Guerra y Paz

Chapter 116

León Tolstoi

XII

Desde la noche en que Natacha supo que Pedro partía, aquella noche en que, con una sonrisa alegre y burlona, dijo a la princesa María que él tenía el aire de salir del baño..., con la chaqueta corta..., los cabellos recortados...; desde aquel mismo instante, un sentimiento secreto, ignorado por ella misma, pero invencible, empezó a despertar en su interior.

Su expresión, su andar, su mirada, su voz, todo se modificaba. La fuerza de la vida, la esperanza de una felicidad insospechada, brotaban en ella y pedían que se les diera satisfacción. A partir de aquel día, Natacha pareció olvidar todo lo acaecido anteriormente. Ni una sola vez volvió a quejarse de su suerte, no dedicó ni una palabra al pasado, no volvió a temer a hacer planes alegres para el porvenir. Hablaba poco de Pedro, pero cuando la princesa María pronunciaba su nombre, una luz desvanecida hacía tiempo volvía a brillar en sus ojos y una singular sonrisa desplegaba sus labios.

Esta transformación que se producía en Natacha empezó por asombrar a la princesa María y, cuando la comprendió bien, la entristeció. «Amaba tan poco a mi hermano, que ha podido olvidarlo en cuatro días», se decía al observar aquel cambio.

Pero cuando tenía ante sí a Natacha no le hacía ningún reproche, no le guardaba rencor. La fuerza vital que se despertaba en la joven y se apoderaba de ella era, evidentemente, tan involuntaria e inesperada que cuando la veía se daba cuenta que no tenía derecho a reprocharle nada.

Natacha se abandonaba tan por entero y tan sin reservas al nuevo sentimiento, que no trataba de ocultarlo, y ya no estaba triste, sino alegre y contenta.

Cuando, después de su explicación con Pedro, entró María en su dormitorio, Natacha le salió al encuentro.

- ¿Lo ha confesado? ¿Lo ha confesado? - preguntó.

Y una expresión gozosa y lastimera a la vez, como si quisiera hacerse perdonar su dicha, se pintaba en su rostro.

- Hubiera querido detenerme a escuchar detrás de la puerta, pero sabía que tú me lo dirías.

Por comprensible y conmovedora que fuera para la princesa María la anhelante mirada de su amiga, y a pesar de la pena que le produjo su ansiedad, en el primer instante la hirió su actitud. Se acordaba de su hermano y de su amor por ella. «Pero

¿qué le vamos a hacer si es así?», pensó. Y con semblante triste y un poco severo contó a Natacha todo lo que le había dicho Pedro. Natacha se sorprendió de que estuviera dispuesto a marcharse a San Petersburgo.

- ¡A San Petersburgo! - repitió como si no comprendiera.

Pero, al fijarse en la triste expresión del semblante de su amiga y adivinar el motivo, se echó a llorar de repente.

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- María, dime lo que debo hacer. Temo ser mala. Haré lo que tú digas... Enséñame...

- ¿Le amas?

- Sí - murmuró Natacha.

- Entonces ¿por qué lloras? Lo celebro por ti - dijo la Princesa, que, a causa de aquel llanto, perdonaba la alegría de Natacha.

- La boda no se celebrará enseguida, sino más adelante. ¡Pero piensa en lo feliz que seré cuando sea su esposa y tú la de Nicolás!

- ¡Natacha! Te he rogado ya que no me hables de eso. Hablemos de ti.

Las dos callaron.

- Pero ¿a qué va a San Petersburgo? - inquirió de súbito Natacha; luego se apresuró a decir -: Vale más así, ¿verdad, María? Vale más así.

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