Chapter 104
León Tolstoi
X
Cuando abrió la puerta, mediante un hábil movimiento, y dejó pasar delante a la Princesa, ésta sintió que le subían los sollozos a la garganta. Había tratado de prepararse de antemano para aquella entrevista, pero ahora se daba cuenta de que no tenía entereza suficiente para retener las lágrimas ante su hermano.
Comprendía lo que Natacha quiso decir con aquello de: «Hace dos días que...» El carácter del Príncipe se había dulcificado de pronto, y este enternecimiento era un mal síntoma. Al franquear el umbral, la Princesa volvió a verle, con los ojos de la imaginación, como cuando era niño, con su expresión tierna y dulce, expresión que mostró luego tan raras veces que, cuando aparecía, la impresionaba. Estaba convencida de que iba a oír de sus labios palabras tan amables, tan conmovedoras como las que le dedicó su padre moribundo, frases que no se sentía capaz de volver a escuchar sin lágrimas.
Pero, comprendiendo que tarde o temprano tendría que entrar allí, irrumpió resueltamente y de pronto en la habitación. Los sollozos seguían sacudiéndola cuando, con ojos de miope, distinguió su cuerpo y buscó con la vista sus rasgos. Luego le vio con claridad y las miradas de los dos se encontraron.
El Príncipe estaba tendido en un diván, rodeado de almohadas y envuelto en un batín forrado de petit gris. Estaba pálido y delgado. Una de sus finas manos, blancas, transparentes, sostenía el pañuelo. Con la otra se tocaba el poco poblado bigote.
Sus ojos se fijaban en todas las personas que entraban en la habitación.
La princesa María sintió de improviso que su compasión se disipaba, que sus lágrimas desaparecían y que cesaban sus sollozos. La expresión del rostro y de la mirada que se cruzaba con la suya la intimidaban, le hacían sentirse culpable.
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«¿Pero de qué?», se preguntó.
«De vivir, de pensar en los vivos, mientras que yo...», respondió la mirada fría, severa, de Andrés.
En aquella mirada profunda, lejana, que dirigió lentamente a su hermana y a Natacha se leía un sentimiento de hostilidad.
Pero besó a María y le estrechó la mano como de costumbre..
- ¡Hola, querida! ¿Cómo has llegado hasta aquí? - preguntó con voz inexpresiva y tan hostil como su mirada. (Si hubiera lanzado un grito penetrante, de desesperación, este grito habría aterrorizado menos a la Princesa que aquella voz)-. ¿Has traído a Nicolás? - agregó con la misma entonación lenta e inexpresiva, reuniendo sus recuerdos mediante un esfuerzo visible.
- ¿Cómo te encuentras? - preguntó la Princesa extrañándose de sus propias palabras.
- Pregúntaselo al doctor, querida.
Y haciendo un nuevo esfuerzo para demostrarle ternura, dijo, solamente con los labios (pues se veía que no pensaba lo que decía):
- Gracias, hermana mía, por haber venido.
María le estrechó la mano. El frunció levemente las cejas al sentir la presión. En sus palabras, en su acento y, sobre todo, en su mirada fría, hostil, se intuía el alejamiento, terrible para un hombre vivo, de todo lo que alienta.
Era evidente que sólo mediante continuos esfuerzos se daba cuenta de que existía a su alrededor una vida, pero, al mismo tiempo, se veía que esta dificultad no se derivaba de que se viera privado de la capacidad de comprender, sino de que le absorbían de manera tan profunda las cosas que comprendía y las que no comprendía, que no podía comprender a los vivos.
- El destino nos ha reunido, sí - dijo rompiendo el silencio y señalando a Natacha -. Ella me cuida y está siempre a mi lado.
La princesa María escuchaba y no daba crédito a sus oídos. ¿Cómo podía hablar así el tierno príncipe Andrés delante de la mujer que amaba y que le amaba? Si hubiera albergado la esperanza de vivir, no hubiese pronunciado aquellas palabras en un tono tan frío y mortificante. De no estar seguro de morir, ¿cómo podía haberse expresado así delante de ella? Una sola explicación tenía aquello: la de que todo le era indiferente, porque se le había revelado otra cosa más bella e importante.
La conversación era fría y se interrumpía a cada momento.
- María ha pasado por Riazán - dijo Natacha.
El príncipe Andrés no observó que llamaba María a su hermana; en cambio, la propia Natacha advirtió que acababa de llamarla así por vez primera.
- Bien, ¿qué? - dijo Andrés.
Entonces se le refirió que Moscú había quedado totalmente destruida por el incendio.
Natacha enmudeció. La conversación languidecía. Se veía que el Príncipe se esforzaba en vano por escuchar.
- ¿Lo han incendiado? ¡Qué lástima! - exclamó.
Y miraba el vacío, atusándose el bigote.
- Sé que acabas de conocer al conde Nicolás, María - observó de improviso, deseando halagarla -. En sus cartas dice que le gustas mucho - siguió diciendo sencillamente, tranquilamente, sin que pareciera comprender la importancia que tenían aquellas palabras para los vivos -. ¿Le amas tú también? Me parece bien... que os caséis - agregó en un tono más vivo, con el aire gozoso de quien halla por fin las palabras que ha estado buscando mucho tiempo.
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La princesa María escuchaba como si lo que decía su hermano no tuviera para ella más significado que el de demostrar que estaba con un pie fuera del mundo de los vivos.
- ¡No tiene por qué hablar de mí! - reprochó con voz serena, mirando a Natacha. Esta sintió la mirada, pero no se conmovió. Luego callaron los tres.
- Andrés..., ¿quieres ver... a Nikoluchka? - interrogó la Princesa de súbito, con acento tembloroso.
Por vez primera, los labios del Príncipe esbozaron una sonrisa, pero su hermana, que conocía hasta la más leve expresión de su rostro, comprendió con horror que no era una sonrisa de satisfacción ni de ternura hacia su hijo, sino una sonrisa de burla hacia ella, porque se daba cuenta de que había empleado el último recurso para tratar de enternecerlo.
-Sí, deseo ver a Nikoluchka. ¿Está bien?
Cuando entraron al niño en la habitación, le miró, impresionado, pero no lloró, porque nadie lloraba. Le besó y no supo qué decirle.
Cuando se lo llevaron, la Princesa se acercó al lecho, besó a su hermano e, incapaz de contenerse por más tiempo, se echó a llorar.
Andrés la miró fijamente.
- ¿Lloras por Nicolás? - preguntó.
La Princesa afirmó con un gesto.
-María, ¿no sabes...? El Evan...
Andrés calló bruscamente.
- ¿Qué dices?
- Nada. No llores - repuso mirándola tan fríamente como al principio.
Había comprendido que la Princesa lloraba porque Nicolás se iba a quedar sin padre, y, mediante un poderoso esfuerzo, volvió a la vida, trató de ponerse en el lugar de su hermana.
«Sí, debe parecerle muy penoso eso - pensó - y, sin embargo, ¡es tan sencillo! Los pájaros del cielo no siembran, no recogen la cosecha. Es nuestro Padre quien les da el alimento.»
Hubiera querido explicar todo esto a María.
«Pero no lo entendería; las mujeres no comprenden nada; no les cabe en la cabeza que esos sentimientos, que esos pensamientos a los que conceden tanta importancia,
no son necesarios...
¡Ya no nos entendemos!»
El hijo del príncipe Andrés tenía siete años. Apenas sabía leer y era un ignorante. A partir de aquel día aprendió infinidad de cosas por medio del estudio, de la observación, de la experiencia, mas, aunque entonces hubiera poseído la capacidad de que dio pruebas más adelante, no hubiese podido comprender mejor y con más provecho la escena que vio desarrollarse entre su padre, la Princesa y Natacha.
Lo comprendió todo. Sin llorar, salió de la habitación. Luego se acercó en silencio a Natacha, que le seguía, la miró tímidamente con sus hermosos ojos pensativos, con el labio superior un poco levantado y tembloroso, apoyó en ella la cabeza y rompió a llorar.
A partir de aquel día huyó de su ayo, de la anciana Condesa, que le acariciaba, y procuraba quedarse solo, sentado en cualquier parte, o se acercaba con timidez a la Princesa o a Natacha, a la que parecía querer cada vez más, frotando su cuerpecillo dulce y vergonzosamente contra el de ella.
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Cuando la Princesa dejó al príncipe Andrés, comprendía ya por completo lo que le había revelado el rostro de Natacha. Y
ya no volvió a tener esperanzas. Ella y Natacha le velaron alternativamente, sentadas junto al diván. María no lloraba ya, pero rogaba sin cesar a Dios, cuya presencia parecía sentir tan cerca el moribundo.