El último mohicano

Capítulo XXIII

Capítulo XXIII

Pero, aunque los animales del bosque

obtengan el privilegio de la caza,

aunque demos al ciervo la ventaja debida

antes de soltar los perros o de tensar el arco,

¿quién se preocupará de dónde, cómo o cuándo

cae en la trampa o se da muerte al pérfido zorro?

W S

A diferencia de los campamentos de los hombres blancos, los campamentos indios rara vez se encuentran custodiados por centinelas armados. Los indios confían en la dificultad de los senderos que llevan hasta ellos y en su conocimiento del bosque para detectar a distancia cualquier peligro. Por eso, el enemigo que, por cualquier suma de circunstancias, consigue aproximarse sin ser descubierto, no suele encontrar centinelas que den la voz de alarma. A esto hay que añadir que las tribus amigas de los franceses conocían la importancia del golpe asestado a los ingleses pocos días antes, y no habían tomado medidas para prevenir ataques de los indios aliados de la corona británica.

Así pues, Duncan y David se encontraron, sin previo aviso, en el centro del grupo de muchachos que se entretenían con sus danzas y cánticos. Al verlos, toda la banda juvenil lanzó al unísono un grito de temor y advertencia antes de desaparecer ante los visitantes como por arte de magia. Los cuerpos agachados de aquellos pilluelos morenos y esbeltos se confundían tan bien a aquella hora con la hierba alta que parecía como si la tierra se los hubiera tragado realmente. Sin embargo, cuando la sorpresa permitió a Duncan mirar alrededor con detenimiento, distinguió veintenas de ojos oscuros y penetrantes que le observaban.

Como aquel examen minucioso le hacía presentir que los guerreros adultos de la tribu serían todavía más inquisitivos, el joven militar pensó por un instante en la posibilidad de retroceder. Pero ya era demasiado tarde. El griterío de los chiquillos había atraído a una docena de guerreros hasta la entrada de la construcción más próxima, donde ahora estaban, apiñados en un grupo oscuro y salvaje, aguardando con solemnidad la aproximación de los recién llegados.

Familiarizado en cierta medida con la escena, David abrió camino a su compañero, con una serenidad inmune a obstáculos de poca importancia. Aunque estaba construida con corteza y ramas de árboles, aquella choza era la principal del villorrio, donde la tribu celebraba sus consejos y reuniones públicas durante su estancia en la frontera del territorio inglés. Duncan tuvo que hacer grandes esfuerzos para aparentar indiferencia cuando pasó ante los fornidos guerreros que guardaban la puerta. Pero, consciente de que su existencia dependía de su presencia de ánimo, decidió confiar en la actitud de su compañero, cuyos pasos seguía muy de cerca. Aunque la sangre se le helaba en las venas al verse tan cerca de sus implacables enemigos, consiguió llegar al centro de la choza sin dar muestras de debilidad. Imitando a Gamut, tomó un hatillo de ramaje de una pila que había en un rincón y se sentó sobre él en silencio.

Tan pronto sus visitantes entraron, los guerreros indios se repartieron por el interior de la choza y aguardaron. Muchos permanecían de pie en actitud indolente, con el cuerpo apoyado en los postes que sostenían la precaria construcción, mientras tres o cuatro de los más ancianos y distinguidos jefes de la tribu se sentaban en el suelo, algo adelantados respecto a los otros.

Una hoguera ardía en el centro de la choza y enviaba su rojo resplandor de un rostro a otro, según las fluctuaciones del aire. Duncan pensó en aprovechar la luz oscilante para intentar deducir de los semblantes de sus huéspedes el carácter de la recepción, pero sus intentos se vieron frustrados ante la impasibilidad de aquellas gentes. Los jefes mantenían los ojos fijos en el suelo, en un gesto que podía indicar tanto respeto como desconfianza. En cambio, los hombres que permanecían en las sombras eran menos reservados, y Duncan advirtió pronto sus miradas inquisitivas, aunque sesgadas, que estudiaban cuidadosamente su persona y su atuendo, fijándose en cada gesto y en cada línea de sus pinturas.

Por fin, uno de ellos, cuyos cabellos empezaban a blanquear pero cuyos miembros robustos y firmes ademanes indicaban con claridad que en cuanto a fortaleza nada tenía que envidiar a los otros, abandonó la penumbra de un rincón, en donde sin duda había permanecido para observar sin ser visto, y habló en la lengua de los wyandotes o hurones. Sus palabras eran incomprensibles para Duncan, aunque, a juzgar por los gestos que las acompañaban, más parecían de cortesía que de enfado. Con un movimiento de cabeza, Heyward manifestó su incapacidad para entenderle.

—¿No hablará alguno de mis hermanos francés o inglés? —dijo en el primero de estos idiomas, y su mirada fue de un rostro a otro, con la esperanza de encontrar alguna señal de asentimiento. Pero, aunque más de uno se volvió hacia él como si quisiera comprender el sentido de sus palabras, nadie contestó—. Lamentaría descubrir —continuó Duncan, hablando despacio en su francés elemental— que ninguno de los guerreros de esta sabia y valiente nación comprende el idioma que el usa para hablar a sus hijos. Su corazón se llenaría de pesar al ver que sus guerreros rojos le tienen tan poco respeto.

Durante la pausa larga y solemne que sucedió a sus palabras, ni el más leve rumor ni el menor gesto indicaron a Heyward la impresión que había causado. Pero, como sabía que el silencio era una virtud entre sus huéspedes, aprovechó la interrupción para ordenar sus ideas. Por fin, el mismo guerrero que se le había dirigido antes le preguntó secamente en francés:

—Cuando nuestro Gran Padre Blanco se dirige a sus hijos, ¿no lo hace en la lengua de los hurones?

—Para él no hay diferencia entre sus hijos, sea cual sea el color de su piel: rojo, negro o blanco —respondió Duncan, evasivamente—, aunque son los bravos hurones quienes más le agradan.

—¿Y qué lengua usará cuándo los mensajeros le anuncien el número de cabelleras arrancadas que hace solo cinco noches aún crecían en la cabeza de los ingleses?

—Eran sus enemigos —contestó Duncan, sin poder evitar un escalofrío—; sin duda se alegrará y reconocerá una vez más la bravura de los hurones.

—No, nuestro Gran Padre del Canadá no piensa así. Se ha ido, y no ha recompensado a sus indios. Le preocupan los ingleses muertos, no los hurones. ¿Por qué?

—Un gran jefe como él tiene más pensamientos que palabras. Le preocupa que sus enemigos puedan seguirle.

—La canoa de un guerrero muerto no puede flotar sola en el Morican —replicó el salvaje, sombrío—. Los oídos del Gran jefe escuchan a los delawares, que no son amigos nuestros y que solo le cuentan mentiras.

—No es cierto. Mirad. Me ha ordenado a mí, que conozco el arte de curar a los heridos, que venga entre sus hijos, los rojos hurones de los grandes lagos, y os pregunte si alguno de vosotros está enfermo.

Otro silencio acogió su afirmación. Todas las miradas convergieron en él, como para averiguar si decía la verdad o mentía. Ya sospechaba que el resultado de aquella indagación iba a serle desfavorable, cuando su interlocutor volvió a hablar.

—¿Acaso los servidores del Gran Jefe del Canadá se pintan como los indios? —inquirió con frialdad el hurón—. Muchas veces los hemos oído enorgullecerse de sus rostros pálidos.

—Cuando un jefe indio se reúne con sus padres blancos —replicó a su vez Duncan, con gran serenidad—, deja sus vestidos de piel de búfalo para ponerse la camisa que se le ha ofrecido. Mis hermanos me han pintado la cara, y con esas pinturas he venido a veros.

Un murmullo de satisfacción siguió a estas palabras. El más viejo de los jefes hizo un gesto de aprobación, y la mayoría de sus compañeros le tendió la mano, al tiempo que emitía una breve exclamación de contento. Duncan se sintió aliviado. El momento más crítico parecía quedar atrás, y la historia que había contado para justificar su presencia entre los indios había sido bien acogida.

Tras una nueva pausa, que seguramente tenía por objeto dar una réplica adecuada al invitado, otro guerrero se irguió para hablar. Ya abría los labios para empezar su discurso cuando se escuchó un sonido lejano pero inquietante que procedía del bosque, y que poco después fue seguido de una serie de alaridos espeluznantes. Aquella repentina y espantosa interrupción hizo que Duncan se levantase de su asiento olvidándose de todo, salvo de sus propios sentimientos. Al mismo tiempo, los guerreros salieron de la choza y llenaron el aire con gritos tales que casi ahogaron los que aún resonaban bajo las arcadas del bosque. Incapaz de contenerse por más tiempo, el joven salió al exterior y se vio rodeado por una masa humana que incluía a todo el campamento: hombres, mujeres y niños, jóvenes y ancianos, sanos y enfermos. Gritaban unos, otros aplaudían con alegría frenética, y todos expresaban el placer que les producía el inesperado acontecimiento. Aunque de momento le confundía aquel torbellino de voces, Heyward no tardaría en ver aclarado el misterio.

Todavía quedaba en el cielo luz suficiente para mostrar las separaciones entre las copas de los árboles, que indicaban los distintos senderos que se adentraban en el bosque. De uno de ellos surgió una pequeña columna de guerreros que se encaminó con lentitud hacia el campamento. El indio que iba al frente llevaba una suerte de estaca de la que colgaban cabelleras humanas. Los gritos que tanto habían sorprendido a Duncan eran lo que los blancos llaman, no sin razón, el «grito de la muerte», y cada repetición del grito tenía como objeto anunciar a la tribu la muerte de un enemigo. Como ya sabía que aquel tumulto se debía al regreso victorioso de una partida de guerra, todas las preocupaciones de Duncan desaparecieron, al comprender que aumentaban sus posibilidades de pasar desapercibido.

A un centenar de metros del campamento se detuvieron los guerreros recién llegados, tras dejar de proferir el grito con que querían expresar tanto los lamentos de los moribundos como el triunfo de los vencedores. Destacándose del grupo, uno de ellos pronunció en voz alta unas palabras que Duncan no comprendió. Sería una tarea demasiado difícil describir el estado salvaje con que fueron acogidas aquellas noticias. El campamento entero se convirtió en escenario del más violento tumulto. Los guerreros desenvainaron sus cuchillos, los agitaron en el aire y se dispusieron en dos filas, formando un camino que iba desde el lugar que ocupaba la partida de guerra hasta las chozas. Las mujeres se adueñaron de porras, hachas y otras armas ofensivas, y corrieron a participar en el juego cruel que se avecinaba. Ni siquiera los niños fueron excluidos. Tomaron los que sus padres llevaban al cinto y se mezclaron entre los adultos, dispuestos a imitar su comportamiento sanguinario.

En el claro había esparcidos grandes montones de ramaje seco, a los que una anciana iba prendiendo fuego para iluminar la escena. Al crecer las llamas, su luz superó en intensidad a la del día que declinaba, e hizo que todo fuese, al mismo tiempo, más claro y más horrible. El conjunto formaba un cuadro sorprendente, enmarcado por una línea de pinos altos y oscuros. Los guerreros recién llegados formaban el grupo más alejado. Delante de ellos había dos hombres destinados, al parecer, a convertirse en protagonistas del drama que iba a desarrollarse a continuación. La luz imperante no permitía distinguir sus rasgos, pero era evidente que les invadían emociones muy diferentes. Mientras uno de ellos se mantenía erguido y firme, dispuesto a afrontar su suerte como un héroe, el otro inclinaba la cabeza, como dominado por el terror o la vergüenza. Duncan sintió un poderoso impulso de admiración y de piedad, que se veía obligado a disimular, hacia la primera de las dos víctimas, y permaneció atento a todos sus movimientos. Mientras seguía con la mirada la silueta de aquel cuerpo admirablemente proporcionado, pensó que las cualidades del prisionero, y en particular su noble resolución, podían hacer quizá que afrontase con fortuna la prueba que le esperaba. Sin apercibirse y conteniendo la respiración, se aproximó a los hurones dispuestos en doble fila.

En aquel preciso instante sonó el grito que ordenaba el comienzo del espectáculo, y el momentáneo silencio precedente fue roto por un inmenso griterío, que excedía con mucho cuanto había oído antes. La más abatida de ambas víctimas continuó sin moverse, pero la otra saltó al escuchar el grito con la rapidez y la ligereza de un ciervo. En lugar de lanzarse a correr entre aquellas dos filas de hostiles enemigos, como se esperaba, fingió que se disponía a hacerlo, y antes de recibir el primer golpe giró, saltó sobre las cabezas de unos cuantos niños y se colocó en la parte exterior de aquella temible formación. El ardid fue recibido con gritos e imprecaciones. La excitada multitud se dispuso a perseguirle, y se dispersó por el lugar en salvaje confusión.

Una docena de hogueras proyectaba una claridad siniestra y confería al lugar el aspecto de una palestra sobrenatural, en la que malvados demonios se hubiesen congregado para ejecutar sus sangrientos y sacrílegos ritos. Las formas más alejadas parecían espectros que se deslizaban ante la mirada y arañaban el aire con gestos frenéticos y desmesurados. Y las que se acercaban a las llamas mostraban fugazmente unas facciones desencajadas, reflejo de la intensidad de sus pasiones.

Se comprenderá con facilidad que tantos y tan terribles enemigos no estaban dispuestos a dar al fugitivo ni un instante de respiro. Hubo un momento en que pareció que la presunta víctima iba a llegar al borde del bosque, pero un nutrido grupo de sus captores consiguió interponerse entre él y los árboles, obligándole a retroceder hasta el centro del campamento. Volviéndose rápidamente como un ciervo acosado, saltó como una flecha sobre una pira encendida y alcanzó el lado opuesto del claro sin que la multitud lo detuviera. Pero también allí salieron a su encuentro algunos de los hurones más viejos y perspicaces. De nuevo retrocedió, y por un momento Duncan le perdió de vista y llegó a creer que lo habían alcanzado.

Nada podía distinguirse sino una masa oscura de formas humanas, que corría y se agitaba en inexplicable confusión. Por encima de la masa se movían brazos, cuchillos relucientes y mazas formidables, que al parecer golpeaban en el vacío. El aterrador efecto era subrayado por los gritos agudos y penetrantes de las mujeres y los fieros alaridos de los guerreros. De cuando en cuando, Duncan creía tener el atisbo de una forma ligera que daba un salto desesperado, pero no sabía si aquella visión era producto de la realidad o de sus deseos.

De pronto, la multitud retrocedió y se le acercó. Las mujeres y los niños, que estaban más cerca de él, fueron arrollados y arrojados a tierra por los guerreros. El extranjero volvió a aparecer en medio de la confusión, pero ningún poder humano podía soportar una prueba semejante. Hasta el propio cautivo lo sabía. Aprovechando la brecha que momentáneamente se había abierto entre sus enemigos, intentó alcanzar el bosque en lo que a Duncan le pareció un último esfuerzo. Como si supiese que nada tenía que temer del joven soldado, el fugitivo pasó casi rozándole en su huida. Un hurón alto y corpulento, que había conservado sus fuerzas mejor que los otros, le seguía de cerca y, brazo en alto, amenazaba con descargar el golpe fatal. Duncan adelantó un pie e hizo caer al salvaje cuan largo era. Ni siquiera el pensamiento podría ser tan rápido como la velocidad con que el fugitivo aprovechó su inesperada ventaja. Dio un quiebro, volvió a resplandecer como un meteoro ante los ojos de Duncan y, un instante después, cuando su perseguidor miró en torno buscándole, le descubrió apoyado contra un pequeño poste pintarrajeado, que se alzaba ante la puerta de la construcción principal.

Temeroso de que su participación en la fuga del joven cautivo pudiera serle fatal, Duncan abandonó inmediatamente el lugar donde se encontraba y siguió a la tribu, que se aproximaba a las chozas con semblantes sombríos y amenazadores, como haría cualquier multitud que hubiera sido privada de una ejecución. La curiosidad o quizá un sentimiento mejor le indujeron a acercarse al extranjero. Lo encontró de pie, con un brazo alrededor del poste protector. Respiraba fatigosamente, pero se notaba que intentaba disimular todo signo externo de cansancio. Se había colocado bajo el amparo de sagradas costumbres establecidas desde tiempos remotos, y su suerte final dependía de las deliberaciones y decisiones que la tribu debía tomar en consejo. No era difícil, sin embargo, deducir el resultado, si uno se atenía a los rostros de la multitud.

No había insulto en el vocabulario de los hurones que las mujeres, frustradas a causa de aquel ardid, no aplicaran al extranjero victorioso. Se burlaban de sus esfuerzos y le decían con amarga ironía que sus pies eran mejores que sus manos y que merecía tener alas, porque no sabía hacer uso de flechas ni de cuchillos. Pero el cautivo no replicó; prefería mantener una actitud en la que la dignidad estaba singularmente mezclada con el desdén. Exasperadas tanto por su compostura como por su buena suerte, las palabras de las mujeres se hicieron incomprensibles, y fueron reemplazadas por gritos penetrantes.

En aquel momento, la habilidosa anciana que había encendido las hogueras se abrió paso entre la multitud y se colocó ante el prisionero. Aquella mujer escuálida y de extrañas facciones parecía poseer una astucia superior a la normal. Echando atrás su ligera túnica, extendió hacia el prisionero su brazo largo y huesudo con una actitud amenazante, y en el idioma de los lenapes, que era el más inteligible para la víctima, comenzó a insultarla:

—Escucha, maldito delaware —gritó, agitando los dedos ante el rostro del prisionero—: tu raza es una raza de mujerzuelas, y la azada te conviene más que el fusil. Tus mujeres dan a luz gentes que corren como ciervos, pero si entre vosotros naciese alguna vez un oso o un gato montés, huiríais todos como gallinas. Las hijas de los hurones te dejarán una de sus faldas, y te buscaremos un marido.

Una explosión de risa salvaje, durante la cual la voz cascada de la vieja maliciosa se mezcló con el musical alborozo de las jóvenes, sucedió a aquel ataque. Pero el extranjero no se dejó impresionar. Su cabeza permanecía erguida, y parecía inconsciente de toda presencia ajena, salvo cuando dirigía una mirada despreciativa a los guerreros silenciosos y hoscos, que aguardaban tras el grupo de las mujeres.

Enfurecida por el dominio de sí mismo de que hacía gala el prisionero, la mujer puso los brazos en jarras y, en actitud de desafío, lanzó un torrente de palabras que ningún arte podría trasladar adecuadamente al papel. Todo fue en vano, sin embargo, porque, aunque entre los suyos se la consideraba persona hábil en el insulto, perdió el control y llegó a echar espuma por la boca, sin conmover al extranjero. Los efectos de tanta indiferencia empezaron a hacer mella en los demás espectadores, y un adolescente que estaba a punto de convertirse en adulto intentó ayudar a la arpía agitando su ante su víctima y agregando sus improperios a los de ella. Entonces el prisionero volvió su rostro hacia la luz, con una expresión de soberano desdén, antes de reclinarse otra vez contra el poste. Aquel cambio de postura permitió a Duncan intercambiar una mirada con los ojos firmes y penetrantes de Uncas.

Falto de respiración por la sorpresa, y sobrecogido por el espanto que le causaba ver a su amigo en tan difícil situación, Heyward tuvo que hacer un gran esfuerzo para dominar sus emociones, temeroso de que, al traslucirlas, pudieran precipitar la muerte de su compañero. En aquel momento un guerrero se abrió paso entre la exasperada multitud. Apartando a las mujeres y a los niños con un gesto grave, tomó a Uncas por el brazo y lo condujo al interior de la choza del consejo. Todos los jefes y la mayoría de los guerreros distinguidos los siguieron, y el preocupado Heyward se las arregló para entrar también, sin ser molestado.

Los hurones tardaron en acomodarse de acuerdo con su jerarquía y su importancia en la tribu, y cuando lo hicieron adoptaron el mismo orden que durante la reunión anterior. Los jefes superiores y de mayor edad ocuparon asiento dentro del círculo luminoso de la hoguera, mientras los más jóvenes o de menor categoría se colocaban al fondo. Uncas ocupó el centro del espacio libre, bajo una abertura en el techo que permitía ver la luz parpadeante de un par de estrellas. Su serenidad y su desdén producían sentimientos encontrados en sus captores, en cuyas miradas se entremezclaban la inflexibilidad y la admiración ante la insolencia del extranjero.

La situación en que se encontraba el otro prisionero, al que Duncan había visto junto a su amigo antes de producirse el intento de huida, era muy distinta. En lugar de unirse a Uncas en la carrera, había permanecido inmóvil, como una estatua que representase la vergüenza y la desgracia. Nadie le había obligado a entrar en la choza; él mismo se había presentado allí, como impulsado por un destino inexorable. Heyward aprovechó la primera oportunidad que se le ofreció para verle la cara, temeroso de que se tratase de otro compañero. Lo más curioso era que las pinturas que adornaban su cuerpo parecían indicar que se trataba de un guerrero hurón. Pese a su aspecto, se abstuvo de sentarse entre los de su tribu y permaneció aparte, acurrucado y con la cabeza gacha, como si quisiera ocupar el menor espacio posible. Cuando cada uno se colocó en su lugar y volvió a hacerse el silencio, el anciano de cabellos grises ya mencionado tomó la palabra, empleando el idioma de los lenni-lenapes.

—Delaware —dijo—, aunque perteneces a una raza de mujeres, te has comportado como un hombre. De buena gana te daría alimentos, pero quien come con un hurón debe convertirse en su amigo. Descansa tranquilo hasta que amanezca, y entonces diremos nuestra última palabra.

—Durante siete noches y otros tantos días de verano he corrido tras el rastro de los hurones —replicó Uncas con frialdad—. Los hijos de los lenapes saben seguir el camino de los justos sin detenerse para comer.

—Dos de nuestros jóvenes están persiguiendo ahora a tu compañero —explicó el otro, sin hacer caso de las palabras de Uncas—. Cuando regresen, el Consejo decidirá si te toca vivir o morir.

—¿Es que un hurón no tiene oídos? —exclamó Uncas con ironía—. Dos veces desde que es vuestro prisionero, el delaware ha oído el disparo de un rifle conocido. ¡Vuestros jóvenes nunca regresarán!

El silencio sucedió a las osadas palabras del joven, y Duncan, que comprendió su alusión al rifle del explorador, se inclinó hacia adelante para observar el efecto de aquella afirmación en los rostros de sus enemigos, pero el jefe se contentó con preguntar a su vez:

—Si los lenapes son tan hábiles, ¿cómo es que está entre nosotros uno de sus guerreros más valientes?

—Seguía los pasos de un cobarde que huía, y sufrió una emboscada. Hasta el astuto castor puede caer en una trampa.

Al responder. Uncas señaló con desprecio al otro prisionero, pero sin mirarle. Su actitud y sus palabras produjeron una profunda impresión en su auditorio. Todas las miradas se volvieron hacia aquel hombre acurrucado entre las sombras, y un murmullo amenazante creció entre los guerreros y alcanzó la entrada, donde las mujeres y los niños se apiñaban sin dejar hueco alguno.

Mientras, los jefes de más edad, reunidos en el centro, consultaron entre sí, hablando a media voz con frases breves y enérgicas. Se hizo de nuevo una pausa larga y solemne, precursora, como todos sabían, de una declaración importante. Cuantos formaban el círculo exterior se alzaron sobre la punta de los pies para apreciar hasta el menor detalle, e incluso el acusado olvidó por un momento su vergüenza y su temor para dirigir una mirada ansiosa hacia la oscura asamblea de sus jueces.

El viejo guerrero tantas veces mencionado se decidió a romper el silencio. Se irguió y, dejando a un lado a Uncas, se colocó con gesto grave ante el culpable. En aquel momento, la anciana que había insultado a Uncas se acercó al círculo, en una suerte de danza esquinada y lenta, al tiempo que sostenía una tea encendida y murmuraba lo que parecía un encantamiento. Aunque su presencia podría considerarse una intrusión, nadie la detuvo.

Acercándose a Uncas, levantó la antorcha de modo que proyectó toda su luz sobre el rostro del prisionero, a fin de descubrir cualquier alteración en su rostro. Pero el mohicano se mantuvo impertérrito en su orgullosa actitud, y sus ojos, lejos de observarla, se mantuvieron fijos en la distancia, como si vieran a través de las cosas y mirase a la eternidad. Satisfecha de su actuación, la anciana se apartó de él y se dirigió hacia su desdichado compatriota.

El joven hurón mostraba sus pinturas de guerra, y su escueto atuendo apenas cubría su cuerpo musculoso y bien proporcionado. La luz le iluminó por completo, y Duncan volvió la vista, apesadumbrado, al advertir que todos sus miembros temblaban de miedo. La mujer había comenzado a entonar una especie de lamento ante el espectáculo triste y vergonzoso que ofrecía la víctima, cuando el jefe de cabellos blancos estiró un brazo y la apartó con suavidad.

—Junco Flexible —dijo, llamando al joven hurón por su nombre—, aunque el Gran Espíritu te ha hecho agradable a la vista, habría sido mejor que no hubieses nacido. Tu lengua habla alto en la aldea, pero en la batalla guarda silencio. Ninguno de mis guerreros es capaz de clavar el en el poste de guerra con más fuerza que tú, pero ninguno la hunde con menos fuerza en el cuerpo de los ingleses. Nuestros enemigos conocen la forma de tu espalda e ignoran el color de tus ojos. Tres veces te han llamado para luchar con ellos y otras tantas has permanecido en silencio. Tu nombre no volverá a ser mencionado en la tribu. En realidad, ya lo hemos olvidado todos.

Mientras el jefe iba pronunciando con lentitud estas palabras, haciendo una pausa tras cada frase, el prisionero levantó la cara para mirarle con un gesto de deferencia y respeto por su mayor jerarquía. La vergüenza, el horror y el orgullo pugnaban en su rostro. Sus ojos, contraídos por la angustia, observaban a los guerreros de quienes dependía su destino. Triunfó el orgullo. Se puso en pie, desnudó su pecho y miró con fijeza el cuchillo que brillaba en la mano de su inexorable juez. Incluso se le vio sonreír un momento mientras la hoja del cuchillo traspasaba lentamente su corazón, como si le alegrara descubrir después de todo, que la muerte no era tan terrible como se la había imaginado. Luego cayó sin vida de cara al suelo, a los pies del impasible Uncas.

La anciana lanzó un aullido quejumbroso y arrojó la antorcha al suelo, donde se apagó. Como espíritus atemorizados, todos abandonaron la choza del Consejo. Y Duncan tuvo la impresión de que solo él y el cuerpo aún palpitante del hurón permanecían en ella.

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