Guerra y Paz

Chapter 121

León Tolstoi

III

La velada de Ana Pavlovna estaba en su apogeo. Los husos trabajaban regularmente y por doquier producían un ruido continuado. Los invitados formaban tres grupos. Uno de ellos, donde predominaban los hombres, parecía dirigido por el Abate. En otro, constituido por jóvenes, encontrábase la encantadora princesa Elena, hija del príncipe Basilio, y la pequeña princesa Bolkonskaia, linda y lozana y tal vez un poco demasiado llena para su edad. En el tercero encontrábanse el vizconde de Mortemart y Ana Pavlovna.

El Vizconde era un hombre joven, afable, de rasgos y maneras regulares, que visiblemente considerábase una celebridad, pero que, por buena educación, permitía modestamente que la sociedad en que se encontraba se aprovechase de él. Como un buen

maître d’hotel

que sirve como si fuera algo extraordinario y delicado el mismo plato que rechazaría si lo viese en la sucia cocina, del mismo modo, en esta velada, Ana Pavlovna servía a sus invitados, primero al Vizconde y después al Abate, como delicados y extraordinarios manjares. En el grupo de Mortemart hablábase del asesinato del duque de Enghien.

Decía el Vizconde que el Duque había muerto a causa de su magnanimidad, y añadía que la cólera de Bonaparte tenía un especial motivo.

- ¡Ah! Veamos. Cuéntenos eso, Vizconde - dijo Ana Pavlovna con alegría, considerando que esta frase sonaba un poco a Luis XV -. Cuéntenos eso, Vizconde.

El Vizconde se inclinó en señal de respeto y sonrió amablemente. Ana Pavlovna hizo cerrar el círculo en torno al Vizconde e invitó a todos a escuchar el relato.

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- El Vizconde ha sido amigo personal de Monseñor - bisbiseó Ana Pavlovna a uno de los invitados -. El Vizconde es un

parfait conteur

- dijo a otro -. ¡Cómo se conoce al hombre habituado a la buena compañía! - añadió a un tercero.

Y el Vizconde era servido a la reunión bajo el más elegante y ventajoso aspecto para él, como un rosbif sobre un plato caliente rodeado de verdura.

- Venga usted aquí, querida Elena - dijo Ana Pavlovna a la bella Princesa, que, sentada un poco más lejos, formaba el centro del otro grupo.

La princesa Elena sonrió y se levantó con la misma invariable sonrisa de mujer absolutamente hermosa con que había entrado en el salón. Con el ligero rumor de su leve vestido de baile con adornos de felpa, deslumbradora por la blancura de sus hombros y el esplendor de sus cabellos y de sus diamantes, cruzó entre los hombres, que le abrieron paso, rígida, sin ver a nadie, pero sonriendo a todos como si concediese a cada uno el derecho de admirar la belleza de su aspecto, de sus redondeados hombros, de su espalda, de su pecho, muy escotado, según la moda de la época, y con su gracioso caminar se acercó a Ana Pavlovna. Elena era tan hermosa que no solamente no veíase en ella una sombra de coquetería, sino que, al contrario, parecía que se avergonzase de su indiscutible belleza, que ejercía victoriosamente sobre los demás una influencia demasiado fuerte. Hubiérase dicho que deseaba, sin poder conseguirlo, amenguar el efecto de su hermosura.

- Es espléndida - decían todos los que la veían.

El Vizconde, como inculpado por algo extraordinario, se encogió de hombros y bajó los ojos, mientras ella se sentaba ante él y le iluminaba con su invariable sonrisa.

- Señora, me siento cohibido ante tal auditorio - dijo con una sonrisa, inclinando la cabeza.

La Princesa se apoyó en el brazo desnudo y torneado y no creyó necesario responder una sola palabra. Esperaba sonriendo. Durante toda la conversación permaneció sentada, rígida, mirando tan pronto a su magnífico y ebúrneo brazo, que se deformaba por la presión sobre la mesa, como a su pecho, todavía más espléndido, sobre el que descansaba un collar de brillantes. A veces alisaba los pliegues de su vestido, y cuando la narración producía efecto, contemplaba a Ana Pavlovna e inmediatamente tomaba la misma expresión que la de la fisonomía de la dama de honor, e inmediatamente recobraba de nuevo su sonrisa clara y tranquila. Detrás de Elena, la pequeña Princesa se levantó ante la mesa de té.

-Espérenme. Me traeré mi labor. Veamos, por favor, ¿en qué piensa? - dijo dirigiéndose al príncipe Hipólito -. ¿Tiene usted la bondad de traérmela?

La Princesa, sonriendo y dirigiéndose a todos a la vez, se sentó de nuevo, alisándose la ropa alegremente.

- ¡Vaya! - dijo, y pidió permiso para reanudar su labor.

El príncipe Hipólito le trajo la bolsa; se quedó en el grupo y sentóse cerca de ella.

El Vizconde contó muy gentilmente la anécdota entonces de moda. El duque de Enghien había ido a París de incógnito para verse con mademoiselle George. Habíase encontrado en casa de ella a Bonaparte, que gozaba igualmente de los favores de la célebre actriz, y en una de estas reuniones, Napoleón, por azar, había sufrido una de aquellas crisis suyas, y por esta razón se encontró a merced del Duque. Éste no se había aprovechado de esta ventaja, y después Bonaparte, precisamente por esta magnanimidad, habíase vengado de él haciéndole asesinar. El relato era bonito e interesante, particularmente en el momento en que los dos rivales se encuentran cara a cara. Las damas parecían emocionadas.

- Muy lindo - dijo Ana Pavlovna mirando interrogadoramente a la pequeña Princesa.

- Muy lindo - murmuró la pequeña Princesa clavando la aguja en su labor, para demostrar que el interés y el encanto de la

narración le

impedían trabajar.

El Vizconde apreció este silencioso elogio y, sonriendo agradecido, continuó. Pero, en aquel momento, Ana Pavlovna, que no separaba su mirada de aquel terrible joven, observó que hablaba demasiado alto y con excesiva vehemencia con el Abate y se apresuró a llevar su auxilio al lugar comprometido. En efecto, Pedro había conseguido de nuevo trabar una conversación con el Abate sobre el equilibrio político, y éste, visiblemente interesado por el sincero ardor del joven, 4

desarrolló ante él su idea favorita. Ambos hablaban y escuchaban con demasiada animación, y, naturalmente, esto no era del gusto de Ana Pavlovna.

Para observarlos más cómodamente, Ana no quiso dejar solos al Abate y a Pedro y, llegándose a ellos, hizo que la acompañasen al grupo común.

En aquel momento, un nuevo invitado entró en el salón. Era el joven príncipe Andrés Bolkonski, el marido de la pequeña Princesa. El príncipe Bolkonski era un joven bajo, muy distinguido, de rasgos secos y acentuados. Toda su persona, comenzando por la mirada fatigada e iracunda, hasta su paso, lento y uniforme, ofrecía el más acentuado contraste con su pequeña mujer, tan animada. Evidentemente, conocía a todos los que se encontraban en el salón, y le molestaban tanto que le era muy desagradable mirarlos y escucharlos; y de todas aquellas fisonomías, la que parecía molestarle más era la de su mujer. Con una mueca que alteraba su correcto rostro, le volvió la cara. Besó la mano de Ana Pavlovna y casi entornando los ojos dirigió una mirada por toda la reunión.

- ¿Se va usted a la guerra, querido Príncipe? -preguntó Ana Pavlovna.

- El general Kutuzov - replicó Bolkonski recalcando la última sílaba, como si fuera francés - me quiere por ayuda de campo.

- ¿Y Lisa, su esposa?

- Se irá fuera de la ciudad.

- Es un gran pecado privarnos de su gentil compañía.

- Andrés - dijo la Princesa dirigiéndose a su marido con el mismo tono de coquetería con que se dirigía a los extraños-,

¡qué anécdotas nos ha contado el Vizconde sobre mademoiselle George y Bonaparte!

El príncipe Andrés cerró los ojos y se volvió. Pedro, que desde que el Príncipe había entrado en el salón no había separado de él su mirada alegre y amistosa, se acercó y le estrechó la mano. El Príncipe, sin moverse, contrajo la cara con un gesto que expresaba desprecio por quien le saludaba, pero al darse cuenta de la cara iluminada de Pedro sonrió con una sonrisa inesperada, buena y amable.

- ¡Vaya! ¡Tú también en el gran mundo! -le dijo.

- Sabía que vendría usted - repuso Pedro -. Cenaré en su casa - añadió en voz baja, para no interrumpir al Vizconde, que continuaba su narración -. ¿Puede ser?

- No, imposible - dijo el príncipe Andrés, riendo y estrechando la mano de Pedro de tal modo que comprendiese que aquello no podía preguntarlo nunca. Quería decir algo más, pero en aquel momento el príncipe Basilio se levantó, acompañado de su hija, y los dos hombres se separaron para dejarlos pasar.

- Ya me disculpará usted, querido Vizconde - dijo el príncipe Basilio en francés, apoyándose suavemente en su brazo para que no se levantase -. Esta desventurada fiesta del embajador me priva de una alegría y me obliga a interrumpirle. Me duele tener que abandonar tan encantadora reunión - dijo a Ana Pavlovna; y la princesa Elena, sosteniendo penosamente los pliegues de su vestido, pasó entre las sillas y su sonrisa iluminó más que nunca su hermoso rostro.

Cuando pasó ante Pedro, éste la miró con ojos asustados y entusiastas.

- Es muy bella - dijo el príncipe Andrés.

- Mucho - contestó Pedro.

Al pasar ante ellos, el príncipe Basilio cogió a Pedro de la mano y, dirigiéndose a Ana Pavlovna, dijo:

- Amánseme a este oso. Hace un mes que no sale de casa, y ésta es la primera vez que le veo en sociedad. Nada hay tan indispensable a los jóvenes como la compañía de las mujeres inteligentes.

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IV

Ana Pavlovna, con una sonrisa amable, prometió ocuparse de Pedro, que, tal como ella sabía, era pariente del príncipe Basilio por parte de padre.

- ¿Qué le parece a usted esa comedia de la coronación de Milán? - preguntó Ana al príncipe Andrés -. ¿Y esa otra comedia del pueblo de Lucca y de Génova, que presentan sus homenajes a monsieur Bonaparte, sentado en un trono y recibiendo los votos de las naciones? ¡Encantador! ¡Oh, no, créame! ¡Es para volverse loca! Diríase que el mundo entero ha perdido el juicio.

El príncipe Andrés sonrió, mirando a Ana Pavlovna de hito en hito.

- «Dieu me la donne, gare a qui la touche»,

dijo Bonaparte con motivo de su coronación - respondió el Príncipe, y repitió en italiano las palabras de Napoleón -:

«Dio mi la dona, gai a qui la tocca.»

- Espero que, finalmente - continuó Ana Pavlovna -, haya sido esto la gota de agua que haga derramar el vaso. Los soberanos del mundo ya no pueden soportar más a este hombre que todo lo amenaza.

- ¿Los soberanos? No hablo de Rusia - dijo amable y desesperadamente el Vizconde -. Los soberanos, señora, ¿qué han hecho por Luis XVI, por la Reina, por Madame Elizabeth? Nada - continuó, animándose -. Y, créame, ahora sufren el castigo de su traición a la causa de los Borbones. ¿Los soberanos? Envían embajadores a cumplimentar al usurpador.

Y con un suspiro de menosprecio adoptó una nueva postura.

- Si Bonaparte continúa un año más en el trono de Francia - siguió diciendo, con la actitud del hombre que no escucha a los demás y que en un asunto que domina sigue exclusivamente el curso de sus ideas -, entonces las cosas irán mucho más lejos. La sociedad, y hablo de la buena sociedad francesa, será destruida para siempre por la intriga, por la violencia, por el destierro y por los suplicios. Y entonces...

Se encogió de hombros y abrió los brazos. Pedro hubiese querido decir algo, porque la conversación le interesaba, pero Ana Pavlovna, que lo observaba, se lo impidió.

- El emperador Alejandro - dijo Ana con la tristeza que acompañaba siempre a su conversación cuando hablaba de la familia imperial - ha manifestado que dejaría que los franceses mismos decidieran la forma de gobierno que quisieran, y estoy segura de que no puede dudarse que un golpe para librarse del usurpador haría que toda la nación se pusiera en masa al lado de un rey legítimo - dijo, esforzándose en ser amable con el emigrado realista.

- No es seguro - dijo el príncipe Andrés -. El Vizconde cree, y con razón, que las cosas ya han ido demasiado lejos. Creo que la vuelta al pasado será difícil.

- Por lo que he oído - dijo Pedro, que se mezcló en la conversación alegremente -, casi toda la nobleza se ha puesto al lado de Bonaparte.

-Eso lo dicen los bonapartistas - respondió el Vizconde sin mirarle -. Es difícil en estos momentos conocer la opinión pública en Francia.

- Bonaparte lo ha dicho - objetó el príncipe Andrés con una sonrisa. Evidentemente, le disgustaba el Vizconde, y, sin responderle directamente, las palabras estaban dirigidas a él-. «Les he mostrado el camino de la gloria - añadió después de un breve silencio, repitiendo de nuevo las palabras de Napoleón -. No han querido seguirlo. Les he abierto las puertas de mis salones y se han precipitado en ellos en masa.» No sé hasta qué punto tiene derecho a decirlo.

- Hasta ninguno - repuso el Vizconde -. Después del asesinato del Duque, hasta los hombres más parciales han dejado de mirarlo como a un héroe. Lo ha sido para cierta gente - continuó dirigiéndose a Ana Pavlovna -. Después del asesinato del Duque hay un mártir mas en el cielo y un héroe menos en la tierra.

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Ana Pavlovna y los demás no habían tenido tiempo aún de aceptar con una sonrisa de aprobación las palabras del Vizconde cuando Pedro se lanzaba de nuevo a la conversación. Ana Pavlovna, a pesar de presentir que iba a decirse algo extemporáneo, no pudo detenerle.

- El suplicio del duque de Enghein - dijo Pedro -era de tal modo una necesidad de Estado que, para mí, precisamente la grandeza de alma está en que Napoleón no haya vacilado en cargar sobre sí la responsabilidad de este acto.

- ¡Dios mío, Díos mío! -murmuró aterrorizada Ana Pavlovna.

- Es decir, monsieur Pedro, ¿consideráis que el asesinato es una grandeza de alma? - dijo la pequeña Princesa sonriendo y acercándose la labor.

- ¡Ah! ¡Oh! - exclamaron varias voces.

- ¡Capital! - dijo en inglés el príncipe Hipólito, comenzando a golpearse las rodillas.

El Vizconde contentóse con encogerse de hombros. Pedro miraba triunfalmente a su auditorio por encima de los lentes.

- Hablo así - continuó - porque los Borbones han vuelto la espalda a la Revolución y han dejado al pueblo en la anarquía.

Únicamente Napoleón ha sabido comprender a la Revolución y vencerla. Y por eso, por el bien común, no podía detenerse ante la vida de un hombre.

- ¿No quiere usted pasar a esta mesa? - preguntó Ana Pavlovna.

Mas Pedro continuó su discurso sin responder.

- No - dijo, animándose cada vez más -. Napoleón es grande porque se ha impuesto por encima de la Revolución, de la cual ha reprimido los abusos y ha conservado todo lo que tenía de bueno: la igualdad de los ciudadanos, la libertad de la palabra y prensa, y solamente por esto ha conquistado el poder.

- Si hubiera conseguido el poder sin valerse del asesinato y lo hubiese devuelto al rey legítimo, entonces sí se le habría reconocido como un gran hombre - replicó el Vizconde.

- No podía hacerlo. El pueblo le ha dado el poder para que le quitase de encima a los Borbones y porque veía en él a un gran hombre. La Revolución ha sido una gran obra - continuó Pedro, demostrando por esta proposición audaz y provocativa su extremada juventud y el deseo de decirlo todo sin reservas.

- ¡Una gran obra la Revolución y el asesinato de los reyes...! Después de esto... Pero ¿no quiere usted pasar a esta mesa? -

repitió Ana Pavlovna.

- Contrato social - dijo el Vizconde con una sonrisa amable.

- No hablo de la ejecución del rey. Hablo de las ideas.

- Sí, las ideas de pillaje, de homicidio y de crimen de vuesa majestad - interrumpió de nuevo la voz irónica.

- Cierto que fueron excesos, pero hay algo más que esto. Lo importante está en el derecho del hombre, en la desaparición de los prejuicios, en la igualdad de los ciudadanos. Y Napoleón ha mantenido estas ideas íntegramente...

- Libertad e igualdad - dijo con desdén el Vizconde, como si finalmente se decidiese a demostrar seriamente a aquel joven la tontería de sus manifestaciones-; grandes palabras comprometidas desde hace mucho tiempo. ¿Quién no ama la igualdad y la libertad? El Salvador ya las predicaba. Por ventura, ¿han sido los hombres más felices después de la Revolución? Al contrario, nosotros hemos querido la libertad y Bonaparte la ha destruido.

Casi sonriendo, el príncipe Andrés miraba ora a Pedro, ora al Vizconde, ora a la dueña de la casa. Desde los primeros ataques de Pedro, Ana Pavlovna, no obstante su mundología, estaba asustada, pero cuando vio que, a pesar de las sacrílegas palabras pronunciadas por Pedro, el Vizconde no se exaltaba ni se ponía fuera de sí, cuando se convenció de que no era posible ahogarlas, hizo acopio de fuerzas y se unió al Vizconde para atacar al orador.

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- Pero, querido monsieur Pedro - dijo Ana Pavlovna-, ¿cómo se explica usted esto? Un gran hombre que ha podido hacer ejecutar al Duque, es decir, simplemente a un hombre, sin haber cometido delito alguno y sin juzgarlo...

- Yo preguntaría - interrumpió el Vizconde - cómo el señor explica el l8 Brumario. ¿No es una farsa, acaso? Es un escamoteo que no se parece en nada al modo de obrar de un gran hombre.

- ¿Y los prisioneros de África que ha hecho matar? - dijo la pequeña Princesa -. ¡Es horrible! - y levantó los hombros.

- Dígase lo que se quiera, es un plebeyo - declaró el príncipe Hipólito.

Pedro no sabía qué responder. Los miraba a todos y sonreía. Su sonrisa no era como la de los demás; al contrario, en él, cuando sonreía, el rostro serio y un tanto hosco desaparecía de pronto, mostrándose en su lugar una fisonomía tranquila, incluso hasta un poco indecisa, que parecía pedir perdón. Para el Vizconde, que lo veía por primera vez, era evidente que aquel jacobino no era tan terrible como sus palabras. Todos callaron.

- ¿Cómo quieren que responda a todos a la vez? - dijo el príncipe Andrés -. Además, en los actos de un hombre de Estado cabe distinguir los del particular y los del generalísimo o los del emperador. Esto me parece que es suficientemente claro.

- Sí, sí, naturalmente - dijo Pedro con la ayuda que se le ofrecía.

- No se puede negar - continuó el príncipe Andrés -que Napoleón, como hombre, fue muy grande en Pont d'Arcole y en el Hospital de Jaffa, donde estrechó la mano a los apestados. No obstante, no obstante..., hay otros actos suyos que son muy difíciles de justificar.

El príncipe Andrés, que evidentemente había querido dulcificar la inconveniencia de las palabras de Pedro, se levantó para marcharse e hizo una seña a su mujer.

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