El último mohicano

Capítulo II

Capítulo II

¡Sol la, sol la! ¡Wo, ha, ho! ¡Sol la, sol la!

S

Mientras una de las deliciosas criaturas que hemos presentado al lector con tanta precipitación caminaba perdida en sus pensamientos, la otra se repuso rápidamente de la sorpresa que había provocado su exclamación y, burlándose de su propia debilidad, preguntó al joven que cabalgaba a su lado:

—Decidme, Heyward, ¿abundan estos fantasmas en los bosques o ha sido un espectáculo preparado para nuestra diversión? Si es así, la gratitud debe hacernos callar; pero, si se trata de lo primero, tanto Cora como yo vamos a tener que hacer uso frecuente de ese valor hereditario que se nos supone, incluso antes de encontrarnos con el temible Montcalm.

—Este indio es un guía o explorador del ejército; un héroe para su gente —contestó el oficial—. Se ha ofrecido a conducirnos hasta el lago por un sendero poco conocido, lo que debe permitirnos ir más aprisa, y por tanto de modo más agradable que si siguiésemos la lenta marcha de la columna.

—No me gusta ese hombre —replicó la dama, con un ligero temblor en la voz que era más real que fingido—. Supongo que lo conocéis, Duncan, o no os atreveríais a confiarle vuestra suerte.

—Más bien no me atrevería a confiarle la vuestra. Le conozco, en efecto; de otro modo no contaría con mi confianza, y menos en esta ocasión. Dicen que es canadiense, aunque sirvió con nuestros amigos los mohawks, que, como sabéis, son una de las seis naciones aliadas. Vino con nosotros, según creo, a causa de cierto incidente en el que intervino vuestro padre, que le trató con severidad. Pero he olvidado la historia exacta. Me basta con saber que ahora es amigo nuestro.

—¡Si alguna vez fue enemigo de mi padre, aún me desagrada más! —exclamó Alicia, asustada—. ¿Queréis hablar con él, comandante Heyward, para que yo escuche su voz? Os parecerá una niñería, pero ya os he contado otras veces que me basta oír la voz de una persona para saber si puedo confiar en ella.

—Seria inútil; contestaría con un gruñido. Aunque puede entenderme, finge, como la mayoría de su pueblo, no entender el inglés, y de ningún modo se rebajaría a hablarlo ahora, cuando la guerra le hace extremar la dignidad de sus acciones. Mirad: se ha parado. Sin duda, el camino secreto está muy cerca.

La deducción del comandante Heyward era acertada. Cuando llegaron al lugar donde permanecía el indio, señalando un punto en la espesura que bordeaba la ruta militar, vieron un sendero tan estrecho que apenas permitía el paso de una sola persona a la vez, y no sin dificultades.

—He aquí, pues, nuestro camino —dijo el joven en voz baja—. No mostréis desconfianza si no queréis provocar el peligro que tanto os asusta.

—¿Qué piensas, Cora? —preguntó Alicia, recelosa—. ¿No nos sentiríamos más seguras si viajáramos con las tropas, aunque su compañía sea tan molesta?

—Estáis tan poco acostumbrada, Alicia, a las costumbres de los salvajes —intervino Heyward— que no acertáis a ver dónde estriba el verdadero peligro. Si el enemigo ya ha llegado al paso, cosa que es improbable porque nuestros exploradores van por delante, será más fácil que ataque la columna, donde hay más cabelleras que arrancar. El camino que sigue el destacamento es bastante conocido, mientras que el nuestro, que no pensábamos seguir basta hace muy poco, debe ser todavía secreto.

—¿Es que vamos a desconfiar de ese hombre —intervino Cora con frialdad— porque sus hábitos difieren de los nuestros y su piel es más oscura?

Alicia no dudó ni un momento más, y dando un fustazo a su narragansett, fue la primera en apartar a un lado las delgadas ramas de los arbustos y en seguir al guía por el oscuro e intrincado sendero. El oficial miró a Cora con franca admiración y dejó que Alicia, más blanca de tez aunque no más bella, se adelantase mientras él, diligente, apartaba las ramas para que su compañera pasase sin molestias. En lugar de adentrarse en la espesura, los criados siguieron tras la columna, obedeciendo las instrucciones que habían recibido antes de la partida y que habían sido sugeridas por el guía, a fin de hacer menos llamativo el rastro del pequeño grupo y desorientar a los indios enemigos, en el caso de que hubiesen llegado tan lejos precediendo a su ejército.

Durante algún tiempo, lo intrincado de la senda hizo imposible todo diálogo, pero al fin vencieron el obstáculo que suponía la ancha muralla de arbustos que crecía a lo largo del camino militar, y cabalgaron bajo la alta y oscura bóveda que formaban los árboles del bosque. El terreno ofrecía allí menos dificultades, y cuando el guía comprobó que las damas cabalgaban con soltura aceleró la marcha, para permitir que aquellos caballos seguros y peculiares avanzasen con un paso tranquilo y ligero. El oficial se había vuelto para hablar con Cora cuando percibió el trote distante de otro caballo que avanzaba por entre la maleza que acababan de atravesar. Detuvo su montura para averiguar el origen de aquel ruido y, como todos le imitasen, el grupo quedó inmóvil, expectante.

Deslizándose entre los pinos como un corzo, apareció pocos momentos después ante sus ojos un potro al que seguía, con toda la rapidez que le permitía su flaca yegua, el hombre cuya desgarbada figura hemos descrito en el capítulo anterior y de cuya presencia no se habían percatado los viajeros hasta entonces.

Si ya de pie llamaba la atención, a caballo resultaba más asombroso. Pese a que no dejaba de castigarla con la única espuela que llevaba, no conseguía de su montura sino un trote borriquero de las patas traseras, al que ocasionalmente se incorporaban las delanteras, que casi siempre marchaban a otro ritmo. Aquel cambio de paso producía extrañeza, y hasta Heyward, que era muy entendido en caballos, se sentía incapaz de averiguar qué movimientos de los muchos que hacía su perseguidor le servían para continuar avanzando con tan perseverante temeridad.

La actividad del jinete no era menos notable que la de su cabalgadura. A cada cambio en las evoluciones del caballo, se enderezaba y se ponía en pie sobre los estribos, produciendo, al estirar las piernas, la impresión de que crecía y se empequeñecía sistemáticamente. Si a esto añadimos que, como consecuencia de la aplicación de la espuela, un flanco de la yegua parecía avanzar más deprisa que el otro, y que el animal señalaba dicho flanco mediante continuas sacudidas de su cola inquieta, completaremos tanto el retrato del hombre como el de su montura.

El ceño que fruncía la frente de Heyward desapareció gradualmente, y sus labios se distendieron en una leve sonrisa al contemplar al intruso. Alicia, por su parte, no se esforzó en disimular su regocijo, e incluso los ojos oscuros y pensativos de Cora se iluminaron con una ironía que la costumbre, más que su naturaleza, solía reprimir.

—¿Buscáis a alguien? —preguntó Heyward al desconocido cuando se acercó—. ¿O acaso sois portador de malas noticias?

—En modo alguno —replicó el intruso, dibujando un círculo en el aire con su sombrero de tres picos y dejando a sus interlocutores sin saber a cuál de las dos preguntas respondía. Se refrescó la cara abanicándose con el sombrero, recobró el aliento y continuó—: He oído que viajáis hacia el fuerte William Henry y, como yo también me dirijo al mismo lugar, pensé que una buena compañía sería conveniente para ambas partes.

—Vuestra decisión y la nuestra no son equiparables —repuso Heyward—. Nosotros somos tres, mientras que vos no habéis tenido que consultar con nadie más.

—Por supuesto que no. Primero hay que saber lo que uno quiere. Una vez que se está seguro de eso, y cuando hay mujeres implicadas no resulta fácil, hay que actuar en consecuencia. Yo be procurado hacer ambas cosas, y aquí estoy.

—Si viajáis hacia el lago, os habéis equivocado de camino —le indicó Heyward con altivez—. Hace como mínimo media milla que hemos dejado atrás la ruta que conduce al fuerte.

—Bien lo sé —replicó el desconocido, sin inmutarse por la frialdad de la acogida—. He pasado una semana en el fuerte Edward, y hubiera tenido que ser mudo para no haber preguntado el camino. Y, de serlo, mal podría ejercer mi profesión —tras sonreír como si su modestia le impidiera expresar admiración por una agudeza que para sus oyentes era totalmente incomprensible, continuó—: No es prudente que un hombre de mi profesión confraternice demasiado con aquellos a quienes ha de instruir. Por esa razón no voy tras la columna. Además, he pensado que un caballero de vuestras aptitudes ha de saber elegir el camino apropiado. He decidido, pues, buscar vuestra compañía, convencido de que mi trato hará que el viaje os resulte más agradable.

—Una medida por demás arbitraria, por no decir irreflexiva —exclamó Heyward, sin saber si dar rienda suelta a su mal humor o reírse del intruso en su propia cara—. Habláis de instruir y de tener una profesión. ¿Acaso os habéis agregado al cuerpo provincial como maestro en la noble ciencia de la defensa y el ataque, o quizá sois uno de esos que se pasa la vida trazando líneas y ángulos, empeñados en desentrañar los misterios de las matemáticas?

El desconocido miró asombrado a su interlocutor por un momento, y después adoptó una expresión de solemne humildad para responder:

—Espero no haber ofendido a nadie y no tengo nada de qué excusarme, pues desde la última vez que pedí a Dios el perdón de mis pecados no he vuelto a cometer falta alguna. No comprendo vuestras alusiones a líneas y ángulos, y dejo la explicación de las matemáticas a quienes han sido llamados a desempeñar tan sagrada misión. No pretendo poseer otro don que cierta disposición para el glorioso arte de rogar y dar gracias a Dios por medio de los salmos.

—Ese hombre es a todas luces un discípulo de Apolo —exclamó Alicia, divertida—, y yo le tomo bajo mi protección. Vamos, Heyward, dejad de preocuparos y, en atención a mis oídos, privados de toda música, permitidle que nos acompañe. Además —añadió en voz baja y apresurada, lanzando una mirada a la distante Cora, que lentamente seguía los pasos del guía hosco y silencioso—, siempre podremos contar con él en caso de peligro.

—¿Creéis, Alicia, que iba yo a conducir a quienes quiero tanto por este camino secreto si pensara que ese peligro existe?

—No, no. No pienso en eso ahora. Pero este hombre me divierte y si, como suele decirse, «lleva la música en el alma», seríamos muy descorteses si rechazásemos su compañía.

Señaló el camino con su fusta mientras sus ojos se encontraban con los de Heyward, en un instante que este se esforzó en prolongar. Por fin, cediendo al dulce influjo de Alicia, el oficial espoleó su caballo, que pronto se colocó junto a Cora.

—Me alegra haberos encontrado, amigo —le dijo Alicia al desconocido, animándole a seguir al mismo tiempo que su narragansett reanudaba la marcha—. Algunos parientes, quizá con demasiada indulgencia, me han convencido de que no hago mal papel en un dúo, y podemos hacer el viaje más soportable practicando nuestras aficiones favoritas. Me servirá de mucho, ignorante como soy, recibir lecciones de un maestro experimentado.

—Es muy conveniente, tanto para el espíritu como para el cuerpo —respondió el maestro de canto, aceptando sin vacilar la invitación de unírsele—, cantar salmos en las ocasiones apropiadas, y nada satisface tanto como esa comunión consoladora. Pero hacen falta cuatro voces para alcanzar la perfección de toda melodía. Vos tenéis las dotes necesarias para producir los dulces sonidos de la tiple. Por mi parte, soy capaz de cantar como tenor hasta las nota más alta. Pero no tenemos soprano ni bajo. Aquel oficial del rey, que dudó si admitirme o no en su compañía, podría cumplir las funciones de bajo, a juzgar por el tono de su voz.

—No juzguéis tan apresuradamente por las apariencias —dijo Alicia, sonriendo—. Aunque la voz del comandante Heyward sea tan grave en ocasiones, es más apropiada para los trinos del tenor que para los del bajo.

—¿Sabéis si tiene costumbre de cantar salmos? —preguntó su sencillo acompañante.

Alicia sintió deseos de reír, pero se contuvo y respondió:

—Creo que está más acostumbrado a los cantos profanos. La vida del soldado no es propicia a inclinaciones tan espirituales.

—El hombre ha recibido su voz, como otras virtudes, para usarla y no para abusar de ella. Nadie puede decir de mí que he descuidado mis dones. Doy gracias porque, aunque desde mi mocedad fui destinado, como el joven rey David, al ejercicio de la música, ni una sola nota o sílaba profana ha pasado jamás por mis labios.

—¿De modo que habéis limitado vuestros esfuerzos a la canción sagrada?

—Sí. Del mismo modo que la lengua de los salmos de David excede por su belleza a cualquier otra, los versos a los que han sido traducidos por los vates y sabios de esta tierra sobrepasan a toda poesía vulgar. Puedo decir que no hago sino expresar los pensamientos y los deseos del rey de Israel. Porque, aunque los nuevos tiempos hayan hecho necesarios algunos pequeños cambios, esta versión que empleamos en las colonias de Nueva Inglaterra excede a cualquier otra que por su riqueza, exactitud y sencillez espiritual pueda aproximarse a la obra de su inspirado autor. Nunca me detengo en lugar alguno, para dormir o descansar, sin repasar algún ejemplo de este espléndido trabajo. Es la vigésimo sexta edición publicada en Boston, 1744, y lleva por título .

Mientras elogiaba la rara obra de los poetas de esta tierra, el desconocido extrajo un libro de su bolsillo y, colocándose en la nariz unas gafas con montura de hierro, abrió el volumen con el cuidado y la veneración que la ocasión requería. Después, sin más preámbulo, se colocó en la boca el extraño instrumento ya descrito y extrajo de él una nota aguda y penetrante, que fue seguida de otra, una octava más baja, emitida por su propia voz, y empezó a cantar los versos siguientes con unos tonos ricos, dulces y melodiosos, que no se avenían con la letra ni con los movimientos inseguros de su mal entrenada bestia de carga:

¡Oh, mirad qué bueno es

y cuánto nos satisface!

que los hermanos vivan

juntos en unidad.

Es como el óleo sagrado

que se desliza desde la cabeza

a la barba de Aarón, e impregna

el borde de sus vestiduras.

El desconocido llevaba el compás del salmo con un movimiento vertical de la mano derecha, que al descender descansaba un momento sobre la página del libro, y al ascender acariciaba el aire con un movimiento que nadie, salvo los iniciados, podía tener la esperanza de imitar. Al parecer, la costumbre había hecho necesario aquel acompañamiento con la mano, que no concluyó hasta que fue pronunciada la última palabra con que el poeta había terminado su composición.

Aquella alteración del silencio y recogimiento de la selva no podía por menos que atraer la atención de quienes los precedían a corta distancia. En su imperfecto inglés, el indio le dijo algunas palabras a Heyward, quien a su vez se dirigió al desconocido, interrumpiéndole y poniendo fin, al menos por el momento, a sus cantos.

—Aunque no corremos ningún peligro, la prudencia más elemental nos aconseja viajar por estos bosques de la manera más silenciosa posible. Espero, Alicia, que me disculpéis por tener que pedirle a este caballero que posponga sus cánticos hasta llegar a un lugar más seguro.

—Sí que me contrariáis —contestó la traviesa muchacha—, porque nunca escuché una combinación más discordante de letra y de ejecución que esta. Estaba intentando averiguar las razones de esa oposición entre sonido y sentimiento cuando interrumpisteis mis meditaciones con vuestro bajo profundo, Duncan.

—No sé de qué bajo habláis —replicó Heyward, un tanto confuso por su respuesta—, pero si sé que vuestra seguridad y la de Cora me son mucho más queridas que la música de una composición de Händel.

Calló con brusquedad y se volvió hacia la espesura. Miró luego nerviosamente al guía, que seguía adelante con su inalterable gravedad, y sonrió para sí al comprobar que se había equivocado al confundir unas moras brillantes con los ojos de algún salvaje oculto. Volviendo a la conversación que aquella alarma pasajera había interrumpido, reanudó la marcha.

Pero el comandante Heyward solo había errado al permitir que su juventud y su orgullo se sobrepusieran a la constante vigilancia que de él se esperaba. No hacía mucho que el grupo había pasado cuando las espesas ramas de unos arbustos se apartaron con sigilo y entre ellas asomó un rostro fiero y salvaje, que reflejaba los gustos y las pasiones indomables de los nativos del país, y que fijó su mirada en la retaguardia de la breve columna. Un destello de alegría cruzó raudo por las facciones cubiertas de oscuras pinturas del habitante de los bosques, al atisbar el paso tranquilo de sus presuntas víctimas.

Las formas esbeltas y graciosas de las damas, que oscilaban al discurrir entre los árboles, seguidas por la figura varonil de Heyward y por la informe silueta del cantor, quedaron al poco tiempo ocultas por los innumerables árboles que orlaban el sendero.

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