El último mohicano

Capítulo VII

Capítulo VII

No duermen.

En las lejanas rocas, una banda espantosa

agazapada veo.

G

—Sería una negligencia de nuestra parte continuar escondidos y desatender una advertencia que se nos hace por nuestro bien —dijo Hawkeye—, cuando gritos como estos suenan en el bosque. Las damas pueden seguir aquí, pero los mohicanos y yo vigilaremos desde lo alto de la roca, donde supongo que nuestro comandante del sexagésimo Regimiento querrá acompañarnos.

—¿Tan inminente es el peligro? —inquirió Cora.

—Solo el autor de esos extraños sonidos sabe qué peligro corremos. Permanecer aquí encerrados, en esta caverna, después de semejante aviso, sería como contrariar su voluntad. Hasta ese pobre diablo que se pasa el día sentado está conmocionado por el grito y, como él mismo dice, se encuentra «dispuesto a entrar en batalla». Si solo se tratase de una batalla, sería algo que todos comprenderíamos, y sabríamos estar a la altura de las circunstancias; pero, a mi entender, esos gritos que se alzan entre el cielo y la tierra pertenecen a otra clase de contienda.

—Si nuestra única preocupación fuese lo sobrenatural —dijo Cora con firmeza—, bien poco tendríamos que temer. Pero ¿estáis seguro de que nuestros enemigos no han inventado algún método nuevo e ingenioso para infundirnos terror y hacer así más fácil su victoria?

—He escuchado todos los ruidos del bosque durante treinta años —respondió el explorador—, con la atención del hombre cuya vida y cuya muerte dependen de la agudeza de su oído. Ni el gemido del puma ni el silbido del arrendajo ni las añagazas de los endiablados mingos pueden engañarme. He oído quejarse al bosque como un hombre afligido y he sentido muchas veces el silbido del viento jugando con las ramas de los árboles; conozco el chasquido del rayo, que es como el chisporroteo del arbusto que arde cuando despide sus chispas y sus llamas, pero no creo haber oído más que lo que el Todopoderoso quiso que yo oyese. Ni los mohicanos ni yo, que soy un hombre blanco sin prejuicios, podemos explicar el grito que acabamos de oír. Nos inclinamos a creer, sin embargo, que es una advertencia que se nos ha hecho para nuestro bien.

—¡Es asombroso! —exclamó Heyward, tomando de nuevo sus pistolas del lugar donde las había dejado al entrar—. Pero, sea presagio de paz o de guerra, tenemos que averiguarlo. Mostradme el camino, amigo; yo os seguiré.

Tan pronto abandonaron la caverna, se sintieron reanimados por el contraste del aire cerrado del interior con la atmósfera fresca y vigorizante del exterior, renovada por los remolinos y la caída de la catarata. La pesada brisa de la noche barría la superficie del río y parecía llevar el estruendo de las cataratas al interior de la caverna, de donde salía grave y perseverante, como el trueno que retumba más allá de unas colinas lejanas. La luna había salido, y su luz refulgía en las aguas, pero el extremo de la roca donde se encontraban todavía permanecía en la oscuridad.

Salvo por los sonidos que producían las aguas apresuradas y las ocasionales turbulencias del aire, el escenario era tan silencioso como cabía esperar de la noche y de un lugar solitario. En vano los ojos de todos rastreaban las orillas en busca de algún signo de vida que pudiera explicarles la naturaleza del grito que les había interrumpido. Sus miradas ávidas e impacientes no distinguían, en aquella luz engañosa, sino rocas desnudas y árboles rectos e inmóviles.

—Nada puede percibirse aquí, salvo la oscuridad y la paz de una noche maravillosa —susurró Duncan—. ¡Cómo apreciaríamos esta escena y su sugerente soledad en cualquier otro momento, Cora! Imaginad que os halláis segura, y tal vez así lo que ahora acrecienta vuestro temor os parezca soportable, e incluso grato…

—¡Escuchad! —le interrumpió Alicia.

El aviso era innecesario. El mismo sonido se alzó una vez más, como si naciera del cauce del río, y rompiendo los estrechos límites de los acantilados se extendió por todo el bosque, en cadencias lejanas y decrecientes.

—¿Hay aquí alguien que pueda dar nombre a un grito así? —preguntó Hawkeye cuando el último eco se perdió a lo lejos—. Si lo hay, que hable; por mi parte, creo que se trata de algo que no pertenece a esta tierra.

—Sí —dijo Duncan—, aquí mismo está quien puede esclarecer vuestras dudas. Conozco ese sonido muy bien, por haberlo oído a menudo en el campo de batalla y en situaciones que son frecuentes en la vida militar. Es el grito que lanza el caballo en su agonía, con frecuencia a causa del dolor, pero a veces a causa del pánico. O bien mi fiel caballo es en este momento presa de las fieras del bosque o bien se encuentra ante un peligro que no sabe evitar. Pude confundir su relincho en la caverna, pero lo conozco demasiado bien como para equivocarme al aire libre.

El explorador y sus compañeros escucharon la sencilla explicación con el interés de quienes aprenden algo nuevo al tiempo que desechan unas ideas que empezaban a resultarles intolerables. Con su acostumbrada y expresiva exclamación de «¡Uf!», los dos indios manifestaron el asombro que les causaba la verdad; el explorador, tras breve reflexión, replicó:

—No puedo desmentir vuestras palabras. Entiendo poco de caballos, aunque no escasean en el lugar donde nací. Los lobos habrán ocupado la escarpadura que se alza sobre ellos y estarán rondándolos; por eso nos piden ayuda, de la mejor manera que saben. Uncas —continuó en idioma delaware—, toma la canoa, acércate a esa manada y arroja entre ellos una tea encendida, no sea que el miedo, más que los propios lobos, haga huir a los caballos, y nos veamos sin montura por la mañana, cuando más necesidad tenemos de adelantar camino.

El joven indio ya había llegado al agua cuando un largo aullido se alzó en la orilla y se adentró con rapidez en las profundidades del bosque, como si las fieras, de común acuerdo y repentinamente atemorizadas, renunciasen a sus presas. Uncas volvió al instante y los tres hombres del bosque tuvieron otro de esos intercambios de opiniones, con graves semblantes y en voz baja.

—Nos hemos comportado —dijo Hawkeye volviéndose hacia los demás— como cazadores que han perdido de vista las señales del cielo, y para quienes el sol se ha ocultado durante días; pero ya empezamos a distinguir las señales que deben guiarnos, y se ha aclarado la senda que vamos a seguir. Sentaos a la sombra de aquella haya, más espesa que la de los pinos, y veamos qué nos depara el Señor ahora. Conviene que habléis en voz baja, o quizá sea preferible, y desde luego más sensato, que permanezcamos en silencio.

El modo de expresarse del explorador, impresionante por su gravedad, indicaba que había recuperado su aplomo característico. Era evidente que su momentánea debilidad se había desvanecido con la explicación de un misterio que su propia experiencia no había podido desvelar y, aunque ahora era perfectamente consciente de la realidad de su situación, estaba dispuesto a afrontarla con todo el vigor de su ruda naturaleza. Esa actitud parecía ser también la de los indios, que se habían situado en unas posiciones desde las que dominaban completamente ambas orillas, y que al mismo tiempo les permitían permanecer ocultos. En esas circunstancias, la prudencia más elemental aconsejaba a Heyward y a sus compañeros que imitasen una precaución tan inteligente. El joven tomó un montón de ramas de saxafrax y las extendió en el suelo de la hendidura que separaba ambas cavernas. Las dos hermanas se sentaron sobre ellas, a resguardo de balas y flechas y parcialmente aliviadas por el hecho de que ningún peligro podía aproximárseles sin previo aviso. El propio Heyward estaba tan cerca que podía comunicarse con ellas sin necesidad de levantar demasiado la voz, y David, a imitación de los hombres de los bosques, acomodó su cuerpo entre las hendiduras de las rocas, de tal modo que sus desgarbados miembros dejaron de resultar ofensivos para la vista.

Transcurrieron así varias horas sin más interrupción. La luna alcanzó su cenit y arrojó verticalmente su suave luz sobre la encantadora imagen de ambas hermanas, que dormían abrazadas. Duncan había cubierto con el amplio manto de Cora aquella visión que le resultaba enternecedora, y luego había buscado un poco de descanso apoyando la cabeza en la dura almohada de las rocas. David empezó a emitir unos ronquidos que habrían resultado insoportables a sus delicados oídos si hubiera podido escucharlos. Todos, en fin, salvo Hawkeye y los dos mohicanos, se habían entregado al descanso y al sueño. Pero la atención de estos vigilantes protectores no cedía ni se relajaba. Inmóviles como la roca de la que parecían formar parte, permanecían allí, recorriendo constantemente con la mirada la oscura franja de árboles que flanqueaba las orillas de la estrecha corriente. Ni un sonido se les escapaba, y el examen más sutil no hubiera podido asegurar que respiraban. Aquellas precauciones, en apariencia excesivas, eran fruto de una experiencia que ninguna argucia de sus enemigos era capaz de burlar. No hubo novedad alguna hasta que la luna se ocultó, y la palidez del cielo sobre los árboles que se alzaban en el recodo del río, un poco más abajo, anunció el amanecer.

Fue entonces cuando, por primera vez, Hawkeye se irguió. Se deslizó por la roca y arrancó a Duncan de su pesado sueño.

—Ha llegado la hora de iniciar el viaje —susurró—; despertad a las damas y preparadlas para embarcar en la canoa cuando me aproxime.

—¿Habéis tenido una noche tranquila? —preguntó Heyward—. Por lo que a mí respecta, me temo que el sueño ha podido con mi afán de vigilancia.

—Todo está aún tan tranquilo como a medianoche. Actuad en silencio, pero con rapidez.

A estas alturas Duncan ya estaba del todo despierto, e inmediatamente procedió a retirar el manto que cubría a las mujeres. El movimiento hizo que Cora levantase una mano como para rechazarlo, mientras Alicia, todavía dormida, murmuraba con su voz suave y dulce:

—No, no, padre querido, nunca estuvimos solas. Duncan permaneció siempre a nuestro lado.

—Sí, inocente criatura —murmuró el joven—. Duncan está aquí, y mientras tenga vida o haya peligro no os abandonará. ¡Cora, Alicia, despertad! ¡Es hora de irnos!

Un grito agudo de la más joven de las hermanas y la imagen de la otra irguiéndose ante él, con gesto de indecible horror, fueron las respuestas que obtuvo. Aún no había Heyward terminado de hablar cuando se levantó tal cúmulo de gritos y alaridos que la sangre pareció huir de las venas del joven, concentrándose en su corazón. Fue como si todos los demonios del infierno se hubieran apoderado del lugar, y hubiesen traducido sus odios y rencores en sonidos terribles. Los gritos no provenían de ningún lugar determinado, aunque poblaban los bosques y, según imaginaban los amedrentados oyentes, llenaban las cavernas, las rocas, el cauce del río y la atmósfera entera. David alzó su larga estatura en medio del tremendo alboroto y, con una mano en cada oído, preguntó, sin dirigirse a nadie en particular:

—¿De dónde viene ese griterío? ¿Acaso ha estallado el infierno, para que los hombres lancen esos gritos horribles?

En aquel instante brillaron en la orilla los fogonazos y se sucedieron las rápidas detonaciones de una docena de rifles. El infortunado maestro cantor, que tan imprudentemente se había expuesto, cayó sin sentido sobre la roca donde poco antes había estado descansando. Los atacantes lanzaron un aullido de triunfo y los mohicanos, airados, les devolvieron el grito. Hubo un intercambio rápido y cerrado de disparos, pero ambos bandos sabían demasiado bien los riesgos que corrían como para exponer siquiera un dedo al fuego enemigo. Convencido de que solo se salvarían si lograban huir, Duncan aguzaba intensamente el oído, acechando la llegada del explorador con la canoa. El río brillaba y sus aguas se deslizaban con la velocidad de costumbre, pero la canoa no aparecía en parte alguna. Comenzaba a pensar que el explorador los había abandonado cruelmente a su suerte cuando un destello nació de la roca situada a su espalda y un grito feroz, entremezclado con un aullido de agonía, anunció que el mensajero de la muerte, salido del arma fatal de Hawkeye, había encontrado una víctima. Ante una respuesta tan contundente, el enemigo se retiró y el lugar recuperó poco a poco la calma previa al ataque.

Duncan aprovechó aquel momento favorable para saltar junto al cuerpo de Gamut y llevarlo al resguardo de la estrecha hendidura que protegía a las hermanas. Poco después, el grupo entero se reunió en este punto, que ofrecía una seguridad relativa.

—El pobre diablo ha salvado su cabellera —dijo Hawkeye con frialdad, y le pasó una mano por la cabeza—, pero también ha demostrado que hay quienes nacen con una lengua demasiado larga. ¡Fue una locura exponer un metro ochenta de estatura humana, sobre una roca desnuda, a la puntería de esos salvajes enfurecidos! ¡Solo me extraña que esté con vida!

—¿No ha muerto, entonces? —preguntó Cora, con una voz que ponía de manifiesto hasta qué punto en su interior el horror pugnaba con su habitual serenidad—. ¿Podemos hacer algo para ayudarle?

—No, no ha muerto. Todavía le late el corazón, y cuando haya dormido un poco recobrará el sentido y será algo más sabio, al menos hasta que le llegue su verdadera hora —contestó Hawkeye mirando de lado el cuerpo insensible del músico, mientras volvía a cargar su rifle con cuidado—. Llévalo dentro, Uncas, y acuéstalo sobre el ramaje. Cuanto más le dure el sueño, mejor para él, y dudo que haya mejor refugio que este en todas estas rocas. Además, no serviría de nada que les cantase a los iroqueses.

—¿Creéis, entonces, que se repetirá el ataque? —preguntó Heyward.

—Eso es como preguntarme si creo que un lobo hambriento se contentaría con dar un mordisco. Han perdido a un hombre, y tienen por costumbre retirarse cuando sufren una pérdida. Pero volverán al ataque con mayor resolución y nuevas argucias para vencernos y arrancarnos las cabelleras. Nuestra única esperanza —continuó, mientras una sombra de ansiedad pasaba por su semblante como una nube— es mantenernos en esta roca hasta que Munro pueda enviarnos un destacamento de ayuda. ¡Quiera Dios que sea pronto y que al mando esté alguien que conozca a los indios!

—Ya habéis oído, Cora, la suerte que podemos correr —dijo Duncan—; pero ya sabéis que del amor de vuestro padre y de su experiencia cabe esperarlo todo. Quedaos con Alicia en la caverna, donde estaréis a salvo de los rifles asesinos de nuestros enemigos, y donde podéis prestar mejor vuestros cuidados a nuestro desafortunado compañero.

Las hermanas se adentraron con él en la cueva exterior, donde David estaba empezando a recuperarse, y tras encomendarles el cuidado del herido se dispuso inmediatamente a salir.

—¡Duncan! —le llamó Cora con voz trémula cuando ya llegaba al umbral de la caverna. Se volvió él y advirtió en el rostro de la mujer una palidez mortal, los labios temblorosos y una expresión tan intensa en la mirada que le hizo retroceder en seguida—. ¡Recordad, Duncan, hasta qué punto depende nuestra seguridad de la vuestra, cuán sagrada debe ser para vos la misión que os confió un padre amante, cuántas cosas, en fin, dependen de vuestra discreción y vuestro cuidado, y —añadió, mientras sus mejillas, al ruborizarse, delataban sus sentimientos— cuán querido sois para todo el que lleva el apellido Munro!

—Si algo puede aumentar mi propio apego a la vida —replicó Heyward, mientras sus ojos buscaban inconscientemente la juvenil figura de la silenciosa Alicia—, es una confianza tan firme. Pero, tal como dice nuestro buen amigo, mi deber como comandante del sexagésimo Regimiento es participar en la lucha. No será difícil; se trata solo de mantener a esos salvajes a raya durante unas horas.

Sin esperar a que Cora le contestase, se separó de las hermanas y se unió al explorador y a sus compañeros, que todavía se amparaban en la estrecha hendidura, entre las dos cuevas.

—Te repito, Uncas —decía Hawkeye en el momento en que Heyward se les acercó—, que estás desperdiciando la pólvora, y que el retroceso del rifle impide que el disparo vaya al lugar donde apuntas. Poca pólvora, poco plomo y el brazo bien extendido es cuanto hace falta para matar a un mingo. Por lo menos esa es mi experiencia al respecto. Pero vámonos de aquí, amigos, cada uno a su puesto, que nadie puede saber con seguridad cuándo ni dónde estarán de nuevo los maquas.

Los indios ocuparon en silencio los emplazamientos asignados, unas aberturas en las rocas desde donde controlaban la aproximación del enemigo al pie de las cataratas. En el centro de la pequeña isla habían enraizado algunos pinos bajos y endebles, formando una espesura hacia la cual Hawkeye, seguido de Duncan, corrió con la celeridad de un ciervo. Allí se ocultaron, en la medida en que lo permitían las circunstancias, entre arbustos y fragmentos de roca. Sobre ellos había una gran peña desnuda y redondeada, a ambos lados de la cual el agua caía con estruendo sobre el abismo, de la forma ya descrita. Como ya había amanecido, las orillas opuestas ya no presentaban un perfil confuso, y podían ver los bosques y apreciar detalles que hasta entonces habían escapado a su atención.

Permanecieron así durante largo tiempo, sin percibir indicios de que los indios preparasen un nuevo ataque, y Duncan empezaba a pensar que sus disparos habían sido más efectivos de lo que había supuesto, y que sus enemigos se habían retirado definitivamente. Pero, cuando expuso su opinión a Hawkeye, la respuesta de este fue un incrédulo movimiento de cabeza.

—No conocéis a los maquas si pensáis que se retirarían con tanta facilidad, sin haber obtenido una sola de nuestras cabelleras —contestó—. Por los gritos que oímos esta madrugada sé que eran por lo menos cuarenta. Y, como también ellos conocen nuestro número y quiénes somos, no abandonarán la caza tan pronto. ¡Silencio! ¡Mirad allá arriba, junto a la orilla, donde el agua choca contra las rocas! ¡Apostaría algo a que esos atrevidos demonios han cruzado el río a nado junto a la catarata, y para nuestra desgracia han llegado al extremo de la isla! ¡Cuidado! ¡No habléis y ocultaos si no queréis veros sin cabellera en el tiempo que tarda el cuchillo en cortarla!

Heyward levantó la cabeza con cuidado y admiró lo que podía considerarse, con justicia, una muestra de audacia y habilidad. El río había desgastado el borde de la blanda roca, hasta hacer la primera catarata menos abrupta y perpendicular. Sin más guía que la ondulación de la corriente al chocar contra la cabecera de la isla, un grupo de sus insaciables enemigos se había puesto a merced de las aguas y había nadado hasta aquel punto, sabiendo que, si lo alcanzaban, podrían acceder a sus victimas.

En el momento en que Hawkeye había terminado de hablar, cuatro cabezas humanas se asomaban mirando por encima de unos troncos que la corriente había depositado sobre aquellas rocas desnudas, y que probablemente habían sugerido la temeraria idea. Poco después una quinta figura fue vista agitándose junto al borde verdoso de la catarata, un poco más allá del contorno de la isla. El salvaje luchaba denodadamente por alcanzar un lugar seguro, y ayudado por la corriente ya estiraba un brazo para alcanzar las manos que le tendían sus compañeros, cuando un remolino lo arrastró. Pareció alzarse en el agua con los brazos abiertos y los ojos desorbitados y cayó, con una inmersión repentina, en un abismo atronador y profundo, en el que desapareció. En la cueva llegó a oírse un solo grito desesperado y agónico, y luego volvió a hacerse el silencio.

El primer impulso de Duncan, por demás generoso, había sido lanzarse para intentar salvar al desgraciado, pero la férrea mano del inconmovible explorador le detuvo.

—¿Queréis causarnos una muerte cierta, indicando a los mingos dónde nos escondemos? —le preguntó Hawkeye con severidad—. Nos hemos ahorrado una carga de pólvora, y la munición es algo tan precioso para nosotros como el aire para un ciervo herido. Más vale que renovéis el cebo de vuestras pistolas, porque la humedad del río puede haber afectado a la pólvora, y preparaos para la lucha cuerpo a cuerpo cuando yo haya hecho el primer disparo.

Se puso un dedo en la boca y emitió un silbido largo y agudo, al que los mohicanos respondieron desde las rocas que custodiaban. Duncan tuvo un atisbo de varias cabezas que se erguían entre los troncos varados en el extremo de la isla y que intentaban descubrir el origen de los silbidos, pero se ocultaron rápidamente. Poco después sintió el rumor pausado y continuo de alguien que se arrastraba tras él, y al girarse vio a Uncas, que se acercaba. Cuando el joven jefe llegó junto a ellos, Hawkeye le habló en idioma delaware. Para Heyward, aquel era un momento de ansiedad febril. Pero el explorador quiso aprovecharlo para instruir a sus compañeros más jóvenes sobre el uso de las armas de fuego.

—De todas las armas —comenzó—, el rifle bien templado, de cañón largo y estriado, es la más peligrosa cuando está en las manos apropiadas, aunque requiere brazos firmes, un ojo rápido y mucho cuidado al cargarlo para extraerle todo su rendimiento. Poco saben de su profesión los armeros que fabrican esas armas tan cortas que usa la caballería…

El breve «¡Uf!» del indio le interrumpió.

—¡Ya los veo, muchacho, ya los veo! —continuó Hawkeye—. Ya se disponen para el asalto, porque de lo contrario pondrían más cuidado en ocultarse entre los troncos. ¡Bien, que vengan! —añadió, examinando el pedernal de su rifle—. ¡Al que vaya en cabeza le espera una muerte segura, aunque sería mejor que fuese el mismísimo Montcalm!

En aquel preciso instante otro estallido de gritos pobló el bosque y, obedeciendo la señal acordada, los cuatro salvajes surgieron de entre los troncos. Tan grande era su ansiedad que Heyward quiso lanzarse a su encuentro, pero los ejemplos de serenidad que Uncas y el explorador le daban hicieron que se contuviese.

Cuando sus enemigos, que daban gritos salvajes y saltaban con poderosas zancadas sobre las negras rocas que los separaban, estuvieron a la distancia debida, el rifle de Hawkeye se elevó lentamente entre los arbustos y lanzó su contenido letal. El más adelantado de los indios atacantes dio un brinco como el de un ciervo herido y cayó, cuan largo era, en una de las hendiduras de la isla.

—¡Ahora, Uncas! —gritó el explorador extrayendo su largo cuchillo, mientras sus ojos vivaces relampagueaban ante la inminencia de la lucha—. ¡Encárgate de derribar al último; de los otros dos ya nos ocuparemos!

Uncas obedeció, y ya solo quedaron dos enemigos. Heyward había entregado una de sus pistolas a Hawkeye, y juntos se lanzaron por una ligera pendiente en busca de sus adversarios. Dispararon al mismo tiempo, pero sin suerte.

—¡Me lo figuraba, y os lo advertí! —murmuró el explorador, arrojando la despreciada arma a las cataratas, con amargo desdén—. ¡Vamos, malditos perros del infierno, aquí os espera un hombre sin miedo!

Apenas había pronunciado estas palabras cuando se vio ante un salvaje de estatura gigantesca y fiero aspecto. Al mismo tiempo, Duncan se enfrentaba al otro en parecida lucha cuerpo a cuerpo.

Hawkeye y su adversario se agarraron mutuamente los brazos que empuñaban los cuchillos y, durante casi un minuto, se miraron directamente a los ojos, haciendo uso de todo el poder de sus músculos. Al fin, los endurecidos tendones del hombre blanco prevalecieron sobre los miembros menos ejercitados del indio. El brazo de este comenzó a ceder poco a poco bajo la presión creciente del explorador, quien, liberando con un brusco movimiento su mano armada del puño de su enemigo, le hundió el afilado cuchillo en el pecho, hasta el corazón.

Entretanto, Heyward se veía empeñado en una lucha aún más comprometida. Su espada ligera se había quebrado al rechazar el primer golpe de su rival y solo podía contar con su fortaleza física y su resolución. Aunque en ninguno de estos aspectos era débil, había tropezado con un hombre igual a él en todo. Por fortuna, pronto consiguió desarmarlo y el cuchillo cayó sobre la roca a sus pies. Desde aquel instante, la lucha se convirtió para cada uno de ellos en un esfuerzo desesperado por arrojar al contrario a las cataratas. Cada paso que daban en sus forcejeos los acercaba más al precipicio, junto al cual Duncan sabía que tendría que realizar el esfuerzo supremo y definitivo. Ambos concentraron sus energías en ese esfuerzo, y el resultado fue que la lucha se hizo desesperada en el mismo borde. Heyward sintió entonces que la mano de su enemigo se aferraba en torno a su garganta y vio la sonrisa feroz del indio, resuelto a precipitarse también en las aguas con tal de matarle. Notó que su cuerpo cedía y le invadió el pánico. En aquel preciso momento de inminente peligro, una mano oscura y la hoja brillante de un cuchillo surgieron ante él. Se aflojó la presión sobre su garganta y la sangre manó de los tendones cortados de la muñeca de su enemigo. Y, mientras era empujado atrás por el brazo de Uncas, su salvador, aún pudo distinguir el semblante feroz y contrariado de su enemigo al caer al abismo.

—¡A cubierto, poneos a cubierto! —gritó Hawkeye, que ya se había deshecho de su enemigo—. ¡A cubierto, por vuestras vidas! ¡La lucha no ha terminado aún!

El joven mohicano lanzó un grito de triunfo. Seguido de Duncan, remontó la pendiente por la que habían bajado al encuentro de sus adversarios, y de nuevo buscaron la grata protección de las rocas y los arbustos.

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