Guerra y Paz

Chapter 105

León Tolstoi

XI

Andrés no sólo sabía que iba a morir, sino que se daba cuenta de que se estaba muriendo. Se daba cuenta de su alejamiento de todas las cosas de este mundo, de su gozoso alejamiento de la existencia. Sin prisas ni turbaciones esperaba lo que tenía que ocurrir. Aquella cosa terrible, eterna, desconocida y lejana, cuya presencia no cesó de sentir toda su vida, estaba ahora muy cerca de él, y casi la comprendía y sentía.

En otra época tuvo miedo de morir. Dos veces había experimentado ese sentimiento terrible del miedo a la muerte, a terminar, y en aquellos momentos no comprendía este temor. Había experimentado aquel sentimiento por primera vez cuando una granada daba vueltas ante sus ojos como una peonza, mientras él miraba los rastrojos, el cielo, y veía la muerte muy cerca. Pero cuando volvió en sí, después de ser herido, en su alma, liberada por un momento del peso de la existencia, se abría la flor del amor eterno, ese amor que no se puede originar en esta vida. Y entonces no sólo perdió el temor a la muerte, sino que ni siquiera pensó en ella.

Durante las horas del delirio, de doloroso aislamiento, que pasó después de haber sido herido, cuando más reflexionaba en este recién descubierto principio del amor eterno, más renunciaba, sin advertirlo, a la vida terrena. Amarlo todo, amar a todos, sacrificarse sin cesar por amor, significaba no amar a nadie, no vivir esta vida terrenal. Y cuanto más se penetraba de aquel principio de amor, más renunciaba a la vida, más destruía ese terrible obstáculo que media entre la vida y la muerte.

Cuando pensaba aquellos días que tenía que morir, exclamaba para sus adentros: «¡Bueno! ¡Mejor!» Pero después de aquella noche en Mitistchi, en que vio aparecer durante el delirio a la mujer soñada, que besó y derramó dulces lágrimas sobre su mano, el amor se infiltró imperceptiblemente en su corazón y le infundió el deseo de vivir. Ideas gozosas y terribles comenzaron a asaltarle. Al recordar que había visto a Kuraguin en la ambulancia le asaltó una duda que ya no dejó de atormentarle. «¿Vivirá o habrá muerto?» Pero no osaba preguntarlo.

Su enfermedad seguía su curso normal en el aspecto físico, pero el estado que llamó la atención de Natacha era el resultado de las últimas luchas morales entre la vida y la muerte, de las que ésta había salido victoriosa. El amor de Natacha, la repentina comprensión de lo que todavía amaba de la vida, era lo único que despertaba en él el terror a lo desconocido.

Era por la tarde. Como todos los días, después de comer tuvo un poco de fiebre y su pensamiento cobró una claridad súbita. Dormitaba. De improviso experimentó una sensación de felicidad.

«Es ella que ha entrado», pensó.

En efecto, vio sentada a Natacha, que acababa de entrar en la habitación sin hacer ruido. Desde que ella le cuidaba, Andrés experimentaba de continuo la sensación física de su presencia. Estaba sentada en una silla, de cara a él, ocultándole la luz de la bujía, y hacía una labor de punto. (Aprendió a hacer media desde que una vez dijo el Príncipe que nadie sabía cuidar tan bien de un enfermo como las viejas calceteras, porque la calceta es casi lo mismo que un calmante.) Sus finos dedos manejaban con rapidez las agujas, y Andrés distinguía bien el perfil de su inclinado rostro. Al hacer un movimiento resbaló la lana de sus rodillas. Natacha se estremeció, le miró y, mediante otro movimiento prudente y hábil, recogió el ovillo y volvió a adoptar la misma postura. Andrés la miraba sin moverse. Después de aquella rápida inclinación, parecía lógico que la respiración de ella se hubiera alterado, pero no ocurrió tal cosa.

Los primeros días que volvieron a estar juntos habían hablado del pasado. Andrés había dicho que si conservaba la vida daría gracias a Dios eternamente por aquella herida que los había unido de nuevo. Después ya no volvieron a enfrentarse con el porvenir.

«¿Qué ocurrirá? - pensaba ahora mirándola y escuchando el rumor de las agujas de acero -. ¿Me habrá reunido con ella la suerte, de modo tan imprevisto, para dejarme morir...? ¿Se me habrá revelado la verdad de la existencia para que viva en la mentira? La amo sobre todas las cosas de este mundo, mas ¿qué debo hacer?»

Y, por un hábito adquirido en el sufrimiento, lanzó un gemido.

Natacha dejó la labor, se acercó al diván y se inclinó sobre él al reparar en el brillo de sus ojos.

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- ¿No duermes?

- No, te estaba mirando; he sentido tu presencia. Nadie me proporciona tanto silencio, tanta paz, tanta luz como tú.

Quisiera llorar de alegría.

Natacha se aproximó un poco más. En su rostro brillaba una dicha entusiasta.

- ¡Natacha, te amo demasiado! Te amo más que a nada en el mundo.

- ¡También yo te amo! Pero ¿por qué dices demasiado?

- ¿A ti qué te parece? ¿Qué sientes en el alma? ¿Qué piensas?

- Me siento segura, muy segura - exclamó Natacha asiéndole las dos manos con un movimiento apasionado.

Andrés callaba.

- ¡Qué hermoso sería eso!

Tomó su mano y la besó.

Natacha se sentía feliz, conmovida. Luego recordó que no debía abandonarse a sus sentimientos, que Andrés necesitaba tranquilidad.

- Pero no has dormido - dijo reprimiendo la dicha que experimentaba -. Trata de dormir, te lo ruego.

Andrés soltó su mano; Natacha volvió a instalarse cerca de la bujía como antes. Le miró dos veces, y dos veces sus ojos se encontraron. Natacha tomó una decisión: se dijo que hasta que no hubiera llegado a cierto punto en su labor no volvería a mirarle.

Poco después, Andrés cerró los ojos y se quedó dormido.

Pero no durmió mucho rato; se despertó de pronto, turbado, inundado de un sudor frío. Se había dormido pensando, como de costumbre, en lo que le preocupaba: en la vida y en la muerte. Sentía a ésta cada vez más cercana. «El amor... ¿Qué es el amor? - pensaba -. Es vida. Si comprendo alguna cosa es porque amo. Todo existe únicamente por esto, porque amo. Todo está unido por el amor. El amor es Dios, y morir significa que yo, una pequeña parte del amor, vuelvo a la fuente común eterna.»

Estos pensamientos consoladores no dejaban de ser solo eso: pensamientos. Les faltaba algo: la evidencia. Por eso Andrés experimentó una sensación de inquietud y vacío hasta que consiguió dormirse.

En sueños se vio ocupando la misma habitación en que se hallaba en realidad. Pero ya no estaba herido, sino que gozaba de buena salud. Ante él distinguió a varias personas conocidas e insignificantes. Andrés habló, discutió con ellas de cosas poco trascendentales. Ha de partir hacia alguna parte; comprende vagamente que lo que está haciendo tiene poca importancia, pero sigue conversando y asombrando a sus oyentes con sus salidas vagas y espirituales. Poco a poco, insensiblemente, las personas que están con él se esfuman, desaparecen, y se le presenta un problema: ¿cómo cerrar la puerta? Se levanta y se dirige a ella dispuesto a echar la llave y correr el cerrojo. Todo depende de que consiga o no cerrarla.

Va hacia ella, pero su cabeza, sus piernas, se niegan a obedecerle y comprende que no llegará a tiempo por más que se esfuerce. Le sobrecoge el terror, el terror de la muerte que está

detrás

de la puerta. Pero mientras se acerca, vacilando, a ella, algo espantoso, semejante a la muerte, la empuja, pretende abrirla desde el otro lado.

El debe impedirlo. Se apoya en el batiente y hace un último esfuerzo. Cerrarla es ya imposible, pero puede evitar que la acaben de abrir. Sus fuerzas flaquean, y, cediendo a la presión de aquello, la puerta se abre... y vuelve a cerrarse enseguida.

Una vez más,

ella

empuja desde fuera. Los últimos esfuerzos sobrehumanos de Andrés nada consiguen y la puerta se abre de par en par, en silencio. Entra

ella;

es la

muerte.

El príncipe Andrés muere.

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En este momento recuerda que duerme, hace un esfuerzo y despierta - «Sí, ha sido la muerte. Morí y acabo de despertar.

La muerte es el despertar.» Esta idea cruza con claridad deslumbrante por su espíritu. El velo que le ocultaba lo desconocido se levanta ante su mirada. Ya se siente libre de la fuerza que le oprimía y experimenta un extraordinario y duradero bienestar.

Cuando, bañado en un sudor frío, se agitó en el diván, Natacha se acercó para preguntarle qué tenía. Andrés no contestó, no parecía comprender la pregunta.

A partir de entonces, la fiebre agravó al enfermo, en opinión del doctor. Esta opinión no interesaba a Natacha; veía demasiado bien los terribles indicios morales, indiscutibles, para ella, de su estado.

Al despertar de aquel sueño comenzó el príncipe Andrés a despertar a la vida. Y, relacionado con la duración de la vida, este despertar no le pareció más tardío que el despertar del sueño relacionado con la duración del ensueño. No había nada terrible en este despertar relativamente lento.

Sus últimos días, sus últimas horas transcurrieron como de ordinario, muy sencillamente. La princesa María y Natacha, que no se separaban de él, lo sentían así. No lloraban, no temblaban, y, a última hora, ni siquiera le cuidaban (ya no estaba junto a ellas; las había dejado). De él no quedaba ya nada más que su cuerpo. Los sentimientos de las dos eran tan intensos, que la parte externa, horrible, de la muerte, no actuaba sobre ellas y no juzgaban necesario avivar su dolor. Ya no lloraron más delante de él ni detrás de él; tampoco volvieron a hablar de él entre sí. Se daban cuenta de que jamás podrían expresar con palabras lo que sentían. Las dos lo veían ir desapareciendo, alejándose poco a poco, lenta, tranquilamente, aquí abajo, y comprendían que debía ser así y que aquello era un bien.

Cuando recibió los últimos sacramentos, toda la familia fue a darle el adiós definitivo. Cuando le llevaron a su hijo, posó los labios en su frente y volvió la cabeza, no porque le fuera penosa su vista; no porque sintiera compasión (Natacha y la Princesa lo adivinaron), sino porque supuso que aquello era todo lo que se le exigía. Pero cuando le pidieron que le bendijera, lo hizo, y luego paseó la mirada a su alrededor como si quisiera saber si tenía que hacer algo más todavía.

Natacha y María asistieron al último estremecimiento de aquel cuerpo que el alma abandonaba.

- ¡Se concluyó! - exclamó la princesa María cuando el Príncipe, tendido ante ella y ya inmóvil desde hacía un instante, empezaba a enfriarse.

Natacha se acercó, miró los ojos del difunto y se apresuró a cerrarlos. Los cerró, pero no los besó. Lo que hizo fue aferrarse más al recuerdo de él.

-Partió... ¿Dónde se hallará ahora?

Cuando el cadáver, lavado y vestido, se colocó dentro del féretro y éste sobre una mesa, todos se acercaron llorando para darle el último adiós.

Nicolás lloraba a causa del asombro doloroso que le desgarraba el corazón; la Condesa y Sonia lloraban de compasión por Natacha y porque Andrés ya no existía; el viejo Conde lloraba porque se daba cuenta de que pronto le llegaría la vez de emprender el mismo viaje.

Natacha y María lloraban también, pero no para desahogar su dolor personal. Lloraban porque la conciencia del misterio simple y solemne de la muerte que se había cumplido ante ellas llenaba sus almas de una piadosa ternura.

DECIMOTERCERA PARTE

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