Guerra y paz

LIBRO DECIMOQUINTO – 1812 — 1813

LIBRO DECIMOQUINTO

CAPÍTULO I

Cuando el hombre ve morir a un animal se aterroriza. Lo que él es, su esencia, desaparece y deja de existir; pero si es un semejante, y un ser amado, entonces, además del terror, se produce una herida que puede llegar a matar y puede curarse, pero siempre es dolorosa, sensible a todo contacto exterior inoportuno.

Natacha y la princesa María sintieron por igual la muerte del príncipe Andréi. Abrumadas moralmente, entornaban los ojos para no ver la nube de la muerte que gravitaba sobre ellas, no osaban mirar la vida de frente. Protegían sus heridas de todo contacto. Un vehículo que pasara velozmente por la calle, hablar de comida, la pregunta de una doncella sobre el vestido que debía preparar y la expresión poco sentida y falsa de condolencia, les infligía dolor, les ofendía y turbaba el silencio en el que ambas procuraban escuchar el solemne y terrible coro que aún sonaba en sus mentes, sin dejarles ahondar en el lejano y misterioso infinito que se abría ante ellas.

Mientras estaban solas no sufrían ni sentían ofensa. Hablaban poco entre sí y sobre nimiedades. Ambas rehuían cuanto tuviese relación con el futuro.

Admitir la posibilidad de un futuro era una ofensa a su memoria. Evitaban en sus conversaciones lo relacionado con el finado. Imaginaban que lo vivido y sentido por ellas era inexpresable y que cualquier mención de la vida de Andréi violaba la grandeza y la santidad del misterio que les habían revelado.

La reserva que se imponían en sus conversaciones, la omisión de todo lo referido a él, las interrupciones constantes al acercarse al límite de lo que no se podía decir, evocaban con mayor claridad y pureza, lo que sentían en su fuero interno.

Pero la tristeza pura y plena es tan imposible como la dicha pura y plena. Ahora dueña única de su suerte y tutora y educadora de su sobrino, la princesa María fue la primera en abandonar forzosamente el mundo de dolor donde había vivido durante las dos primeras semanas. Había recibido cartas de sus familiares a las que debía contestar, la habitación de Nikolenka era húmeda y el niño tenía tos; Alpatich llegó a Yaroslavl para informar sobre distintos asuntos y aconsejar que regresase a Moscú, a su casa de Vozdvishenka, que había quedado intacta y solo necesitaba pequeñas reparaciones. La vida no se detenía y debía vivir. Por penoso que fuese salir de ese aislamiento místico en que había vivido, por mucho que sintiese y la avergonzase tener que dejar a Natacha, la vida la reclamaba y, sin quererlo, se entregó a ellos. Revisaba las cuentas con Alpatich, pedía consejo a Dessalles sobre la educación de su sobrino, daba órdenes y preparaba el regreso a Moscú.

Natacha se quedaba sola, y desde que la princesa María se puso a preparar el viaje procuraba evitarla.

La princesa pidió a la condesa que dejase ir a Natacha con ella a Moscú y los padres aceptaron alegres, pues veían menguar las fuerzas de su hija y creían que el cambio de aires y los consejos de los médicos moscovitas la restablecerían.

—No iré a ninguna parte —replicó Natacha—. Solo os pido que me dejéis en paz.

Y salió corriendo de la habitación conteniendo las lágrimas de despecho y rabia.

Desde que se sintió abandonada y sola con su pena, Natacha pasaba casi todo el tiempo en su habitación, sobre un diván, con las piernas recogidas, revolviendo y rompiendo cualquier cosa con dedos nerviosos, la mirada fija en cualquier cosa. Ese aislamiento la agotaba y la martirizaba, pero lo necesitaba. Si alguien entraba en su habitación se ponía en pie, cambiaba de actitud y expresión, tomaba un libro o una labor y parecía desear que el importuno se fuese.

Creía estar siempre a punto de comprender aquel problema superior a sus fuerzas que ocupaba su espíritu.

A finales de diciembre, con un vestido de lana negra, la trenza recogida, el rostro demacrado y pálido, Natacha, tendida en el diván, contemplaba la puerta, arrugando y desarrugando la punta del cinturón.

Miraba al otro lado de la vida, adonde él se había ido.

Y esa vida, en la que antes no pensaba y parecía tan lejana e increíble, era ahora lo más próximo, cordial y comprensible de esta, donde solo quedaba el vacío y la destrucción, el sufrimiento y la angustia.

Miraba hacia donde había estado él; pero solo podía recordarlo como lo había visto en Mitischi, en Troitsa, en Yaroslavl.

Veía su rostro, oía su voz, repetía sus palabras y las que ella le había dicho, y otras inventadas que pudo decir.

Lo veía en una butaca, su chaqueta de terciopelo, la cabeza apoyada en la mano delgada, pálida, el pecho hundido y los hombros erguidos. Veía sus labios apretados, sus ojos brillantes y una arruguita que aparecía y desaparecía de su frente blanca.

Una pierna le tiembla. Natacha sabe que él lucha con un dolor terrible. «¿Cómo es ese dolor? ¿Por qué? ¡Cómo debe dolerle! ¿Qué siente?», piensa. Él nota que lo mira atentamente, alza los ojos y dice muy serio:

«Lo peor es unirse para siempre a alguien que sufre. Es un martirio eterno». Y la mira escrutadoramente. Natacha contesta sin pensar: «Eso no puede durar siempre. No; te curarás».

Ahora lo vuelve a ver y experimenta los sentimientos de entonces. Recuerda la mirada intensa, triste y severa en respuesta y comprende el reproche y la desilusión de sus ojos.

«Reconocí —piensa ella— que habría sido terrible si tuviese que sufrir siempre. Entonces contesté eso porque habría sido horrible para él, y él lo entendió de otra manera: pensó que iba a ser horrible para mí. Entonces aún quería vivir, temía a la muerte. ¡Y lo dije de esa forma cruda y tonta! No pensaba eso, sino lo contrario. ¡Si hubiese dicho lo que pensaba, habría dicho que si estuviese muriéndose siempre ante mis ojos sería feliz si lo comparo con lo que soy ahora! ¡Ahora…! Ahora ya no hay nada, ni nadie. ¿Lo sabía? No lo sabía ni lo sabrá nunca. Ahora eso nunca podrá remediarse». Repetía él las mismas palabras, pero Natacha respondía mentalmente otra cosa. Lo interrumpía y decía: «Es terrible, pero no para mí. Sin ti nada hay para mí y sufrir a tu lado es mi mayor felicidad». Él le tomaba la mano, se la estrechaba como aquella terrible tarde, cuatro días antes de morir. Y Natacha repetía otras tiernas palabras de amor que entonces podría haber dicho: “Te amo… Te amo a ti…», y se retorcía las manos apretando los dientes convulsivamente.

Una dulce tristeza la invadía y lloraba. De repente se preguntaba: «¿A quién digo esto? ¿Dónde está? ¿Y quién es él ahora?». Una perplejidad cruel y dura la cegaba, y con el ceño fruncido miraba adonde él había estado. Le parecía que desentrañaría el misterio en cualquier momento… Pero cuando se le iba a revelar lo incomprensible, el ruido del picaporte hirió su oído. Rápidamente, sin precauciones y con aire asustado, entró la doncella Duniasha.

—Pronto. Venga… —dijo Duniasha con el susto pintado en el rostro—. Vaya a ver a su padre… Una desgracia. Piotr Ilich… una carta… —sollozó.

CAPÍTULO II

Además de apartarse de todos, Natacha deseaba alejarse de aquello que la distanciaba de los suyos. Sus padres, Sonia, le eran tan cercanos y familiares, estaba tan acostumbrada a ellos, que sus palabras y sus sentimientos le parecían una ofensa al mundo en el que ahora vivía. Se mostraba indiferente y los miraba con hostilidad. Escuchó a Duniasha, que hablaba de una desgracia, y de Piotr Ilich, pero no comprendió nada.

«¿Qué desgracia puede haberles ocurrido? —pensó—. Para ellos todo sigue como antes».

Al entrar en el salón su padre salía rápidamente del cuarto de la condesa con el rostro contraído e hipando. Buscaba refugio en otro lugar donde dar rienda suelta al llanto que lo ahogaba. Al ver a Natacha movió las manos y estalló en sollozos convulsivos que deformaron su cara redonda.

—¡Pe… Petia!… Entra, entra… ¡ella… ella te llama!…

Llorando como un niño se acercó a una silla, todo lo rápidamente que le permitían sus débiles piernas, se dejó caer y ocultó el rostro entre las manos.

Natacha sintió una sacudida eléctrica por el cuerpo. Algo oprimió su corazón con un dolor insoportable. Le pareció que algo se rompía y se moría. Pero sintió también que aquel sufrimiento la liberaba de la prohibición de vivir ella. Al ver a su padre y oír a través de la puerta los gritos terribles e inhumanos de su madre, se olvidó de su propio dolor y de sí misma. Corrió a su padre, pero él agitó débilmente la mano y señaló la puerta de la condesa. La princesa María salió de allí muy pálida, la mandíbula temblando; tomó la mano de Natacha y le dijo algo. Natacha no veía ni oía nada. Llegó a la puerta, se detuvo luchando consigo misma, y corrió hacia su madre. La condesa, tumbada en un sillón, contraída de manera grotesca e incómoda, se golpeaba la cabeza contra la pared. Sonia y varias doncellas la sujetaban por el brazo.

—¡Que venga Natacha! ¡Natacha! —gritaba—. Es mentira, mentira… Él miente —gritaba rechazando a cuantos la rodeaban—. ¡Marchaos todos, es mentira! ¡Que lo han matado…! ¡Ja, ja, ja…! ¡Es mentira!

Natacha apoyó una rodilla en la butaca, se inclinó hacia su madre, la abrazó, la levantó con una fuerza inusitada y giró hacia sí el rostro de su madre abrazándola.

—¡Mamá…! ¡Cielo…! ¡Estoy aquí, mamá…, querida! —susurraba.

No soltaba a su madre, luchaba con ella; pidió unos almohadones y agua; le desabrochó y desgarró el vestido.

—Querida, mamá, querida mía, tesoro… —murmuraba sin cesar besándole la cabeza, las manos, la cara y sintiendo las lágrimas, haciéndole cosquillas en la nariz y las mejillas.

La condesa apretó la mano de su hija, cerró los ojos y se calmó un momento. De pronto, con gran rapidez, se puso en pie, miró a su alrededor con ojos extraviados y, al ver a Natacha, apretó su cabeza con toda su fuerza; luego volvió hacia sí aquel rostro deformado por el dolor y lo contempló largamente.

—Natacha, tú me quieres —preguntó en voz baja y confiada—. Natacha, ¿no me engañarás? ¿Me dirás toda la verdad?

Natacha la miraba llorando; en su rostro solo había una súplica de perdón y amor.

—Querida mamá —repetía con toda la fuerza de su amor hacia ella para aliviar el de dolor que la oprimía.

De nuevo en aquella estéril lucha contra la realidad, la madre se negaba a creer en la posibilidad de vivir ahora que su hijo favorito había muerto en la flor de la edad. Prefería huir de esa realidad y refugiarse en la demencia.

Natacha no recordaría después cómo fueron ese día y la noche siguiente. Durante la noche no durmió, no se apartó de su madre. El amor paciente y tenaz de Natacha, que no era una explicación ni un consuelo, sino una llamada para seguir viviendo, rodeaba a la condesa. A la tercera noche la condesa se calmó un poco y Natacha, apoyada en el brazo de la butaca, cerró los ojos.

La cama de su madre crujió. La joven abrió los ojos; la condesa hablaba dulcemente sentada en la cama:

—¡Qué contenta estoy de que hayas venido! Estarás cansado. ¿Quieres té? —Natacha se acercó—. Estás más alto y más hombre —seguía la condesa agarrando la mano de su hija.

—¡Qué dices, mamá…!

—¡Natacha, él ya no está, ya no está más!…

Tras abrazar a su hija, la condesa lloró por primera vez.

CAPÍTULO III

La princesa María retrasó su viaje. Sonia y el conde trataban de sustituir a Natacha en vano. Veían que solo ella podía evitar que su madre cayese en la locura. Durante tres semanas Natacha vivió junto a su madre; dormía en su habitación, en un sillón, la forzaba a comer y beber, hablaba con ella porque solo su voz tierna y acariciante la calmaba.

La herida en el corazón de la madre no podía cicatrizar. La muerte de Petia se llevó la mitad de su vida. Al mes de recibir la noticia, aquella mujer, enérgica y animosa a sus cincuenta años, salió de su habitación como una anciana medio muerta y sin interés por la vida. Pero la herida que casi mata a la condesa resucitó a Natacha.

Una vez que cicatriza la herida profunda y se unen sus bordes, por extraño que parezca la psíquica y la física también cicatrizan interiormente gracias al empuje de la fuerza vital.

Así sanó la herida de Natacha. Ella creía terminada su vida. Pero el amor a su madre le hizo ver que la esencia de su vida, el amor, aún vivía en su alma. El amor despertó y con él la vida.

Si los últimos días del príncipe Andréi la habían acercado a la princesa María, esta nueva desgracia las unió aún más. La princesa, que había aplazado su viaje, cuidó durante tres semanas a Natacha como a una niña enferma. Las últimas semanas junto a su madre la habían debilitado.

Una vez, a media tarde, la princesa María, al ver que Natacha temblaba de fiebre, la llevó a su habitación y la acostó en su cama. Corrió las cortinas y cuando iba a salir, Natacha la llamó.

—No tengo sueño. Quédate conmigo, Marie.

—Estás cansada. Intenta dormir.

—No. ¿Por qué me has traído aquí? Mamá preguntará por mí.

—Está mejor. Hoy estuvo hablando también de él —dijo la princesa.

En la penumbra Natacha se quedó mirando su rostro.

«¿Se parece a él? —pensaba—. Sí y no. Pero es especial, nueva y desconocida. Y me quiere. ¿Qué hay en su alma? Es pura bondad. Pero… ¿cómo es, qué piensa, qué opina de mí? Sí, es maravillosa».

—Masha —la atrajo tímidamente por la mano—. Masha… no pienses que soy mala. ¿Verdad que no? ¡Cómo te quiero! Seamos muy amigas.

La abrazó, comenzó a besar las manos y el rostro de la princesa, avergonzada y contenta por esas muestras de cariño.

Desde entonces creció en ellas esa amistad apasionada y tierna que solo se da entre mujeres. Se besaban sin cesar, se decían palabras cariñosas, pasaban juntas la casi todo el tiempo. Si una salía, la otra quedaba inquieta y la buscaba. Juntas estaban más de acuerdo consigo mismas que separadas. Las unía un sentimiento extraordinario, más fuerte que la amistad porque admitían la posibilidad de vivir estando juntas.

A veces pasaban horas en silencio; otras, acostadas, hablaban hasta la mañana. Sus charlas giraban sobre el pasado. La princesa contaba su infancia y hablaba de sus padres y de sus sueños; Natacha, que antes no entendía ni se interesaba por esa vida de fidelidad y sumisión, la abnegación cristiana, gracias a su cariño por ella, también amó su pasado y comprendió ese aspecto de la vida que antes no podía comprender. No pensaba aplicar a su vida esa sumisión y ese sacrificio, pues estaba acostumbrada a buscar otras fuentes de alegría, pero comprendía y estimaba en otro ser toda aquella virtud antes no comprendida. Para la princesa María los relatos de la infancia y adolescencia de Natacha eran la revelación de un aspecto de la vida antes incomprensible: la fe en la vida y en los placeres de la existencia.

Nunca hablaban de él para no turbar con palabras los nobles sentimientos que las unían.

Ese silencio hizo que, poco a poco, sin sospecharlo, comenzaran a olvidarlo.

Natacha estaba tan flaca, pálida y débil que todos hablaban de su salud, y eso le gustaba. A veces se adueñaba de ella el miedo a la enfermedad, la debilidad y la pérdida de su belleza; a veces examinaba sus brazos, asombrada de su delgadez, o por las mañanas contemplaba en el espejo su rostro alargado que le parecía lastimoso. Pensaba que así debía ser, y al mismo tiempo tenía miedo y se sentía triste.

Un día en que subió corriendo las escaleras, respirando trabajosamente, y sin ser consciente de ello inventó un pretexto para bajarlas y subirlas corriendo y medir sus fuerzas y observarse.

Otra vez llamó a Duniasha y siguió con la voz grave con la cual había cantado antaño, y se escuchó a sí misma.

Natacha no sabía, ni habría creído, que bajo la capa de sedimento que cubría su alma se abrían paso los brotes tiernos que, arraigados, ocultarían con sus retoños vivos el dolor sufrido, haciéndolo casi invisible e imperceptible. La herida cicatrizaba por dentro.

A finales de enero la princesa María marchó Moscú y el conde insistió en que Natacha la acompañase a fin de consultar a los médicos.

CAPÍTULO IV

Tras el encuentro de Viazma, cuando Kutúzov no pudo contener el deseo de sus tropas de abatir a los franceses que huían y de los rusos que los perseguían, no hubo batallas hasta Krasnoi. La huida era tan rápida que el ejército perseguidor no alcanzaba al enemigo; la artillería y la caballería se detenían agotadas y las informaciones sobre los movimientos franceses eran inexactas.

Los soldados rusos estaban exhaustos por aquella marcha de hasta cuarenta kilómetros diarios y no podían avanzar más rápido.

Para hacerse una idea del grado de agotamiento basta decir que, tras perder casi cinco mil hombres entre muertos y heridos en la acción de Tarutino y conservando a centenares de prisioneros, el ejército ruso llegó a Krasnoi con cincuenta mil hombres tras salir de esa posición con cien mil

Tan destructiva era para los rusos la persecución de los franceses como para estos la huida. La diferencia estribaba en que el ejército ruso avanzaba sin el revés que amenazaba al ejército francés; los rezagados franceses caían en manos del enemigo y los rezagados rusos quedaban en casa. El principal motivo de la reducción del ejército napoleónico era la rapidez con que se movían y la prueba indiscutible es la reducción correspondiente de las tropas rusas.

La actuación de Kutúzov en Tarutino y en Viazma se dirigía cuando dependía de él a no frenar esa huida letal para los franceses, como querían San Petersburgo y los generales rusos, sino facilitarla y aligerar el movimiento de sus tropas.

Pero además del agotamiento y las grandes pérdidas ocasionadas por la rapidez del movimiento, Kutúzov tenía otro motivo para retrasar la marcha de las tropas y no correr. El objetivo del ejército ruso era perseguir a los franceses; el camino que seguían era desconocido y, cuanto más cerca siguieran a los franceses, más trayecto recorrían: solo a cierta distancia se podía tomar el camino más corto y evitar el zigzag de los franceses. Las maniobras propuestas por los generales eran aumentar el recorrido de las marchas, cuando el único plan lógico era lo contrario. Durante toda la campaña, de Moscú a Vilna, la actuación de Kutúzov tendió a ese fin de un modo tan consecuente que no se apartó de él.

Kutúzov sabía y sentía no por razonamiento o estudio, sino gracias a su espíritu ruso lo mismo que cada soldado: que los franceses estaban vencidos, que el enemigo huía y había que dejarlo. Al mismo tiempo, como todos los soldados, sentía el agobio de aquella marcha tan sumamente rápida y por la estación del año en que estaban.

Los generales, sobre todo los no rusos, deseaban distinguirse capturando a un duque o a un rey y creían llegado el momento de presentar batalla y vencer al contrario, cuando precisamente una batalla habría sido absurda. Kutúzov se encogía de hombros cuando le presentaban aquellos proyectos de maniobras con soldados descalzos, sin abrigo, hambrientos y reducidos en un mes a la mitad, y con los cuales habría debido recorrer hasta llegar a la frontera una distancia superior a la ya cubierta.

Esa tendencia a distinguirse, maniobrar, desbaratar e interceptar el camino se manifestaba cuando los rusos alcanzaban al enemigo.

Eso ocurrió en Krasnoi, donde pensaban encontrar una de las tres columnas francesas y se toparon con Napoleón al frente de dieciséis mil hombres. Pese a los medios empleados por Kutúzov para evitar el encuentro y conservar íntegras sus fuerzas, durante tres días los agotados soldados rusos siguieron en Krasnoi el aniquilamiento de las vencidas bandas enemigas.

Toll había escrito en la orden de operaciones: Die erste Colonne marschirt, etcétera. Como siempre, nada se hizo según la disposición. El príncipe Eugenio de Würtemberg disparaba desde un alto sobre los franceses que huían y pedía refuerzos que no llegaban. Por la noche los franceses, evitando todo encuentro con los rusos, se dispersaban, se escondían en los bosques y cada cual huía como podía lo más lejos posible.

Miloradovich, que decía que no quería saber nada sobre la intendencia de su cuerpo de ejército y al que solo se podía localizar cuando era más necesario, el que se llamaba a sí mismo chevalier sans peur et sans reproche y era partidario de negociar con los franceses enviándoles parlamentarios para exigirles la rendición, perdía el tiempo y no hacía nada de cuanto se le ordenaba.

«Os regalo esa columna», decía a sus jinetes señalando las tropas enemigas. Los jinetes espoleaban a sus caballos, que apenas podían moverse, y tras grandes esfuerzos se acercaban al trote a la columna regalada, es decir, a un grupo de franceses hambrientos y muertos de frío. La columna regalada tiraba las armas y se entregaba, pues lo deseaba hacía mucho tiempo.

Veintiséis mil franceses fueron capturados en Krasnoi, cientos de cañones y un bastón al que llamaban «bastón de mariscal». Se discutió sobre quién se había distinguido en la acción y quedaron satisfechos, aunque lamentaban no haber apresado a Napoleón o a algún héroe, por ejemplo, un mariscal. Se lo reprochaban recíprocamente, sobre todo, a Kutúzov.

Aquellos hombres arrastrados por sus pasiones, eran ciegos ejecutores de la triste ley de la necesidad; pero se creían héroes e imaginaban que cuanto hacían era la acción más digna y noble del mundo. Acusaban a Kutúzov de haber impedido siempre vencer a Napoleón, de pensar solo en satisfacer sus pasiones y no haber salido de Polotnianie Zavodyi porque allí estaba más tranquilo. Decían que detuvo el movimiento de las tropas en Krasnoi cuando supo que Napoleón estaba allí; decían que tenía tratos con él, que lo había sobornado, etcétera. Sus coetáneos afirmaban que la posteridad y la historia habrían reconocido la grandeza de Napoleón, que era grand, y que Kutúzov, según los extranjeros, era un viejo cortesano astuto, depravado y débil, incomprensible para los rusos, una marioneta solo útil por su nombre ruso…

CAPÍTULO V

En 1812 y 1813 se acusaba a Kutúzov de toda clase de errores. El zar estaba disgustado con él. En una historia escrita recientemente por orden del zar se decía que Kutúzov era un cortesano falsario y astuto, que tenía miedo hasta del nombre de Napoleón y que sus errores en Krasnoi y el Berezina habían privado a las tropas rusas de la gloria de una victoria aplastante sobre los franceses.

Así es el destino de hombres no grandes, no grands hommes, que las mentalidad rusa no reconoce, sino el de los hombres solitarios, singulares, que someten a la voluntad de la Providencia la suya personal. El odio y el desprecio de la masa castigan a esos hombres por su visión de las leyes superiores.

Para los historiadores rusos (y es curioso y terrible tener que decirlo), Napoleón, ese ínfimo instrumento de la historia, que nunca, ni en el destierro, mostró dignidad, es objeto de admiración y entusiasmo, es grand. Kutúzov, el hombre que desde el principio hasta el fin, desde Borodinó hasta Vilna, no se traicionó ni una vez de palabra ni de obra y es en la historia un dechado de sacrificio, de comprensión de la importancia futura de los hechos, es presentado como un alguien indefinido y patético; hasta el punto de que, cuando los historiadores hablan de él y de 1812, parecen avergonzarse.

Pero es difícil imaginar un personaje histórico cuya actuación para lograr un único fin se haya desarrollado de un modo tan invariable y constante. Es difícil imaginar meta más digna y que coincidiera mejor con la voluntad del pueblo. Es incluso más difícil hallar en la historia otro ejemplo de un objetivo tan bien logrado como el que propuso Kutúzov en 1812, y hacia el cual orientó sus esfuerzos.

Kutúzov jamás habló de los cuarenta siglos que les contemplan desde las pirámides, ni de sus sacrificios por la patria, ni de los que haría o había hecho. Jamás hablaba de sí mismo, no pretendía ser lo que no era; parecía siempre el hombre más sencillo y corriente; decía las cosas más sencillas y corrientes. Escribía cartas a sus hijas y a de Staël, leía novelas, le gustaba la compañía de mujeres bellas, bromeaba con los generales, oficiales y soldados y jamás contradecía a quienes se acercaban a él para demostrarle algo. Cuando, en el puente de Yauza, el conde Rostopchín se acercó al galope y lo acusó de ser culpable de la pérdida de Moscú diciéndole: «Usted había prometido no abandonar la ciudad sin presentar batalla», él contestó: «Sí, no dejaré Moscú sin dar batalla», aunque Moscú había sido ya abandonada. En otra ocasión, Arakchéyev fue a comunicarle de parte del zar que sería necesario nombrar a Ermolov jefe principal de artillería y Kutúzov contestó: «Eso decía yo ahora mismo», aunque un minuto antes sostuviese lo contrario. ¿Qué le importaba a él, el único que comprendía entre aquella masa insensata circundante el significado de los hechos? ¿Qué más le daba que el conde Rostopchín le atribuyera a él o a otro las penurias de la capital? Menos le interesaba el nombramiento del jefe principal de artillería.

En esas ocasiones y siempre, ese viejo solía decir frases absurdas, las que primero se le venían a la cabeza porque la experiencia de la vida le había demostrado que los pensamientos y las palabras para expresarlos no son lo que mueve a la gente.

Pero ese hombre que tanto descuidaba sus palabras no dijo una sola durante su actuación en desacuerdo con el único objetivo que persiguió durante toda la campaña. Dicen que, en contra de su voluntad y con la seguridad de no ser comprendido, expresó sus ideas muchas veces y en diversas circunstancias. De la batalla de Borodinó, de la que nacía el desacuerdo con quienes lo rodeaban, solo él dijo que era una victoria, y lo repitió hasta la muerte, de palabra y en sus informes y despachos. Solo él dijo que la pérdida de Moscú no suponía la pérdida de Rusia. En respuesta a las propuestas de paz hechas por Lauriston, contestó: La paz no es posible porque el pueblo no la quiere. Solo él, durante la retirada francesa, decía que no necesitamos maniobra alguna, todo se hará por sí solo mejor de lo que deseamos, y debemos poner al enemigo puente de plata, que las batallas de Tarutino, Viazma y Krasnoi no eran necesarias, que debíamos llegar con algo a la frontera, que no daría un ruso por diez franceses.

Solo él, ese cortesano, según nos lo pintan, ese embustero ante Arakchéyev para agradar al zar, dijo que es dañoso e inútil seguir la guerra en el extranjero granjeándose así la enemistad del zar.

Pero las palabras no bastarían para demostrar que Kutúzov comprendía el significado de los hechos. Todos sus actos tienden a tensar todas las fuerzas para enfrentarse a los franceses; vencerlos y expulsarlos de Rusia, aliviando en lo posible las penurias del pueblo y del ejército.

El templado Kutúzov, cuyo lema era «paciencia y tiempo»; el enemigo de las acciones decisivas, da la batalla de Borodinó y rodea sus preparativos de una gran solemnidad. Había vaticinado antes de la batalla de Austerlitz que se perdería; en Borodinó, frente a los generales que daban por perdida la batalla, pese al ejemplo inaudito de que, tras una batalla ganada, el ejército vencedor debía retirarse, solo él afirmó siempre que la batalla de Borodinó fue una victoria. Solo él insistió durante la retirada del enemigo en no dar batallas inútiles, no reiniciar una guerra y no cruzar las fronteras de Rusia.

Hoy es fácil comprender la importancia de aquel hecho si no se atribuye a la actuación de las masas el objetivo que solo defendía una decena de hombres, pues ahora lo vemos completo y con todas sus consecuencias.

¿Cómo pudo adivinar aquel anciano contra todos y con tanta precisión, la importancia y el sentido popular del hecho, sin traicionarse ni una vez en toda su actuación?

El origen de esa perspicacia estaba en el sentimiento popular que llevaba con toda su pureza y vigor.

Solo porque el pueblo reconocía en él ese sentimiento se eligió contra la voluntad del zar a un viejo en desgracia como figura máxima de la guerra nacional. Fue ese sentimiento el que lo colocó en la altura suprema desde la cual, como general en jefe, hizo cuanto pudo no para aniquilar, sino para salvar y compadecer a los hombres.

Su figura sencilla, modesta y majestuosa no podía encajar en el falso molde inventado por la historia del héroe europeo que presuntamente conduce a los hombres.

Para el lacayo no puede haber hombres grandes, pues él tiene su propio concepto de la grandeza.

CAPÍTULO VI

El 5 de noviembre fue el primer día de la batalla de Krasnoi. Al anochecer, tras muchas discusiones y errores de los generales que habían llevado a sus tropas donde no era necesario, tras enviar varias veces a los edecanes con órdenes y contraórdenes, cuando era evidente que el enemigo huía y no podía darse la batalla, Kutúzov salió de Krasnoi hacia Dobroie, donde se había trasladado el Cuartel General.

El día era claro y frío. Kutúzov, con su séquito de generales descontentos de él que murmuraban a sus espaldas, iba a Dobroie en su pequeña yegua. En el camino se agrupaban alrededor de las fogatas los siete mil prisioneros franceses capturados ese día. Cerca del pueblo una multitud de prisioneros cubiertos con toda clase de trapos descansaba en el camino, junto a una fila de cañones franceses; un clamor de voces y conversaciones surgía de la muchedumbre.

Al acercarse Kutúzov todos callaron y lo miraron avanzar lentamente con su gorro blanco y su capote guateado como una joroba sobre los hombros encorvados. Uno de los generales fue a informarlo del lugar donde fueron capturados los cañones y los prisioneros.

Kutúzov parecía preocupado y no oía las palabras del general. Entornaba los ojos y miraba atentamente a los prisioneros con aspecto más lamentable. La mayoría de los soldados franceses tenían el rostro desfigurado, las mejillas y la nariz congelados, los ojos de casi todos estaban enrojecidos, hinchados y purulentos.

Un grupo de prisioneros estaba al borde del camino; dos soldados, uno de los cuales tenía el rostro llagado; desgarraban un pedazo de carne cruda. Había algo terrible y bestial en su mirada a los jinetes y en la iracunda expresión con que miró a Kutúzov el soldado llagado, que apartó los ojos para seguir su labor.

Kutúzov miró a esos dos soldados, frunció el ceño, entornó los ojos y meneó la cabeza pensativo. En otro grupo vio a un soldado ruso que golpeaba entre risas la espalda de un francés y le decía unas palabras amables. Kutúzov meneó de nuevo la cabeza.

—¿Qué dices? —preguntó al general, que seguía su informe y reclamaba su atención para que se fijase en las banderas francesas tomadas aquel día y colocadas ante la primera fila del regimiento Preobrazhenski.

—¡Ah, las banderas! —dijo como si le costase dejar sus pensamientos.

Miró a su alrededor con aire distraído. Miles de ojos lo observaban esperando oír sus palabras.

Se detuvo ante el regimiento Preobrazhenski; suspiró y cerró los ojos. Alguien del séquito hizo un gesto para que los soldados que tenían las banderas se acercaran y rodearan al generalísimo con ellas. Kutúzov permaneció callado; después, como de mala gana por los deberes del cargo, alzó la cabeza y habló. Grupos de oficiales lo rodearon. Él los miró reconociendo a unos cuantos.

—Os doy las gracias a todos —dijo.

En el silencio se oían con claridad sus palabras.

—Os doy las gracias por vuestro leal y difícil servicio. La victoria es completa y Rusia no os olvidará. ¡Gloria eterna a todos vosotros!

Calló y dirigió una mirada a su alrededor. Un soldado había bajado sin querer el águila francesa ante las banderas del regimiento Preobrazhenski.

—¡Bájala! ¡Que baje bien la cabeza! —dijo al soldado—. Más, así. ¡Hurra, muchachos! —gritó volviendo hacia los soldados la cabeza rápidamente.

—¡Hurra! —clamaron miles de voces.

Mientras los soldados gritaban, Kutúzov bajó la cabeza y su ojo se iluminó burla bondadosa.

—Y ahora, hermanos… —siguió cuando todos callaron.

Su voz y su expresión cambiaron. Ya no hablaba el generalísimo, sino un hombre sencillo y viejo deseoso de comunicar a sus compañeros lo que él consideraba más importante.

En el grupo de oficiales y en las filas de soldados hubo un movimiento para escuchar mejor lo que iba a decirles.

—Ahora quiero deciros que sé lo fatigosa que es para vosotros esta campaña, pero ¡qué podemos hacer! Sed pacientes porque falta poco. En cuanto despidamos a nuestros huéspedes podremos descansar. Nuestro zar no olvidará los servicios prestados. Sé que es duro para vosotros, pero estáis en vuestra tierra; mirad a estos infelices cómo están —dijo señalando a los prisioneros—. Peor que los más tristes mendigos. Mientras ellos eran fuertes no les teníamos lástima; pero ahora podemos apiadarnos de ellos; también son seres humanos. ¿No, muchachos?

Miraba a su alrededor, y en los ojos respetuosos y perplejos clavados en él leía la aprobación de sus palabras; su rostro se iluminaba cada vez más con aquella sonrisa que le arrugaba las comisuras de la boca y los ojos. Calló y bajó la cabeza.

—Claro que, ¿quién los llamó a nuestra tierra? ¡Lo tienen merecido, que se vayan a la…! —gritó irguiéndose.

Y sacudiendo la fusta por primera vez en toda la campaña, se alejó al galope de los soldados, que rompían filas entre risas y «hurras».

Es poco probable las tropas comprendiesen lo dicho por Kutúzov; nadie habría sabido repetir el discurso, solemne al principio, sencillo y bonachón al final, de un abuelo. Pero entendieron su cordial significado porque el mismo sentimiento de triunfo y piedad por los vencidos, su razón, resumida por el comandante en jefe en aquel insulto popular, ese sentimiento estaba en el alma de cada soldado ruso en forma de largos y alegres gritos. Cuando un general le preguntó si no ordenaba que viniese el coche a buscarlo, Kutúzov sollozó profundamente emocionado.

CAPÍTULO VII

El 8 de noviembre, último día de la batalla de Krasnoi, anochecía cuando las tropas llegaron a los campamentos donde debían pernoctar. El día fue frío y desapacible; la nieve había caído ligera y escasa al atardecer, el cielo clareó y podía verse el cielo estrellado de un color negro violáceo a través de los copos de nieve que revoloteaban. El frío se hizo más mordiente.

El primero en llegar al final de la etapa, una aldea junto al camino, fue un regimiento de fusileros que había salido de Tarutino con tres mil hombres y ahora tenía novecientos. Los aposentadores salieron a su encuentro y dijeron que todas las isbas estaban ocupadas por franceses muertos y enfermos, soldados de caballería y servicios del Estado Mayor. Solo quedaba libre una isba para el jefe del regimiento, que iba a ocuparla.

La tropa cruzó la aldea y se detuvo junto a las últimas casas, cerca de las cuales colocaron los fusiles en pabellón.

Como un animal de muchos miembros, el regimiento se dispuso a preparar su guarida y la comida. Parte de los soldados se internaron con la nieve hasta las rodillas en un bosque de abedules a la derecha de la aldea donde pronto retumbaron las hachas, el ruido de las ramas al desgajarse y las voces de los hombres. Otros se movían en torno a los carros y caballos, colocaban las ollas y el pan seco y apacentaban a los animales; un tercer grupo se diseminó por la aldea para preparar el alojamiento de la plana mayor; sacaban los cadáveres de los franceses de las casas y arrancaban tablas, paja de los tejados y las estacas de las cercas para las fogatas.

Al otro extremo de la aldea, unos quince hombres trataban de derribar la cerca de un cobertizo cuyo tejado habían arrancado.

—Empujad todos a la vez —gritaban.

En la negrura nocturna se oían los crujidos de la valla. Aquel jaleo aumentó hasta que la valla cedió y cayó arrastrando consigo a algún que otro soldado de los que empujaban. Se oyeron voces y risas.

—¡Eh! ¡Traed la palanca! ¡Por parejas! ¡Tú! ¿Dónde te metes? ¡Todos a la vez…! ¡Un momento…! Esperad la señal.

Callaron y una voz no muy fuerte y melodiosa entonó un canto. Al terminar la tercera estrofa, con la última nota, veinte voces gritaron: «¡Up… Aúpa! ¡Todos, muchachos…!». Pese a aquel esfuerzo, apenas conseguían arrastrarla. En el silencio podía oírse el resuello de los hombres.

—¡Vosotros, los de la sexta! ¡Diablos! ¡Ayudadnos! ¡También nosotros os haremos falta!

Veinte soldados de la sexta compañía que se acercaban a la aldea se unieron a los que tiraban de la valla.

Entre todos cargaron aquella valla de unos diez metros de largo por dos de altura, que se doblaba, clavándoseles en las espaldas.

—¡Venga! ¡Empuja! ¿Por qué te paras? Así… —No cesaban los tacos e insultos.

—¿Qué hacéis? —resonó la voz de un sargento al toparse con los que arrastraban la valla.

—¡Los oficiales están ahí al lado, el general, y vosotros gritando y blasfemando! ¡Os voy a dar!

Y golpeó la espalda del primer soldado que encontró a mano.

—¿Es que no podéis trabajar sin ruido? —dijo.

Los soldados callaron. El golpeado carraspeó y se limpió la cara en la que se había hecho un rasguño al chocar con la valla.

—¡Diablos, cómo pega! ¡Me hizo sangrar! —dijo cuando el sargento se alejó.

—¿No te ha gustado, eh? —preguntó una voz burlona. Y los soldados siguieron en voz baja.

Fuera de la aldea volvieron a charlar en voz alta con los mismos juramentos y blasfemias.

En la isba ante la que habían pasado los soldados estaban reunidos los oficiales superiores y, entre tazas de té, comentaban la jornada y las operaciones previstas para la siguiente. Se preveía una marcha oblicua hacia la izquierda para cortar la retirada al virrey y capturarlo.

Cuando los soldados llegaron con la valla ya ardían las fogatas de las cocinas. La leña crepitaba y la nieve se derretía alrededor de los fuegos; las sombras de los soldados pasaban por el terreno ocupado, abierto sobre la nieve pisoteada.

Hachas y machetes trabajaban por doquier. Hacían las cosas sin que nadie las ordenase; traían leña para toda la noche, levantaban tiendas para los superiores, ponían las ollas al fuego, preparaban los fusiles y las municiones.

La valla traída fue colocada en semicírculo hacia la parte norte, apoyada en estacas; encendieron una fogata en el centro. Sonó la retreta, pasaron lista, cenaron y se dispusieron a pernoctar alrededor de las fogatas; unos arreglaron sus botas, otros encendieron las pipas y otros, totalmente desnudos, acercaban la ropa a las llamas para despiojarla.

CAPÍTULO VIII

Parecía que en las penosas e inimaginables condiciones de los soldados rusos en aquel tiempo sin botas de abrigo, pellizas, un techo para cobijarse de la nieve, a dieciocho grados bajo cero, sin siquiera la ración completa de víveres porque la intendencia no siempre podía seguir de cerca al ejército, debían estar desanimados.

Era lo contrario. Las tropas jamás habían mostrado ni en las mejores condiciones un aspecto más animado. Esto se debía a que cada día eliminaba a los que comenzaban a flaquear o abatirse. Los débiles física o moralmente habían quedado atrás; ahora permanecía la flor y nata de las tropas, los más fuertes de cuerpo y espíritu.

En torno a la fogata de la octava compañía, tras la valla, la concurrencia era mayor. Dos sargentos estaban entre los soldados y la fogata ardía con más viveza que las otras. Para sentarse junto a la valla, los de la octava pedían un tributo de leña.

—¡Eh! ¿Qué haces, Makeiev? ¿Te has perdido o te comieron los lobos? ¡Trae leña! —gritaba un soldado rubicundo y pelirrojo con los ojos llorosos por el humo sin apartarse del fuego—. ¡Eh, Cuervo, trae leña! —añadió volviéndose a otro.

El soldado pelirrojo no era suboficial ni cabo, pero sí un hombre robusto, y eso lo autorizaba para dar órdenes a los más débiles. Un enjuto soldado pequeño, de larga nariz, llamado Cuervo, se levantó y fue a cumplir lo que le mandaban; pero entonces apareció la esbelta figura de un soldado que traía leña.

—¡Trae! ¡Eso está bien!

Las ramas fueron partidas y apretadas; algunos soplaron y atizaron el fuego con sus capotes; las llamas crepitaron alegremente. Los soldados se acercaron a la fogata, encendieron sus pipas. El soldado joven y guapo que había traído la leña comenzó a patear rápida y ágilmente con sus entumecidos pies sin moverse del sitio.

—¡Ah, mamita, ah! ¡Es bella y fría la escarcha para el fusilero!… —canturreaba.

—¡Eh, se te van las suelas! —gritó el pelirrojo al ver que una de las suelas del bailarín estaba suelta—. ¡Qué humor para bailar!

El bailarín se detuvo; arrancó la suela colgante y la arrojó al fuego.

—Es verdad —y sacó de la mochila un trozo de paño francés y se envolvió el pie—. Se ha estropeado por el sudor —dijo y estiró las piernas hacia el fuego.

—Pronto darán botas nuevas. Dicen que si acabamos con ellos nos darán dos pares a cada uno.

—Pues ese hijo de perra de Petrov se ha quedado atrás —dijo el sargento.

—Ya he visto —contestó otro.

—¿Qué quieres? Era un infeliz…

—Me han dicho que en la tercera compañía ayer faltaron nueve—. ¿Qué hacer uno si se te quedan los pies helados?

—Bueno, vale de bobadas —dijo el sargento.

—¿Tienes ganas de hacer lo mismo? —preguntó un veterano al que había dicho lo de los pies helados.

—¿Y tú, qué piensas? —dijo con voz chillona levantándose de la otra parte del fuego, el soldado de la nariz larga, el Cuervo—. Quien tiene carne adelgaza, pero el delgado, muere. Miradme a mí. Ya no puedo más —se volvió al sargento—. Ordena que me envíen al hospital; me duele todo el cuerpo; me quedaré en el camino…

—¡Eh, basta! —dijo el sargento. El soldado calló.

—Hoy hemos capturado a muchos franceses; pero ninguno tenía buenas botas —dijo un soldado.

—Hoy, desalojando una isba para el coronel, sacamos a los muertos; daba pena verlos —dijo el bailarín—. Los habían matado y saqueado, solo uno quedó vivo; farfullaba algo en su lengua.

—Y es gente limpia —terció el primero—. Blancos como un abedul… y los hay valientes y personas de categoría.

—¿Y qué creías? Ha elegido de todo.

—No saben nada de nuestra lengua —añadió el bailarín sonriendo—. Le pregunté a uno de qué rey eran y él no hacía más que hablar a su manera… ¡Qué gente tan rara!

—Pues os diré algo más raro —siguió el que se había maravillado de la blancura de los franceses—. Contaban los de Mozhaisk cuando empezaron a retirar a los muertos del campo de batalla que calcula que llevaban un mes sin enterrar, pero estaban blancos y limpios como el papel, y no olían a nada.

—¿Sería por el frío? —preguntó uno.

—¡Vaya con el listo! ¡Por el frío! Entonces hacía calor. Si hubiese sido por el frío, tampoco los nuestros olerían; pero si te acercabas a uno de los nuestros lo encontrabas podrido de gusanos. Según un mujik tenían que taparse la nariz y la boca con un pañuelo para retirarlo; no podían resistir el tufo. En cambio, ellos seguían blancos como el papel y no olían mal.

Todos callaron.

—Será por la comida —aseguró el sargento—. Comerían lo que sus amos.

Nadie objetó.

—El mujik de Mozhaisk, donde la batalla, contaba que juntaron gente de diez aldeas para recoger a los muertos; lo hicieron durante veinte días y no dieron abasto; muchos se quedaron y había que ver la cantidad de lobos…

—Eso fue una batalla —lo interrumpió un viejo soldado—. Digna de recordar. Desde entonces nada… solo sufrimiento para la gente.

—Anteayer nos topamos con ellos, pero nada. Antes de acercarnos tiraron los fusiles y se nos entregaron. «Pardon!», decían. Cuentan que Platov ha atrapado dos veces a Polión… Lo atrapa, lo tiene en sus manos, pero se convierte en pájaro y desaparece volando. Tampoco hay orden de matarlo.

—Te miro, Kiseliov, y me admiro de cuánto vales para mentir.

—No miento. Es la verdad.

—Si por mí fuese lo enterraría vivo y le clavaría una estaca de pino. ¡La de gente que ha matado!

—¡Acabaremos con él! Dejará de pelear —bostezó el soldado viejo.

Los soldados callaron y se prepararon para pasar la noche.

—¡Mira cuántas estrellas! ¡Cómo brillan! ¡Parecen mujeres que han tendido la ropa! —exclamó un soldado contemplando la Vía Láctea.

—Muchachos, es señal de cosecha abundante.

—Necesitaremos más leña.

—Se te calienta la espalda y se te hiela la barriga. ¡Qué cosas!

—¡Ay, Dios mío!

—¿Por qué empujas? ¿Crees que el fuego es para ti? ¡Se ha echado lo largo que es!

Las voces fueron cesando y en el silencio se oyó el ronquido de los que se habían dormido, otros se daban la vuelta; se calentaban y hablaban. Desde otra fogata, a un centenar de pasos, se oyeron risas unánimes y alegres:

—¡Cómo se divierten en la quinta! —dijeron—. ¡La de gente que se ha reunido!

Un soldado se incorporó y se dirigió allí.

—¡Qué risa! —dijo volviendo al rato—. Tienen a dos franceses; uno está helado, pero el otro es muy divertido y canta bien.

—¡Vamos a verlo!…

Algunos soldados se fueron a la quinta compañía.

CAPÍTULO IX

La quinta compañía había acampado en la linde del bosque. Una gran fogata llameaba en medio de la nieve alumbrando las ramas de los árboles, dobladas por el peso de la escarcha.

A medianoche los soldados oyeron en el bosque ruido de pasos y ramas quebradas.

—¡Un oso! —dijo un soldado.

Todos alzaron la cabeza y atendieron. A la luz de la fogata vieron salir del bosque a dos franceses extrañamente vestidos, apoyados uno en el otro.

Eran dos franceses que se habían escondido en el bosque. Diciendo con voz ronca algo que los soldados rusos no comprendieron, se arrimaron al fuego. El más alto, con gorra de oficial, parecía exhausto. Al llegar junto a la fogata quiso sentarse, pero cayó. El otro, un soldado achaparrado, con la cara tapada con un pañuelo, no estaba tan cansado; levantó a su compañero y dijo algo señalándose la boca. Los soldados los rodearon, echaron un capote en el suelo para acomodar al enfermo y trajeron gachas y vodka.

El oficial francés era Ramballe; el soldado de la cara tapada con el pañuelo era Morel, su asistente.

Cuando Morel hubo bebido vodka y comido un escudilla de gachas, cambió su humor y se puso a hablar a los soldados, que no lo entendían. Ramballe había rechazado la comida y yacía silencioso junto al fuego, apoyado en un codo, mirando a los rusos con ojos enrojecidos y extraviados. A veces gemía largamente y volvía a su silencio. Morel, señalando sus hombros, quería decir que su compañero era un oficial y necesitaba atención. Un oficial ruso que se había acercado mandó preguntar al coronel si quería recibir a un oficial francés para hacerlo entrar en calor; cuando el emisario regresó con la respuesta positiva del coronel, pidieron a Ramballe que se levantase.

Este se levantó, trató de dar unos pasos, pero vaciló y habría caído si un soldado que estaba cerca no lo hubiese agarrado.

—¿Qué? ¿No querrás volver…? —un soldado guiñó el ojo.

—¡Calla, necio! ¿A qué viene eso? Se nota que eres un mujik de pies a cabeza —se oyeron varias voces reprochándole la burla. Rodearon a Ramballe y dos soldados lo levantaron enlazando las manos.

Ramballe se abrazó a ellos y gimoteó:

—¡Oh! ¡Mis valientes, mis buenos, mis buenos amigos! ¡He aquí unos hombres! —y reclinó la cabeza sobre el hombro de uno de ellos.

Mientras, Morel permanecía sentado en el mejor sitio entre los rusos que lo rodeaban.

Era un francés menudo y achaparrado, con ojos inflamados y llorosos; se anudaba por encima del gorro el pañuelo que llevaba como las campesinas; también vestía una pelliza de mujer. Animado por el vodka, abrazado al ruso que tenía al lado, cantaba con voz ronca y quebrada una canción francesa. Los soldados lo miraban y reían como locos.

—¡Bravo! ¿A ver, cómo es? ¡Enséñame! La aprenderé enseguida… ¿Cómo es? —decía el soldado al que Morel abrazaba.

—Vive Henri Quatre. Vive ce roi vaillant —cantó Morel, guiñando un ojo—. Ce diable à quatre…

—Vivarika! Vif sieruvaru! Sidiablakla… —repitió el ruso agitando una mano y repitiendo la melodía de la canción.

—¡Bravo! ¡Ja, ja, ja! —se oyó entre toscas y sonoras carcajadas.

También rio Morel frunciendo el rostro

—¡Sigue! ¡Sigue!

—Qui eut le triple talent de boire, de battre et d’être un vert galant…

—¡También eso está entonado! ¡A ver, Zalietaev!

—Ke-e… —pronunció con esfuerzo este—. Ke-e-e-e… —canturreó redondeando los labios —le-trip-ta-la-de-bu-de-ba, e de-tra-va-ga-la… —cantó.

—¡Bien! ¡Estupendo! ¡Lo haces como un francés! ¡Ja, ja, ja! Bueno, ¿quieres más?

—Dadle rancho, no se llenará después de haber pasado tanta hambre.

Le dieron más rancho y Morel comenzó su tercer plato entre risas. Todos los soldados jóvenes que lo rodeaban sonreían. Los viejos, que creían indigno ocuparse de esas bobadas, se habían agrupado en la otra parte de la fogata, se incorporaban a ratos y miraban a Morel con una sonrisa.

—También ellos son hombres —dijo uno envolviéndose en el capote—. Hasta el ajenjo tiene raíces…

—¡Dios mío! ¡Cuánta estrella! Anuncia helada…

Y todo quedó silencioso. Las estrellas, como si supiesen que nadie las miraba, titilaban en el negro cielo. Encendiéndose, palideciendo y tremolando, se comunicaban en secreto algo alegre y misterioso.

CAPÍTULO X

Las tropas francesas se desordenaban con velocidad en una progresión matemática. El célebre paso del Berezina, sobre el que tanto se ha escrito, fue solo uno de los compases de espera de aquel exterminio del ejército francés, y no un episodio decisivo de la campaña. Si los historiadores franceses se han centrado tanto en el Berezina se debe a que los sufrimientos franceses, antes escalonados, se amontonaron en el puente hundido de aquel río en un espectáculo trágico que ha quedado en la memoria colectiva. Si los rusos han hablado y escrito tanto del Berezina es porque en San Petersburgo, se había elaborado un plan de Pfull para hacer caer a Napoleón en una trampa estratégica en el río. Todos estaban convencidos de que las operaciones se desarrollarían sobre el terreno según lo dispuesto en el plan e insistían en que el paso del Berezina fue letal para los franceses. En realidad, si se tiene en cuenta la pérdida en cañones y prisioneros, el paso del río fue menos desastroso para los franceses que la batalla de Krasnoi según las cifras.

El paso del Berezina es importante porque demostró sin ambages la incongruencia de todos los planes para cerrar el paso a Napoleón en su retirada y la exactitud del único plan de acción posible, de Kutúzov, que solo perseguía al enemigo. La caótica turbamulta de los franceses huía cada vez más rápido y solo quería lograr su objetivo. Escapaba como una fiera herida y no podía detenerse. Esto fue obvio por cómo se preparó el paso del río y por el movimiento de la masa sobre los puentes. Cuando estos fueron rotos, los soldados inermes, los habitantes de Moscú, las mujeres y niños que iban en carros con las tropas, vis inertiæ, en lugar de rendirse, continuaron la huida hacia delante, en barcas y en el agua helada.

Esta actuación era racional. La situación de los fugitivos y de sus perseguidores era igual de mala. Todos esperaban el socorro del compañero, regresar a la posición que antes ocupaban entre los suyos. Con la capitulación a los rusos seguían en la misma miseria, pero pasaban a un puesto inferior en cuanto al reparto de víveres. Los franceses no necesitaban informaciones fidedignas para saber que la mitad de los prisioneros morían de frío y hambre, pues los rusos no sabían qué hacer con ellos pese a su deseo de salvarlos; se percataban de que eso era irremediable. Ni los jefes rusos más compasivos y simpatizantes de los franceses, ni los franceses al servicio de Rusia podían hacer nada por los prisioneros. Los franceses eran víctimas de la misma situación aciaga en que se hallaba el ejército ruso; no se podía desnudar y quitar comida a soldados hambrientos y ateridos para dárselas a los franceses, incapaces de causar daño, ni culpables ni odiados, sino sencillamente inútiles. Algunos lo hacían, pero eran excepciones.

Detrás los aguardaba una muerte segura; delante había esperanza. Habían quemado las naves y la única salvación era la huida en masa.

Cuanto más lejos huían los franceses y más exiguos los restos de su ejército, (sobre todo tras el paso del Berezina, del cual San Petersburgo esperaba tanto), más se apasionaban los generales rusos, que se acusaban entre ellos y sobre todo a Kutúzov. Previendo que el fracaso del plan de San Petersburgo en Berezina sería atribuido al general en jefe, se expresaban cada vez más el descontento, las burlas y el desdén. Esto se expresaba respetuosamente, de modo que Kutúzov no podía preguntar por qué y de qué lo acusaban. Nadie hablaba con él en serio; todos, al informarlo de algo o pedirle permiso, lo hacían como quien cumple una ceremonia; después se guiñaban el ojo y trataban de engañarlo a sus espaldas.

Todos esos hombres, como eran incapaces de comprenderlo, estaban de acuerdo en que era inútil hablar con él; aseguraban que jamás comprendería la profundidad de sus proyectos y respondería con sus frases huecas habituales sobre el puente de plata, que no se podía llegar a la frontera con una multitud de harapientos, etcétera. Todo eso lo habían oído ya; y lo que decía además, por ejemplo que debían aguardar los víveres, que los soldados estaban sin botas, era tan simple comparado con lo complicado e inteligente de cuanto ellos proponían que no cabía duda de que Kutúzov era un viejo chocho e idiota y ellos eran unos cabecillas geniales sin mando.

Cuando el ejército del insigne almirante y héroe de San Petersburgo, Wittgenstein, se unió al del generalísimo, llegaron a su más alto grado aquellos chismes y aquel estado de ánimo dominante en el Estado Mayor. Kutúzov lo notaba y se encogía de hombros suspirando. Solo una vez, después del Berezina, se encolerizó y escribió la siguiente carta a Bennigsen, que enviaba informes por su cuenta al zar:

Teniendo en cuenta sus dolorosos accesos, le rogamos, Excelencia, que al recibir la presente acuda a Kaluga, donde aguardará las órdenes y la designación de Su Majestad Imperial.

Pero una vez alejado Bennigsen, llegó el gran duque Constantino Pávlovich, que había asistido al comienzo de la campaña y fue apartado del ejército por Kutúzov. De vuelta en el ejército, informó al general en jefe de que el zar estaba descontento por los escasos éxitos de las tropas y la lentitud de las operaciones. El zar había manifestado su deseo de unirse al ejército y estaba a punto de llegar.

El viejo general, avezado en los asuntos de la corte, el Kutúzov que ese mes de agosto había sido elevado a generalísimo contra la voluntad del soberano y había apartado al gran duque heredero del trono utilizando su poder, el que contra los deseos del zar había ordenado el abandono de Moscú, comprendió que era su fin, que concluía su papel y que no le quedaba nada del presunto poder. Lo comprendía por el trato recibido en la corte. Veía que esa guerra en la cual había representado su papel, había concluido y su misión había sido cumplida. Además, esos días comenzó a sentir el cansancio y la necesidad de un descanso físico.

El 29 de noviembre Kutúzov entró en su buena ciudad de Vilna, como él decía. Dos veces durante su carrera había sido su gobernador. En la rica ciudad, que no había sufrido daño durante la guerra, encontró viejos amigos y recuerdos además de las comodidades de la vida de las cuales tanto tiempo había carecido. Olvidando las preocupaciones estatales y militares se entregó a una vida tranquila según sus viejos hábitos en tanto que le daban tregua las pasiones que lo rodeaban, como si cuanto ocurría y debía ocurrir en la historia no lo afectase.

Chichagov, uno de los más fervientes partidarios del cerco y captura del enemigo, que deseaba sabotear en Grecia y luego en Varsovia e ir a todos los sitios, pero no a donde le ordenaban; Chichagov, célebre por el valor con que hablaba al zar, creía que Kutúzov debería estarle agradecido porque cuando fue enviado a Turquía en 1811 para firmar la paz, al convencerse de que la paz ya estaba firmada, reconoció ante el zar que todo el mérito de esa firma pertenecía a Kutúzov, si bien este no había participado.

Hablando con Chichagov, Kutúzov le dijo que los carros cargados con sus vajillas, capturados en Borisovo, estaban a salvo y le serían devueltos.

—Por el contrario, puedo proveerle de todo en caso de que sea tan amable de dar las comidas —Chichagov enrojeció deseando demostrar que eso no era motivo de preocupación para él y sí para Kutúzov.

El general en jefe sonrió con sutileza y respondió:

—No es más que para decirle lo que le digo.

Kutúzov detuvo en Vilna a la mayoría de sus tropas contra la voluntad del zar. Quienes lo rodeaban decían que estaba cansado y débil. Se ocupaba de mala gana de los asuntos militares y lo dejaba todo a sus generales. En espera de la llegada del zar, intentaba distraerse.

El zar había salido de San Petersburgo el 7 de diciembre con el conde Tolstoi, el príncipe Volkonsky, Arakchéyev y otros hombres de su séquito. El día 11 llegó a Vilna y fue inmediatamente al castillo. A la entrada, pese al frío, lo aguardaban casi cien generales y oficiales de Estado Mayor con uniforme de gala, además de la guardia de honor del regimiento Semionovsky.

Un correo que precedía al zar en un trineo anunció la llegada de Alejandro. Konovnitsin corrió al vestíbulo para avisar a Kutúzov, que aguardaba en un tabuco de la portería.

Poco después, el grueso y alto general, también con uniforme de gala y sus condecoraciones en el pecho, con el fajín que le oprimía, salió balanceándose. Se puso el sombrero, tomó los guantes y bajó las escaleras dificultosamente y tomó el informe que debía entregar al zar.

Todos los ojos, en aquel ir y venir de susurros y la carrera de una troika, estaban fijos en un trineo que se acercaba al galope y donde se veía al zar y a Volkonsky.

Pese a sus cincuenta años de costumbre, aquello provocó en el viejo general un estado de inquietud. Se palpaba el uniforme con nerviosismo y se enderezaba el sombrero cuando el zar descendía del trineo y lo miraba; Kutúzov volvió a ser dueño de sí mismo; irguiéndose avanzó, tendió a Alejandro su informe y habló con mesura.

El zar lo miró de pies a cabeza, frunció el ceño pero se acercó y lo abrazó. Una vez más, esa muestra de afecto relacionada con sus pensamientos más íntimos conmovió a Kutúzov, que no pudo evitar un sollozo.

Alejandro saludó a los demás oficiales, pasó revista a la guardia de honor del regimiento Semionovsky, estrechó la mano de Kutúzov y entró con él al castillo.

Ya a solas, Alejandro le comunicó su disgusto por la lentitud con la que había perseguido al enemigo y los errores de Krasnoi y el Berezina; a continuación le dio sus puntos de vista sobre la futura campaña, más allá de la frontera. Kutúzov no objetó nada. Mostró la misma expresión sumisa con la que siete años antes había escuchado las órdenes del zar en Austerlitz.

Cuando Kutúzov salió cabizbajo del despacho con paso vacilante y pesado, lo detuvo una voz.

—Alteza —decía alguien.

Kutúzov alzó la cabeza y contempló los ojos del conde Tolstoi, que le presentó un pequeño objeto en una bandeja de plata. Kutúzov no entendía qué querían de él.

Entonces recordó y una imperceptible sonrisa se dibujó en su grueso rostro, e inclinándose profunda y respetuosamente tomó lo que le presentaban: era la cruz de primera clase de la Orden de San Jorge.

CAPÍTULO XI

El día después el comandante en jefe ofreció un banquete y un baile al que asistió el zar. Kutúzov había sido condecorado con la cruz de San Jorge de primera clase. El zar le rendía los máximos honores, pero todos sabían que estaba disgustado. Se observaban las conveniencias y el zar daba el ejemplo; pero nadie ignoraba que el viejo era culpable y un inútil. Cuando Kutúzov, al entrar el zar en la sala de baile, ordenó poner a sus pies según costumbre en la época de Catalina las banderas capturadas al enemigo, el monarca frunció el ceño y profirió unas palabras en las que algunos cortesanos creyeron entender: «Viejo falso».

El descontento del zar aumentó sobre todo en Vilna porque Kutúzov no quería o no podía comprender el sentido de la campaña en ciernes.

Cuando al día siguiente Alejandro, delante de los oficiales reunidos en su palacio, dijo: «No habéis salvado solo a Rusia, habéis salvado a Europa», todos comprendieron que la guerra no había concluido.

Kutúzov era el único que no quería entenderlo y manifestaba sin rodeos su opinión de que otra guerra no mejoraría la situación ni acrecentaría la gloria de Rusia, sino todo lo contrario y rebajaría aquella cumbre de gloria alcanzada por Rusia, según él. Trataba de hacer comprender al zar que era imposible reclutar nuevas fuerzas, el lastimoso estado de la población, la posibilidad de fracasos y demás.

Como es natural, así las cosas el comandante en jefe era un obstáculo y un freno para la guerra.

Para evitar choques se halló una solución para quitar de en medio al viejo, como en Austerlitz, y fue el recurso empleado con Barclay al inicio de la última campaña: quitarle el poder sin inquietarlo ni decirle nada y pasar ese poder al propio zar.

Así, poco a poco, fue cambiando el Estado Mayor y la fuerza principal de Kutúzov quedó deshecha y recompuesta en torno a Alejandro. Toll, Konovnitsin y Ermolov recibieron otros destinos.

Todos repetían en voz alta que el general en jefe estaba débil y su salud era precaria. Debía de estarlo para ceder su puesto a quien venía a sustituirlo; y lo estaba de verdad.

Con la naturalidad pausada y sencilla con que a su regreso de Turquía se había dirigido a la Cámara de Comercio de San Petersburgo para tramitar la leva de reclutas y después, cuando fue nombrado generalísimo del ejército, ahora Kutúzov natural, simple y gradualmente, cuando su misión quedó cumplida, fue sustituido por un nuevo personaje, el hombre que requería el momento histórico.

Además de estar en el corazón de los rusos, la guerra de 1812 debía de tener un sentido europeo.

Al movimiento de los pueblos de Occidente a Oriente debía seguir el movimiento inverso; para la siguiente guerra se necesitaba un hombre nuevo con cualidades y opiniones distintas de las de Kutúzov; un hombre movido por otros motivos.

Alejandro I era tan necesario para ese movimiento de los pueblos de Oriente hacia Occidente y para restablecer las fronteras nacionales como lo fue Kutúzov para la salvación y la gloria de Rusia.

Kutúzov no entendía qué significaban Europa, el equilibrio y Napoleón. El hombre que representaba al pueblo ruso, una vez derrotado el enemigo, liberada la patria y glorificada, como ruso, nada tenía que hacer. A la personificación de la guerra nacional solo le quedaba morir… Y murió.

CAPÍTULO XII

Como suele suceder, Pierre se resintió de las privaciones físicas y de las calamidades del cautiverio cuando concluyeron. Tras su liberación fue a Oriol y al tercer día de su llegada, cuando iba a salir para Kiev, enfermó y pasó tres meses en Oriol, aquejado de una fiebre hepática según los médicos. Pese a que estos lo trataron, le hicieron sangrías y lo obligaron a tomar diversas medicinas, sanó.

Apenas le había dejado huella lo sucedido desde su liberación hasta caer enfermo. Solo recordaba el tiempo gris y sombrío, la lluvia y la nieve, su interna angustia física, el dolor de los pies y en un costado; recordaba la impresión que le producían la desgracia y los dolores de los seres humanos, la curiosidad de los oficiales y generales que lo interrogaban, sus esfuerzos por encontrar coches y caballos y su incapacidad para pensar y sentir durante aquel período.

El día de su liberación vio el cadáver de Petia Rostov. Ese día supo que el príncipe Andréi Bolkonsky había sobrevivido un mes tras la batalla de Borodinó y que había muerto poco antes en Yaroslavl, en casa de los Rostov. Mientras Denisov le contaba eso, aludió a la muerte de Helena suponiendo que Pierre estaba enterado hacía tiempo. Tantos acontecimientos le parecieron simplemente extraños. Pierre se sentía incapaz de comprender el significado de las noticias; su único afán era salir cuanto antes de aquellos lugares donde los hombres se mataban, llegar a un refugio tranquilo donde recuperarse, descansar y meditar sobre tantas cosas raras y nuevas aprendidas esos días. Pero apenas llegó a Oriol, enfermó. Ya recuperado, Pierre vio a Terenti y Vaska, dos de sus criados venidos de Moscú, y a la mayor de las princesas, que vivía en Elets, en una hacienda de Pierre, que había acudido a cuidarlo al saber de su liberación y enfermedad.

Durante la convalecencia Pierre olvidó las impresiones de los últimos meses, habituándose a la idea de que al día siguiente nadie lo obligaría a ir Dios sabe adónde, que nadie lo echaría de su cama, ni le faltaría comida, el té o su cena. Pero soñó durante largo tiempo con el cautiverio. Lentamente comprendió las novedades que supo al ser liberado: la muerte del príncipe Andréi, la de su mujer y la derrota francesa.

Un grato sentimiento de libertad plena, inalienable, inherente al hombre, de la que tuvo conciencia al salir de Moscú, lo colmó durante su convalecencia. Lo asombraba que su libertad interna, al margen de las condiciones exteriores, rodease de un lujo excesivo su libertad externa. Se hallaba solo y sin amigos en una ciudad desconocida. Nadie le exigía nada, ni lo hacía ir a lugares desconocidos; poseía cuanto deseaba; lo que antes pensaba de su mujer y lo había atormentado ya no existía pues ella no existía.

«¡Ah, qué bien! ¡Qué maravilla!», pensaba cuando le acercaban la mesa con un mantel limpio y una taza de caldo; o cuando se echaba en una cama blanda, o recordaba que todo había acabado: su mujer y los franceses. «¡Qué bien! ¡Qué maravilla!»

Siguiendo su costumbre, solía preguntarse: «¿Y qué haré después?». Y se respondía: «Nada: viviré… ¡también eso es maravilloso!».

Ya no existía el objetivo vital por el que tanto había sufrido y que buscaba. Y no se debía a una casualidad que ese objetivo dejase de existir entonces, veía que no existía ni podía hacerlo. Esa ausencia de un fin concreto le daba esa conciencia perfecta y alegre de libertad que lo hacía feliz.

No podía tener un objetivo, pues ahora poseía la fe, no en ciertas normas, palabras o ideas, sino en un Dios vivo siempre presente. Hasta entonces lo había buscado en los objetivos que se marcaba; pues aquella búsqueda de un fin era la de Dios. En el cautiverio había conocido sin palabras ni razonamientos, sino por sentimiento directo, lo que su niñera le había dicho años atrás: Dios está en todas partes. Pierre había aprendido que el Dios de Karatáev era más grande, infinito e inconcebible que el Arquitecto del Universo de los masones. Y se sentía como un hombre que ha hallado bajo sus pies lo que había buscado mucho tiempo mientras miraba lo lejano. Durante toda su vida Pierre había mirado un punto distante sobre las cabezas de los hombres circundantes. Ahora sabía que no era necesario fijar la vista allí, sino sencillamente delante de él.

Hasta entonces no había sabido ver en nada lo grande, lo inconcebible e infinito. Sabía que estaba en algún lugar y lo buscaba. En lo cercano y comprensible solo veía la limitación, lo mezquino, la vulgaridad y lo absurdo; utilizando mentalmente una especie de catalejo intentaba ver a lo lejos, donde lo mezquino y vulgar se perdían en una bruma pareciéndole así vasta e infinita. Así veía la vida europea, la política, la masonería, la filosofía, la filantropía. Sin embargo, también entonces, en los instantes que creía una debilidad suya, su mente superaba la lejanía y veía lo mezquino, lo vulgar y lo absurdo. Ahora había aprendido a ver lo grande, infinito y eterno en todo; como algo lógico, para verlo bien y disfrutar de su vista, dejó el catalejo con el que había mirado por encima de sus semejantes y observó la vida eternamente mudable, grande, inconcebible e infinita a su alrededor. Cuanto más de cerca la observaba, más tranquilo y feliz era. La terrible pregunta de «¿por qué?», que tiraba todas sus construcciones mentales, ya no existía para él. En su alma había una respuesta sencilla: porque existe Dios, sin cuya voluntad no cae ni un pelo de la cabeza del hombre.

CAPÍTULO XIII

Pierre apenas había cambiado en su modo de ser. Seguía siendo el de siempre: distraído, ocupado no en lo que tenía delante, sino en algo peculiar y suyo. La diferencia entre su estado anterior y el actual consistía en que cuando antes olvidaba lo que tenía delante o lo que le decían, fruncía el ceño, como si quisiese ver y no pudiese distinguir algo demasiado alejado de él. Ahora olvidaba lo que tenía delante o le decían; pero atendía a lo que le decían con una sonrisa irónica, aunque era obvio que veía y escuchaba algo diferente. Antes parecía una buena persona, pero infeliz y la gente se alejaba de él sin darse cuenta. Ahora, en su rostro siempre había una sonrisa jubilosa y en sus ojos se reflejaba la simpatía por los hombres y la pregunta de si estaban todos tan a gusto como él. Y los demás siempre se sentían bien en su presencia.

Antes hablaba mucho; se acaloraba en las discusiones y escuchaba poco; ahora no se apasionaba y escuchaba de tal modo que todos le confiaban sus secretos más íntimos.

La princesa, su prima, que nunca había mostrado afecto por él y sí hostilidad tras la muerte del viejo conde, pues se sentía en deuda con Pierre, después de una breve estancia en Oriol, adonde fue para demostrar que, pese a su ingratitud, consideraba su deber cuidarlo, sintió asombrada que lo quería. Pierre no hacía nada para ganarse su simpatía; la observaba con curiosidad. Hasta entonces, la princesa había notado que Pierre solo sentía por ella una burlona indiferencia a la cual oponía su carácter defensivo, como hacía con otras personas; ahora le parecía que él trataba de comprenderla, de escuchar cuanto le decía, y no ocultaba ante él las íntimas y excelentes cualidades de su alma.

Ni el más astuto habría logrado ganar más hábilmente la confianza de la princesa; Pierre lo consiguió reanimando los recuerdos del mejor período de su juventud y mostrando por ellos simpatía. Pero la sabiduría de Pierre buscaba su satisfacción y despertó en la seca princesa, orgullosa a su modo, sentimientos humanos.

«Sí, es un hombre muy bueno, cuando no le influyen gentes malas, sino personas como yo», se decía la princesa.

También los criados Terenti y Vaska habían observado el cambio. Les parecía que el amo era más sencillo. Terenti, tras haberlo desvestido y darle las buenas noches, a menudo se detenía antes de salir con las botas en una mano y el traje al brazo para que el señor trabase con él una conversación. Y casi siempre Pierre lo retenía al ver que deseaba hablar.

—Cuéntame… ¿cómo conseguíais lo necesario para comer? —preguntaba.

Terenti le hablaba de las calamidades de Moscú, del difunto conde, y se quedaba así mucho rato, con el traje en el brazo, hablando y a veces escuchando los relatos de Pierre; después salía con la conciencia de la intimidad con su señor y lleno de cariño hacia él.

El médico que cuidaba de Pierre lo visitaba a diario; aunque, según costumbre de los médicos, creyese que debía adoptar el aire de un hombre cuyo tiempo es precioso para el bien de la humanidad sufriente, se quedaba horas junto al paciente, le narraba sus historias favoritas y sus observaciones sobre la conducta de los enfermos en general y de las damas en particular.

—Da gusto conversar con un hombre como usted —decía—. No es como con la gente provinciana…

En Oriol vivían algunos oficiales del ejército francés, prisioneros; un día el médico llevó a uno a casa de Pierre; era un joven italiano. Ese oficial acudía a menudo y a la princesa le hacía gracia el cariño que mostraba hacia Pierre.

El oficial italiano solo parecía feliz cuando podía ir a casa de Pierre, charlar con él, contarle su pasado, su vida familiar, sus amores, y airear su indignación contra los franceses y contra Napoleón.

—Si todos los rusos se parecen un poco a usted —decía a Pierre—, es un sacrilegio hacer la guerra a un pueblo como el suyo. Usted, que tanto ha sufrido por culpa de los franceses, no muestra rencor contra ellos.

Si Pierre se había ganado aquel afecto del italiano era solo por haber despertado en él lo mejor de su alma y porque le gustaba verlo.

Últimamente había recibido la visita de un viejo amigo, el conde Villarski, el mismo masón que lo introdujo en la logia en 1807. Villarski se había casado con una rusa muy rica, propietaria de grandes haciendas en la provincia de Oriol, y ocupaba provisionalmente un cargo en la ciudad relacionado con la intendencia.

Al saber que Pierre estaba en Oriol, Villarski lo visitó, aunque nunca habían sido muy amigos, con esas manifestaciones de afecto propias de las personas que se encuentran en un desierto. Villarski se aburría en Oriol y lo alegró hallar a un hombre de su mundo y posición, a quien creía interesado por los mismos problemas que él.

Pero pronto notó con asombro que Pierre se hallaba muy atrasado con respecto a la vida real y había caído en la apatía y el egoísmo.

«Se anquilosa, querido» le decía y, no obstante, experimentaba mayor placer que antes en compañía de Pierre e iba a visitarlo a diario. Al contemplar y escuchar a Villarski, Pierre se sorprendía de haber sido hasta hacía poco semejante a él.

Villarski estaba casado; tenía hijos, se ocupaba de los asuntos de su mujer, de la familia y de su empleo; esas ocupaciones eran para él un obstáculo en su vida, algo desdeñable porque solo veía en ellas el bienestar personal y de su familia. Los asuntos militares, administrativos, políticos y de la masonería lo cautivaban; Pierre, sin intentar hacerlo cambiar de opinión, sin reproches y con una ironía alegre y calmosa, admiraba el fenómeno que conocía tan bien.

En sus relaciones con Villarski, con la princesa, con el médico y con toda la gente que trataba, el carácter de Pierre tenía un rasgo nuevo que le granjeó la simpatía de todos: la aceptación de que uno puede pensar, sentir y opinar a su modo y la convicción de que es imposible disuadir a nadie con palabras. Esa legítima peculiaridad individual, que antaño atormentó y perturbó a Pierre, era ahora la base de su simpatía e interés por los hombres. Las opiniones diferentes y contradictorias que defendían y la vida que llevaban lo divertían y provocaban su sonrisa irónica y bondadosa.

En los asuntos prácticos, Pierre notaba ahora que tenía el punto de apoyo del que antes carecía. Antaño cualquier cuestión de dinero, sobre todo las peticiones que le hacían a menudo debido a su fortuna, lo confundían. «¿Le doy o no? —se preguntaba—. Tengo mucho y él lo necesita. Pero aquel otro tiene más necesidad. ¿Quién lo necesita más? ¿Y si los dos me engañan?». Antes no hallaba respuesta y daba a todos. La misma turbación le producían los consejos sobre cómo administrar sus bienes.

Ahora, para su asombro, no encontraba dudas ni confusiones en esos problemas. Era una especie de juez que, según ciertas leyes ignoradas por él mismo, dictaba lo que convenía o no hacer.

Como antes, no le atraía el dinero, pero sabía lo que debía o no debía hacer con él. El primer caso práctico a resolver por ese juez fue el de un coronel francés prisionero, que tras contarle con detalle sus proezas le pidió cuatro mil francos para enviárselos a su mujer y a sus hijos. Pierre se los negó, admirándose después de lo fácil y sencillo que le resultó; en otros tiempos le habría parecido una dificultad insuperable. Al mismo tiempo que negaba el dinero al coronel, pensaba cómo hacer para que el oficial italiano aceptase el dinero que sí necesitaba antes de marcharse de Oriol. Una nueva prueba de la opinión de Pierre en los asuntos monetarios fueron las deudas de su mujer y la reconstrucción de las casas y villas en Moscú.

Su administrador principal fue a visitarlo para informarlo del estado de sus rentas, muy distintas de las anteriores. El incendio de Moscú supuso para Pierre la pérdida de unos dos millones de rublos. Para consolarlo, presentó a su amo las cuentas de tal modo que, pese a todo, los ingresos aumentarían si se negaba a pagar las deudas de su mujer, pues no estaba obligado, y si no reconstruía las casas de Moscú y los alrededores, cuyo mantenimiento costaba ochenta mil rublos al año sin beneficio alguno.

—Sí, es verdad —sonrió Pierre—. No necesito nada de eso. Después del saqueo me he hecho mucho más rico.

Pero en enero Savielich llegó a Moscú, le habló del estado de la ciudad y le mostró el presupuesto del arquitecto para reconstruir su casa y las villas refiriéndose a ello como algo resuelto. Por aquel entonces Pierre recibió cartas del príncipe Vasili y de otras amistades de San Petersburgo sobre las deudas de su mujer y le hicieron pensar que el proyecto del administrador, que tanto le había gustado al principio, era inaceptable y debía ir a San Petersburgo a saldar esas deudas y reedificar la casa de Moscú.

Ignoraba el motivo para proceder así, pero sentía la necesidad de hacerlo. Sus rentas disminuirían tres cuartas partes, pero había que actuar así.

Villarski salía para Moscú y decidió ir con él.

Durante su convalecencia en Oriol, Pierre había experimentado la alegría de la libertad y de la vida; esto aumentó durante el viaje, al aire libre y al ver caras nuevas y conocidas. Durante ese viaje sentía la misma alegría que el alumno durante las vacaciones. Todas las caras, desde el postillón hasta el maestro de postas y los campesinos, cobraban un nuevo sentido para él. La presencia y las observaciones de Villarski, que lamentaba la pobreza de Rusia, su ignorancia y su atraso con respecto a Europa, aguijoneaban la alegría de Pierre. Donde Villarski veía muerte, Pierre veía una prueba de extraordinaria vitalidad, una fuerza que sostenía en medio de la nieve la vida de ese pueblo unido, peculiar y único. No discutía las opiniones de Villarski; parecía estar de acuerdo con él, pues esa conformidad fingida era el camino más corto para evitar discusiones improductivas; mientras lo escuchaba, sonreía feliz.

CAPÍTULO XIV

Es difícil explicar por qué y hacia dónde corren las hormigas de un hormiguero destruido, por qué unas sacan briznas, huevos y cadáveres y otras regresan, por qué entrechocan, se alcanzan y luchan. También sería difícil explicar por qué los rusos, tras la retirada francesa, se congregaron en aquel lugar antes llamado Moscú. Si miramos a las hormigas, dispersas en torno al hormiguero destruido, si observamos su energía y su número, veremos que todo está destruido excepto algo indestructible e inmaterial que constituye la fuerza del hormiguero; lo mismo ocurría en Moscú en octubre, aunque no hubiese allí autoridad, iglesias, santuarios, riquezas, ni casas. Seguía siendo la ciudad que había sido en agosto. Todo estaba destruido excepto eso inmaterial, pero poderoso e imperecedero.

Los motivos por los que a los hombres corrían desde todas partes hacia Moscú tras la huida del enemigo eran muchos, personales y, en los primeros días, salvajes y bestiales sobre todo. Un solo objetivo los empujaba: llegar cuanto antes al lugar llamado antes Moscú y reanudar su propia actividad.

Una semana más tarde había en Moscú quince mil habitantes; dos semanas después eran veinticinco mil y la cifra superó en el otoño de 1813 a la población de 1812.

Los primeros rusos que entraron en Moscú fueron los cosacos del destacamento de Wintzingerode, los mujiks de las aldeas aledañas y los habitantes de la capital que se habían escondido cerca. Lo primero que hicieron quienes entraron en la ciudad arruinada y saqueada fue también pillar y seguir así la obra de los franceses. Los campesinos acudían con carros para llevarse cuanto podían encontrar abandonado en las casas destruidas o en las calles. Los cosacos cargaron con cuanto pudieron; los propietarios llevaban a sus casas lo que lograban encontrar en otras so pretexto de que les pertenecía.

A los primeros saqueadores siguieron otros; cada día, al crecer su número, el saqueo era más difícil y adoptaba formas precisas.

Los franceses habían encontrado un Moscú vacío con su forma de ciudad organizada con diversos servicios de comercio, artesanía, objetos de lujo, gerencias estatales y eclesiásticas. Eran formas sin vida que existían. Había tiendas, almacenes, bazares, la mayoría con mercancías; había fábricas, talleres, palacios, casas llenas de objetos valiosos, hospitales, cárceles, oficinas públicas, iglesias y catedrales. Cuanto más se prolongaba la estancia de los franceses, mayor era la destrucción de esas formas de vida urbana y, al final, todo quedó reducido a un campo de ratería sin vida.

Al prolongarse el saqueo de los franceses, menos eran las riquezas de Moscú y las fuerzas de los saqueadores. El saqueo de Moscú por los rusos se inició cuando sus tropas llegaron a la capital; cuanto más tiempo estaban, más participantes había, más rápida era la reconstrucción de las riquezas y de la vida regulada.

Con los saqueadores fueron a Moscú gentes diversa, arrastrada por la curiosidad, por el trabajo o por el cálculo: eran propietarios de casas y clérigos, funcionarios altos y pequeños, comerciantes, artesanos y campesinos.

Una semana después, los mujiks que iban a la ciudad con sus carros vacíos y los traían llenos de toda clase de objetos, eran detenidos por las autoridades y obligados a retirar los cadáveres. Enterados de lo ocurrido a sus compañeros, otros acudían con los carros cargados de trigo, avena y heno; compitiendo unos con otros bajaban los precios hasta dejarlos por debajo del anterior. Cooperativas de carpinteros acudían esperando un trabajo bien remunerado, y reparaban las casas incendiadas y construían otras nuevas por doquier. Los comerciantes abrían sus puestos. Se abrían tabernas y posadas en casas medio destruidas por el fuego. El clero restablecía el culto en las iglesias intactas; algunas personas donaban objetos de culto para reemplazar los robados. Los funcionarios colocaban sus oficinas, con alfombras y armarios, en cuartuchos. Los jefes superiores y la policía repartían los bienes dejados por los franceses. Los propietarios de las casas donde almacenaban objetos procedentes de otras se quejaban de que todo se concentrase en un sitio. Otros decían que era injusto dejarle al dueño de la casa todos los objetos hallados allí, pues los franceses reunían las cosas en una sola mansión. Se insultaba a la policía, la sobornaban, se multiplicaba en los presupuestos el valor de las cosas quemadas pertenecientes al Estado, se exigía ayuda y el conde Rostopchín escribía sus proclamas.

CAPÍTULO XV

Pierre llegó a Moscú a finales de enero y se instaló en un pabellón de su casa. Visitó al conde Rostopchín y a amigos que habían regresado para ir después a San Petersburgo. Todos festejaban la victoria; la vida bullía en la capital en ruinas que iba renaciendo. Todos se alegraron de ver a Pierre, querían hablarle y saber lo que había vivido y visto. Pierre se mostraba amable con todos pero trataba de no comprometerse con nadie y conservar su libertad. A las preguntas, importantes o no, que le hacían sobre dónde viviría, si reconstruiría su casa, cuándo iría a San Petersburgo y si podía llevar un paquete, respondía vagamente: «Sí… quizá… lo estoy pensando…».

Supo de los Rostov que estaban en Kostroma y pensaba pocas veces en Natacha. En esos casos era solo un agradable recuerdo de un pasado lejano. Se sentía libre de las trabas sociales y del sentimiento que se había autoimpuesto, creía él.

Tres días después de su llegada supo por los Drubetskoi que la princesa María estaba en Moscú. Pierre rememoraba a menudo la muerte, los sufrimientos, los últimos días del príncipe Andréi y ahora volvieron a su mente con fuerza. Cuando durante la comida supo que la princesa María estaba allí, en su casa intacta de la calle Vozdvishenka, decidió visitarla esa misma tarde.

Pierre pensó por el camino en el príncipe Andréi, en su amistad, en sus charlas y, sobre todo, en la última de Borodinó.

«¿Será posible que haya muerto con la acritud de entonces? ¿Y que antes de morir no se le revelase el sentido de la vida?», pensaba. Recordó a Karatáev y su muerte; sin advertirlo, comparó aquellos dos hombres tan distintos y tan parecidos por el cariño que les tuvo y porque ambos habían vivido y habían muerto.

Pierre llegó a la casa del viejo príncipe con el espíritu sombrío. El edificio había sufrido poco. Se veía alguna señal de la guerra, pero conservaba su carácter.

El viejo mayordomo salió con semblante grave y serio, como para darle a entender que la desaparición del príncipe no cambiaba el orden establecido. Lo informó que la princesa se había retirado a sus habitaciones y que recibía los domingos.

—Anúnciame; tal vez me reciba —dijo Pierre.

—Bien, señor. Pase a la sala de retratos.

Momentos después el mayordomo volvió con Dessalles, que dijo a Pierre, en nombre de la princesa, que le alegraba mucho verlo y le rogaba que subiera a sus aposentos si no le parecía un exceso de confianza,.

En una estancia de techo más bajo, iluminada con una vela, la princesa estaba con otra persona vestida de negro. Pierre recordó que la princesa siempre tenía una señorita de compañía, pero no las conocía ni las recordaba a todas. «Es una de sus señoritas de compañía», pensó al ver la figura vestida de negro.

La princesa se levantó rápidamente y salió a su encuentro tendiéndole la mano.

—Ya ve cómo nos encontramos —dijo la princesa después de que Pierre le besase la mano fijándose en los cambios del rostro de su visitante—. Hasta los últimos días hablaba a menudo de usted —añadió volviendo los ojos hacia la señorita de compañía con una timidez que sorprendió a Pierre—. ¡Me sentí tan feliz cuando supe que usted vivía! Es la única buena noticia que hemos recibido últimamente.

De nuevo, y más inquieta, la princesa miró a su señorita de compañía y quiso añadir algo, pero Pierre la cortó.

—Imagine que yo no supe nada de él. Lo creía muerto. Cuanto supe fue por otros. Únicamente sabía que estaba con los Rostov… ¡Qué destino!

Pierre hablaba rápida y animadamente; posó los ojos en el rostro de la señorita de compañía, que lo miraba fijamente con atención, ternura y curiosidad. Como sucede en las conversaciones, sin saber por qué sintió que esa dama con vestido negro era un ser amable, bueno y cordial, que no turbaría su conversación con la princesa María.

Pero al decir sus últimas palabras sobre los Rostov se acentuó la turbación de la princesa. Su mirada fue de Pierre a la señorita de compañía.

—¿Es que no la reconoce? —preguntó.

Pierre miró de nuevo aquella cara pálida y delicada, de ojos negros y boca extraña. Algo entrañable, olvidado hacía tiempo, lo miraba con ojos atentos.

«No es posible —pensó—. Ese rostro adusto, flaco, pálido y ajado no puede ser de ella. Es solo un recuerdo». Pero entonces la princesa dijo: «Natacha». Aquel rostro de ojos atentos sonrió trabajosamente, como cuando se abre una puerta oxidada y a través de aquella puerta entornada irrumpió y envolvió a Pierre el soplo de una dicha olvidada tiempo atrás, en la cual ni pensaba, sobre todo entonces. Cuando ella sonrió, no cupo duda: era Natacha y él la amaba.

En ese instante Pierre confesó a Natacha, a la princesa María y a sí mismo un secreto que ni él conocía. Trató de ocultar su emoción, pero cuanto más se esforzaba, más obvio, si lo hubiese dicho con palabras, era para él, para ella y para la princesa que amaba a Natacha.

«No… Es el efecto de la sorpresa», pensó Pierre.

Pero cuando intentó reanudar la charla con la princesa y a Natacha, más se ruborizó y lo embargó una emoción más intensa de alegría y temor. Se lio en sus palabras y tuvo que parar a mitad de la frase.

No había reparado en ella porque ni había pensado que pudiese estar allí; no la había reconocido porque, desde que la viera la última vez, Natacha había cambiado mucho. Estaba flaca y pálida; pero eso no la convertía en otra; no pudo reconocerla porque en sus ojos siempre brillaba la alegría de vivir y ahora no tenían ni la sombra de una sonrisa; sus ojos eran atentos, compasivos, interrogantes y tristes. Natacha no mostró la turbación de Pierre, salvo por una satisfacción casi imperceptible que apenas iluminó su rostro.

CAPÍTULO XVI

—Ella vino para estar conmigo —explicó la princesa María—. Los condes llegarán cualquier día. La condesa se halla en un estado espantoso. Pero Natacha necesitaba que la vea un médico. Han tenido que obligarla a venir.

—Apenas hay una familia que no tenga su propio dolor. —Dijo Pierre volviéndose hacia Natacha—. ¿Sabe que lo de Petia sucedió el día que nos liberaron? Yo lo vi. ¡Qué gran muchacho!

Natacha lo miraba fijamente y, como en respuesta, sus ojos se iluminaron y agrandaron.

—¿Qué se puede decir o pensar como consuelo? —prosiguió él—. Nada… ¿Por qué había de morir un joven bueno y rebosante de vida?

—Sería difícil vivir en estos días sin fe… —dijo la princesa María.

—Sí, es la pura verdad —la cortó Pierre.

—¿Por qué? —preguntó Natacha mirándolo a los ojos con atención.

—¿Cómo que por qué? —dijo la princesa—. Solo el pensamiento de lo que nos aguarda allí…

Natacha siguió mirando interrogativamente a Pierre sin atender a la princesa María.

—Solo quien cree en un Dios que nos guía puede soportar una pérdida como la suya y… la de usted —repuso.

Natacha abrió la boca para decir algo, pero calló. Pierre se volvió hacia la princesa y le preguntó por los últimos días de su amigo.

Casi había desaparecido la turbación de Pierre, pero también notaba que había perdido su libertad anterior. Sentía que sus palabras y sus actos tenían ahora un juez cuyo parecer valía más para él que el del resto del mundo. Al hablar, lo hacía pensando en el efecto de sus palabras en Natacha. No decía a propósito lo que podía agradarle, pero cuanto decía lo juzgaba desde el punto de vista de ella.

Con desgana, como sucede en esos casos, la princesa María narró cómo había hallado a su hermano Andréi. Las preguntas de Pierre, su mirada inquieta e interesada, el temblor de su rostro, la obligaron a entrar en detalles que no deseaba recordar.

—Sí, sí… eso es… —decía Pierre inclinado hacia ella escuchándola—. Sí… ¿Entonces, se calmó…? ¿Se tranquilizó? Él que buscaba siempre una cosa con todas sus fuerzas: ser bueno, no podía temer a la muerte. Sus defectos, si los tenía, no procedían de él… ¿Entonces se tranquilizó? —repitió—. ¡Qué felicidad que la encontrase! —dijo volviéndose hacia Natacha y mirándola con los ojos cuajados de lágrimas.

El rostro de Natacha se estremeció. Frunció el entrecejo y bajó los ojos. Por un instante dudó si hablar.

—¡Sí, una felicidad! —dijo—. Para mí fue una verdadera felicidad —y añadió tras un silencio—: Y él… él… dijo que lo deseaba en el momento en que me acerqué…

La voz de Natacha se quebró. Enrojeció, contrajo las manos sobre las rodillas y levantó la cabeza y habló velozmente.

—No sabíamos nada cuando salimos de Moscú. No me atreví a pedir noticias suyas. Y entonces Sonia me dijo que nos acompañaba. No pensé en nada, no podía imaginar su estado. Solo sentía la necesidad de verlo, estar a su lado —concluyó temblando y ahogándose.

Sin dejar que la interrumpiesen, contó lo que nunca había dicho a nadie, lo sentido durante las tres semanas de viaje y de su estancia en Yaroslavl.

Pierre la atendía absorto sin apartar los ojos, llenos de lágrimas. Oyendo su relato, no pensaba en el príncipe Andréi, en la muerte o en lo que ella decía. La escuchaba y se compadecía por todo el dolor que le infligía el recuerdo.

Sentada junto a Natacha, el rostro contraído y reprimiendo sus lágrimas, la princesa escuchaba por primera vez la historia de los últimos días de amor de su hermano y Natacha. Sin duda Natacha necesitaba narrar ese relato agradable y doloroso.

Mezclaba detalles ínfimos con secretos íntimos y parecía que nunca terminaría. Varias veces repitió un mismo hecho.

Se oyó tras la puerta la voz de Dessalles preguntar si Nikolenka podía entrar a dar las buenas noches.

—Eso es todo… todo… —dijo Natacha.

Al entrar Nikolenka, se levantó y casi corrió a la salida, se golpeó la cabeza con la puerta disimulada tras una cortina y gimió por el dolor físico o el moral, y huyó.

Pierre miró la puerta por donde ella había salido; sin comprender por qué se había quedado de pronto solo en el mundo.

La princesa María lo sacó de su abstracción haciendo que se fijase en su sobrino que entraba.

Ver al chico, parecido a su padre, influyó en el estado emocional de Pierre, que besó a Nikolenka, se levantó y con un pañuelo en la mano se acercó a la ventana.

Iba a despedirse de la princesa María, pero ella lo retuvo.

—No, no… Natacha y yo no nos acostamos nunca hasta después de las dos. Quédese, por favor; haré servir la cena. Baje y nosotras iremos enseguida.

Antes de salir Pierre, la princesa le dijo:

—Es la primera vez que habla así de él.

CAPÍTULO XVII

Pierre fue llevado al gran comedor iluminado; minutos después oyó pasos y entraron Natacha y la princesa María. Natacha estaba serena, si bien su expresión era severa.

Todos parecían igualmente turbados, como suele ocurrir tras una conversación íntima y grave. No se puede reanudar, y hablar de algo banal avergüenza, callar es desagradable porque se desea hablar y el silencio parece fingido. Se acercaron a la mesa; los camareros separaron y acercaron las sillas; Pierre desplegó su servilleta y, decidido a romper el silencio, miró a Natacha y a la princesa María. Ambas parecían decididas a lo mismo. Sus ojos reflejaban el placer de vivir y el reconocimiento de que hay alegrías además de dolor.

—¿Bebe vodka, conde? —preguntó la princesa, y se disiparon las sombras del pasado—. Háblenos de usted —añadió—. Cuentan maravillas.

—Sí —contestó Pierre con su sonrisa de afable ironía—. Me atribuyen milagros con los que ni he soñado. María Abramovna me invitó a su casa para contarme cuanto me ha sucedido o debería haberme sucedido. También Stepan Stepanovich me enseñó lo que yo debía contar. Observo que es muy cómodo ser un hombre interesante, como ahora soy yo. Me invitan y me cuentan lo que me ha sucedido.

Natacha sonrió y quiso decir algo.

—Nos han contado que en Moscú perdió dos millones de rublos —terció la princesa—. ¿Es cierto?

—Y pese a todo soy tres veces más rico que antes —replicó él.

Aunque el pago de las deudas de su esposa y las obras habían cambiado su situación, decía que era tres veces más rico.

—Lo que he ganado es la libertad —comenzó, ahora en serio; pero no siguió porque creyó que ese tema era demasiado egoísta.

—¿Piensa reconstruir su casa?

—Sí; me lo ordena Savelich.

—Dígame; ¿no sabía nada de la muerte de la condesa cuando se quedó en Moscú? —preguntó la princesa; y se ruborizó, al notar que su pregunta, hecha después de la alusión de Pierre a su libertad, podía insinuar que ella atribuía a sus palabras un sentido que no tenían.

—No —contestó Pierre sin embarazo por la interpretación que pudiese dar la princesa a sus palabras—. Lo supe en Oriol y no imaginan cuánto me impresionó. No éramos un matrimonio ejemplar —añadió mirando a Natacha y notando la curiosidad de ella por saber cómo hablaría de su mujer—, pero su muerte me causó una gran impresión. Cuando dos personas pelean, ambas tienen la culpa; y la culpa del que queda se hace penosa con respecto al que no está. Además, una muerte así… sin amigos ni consuelo… La compadezco mucho —concluyó y notó con placer un gesto de aprobación en el rostro de Natacha.

—Ahora es usted soltero y libre para casarse —comentó la princesa María.

Pierre se ruborizó y trató de no mirar a Natacha. Cuando lo hizo, su rostro era frío y grave, y hasta creyó ver un rictus de desprecio.

—¿Es verdad que vio y habló con Napoleón, como nos han contado? —preguntó la princesa.

Pierre rio.

—Ni una vez. Algunos imaginan siempre que estar prisionero es como visitar a Napoleón. No lo vi, ni oí hablar de él una sola vez. Estuve en compañía mucho peor.

La cena terminaba y Pierre, que se resistía a hablar de su cautiverio, se animó poco a poco.

—¿Es verdad que se quedó para matar a Napoleón? —sonrió Natacha—. Eso me pareció cuando lo vimos en la puerta Sujareva, ¿se acuerda?

Pierre confesó que era verdad y, guiado por las preguntas de la princesa y las de Natacha, pasó a relatar detalladamente sus aventuras.

Al principio hablaba con la afable ironía que le merecía la gente y sobre todo él mismo; pero al relatar los sufrimientos y horrores presenciados, su relato adquirió la emoción contenida de quien rememora impresiones fuertes. La princesa María miraba con afable sonrisa a Pierre y a Natacha.

En aquel relato solo veía a Pierre y su bondad. Natacha, apoyada en su brazo, con una expresión que variaba con el relato, no quitaba ojo a Pierre; era como si compartiese con él cuanto decía. Su mirada, sus exclamaciones y las breves preguntas que le dirigía demostraban a Pierre que Natacha comprendía de cuanto contaba lo que él quería transmitir. Sin duda no solo comprendía lo que él decía, sino lo que habría querido decir y no podía expresar con palabras. El episodio de la niña y la mujer, cuya defensa le costó la libertad, lo contó así:

—Era un espectáculo horrible, los niños abandonados y algunos entre las llamas… Sacaron a uno delante de mí… Mujeres a las que arrancaban sus ropas, sus pendientes… —Pierre enrojeció y calló.

—Entonces llegó una patrulla de franceses y apresaron a quienes no hacían nada ni robaban, y se llevaron a todos los hombres. Y a mí.

—Seguramente no lo cuenta todo… Seguramente hizo algo… bueno… —dijo Natacha, y después de un silenció añadió—: bueno.

Pierre prosiguió. Cuando llegó a los fusilamientos, quiso pasar por alto los detalles, pero Natacha exigió que contase todo.

Después habló de Karatáev. Se levantó y paseó por la habitación; Natacha lo seguía con los ojos. Se detuvo un momento.

—No podrían comprender lo que aprendí de aquel hombre analfabeto y bobo.

—Sí… cuente… ¿dónde está ahora? —preguntó Natacha.

—Lo mataron casi delante de mí.

Pierre contó con voz temblorosa los últimos días de la retirada, la enfermedad de Karatáev y su muerte. Contaba sus peripecias como nunca las había recordado. Le parecía ver ahora en lo sufrido un nuevo sentido.

Al contar eso a Natacha, experimentaba el placer que proporcionan las mujeres al escuchar a un hombre; no esas mujeres listas que atienden procurando retener lo que les dicen para enriquecer su mente y, llegada la ocasión, servirse o apropiarse de lo que les cuentan y comunicar a otros cuanto antes las frases elaboradas en su mente, sino el verdadero placer que proporcionan las verdaderas mujeres capaces de discernir y comprender lo mejor que hay en lo dicho por el hombre. Natacha, sin notarlo, era toda atención; no se le escapaba una palabra, un matiz de la voz, una mirada, una vacilación del rostro, ni un gesto de Pierre. Captaba cada palabra, aún medio expresada, y la introducía en su corazón abierto, adivinando el sentido oculto del esfuerzo moral de Pierre.

La princesa María comprendía también y simpatizaba con él, pero veía otra cosa que atraía su atención: la posibilidad de que entre Natacha y Pierre surgiese el amor, que ambos fuesen felices. Esa idea que acudía a ella por primera vez la alegraba.

Eran las tres de la mañana. Los criados entraban con gesto sombrío a renovar las velas, pero ninguno lo notó.

Pierre concluyó. Natacha lo miraba con ojos animados y brillantes, deseando comprender lo que él no había contado. Pierre, turbado y feliz, la miraba a ratos y buscaba en su imaginación lo que debía decir para cambiar de tema.

La princesa María callaba. Ninguno pensó que eran ya las tres y había que dormir.

—Se suele hablar de desgracias y sufrimientos —comenzó Pierre—. Pero si me dijeran ahora: ¿prefieres volver a ser lo que eras antes de tu cautiverio o vivir de nuevo lo que has padecido? ¡Dios mío, la cautividad y la carne de caballo! Cuando nos apartan de nuestro camino, creemos que todo está perdido, cuando solo entonces comienza lo nuevo y lo bueno. Mientras hay vida, hay felicidad. Queda mucho por… mucho… Se lo digo yo —dijo a Natacha.

—Sí, sí… También yo desearía volver a vivirlo todo de nuevo —se refirió ella a algo muy distinto.

Pierre la miró con atención.

—Sí, y nada más que eso —confirmó Natacha.

—¡No es verdad! —exclamó Pierre—. Yo no tengo culpa de haber quedado vivo y de querer vivir. Y usted tampoco.

Natacha ocultó su cara entre las manos y rompió a llorar.

—¿Qué te pasa, Natacha? —preguntó la princesa.

—Nada. —Sonrió a Pierre a través de las lágrimas—. Adiós, ya es hora de dormir.

Pierre se puso en pie y se despidió de ellas.

La princesa María y Natacha se reunieron en el dormitorio y hablaron de lo contado por Pierre. La princesa María no opinó sobre él y tampoco Natacha.

—Buenas noches, María —dijo Natacha—. A veces temo una cosa; no hablamos de él —se refería al príncipe Andréi—, como si temiésemos rebajar nuestros sentimientos, y lo vamos olvidando.

La princesa suspiró confirmando lo justo de la observación de Natacha, aunque no confirmó su opinión de palabra.

—¿Acaso lo podemos olvidar? —dijo.

—Me ha hecho tanto bien contar hoy todo… Era doloroso, pero me ha hecho mucho bien; estoy segura de que él lo quería de verdad. Por eso se lo he contado… No hice mal, ¿a que no? —Se ruborizó.

—¿A Pierre? ¡Oh, no, es tan bueno!

Natacha habló con una sonrisa que hacía mucho no iluminaba su rostro.

—¿Te has fijado, María? Pierre se ha hecho… no sé cómo decirlo… Más lozano, limpio y fresco; como si saliese del baño, ¿sabes? En sentido moral, claro, ¿no?

—Sí, ha ganado mucho.

—Su levita es ahora corta y, se ha arreglado el pelo, como si saliese de un baño… Como papá a veces…

—Comprendo que él no quisiese a nadie como a Pierre —la princesa se refirió a Andréi.

—Sí, y al mismo tiempo son muy distintos. Dicen que los hombres son amigos cuando son completamente distintos. Así debe ser. ¿No es verdad que no se parece a él en nada?

—Sí, es verdad; pero Pierre es magnífico.

—Bueno, adiós —dijo Natacha. Y la sonrisa juguetona de antes permaneció un tiempo olvidada en su rostro.

CAPÍTULO XVIII

Esa noche Pierre tardó en conciliar el sueño. Paseó por su habitación, ensimismado en alguna idea difícil que le hacía fruncir el ceño, encogiéndose de hombros y temblando, sonriendo feliz.

Pensaba en el príncipe Andréi, en Natacha y su amor; estaba celoso de su pasado; se hacía reproches y se perdonaba. A las seis de la mañana Pierre aún deambulaba por la habitación.

«¿Y qué hacer si es imposible vivir sin eso? ¿Qué hacer? Entonces, así debe ser», pensó. Y desnudándose se echó en la cama, conmovido y feliz, sin dudas ni vacilaciones.

«Por extraña e imposible que se me antoje esta dicha, debo hacer todo lo posible para ser su marido y ella mi esposa», se dijo.

Unos días antes había fijado su salida de Moscú para el viernes. Cuando se despertó era jueves y Savelich entró en su habitación para recibir sus órdenes sobre el equipaje.

«¿Por qué a San Petersburgo? ¿Qué se me ha perdido en Petersburgo? ¿Quién está allí? —se preguntó—. Hace tiempo que lo decidí, antes de que ocurriese eso pensé ir —recordó—. ¿Y por qué no? Tal vez vaya… ¡Qué bueno, qué atento y qué presente tiene todo! —pensó mirando el rostro de Savelich—. ¡Y qué sonrisa tan agradable!»

—Savelich, ¿sigues sin desear la libertad? —preguntó.

—¿Para qué necesito la libertad, excelencia? Viví muy bien en los tiempos del viejo conde y con usted no tengo queja.

—Sí, pero… ¿Y los hijos?

—También ellos vivirán. Con amos así se puede vivir.

—¿Y mis herederos? —preguntó Pierre—. ¿Y si vuelvo a casarme…? Podría ocurrir —añadió con involuntaria sonrisa.

—Me permito decirle que haría muy bien, Excelencia.

«Qué sencillo le parece —se dijo Pierre—. No sabe qué terrible y peligroso es. Demasiado pronto o tarde… ¡Da miedo pensar!»

—¿Cuándo desea salir, señor? ¿Mañana? —preguntó Savelich.

—No; aplazaré un poco el viaje. Ya te avisaré. Perdona la molestia.

Ante la sonrisa de Savelich pensó: «Es raro que no sepa que ya no me interesa San Petersburgo. Lo importante ahora es que se decida lo otro. Debe saberlo, seguro que finge. ¿Y si le hablo? Sabría lo que piensa. No, en otro momento».

Durante el almuerzo Pierre contó a su prima que la víspera había estado en casa de la princesa María y había visto ¡nada menos que a Natacha Rostova!

La princesa no mostró más asombro que si hubiese visto a Ana Semiónovna.

—¿La conoce? —preguntó Pierre.

—He visto a la princesa y he oído que quieren casarla con el joven Rostov. Sería bueno para los Rostov; dicen que están del todo arruinados.

—No; pregunto si conoce a Natacha.

—Oí entonces hablar de ella en relación con esa historia. Fue una pena.

«O no comprende o finge —pensó Pierre—. Mejor será no decirle nada».

La princesa había preparado algunas provisiones para el viaje.

«Qué buenos son todos —se dijo Pierre—, se ocupan ahora de esos asuntos míos que ya no pueden interesarles».

Ese día recibió a un jefe de policía que le pidió que enviase a un hombre de confianza para recoger objetos que se iban a repartir entre los propietarios.

«También él —pensó Pierre mirándolo—. ¡Qué oficial tan simpático y guapo! Ahora se preocupa de estas nimiedades, y decían que no era honrado, que se aprovechaba de su posición. ¡Bobadas! ¿Por qué no iba a hacerlo? Se ha educado así y todos lo hacen. ¡Qué simpático parece, qué cara tan agradable, me mira y sonríe!»

Pierre comió en casa de la princesa María.

Al cruzar las calles entre los edificios incendiados admiró la belleza de las ruinas. Las chimeneas, las paredes desmoronadas que le recordaban los pintorescos lugares del Rin o el Coliseo se sucedían ocultándose unas a otras en los barrios tiznados. Los cocheros y peatones con quienes se topaba, los carpinteros que serraban las vigas, los tenderos y buhoneros miraban con rostros alegres y sonrientes a Pierre y parecían decir: «¡Ahí está! ¡Veremos lo sale de esto!».

Pierre dudó en el umbral de la casa de la princesa María. ¿Se habría visto aquí con Natacha? ¿Había hablado con ella? «Tal vez lo he soñado —se dijo—, tal vez entre y no encuentre a nadie». Pero apenas entró en la habitación sintió la presencia de Natacha por la pérdida de su libertad. Natacha vestía su traje negro de amplios pliegues, y estaba peinada como la víspera, pero no era la misma. Si la hubiese visto así el día anterior, la habría reconocido.

Ahora estaba como cuando la conoció siendo casi una niña prometida al príncipe Andréi. Una luz risueña e interrogante brillaba en sus ojos y su rostro expresaba cariño. Pierre comió con ellas y habría permanecido más, pero la princesa María iba a las vísperas y Pierre las acompañó.

Al día siguiente volvió temprano y pasó toda la velada con ellas. Pese a la alegría que sentían las dos al verlo y de que toda la vida de Pierre se centraba ahora en esa casa, al anochecer los temas se habían agotado y la conversación decayó; pasaba de algo baladí a otro asunto sin importancia y se interrumpía. Pierre se quedó hasta tan tarde que la princesa y Natacha se miraban, preguntándose cuándo se iría; Pierre lo notaba, pero no podía irse. Le resultaba violento, pero seguía allí porque no podía levantarse y marchar.

La princesa María, que no veía el final, fue la primera en levantarse y, quejándose de jaqueca, tendió la mano a Pierre.

—¿Se va mañana a San Petersburgo?

—No, no me voy —contestó sorprendido y como ofendido. —Aunque sí, mañana; pero no me despido de ustedes, pasaré a recoger sus encargos —añadió quedándose de pie ante la princesa, ruborizado, sin decidirse a marchar.

Natacha le tendió la mano y salió. La princesa María se dejó caer en el sillón y con sus ojos profundos y luminosos miró seriamente a Pierre. Había desaparecido el cansancio. Suspiró largamente, como preparándose para una conversación.

La turbación de Pierre desapareció cuando se fue Natacha. Inquieto y animado, acercó su butaca a la de la princesa.

—Sí, le quería decir —comenzó—. Ayúdeme, princesa. ¿Qué debo hacer? ¿Puedo confiar? Escúcheme, amiga. Sé todo, que no la merezco, que es imposible hablar de eso ahora. Pero deseo ser como un hermano. No, eso no… no quiero, no puedo…

Se detuvo y se frotó los ojos y la cara con las manos. Después, esforzándose para hablar de manera coherente, siguió:

—No sé desde cuándo la amo; pero ha sido toda mi vida, tanto, que no puedo imaginar la vida sin ella. No me atrevo a pedir su mano ahora, pero la idea de que podría ser mía y de que perdería esa posibilidad… es terrible. Dígame, ¿puedo albergar esperanzas? ¿Qué debo hacer? Querida amiga… —añadió tras un silencio tocándole el brazo porque ella, abstraída, no contestaba.

—Pienso en lo que me ha dicho —respondió la princesa María—. Tiene razón y hablarle ahora de amor…

La princesa María se detuvo. Quería decir: «es imposible ahora», pero no siguió porque hacía tres días observaba el cambio de Natacha y que el amor de Pierre, lejos de ofenderla, era lo que deseaba.

—Hablarle ahora… no puede ser —dijo.

—¿Qué debo hacer entonces?

—Confíe en mí —respondió la princesa—. Yo sé…

Pierre la miró a los ojos.

—Sí, sí…

—Sé que lo ama… que lo amará… —rectificó.

No había terminado de decir esas palabras cuando Pierre se puso en pie de un salto con cara de susto y sujetó la mano de la princesa.

—¿Por qué dice eso? ¿Cree que puedo esperar? ¿Lo cree?

—Sí, lo creo —sonrió la princesa María—. Escriba a los padres de Natacha y, en cuanto a ella, confíe en mí. Le hablaré cuando sea oportuno. Lo deseo y mi corazón presiente que será así.

—¡Oh, no es posible! ¡Qué feliz soy! ¡Pero eso no puede ser!… ¡Qué feliz soy! —exclamó Pierre besando las manos de la princesa.

—Váyase a San Petersburgo. Será mejor. Yo le escribiré.

—¿A San Petersburgo? ¿Marcharme? Sí, está bien, me iré. ¿Podré volver mañana a su casa?

Al día siguiente, Pierre fue a despedirse. Natacha parecía menos animada que en los días anteriores; pero al mirarla a veces a los ojos, Pierre tenía la sensación de que él desaparecía, que no estaban ni él ni ella, sino un sentimiento de dicha.

«¿Será verdad? No es posible», se decía con cada mirada, cada palabra, cada gesto de Natacha, que lo colmaban de alegría.

Al despedirse tomó su mano fina y delgada y la retuvo involuntariamente unos segundos.

«¿Será posible que esta mano, esa cara, esos ojos, ese tesoro de gracia femenina sea mío para siempre, algo tan habitual como soy yo para mí mismo…? ¡No es posible…!».

—Adiós, conde —dijo ella en voz alta—. Lo esperaré con impaciencia —susurró.

Esas sencillas palabras, la mirada y su expresión fueron para Pierre durante dos meses fuente de inagotables recuerdos, interpretaciones y ensueños. «Lo esperaré con impaciencia… Sí, sí. ¿Cómo lo dijo? Sí, lo esperaré con impaciencia. ¡Qué feliz soy! ¡Cómo es posible… qué feliz soy…!», se decía.

CAPÍTULO XIX

Pierre no había sentido nada así en parecidas circunstancias cuando se casó con Helena. Entonces no repetía con vergüenza enfermiza las palabras dichas por él, no se decía: «Ah, ¿por qué no dije eso y por qué dije en ese momento: “Je vous aime”?». Ahora repetía mentalmente cada una de sus palabras y las de Natacha, y rememoraba los detalles de su cara y su sonrisa, sin poner ni quitar nada, aspirando solo a repetirlas una y otra vez. No duda si estaba bien o mal lo que hacía. A veces lo asaltaba un dilema. «¿No sería un sueño? ¿No se equivocaría la princesa María? ¿No sería demasiado presuntuoso? Yo confío, pero tal vez la princesa María le hable y ella responda sonriendo algo lógico: “¡Qué raro! Seguramente se equivocó. ¿No sabe que es un hombre corriente como otro cualquiera, mientras que yo… soy diferente, superior?”».

Esa era la duda de Pierre. Por lo demás, no trazaba proyectos. Le parecía tan increíble aquella felicidad que, si se materializaba, no podía suceder nada más. Todo terminaba. Lo dominaba una locura repentina, gozosa y nueva de la cual se creía incapaz. Le parecía que el sentido de la vida para él y para todos se encerraba en su amor y en la posibilidad de que Natacha lo amase. A veces creía que los hombres se preocupaban solo de su futura felicidad; otras, pensaba que todos se alegraban como él y trataban de ocultar su alegría fingiendo tener otros asuntos. Veía en cada palabra y movimiento alusiones a su felicidad. Llamaba a menudo la atención de la gente con sus miradas gozosas y significativas y sus sonrisas que expresaban acuerdos secretos. Y cuando comprendía que la gente podía no conocer su dicha, los compadecía y deseaba explicarles que todas las cosas que les preocupaban eran nimiedades y fruslerías que no merecían atención.

Cuando le proponían participar en la administración o discutían ante él asuntos de gobierno, cuando hablaban de la guerra suponiendo que la felicidad del género humano dependía del éxito de aquellos asuntos, escuchaba con una sonrisa amable y compasiva para asombrar a sus interlocutores con sus curiosos argumentos. Pero aquellos que comprendían el sentido de la vida, su sentimiento, y los infelices que no lo entendían eran percibidos por Pierre a la luz de su felicidad; así pues, sin ningún esfuerzo veía de inmediato lo que había de bueno y digno de amor en cada persona.

Al revisar los asuntos y papeles de su difunta esposa, solo sentía por ella piedad, pensando que no había conocido la felicidad que él sentía ahora. El príncipe Vasili, muy orgulloso esos días por su nuevo cargo y su nueva condecoración, le parecía un viejo bueno, conmovedor y penoso.

Más tarde Pierre recordaría esa época de demencia feliz. En su memoria quedaron como algo verdadero los juicios que hacía sobre personas y hechos. Nunca renunció a esos juicios sobre los hombres y los hechos, sino que cuando las contradicciones y las dudas lo acosaban, acudía al criterio que tuvo durante esos días, y siempre era certero.

«Quizá entonces pareciese grotesco y raro —pensaba—, pero no estaba tan loco como parecía. Era más inteligente y perspicaz que nunca y comprendía cuanto merece la pena ser comprendido en la vida, porque… era feliz».

La demencia de Pierre consistía en que ya no buscaba como antaño los motivos personales que suelen llamarse cualidades para querer a la gente. Su corazón rebosaba amor; quería a la gente sin razón y hallaba motivos irrefutables que las hacían dignas de su cariño.

CAPÍTULO XX

Tras la marcha de Pierre, esa primera noche, Natacha había dicho a la princesa María, con alegre e irónica sonrisa: «Tiene el aspecto de uno que acaba de salir del baño, y la levita, el pelo cortado…», desde entonces despertó en su alma algo oculto, pero invencible y desconocido para ella.

Todo cambió en ella como por ensalmo: la cara, el andar, la mirada, la voz. La fuerza de la vida, la esperanza de ser feliz brotó exigiendo ser satisfecha. Natacha pareció olvidar todo lo sucedido desde ese día. Ni una vez lamentó su suerte, ni dijo una palabra sobre el pasado, ni temía hacer proyectos dichosos para el futuro. Hablaba poco de Pierre, pero cuando la princesa María pronunciaba su nombre, una luz brillaba en sus ojos y sus labios sonreían.

El cambio operado en Natacha asombró a la princesa; pero cuando comprendió el motivo, la entristeció. «¿Tan poco amaba a mi hermano que ha podido olvidarlo tan pronto?», se preguntaba cuando estaba sola y pensaba en la evolución de Natacha. Pero al verla no se enfadaba ni le hacía reproches. Esa fuerza vital que despertaba en Natacha y la invadía era tan incontenible e inesperada para ella que la princesa María sentía en su presencia que ni en lo más hondo de su ser tenía derecho a reprocharle nada.

Natacha se entregó de tal modo al nuevo sentimiento que ni trataba de ocultar que ahora no sentía pena, sino alegría y contento.

Cuando, tras hablar con Pierre, la princesa subió a su habitación, Natacha la esperaba en el umbral.

—¿Te lo ha dicho? ¿Sí? ¿Te lo ha dicho? —repetía.

Y una expresión gozosa y dolorida, como pidiendo perdón por su alegría, se reflejó en su rostro.

—Tuve la tentación de escuchar detrás de la puerta, pero sabía que me lo dirías.

Por mucho que la princesa María comprendiese y se conmoviese por la mirada que le dirigía Natacha, al principio la hirieron esas palabras. Recordó a su hermano y su amor.

«¡Qué le vamos a hacer! Ella no puede ser distinta», pensó después. Y con una expresión triste y severa le contó lo dicho por Pierre. Cuando supo que él se iba a San Petersburgo, Natacha pareció asombrada.

—¿A San Petersburgo? —repitió como si no entendiese. Pero al notar la pena de la princesa y adivinando el motivo rompió a llorar. —¡Marie! —dijo—. Dime qué debo hacer. Temo ser mala. Haré lo que me digas. Enséñame…

—¿Lo quieres?

—Sí —murmuró Natacha.

—¿Por qué lloras entonces? Me siento feliz por ti —dijo la princesa, que al ver esas lágrimas perdonó la alegría de Natacha.

—No será pronto, pasará tiempo —dijo Natacha—. ¡Pero imagina nuestra dicha cuando yo sea su mujer y tú te cases con Nikolái!

—Natacha, te había suplicado que nunca hables de eso. Será mejor que hablemos de ti.

Las dos callaron unos segundos.

—¿Por qué se va a San Petersburgo? —dijo Natacha, y ella misma se contestó rápidamente—: Debe ser así… ¿No es verdad, Marie? Debe ser así…

Caballero sin miedo y sin reproche.

¡Perdón!

Viva Enrique Cuarto. Viva este rey valiente. Este diablo de cuatro…

Que tuvo el triple de talento en beber, luchar y ser un galante…

Por inercia.

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