Guerra y Paz

Chapter 107

León Tolstoi

II

Los presos avanzaban con sus guardianes por las calles de Khamovniki. Detrás iban los furgones y los carros. Al llegar cerca del almacén de provisiones se mezclaron con un gran convoy de artillería que avanzaba penosamente entre coches particulares.

Después de pasar por Krimski-Brod, los presos dieron todavía varios pasos más, se detuvieron, avanzaron de nuevo. Por todas partes, hombres y coches se daban cada vez más prisa. Luego de recorrer, en el espacio de una hora, los centenares de pasos que los separaban del puente de la calle Kalugskaia, hicieron alto, apretando las filas, en el cruce de esta calle con la de Zamoskvoretskaia. Allí permanecieron estacionados varias horas. Por todas partes se oía un ruido sordo como el del mar: el de las pisadas, los gritos, las animadas conversaciones de los hombres. De pie, con la espalda apoyada en la pared de una de las casas incendiadas, Pedro escuchaba aquellos ruidos, que en su imaginación se mezclaban al de los tambores.

Algunos oficiales se encaramaron, para ver mejor, a la pared de aquella casa.

- ¡Cuánta gente! ¡La hay hasta encima de los cañones! ¡Mirad qué pieles tan hermosas! Son robadas. ¡Ah, tunante...! Ésos son alemanes seguramente... Ved aquel paisano nuestro. Va tan cargado que apenas puede dar un paso. ¡Mira! ¡Han cogido incluso un coche!

Una oleada de curiosidad general empujó en dirección del camino a los prisioneros. Nada de lo que Pedro veía ahora producía en su espíritu la más leve impresión. Como si su alma se preparase para una lucha difícil, se negaba a aceptar las impresiones que pudieran debilitarla.

Detrás de él volvían a avanzar carros y soldados, furgones y soldados, coches y soldados, cajones y soldados, y, de tarde en tarde, mujeres.

Pedro no veía a cada hombre por separado; sólo percibía el movimiento de la masa.

Todos los hombres, y los caballos inclusive, parecían obedecer a una fuerza invisible que los impulsara a avanzar, avanzar siempre. Durante la hora en que Pedro los estuvo observando, desembocaron por diversas bocacalles animados por el mismo deseo de pasar lo más deprisa posible. Se daban encontronazos, comenzaban a irritarse, a reñir: los blancos dientes rechinaban, las cejas se fruncían, las invectivas menudeaban y en todas las caras se leía la misma expresión de valor resuelto, de resolución fría, que Pedro había visto aquella mañana, al sonar el tambor, en el rostro del cabo, y que le había llamado la atención.

Por la tarde, el jefe del convoy reunió al destacamento y, entre gritos y discusiones, se mezclaron a otros convoyes.

Rodeados por todas partes, los prisioneros salieron a la carretera de Kaluga.

Avanzaban deprisa, sin hacer altos, y no se detuvieron hasta que el sol comenzó a declinar.

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Pedro comió carne de caballo y conversó con sus compañeros. Ni él ni ninguno de sus camaradas hablaban de lo que habían visto en Moscú, ni de la conducta de los franceses, ni de la orden de disparar que se había dado a los invasores.

Como si quisieran contrarrestar con su actitud la gravedad de la situación, se mostraban alegres y animados: hablaban de recuerdos personales, de escenas divertidas presenciadas durante la marcha y rehuían todo comentario sobre la situación.

El sol se había puesto hacía ya rato. Brillantes estrellas comenzaban a surgir aquí y allá en la bóveda celeste; el reflejo de la luna llena que ascendía, coloreada, como si ardiera, se disipaba en el horizonte, cubierta por una bruma grisácea. La atmósfera aparecía diáfana; el día había terminado; la noche no había empezado todavía. Pedro se puso en pie y fue al otro lado del camino, donde estaban los soldados prisioneros.. Deseaba conversar con ellos. Pero cuando atravesaba el camino le dio el alto un centinela francés y le ordenó que retrocediera.

Pedro se retiró, pero no hacia el punto del que había partido, sino en dirección de un coche desenganchado junto al que no había nadie. Cruzó las piernas y se sentó, con la cabeza baja, sobre la tierra fría, al lado de una de las ruedas. Así, inmóvil y pensativo, estuvo largo rato. Transcurrió media hora lo menos sin que nadie fuera a molestarle. De repente se echó a reír.

Profirió una carcajada tan fuerte, tan fresca, que varias personas le miraron desde lejos, asombradas.

- El soldado no ha querido dejarme pasar, ¡ja, ja, ja! -- decía Pedro en voz alta pero hablando consigo mismo -. Me han cogido, me han encerrado, me tienen prisionero, mas ¿a quién tienen? A mi cuerpo, porque mi alma es inmortal. ¡Ja, ja, ja!

Se rió tanto que acabó con los ojos llenos de lágrimas.

Cuando se reunió con sus camaradas aún sonreía.

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