Guerra y Paz

Chapter 129

León Tolstoi

I

Hacia finales de 1811 comenzó el armamento intensivo y la concentración de fuerzas de la Europa occidental, y en 1812, estas fuerzas - millones de hombres, incluyendo a aquellos que transportaban y avituallaban aquel ejército - avanzaron de Oeste a Este, en dirección a las fronteras rusas, donde, todavía desde 1811, se hallaban las tropas del Zar. El l2 de junio, los ejércitos de la Europa occidental cruzaron las fronteras de Rusia y la guerra fue una realidad.

Después de conversar con Pedro en Moscú, el príncipe Andrés marchó a San Petersburgo por asuntos particulares, según dijo a su familia, pero en realidad con la idea de encontrar al príncipe Anatolio Kuraguin, al que creía necesario provocar.

Llegado a San Petersburgo, averiguó que Kuraguin no se encontraba allí. Pedro había advertido a su cuñado que el príncipe Andrés le buscaba. Anatolio Kuraguin recibió inmediatamente orden del Ministerio de la Guerra y partió hacia el ejército en Moldavia.

En San Petersburgo, el príncipe Andrés encontró a Kutuzov, su antiguo general, siempre bien dispuesto con él, que le propuso llevárselo consigo al ejército de Moldavia, del que había sido nombrado generalísimo. El príncipe Andrés, después de recibir su nombramiento de oficial del Cuartel General, marchó a Turquía.

El príncipe Andrés no encontraba muy fácil escribir a Kuraguin para provocarlo sin dar un nuevo pretexto al desafío.

Pensaba que una provocación por su parte comprometería a la condesa Rostov, y por eso trataba de hallar una cuestión personal que fuera motivo suficiente para tener un duelo con Kuraguin. Pero en el ejército turco no tuvo la fortuna de encontrar a Kuraguin, que a poco de la llegada del príncipe Andrés había vuelto a Rusia.

En un país nuevo y bajo nuevas condiciones de vida, el príncipe Andrés se encontró más a gusto. Después de la traición de su prometida, decepción que más le hería cuanto más ocultaba a todos el efecto que le había producido, las condiciones de vida en que antes se sentía feliz se le hicieron penosas, resultándole mucho más desagradable la libertad y la independencia con las cuales tan bien se encontraba hasta entonces. No solamente no mantenía aquellos pensamientos que habían acudido a su mente por primera vez al mirar el campo de batalla de Austerlitz, pensamientos de los que le gustaba hablar con Pedro y que llenaron su soledad en Bogutcharovo y después en Suiza y en Roma, sino que incluso temía recordarlos por cuanto le descubrían un horizonte infinito y diáfano. Entre tanto, el interés inmediato, sin lazos con el pasado, ocupaba su espíritu, pero cuanto más se unía a este interés concreto, más las ideas antiguas se crecían y afirmaban en él. Aquella bóveda infinita que se alejaba del cielo por encima de él, de momento parecía transformarse en una bóveda baja y determinada que le ahogaba, bajo la cual todo era preciso, sin nada eterno ni misterioso.

De las funciones a que podía dedicarse, el servicio militar era la más sencilla y la más conveniente. Como general agregado al Estado Mayor de Kutuzov, se ocupaba con perseverancia y celo de los asuntos, dejando admirado al generalísimo por la exactitud y fervor con que ejecutaba su trabajo. No encontrando a Kuraguin en Turquía, el príncipe Andrés no creyó necesario correr detrás de él por toda Rusia; sabía que un día a otro lo encontraría y que, a pesar del desprecio que por aquel hombre sentía, a pesar de todas las razones que tenía para considerar indigno el rebajarse a luchar con él, comprendía que, si lo encontraba, no podría evitar provocarlo, del mismo modo que el hambriento no puede dejar de coger el trozo de pan que encuentra en su camino. La conciencia de no haber podido vengar aquella ofensa, de tener todavía la rabia en el corazón, envenenaba aquella calma ficticia que el príncipe Andrés conservaba en Turquía, bajo la apariencia de una actividad ambiciosa y vana.

En 1812, cuando la noticia de la guerra contra Napoleón llegó a Bucarest - donde Kutuzov pasó seis meses, día y noche, con su amante, una valaca -, el príncipe Andrés pidió al generalísimo que lo destinara al ejército del Oeste. Kutuzov, que ya empezaba a cansarse de la actividad de Bolkonski, ya que parecía un reproche constante a su ociosidad, le dejó marchar de buena gana con una misión para Barclay de Tolly.

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II

A últimos de junio llegó el príncipe Andrés al Cuartel General. Las tropas del primer cuerpo de ejército, en el que se encontraba el Emperador, hallábanse dispersas por el campamento de Drissa. Las del segundo retrocedían para unirse a las del primero, del que se decía que habían sido separadas por las fuerzas francesas.

Todos, en el ejército ruso, estaban descontentos de la marcha de la guerra, pero nadie creía en el peligro de invasión de las provincias rusas, pues no podían suponer que la guerra fuera llevada más allá de las provincias de la Polonia occidental.

El príncipe Andrés se había reunido a Barclay de Tolly en la ribera del Drissa. Como no existía ni un solo pueblo grande o una ciudad en los alrededores del campamento, los numerosos generales y cortesanos que seguían al ejército se hallaban instalados en las casas más confortables de la comarca, en una zona de diez

verstas

a ambas orillas del río. Barclay de Tolly se encontraba a cuatro

verstas

del Emperador.

Recibió a Bolkonski fríamente, con sequedad, diciéndole con su acento alemán que hablaría de él con el Emperador y rogándole que, entre tanto, quedara en su Estado Mayor. Anatolio Kuraguin, a quien el Príncipe esperaba encontrar en el ejército, no estaba allí. Había ido a San Petersburgo.

Antes de empezar la campaña, Nicolás Rostov recibió una carta de sus parientes, explicándole brevemente la enfermedad de Natacha y su ruptura con el príncipe Andrés - cuya causa atribuían a una negativa de Natacha -, rogándole, además, que presentara su dimisión y volviera a casa.

Nicolás, después de recibir aquella carta, ni siquiera intentó obtener una licencia o el retiro; se limitó a escribir a sus padres lamentando vivamente la enfermedad de Natacha y la ruptura de sus relaciones, añadiendo que haría cuanto estuviera en su mano para atender a sus deseos. Escribió particularmente a Sonia:

«Adorada amiga de mi alma:

»Nada, fuera del honor, podría retenerme aquí, pero ahora, antes de empezar las hostilidades, me consideraría deshonrado no sólo con respecto a mis compañeros, sino ante mis propios ojos, si prefiriera mi propia felicidad al deber y al amor de la patria. Sin embargo, ésta es la última separación. Ten por cierto que, después de la guerra, si todavía vivo y tú me quieres aún, correré a tu lado para estrecharte para siempre contra mi pecho enamorado.»

En efecto, sólo el principio de la guerra retenía a Rostov, impidiéndole partir para casarse con Sonia, como se lo había prometido.

En otoño, en Otradnoie, con sus cacerías; el invierno, con las fiestas navideñas y el amor de Sonia, le mostraban la perspectiva del dulce bienestar de un gentilhombre y de una calma que antes no conocía pero que le atraía poderosamente.

«¡Una dulce esposa, hijos, una traílla de perros corredores, diez o doce parejas de galgos, los trabajos del campo, los vecinos y las funciones electivas!», he aquí lo que pensaba.

Pero ahora estaban en guerra y era necesario continuar en el regimiento, y aunque aquella perspectiva le atrajera, Nicolás Rostov, por su carácter, estaba satisfecho de la vida que llevaba y que sabía hacerse agradable.

De vuelta de su permiso y recibido con gran alegría por sus compañeros, Nicolás fue destinado a la remonta, en la pequeña Rusia, de la que volvía con magníficos caballos que le enorgullecían y que le merecieron la felicitación de sus jefes. Durante su ausencia había sido ascendido a capitán, y cuando el regimiento, en pie de guerra, completó sus cuadros, recibió de nuevo el mando de su antiguo escuadrón.

Había empezado la campaña. Su regimiento fue enviado a Polonia, percibiendo doble sueldo. Llegaban nuevos oficiales, nuevos hombres y más caballos, y la excitante y alegre impresión que acompaña el principio de la guerra se manifestaba por todas partes. Rostov, viendo su ventajosa situación en el regimiento, se entregaba totalmente a los placeres y a los intereses de la vida militar, aunque sabía que, más tarde o más temprano, tendría que dejarla.

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Las tropas se alejaban de Vilna por diversas y complicadas causas de Estado, de política y de táctica. Cada retroceso se traducía, en el Estado Mayor, en un complicado juego de intereses, proyectos y pasiones. Para los húsares del regimiento de Pavlogrado, aquella marcha en la mejor época del verano y con abundantes provisiones era lo más sencillo y divertido. El fastidio, el nerviosismo, la crítica, sólo tenía objeto en el Cuartel General, pero en el ejército nadie se preguntaba cómo y por qué retrocedían. Si lamentaban la marcha era sólo porque debían dejar el alojamiento a que se habían acostumbrado, o a alguna mujer bonita; y si a alguien se le ocurría que las cosas andaban mal, tal como corresponde a un militar valiente, el que había tenido aquella idea procuraba mostrarse alegre y no pensar más en la marcha general de aquellas cuestiones.

Al principio, el tiempo transcurría muy divertido cerca de Vilna, donde todo se reducía a entablar conocimiento con los propietarios polacos en las revistas del Emperador o de otros jefes importantes. Luego llegó la orden de retirarse de Sventziany y de destruir todas las provisiones que fuera imposible llevarse. Sventziany dejó memorable recuerdo en los húsares, como «campamento de los borrachos», como llamaba todo el ejército al alto efectuado cerca de aquella ciudad, porque allí hubo muchas quejas contra las tropas, que, aprovechando la orden de tomar las provisiones de casa de los campesinos, se llevaron caballos, coches y alfombras de los hacendados polacos. Rostov recordaba a Sventziany porque al entrar en este pueblo arrestó a un sargento y no pudo dominar a sus soldados borrachos por haber robado cinco barriles de cerveza vieja.

De Sventziany retrocedieron hasta Drissa, y de Drissa se retiraron hasta alcanzar las fronteras rusas.

El 13 de julio, los de Pavlogrado tuvieron su primera acción.

El día 12, víspera de la batalla, durante la noche estalló una fuerte tormenta con granizo. El verano de 1812 en general fue muy tempestuoso.

Dos escuadrones del regimiento de Pavlogrado vivaqueaban entre unos campos de cebada, pisoteados y destrozados por soldados y caballos. Llovía torrencialmente. Rostov, con Ilin, un joven oficial al que protegía, se hallaban sentados bajo un cobertizo rápidamente construido. Un oficial de su regimiento, con grandes bigotes, que volvía del Estado Mayor y al que la lluvia había sorprendido a mitad del camino, acercándose a ellos, le dijo:

- Conde, vengo del Estado Mayor. ¿Ha oído usted hablar de la hazaña de Raievsky? - y seguidamente el oficial comenzó a contar los detalles de la batalla de Saltanovka como la relataban en el Estado Mayor.

Rostov, levantándose el cuello, que se le mojaba, fumaba en pipa y, sin prestar mucha atención a lo que oía, miraba de vez en cuando al joven oficial Ilin, que se sentaba a su lado. Era este oficial un muchacho de dieciséis años, lo que él había sido para Denisov siete años antes. Ilin procuraba imitar en todo a Rostov y estaba enamorado de él igual que de una mujer.

El oficial de los grandes bigotes, Zdrjinski, contaba, emocionado, la hazaña de Raievsky, que había realizado un acto digno de la antigüedad clásica, pues la acción de Saltanovka fue la de las Termópilas rusas.

Zdrjinski contaba cómo Raievsky, acercándose con sus dos hijos al parapeto, se había lanzado al ataque con ellos. Rostov escuchaba el relato, pero no procuraba animar el entusiasmo de Zdrjinski, sino que, por el contrario, hacía el efecto de un hombre avergonzado por lo que se le explica, aunque no tuviera la más pequeña intención de objetar nada. Rostov, después de las campañas de Austerlitz y de 1807, sabía por propia experiencia que cuando se cuentan aventuras siempre se miente, como mentía él cuando las contaba; por otra parte, tenía bastante experiencia para saber que en la guerra no pasa nunca nada del modo que nos lo imaginamos y del modo que se cuenta. Por eso le disgustaba el relato de Zdrjinski y el propio Zdrjinski, que, con su bigote y siguiendo su costumbre, se acercaba mucho a su interlocutor, empujándole hacia el pequeño cobertizo. Rostov le miraba en silencio.

«Primeramente, sobre el parapeto, sería tanta la confusión que si Raievsky hubiera llevado consigo a sus dos hijos, excepto una docena de hombres de los que más cerca de él estaban, nadie hubiera podido darse cuenta -pensaba Rostov-.

Los demás no podían ver cuándo ni con quién saltaba Raievsky el parapeto. Incluso los que lo hubieran visto no se hubiesen sentido muy entusiasmados, pues ¿qué interés les despertarían los tiernos y paternales sentimientos de Raievsky, preocupados como estarían por salvar su propia piel? Además, que del hecho de que se apoderaran o no del parapeto de Saltanovka no dependía, como en las Termópilas, la suerte de la patria. ¿Por qué aquel sacrificio? ¿Por qué mezclar a los hijos con la guerra? Yo no sólo no me llevaría a Petia, sino que ni a Ilin, este muchacho tan bueno, al que procuraría dejar en lugar seguro», continuaba pensando Rostov mientras oía a Zdrjinski. Pero no expresaba sus pensamientos; su experiencia se lo vedaba, pues sabía que aquel relato contribuía a la gloria del ejército y, por esta razón, no podía dudarse de él.

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- Yo no puedo ya más - dijo Ilin, que advirtió que la narración de Zdrjinski enojaba a Rostov-. Las medias, la camisa, todo yo estoy mojado. Voy a buscar algún sitio donde resguardarme, pues creo que la lluvia disminuye.

Ilin salió, partiendo también Zdrjinski. Al cabo de cinco minutos, Ilin, con barro hasta la nariz, entró en el cobertizo.

- ¡Hurra! Corramos, Rostov. ¡Ya lo he encontrado! A doscientos pasos de aquí hay una hostería; los nuestros están allí todos. Nos secaremos. Además, también está María Henrikovna.

María Henrikovna era la esposa del médico del regimiento, una alegre alemana con la cual el doctor se había casado en Polonia. El doctor, sea por falta de recursos, sea porque en los primeros tiempos no quería separarse de su mujer, hacía que le siguiera con el regimiento, siendo los celos del médico el tema habitual de distracción para los oficiales de húsares.

Rostov, echándose el capote a la espalda, mandó a Lavruchka que le llevara sus cosas a la portería, y después, acompañado de Ilin, echó a andar por el barro, bajo la lluvia que disminuía, y en la noche oscura, que el resplandor de los relámpagos alumbraba a intervalos. De vez en cuando se decían:

- ¿Dónde estás, Rostov?

-Aquí. ¡Qué relámpagos!, ¿eh?

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