Chapter 103
León Tolstoi
IX
Después de enterarse por Nicolás de que su hermano estaba con los Rostov, en Iaroslav, la princesa María, a pesar de las exhortaciones de su tía, se preparó para partir, y no sola, sino con su sobrino. No se preguntó ni quiso saber si la empresa sería difícil o no, posible o imposible. Su deber le dictaba no solamente dirigirse al lado de su hermano, gravemente herido, sino llevarle a su hijo. Por consiguiente, lo dispuso todo para una rápida marcha. El hecho de que el Príncipe no le escribiera personalmente se lo explicaba diciéndose que tal vez estuviera demasiado débil para coger la pluma o bien que él juzgaba que el trayecto era demasiado largo y peligroso para ella y su hijo y no quería tentarla con sus cartas a ir a su lado.
Los últimos días de su estancia en Voronezh fueron los mejores de su existencia. Su amor por Nicolás Rostov no la atormentaba, no la emocionaba ya. Este amor llenaba toda su alma, se había convertido en una parte de sí misma y ya no luchaba contra él. Estaba convencida -sin osar confesárselo con franqueza - de que amaba y era amada. La afirmó en esta creencia su última entrevista con Nicolás el día en que fue a notificarle que el príncipe Andrés estaba con los Rostov.
Nicolás no hizo entonces ninguna alusión a que, en caso de curarse el príncipe Andrés, pudieran reanudarse entre él y Natacha las pasadas relaciones, mas la princesa María vio impreso en su rostro lo que sabía y lo que pensaba acerca de ello.
A pesar de esto, sus relaciones con ella seguían siendo tiernas y afectuosas. Incluso parecía regocijarse de aquel posible y futuro parentesco con la princesa María, el cual le permitía expresarle con mayor libertad sus sentimientos. Así pensaba la Princesa. Sabía que amaba por primera y última vez en su vida; se sentía amada, y esta convicción tranquilizaba su espíritu y la hacía dichosa. Empero, esta dicha parcial no impedía que compadeciera a su hermano con toda su alma. Es más, la paz interior que ahora sentía facilitaba en cierto modo su entrega total a los sentimientos que le inspiraba Andrés. Su inquietud fue tan viva al salir de Voronezh, que, al contemplar su atormentado semblante las personas que la acompañaban, no dudaban que enfermaría por el camino. Mas las dificultades, las preocupaciones del viaje, a las que se entregó febrilmente, la distrajeron de su dolor y le infundieron energías.
Como suele suceder en estos casos, la princesa María no pensaba más que en el viaje y se olvidaba de su finalidad. Pero, al acercarse a Iaroslav, lo que iba a ver se presentó a su imaginación vivamente. Entonces su emoción llegaba al límite.
Cuando el correo que la precedía y que había sido enviado por ella a Iaroslav para informarse de la salud del príncipe Andrés y del lugar en que se hallaban los Rostov, se tropezó, ya de regreso, con el coche, cerca de la puerta del pueblo, quedó impresionado al ver el pálido rostro de la Princesa asomado a la ventanilla.
-- Ya lo sé todo, Excelencia. Los Rostov habitan en casa del comerciante Bronikov. No está lejos, a la orilla del Volga.
La princesa María le miró con temor, no comprendiendo por qué aquel hombre no le hablaba de lo principal: la salud de su hermano. La señorita Bourienne preguntó lo que la Princesa no se atrevía a preguntar.
- ¿Cómo está el Príncipe?
- Su Excelencia está con ellos, en la misma casa.
Entonces vives, se dijo María; y preguntó en voz baja:
- ¿Cómo se encuentra?
-Los criados dicen que sigue en el mismo estado.
¿Qué significaba «seguir en el mismo estado»? La Princesa no lo quiso averiguar. Se contentó con mirar furtivamente a Nicolás, niño de siete años, que iba sentado frente a ella; luego bajó la cabeza y ya no volvió a levantarla hasta que, vacilando y chirriando, el coche se detuvo. La portezuela se abrió ruidosamente. A la izquierda, la Princesa vio un gran río; a la derecha, la entrada de una casa, criados y una muchacha de larga trenza negra cuya sonrisa le pareció fingida y desagradable. (Era Sonia.) La Princesa subió con paso ligero la escalera. La muchacha de la sonrisa indicó: «Por aquí, por aquí», y María se encontró en el recibidor, ante una mujer entrada en años, de tipo oriental, que, emocionada, le salía al encuentro. Era la anciana Condesa, que la asió por la cintura y la abrazó.
-Hija mía, la quiero y la conozco hace tiempo - dijo.
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A pesar de la emoción, María comprendió quién era aquella dama y que debía decir algo. Sin casi darse cuenta, murmuró unas frases corteses en respuesta a las que en el mismo tono se le dirigían; luego pregunto:
- ¿Dónde está?
- El médico asegura que se halla fuera de peligro - explicó la Condesa; pero el suspiro y la expresión de sus ojos, que elevó al cielo, conque acompañó sus palabras estaban en contradicción evidente con ellas.
- ¿Dónde está? ¿Lo puedo ver?
- Enseguida, Princesa, amiga mía. ¿Es ése su hijo? -interrogó la Condesa señalando al pequeño Nicolás, que entraba en aquel momento en compañía de Desalles, su ayo -. La casa es grande. Todos ustedes podrán alojarse aquí. ¡Oh, qué niño tan encantador!
La Condesa hizo entrar en el salón a María. Sonia hablaba con la señorita Bourienne; la Condesa acariciaba al pequeño.
El viejo Conde entró en la habitación para saludar a la recién llegada. Había cambiado mucho desde la última vez que María le había visto.
Entonces era un viejo guapo, alegre, seguro de sí mismo. Ahora daba lástima verle. Mientras hablaba con la Princesa, miraba a su alrededor, como para asegurarse de que hacía lo más conveniente. Después del saqueo de Moscú y de sus dominios; después de haber tenido que renunciar a sus costumbres, ya no se sentía persona importante y consideraba que ya no había lugar para él en la vida.
La Princesa deseaba ver enseguida a su hermano, y le molestaba verse rodeada así en aquellos momentos, pero mientras acariciaban a su sobrino con afecto reparó en todo lo que se hacía junto a ella y se sintió impelida a someterse al nuevo medio en que se hallaba. Sabía que todo aquello era necesario aunque enojoso, y no guardaba rencor a los que la rodeaban.
- Es mi sobrina - indicó la Condesa, presentando a Sonia -. ¿La conoce, Princesa?
La Princesa se dirigió a la muchacha y la besó para sofocar el sentimiento de hostilidad que despertaba en su alma. Pero le era penoso que el estado de espíritu de las personas que tenía delante estuviera tan alejado del que nacía en ella.
- ¿Dónde está? - volvió a preguntar dirigiéndose a todos.
- Abajo. Natacha está con él - repuso Sonia ruborizándose -. Ya han ido a preguntar cómo se encuentra. Debe de estar fatigada, Princesa.
La Princesa lloraba, tanta era su inquietud. Se volvió y quiso preguntar a la Condesa por dónde se iba a la planta baja, cuando detrás de la puerta se oyeron unos pasos rápidos, casi alegres. La Princesa miró en aquella dirección y vio a Natacha, aquella misma Natacha que tanto le desagradó durante su visita a Moscú.
Mas apenas observó su semblante comprendió que era su verdadera compañera de dolor y, por consiguiente, su amiga. Se lanzó a su encuentro, la enlazó por la cintura y lloró sobre su hombro.
En cuanto Natacha, que estaba sentada junto a la cama del príncipe Andrés, supo la llegada de la Princesa, salió a paso rápido - alegre le pareció a Maria - de la habitación y corrió al encuentro de la viajera.
Al entrar en la sala, su conmovido rostro tenía una sola expresión: la de un amor infinito hacia la Princesa, hacia Andrés, hacia todos los que tenían con él algún lazo de sangre. También había en aquella mirada sufrimiento y piedad para todos y el deseo apasionado de entregarse a ellos por entero, de ayudarlos. Se veía que en aquel momento no pensaba en sus relaciones con Andrés ni en sí misma.
La intuitiva Princesa lo comprendió así a la primera ojeada que dirigió a aquel rostro, y por esto lloró amargamente apoyada en su hombro.
- Ven, Maria - dijo Natacha arrastrándola a la otra habitación.
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La Princesa levantó la cabeza, se enjugó los ojos y se volvió a mirarla. Se daba cuenta de que por ella lo sabría y lo comprendería todo.
- ¿Qué...? - comenzó a decir; pero enmudeció de pronto; las palabras no dicen ni expresan nada. El rostro y los ojos de Natacha se lo dirían todo con más claridad, más sinceramente.
Natacha la miró; pero temía revelar todo lo que sabía. Ante aquellos ojos radiantes que penetraban hasta el fondo de su corazón no podía decirse toda la verdad. Los labios de Natacha temblaban; de pronto se le formaron unas feas arrugas alrededor de la boca y prorrumpió en sollozos, ocultando el rostro en las manos.
La Princesa lo comprendió todo.
Sin embargo, esperaba, y preguntó con palabras, aquellas palabras en que no creía:
- ¿Cómo es la herida? ¿Cómo está él?
- Ya lo verás - fue todo lo que pudo contestar Natacha.
Al llegar abajo se sentó un momento, antes de entrar en la habitación, para enjugarse las lagrimas y adoptar una expresión tranquila.
- ¿Progresa el mal? ¿Hace mucho que está peor? ¿Cuándo ha sucedido? - preguntó la Princesa.
Natacha le refirió que, en un principio, el peligro estaba en los dolores y en el estado febril del herido. Poco antes de llegar al convento de Troitza pareció reaccionar y el médico ya no temió que pudiera declararse la gangrena. Pero aunque también este peligro había pasado, al llegar a Iaroslav la herida comenzó a supurar. A continuación volvió la fiebre, aunque esta vez era menos peligrosa.
- Pero hace dos días que... - Natacha calló. Se esforzaba por reprimir el llanto -. Ven. Tú misma verás cómo se encuentra -
concluyó.
- ¿Está débil? ¿Ha adelgazado? - preguntó la Princesa.
-No. No es eso precisamente. Es... peor. Ya verás. ¡Ah, María! ¡Es demasiado bueno! No puede vivir porque... ¡es demasiado bueno!