Chapter 136
León Tolstoi
IV
Cuando la princesa María entró en el salón, ya se encontraba en él el príncipe Basilio y su hijo, hablando con la Princesa menor y mademoiselle Bourienne. Cuando entró María, caminando, como de costumbre, pesadamente, apoyando todo el pie en el suelo, los señores y mademoiselle Bourienne se levantaron y la pequeña Princesa, señalándola a los huéspedes, dijo:
- Ya está aquí María.
María los vio a todos detalladamente. Se dio cuenta de que la cara del príncipe Basilio, al verla, se entenebreció un momento y que inmediatamente se aclaraba con una sonrisa. Se dio cuenta de que el rostro de la pequeña Princesa trataba de leer curiosamente en el de los recién llegados la impresión que María les había producido. Se dio cuenta de que mademoiselle Bourienne, con su lazo y su hermosa faz y su mirada más animada que nunca, se había fijado en «él». Pero ella no podía verlo. Advirtió tan sólo una cosa grande, clara, bella, que se acercaba a ella al entrar. El primero que se le aproximó fue el príncipe Basilio. María besó la cabeza calva que se inclinaba hacia su mano y a su saludo repuso que se acordaba muy bien de él. Inmediatamente le tocó el turno a Anatolio. Continuaba no viéndolo. Sentía únicamente una mano suave que estrechaba fuertemente la suya. Vio tan sólo la frente blanca sobre la cual brillaban unos hermosos cabellos rubios. Cuando él miró, su belleza la entristeció.
-Por ahora, querido Príncipe, le tendremos a usted con nosotros - dijo la Princesa, en francés, al príncipe Basilio -. No ocurrirá lo mismo que durante las veladas de Anuchtka, de donde siempre se escapaba. ¿Recuerda usted a nuestra querida Anuchtka?
- ¡Ah! Supongo que no comenzará usted a politiquear como Anuchtka.
- ¿Y nuestra mesa de té?
- ¡Oh, sí!
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- ¿Por qué no iba usted a casa de Anuchtka? - preguntó a Anatolio la princesa Lisa -. Ya lo sé, ya lo sé -dijo guiñando un ojo-. Su hermano Hipólito me ha hablado de sus aventuras. ¡Oh! -y le amenazaba con el dedo -. Ya conozco sus aventuras en París.
- ¿Hipólito no te contaba nada? - dijo el príncipe Basilio dirigiéndose a su hijo y cogiendo la mano de la Princesa, como si ésta quisiera escaparse y él la retuviese -. ¿No te contaba cómo él, Hipólito, se enamoraba de la encantadora Princesa, y cómo la encantadora Princesa se lo quitaba de encima? ¡Oh, es la perla de las mujeres! - dijo, dirigiéndose a la Princesa.
Por su parte, mademoiselle Bourienne, en cuanto oyó la palabra París, no pudo evitar el mezclar sus recuerdos personales con la conversación. Se permitió preguntar si hacía mucho tiempo que Anatolio estaba fuera de la ciudad, y qué le parecía París. Anatolio contestó con gusto, y, sonriendo y comiéndosela con los ojos, le habló de su patria. En cuanto vio a la linda parisiense, Anatolio dedujo que en Lisia-Gori se podría pasar un buen rato. «Esta señorita de compañía no está mal, nada mal. Supongo que ella, cuando se case, continuará teniéndola. La pequeña es muy linda», pensaba.
El viejo príncipe Nicolás entró en el salón con paso resuelto. Dirigió una mirada en torno suyo, y, al darse cuenta del traje nuevo de la pequeña Princesa, de los lazos de mademoiselle Bourienne y las sonrisas de ésta y Anatolio y del aislamiento de su hija, extraña en la conversación general, pensó, mirándola con cólera: «Se ha vestido como un mamarracho. ¿No le da vergüenza? Ni él mismo la mira.» Se acercó al príncipe Basilio.
- Buenos días - dijo -. Estoy muy contento de verlos.
-Para un buen amigo, unas cuantas verstas no son un trastorno - dijo el príncipe Basilio, hablando rápidamente, con aplomo y familiaridad -. Le presento a usted a mi hijo menor. ¿Puedo atreverme a esperar que le acogerá gustosamente?
El príncipe Nicolás miró a Anatolio.
- Un buen mozo - dijo -. Bien, abrázame - y le ofreció la mejilla.
Anatolio besó al viejo y le miró con curiosidad perfectamente tranquila, esperando de él una de aquellas originalidades que su padre le había prometido.
El príncipe Nicolás se sentó en su lugar habitual, en el rincón del diván. Acercó la silla destinada al príncipe Basilio y, señalándola, comenzó a interrogarle sobre las cuestiones políticas y las últimas noticias. Parecía que escuchase con atención el relato del príncipe Basilio, pero no separaba la mirada de su hija, a la que se acercó para decirle:
- Te has endomingado para los huéspedes, ¿no? Me gusta, me gusta mucho. Para los huéspedes te has vestido como una muñeca, pero te advierto delante de los huéspedes que no lo hagas nunca más sin mi permiso.
- Papá, yo tengo la culpa - dijo, ruborizándose, la pequeña Princesa.
- Tú eres libre de hacer lo que te parezca - dijo el príncipe Nicolás inclinándose ante su nuera -, pero ella no tiene ninguna necesidad de desfigurarse sin motivo. Ya es bastante fea - y volvió a sentarse en su sitio, sin prestar ninguna atención a su hija, que estaba a punto de llorar.
- Al contrario, este peinado le sienta muy bien - intervino el príncipe Basilio.
-Bien, querido joven Príncipe-dijo el príncipe Nicolás dirigiéndose a Anatolio-. Ven aquí. Hablemos. Trabemos amistad.
«Va a comenzar la farsa», pensó Anatolio. Y, sonriendo, se sentó al lado del viejo Príncipe.
- Bien, querido, según me han dicho, te has educado en el extranjero. Veo que no has sido como los otros, como tu padre y yo, a quienes un sacristán enseñó a leer y a escribir. Dime, ¿sirves en la Guardia Montada? - y miraba a Anatolio fijamente.
- No. Sirvo en el ejército regular - repuso Anatolio, que a duras penas contenía la risa.
- ¡Ah, bien, muy bien! Es decir, que quieres servir al Emperador y a la patria. Estamos en guerra. Un chico como tú ha de cumplir su deber. ¿Estás en activo?
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- No, Príncipe. Nuestro regimiento ha marchado ya, y yo estoy agregado... ¿A qué estoy agregado? - preguntó, riendo, Anatolio.
-Buen servicio. «¿A qué estoy agregado?» ¡Ja, ja, ja!
El príncipe Nicolás reía y Anatolio reía aún más que él. De pronto, el príncipe Nicolás frunció el entrecejo.
- Bien, ya puedes irte.
Anatolio sonrió y volvió al grupo de las damas.
- Le has educado en el extranjero, ¿verdad? - dijo el príncipe Nicolás dirigiéndose al príncipe Basilio.
- He hecho todo lo que he podido. He de reconocer que la educación en el extranjero es mucho mejor que en nuestro país.
- Sí, hoy, claro. Todo, según la moda del tiempo. Un buen chico, un buen chico... ¡Vaya! Vamos arriba.
Cogió al príncipe Basilio y lo llevó al taller.
En cuanto se encontraron solos, el príncipe Basilio expuso sus pretensiones al príncipe Nicolás.
- ¿Qué crees? - dijo, molesto -. ¿Crees que la tengo presa, que no puedo separarme de ella? La gente lo supone - añadió encolerizado -. Por mí, mañana mismo, únicamente quisiera conocer más a mi yerno. Ya sabes mis principios. Las cartas boca arriba. Mañana, ante ti, le preguntaré si está conforme. Si dice que sí, se quedará aquí algún tiempo. Después, ya veremos.-El Príncipe resopló -. Que se case. Me tiene sin cuidado - gritó, con aquella voz penetrante con que se había despedido de su hijo.
-Príncipe, hay que reconocer que sabe usted apreciar a los hombres enseguida - dijo el príncipe Basilio con el tono del hombre que se ha convencido de la inutilidad de su picardía ante la perspicacia de su interlocutor -. Anatolio, realmente, no es un genio, pero es un chico correcto y bueno. Y muy buen hijo.
- Está bien, está bien. Ya veremos.
Después del té pasaron todos al salón de música, y la Princesa fue invitada a tocar el clavicordio. Anatolio se acomodó ante ella, al lado de mademoiselle Bourienne, y sus risueños ojos contemplaban a la princesa María, que, aterrorizada y alegre, sentía sobre sí aquella mirada. Su sonata predilecta la transportaba al mundo de la poesía más íntima, y la mirada bajo la cual se sentía añadía a este mundo una poesía mayor aún. La mirada de Anatolio, a pesar de haberse fijado en ella, nada tenía que ver con la Princesa; estaba pendiente del pequeño pie de mademoiselle Bourienne, que en aquel momento tocaba él con el suyo por debajo del clavecín. Mademoiselle Bourienne miraba también a la Princesa, que igualmente leyó en sus hermosos ojos una nueva expresión de alegría temerosa y de esperanza.
«¡Cómo me quiere esta muchacha! ¡Qué feliz soy en este momento, y qué feliz puedo ser con una amiga y un marido así!
Pero ¿es un marido?», pensó la Princesa, no atreviéndose a mirarle a la cara y sintiendo constantemente su mirada sobre sí.
Por la noche, cuando, después de la cena, se dispersó la reunión, Anatolio besó la mano de la Princesa. Ella no sabía cómo tomar aquella audacia. Pero miró fijamente al bello rostro que se ofrecía a sus miopes ojos. Después Anatolio se acercó para besar la mano de mademoiselle Bourienne. Esto era una inconveniencia, pero lo hacía con tanta sencillez y con tanto aplomo... La muchacha se ruborizó y miró con terror a la Princesa.
«¡Qué delicadeza! ¿Por ventura, Amelia-era el nombre de mademoiselle Bourienne-cree que estoy celosa y que no sé comprender la pureza de su afecto por mí?», pensó la Princesa, y se acercó a mademoiselle Bourienne y la besó fuertemente. Anatolio se aproximó a la pequeña Princesa para besarle la mano.
- No, no, no. Cuando su padre me escriba diciéndome que se porta usted bien, le dejaré besarme la mano. Antes no - y levantando su minúsculo dedo salió sonriendo de la habitación.
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V
Aun cuando Anatolio y mademoiselle Bourienne no hubieran tenido explicación alguna, habíanse entendido por completo. Habían comprendido que tenían muchas cosas que decirse en secreto, y por eso buscaban la oportunidad de tener una conversación a solas. Mientras la Princesa dejaba pasar la hora acostumbrada en el taller de su padre, mademoiselle Bourienne veíase con Anatolio en el jardín de invierno. Aquel día, la princesa María acercóse a la puerta del taller con un sentimiento especial. Le parecía que no solamente sabían todos que había de decidirse aquel día su suerte, sino que todos sabían también qué pensaba: leyó esto en la expresión del rostro de Tikhon y en la del criado del príncipe Basilio, con quien se cruzó en el corredor cuando trasladaba el agua caliente a su amo, saludándola con una inclinación de cabeza. Aquella mañana, el viejo Príncipe se encontraba extraordinariamente amable y benévolo con su hija. Pero la princesa María conocía demasiado bien aquella acariciadora expresión. Era la misma que aparecía en su semblante cuando apretaba con rabia los puños porque la Princesa no entendía un problema de aritmética. Se alejaba de ella y repetía muchas veces las mismas palabras en voz baja. Inmediatamente comenzó la conversación, tratándola de «usted».
- Me ha sido hecha una petición para usted - dijo con una sonrisa poco natural-. Supongo que habrá adivinado que el príncipe Basilio no ha venido en compañía de su pupilo - no se sabe por qué, el Príncipe trataba a Anatolio de pupilo - por mi cara bonita. Me han hecho una petición para usted, y como ya conoce usted mis principios, lo dejo para que usted misma resuelva.
- ¿Cómo quiere que le entienda, papá? - dijo la Princesa, que se ruborizaba continuamente.
- ¿Cómo? - gritó con cólera el Príncipe -. El príncipe Basilio cree que reúne usted toda clase de condiciones como nuera, y te pide en matrimonio para su hijo. Esto es lo que has de comprender. ¿Qué opinas de todo esto? Es lo que te pregunto.
- No lo sé, papá. Usted mismo ha de decirlo - murmuró la princesa María.
- ¿Yo...? ¿Yo...? Déjame en paz. No soy yo quien ha de casarse. ¿Qué piensas? Esto es lo que me interesa saber.
La Princesa comprendió que su padre había recibido aquélla petición con hostilidad, pero en aquel momento tuvo la idea de que su vida había de decidirse entonces o nunca. Bajó los ojos con el deseo de no encontrarse con su mirada, bajo cuya influencia se sentía incapaz de pensar y ante la cual no sabía hacer otra cosa sino obedecer. Luego dijo:
- Sólo deseo una cosa: hacer su voluntad. Pero si hubiese de manifestar mi deseo...-no pudo concluir de hablar, porque el Príncipe la interrumpió.
- Está bien - dijo -. Tomará tu mano, con tu dote correspondiente, y con mademoiselle Bourienne. Ésta será la mujer, y tú... - El Príncipe se detuvo, observando la impresión que estas palabras habían producido en su hija.
La Princesa bajó la cabeza, a punto de llorar.
- Bien, bien, ha sido una broma - dijo el Príncipe -. Recuerda siempre que nunca me moveré de este principio: la mujer tiene derecho a elegir, y tú ya sabes que dispones de toda la libertad. Acuérdate tan sólo de una cosa: de que de tu decisión depende la felicidad de tu vida. No has de preocuparte para nada de mí.
La suerte de la Princesa se había decidido, y felizmente. Pero la alusión a mademoiselle Bourienne que había hecho su padre la aterrorizaba. No era verdad, es cierto, pero hubiese sido horrible. No podía evitar pensarlo. Caminaba mirando ante sí, a través del jardín de invierno, sin ver ni oír nada, cuando, de pronto, el conocido murmullo de la conversación de mademoiselle Bourienne la despertó de su ensimismamiento. Levantó los ojos y vio a Anatolio abrazar a la francesa por la cintura, murmurando algo a su oído. Anatolio, con una expresión terrible en su hermoso rostro, se volvió a la princesa María y momentáneamente soltó la cintura de mademoiselle Bourienne, que no había visto aún a la Princesa.
«¿Qué ocurre? ¿Qué quiere? Espere», parecía decir el semblante de Anatolio.
La princesa María les miró en silencio. No comprendía lo que deseaba. Por último, mademoiselle Bourienne dio un grito y huyó. Anatolio saludó a la Princesa con una amable sonrisa, como invitándola a que riera también de aquel extraño caso, y, encogiéndose de hombros, atravesó el umbral de la puerta que daba al interior de la casa.
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Una hora después, Tikhon fue en busca de la princesa María, rogándole que subiera a la habitación de su padre y añadiendo que el príncipe Basilio estaba con él. Cuando Tikhon entró en la alcoba de la princesa María, ésta hallábase sentada en el diván, estrechando entre sus brazos a mademoiselle Bourienne, que lloraba desconsoladamente. Acariciábale con ternura la cabeza; los bellos, resplandecientes y serenos ojos de la Princesa miraban con ternura y con pasión el hermoso rostro de mademoiselle Bourienne.
-No, Princesa, ya lo sé. He perdido su afecto para siempre - dijo mademoiselle Bourienne.
- ¿Por qué? La quiero a usted más que nunca, y haré cuanto esté en mi mano por su felicidad - repuso la Princesa.
-Pero me desprecia. Es usted tan pura que no podrá comprender nunca este extravío de la pasión. ¡Ah! Sólo mi pobre madre...
- Lo comprendo - dijo la Princesa tristemente -. Cálmese, querida. Voy a ver a papá - y salió.
Cuando la princesa María fue al encuentro de su padre, el príncipe Basilio, con las piernas cruzadas y la tabaquera en la mano, estaba sentado con una sonrisa de espera en los labios, y parecía extraordinariamente emocionado. Como si tuviera miedo de enternecerse demasiado, olió un polvo de rapé.
- ¡Ah, querida, querida! - dijo levantándose y cogiéndole ambas manos. Suspiró y continuó luego -: La suerte de mi hijo está en sus manos. Decídase, querida y dulce María, a quien siempre he querido yo como una hija.
Se alejó. En efecto, una lágrima temblaba en sus ojos.
El príncipe Nicolás murmuró algo ininteligible.
- El Príncipe - continuó después -, en nombre de su pupilo..., su hijo..., te pide en matrimonio. ¿Quieres ser la mujer del príncipe Anatolio Kuraguin? Contesta sí o no - exclamó -. Me reservo mi parecer para más tarde. Sí, mi parecer y nada más
- añadió, dirigiéndose al príncipe Basilio en respuesta a su ansiedad -. ¿Sí o no?
-Mi deseo, papá, es no dejarte nunca. No separar jamás mi vida de la tuya. No quiero casarme - dijo resueltamente, mirando con sus claros ojos al príncipe Basilio y a su padre.
- Tonterías, tonterías, tonterías... - exclamó el príncipe Nicolás frunciendo el entrecejo. Cogió a su hija de la mano, la acercó hacia sí y no la besó, sino que únicamente acercó su frente a su rostro y le estrechó con tal fuerza la mano que a la Princesa se le escapó un grito. El príncipe Basilio se levantó.
- Querida Princesa. He de decirle que no olvidaré nunca, nunca, este momento. No obstante, ¿no nos dará usted un poco de esperanza de que su corazón, tan bueno y tan generoso, se incline alguna vez? Diga usted que tal vez... El tiempo nos guarda tantas sorpresas... Diga usted... ¡Quién sabe!
- Príncipe, lo que he dicho es todo lo que hay en mi corazón. Le agradezco el honor que me hace con su petición, pero no seré nunca la mujer de su hijo.
- Bien, esto ha terminado, amigo mío. Estoy muy contento de verte, muy contento. Vete, Princesa - dijo el viejo Príncipe
-. Estoy muy contento de verte - repitió al príncipe Basilio, abrazándole.
«Mi vocación es otra - pensaba la princesa María -. Mi vocación es ser feliz con la felicidad de los demás. Mi felicidad es la felicidad del sacrificio, y cueste lo que cueste haré la dicha de la pobre Amelia. ¡Le quiere tanto! Está realmente enamorada. Haré cuanto pueda por concertar su matrimonio con él. Si no es rica, yo le daré todo lo necesario. Se lo pediré a mi padre. Le imploraré a mi hermano. Se considerará tan feliz siendo su mujer... Es tan desgraciada... Se encuentra en un país extranjero, sola, sin nadie que la ayude. ¡Dios mío! ¡Con qué pasión ha de quererlo, habiéndose olvidado de tantas cosas hasta ese punto! Quién sabe si yo hubiera hecho lo mismo que ella.»
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VI
El día l6 de noviembre de l805, al despuntar el alba, el escuadrón de Denisov, al cual pertenecía Nicolás Rostov y que formaba parte del destacamento del príncipe Bagration, dejó el campamento para marchar a la línea de fuego, como se decía. Se paró en medio de la carretera, a una versta de distancia aproximadamente de los otros escuadrones, que le precedían. Rostov vio desfilar a los cosacos, al primer y segundo escuadrón de húsares, a los batallones de infantería, junto con la artillería; vio luego pasar a caballo a los generales Bagration y Dolgorukov, ayudantes de campo. Todo el miedo que había pasado en el frente la otra vez, toda la lucha interior por dominarse, todos los sueños de distinguirse como húsar habían sido vanos. Su escuadrón quedaba en reserva y Nicolás Rostov pasó el día aburrido y adormilado.
A las nueve de la mañana oyó las descargas, los gritos de triunfo, vio heridos - no muchos - que eran retirados, y, por fin, a un centenar de cosacos que conducían a un destacamento entero de caballería francesa hecho prisionero. Evidentemente, la acción había terminado. No tuvo una gran importancia, pero resultó feliz para los rusos. Los soldados y los oficiales que volvían hablaban de una brillante victoria, de la toma de Vischau, de la captura de un escuadrón entero. Después de la ligera helada de la noche, el tiempo se había aclarado y el radiante brillo de aquel día de otoño coincidía con la nueva de la victoria, que confirmaban no solamente el relato de los que habían tomado parte en la acción, sino también la expresión alegre de las caras de todos los demás soldados, de los oficiales, de los generales, de los ayudantes de campo, que pasaban y volvían a pasar ante Rostov. Para Nicolás, la cosa era tanto más dolorosa cuanto que había sentido el miedo que precede a las batallas sin haber recogido luego ninguna de las alegrías del triunfo.
- Rostov, ven aquí. Bebamos para ahuyentar las penas - le gritó Denisov, instalándose en la cuneta del camino ante la botella y fiambres. Los oficiales hicieron coro a su alrededor y se pusieron a hablar mientras comían.
- ¡Mirad, todavía traen a otro! - exclamó uno de los oficiales señalando a un dragón francés que dos cosacos conducían a pie. Uno de los cosacos traía sujeto por la brida a un caballo francés de excelente estampa: el del prisionero.
- ¡Véndeme el caballo! - gritó Denisov al cosaco.
- Si lo deseáis; Excelencia...
Los oficiales se levantaron y rodearon a los cosacos y al prisionero francés. El dragón era un joven alsaciano que hablaba francés con acento alemán. Con el rostro encendido por la emoción, que le ahogaba, al oír hablar francés, empezó a hablar rápidamente a los oficiales, dirigiéndose tan pronto al uno como al otro. Explicaba cómo le habían cogido, afirmando que no era suya la culpa, sino del cabo que le había enviado a buscar los atalajes; él ya había anunciado que los rusos se encontraban cerca. Entre palabra y palabra, añadía: «Sobre todo, no hagáis daño al caballo.» Y lo acariciaba. Saltaba a la vista que no sabía dónde se encontraba. Se excusaba por haberse dejado coger y, creyéndose tal vez delante de sus superiores, trataba de hacer valer su exactitud de soldado y la atención que prestaba al servicio. Aquel individuo traía a la retaguardia rusa la atmósfera del ejército francés, tan extraña para los rusos.
Los cosacos vendían el caballo por dos luises, y Rostov, que había recibido dinero y era el más rico del grupo, lo compró.
- Sobre todo, que no hagan daño al caballo - dijo ingenuamente el alsaciano a Rostov al serle entregado el caballo a éste.
Rostov, sonriente, tranquilizó al dragón y le dio algún dinero.
- ¡Vamos, vamos! -dijo el cosaco, empujando con la mano al prisionero para que caminara.
- ¡El Emperador, el Emperador! - oyeron gritar de pronto los húsares.
Todos empezaron a moverse, echaron a correr, y Rostov vio avanzar por la carretera a unos cuantos jinetes con plumeros blancos. En un abrir y cerrar de ojos, ocuparon todos sus puestos y quedaron esperando.
Rostov no se dio cuenta de cómo había llegado a su puesto y montado a caballo. El disgusto que sentía por no haber intervenido en la acción, el mal humor que le producía el encontrarse siempre con las mismas personas, todos sus pensamientos egoístas, se desvanecieron instantáneamente. Su atención estaba absorbida por la felicidad que le producía la presencia del Emperador. Esta felicidad le compensaba con creces del aburrimiento de todo el día. Sentíase feliz como el enamorado que ha obtenido la entrevista deseada. Inmóvil en la fila, sin atreverse a mover la cabeza, sentía «su» proximidad gracias a una especie de instinto apasionado y no por el ruido que producían los cascos de los caballos que se acercaban; la 74
percibía porque al mismo tiempo que se iban acercando todo se volvía más alegre, más importante, más solemne. A medida que el sol avanzaba, derramando a su alrededor un rayo de luz suave, majestuosa, sentíase aprisionado por aquel rayo y oía su voz acariciadora, tranquila, augusta y querida. Y cuando Rostov comprendió que se encontraba allí hízose un silencio de muerte y en medio de aquel silencio dejóse oír la voz del Emperador.
- ¿Los húsares de Pavlogrado? - preguntó.
- A la reserva, Sire - replicó una voz cualquiera de timbre muy humano comparada con aquella sobrehumana que había dicho: «¿Los húsares de Pavlogrado?»
El Emperador se detuvo cerca de Rostov. El rostro de Alejandro resplandecía. Era tanta la alegría que brillaba en él, tal la inocente juventud qué transparentaba, que recordaba la expresión de un muchacho de catorce años; pero además poseía el fuego del rostro de un gran emperador. Al recorrer el escuadrón con la mirada, sus ojos tropezaron por casualidad con los de Rostov, y permanecieron fijos en ellos escasamente dos segundos. El Emperador comprendió lo que sucedía en el ánimo de Rostov - éste pensó que lo había comprendido -, pero sólo durante dos segundos permanecieron sus azules ojos, de los que brotaba una luz suave, cenicienta, fijos en el rostro de Rostov.
A continuación arqueó las cejas. Haciendo un brusco movimiento, espoleó su caballo con el pie izquierdo y salió al galope. El joven Emperador deseaba asistir al combate y, no obstante las observaciones de los cortesanos, a mediodía galopó hacia las avanzadillas, dejando atrás la tercera columna, que le acompañaba. Antes de llegar adonde estaban los húsares, algunos ayudantes de campo le dieron la noticia del feliz término de la acción.
El combate, que se redujo a la captura de un escuadrón francés, fue presentado como una brillante victoria sobre el enemigo, y ésta fue la causa de que el Emperador, y con él todo el ejército, creyeran, hasta que el humo de la pólvora no se hubo disipado, que los franceses habían sido vencidos y retrocedían a marchas forzadas. Minutos después de haber pasado el Emperador, la división de húsares de Pavlogrado recibió órdenes de avanzar. Rostov volvió a ver al Emperador en Vischau, un pueblo alemán. En la plaza del pueblo, donde antes de la llegada del Emperador había habido un duro encuentro, se veían algunos soldados heridos y muertos que aún no habían sido retirados.
El Emperador, rodeado por su séquito militar y civil, montaba un alazán; ligeramente inclinado hacia delante, llevó los lentes de oro a los ojos con gesto gracioso para mirar a un soldado tendido en el suelo, que había perdido el casco y tenía la cabeza llena de sangre. El herido estaba tan sucio, su aspecto era tan grosero, que Rostov extrañóse de que pudiera estar tan cerca del Emperador. Rostov observó que los hombros del Emperador temblaban, al parecer bajo la influencia del frío, y que con el pie izquierdo espoleaba nerviosamente el flanco del caballo, que, habituado a tales espectáculos, contemplaba al herido indiferente y sin moverse. Un ayudante de campo apeóse de su caballo, cogió al herido por los sobacos y le instaló en una camilla.
El soldado gemía.
- Más despacio, más despacio. ¿No puede hacerse más despacio? - dijo el Emperador, quien parecía sufrir más que el soldado agonizante.
Acto seguido se alejó de allí.
Rostov vio que el Emperador tenía los ojos llenos de lágrimas, y, mientras se iba, oyó que decía a Czartorisky:
- ¡Qué cosa más terrible es la guerra!
Las tropas de vanguardia formaban delante de Vischau, frente a un enemigo que durante todo el día no hacía otra cosa que ceder terreno a la más pequeña escaramuza. Las felicitaciones del Emperador fueron transmitidas a la vanguardia; prometiéronse condecoraciones, y los soldados recibieron doble ración de aguardiente. Las hogueras brillaban mucho más que la noche anterior, y en torno a ellas resonaban las canciones de los soldados. Denisov celebraba aquella noche su ascenso a comandante, y Rostov, que había bebido más de la cuenta durante el banquete, propuso que se brindase a la salud del Emperador. Pero no a la del emperador imperator, tal como se hace en los banquetes oficiales, sino a la salud del Emperador hombre bueno, gentil y grande. «¡Bebamos a su salud y por la victoria segura contra los franceses!»
- Si hemos combatido - dijo -, si no hemos retrocedido ante los franceses como en Schoengraben, ¿qué no seremos capaces de hacer ahora que el Emperador marcha ante nosotros? ¡Moriremos satisfechos, moriremos por él! ¿No es cierto, 75
señores? Tal vez no me explico bien. He bebido demasiado, pero lo siento como lo digo y a vosotros os pasará lo mismo. ¡A la salud del Emperador! ¡Hurra!
- ¡Hurra! ¡Hurra! - repitieron las voces aguardentosas de los oficiales.
Kirstein, el viejo jefe de compañía, gritó con no menos animación y fuerza que Rostov, joven de veinte años.
Cuando los oficiales hubieron bebido y roto las copas, Kirstein llenó otras y, en mangas de camisa y con una copa en la mano, acercóse a las hogueras de los soldados; en actitud majestuosa, agitando la mano en el aire - su bigote gris brillaba mientras mostraba el vello de su pecho por entre la camisa desabrochada -, detúvose junto al resplandor de las hogueras.
-Hijos míos, ¡a la salud del Emperador! ¡Por la victoria contra los franceses! ¡Hurra! - gritó con su fuerte voz de barítono el viejo húsar.
Los húsares se agruparon y respondieron con grandes gritos.
Muy avanzada la noche, una vez recogidos todos, Denisov, con su mano sarmentosa, tocó el hombro de Rostov, ¡su amigo predilecto!.
- En campaña no sabe uno de quién enamorarse, y se enamora uno del Emperador.
- Denisov, no bromees con estas cosas - exclamó Rostov -. Es un sentimiento tan elevado, tan noble...
- Lo sé, lo sé, yo también lo siento...
- No, tú no sabes lo que es.
Y Rostov se puso en pie y empezó a andar maquinalmente por entre las hogueras, mientras pensaba en el goce de morir, no por salvar la vida del Emperador - no se atrevía a tanto -, sino sencillamente por merecer una mirada suya.
En efecto, estaba enamorado del Emperador, de la gloria de las armas rusas y de la esperanza del próximo triunfo.
Pero no era él el único que experimentaba tales sentimientos en aquel día memorable que precedió a la batalla de Austerlitz. De cada diez soldados y oficiales rusos, nueve estaban enamorados en aquella época, aunque quizá con menos entusiasmo que Rostov, del Emperador y de la gloria de las armas.