Chapter 108
León Tolstoi
III
El grupo de que Pedro formaba parte no había recibido ninguna nueva orden de las autoridades francesas y se encontraba, el 22 de octubre, muy cerca de las tropas y de los convoyes con los que había partido de Moscú. Los prisioneros y los bagajes de Junot formaban grupo aparte, aún cuando unos y otros se reducían con igual celeridad. Los carros llenos de municiones fue rondisminuyendo hasta que, de ciento veinte, sólo quedaron sesenta. El resto fue capturado o abandonado.
De la misma manera, se apresaron o saquearon algunos carros cargados de equipajes. Tres de ellos fueron desvalijados por los soldados rezagados de la compañía de Davoust. De las conversaciones que oyó, Pedro dedujo que la guardia que los acompañaba había sido destinada a vigilar, más que a los presos, el bagaje de los jefes franceses. Uno de los guardianes, un soldado alemán, había sido fusilado porque se halló en su poder una cuchara de plata que pertenecía a un superior suyo. El grupo de prisioneros era el que disminuía con más rapidez. Todos los que podían andar por su pie formaban un solo grupo.
Pedro se había incorporado a Karataiev y al perrito gris que le consideraba como su amo.
Al tercer día de la salida de Moscú, Karataiev sufrió un ataque de fiebre - la misma que le habían curado en el hospital - y, a medida que empeoraba su mal, se alejaba más Pedro de él. Ignoraba la causa, pero lo cierto era que, conforme Karataiev se iba debilitando, él tenía que hacer un esfuerzo mayor para aproximarse a su compañero. Y cuando se acercaba a él y oía sus gemidos, que profería sobre todo a la hora de acostarse, y percibía el intenso olor a sudor que despedía su cuerpo, se alejaba y dejaba de pensar en él.
El 22, a mediodía, subía Pedro por un barrizal pegajoso, escurridizo, mirando sus pies y las asperezas del camino. De vez en cuando se detenía a observar a la gente que le rodeaba, y a continuación volvía a mirarse las piernas. Las conocía tan bien como a sus compañeros.
El perrito gris de las patas torcidas corría por la cuneta del camino y a veces levantaba una de las patas traseras y avanzaba sobre las tres restantes, como si quisiera demostrar su habilidad y su alegría, o se paraba para ladrarle a un cuervo posado sobre un cadáver. El animal estaba más limpio y más alegre que en Moscú. Por todas partes se veían carroñas de hombres y de caballos, en diversos grados de descomposición. Los hombres impedían con su presencia que se acercasen los lobos, y el perrito podía comer a sus anchas.
Durante todo el día estuvo lloviendo. De vez en cuando se aclaraba el cielo y parecía que iba a cesar la lluvia y a salir el sol, pero, tras un breve intervalo, volvía a llover. La carretera, cubierta de agua, ya no podía absorber más, y por todas partes corrían arroyuelos que iban a alimentar los charcos.
Pedro avanzaba mirando de soslayo y contando sus pasos de tres en tres con ayuda de los dedos. En su fuero interno decía, dirigiéndose a la lluvia:«¡Más, más, todavía más!»
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- ¡A vuestros sitios! - exclamó de improviso una voz.
Simultáneamente, en alegre confusión, corrieron soldados y prisioneros, como si esperasen ver algo agradable y solemne a la vez. Por todas partes sonaban voces de mando, y a la izquierda de los prisioneros, al trote, pasaron jinetes sobre hermosos corceles. En todos los rostros se pintaba esa expresión expectante que se observa en las personas que se encuentran cerca de una autoridad superior. Los prisioneros se habían agrupado a un lado de la carretera; los soldados de la guardia se habían alineado.
- ¡El Emperador, el Emperador!
- ¡El mariscal!
- ¡El duque!
Después de la escolta pasó velozmente ante ellos un coche tirado por blancos caballos.
Pedro entrevió el rostro hermoso, sereno, lleno, blanco, de un hombre que llevaba la cabeza cubierta con un tricornio. Era uno de los mariscales de Napoleón. Fijó éste la vista en la destacada personalidad de Pedro, y, a juzgar por el gesto con que frunció las cejas y volvió la cara, el prisionero dedujo que el personaje había experimentado un sentimiento de compasión y deseaba ocultarlo.
Cuando los presos avanzaron de nuevo, se volvió para mirar atrás. Karataiev estaba sentado al borde del camino, en la cuneta; dos franceses hablaban, de pie, ante él. Pedro ya no volvió a mirar atrás. Subió cojeando la colina.
A su espalda sonó una detonación. Procedía del punto en que acababa de ver a Karataiev sentado. El perro comenzó a aullar. «¡Qué imbécil! ¿Por qué aullará?», pensó Pedro.
Ninguno de los camaradas que caminaban a su lado se volvió para averiguar por qué había sonado la detonación. La habían oído, así como los aullidos del perro, pero sus rostros permanecieron severos e inexpresivos.