Chapter 111
León Tolstoi
VII
Como suele suceder, Pedro no se dio cuenta de la dureza de las privaciones físicas sufridas ni de los sufrimientos de su cautiverio hasta que, gracias a los cosacos, se vio libre de él. Una vez en libertad, se dirigió a Orel y, al tercer día de su llegada a ella, mientras hacía los preparativos de la marcha a Kiev, cayó enfermo y tuvo que guardar cama por espacio de tres meses. Tenía una fiebre biliosa, según el diagnóstico médico. Y a pesar de los cuidados de los doctores y del gran número de drogas que le prescribieron, curó y pudo levantarse.
Todo lo ocurrido desde el momento en que le libertaron hasta aquel en que se puso enfermo apenas dejó en su espíritu la más ligera impresión. Recordaba solamente el tiempo gris, sombrío, la lluvia, la nieve, el enemigo, el dolor que sentía en las piernas y en el costado, la impresión que en general le producían los sufrimientos de los hombres, la curiosidad de los oficiales que le interrogaban, sus caminatas, las dificultades con que tropezó para hallar un coche y un caballo, y, sobre todo, su incapacidad para pensar y sentir durante todo aquel tiempo. El día de su liberación vio el cadáver de Petia Rostov; el mismo día supo que el príncipe Andrés había vivido hasta después de la batalla de Borodino y que había muerto en Iaroslav, junto a los Rostov.
Denisov, que fue quien le dio esta noticia, en el curso de la conversación mencionó por casualidad la muerte de Elena, suponiendo que Pedro la conocía desde bastante tiempo atrás. Todo aquello le pareció a Pedro extraño, pero nada más: se sentía incapaz de comprender la importancia de aquellos hechos. Sólo pensaba en abandonar lo antes posible aquellos lugares donde se mataban los hombres entre sí y reemplazarlos por un refugio sosegado donde poder rehacerse, reposar y reflexionar en todas las cosas nuevas y extrañas que había aprendido.
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Mas en cuanto llegó a Orel cayó enfermo. Al recobrar el conocimiento halló a su lado a Terenti y a Vaska, sus dos antiguos servidores.
Durante la conversación, Pedro fue rehaciéndose poco a poco de unas impresiones que se habían convertido en hábito, y se adaptó a la idea de que nadie le arrojaría ya de ninguna parte, de que nadie le quería privar de un lecho abrigado y de que todos los días comería, tomaría el té y cenaría.
Pero en sus sueños veíase nuevamente en el cautiverio. Poco a poco también, se fue dando cuenta de la trascendencia de las noticias que le comunicaron al quedar libre, de la muerte del príncipe Andrés, del fallecimiento de su esposa, del aniquilamiento de los franceses.
El sentimiento agradable de la libertad, de esa libertad total tan preciosa para el hombre, se despertó en él por vez primera durante el primer relevo de caballos después de su salida de Moscú. y este sentimiento inundó su alma durante toda la convalecencia:
Se asombraba al ver que aquella libertad interior, independiente de las circunstancias externas, estuviera ahora acompañada de la libertad exterior. Estaba solo en una ciudad extraña, donde no tenía conocimientos; nadie le exigía nada, nadie le enviaba a ninguna parte, tenía todo lo que se le antojaba y se veía libre de un recuerdo que antes le atormentaba sin cesar: el recuerdo de su esposa.
«¡Ah, qué agradable es todo esto! - se decía cuando se veía ante una mesa bien puesta, con un buen caldo, o cuando por la noche se acostaba en una cama limpia y blanda, o cuando se acordaba que estaba libre de su mujer y de los franceses -. ¡Ah, qué cosa tan agradable! - y, obedeciendo a una antigua costumbre, se dirigía esta pregunta -: Bueno, y ahora ¿qué voy a hacer? - y se respondía al punto -: Nada; ya veremos. ¡Ah, qué agradable!»
Lo que antes le preocupaba, lo que siempre trató de solucionar, la cuestión del objeto de la vida, ya no existía para él. Se había concluido la búsqueda, y no por casualidad y momentáneamente, sino porque comprendía que no existía tal objeto ni podía existir. Precisamente este convencimiento era lo que le producía aquella alegre sensación de libertad, lo que le hacía dichoso.
Ya no quería buscar el objeto de la vida, porque tenía fe, pero no fe en unos principios, palabras o ideas, sino fe en Dios vivo. Antes le buscó en sus propios objetivos, pero, en el fondo, aquella búsqueda era la búsqueda de Dios. Luego, durante su cautiverio, se percató, no verbalmente, no mediante razonamientos, sino por intuición, de lo que su buena fe le venía diciendo desde largo tiempo atrás: que Dios está aquí y en todas partes. En el cautiverio se dio cuenta de que el Dios de Karataiev era más grande, más infinito, más comprensible que, por ejemplo, el Arquitecto del universo que reconocen los masones. Y experimentaba la sensación del hombre que ha tenido a sus pies lo que buscaba muy lejos. La terrible pregunta
«¿por qué?», que en otras ocasiones había destruido todos sus razonamientos, ya no existía. Ahora conocía ya la respuesta, una respuesta sencilla: porque Dios existe, porque hay un Dios sin la voluntad del cual no cae ni un solo cabello de la cabeza del hombre.