios, como los llaman.

CAPÍTULO IV

La historia que abandona la antigua noción que atribuía la sumisión de la voluntad del pueblo a un elegido y a un designio divino se contradice si no cree de nuevo en la influencia directa de la divinidad sobre las obras humanas o si no explica claramente el sentido de la fuerza origen del hecho histórico, llamada poder.

Es imposible retornar a lo primero porque esa creencia ha caducado, y por ello es preciso explicar el significado del poder.

Napoleón ordena que se reúna el ejército y dé inicio la guerra. Este hecho nos resulta tan habitual y familiar que nos parece absurda la pregunta «¿Por qué seiscientos mil hombres van a la guerra cuando Napoleón pronuncia esas o aquellas palabras?». Tenía el poder, y por eso se cumplieron sus órdenes.

Esta respuesta es absolutamente satisfactoria si creemos que Dios le confirió el poder. Pero no lo admitimos y es menester definir en qué consiste ese poder de un solo hombre sobre los demás.

Ese poder no puede basarse en la superioridad directa y física del fuerte sobre el débil, en el uso o en la amenaza del uso de la fuerza física, como Hércules. Tampoco puede basarse en la superioridad de la fuerza moral, como ingenuamente piensan algunos historiadores al asegurar que sus personajes son héroes, hombres dotados con una especial fuerza de ánimo e inteligencia, llamada genialidad. Ese poder no puede basarse en la superioridad de la fuerza moral, pues aun sin hablar de héroes como Napoleón, cuyas cualidades morales son discutibles, la historia nos demuestra que ni Luis XI, ni Metternich, que dirigieron a millones de hombres, tenían especiales cualidades anímicas; es más, en la mayoría de los casos eran seres moralmente inferiores a cualquiera de los hombres que dirigían.

No obstante, si la fuente del poder no está en la superioridad física ni en las cualidades morales de la persona que lo detenta, sin duda debe hallarse fuera de esa persona, en sus relaciones con las masas.

Así entiende el poder la ciencia del derecho, la cual, como una especie de casa de cambio, promete trocar el concepto del poder en oro.

El poder es la suma de las voluntades de las masas transferida de forma expresa o tácita a los gobernantes elegidos por esas masas.

En el campo de la ciencia jurídica, esta consta de razonamientos sobre cómo debe organizarse el Estado y el poder si fuese posible, todo queda claro; pero si se aplica a la historia, esa definición del poder requiere explicaciones.

La ciencia del derecho considera el Estado y el poder como los antiguos el fuego: es algo que tiene existencia absoluta; en cambio, para la historia el Estado y poder son solo fenómenos, como para la física moderna el fuego es un fenómeno y no algo espontáneo.

Tal diferencia de nociones entre la historia y la ciencia del derecho hace que esta última pueda exponer con detalle cómo habría que organizar el poder, algo inmutable y atemporal; pero no puede contestar a las preguntas históricas sobre el significado del poder, que sí muta con el tiempo.

Si el poder es una suma de voluntades transferidas a un gobernante, ¿puede deducirse que Pugachov representó la voluntad de las masas? Y si no lo fue, ¿por qué lo fue Napoleón I? ¿Por qué Napoleón III, cuando lo detuvieron en Boulogne, era un delincuente y después lo fueron aquellos a quienes él arrestó?

¿También durante las revoluciones palaciegas, en las cuales participan a veces dos o tres personas, es transferida a ellos la voluntad de la masa? ¿Se transfiere en las relaciones internacionales esa voluntad de las masas populares a su conquistador? ¿Fue en 1808 transferida la voluntad de la Confederación del Rin a Napoleón? ¿Representaba él la voluntad del pueblo ruso cuando en 1809 el ejército ruso, aliado de los franceses, luchó contra Austria?

Existen tres respuestas a esta pregunta:

1) Admitir que la voluntad de las masas siempre pasa sin condiciones al gobernante o gobernantes elegidos, por lo que la aparición de un nuevo poder, la lucha contra el poder ya transferido, se considera una infracción del verdadero poder.

2) Admitir que la voluntad de las masas siempre se transfiere a los gobernantes en condiciones conocidas y determinadas probando que las restricciones, choques y la destrucción del poder se producen porque los gobernantes incumplen las condiciones impuestas cuando les transfirieron ese poder.

3) Admitir que la voluntad de las masas se transmite a los gobernantes en condiciones desconocidas, indefinidas, y que el surgimiento de diversos poderes, su lucha y caída es fruto del cumplimiento más o menos total por los gobernantes de las condiciones ignoradas en las cuales las voluntades de las masas se transfieren de unas personas a otras.

Los historiadores explican la relación de la masa y sus gobernantes de tres formas.

Algunos historiadores no entienden el significado del poder, los de países aislados y biógrafos de los que hablamos antes, parecen admitir que la suma de las voluntades de las masas se transmite sin condiciones a los personajes históricos. Así, al describir un poder, presuponen que es el único absoluto y verdadero, que cualquier otro poder que se le oponga no es tal, sino una infracción.

Esta teoría, aceptable para períodos históricos primitivos y pacíficos, aplicada a épocas procelosas y complejas de la vida de los pueblos, durante las cuales surgen y luchan entre sí diversos poderes de forma simultánea, tiene el inconveniente de que el historiador legitimista tratará de demostrar que la Convención, el Directorio y Bonaparte eran infracciones del poder, pero el republicano y el bonapartista tratarán de probar que el verdadero poder residía en la Convención o en el Imperio, y que lo demás era una infracción de esos poderes. Al rebatirse así mutuamente, las explicaciones del poder de esos historiadores solo valen para niños pequeños.

Otros historiadores sostienen que esa opinión sobre el poder es falsa y aseguran que el poder se basa en la transmisión condicionada a los gobernantes de las voluntades del pueblo y que los personajes históricos detentan el poder si cumplen las condiciones que tácitamente les impone la voluntad popular; pero no dicen cuáles son esas condiciones, y si lo hacen, se contradicen sin cesar.

Cada historiador, según su opinión sobre el objetivo de los pueblos, lo ve en la grandeza, la riqueza, la libertad o la instrucción de los ciudadanos de Francia u otro país. Pero al margen de las contradicciones de esos historiadores sobre esas condiciones y admitiendo que existe un programa común para todos, los hechos históricos refutan casi siempre esas teorías. Si las condiciones en que se transfiere el poder consisten en la riqueza, la libertad o la instrucción popular, ¿por qué los Luises XIV o los Ivanes IV terminaron pacíficamente sus reinados y los Luises XVI y los Carlos I fueron ejecutados por el pueblo? Los historiadores citados contestan que la actividad de Luis XIV, contraria al plan trazado, corresponde a Luis XVI. ¿Por qué no afecta entonces a Luis XIV o Luis XV? ¿Y por qué a Luis XVI? ¿Qué plazo se necesita para que se produzcan las repercusiones? No hay ni puede haber respuesta a estas preguntas. Tampoco puede explicarse por qué la suma de voluntades queda durante siglos en manos de esos gobernantes y sus herederos y, de pronto, en cincuenta años, pasa a la Convención, al Directorio, a Napoleón, a Alejandro, a Luis XVIII, a Napoleón otra vez, a Carlos X, a Luis Felipe, a un gobierno republicano y a Napoleón III. Al explicar estos rápidos cambios de la suma de voluntades de una persona a otra cuando hay relaciones internacionales, conquistas y alianzas, estos historiadores deberán reconocer a regañadientes que parte de esos hechos no se explican ya por la transmisión legal de las voluntades, sino que son casualidades dependientes de la picardía, el error, la doblez o debilidad del diplomático, del soberano o del jefe político. Así que la mayoría de los fenómenos históricos, guerras civiles, revoluciones y conquistas no se presentan por estos historiadores como el resultado del cambio de voluntades libres, sino como consecuencia de una voluntad mal dirigida de una o varias personas, como una transgresión del poder. Por eso, según ellos, estos acontecimientos históricos se describen como extravíos de la teoría.

Estos historiadores son como el botánico que, tras ver que ciertas plantas salen de la semilla con dos cotiledones, asevera que cuanto crece lo hace desdoblándose en dos hojas, y que la palmera, la seta y el roble, son extravíos de la teoría al llegar a su pleno desarrollo sin tener esas dos hojas.

Los historiadores del tercer tipo admiten que la voluntad de los pueblos se transfiere en condiciones a los personajes históricos aunque las desconocemos. Afirman que los personajes históricos poseen el poder porque cumplen la voluntad popular, pues son meros portadores.

Pero, si la fuerza que mueve a los pueblos no está en los personajes históricos, sino en el pueblo, ¿cuál es el significado de estos personajes?

Los personajes históricos expresan la voluntad popular según ellos. Su actividad representa la actividad de las masas.

Pero surge la pregunta: ¿Es toda la actividad del personaje histórico o solo una parte de ella la que representa la voluntad de las masas? Si la actividad de los personajes históricos expresa la voluntad de las masas, según algunos, ¿se puede decir que las biografías de Napoleón o Catalina la Grande con sus detalles representan la vida de los pueblos? Eso carece de sentido, y si es solo parte de la actividad del personaje lo que expresa la vida de un pueblo, según otros supuestos historiadores filósofos, entonces hay que saber en qué consiste su vida para determinar qué parte de esa actividad expresa la vida popular.

Ante esto, estos historiadores enuncian la abstracción más vaga y general que abarca el mayor número de hechos, y dicen que esa abstracción es la meta de la humanidad en su avance. Las abstracciones habitualmente admitidas por casi todos los historiadores son: la libertad, la igualdad, la enseñanza, el progreso, la civilización y la cultura. El historiador considera que el avance de la humanidad depende de una de esas ideas abstractas y estudia a los hombres que han dejado más monumentos (reyes, ministros, jefes militares, escritores, reformadores, papas, periodistas) en tanto que esos personajes, según ellos, han apoyado o combatido una idea abstracta. Pero como no se ha demostrado que la meta de la humanidad sea la igualdad, la libertad, la enseñanza o la civilización, y como el vínculo de las masas con sus gobernantes solo se fundamenta en la suposición de que la suma de las voluntades populares se transfiere siempre a las personas consideradas relevantes, la actividad de millones de seres que se mueven, queman casas, abandonan sus campos y se exterminan jamás aparece en la descripción de la actividad de una decena de personas que no queman casas, no cultivan ni matan a nadie.

La historia lo demuestra sin cesar. ¿Puede explicarse la efervescencia de los pueblos de Occidente a finales del siglo pasado y su deseo de ir hacia Oriente por la actuación de Luis XIV, Luis XV y Luis XVI, sus amantes y ministros, por la vida de Napoleón, Rousseau, Diderot, Beaumarchais y otros?

¿Se refleja el movimiento del pueblo ruso hacia Oriente, a Kazán y Siberia en el carácter insano de Iván IV o en su correspondencia con Kurbski?

¿Nos explica el movimiento de las Cruzadas estudiar los Godofredos, los Luises y sus damas? Creemos que el movimiento de los pueblos occidentales hacia Oriente es inexplicable, carece de objetivo y dirección, se reduce a una multitud de vagabundos guiada por Pedro el Ermitaño. Más incomprensible es la suspensión de ese movimiento cuando los personajes históricos habían señalado sin dudas un objetivo razonable y santo: la liberación de Jerusalén. Papas, reyes y caballeros aguijoneaban a sus pueblos para liberar Tierra Santa, pero el pueblo no obedecía, pues no existía ya la causa ignorada que antes lo guiaba. La historia de los Godofredos y sus trovadores no puede abarcar la vida popular; es la historia de los Godofredos y los trovadores, mientras que la historia de la vida popular y de sus aspiraciones sigue siendo desconocida.

La historia tampoco nos explica la vida de los pueblos que presentan los escritores y reformadores.

La historia de la cultura explica las aspiraciones, las condiciones de vida y los pensamientos de un escritor o un reformador. Nos cuentan que Lutero era irascible y pronunció ciertos discursos. Sabemos que Rousseau era desconfiado y escribió varios libros; pero ignoramos por qué tras la Reforma los pueblos se mataban entre sí y por qué los hombres se ejecutaban unos a otros durante la Revolución.

Si unimos ambas historias como los autores modernos, tendremos la historia de los monarcas y escritores, pero no la de la vida popular.

CAPÍTULO V

La vida de los pueblos no entraña la de unas cuantas personas, porque no se ha encontrado el vínculo entre ambos. La teoría de que esa relación se basa en la transferencia de todas las voluntades a los personajes históricos es una hipótesis no confirmada por la experiencia histórica.

Esa teoría tal vez aclare bastantes cosas en el plano de la ciencia del derecho, que quizá la necesite para sus fines; pero aplicada a la historia no explica nada cuando surgen las revoluciones, las conquistas y las luchas internas.

Es una teoría que parece irrebatible porque la transferencia de la voluntad del pueblo no puede ser comprobada.

Da igual cómo se produzca el hecho o el individuo que lo presida, la teoría puede afirmar siempre que este personaje estuvo al frente porque le fue transferida la suma de voluntades.

Las respuestas que dan desde esa perspectiva a los problemas de la historia son como las de un hombre que, al ver un rebaño moviéndose, sin considerar que en unos sitios la hierba es mejor, ni cómo dirige el pastor su rebaño, cree que el animal que va delante marca esa dirección.

«El rebaño sigue esa dirección porque el animal que va delante lo guía, se ha transmitido a ese animal la suma de voluntades del grupo». Eso dicen los historiadores del primer grupo que reconocen la transferencia incondicional del poder.

«Si los animales a la cabeza del rebaño cambian de dirección, es que la suma de voluntades pasa de un jefe a otro, siempre que este último siga la dirección escogida por el rebaño». Eso dicen los historiadores que creen que la suma de voluntades populares se transmite a los gobernantes en ciertas condiciones, que ellos creen conocidas. Con este método de observación ocurre a menudo que, al dejarse llevar por la dirección escogida, el observador toma por jefes a quienes por el cambio de dirección de la masa ya no están al frente, sino a un lado o detrás.

«Si los animales que van a la cabeza son constantemente relevados, la dirección del rebaño varía porque, para conseguir la dirección que conocemos, los animales transmiten su voluntad a los más destacados; por eso, para estudiar el movimiento del rebaño hay que observar a los animales que descuellan y avanzan desde todas partes». Eso dice el tercer tipo de historiadores, que creen que todos los personajes históricos, desde soberano hasta periodistas, son representantes de su época.

La teoría de la transferencia de la voluntad popular a los personajes históricos es una perífrasis, una repetición con otras palabras de la pregunta: ¿Qué causa los hechos históricos? El poder.

¿Qué es el poder? Es la suma de voluntades trasladadas a una persona. ¿En qué condiciones se traslada esa voluntad de la masa a una sola persona?

Cuando esa persona representa la voluntad de todos, el poder es el poder. Es decir, el poder es una palabra cuyo significado no comprendemos.

Si el conocimiento humano se limitase al pensamiento abstracto, al analizar con espíritu crítico la explicación que da la ciencia sobre el poder, la humanidad concluiría que el poder es solo una palabra y no existe realmente. Pero para conocer un fenómeno, además del razonamiento abstracto, el hombre cuenta con la experimentación, que le permite comprobar los resultados del razonamiento. El experimento dice que el poder no es una palabra, sino un hecho real.

Al margen de que sin el concepto del poder no puede describirse la actividad de la gente, la existencia del poder se demuestra por la historia y por la observación de los hechos contemporáneos.

Siempre que sucede un hecho histórico aparece un hombre o varios por cuya voluntad ocurre el hecho. Cuando lo ordena Napoleón III, los franceses van a México; cuando lo ordenan el rey de Prusia y Bismarck, las tropas marchan sobre Bohemia. Napoleón I dispone y sus ejércitos van a Rusia. Alejandro I lo decide, y los franceses se someten a los Borbones. La experiencia nos muestra que todo hecho siempre sucede según la voluntad del hombre o los hombres que lo han ordenado.

Los historiadores, que aceptan la participación divina en las obras humanas, creen que el hecho es la voluntad de la persona con poder. Pero ni el razonamiento ni la experiencia confirman esa suposición.

El razonamiento muestra que la voluntad humana, manifestada en palabras, es solo una fracción de la actividad general expresada en el hecho; por ejemplo, una guerra o una revolución; por eso no se puede aceptar que las palabras causen el movimiento de millones de seres sin aceptar la fuerza incomprensible y sobrenatural: el milagro.

Pero si admitimos que las palabras pueden causar el hecho, la historia demuestra que la voluntad de los personajes históricos no se cumple y produce muchas veces un efecto contrario a lo ordenado por ellos.

Si no aceptamos la mano divina en la actividad humana, tampoco podemos aceptar el poder como causa de los hechos.

Desde la óptica de la experiencia, el poder es la dependencia entre la voluntad del personaje y el cumplimiento de esa voluntad por otros.

Para comprender las condiciones de esa dependencia debemos restablecer la noción de la voluntad refiriéndola a un ser humano, no a un dios.

Si el dios ordena y expresa su voluntad, según dicen los historiadores antiguos, esa voluntad no depende del tiempo ni es provocada, pues la deidad nada tiene que ver con el hecho. Pero al hablar de órdenes como expresión de la voluntad de los hombres que actúan en un mismo tiempo y están vinculados para explicarnos los lazos entre las órdenes y los hechos debemos restablecer las condiciones de cuanto se realiza; la continuidad del movimiento en el tiempo en lo referido a los hechos y a la persona que ordena; también debemos restablecer la condición de que haya un vínculo forzoso entre quien ordena y quienes cumplen la orden.

CAPÍTULO VI

Solo la expresión de la voluntad divina al margen del tiempo puede referirse a hechos que deben cumplirse en años o siglos; solo la divinidad, sin que nada lo provoque, puede determinar por su propia voluntad la dirección que debe seguir la humanidad, mientras que el hombre actúa siempre en el tiempo y participa en el hecho.

Si restablecemos la primera condición omitida, la temporal, veremos que ninguna orden se cumple sin que la anterior haga posible la ejecución de la siguiente.

Ninguna orden es espontánea ni abarca una serie de hechos; cada orden deriva de otra, sin referirse a una serie de hechos, sino a uno solo.

Al decir que Napoleón ordenó a sus tropas ir a la guerra, incluimos en una orden varias órdenes consecutivas interdependientes. Napoleón no podía ordenar la campaña de Rusia ni lo hizo; un día ordenó escribir una serie de documentos a Viena, a Berlín y a San Petersburgo; al día siguiente firmó decretos y órdenes para el ejército, la flota, la intendencia y demás. Fueron muchas órdenes acordes con los hechos las que llevaron las tropas francesas a Rusia.

Durante su reinado, Napoleón dictó órdenes para invadir Inglaterra; en ninguna otra empresa empleó tanta energía y tiempo; sin embargo, durante su reinado no trató de materializar su intención, sino que emprende la invasión de Rusia, con la cual cree ventajoso aliarse, según repitió él mismo. Esto se debe a que las primeras órdenes no correspondían a la serie de hechos y sí las segundas.

Para que una orden pueda ser cumplida la persona que la da debe saber que es realizable. Pero es imposible saber lo que puede o no ser realizable, no solo en la campaña de Napoleón en Rusia, donde participaron millones de seres; también es imposible en los sucesos simples, pues durante el cumplimiento de ambos siempre pueden surgir obstáculos. A cada orden cumplida corresponden otras no cumplidas. Son imposibles de obedecer las órdenes al margen del hecho. Las posibles se unen formando series consecutivas de estas según los hechos, y suelen ser cumplidas.

La falsa idea de que la orden previa al hecho es su causa es una consecuencia de que entre mil órdenes solo se cumplen las que guardan relación con los hechos y olvidamos aquellas que no se cumplieron por imposibles. Además, nuestro error en este sentido nace de que en el relato histórico muchos hechos, diversos e ínfimos en lo relacionado con la invasión de Rusia, se generaliza en un solo hecho, según el resultado producido por todos aquellos hechos y todas las órdenes se circunscriben a la manifestación de una voluntad.

Al decir que Napoleón quiso y emprendió la campaña en Rusia, no se manifiesta esa voluntad en toda su actuación; vemos solo órdenes o manifestaciones vagas de su voluntad; de todas las órdenes promulgadas por Napoleón para la campaña de 1812 algunas se cumplieron no por ser distintas de otras que no se cumplieron, sino porque coincidieron con los hechos que llevaron hasta Rusia al ejército francés. Eso sucede también cuando aparece la figura de un estereotipo, no importa en qué dirección y cómo se pinta, pues aparece coloreada por todas las partes.

Si examinamos la relación entre la orden y el hecho en el tiempo, vemos que la orden no puede causar el hecho; sin embargo, existe entre ambos una dependencia.

Para comprender esa dependencia debemos recuperar cierta condición omitida: una orden no procedente de Dios, sino del hombre, exige que él participe en el hecho.

La relación entre quien ordena y aquellos a quienes ordena es lo que llamamos poder, y consiste en lo siguiente:

Los hombres se reúnen para una actividad común en ciertas agrupaciones en las cuales, pese a los distintos de objetivos asignados, la relación entre ellos siempre es idéntica.

Al agruparse, las relaciones entre los hombres hacen que la mayoría de ellos participe más y más directamente en la acción conjunta y un número menor participe menos directamente en la agrupación.

De todas las agrupaciones humanas para cumplir actos comunes, una de las más precisas y definidas es el ejército.

Este consta de soldados que poseen una graduación mínima, los llamados soldados rasos, que son los más numerosos. Le siguen los cabos y sargentos, cuyo número es menor; después están los oficiales, que son menos y así llegamos al poder militar supremo en manos de una sola persona.

La organización militar puede dibujarse como una pirámide cono cuya base de mayor la ocupan los soldados rasos; en la parte intermedia, encima de la base, se suceden los diversos grados; y en la cúspide se halla el jefe supremo.

Los soldados, los más numerosos, forman la base de la pirámide. El soldado es quien mata, destroza, incendia y saquea, y sus actos son dirigidos por el jefe inmediato superior; el soldado nunca da órdenes. El sargento, menos numeroso, no participa tanto en las acciones como los soldados, pero ordena. El oficial participa menos aún, pero ordena más a menudo. Y el general solo da órdenes a las tropas, fija sus objetivos y casi nunca empuña las armas.

El jefe supremo jamás participa directamente la acción, sino que da órdenes generales sobre los movimientos de la masa. Esa relación entre las personas se ve en una agrupación formada para una actividad común, sea la agricultura, el comercio u otra empresa.

Así pues, sin separar artificialmente los grados del ejército unidos en la pirámide y haciendo lo mismo con títulos y posiciones de cualquier empresa común, desde las más pequeñas hasta las mayores, vemos una ley que dice: los hombres se unen para realizar acciones conjuntas, y cuanto más directa sea su participación, menor es su posibilidad de ordenar y, por tanto, mayor su número; cuanto más ordenan, menos participan en la obra y menor su número. Así se asciende de la base al vértice, hasta el hombre situado la cúspide, quien menos participa directamente en la acción y más actúa dando órdenes.

Esta relación entre los hombres que ordenan y los que reciben órdenes es la esencia de ese concepto llamado poder.

Al reconstruir las condiciones temporales en que se producen todos los hechos, vemos que las órdenes se cumplen si se refieren a la correspondiente serie de hechos, restableciendo la condición ineludible de vínculo entre quienes ordenan y ejecutan; vemos así que los primeros, por su propia naturaleza, participan menos en el hecho y su actividad se limita a ordenar.

CAPÍTULO VII

Cuando se produce un hecho, los hombres opinan y expresan sus deseos respecto a lo ocurrido; y como el hecho se deriva de la actividad de muchos individuos, una de las opiniones o deseos se realizará, aunque sea aproximadamente. Cuando se cumplen algunas opiniones formuladas, nuestra mente lo relaciona con el hecho y la orden previa.

Cuando varios hombres intentan sacar un tronco, cada uno opina sobre cómo y dónde llevarlo.

Al llegar a su destino, resulta que todo se hizo según indicó uno de ellos. Él es quien lo ordenó. Aquí tenemos la orden y el poder en su forma primitiva.

Quien ha trabajado más con las manos ha tenido menos tiempo de reflexionar sobre lo que hacía y sobre el resultado de la actividad colectiva. No podía ordenar. Quien daba más órdenes ha podido actuar menos con las manos por su actividad verbal. En un grupo numeroso de hombres son más notables las diferencias entre quienes actúan hacia un objetivo determinado y quienes participan en el trabajo común.

Cuando solo actúa un hombre tiene en mente consideraciones que, cree, guiaron su actividad pasada, justifican la presente y presuponen sus actos futuros.

Eso ocurre en los grupos humanos. Se confía a quienes no intervienen en la acción pensar en las consideraciones, justificaciones y suposiciones sobre la actividad común.

Por motivos que conocemos o no, los franceses se mataron entre ellos justificando esos actos por la voluntad de la gente, por el bien de Francia, la libertad y la igualdad. Dejan de matarse y también se justifica con que es imprescindible la unidad de poder, la necesidad de oponerse a Europa y demás. Los hombres avanzan hacia Oriente matando al prójimo, el hecho se acompaña con himnos a la gloria de Francia o insultos a la vileza de Inglaterra y demás. La historia nos enseña que esas justificaciones carecen de sentido y se contradicen, como el asesinato de un hombre por la proclamación de los Derechos del Hombre o la matanza de millones de seres en Rusia para humillar a Inglaterra. Esas justificaciones son necesarias, pues descargan de responsabilidad moral a los causantes de los hechos.

Estos objetivos provisionales se parecen a los escobones de la locomotora para limpiar la vía: limpian el camino de la responsabilidad moral de los hombres. Sin estas justificaciones no se explicaría el problema que surge al examinar un hecho. ¿Cómo es posible que millones de hombres cometan en común tantos crímenes, guerras y carnicerías?

¿Se puede idear con las complicadas formas actuales de la vida política y social europea algún hecho que no haya sido prescrito, indicado y ordenado por reyes, ministros, parlamentos y periódicos? ¿Existe una actividad común no justificada por la unidad política, los intereses de la nación, el equilibrio europeo o la civilización? Todo hecho coincide con un deseo expresado y con la pertinente justificación se presenta como el fruto de la voluntad de uno o varios hombres.

Sea cual fuere la dirección de un barco siempre surgirá delante el remolino de las olas que corta. Y los pasajeros solo notarán ese remolino.

Solo siguiendo de cerca en todo momento el movimiento de las olas surcadas y comparándolo con el del barco nos convenceremos de que el movimiento de las olas siempre es determinado por el del barco, y nuestro error se debe a que también nosotros nos movemos, si bien no lo notemos.

Veremos eso si observamos el movimiento de los personajes históricos, si restablecemos las condiciones de todo cuanto se realiza, de continuidad del movimiento temporal, sin perder de vista la ineludible relación entre los personajes históricos y las masas.

Cuando el barco sigue un rumbo tendrá delante el mismo remolino; cuando lo cambie con frecuencia, también cambiarán las olas que lo preceden. Pero allí donde se dirija el barco, siempre hará rebullir el agua anunciando su avance.

No importa lo que suceda, siempre estaba previsto y ordenado. Allí donde se dirija el barco, el flujo de las olas girará delante sin guiar ni aumentar su movimiento. Y desde lejos creeremos que se mueve espontáneamente y guía su avance.

Los historiadores suponían que si solo consideramos las voluntades de los personajes históricos como órdenes relacionadas con los hechos creeríamos que los hechos dependen de estas. Pero al analizar los hechos y los lazos entre los personajes históricos y la masa, vemos que ellos y sus órdenes dependen de los hechos. La prueba irrebatible de esa afirmación es que, al margen del número de órdenes dadas, el hecho no se produce sin otras causas. Pero cuando se produce el hecho histórico, de todas las voluntades expresadas sin cesar por diversas personas, algunas, por su significado y tiempo, pueden adquirir la categoría de orden con respecto al hecho.

Al aceptar esta conclusión, podemos responder clara y positivamente a las dos preguntas esenciales en la historia:

1) ¿Qué es el poder?

2) ¿Qué fuerza origina el movimiento de los pueblos?

El poder es la relación de una persona conocida con otras; en ella, cuanto menos participe en la acción la persona, mejor expresa las opiniones, suposiciones y justificaciones de la acción conjunta.

No es el poder, la actividad intelectual o la unión de uno y otro, como creen los historiadores, lo que produce el movimiento de los pueblos, sino la actividad de cuantos participan en el hecho y se unen de manera que los participantes más numerosos y directos admiten menos su responsabilidad y viceversa.

Desde el ángulo moral, la causa del hecho es el poder. Desde el ángulo físico, son quienes se someten al poder. Como la actividad moral no es posible sin la física, la causa del hecho se halla en la unión de ambos.

O sea, el concepto de causa no es aplicable al fenómeno que nos ocupa.

En un último análisis llegamos al plano de la eternidad, a ese límite que alcanza la razón humana en cualquier zona mental cuando trata a fondo un tema. La electricidad produce calor y éste, electricidad. Los átomos se atraen y se repelen.

Al hablar de las acciones más simples del calor, la electricidad o los átomos no podemos explicar el motivo de esos fenómenos y decimos que ocurre así porque es su naturaleza y es su ley. Eso ocurre en los hechos históricos. ¿Por qué se produce una guerra o una revolución? Lo ignoramos. Solo sabemos que para llegar a ese hecho, los hombres se unen en grupos en los cuales todos participan. Y decimos que es la naturaleza humana, que es su ley.

CAPÍTULO VIII

Si la historia tratase solo sobre fenómenos externos, esa ley sencilla y obvia bastaría y podríamos acabar nuestro razonamiento. Pero la ley de la historia se relaciona con el hombre. Una partícula de materia no puede decir que no necesite la atracción o repulsión y que esa ley no es cierta. Pero el hombre, objeto de la historia, dice: soy libre y no estoy sometido a las leyes.

Aunque no expresamente, en cada momento de la historia surge el problema del libre albedrío.

Todo historiador serio llega, contra su voluntad, a ese punto. Las contradicciones, la oscuridad de la historia, el camino falso por el que avanza esa ciencia, nacen de la imposibilidad de resolver este problema.

Si la voluntad de cada hombre fuese libre, si pudiese obrar a su antojo, la historia se reduciría a una serie de casualidades incongruentes.

Si solo un hombre entre millones y en mil años pudiese obrar como quisiese, sin duda un solo acto libre suyo, contrario a las leyes, destruiría la posibilidad de existencia de una ley para toda la humanidad.

Si existiese una ley que guiase las acciones humanas, no habría libre albedrío, pues las voluntades de todos los hombres deberían someterse a esa ley.

Esa contradicción marca el problema del libre albedrío, que siempre ha ocupado las mentes humanas más privilegiadas y que desde entonces se plantea, como antaño, en toda su importancia.

El problema es que si consideramos al hombre un objeto de observación desde cualquier ángulo teológico, histórico, ético o filosófico, encontramos la ley general de la necesidad a la que está sometido como todo lo que existe. Si lo examino partiendo de mí mismo, como algo de que soy consciente, me siento libre.

La conciencia es origen de un autoconocimiento aislado de la razón. A través de esta el hombre se observa a sí mismo; pero se conoce a sí mismo mediante la conciencia.

Sin conciencia es imposible el uso de la razón y la observación.

Para comprender, observar y razonar el hombre debe ante todo reconocerse como ser vivo, cosa imposible sin sentirse capaz de voluntad. Y el hombre conoce esa voluntad, que constituye el sentido de su vida, y solo siendo libre puede conocerla.

Si al analizarse a sí mismo el hombre ve que su voluntad está siempre dirigida por la misma ley, ya sea la necesidad de comer, activar la mente, u otra cosa, solo puede comprender esa orientación siempre igual de la voluntad como una limitación. Lo que no es libre no puede ser limitado. El hombre considera que su voluntad está limitada porque solo la concibe como libre.

Si alguien dice: No soy libre, y levanto y bajo mi brazo, todos ven que esta ilógica respuesta es prueba indiscutible de la libertad y de una conciencia no sometida a la razón.

Si esta conciencia de la libertad no fuese origen de autoconocimiento al margen de la razón, estaría sometida al razonamiento y la experiencia. Pero esa dependencia nunca se produce ni es concebible.

Una serie de experiencias y razonamientos prueban a cada hombre que él, como objeto de observación, está sometido a ciertas leyes, que obedece y contra las que no lucha cuando las conoce: la ley de la gravedad o de la impenetrabilidad. Pero esas experiencias y razonamientos le demuestran que es imposible la libertad absoluta de la cual tiene conciencia, que cada acto suyo depende de su organismo, de su carácter y de los factores que actúan sobre él. Pero el hombre nunca se somete a las deducciones de estas experiencias y razonamientos.

El hombre sabe por la experiencia y la razón que la piedra cae de arriba abajo; no lo duda y siempre espera que se cumpla la ley que ha conocido.

Pero, aunque sepa de modo igualmente indiscutible que su voluntad se somete a ciertas leyes, no lo cree ni puede creerlo.

Por muchas veces que la experiencia y la razón lo demuestren, en iguales circunstancias, si su carácter no ha cambiado, hará nuevamente lo que hizo; cuando aborde una vez más en idénticas circunstancias y con idéntico carácter una acción que terminará siempre igual; se sentirá seguro, como antes de cualquier experimento, de poder actuar como desee. Todo ser humano, salvaje o culto, pese a las pruebas irrebatibles presentadas por el razonamiento y la experiencia de que es imposible actuar de un modo distinto en las mismas condiciones, siente que sin esa idea absurda, la esencia de la libertad, no puede imaginar la vida.

No podría vivir porque todas las aspiraciones humanas, sus exigencias, son solo aspiraciones para aumentar su libertad. La riqueza y la pobreza, la gloria y el anonimato, el poder y la obediencia, la fuerza y la debilidad, la salud y la enfermedad, el saber y la ignorancia, el trabajo y el ocio, el hartazgo y el hambre, la virtud y el vicio, son solo un grado mayor o menor de libertad.

No podemos imaginar a un hombre privado de libertad a no ser que carezca de vida.

Si el concepto de libertad es para la razón una contradicción sin sentido, como la posibilidad de realizar simultáneamente dos actos distintos y en idénticas condiciones o como un fenómeno sin causa, esto solo demuestra que la conciencia no se somete a la razón.

Esa conciencia de la libertad inquebrantable, irrebatible, no sometida a la experiencia ni a la razón, reconocida por los pensadores, sentida por los hombres y sin la cual no se concibe al ser humano, constituye en sí misma otra faceta del problema.

El hombre es hijo del Dios todopoderoso, infinitamente bueno y omnisciente. ¿Qué es el pecado, cuyo concepto se deriva de la libertad del hombre? Es un problema teológico.

Los actos humanos se someten a las leyes generales e inmutables, y los estudia la estadística. ¿Qué es la responsabilidad humana frente a la sociedad, concepto bajo el cual reconocemos que el hombre es un ser libre? Es un problema legal.

El hombre actúa según su carácter inherente y las influencias recibidas.¿Qué es la conciencia y el conocimiento del bien y del mal de los actos nacidos de su libertad? Es un problema ético.

El hombre, en relación con la vida común de la humanidad, está sujeto a las leyes que determinan esa vida. Pero al margen de tal vínculo, el hombre parece libre. ¿Cómo debe considerarse la vida pasada de los pueblos y de la humanidad a resultas de la actividad libre o no libre de los hombres? Es problema histórico.

Solo en nuestra época, segura de sí misma por la divulgación de la ciencia, gracias a una poderosa arma contra la ignorancia como es la imprenta, el problema del libre albedrío está en un terreno donde no puede existir como problema. Hoy en día, la mayoría de los hombres llamados progresistas, es decir, un montón de ignorantes, considera que la solución de todo el problema son los trabajos de los naturalistas, que solo se ocupan de un aspecto del asunto.

No hay alma ni libertad porque la vida de un hombre se manifiesta en movimientos musculares como consecuencia de la actividad nerviosa; no hay alma ni libertad porque, en un período temporal desconocido, el hombre descendió del mono. Eso dicen y escriben esos, sin sospechar que hace miles de años las religiones y los pensadores reconocieron y no negaron esa ley de la necesidad que tan celosamente intentan demostrar ahora mediante la fisiología y la zoología comparada. No ven que el papel reservado en esta cuestión a las ciencias naturales se reduce a ser el instrumento para esclarecer un solo aspecto de esa cuestión, pues desde el punto de vista de la observación, la razón y la voluntad son secreciones cerebrales y el hombre pudo descender de animales en un período desconocido; esas teorías solo aclaran una cara del problema reconocido hace miles de años por las religiones y teorías filosóficas: que el hombre, desde el punto de vista de la razón, está sujeto a la ley de la necesidad. Pero nada de eso avanza hacia una solución del problema, cuyo lado opuesto se basa en el conocimiento de la libertad.

Que los hombres han descendido del mono es tan comprensible como decir que fueron hechos con un puñado de barro, (siendo la incógnita en el primer caso el tiempo; y en el segundo, el origen). La pregunta sobre cómo concuerda la conciencia de libertad en el hombre con la ley de la necesidad a la que está sujeto no tiene respuesta adecuada ni en fisiología ni en zoología comparada, pues en la rana, el conejo o el mono solo podemos observar actividad muscular y nerviosa, y en el hombre es obvia también la conciencia.

Los naturalistas y sus seguidores, creen tener la solución a este problema y se asemejan así a los albañiles que, llamados para enyesar un muro de la iglesia, cuando no está el maestro de obras, llevados por su celo, enlucieron las ventanas, las vidrieras, las imágenes, las columnas y hasta los muros inacabados, y quedaron satisfechos porque, desde el punto de vista de su oficio, todo quedase uniforme y liso.

CAPÍTULO IX

La solución al problema del libre albedrío y la inevitabilidad en la historia tiene, sobre otras ramas científicas que habían tratado de aclararlo, la ventaja de que la historia no se refiere a la esencia de la voluntad humana, sino a cómo se explica y manifiesta esta en el pasado en ciertas condiciones.

Desde el punto de vista de la solución del problema, con respecto a las demás ciencias, la historia está en una relación igual a la de una ciencia experimental con respecto a las especulativas.

El objetivo de la historia no es la voluntad humana, sino la idea que tenemos de ella.

Por ello, para la historia, contrariamente a la teología, la ética y la filosofía, no existe el misterio insoluble del nexo entre libertad y necesidad. La historia estudia la vida humana donde la coexistencia ambas dos contradicciones es una realidad.

En la vida real, un hecho histórico, un acto humano se comprende clara y definidamente sin sentir contradicciones, pese a que cada hecho parezca libre y necesario a un mismo tiempo.

Para saber cómo se unen la libertad y la necesidad y la esencia de ambos conceptos, la filosofía de la historia puede y debe ir por un camino contrario al de las demás ciencias. En vez de buscar la definición de los conceptos de libertad y necesidad para aplicarlo a los fenómenos de la vida, la historia debe definir esos conceptos entre los numerosos hechos que maneja, siempre dependientes de la libertad y la necesidad.

Al margen de la actividad de uno o muchos individuos, solo se comprende como fruto de la libertad, por una parte, y de las leyes de la necesidad, por otra.

No importa que hablemos de la migración de los pueblos o la invasión de los bárbaros, de las órdenes de Napoleón III o del acto de un hombre que una hora antes había escogido una dirección para pasear; en ninguna de esas manifestaciones vemos contradicciones. La medida de la libertad y la necesidad que ha guiado los actos de esos hombres está bien definida para nosotros.

A menudo la idea que nos hacemos de la libertad puede ser mayor o menor según el ángulo desde el cual examinamos el fenómeno; pero en cada acto humano siempre están unidos libertad y necesidad. Cuanto mayor es la libertad de un acto, menor es siempre la necesidad que hallamos en él y viceversa.

La relación entre libertad y necesidad aumenta o disminuye según el ángulo desde el cual se mira, pero es siempre inversamente proporcional.

El hombre que se ahoga y se agarra a su salvador ahogándolo; la madre hambrienta, extenuada por amamantar al hijo, que roba comida; el soldado que sujeto a una disciplina mata a un hombre indefenso porque se lo ordenan; todos son, para quien conozca las condiciones de estas personas, menos culpables, menos libres y más subordinadas a la ley de la necesidad. Pero a quien ignore que el náufrago iba a ahogarse, que la madre tenía hambre o que el soldado estaba en filas, esos actos le parecerán más libres. Así, el hombre que veinte años antes asesinó a alguien y después ha vivido sin hacer daño a nadie nos parece menos culpable; que su acto parece más sometido a la ley de la necesidad cuando se examina dos décadas más tarde y más libre si se examina al día siguiente de ser realizado. Así, cada acto de un loco, un borracho o un hombre nervioso nos parecerá menos libre y más influido por la ley de la necesidad si conocemos su estado de ánimo; y más libre y menos necesario si lo ignoramos.

En estos casos, la noción de libertad aumenta o disminuye en igual grado que el concepto de necesidad, que depende de ángulo desde el cual se considera el hecho. Así, cuanto mayor nos parece la necesidad, menor es la libertad, y viceversa.

La religión, el sentido común del hombre, la ciencia jurídica y la historia entienden así esta relación entre necesidad y libertad.

Todos los casos en que aumenta o disminuye nuestra noción de la libertad y la necesidad tienen tres bases: la relación del autor del hecho: 1) con el mundo exterior; 2) con el tiempo; 3) con las causas que han producido el hecho.

La primera base es la relación del hombre con el mundo exterior, que es más o menos visible para nosotros, y la idea más o menos clara del lugar que un hombre ocupa con respecto a lo que coexiste con él. Sobre esta base es obvio que el hombre que se ahoga es menos libre y depende más de la necesidad que quien está en tierra firme; nos explica el motivo de que los actos de un hombre que vive en un país muy poblado, en relación estrecha con otros hombres, su familia, su trabajo u otros asuntos, se consideran como menos libres y más sujetos a la ley de la necesidad que los de un hombre que viva aislado.

Si analizamos al individuo aislado sin relacionarlo con el mundo circundante, sus actos nos parecen libres. Pero si vemos una mínima relación entre ese hombre y el mundo que lo rodea, con otro hombre que habla con él, con el libro que lee, con el trabajo que realiza y con el aire y la luz, vemos que cada todas esas condiciones influyen sobre él y rigen al menos un aspecto de su actividad.

Y disminuye nuestra idea sobre su libertad y aumenta la idea de la necesidad a que está sujeto en relación con esas influencias.

La segunda es la relación temporal, más o menos visible, entre el hombre y el mundo; la idea más o menos clara del lugar temporal que ocupan sus actos. Así, la caída del primer hombre, cuya consecuencia fue el origen del género humano, se nos antoja menos libre que el matrimonio de un coetáneo nuestro; según esta base, la vida y la actuación de hombres que vivieron hace siglos y están ligados a nosotros por el tiempo no pueden parecemos tan libres como la vida moderna, cuyas consecuencias aún ignoramos.

La idea de libertad y necesidad, su gradualidad, depende del mayor o menor tiempo entre la realización de un acto y nuestra opinión sobre ese acto.

Si examino un acto recién hecho en circunstancias similares a las que me encuentro ahora, me parece libre. Si analizo uno realizado hace un mes en circunstancias distintas de las actuales, diré que de no haberse llevado a cabo aquel acto no existirían muchas cosas útiles, agradables y necesarias derivadas de él.

Si rememoro un acto más lejano de hace diez años o más, me parecerán más obvias sus consecuencias y me costará imaginar qué habría ocurrido si ese acto lejano no se hubiese realizado. Cuanto más retroceda o más retrase mis opiniones sobre las consecuencias de mi acto, más inseguras serán mis opiniones sobre su libertad.

La historia confirma la participación cada vez mayor del libre albedrío en las acciones comunes de la humanidad. El hecho moderno nos parece el resultado obvio del esfuerzo de todos los hombres famosos. Pero en los hechos más alejados de nosotros podemos observar sus consecuencias ineludibles, fuera de las cuales no podemos imaginar nada. Cuanto más retrocedamos analizando los hechos, menos libres nos parecen.

Vemos la guerra austro-prusiana como consecuencia de las maniobras del astuto Bismarck.

Las guerras napoleónicas, aunque con reservas, nos parecen el resultado de la voluntad de los héroes. Pero las Cruzadas, hecho sin el cual sería imposible concebir la historia moderna de Europa, para los historiadores de esa época parecen solo el resultado de la voluntad de unos individuos.

En cuanto a las migraciones de los pueblos, nadie de nuestra época pensaría que de la voluntad de Atila dependía la renovación del mundo europeo. Cuanto más alejemos el objeto observado, más dudosa será la libertad de quienes han realizado los hechos y más obvia es la ley de la necesidad.

La tercera base es la mayor o menor posibilidad de conocer la infinita relación de causas que exige la mente, y en la que cada fenómeno comprendido y cada acto humano ha de tener un lugar concreto como consecuencia de hechos previos y causa de los ulteriores.

Sobre esa base nuestros actos y los de otros hombres nos parecen más libres y menos sujetos a la ley de la necesidad cuanto mejor conozcamos las leyes psicológicas, fisiológicas e históricas, fruto de la observación a las cuales está sujeto el hombre, y cuanto mejor las comprendamos. Cuanto más sencillo es el hecho observado, menos complejos serán el carácter y la mentalidad del hombre cuyo acto examinamos.

Si no comprendemos las causas del acto, tanto si es un crimen, una buena obra o una acción inconexa con el bien o el mal, le achacamos una mayor parte de libertad; si es un crimen, pedimos el castigo; si es una buena obra, la apreciamos. Si nada la relacione con el bien o el mal, decimos que el acto revela individualidad, originalidad y libertad mayores. Pero si conocemos tan solo una de las muchas causas del hecho, admitimos cierta necesidad y exigimos menos el castigo del crimen, no reconocemos tanto mérito al acto virtuoso y vemos menos libertad en el acto que nos parecía original. Que un delincuente haya crecido entre criminales reduce su culpa. La abnegación de los padres con posibilidad de recompensa nos es más comprensible que la abnegación inmotivada y se nos antoja menos meritoria y menos libre. Los fundadores de sectas y partidos o los inventores nos asombran menos cuando sabemos cómo prepararon su actividad y con qué medios. Si tenemos muchos experimentos, si nuestra observación se dirige a la búsqueda de relaciones entre causas y efectos de los actos humanos, estos actos nos parecen más necesarios y menos libres cuanto más cierta sea la relación entre causa y efecto. Si los hechos analizados son sencillos y observamos muchos de ellos, nuestra idea de su necesidad será más completa. El acto deshonroso del hijo de un padre deshonesto, la conducta desvergonzada de una mujer en cierto ambiente o la recaída de un alcohólico en la ebriedad son actos que nos parecen menos libres cuanto mejor comprendemos sus causas. Si el hombre cuyos actos analizamos está en la primera etapa de la evolución, como un niño, un loco o un estulto, al conocer las causas del acto y la simplicidad de su carácter y mentalidad ya sabemos cuánta necesidad y qué poca libertad disfruta y podemos vaticinar el acto.

Sobre estas tres bases se cimenta la irresponsabilidad del delincuente, reconocida en todas las leyes, y las circunstancias atenuantes. La responsabilidad parece mayor o menor dependiente del grado de conocimiento de las condiciones en que se halla el hombre cuyo acto juzgamos, dependiendo del tiempo más o menos largo entre el acto y su enjuiciamiento, y según la comprensión mayor o menor de sus causas.

CAPÍTULO X

Así pues, nuestra idea del libre albedrío y de la inevitabilidad aumenta y disminuye por grados dependiendo de si su lazo de unión es mayor o menor con el mundo exterior, la distancia temporal mayor o menor, y la dependencia de las causas en cuyo contexto analizamos el fenómeno.

Si observamos al hombre cuando su vínculo con el mundo exterior es conocido, cuando el tiempo desde la realización del hecho es el mayor posible y sus causas son comprensibles, consideramos que la necesidad es máxima y mínima la libertad. Si observamos al hombre cuando su dependencia del mundo exterior es ínfima y el acto se realizó inmediatamente después al tiempo presente y las causas de la acción son inaprensibles para nosotros, pensaremos que la necesidad fue mínima y máxima la libertad.

Así, en ambos casos, por mucho que cambiemos nuestro punto de vista y nos expliquemos el vínculo que lo relaciona con el mundo exterior, por accesible que se nos antoje esa relación, por mucho que alarguemos o acortemos el período temporal, por comprensibles o inaccesibles que nos parezcan las causas, jamás podremos imaginar una libertad ni una necesidad completa.

1) Por más que tratemos de imaginar a un hombre al margen de las influencias del mundo exterior nunca comprenderemos el concepto de la libertad en el espacio. Todo acto humano está sujeto a ciertas condiciones por cuanto lo rodea, incluido su propio cuerpo. Si levanto y bajo el brazo, ese acto me parece libre, pero al preguntarme si podría hacerlo en todas las direcciones, veo que lo hice donde había menos obstáculos, los cuales se hallan en los cuerpos circundantes y en la conformación del mío. Si de todas las direcciones elijo una, lo hago porque es la menos difícil. Para que mi acto sea libre no debe hallar impedimentos. Para que un hombre sea libre debemos imaginarlo fuera del espacio, lo cual es imposible.

2) Por mucho que aproximemos el momento en que juzgamos la realización del acto, nunca conseguiremos el concepto de libertad en el tiempo, pues al examinar un hecho realizado un segundo antes, debo reconocer la falta de libertad del acto, que se vincula al instante de su realización. ¿Puedo levantar el brazo? Lo levanto y me pregunto: ¿podía no haberlo hecho en ese momento ya pasado? Para comprobarlo, dejo de levantarlo de inmediato. Pero eso no sucede ya cuando me preguntaba si obraba libremente. Ha pasado un tiempo que no pude detener, y el brazo levantado no es el mismo que empleo ahora y tampoco el aire en que lo movía. El momento del primer movimiento es irreversible, y entonces pude hacer solo un movimiento, y cualquiera que hiciese solo podía ser uno; que en el momento siguiente no haya levantado el brazo no demuestra que podía no haberlo levantarlo entonces. Como mi movimiento solo podía ser uno en ese instante de tiempo, debía ser ese. Para considerar libre ese acto hay que imaginarlo en el presente, en el límite del tiempo pasado y futuro, fuera del tiempo, cosa imposible.

3) Por mucho que aumente la dificultad para comprender la causa, nunca alcanzaremos la idea de la libertad total, la ausencia de una causa. La primera exigencia de la razón es suponer que hay una causa y buscarla. La causa que expresa la voluntad de un acto es incomprensible, pero sin ella no puede existir fenómeno alguno. Levanto el brazo para realizar un acto independiente, pero que quiera realizar un acto sin causa es la causa de mi acto.

Aunque imaginemos a un hombre libre de influencias y solo examinemos su acto momentáneo, sin causa alguna, y admitamos que en el presente el pequeño residuo de necesidad es cero, ni siquiera entonces alcanzaríamos el concepto de libertad absoluta, pues un ser que no esté bajo el influjo del mundo exterior, que se halle fuera del tiempo y no dependa de causa alguna, no es un ser humano.

Así pues, nunca podemos imaginar los actos de un hombre sujeto solo a la ley de la necesidad sin participación de la libertad.

1) Por grande que sea nuestro conocimiento de las condiciones espaciales del hombre, ese conocimiento nunca es completo, pues el número condiciones es infinito, como el espacio. Por eso, como no están determinadas todas las condiciones e influencias a que está sujeto el hombre, tampoco hay necesidad completa y existe cierta libertad.

2) Por mucho que prolonguemos el tiempo desde que el fenómeno analizado hasta el momento en que se emite el juicio, ese período será finito, pero el tiempo es infinito. Por eso, aun desde ese ángulo, jamás puede haber una necesidad completa.

3) Por accesible que sean las causas de un acto cualquiera, nunca las conoceremos porque son infinitas y tampoco alcanzaremos la necesidad total.

Asimismo, aunque admitiéramos que la libertad pueda ser cero y reconozcamos en algún caso; por ejemplo, en un moribundo, un embrión o un tonto, la falta de libertad, acabaríamos con el concepto de hombre, pues si no hay libertad tampoco existe el hombre. Por eso la idea de que el hombre puede vivir y actuar solo sujeto a la ley de la necesidad, sin libertad, nos parece imposible como la idea de un acto humano libre.

Para imaginar la actividad de un hombre sujeto solo a la ley de la necesidad, sin libertad, debemos admitir el conocimiento de un número infinito de condiciones espaciales, de un período infinito de tiempo y de una serie infinita de causas.

Para concebir al hombre libre, no sujeto a la ley de la necesidad, debemos imaginarlo solo, fuera del espacio, del tiempo, sin depender de ninguna causa.

En el primer caso, si la necesidad fuese posible sin libertad, definiríamos la ley de la necesidad por la propia necesidad, o sea, una forma sin contenido.

En el segundo caso, si la libertad fuese posible sin necesidad, llegaríamos a una libertad completa, fuera del espacio, del tiempo y de las causas; esa libertad, al ser absoluta e ilimitada, no sería nada o solo un mero contenido informe.

Llegaríamos a las dos bases sobre las que reposa la noción del mundo vista por el hombre: el carácter incomprensible de la esencia de la vida y las leyes que la definen.

La razón dice: 1) El espacio con todas las formas que lo hacen perceptible, la materia, es infinito y no puede concebirse de otro modo. 2) El tiempo es un movimiento infinito sin un momento de reposo, y no puede concebirse de otro modo. 3) El vínculo entre causas y efectos no tiene principio ni fin.

La conciencia afirma: 1) Estoy solo y cuanto existe soy yo, por tanto mi yo incluye el espacio. 2) Yo mido el tiempo y fijo en un instante del presente cuando me siento vivo; por tanto, estoy fuera del tiempo. 3) Como carezco de causa, considero que soy la causa de toda manifestación de mi vida.

La razón expresa las leyes de la necesidad; la conciencia, la esencia de la libertad.

La libertad ilimitada es la esencia de la vida en la conciencia humana. La necesidad sin contenido es la inteligencia humana y sus tres formas.

La libertad es lo que se juzga; la necesidad es quien lo juzga. La libertad es el contenido; la necesidad es la forma.

Solo separando ambas fuentes del conocimiento, relacionadas entre sí como la forma y el contenido, se llega a conceptos que se excluyen y se pueden comprender: necesidad y libertad.

Solo gracias a su unión se comprende la vida del hombre. Fuera de esos dos conceptos, los cuales se relacionan como la forma y el contenido cuando se unen, no puede existir representación de la vida.

Lo que sabemos de la vida de los hombres es solo esa relación entre libertad y necesidad, entre la conciencia y las leyes de la razón.

Lo que conocemos del mundo exterior de la naturaleza es solo la relación entre las fuerzas naturales y la necesidad, entre la esencia de la vida y las leyes de la razón.

Las fuerzas que determinan la vida de la naturaleza están fuera de nosotros y de nuestro entendimiento porque no somos conscientes de ellas; las llamamos fuerza de la gravedad, inercia, electricidad, fuerza animal y demás. Pero comprendemos la fuerza de la vida humana y la llamamos libertad.

La gravedad, percibida por todo individuo, pero incomprensible en sí, la entendemos en la medida de nuestro conocimiento de las leyes que rigen la necesidad, desde la primera noción de que todo cuerpo pesa hasta la ley de Newton, la fuerza de la libertad también es incomprensible en sí, aunque la percibamos y la entendamos en tanto que conocemos las leyes de la necesidad, de las cuales depende a partir del hecho de que todo hombre muere hasta el conocimiento de las leyes de la economía y la historia.

Nuestro conocimiento no la adaptación de la esencia de la vida a las leyes de la razón.

La libertad del hombre se diferencia de las demás fuerzas porque el hombre es consciente de ella, aunque desde el ángulo de la razón no se distingue de las demás fuerzas. La gravedad, la electricidad o la afinidad química solo se diferencian entre sí porque la razón las designa de varios modos. La libertad del hombre se diferencia de otras fuerzas de la naturaleza solo por la definición que les da la razón. La libertad sin necesidad, sin las leyes de la razón que la definen, no se diferencia de la gravedad, del calor o de la fuerza de la vida vegetal. Para la razón es una sensación de vida momentánea e indefinida.

Igual que la esencia indeterminada de la fuerza que mueve los cuerpos celestes, la esencia indefinida de la fuerza del calor, la electricidad o la afinidad química o la fuerza vital son el contenido de la astronomía, la física, la química, la botánica, la zoología, y demás, la esencia de la libertad es el contenido de la historia. Como el fin de la ciencia es descubrir la esencia ignorada de la vida, esa esencia solo puede ser objeto de la metafísica, como la libertad en el espacio, en el tiempo, dependiente de las causas, es objeto de la historia y de la metafísica.

En la ciencia natural llamamos leyes de la necesidad a lo que conocemos y fuerza vital a lo que no. La fuerza vital es el resto ignorado de lo que sabemos sobre la esencia de la vida.

También en la historia lo conocido se llama ley de la necesidad, y lo ignorado, libertad. Para la historia esta es solo el resto ignorado de lo que sabemos de las leyes de la vida humana.

CAPÍTULO XI

La historia analiza las manifestaciones del libre albedrío humano en relación con el mundo exterior en el tiempo y dependiendo de las causas; determina esa libertad según las leyes de la razón. Por eso la historia solo es ciencia en tanto que la libertad es fijada por esas leyes.

Para la historia, reconocer la libertad de los hombres como fuerza capaz de influir en los hechos históricos sin sujeción a leyes, es como para la astronomía reconocer el libre movimiento de los cuerpos celestes.

Ese reconocimiento anula la posibilidad de existencia de las leyes, del conocimiento. Si hay un solo cuerpo que se mueva libremente, las leyes de Kepler y de Newton cesan y no se conoce el movimiento de los cuerpos celestes. Si existe un solo acto libre del hombre, no existe ninguna ley histórica y desaparece toda idea sobre los hechos históricos.

Para la historia, la voluntad humana posee sus vías de movimiento, uno de cuyos extremos se oculta en lo ignorado y el otro, la conciencia de la libertad en el presente, se desarrolla en el espacio, en el tiempo y depende de las causas.

Cuanto más se extiende ese campo del movimiento, más evidentes son las leyes que lo rigen. Averiguar y definir esas leyes es el objeto de la historia.

Desde el punto de vista del que parte hoy día la ciencia para estudiar su objetivo, su camino para buscar las causas de los fenómenos en la libre voluntad humana, no puede recurrir al concepto de ley; por mucho que limitemos la libertad humana, al admitirla como fuerza independiente de las leyes, la existencia de la ley es imposible.

Solo limitando esa libertad hasta el infinito, tomándola como una magnitud diminuta, podemos convencernos de que sus causas son inaccesibles; entonces, en lugar de buscar las causas, la historia busca las leyes.

Esa búsqueda se inició hace tiempo y los nuevos métodos de estudio que debe asimilar la historia coinciden con la autodestrucción de la vieja historia que fracciona las causas de los fenómenos.

Todas las ciencias humanas han seguido ese camino. Al llegar a lo diminuto, las matemáticas, la ciencia más exacta, abandonan el fraccionamiento y adoptan la suma de las incógnitas de los infinitesimales. Renunciando al concepto de causa, buscan la ley, las propiedades comunes a todos los elementos desconocidos y diminutos.

De diversas formas, pero por la misma vía de pensamiento, avanzaron otras ciencias. Cuando Newton expuso la ley de la gravedad, no dijo que el sol y la Tierra tuviesen la propiedad de atraer, sino que desde el cuerpo más grande hasta el más pequeño se atraen; soslayando la causa del movimiento de los cuerpos, expresó una cualidad común a todos, desde los inmensos hasta los diminutos. Las ciencias naturales también apartan las causas y buscan las leyes.

En ese camino se halla la historia. Si el objetivo de la historia es estudiar el movimiento de los pueblos y de la humanidad, no la descripción de los episodios de la vida humana, debe desechar la idea de las causas y buscar las leyes comunes a todos los elementos iguales de libertad, ligados entre sí y diminutos.

CAPÍTULO XII

Desde el momento que se descubrió y demostró la ley de Copérnico, solo se acepta que la Tierra gira y no el Sol, lo cual acabó con toda la cosmografía antigua. En contra de esa ley, se podría volver a la vieja noción sobre el movimiento de los cuerpos; pero sin rebatirla es probable que no se pueda seguir el estudio de los mundos de Tolomeo. Pero lo cierto es que el mundo de Tolomeo siguió siendo estudiado mucho tiempo después de Copérnico.

Desde que se dijo y se demostró que el número de nacimientos o delitos está sujeto a leyes matemáticas, que ciertas circunstancias geográficas y político-económicas establecen las formas de gobierno y que ciertas relaciones entre la población y la Tierra dan lugar al movimiento de los pueblos, han desaparecido las bases de la historia.

Refutando las nuevas leyes, se podrían conservar los anteriores puntos de vista sobre la historia, pero sin haberlo hecho no podríamos estudiar los hechos históricos como manifestaciones de la libre voluntad humana. Si debido a ciertas condiciones geográficas, etnográficas o económicas se instituye una forma de gobierno o nace un movimiento popular, ya no se puede considerar como su causa la voluntad de los individuos que parecen ser los organizadores del gobierno o instigadores del movimiento popular.

No obstante, se aplican a la historia anterior las leyes de la estadística, de la geografía, la economía política, la filología comparada y la geología, que contradicen sus tesis.

Durante mucho tiempo se mantuvo una lucha a brazo partido entre las corrientes antiguas y modernas en la filosofía de la naturaleza. La teología defendía el antiguo punto de vista acusando al nuevo de acabar con la revelación. Pero cuando venció la verdad, la teología se asentó sobre el nuevo terreno con la firmeza de antaño.

Hoy se mantiene una lucha larga y tenaz entre la vieja y la nueva noción sobre la historia, y también ahora la teología defiende posiciones antiguas y acusa a la nueva de acabar con la revelación.

En ambos casos y por ambas partes esa lucha enciende pasiones y oculta la verdad. Existen el miedo y la simpatía por el edificio erigido durante los siglos, pero también la pasión por destruir.

Los hombres que se oponían a la verdad filosófica de la naturaleza pensaban que si admitían esa verdad la gente dejaría de creer en Dios, en la creación y en los milagros de Jesucristo.

Los defensores de las leyes de Copérnico y Newton creían que las leyes de la astronomía acabarían con la religión. Voltaire, por ejemplo, recurría a esas leyes para combatirla.

Hoy parece también que bastaría con admitir la ley de la necesidad para destruir el concepto del alma, del bien y el mal, y las instituciones estatales y eclesiásticas surgidas sobre esa base.

Como ahora y como Voltaire en su época, los no solicitados defensores de la ley de la necesidad la utilizan para combatir la religión cuando, como la ley de Copérnico en astronomía, esa ley aplicada a la historia no destruye la base de las instituciones estatales y religiosas, sino que la consolidan.

Hoy, en la historia, como en la astronomía antaño, las diferencias en las nociones se refieren a la aceptación o no de la unidad absoluta que sirve de medida para los fenómenos visibles. En astronomía esa unidad era la inmovilidad de la Tierra, y en historia la independencia del individuo, la libertad.

Si en astronomía la dificultad para reconocer que la Tierra se mueve radicaba en no admitir la sensación de su inmovilidad y el movimiento de los planetas, en la historia la dificultad radica en admitir la subordinación del individuo a las leyes espaciales, temporales y causales, renunciando a su propia y directa independencia.

Igual que en la astronomía la nueva noción asevera: «Es cierto que no percibimos el movimiento de la Tierra, pero si admitimos su inmovilidad llegaríamos a una situación absurda, mientras que admitiendo un movimiento imperceptible llegamos a una ley». Eso ocurre en la historia, cuya nueva corriente afirma: «Es cierto que no sentimos nuestra dependencia; pero si admitimos nuestra libertad llegamos al absurdo, y si admitimos nuestra dependencia con respecto al mundo exterior, al tiempo y a las causas llegamos a las leyes».

En el primer caso debíamos renunciar a la conciencia de la inmovilidad irreal en el espacio y admitir un movimiento no sentido; en el caso actual debemos renunciar a una libertad que no existe y admitir una dependencia de la que no somos conscientes.

«Concentre toda la atención en usted mismo; contenga sus sentimientos y no busque la felicidad en las pasiones, sino en su corazón. La fuente de la felicidad no está fuera, sino dentro de nosotros…»

Lev Tolstói

«Cuando ame a una persona, ame usted a la persona que es, y no a la que le gustaría que fuera.»

Lev Tolstói

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