Chapter 106
León Tolstoi
I
El día 6 de octubre, Pedro salió de la barraca a buena hora de la mañana y se detuvo delante de la puerta para jugar con un perrito largo, gris, de patas cortas y torcidas, que daba saltos a su alrededor. Este perrito habitaba en la barraca y pasaba la noche al lado de Karataiev, pero en algunas ocasiones se iba al pueblo y luego volvía. Probablemente no tenía amo; tampoco tenía nombre. Los franceses le llamaban Azor; los rusos
Fingalka;
Karataiev y sus camaradas,
Sieny o
Visly. Pero el hecho de no pertenecer a nadie, así como la falta de nombre, de raza y de color, dejaban indiferente al perrito de la cola esponjosa y siempre levantada; sus torcidas patas eran tan ágiles y seguras, que a veces, menospreciando el empleo de una 260
de las traseras, levantaba graciosamente la otra y, con suma habilidad, corría sólo con tres patas. Todo era objeto de placer para él. Ora lanzaba gritos de alegría, ora se echaba sobre el dorso, ora se calentaba al sol con aire grave y pensativo, ora saltaba, jugando con un carrete o una paja.
El vestido de Pedro se componía entonces de una sucia y desgarrada camisa, único resto de su atavío, de un pantalón de soldado sujeto a la cintura por una cuerda - así se lo había aconsejado Karataiev-, de un caftán y de un gorro de campesino.
Había cambiado mucho físicamente: no parecía tan grueso, aunque su aspecto seguía siendo robusto, por ser hereditario en la familia. Una barba y unos bigotes le cubrían la parte inferior del rostro; los largos cabellos, hirsutos, llenos de parásitos, se rizaban debajo del gorro; la expresión de sus ojos era más firme, más serena. Al cansancio que se reflejaba antes en su mirada había sucedido una energía pronta a la acción y a la resistencia. Llevaba los pies descalzos.
Un cabo francés con la guerrera desabrochada, gorro de cuartel y una pipa corta entre los dientes llegó a la barraca y miró a Pedro guiñándole un ojo amistosamente.
Después de llevarse un dedo a la sien a manera de rápido y tímido saludo, le preguntó si en aquella barraca se encontraba el soldado Platocha, a quien había dado a coser una camisa.
La semana anterior, los franceses habían recibido telas y otros artículos y dieron a hacer camisas y botas a los prisioneros.
- Ya está hecha, ya está hecha, pequeño - dijo Karataiev mientras salía de la barraca con una camisa doblada en las manos.
A causa del calor y por comodidad, el soldado ruso iba en calzoncillos y camisa, ésta desgarrada y negra - como la tierra.
Llevaba los cabellos metidos en un gorro de red, a la moda obrera, y su redondo rostro parecía en aquel momento más redondo y más simpático todavía.
-La exactitud es lo principal en el trabajo. Te prometí que la tendrías el viernes, y aquí está - dijo Platón sonriendo, en tanto desdoblaba la camisa.
El francés miró a su alrededor con aire inquieto; por fin, venciendo su vacilación, se quitó rápidamente el uniforme y cogió la camisa. No llevaba otra debajo de la guerrera; sólo el torso joven, flaco, desnudo, cubierto por un largo y floreado chaleco, al que la suciedad daba un color de manteca.
Como si temiera que se rieran a su costa, el francés se echó rápidamente la camisa sobre la cabeza.
-- Te está un poco justa - dijo Platón tirando de ella.
Después de ponérsela, el francés examinó las costuras.
- No mires mucho, amigo. Aquí no tenemos taller ni útiles, y sin útiles no se puede hacer nada a la perfección - dijo Platón sonriendo, evidentemente satisfecho de su obra.
- Bien, gracias. ¿Le ha sobrado tela? - preguntó el francés.
- Te aconsejo que te la pongas sobre la piel - dijo Karataiev con el mismo aire de satisfacción-. Es mejor y más agradable.
- Gracias, gracias, pero ¿y el sobrante? - repitió sonriendo el francés.
Sacó un billete y se lo dio al ruso.
Pedro advirtió que Platón no quería comprender lo que le decía el francés, y le miraba sin mezclarse en la conversación.
Karataiev cogió el dinero, dio las gracias y continuó admirando la prenda. El francés insistía en que le diera el sobrante de la tela, y rogó a Pedro que tradujera lo que decía.
- ¿Para qué quiere el sobrante, caramba? - exclamó entonces Platón -. En cambio, yo puedo hacerme un par de calcetines con esa tela. Pero ¡que Dios le bendiga!
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Con repentina expresión de tristeza y desánimo sacó de su alforja un trozo de tela y, sin mirar al francés, se lo entregó.
- ¡Uf! - exclamó Karataiev alejándose.
El francés examinó la tela, se quedó pensativo, miró a Pedro a los ojos y, como si leyera en ellos un reproche, se ruborizó y gritó:
- ¡Platocha, Platocha! Ten. Para ti.
Le puso la tela en las manos y se marchó.
- Bueno - comentó Karataiev bajando la cabeza -. Se rumorea que los franceses no son cristianos, pero esto prueba que tienen corazón. Los viejos dicen: «La mano bañada en sudor es generosa, la mano seca es avara.» Ese hombre va desnudo y, sin embargo, no es tacaño. - Sonrió pensativo, contempló a su compañero y calló -. ¡Calcetines de primera calidad, amigo! -
exclamó de pronto. Y entró en la barraca.