Chapter 135
León Tolstoi
VII
Después de la ejecución se separó a Pedro de los demás detenidos y se le dejó solo en una capilla saqueada.
248
Por la tarde, el suboficial de servicio y dos soldados entraron en la capilla e informaron al preso de que había sido indultado e iba a ser conducido a las viviendas de los detenidos militares. Sin comprender lo que se le decía, Pedro se levantó y siguió a los soldados. Fue conducido a las barracas construidas con vigas quemadas en la parte alta de las afueras y se le hizo entrar en una de ellas.
Una veintena de presos le rodearon en la oscuridad. Él los miró sin comprender quiénes eran, por qué estaban allí y qué era lo que querían de él. Escuchaba las palabras que se le dirigían, sin sacar de ellas la menor conclusión; no comprendía su importancia. Respondió a las preguntas que se le hicieron sin ver a la persona o personas que las hacían ni cómo se interpretaban sus respuestas. Miraba las expresiones, las caras, y todas le parecían iguales.
Desde que presenció, a su pesar, la horrible matanza cometida por los hombres, experimentaba una sensación singular: le parecía que se había roto en él el resorte del que dependía su vida y que todo era polvo ahora a su alrededor.
Sin que lo advirtiera, se disipaba en su alma la fe en el bienestar del mundo, en el alma, en Dios. Ya había sentido otras veces algo parecido, pero no con tanta intensidad.
Antes, cuando una duda parecida le asaltaba, se decía que dudaba por culpa suya; se daba cuenta de que el medio de librarse de la incertidumbre y de la desesperación estaba en él mismo.
Ahora no creía ser el culpable de que el mundo se derrumbara ante su vista dejando ruinas únicamente. Se hacía cargo de que no estaba en su mano recobrar la fe en la vida.
A su alrededor, en la oscuridad, se encontraban gentes desconocidas, y era muy probable que él las divirtiera. Se le dirigió la palabra, se le trasladó a otra parte y, por fin, se encontró en un rincón de la barraca con unos seres que se interpelaban riendo.
-Sí, compañeros..., fue el príncipe mismo quien...-dijo una voz desde el extremo opuesto de la barraca.
Silencioso e inmóvil, sentado en la paja junto a la pared, Pedro abría y cerraba los ojos.
Pero, apenas bajaba los párpados, veía ante él el rostro espantoso del obrero y los más horribles todavía de sus involuntarios asesinos.
A su lado se hallaba sentado un hombre de talla exigua, de cuya presencia se había dado cuenta enseguida por el fuerte olor a sudor que se desprendía de él a cada uno de sus movimientos. Este hombre estaba encogido en la oscuridad y, aunque Pedro no le veía el rostro, se daba cuenta que no le quitaba la vista de encima. Al mirarle más atentamente, comprendió lo que hacía: se descalzaba de una manera que le llamó la atención.
Después de desatar los cordones que rodeaban una de sus piernas, los arrolló con cuidado y enseguida se quitó los de la otra pierna, mirando a Pedro.
Cuidadosamente, con movimientos regulares, el hombre se descalzó, colgó el zapato de uno de los clavos de madera que había en la pared, sobre su cabeza, y, sacando una navaja, cortó algo con ella. Luego la cerró, se la guardó, se instaló con más comodidad y miró fijamente a Pedro.
Este experimentaba una sensación agradable, consoladora, inspirada por los movimientos regulares e incluso el olor de aquel hombre, que no le quitaba ojo.
-Ha presenciado usted muchas ejecuciones, ¿verdad, señor? - le interrumpió de repente.
La voz cantarina del hombre era tan acariciadora, tan natural, que Pedro quiso responder; pero le temblaban los labios y los ojos se le llenaron de lágrimas. Inmediatamente, sin esperar a que le hablase de sus sufrimientos, el hombrecillo se puso a charlar con la misma agradable voz.
- No te disgustes, amigo - recomendó con ese acento tierno, cantarín, acariciador, con que hablan las viejas rusas -. No te disgustes, amigo. El pesar dura una hora; la vida, un siglo. Nosotros vivimos en este mundo gracias a Dios. Los hombres son así, unos buenos y otros malos.
249
Y con un ágil movimiento se levantó, empezó a toser y se fue al otro lado de la barraca.
- ¡Ah, malvada! ¿Conque has vuelto? - dijo desde su nuevo rincón con la misma voz llena de ternura -. Ha vuelto, se acuerda de mí... ¡Bueno, basta!
Y rechazando a una perrita que daba saltos a su alrededor regresó a su sitio y se sentó otra vez. Tenía algo en la mano.
- Toma, come si quieres - dijo a Pedro con acento respetuoso, ofreciéndole unas patatas cocidas -. Son excelentes.
A Pedro, que no había comido nada desde la víspera, le pareció muy apetitoso el olor de las patatas. Las aceptó, dio las gracias a su compañero y se puso a comer.
- ¿Por qué te las comes así? - dijo éste sonriendo -. Mira cómo lo hago yo - agregó cogiendo una patata y cortándola con el cuchillo en dos partes iguales.
Hecho esto, roció de sal una de ellas y se la ofreció a Pedro.
- Son excelentes - repitió -. Come.
A Pedro le pareció, en efecto, que nunca había probado nada mejor.
- A mí me da lo mismo - observó éste -, pero ¿por qué han fusilado a esos desgraciados? ¡El último no había cumplido los veinte años!
- ¡Chist! - dijo el hombrecillo -. ¡Ah, cuánto se peca, cuantísimo se peca! - añadió vivamente, como si tuviera ya preparadas las palabras y le salieran por sí mismas de la boca -. ¿Por qué te has quedado en Moscú?
- Porque no sospechaba que llegaría tan pronto el enemigo.
- ¿Y te han cogido en tu propia casa?
- No, quise ver el incendio y me detuvieron y juzgaron como a incendiario.
-¡Ah, sí! El juicio, la justicia...
- ¿Y tú? ¿Llevas mucho tiempo aquí dentro?
- No. Me sacaron del hospital el domingo pasado.
- ¿Eres soldado?
- Pertenezco al regimiento de Apcheron; tenía fiebre y por poco me muero. Nadie nos dijo nada. Eramos una veintena de hombres los que estábamos enfermos. A ninguno se le ocurrió...
- ¿Te aburres aquí?
- ¿Cómo no he de aburrirme, padrecito? Me llaman Platón; mi apellido es Karataiev. En el servicio me apodaban «El Halcón». ¿Cómo no voy a aburrirme, padrecito? Moscú es madre de todas las ciudades y me duele su caída. Pero también el gusano se come la col y luego muere. Así lo dicen los viejos.
- ¿Cómo, cómo has dicho?
- Quiero decir que lo que pasa es por voluntad de Dios - repuso el soldado, creyendo repetir exactamente lo que había dicho antes -. Y tú posees dominios, ¿verdad? ¿Y una casa? ¿Y una esposa? ¿Viven aún tus ancianos padres?
Pedro no veía en la oscuridad, pero se daba cuenta de que, mientras le interrogaba, el soldado sonreía con ternura. A éste le emociono saber que Pedro era huérfano. Sobre todo le impresionó el hecho de que no tuviera madre. Porque, como dijo,
«la mujer nos aconseja, la suegra nos salva, pero en el mundo no existe nada tan precioso como una madre».
250
- ¿Tienes hijos?
La respuesta negativa de Pedro le entristeció, mas se apresuró a observar:
- ¡Bah! Todavía eres joven, a Dios gracias, y ya los tendrás... si vives en buena armonía con tu mujer.
- ¡Ah! Ahora todo me da lo mismo - exclamó Pedro a su pesar.
Platón cambió de postura, tosió y se dispuso a darle una larga explicación.
Yo también he poseído un hogar, amigo - declaró -. El dominio de nuestro señor era rico; poseía muchas tierras. Los campesinos que le servíamos vivíamos bien y, a Dios gracias, mi familia prosperaba. Mi padre trabajaba, así como mis cinco hermanos. Todos éramos verdaderos hijos de la tierra. Pero un día...
Platón Karataiev refirió a Pedro una larga historia. Un día que quiso coger leña en un bosque vecino, lo sorprendió el guardia, le dio de latigazos, le juzgaron y después le alistaron en el ejército.
- Ya ves, aquello parecía ser un mal, pero en el fondo fue un bien - admitió sonriendo -, porque, de no ser por mi infracción, le hubiera tocado ir al servicio a mi hermano menor, que tenía cinco hijos, mientras que yo sólo tenía mujer. El había tenido, además, una hija, pero Dios se la llevó. Una vez que me dieron unos días de permiso regresé a casa y vi que la familia vivía mejor que antes. El establo rebosaba de ganado, las mujeres se quedaban en casa, dos de mis hermanos se ganaban el pan fuera y el más pequeño, Mikhailo, trabajaba en casa. Mi padre dijo: «Para mí, todos mis hijos son iguales. Si alguien me muerde en un dedo, siento el dolor en todo el cuerpo, y si no se hubieran llevado a Platón, habría tenido que partir Mikhailo.» Nos llamó a todos, nos colocó delante del icono y dijo: «Mikhailo, ven; inclínate, y tú, mujer, haz también una reverencia; saludadle, niños.» El destino nos hace malas o buenas pasadas. Nuestra felicidad, amigo mío, es como el agua en las redes del pescador. Se las echa al mar y se hinchan; se las saca y se deshinchan. Así es la vida.
Platón se acomodó sobre la paja.
Tras un momento de silencio se incorporó.
- Bueno; supongo que desearás dormir...
Dicho esto, se santiguó rápidamente murmurando:
- Señor Jesucristo, santos Nicolás, Froilán y Lorenzo, perdónanos y sálvanos.
Se inclinó hasta el suelo, se enderezó, suspiró y se sentó en la paja.
- ¿Qué oración es ésa? -preguntó Pedro.
- ¿Eh? ¿Qué? -dijo Platón medio dormido-. ¿Mi oración...? Ya la has oído. ¿Y tú no rezas?
- Sí. Pero ¿qué quiere decir eso de Froilán y Lorenzo?
- ¡Cómo! ¿No lo sabes? Son los santos patronos de los caballos. Hay que tener compasión también de los animales. ¡Ah, la muy pícara ha dado media vuelta! Está fatigada - explicó palpando a la perrita, que estaba acurrucada junto a sus piernas.
Luego se volvió y se durmió.
Del exterior llegaban gritos, llantos, y, a través de un agujero, se veía el resplandor del fuego. Pero en el interior de la barraca todo era oscuridad y silencio. Pedro permaneció despierto largo rato. Estaba echado, con los ojos muy abiertos, oía los ronquidos de Platón, al que tenía aún a su lado, y advertía que el mundo destruido antes se reconstruía ahora en su alma con una belleza nueva, sobre cimientos inconmovibles, nuevos también...
251
VIII
La barraca adonde se condujo a Pedro, en la que permaneció por espacio de cuatro semanas, cobijaba en calidad de prisioneros a veintitrés soldados, tres oficiales y dos funcionarios.
Todas esas gentes se le aparecían a Pedro hundidas en una especie de niebla espesa, pero Platón Karataiev se quedó para siempre grabado en su alma como un recuerdo amado e intenso, como el símbolo de la bondad y de la franqueza rusas.
Esta primera impresión se confirmó cuando, a la mañana siguiente, vio a su vecino. Toda la persona de Platón, con su capote corto, su gorro y su
lapti
, era redonda: lo era la cabeza, la espalda, el pecho, los hombros, incluso los brazos, que movía con frecuencia como si se dispusiera a arrojar algo. Su agradable sonrisa, sus grandes, tiernos y oscuros ojos resultaban redondos también. A juzgar por el relato que hacía de las campañas en que había tomado parte, parecía tener cincuenta años. El ignoraba su edad, no podía precisarla; pero sus dientes, fuertes y blancos, que mostraba al reír, eran bellos y estaban bien conservados; ni sus cabellos ni su barba tenían una sola cana y todo su cuerpo era flexible, firme y resistente.
A pesar de algunas pequeñas arrugas, su rostro tenía una expresión de inocencia juvenil; su voz era agradable y cantarina, sus palabras francas y corteses. Era evidente que nunca pensaba lo que decía o tenía que decir, y por eso sin duda la rapidez y firmeza de sus respuestas revelaban una convicción inquebrantable.
Su fuerza física y la preparación de sus músculos eran tales, que no parecía comprender la fatiga ni la enfermedad. Todos los días, al levantarse y al acostarse, decía: «Haz, Dios mío, que duerma como un leño y que me levante en tan buen estado como el pan.» Por las mañanas solía agregar, encogiéndose de hombros: «Bueno. Me acosté, me levanté, me vestí, me puse a trabajar.» En efecto, apenas abría los ojos se apresuraba a hacer algo con ese afán con que el niño coge sus juguetes. Sabía hacerlo todo ni demasiado bien ni demasiado mal: guisaba, amasaba, cosía, clavaba, confeccionaba zapatos. Se hallaba constantemente ocupado y sólo por la noche entablaba conversación -le gustaba mucho charlar - o entonaba alguna cancioncilla. No cantaba como aquel que sabe que se le escucha, sino como las aves, porque sentía la necesidad de emitir sonidos, del mismo modo que sentía el deseo de estirarse o de andar. Sus cánticos eran siempre muy tiernos, muy dulces, como los de una mujer melancólica, y mientras cantaba, su rostro conservaba la seriedad.
Al verse prisionero y con la barba crecida rechazó todo cuanto había en él de soldado y que era extraño a su manera de ser y recobró el aire y las costumbres del campesino.
- Cuando el soldado disfruta de permiso debe llevar la camisa fuera del pantalón - decía.
No le gustaba hablar de sus años de servicio, pero tampoco se quejaba de ellos, pues decía a menudo que nunca le habían pegado en el regimiento. Cuando narraba algo hacía alusión, con frecuencia, a recuerdos antiguos, visiblemente queridos para él, de su vida de campesino. Los proverbios de que salpicaba sus frases no eran inconvenientes como los que suelen decir los soldados. Eran refranes populares, que, aislados, parecían carecer de sentido, pero que, empleados oportunamente, sorprendían por la profunda sabiduría que revelaban. Muchas veces se contradecían, mas siempre resultaban apropiados. A Platón le gustaba conversar y lo hacía bien, sirviéndose de vocablos acariciadores, de sentencias de su propia cosecha, o así se lo parecía a Pedro. Pero el encanto principal de su conversación estribaba en la solemnidad de que revestía los acontecimientos más sencillos, los mismos a veces que había presenciado Pedro sin reparar gran cosa en ellos. Escuchaba con gusto los cuentos (siempre los mismos) que todas las tardes refería un soldado, pero prefería las historias verdaderas. Al escuchar tales narraciones sonreía satisfecho e introducía palabras nuevas o hacía preguntas cuya finalidad era la de sacar una moraleja de lo que se contaba. No se sentía unido a nada; no parecía tener ninguna amistad, ningún afecto, a la manera que los entendía Pedro, pero amaba y vivía en buena armonía con aquellos a quienes las circunstancias ponían a su lado, es decir, con el Hombre, no sólo con este o aquel hombre. Amaba a su perro, amaba a sus camaradas, amaba a los franceses, a Pedro, su vecino en la prisión, mas Pedro se daba cuenta de que cuando se separase de él, aquel hombre no se entristecería lo más mínimo. Y él, Pedro, comenzaba a sentir lo mismo respecto de Karataiev.
Para los demás prisioneros era Platón un soldado vulgar; le llamaban «El Halcón» o Platocha; se burlaban un poco de él, le hacían encargos, pero ya desde el primer momento se presentó a Pedro como un ser incomprensible,
redondo,
como la personificación constante de la verdad y de la sencillez, y así le vería siempre.
Salvo sus oraciones, no sabía nada de memoria. Cuando empezaba a hablar, ni él mismo parecía saber cómo iba a concluir. Muchas veces, sorprendido por el sentido de sus palabras, Pedro le obligaba a repetirlas, mas ya no las recordaba, 252
como tampoco recordaba nunca la letra de su canción favorita. Sus dichos y sus actos se desprendían de él con la misma espontaneidad y la misma necesidad imperiosa con que se desprende el perfume de la flor.