Guerra y Paz

Chapter 134

León Tolstoi

XI

Pedro se levantó tarde el día 3 de septiembre. Le dolía la cabeza; le pesaba el traje con que había dormido. El reloj de pared señalaba las once de la mañana, pero la calle estaba sumida en sombras. Pedro se levantó, se frotó los ojos y miró la pistola que el criado había colocado sobre el escritorio. Entonces recordó dónde se hallaba y lo que pensaba hacer.

«¿No me habré retrasado? - se dijo -. No, probablemente no entrará en Moscú antes del mediodía.»

Pedro no quiso detenerse a reflexionar en lo que iba a hacer; no pensó más que en actuar con la mayor rapidez posible.

Se había alisado el traje, tenía ya la pistola en la mano y se disponía a salir, cuando, por vez primera, se preguntó cómo llevaría el arma por la calle. Desde luego, en la mano no. Bajo el largo caftán le parecía también difícil ocultar una pistola tan grande. Tampoco podría disimularla colocándola en su cintura ni debajo de la silla del caballo. Además, tenia que llevarla descargada y había que contar con que necesitaba tiempo para cargarla.

«Quizá me sirva el puñal... », pensó, aunque repetidas veces, al reflexionar en el modo de poner en práctica su proyecto, se había dicho que el error principal del estudiante, en 1809, fue querer matar con un puñal a Napoleón. Al parecer, el objetivo principal de Pedro consistía no en la realización de su idea, sino en demostrar que no renunciaba a ella y haría todo 233

lo posible para ponerla en práctica. Cogió, pues, el puñal mohoso, encerrado en su vaina verde, que había comprado en Sukharevo, y lo introdujo debajo de su chaleco.

Después de sujetarse con un cinturón el caftán y de ponerse el sombrero, Pedro avanzó por el corredor, procurando no hacer ruido, y salió a la calle. El incendio que la víspera por la tarde contempló con indiferencia, se había agravado de manera considerable durante la noche. Moscú ardía por diversos puntos: la calle Karietnaia, Zamoskvoretché.

Gostinni-Dvor, la calle Poverskaia, las embarcaciones del Moscova, los mercados de madera, próximos al puente Dragomilov, ardían a la vez.

Pedro tuvo que pasar por callejuelas para llegar a la calle Poverskaia, y de ésta dirigirse al Arbat, en las cercanías de la iglesia de San Nicolás, donde, hacía ya mucho tiempo, había decidido ejecutar su plan.

Lo mismo las puertas cocheras que los huecos de las casas aparecían cerrados. Calles y callejuelas se hallaban desiertos.

El olor a quemado y el humo saturaban el aire. De vez en cuando se tropezaba con rusos de rostros tímidos e inquietos y con franceses nómadas. Unos y otros le miraban sorprendidos. Los rusos le observaban con atención, no sólo por su aventajada estatura, su magnífica presencia y la expresión singular, sombría y concentrada de su rostro y de toda su persona, sino porque no acertaban a descubrir a qué clase pertenecía. Los franceses le seguían, sorprendidos, con la vista, porque no les hacía el menor caso, en vez de mirarlos, como los demás rusos, con curiosidad o con miedo. Cerca de la puerta de una casa, tres franceses, que contaban algo a unos rusos que no los comprendían, le preguntaron si sabía hablar en francés.

Pedro hizo un gesto negativo y continuó la marcha. Un centinela que se hallaba de pie junto a un cajón pintado de verde le llamó a gritos. Sólo después de oír repetidamente sus severas voces y de verle manejar el fusil se dio cuenta de que debía pasar al otro lado de la calle. Ni oía ni veía nada de lo que sucedía a su alrededor. Como si todo lo demás le fuera indiferente, estaba absorto en sus proyectos y una mezcla deprisa y horror le impulsaba a ponerlos en práctica, haciéndole temer un fracaso debido a su inexperiencia. Pero estaba escrito que no llevaría sus sentimientos intactos al lugar adonde se dirigía. Además, aun cuando nada le hubiera detenido por el camino, ya no podía realizar su plan, pues hacia cuatro horas que por la muralla de Dragomilov y por el Arbat había entrado Napoleón en el Kremlin, y entonces estaba sentado, con el más sombrío humor, en el gabinete imperial del palacio, donde daba órdenes detalladas acerca de las medidas que debían tomarse inmediatamente para extinguir el incendio, prevenir el merodeo y tranquilizar a los habitantes.

Mas Pedro ignoraba estos detalles. Absorto en el hecho que iba a llevar a cabo, se atormentaba como se atormentan todos aquellos que emprenden una tarea imposible no sólo por las dificultades que encierra, sino por su incompatibilidad con el propio carácter. Temía ceder a la debilidad en el momento decisivo y perder por esta causa la propia estimación.

A pesar de que no oía ni veía nada de lo que a su alrededor sucedía, seguía instintivamente su camino y no se extraviaba en las callejuelas que conducían a la calle Poverskaia. A medida que se acercaba a ella veía disminuir el humo y sentía un aumento de temperatura debido a la proximidad del fuego. De vez en cuando, las lenguas de fuego aparecían por encima de las casas. Las calles estaban animadas y las gentes se mostraban más inquietas. Pero, aunque notaba que ocurría algo extraordinario en torno suyo, Pedro no se daba cuenta de que se acercaba al foco del incendio. Al pasar por unos vastos terrenos sin edificar, que lindaban por un lado con la calle Poverskaia y por el otro con los jardines del príncipe Gruzinski, sonó a su espalda, inesperadamente, un desesperado grito de mujer. Se detuvo y, como si saliera de un sueño, levantó la cabeza.

Al borde del camino, sobre la hierba seca y polvorienta, había un montón de objetos domésticos: colchones, samovares, iconos, cofres. Una mujer madura, seca, de dientes largos y proyectados hacia fuera, que llevaba un gorro y un mantón negros, estaba sentada en el suelo, junto a los cofres. Esta mujer sollozaba, balanceando el cuerpo y murmurando palabras incomprensibles. Dos niñas de diez o doce años, envueltas también en mantones, bajo los que se veían unos vestidos cortos y sucios, miraban a su madre con una expresión de espanto en sus pálidos rostros. Un niño de siete años, el menor de los hijos, lloraba en brazos de una vieja sirvienta.

Otra joven, sucia y con los pies descalzos, estaba sentada en un cofre, deshaciéndose la rubia trenza y arrancándose los cabellos chamuscados que iba encontrando. El marido, un hombre de uniforme, de mediana estatura y con patillas rizadas, separaba, con semblante impasible, los cofres amontonados y sacaba de debajo de ellos algunas prendas de ropa.

Al ver a Pedro, la mujer se arrojó a sus pies.

- ¡Socorrednos, caballero! - clamó sollozando -. ¡Mi hija..., mi nenita! Dejamos atrás a la más pequeña y se habrá abrasado... ¡Oh ¿Y para eso la he criado? ¡Dios mío, Dios mío...!

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- Basta, María Nikolaievna - le ordenó en voz baja el marido para justificarse delante de aquel extraño -. Nuestra hermana la habrá recogido.

- ¡Monstruo! ¡Malvado! - gritó la mujer, colérica, dejando súbitamente de llorar-. Ni siquiera te compadeces de tu hija.

Otro en tu lugar habría corrido a arrancarla de las llamas. No eres hombre, no eres padre. Eres un cobarde. Usted es noble, caballero - dijo a Pedro -. El incendio ha comenzado por este lado de la ciudad. Las llamas prendieron en nuestra casa. La sirvienta gritó: «Fuego!» Y todo el mundo corrió y se lanzó a la calle. Nos salvamos sin detenernos a mudarnos de ropa. He aquí lo que hemos traído: la bendición de Dios, el lecho nupcial y pare usted de contar. El resto se ha perdido. Al reunir a los niños, no hemos encontrado a Catalina.

La mujer volvió a sollozar.

- ¡Mi hijita adorada! ¡Se ha abrasado, se ha abrasado!

- Pero ¿dónde está? ¿Dónde estaba? - preguntó Pedro.

La animación de su rostro hizo comprender a la mujer que se disponía a ayudarla.

- ¡Padrecito, padrecito! - exclamó asiéndole por las rodillas-. Bienhechor mío, tranquiliza mi corazón... Aniska, perezosa, acompáñale - dijo con ira a la sirvienta. Y su boca mostraba los largos dientes -. Acompáñale, acompaña a este caballero...

- Haré... lo que pueda... - prometió Pedro con voz ahogada.

La sirvienta salió de detrás del cofre, se colocó bien la trenza y, suspirando, echó a andar descalza delante de Pedro.

Este parecía haber vuelto a la realidad tras un largo síncope. Levantó la cabeza, se le iluminaron los ojos con un resplandor de vida y, a paso ligero, siguió a la sirvienta y pronto llegaron a la calle Poverskaia. Toda ella aparecía inundada de un humo denso y negro.

A través de estas nubes surgían aquí y allá lenguas de fuego. Una muchedumbre se apiñaba ante el incendio. En medio de la calle, un general francés decía algo a las personas que le rodeaban.

Acompañado por la muchacha, Pedro quiso acercarse al general, pero los soldados franceses le detuvieron.

- No se puede pasar - le gritó una voz.

- Venga, caballero; iremos por una calle lateral - indicó la sirvienta.

Pedro dio media vuelta y la siguió, apretando el paso para no quedarse atrás.

La muchacha atravesó corriendo la calle, torció a la izquierda, luego a la derecha y, por fin, dejando atrás tres casas, se metió por una puerta cochera.

- Es aquí - dijo.

Cruzó un patio, abrió una puerta, se paró y mostró a Pedro el pequeño pabellón de madera, que ardía con violentas y cegadoras llamaradas.

Uno de los costados se había venido abajo, el otro se mantenía en pie y las llamas salían por techos y ventanas.

Pedro se detuvo, a su pesar, delante de la puerta cochera, frenado por el terrible calor.

- ¿Cuál es su casa? - preguntó.

La muchacha le mostró, gimiendo, el pabellón.

-- ¡Ahí está nuestro tesoro, mi señorita adorada, la pequeña Catalina! ¡Oh! - sollozó, creyéndose obligada a conmoverse ante el incendio.

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Pedro se acercó al pabellón, mas el calor era tan intenso que involuntariamente le volvió la espalda, con lo que se halló frente a la casa que ardía por un solo costado y a cuyo alrededor hormigueaban los franceses. Por el momento, Pedro no se fijó en lo que hacía; únicamente vio que arrastraban algo. Pero al advertir que un francés daba bastonazos a un mujik para arrancarle de las manos una piel de zorro, comprendió vagamente que estaban saqueando la casa. Sin embargo, no tuvo tiempo de detenerse a pensar en ello.

Los crujidos, el ruido de muros y vigas que se derrumbaban, los silbidos de las llamas, los gritos de la gente, las nubes de humo, ora espesas, ora claras, que despedían chispas, las llamas rojas y doradas que lamían las paredes, aquel intenso calor y aquella nerviosa rapidez de movimientos que percibía en torno suyo produjeron en él la excitación que suele engendrar el incendio en todos los hombres.

Tan violenta fue la impresión que recibió, que de improviso se sintió libre de las ideas que le obsesionaban.

Se sentía joven, hábil, audaz. Recorrió el pabellón por la parte más próxima a la casa, y ya iba a dirigirse a la que se conservaba intacta, cuando sonaron unos gritos sobre su cabeza. Luego oyó un crujido y finalmente vio caer a sus pies un cuerpo pesado.

Levantando la cabeza, distinguió en una ventana a varios franceses que arrojaban al patio una cómoda llena de objetos de metal. Otros soldados de la misma nacionalidad, que se encontraban abajo, se acercaron a la cómoda.

- ¡Eh! ¿Qué buscas tú por aquí? - preguntó uno de ellos.

- A una niña que habitaba en esta casa. ¿La han visto ustedes?

- ¡Mira con lo que nos sale éste ahora! ¡Vete a paseo! - gritó una voz. Y, temiendo sin duda que Pedro quisiera disputarle la plata o el bronce que contenía un arcón, otro francés avanzó hacia él con aire amenazador.

- ¿Una niña? La he oído llorar en el jardín. Quizá sea la que busca este buen hombre. Seamos humanos - exclamó otro soldado desde la ventana.

- ¿Dónde está? ¿Dónde está? - preguntó Pedro.

- ¡Allí! - le contestó el francés de la ventana, mostrándole el jardín que se extendía detrás de la casa -Espera un momento.

En efecto, poco después, un muchacho de ojos negros, con el rostro tiznado y en mangas de camisa, saltó por una ventana de la planta baja y dando a Pedro un golpecito en el hombro corrió con él al jardín.

-¡Vosotros, daos prisa!-gritó a sus camaradas. Aquí hace demasiado calor.

Al llegar al enarenado sendero, el francés cogió a Pedro de la mano y le señaló un arriete. Echada en un banco había una niñita de unos tres años que llevaba un vestido de color de rosa.

-Ahí tiene al corderito. ¡Ah! ¡Es una niña! Tanto mejor. Adiós, gordito. Hay que ser humanitario. Todos somos mortales,

¿verdad?

Y el francés de la cara tiznada corrió a reunirse con sus camaradas.

Pedro avanzó lleno de gozo hacia la niña e intentó cogerla en brazos. Mas al ver a un desconocido, ella, que era escrofulosa y de aspecto tan desagradable como la madre, echó a correr dando gritos.

Pedro la alcanzó en un abrir y cerrar de ojos. Ella si guió gritando mientras sus manitas se esforzaban por apartar de sí los brazos de Pedro, y hasta empezó a morderle. Pedro experimentaba un sentimiento de horror, de repugnancia parecido al que hubiera sentido al contacto de un animal cualquiera, pero, haciendo un esfuerzo para no abandonar a la criatura, corrió con ella hacia la casa. Ya no se podía pasar por el mismo camino: Aniska la sirvienta, había desaparecido, y Pedro, con un sentimiento de lástima y disgusto, apretando con más ternura a la niña, que sollozaba, corrió a través del jardín buscando otra salida.

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XII

Cuando, después de recorrer varias callejuelas, llegó con su carga junto al jardín de Gruzinski, en una esquina de la calle Poverskaia, no reconoció de momento el sitio de donde había partido en busca de la niña. Estaba atestado de gente y de objetos salvados de las llamas. Además de las familias rusas que llegaban huyendo del fuego, vio a varios soldados franceses vestidos con uniformes distintos. Pedro no les prestó atención. Deseaba encontrar a la familia del funcionario para devolver la niña a su madre y seguir salvando vidas. Le parecía que tenía mucho trabajo y que debía hacerlo lo más deprisa posible.

Vigorizado por la carrera y por el calor, sentía ahora con mayor intensidad las sensaciones de remozamiento, de animación, de resolución, que se habían despertado en él cuando salió en busca de la niña. Ésta, apaciguada, se asía con sus manitas al caftán de Pedro, que la tenía sentada en su brazo, y miraba a su alrededor con la vivacidad de un animalejo salvaje.

Pedro la miraba de vez en cuando y le sonreía. Comenzaba a descubrir en aquel rostro pequeño y enfermizo una conmovedora expresión de inocencia.

El funcionario y su familia no estaban ya en el lugar que ocupaban poco antes. Pedro avanzó rápidamente entre el gentío mirando los rostros que encontraba a su paso.

Entonces vio a una familia de Georgia o Armenia compuesta de un anciano de hermoso aspecto y tipo oriental, vestido con un tulup nuevo y calzado con unas botas flamantes, de una anciana de tipo parecido y de una muchacha joven. Esta pareció a Pedro un dechado de belleza oriental con sus finas cejas negras, su rostro alargado, de expresión muy dulce aunque algo fría.

Mezclada con la muchedumbre, en medio de sus efectos empaquetados, con su rico vestido de seda y su chal de encaje color lila claro, con el que se cubría la cabeza, hacía pensar en una frágil planta de invernadero arrojada sobre la nieve.

Estaba sentada sobre los paquetes, detrás de la anciana, y sus grandes ojos negros, inmóviles, de largas cejas, miraban a los soldados. Se advertía que tenía miedo porque sabía que era hermosa. Su rostro llamó la atención a Pedro y, no obstante la prisa con que pasó por donde ella se hallaba, volvió varias veces la cabeza para contemplarla. No encontrando a las personas que buscaba, se detuvo y echó una ojeada en torno suyo. Varios rusos, hombres y mujeres, a quienes llamó la atención, le rodearon.

- ¿Ha perdido a alguien, amigo? ¿Es gentilhombre? ¿De quién es esa niña? - le preguntaron.

Pedro contestó que era hija de una mujer, vestida de negro, que poco antes estaba sentada allí mismo con su familia, y preguntó si alguien conocía su paradero.

- Habla de los Enferov, sin duda - dijo un viejo dirigiéndose a una mujer picada de viruelas.

- No - repuso ella -. Los Enferov partieron muy de mañana. Debe de tratarse de los Ivanov o de María Nikolaievna.

-Aquí, el amigo, ha hablado de una mujer: María Nikolaievna es una señora - objetó un lacayo.

- Quizá la conozca usted - explicó Pedro -. Es muy delgada y tiene los dientes largos.

- Sí, es María Nikolaievna. Salió del jardín a la llegada de esos lobos-dijo la mujer señalando a los soldados franceses.

- ¡Sálvanos, Señor! - murmuró el anciano.

- Lloraba mucho. Se fueron por allá. No, por ahí - manifestó la mujer.

Mas Pedro ya no la escuchaba. Miraba a la familia armenia y a dos soldados que se acercaban. Uno de ellos, hombre pequeño, de movimientos vivos, vestía un capote azul ceñido por una cuerda. Iba descalzo y se cubría la cabeza con un gorro de cuartel. El otro, que atrajo especialmente la atención de Pedro, era delgado, rubio, corpulento, de movimientos pausados y expresión estúpida. Llevaba un capote de lana rizada, pantalones azules y botas altas bastante viejas. El francés bajito del capote azul se acercó a los armenios, murmuró algo, asió las piernas del viejo y empezó a quitarle las botas. El otro se paró ante la bella armenia y la miró en silencio, inmóvil, con las manos metidas en los bolsillos.

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- Toma, toma a la niña - dijo Pedro a la mujer con acento imperioso entregándole la criatura -. Tú la devolverás. Tómala -

exclamó inclinándose para dejarla sentada en el suelo. La niña lloraba. El miró al francés y a la familia armenia. El viejo estaba ya descalzo. El francés bajito acababa de quitarle la segunda bota y le limpiaba el polvo. El viejecito gimoteó diciendo algo.

Mas Pedro no veía ni oía nada de lo que ocurría a su alrededor. Toda su atención se concentraba en el francés del capote de lana, que en aquel momento, contoneándose, se acercaba a la muchacha y, sacando las manos de los bolsillos, le tocaba el cuello. La bella armenia, que seguía inmóvil y en la misma postura, con los grandes ojos bajos, no parecía ver ni sentir lo que hacía el soldado.

Mientras Pedro franqueaba los pocos pasos que le separaban del francés, el merodeador alto del capote arrancó el collar de la armenia, que lanzó un grito, llevándose una mano al cuello.

- ¡Suelta a esa mujer! - ordenó Pedro en un tono terrible asiendo por los hombros al soldado y empujándole. Este cayó y, levantándose, echó a correr. Pero su camarada, arrojando lejos de sí las botas, tiró del sable y cargó furioso contra Pedro.

- ¡Nada de tonterías! - exclamó.

Pedro era presa de uno de sus peculiares accesos de furor, durante los cuales no se acordaba de nada y en los que se duplicaban sus fuerzas. Se lanzó sobre el francés y, antes de que acabase de desenvainar el sable, le derribó y comenzó a golpearle con los puños. La multitud que le rodeaba lanzó un grito de aprobación, pero en aquel preciso instante desembocó en el jardín un destacamento de ulanos franceses a caballo. Los ulanos avanzaron al trote y rodearon a Pedro y al francés.

Pedro no sabía a ciencia cierta lo que sucedió después. Creía recordar que había pegado a alguien y que otros le habían pegado a él después de atarle las manos y mientras un nutrido grupo de soldados le rodeaba.

- Lleva un puñal, teniente - fueron las primeras palabras que comprendió.

- ¡Ah! Un arma - repuso el oficial, y, dirigiéndose al soldado que habían cogido a la vez que a Pedro, añadió-: Bueno. Ya explicaréis todo esto ante el Consejo de Guerra. ¿Habla usted francés? - preguntó a Bezukhov.

Pedro miró a su alrededor con los ojos enrojecidos y no contestó.

- Que venga el intérprete.

Un hombre vestido de paisano salió de las filas. Pedro reconoció por él, por el traje y por el acento, a un francés que trabajaba en un comercio de Moscú.

- No tiene el aire de un hombre del pueblo - observó mirando al detenido.

- Yo creo que tiene aspecto de incendiario - repuso el oficial -. Pregúntele quién es.

- ¿Quién eres? - interrogó el intérprete -. Responde a los superiores.

- Soy vuestro prisionero - repuso de pronto Pedro en francés -. Llevadme a donde os parezca.

La multitud se apiñaba alrededor de los ulanos. Junto a Pedro estaba la mujer marcada de viruelas, con la niña en brazos.

Cuando el destacamento se puso en marcha, ella avanzó también y preguntó al prisionero:

- ¿Adónde le llevan? ¿Y dónde dejaré a la niña si no encuentro a sus padres?

- ¿Qué quiere esa mujer? - inquirió el oficial.

Pedro se sentía como ebrio. Su entusiasmo se acentuó al ver a la niña que había salvado.

- ¿Que qué dice? - contestó -. Me trae a mi hija, a quien acabo de salvar de las llamas. ¡Adiós!

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Y sin saber cómo se le había ocurrido decir aquella mentira, echó a andar con paso firme y arrogante entre los franceses que lo conducían.

El destacamento era uno de los que por orden de Duronnel recorrían las calles de Moscú para detener a los merodeadores y, sobre todo, a los incendiarios que, según la opinión que tenían los jefes franceses en aquellos momentos, eran responsables del incendio de la ciudad. El destacamento recorrió varias calles todavía y detuvo a cinco rusos sospechosos: un comerciante, dos seminaristas, un campesino, un criado y después a algunos merodeadores. Pero el más sospechoso era Pedro. Cuando llegaron a la prisión militar, instalada en un gran edificio de las murallas de Zuboro, se puso aparte a Pedro bajo una guardia muy severa.

DUODÉCIMA PARTE

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