Capítulo XXXII
Capítulo XXXII
Pero las plagas se extenderán y las hogueras fúnebres crecerán
hasta que el gran rey, sin cobrar rescate,
libere a Criseida, la doncella de los ojos negros.
P
Mientas Uncas distribuía de este modo sus fuerzas, los bosques permanecían en calma y, si exceptuamos a quienes participaban en el consejo, tan deshabitados en apariencia como cuando el Todopoderoso acabó de crearlos. Un observador podía mirar en cualquier dirección, a través de la masa de árboles, sin ver objeto alguno que no perteneciera propiamente a aquel escenario pacífico y soñoliento. Aquí y allí se oía un pájaro revoloteando entre las hayas, y en ocasiones una ardilla dejaba caer una nuez, atrayendo hacia el lugar las miradas del grupo. Pero tan pronto cesaba la interrupción, los guerreros volvían a sentir el viento que murmuraba sobre sus cabezas, a lo largo de aquella superficie verde y ondulante que se extendía, sin más interrupción que las corrientes y los lagos, sobre una vasta región del país. El silencio era tan profundo en toda la zona boscosa que separaba el campamento de los delawares y el de los hurones que parecía como si ningún ser humano se hubiese adentrado allí nunca. Pero Hawkeye, que iba en vanguardia, conocía demasiado bien la forma de actuar de sus enemigos como para dejarse engañar por aquella tranquilidad engañosa.
Una vez reunida su pequeña partida y con al brazo, el explorador hizo una señal silenciosa para que le siguieran. Retrocediendo durante un largo trecho, los condujo hasta el lecho de un pequeño arroyo que poco antes habían cruzado en sentido contrario. Allí se detuvo, y tras aguardar a sus guerreros les preguntó en delaware:
—¿Sabe alguno de vosotros dónde nos llevará esta corriente?
Levantando la mano, un delaware mostró la juntura de dos dedos y respondió:
—Antes de que el sol llegue a su cenit, el agua pequeña se unirá a la grande —y, señalando en determinada dirección con un dedo, añadió—: Luego, las dos irán juntas, hacia el hogar de los castores.
—Es lo que yo pensaba —replicó el explorador, mirando las copas de los árboles—, a juzgar por el curso que lleva y por la forma de aquellos montes. Adelante, pues. Yendo por las orillas estaremos a cubierto hasta que descubramos a los hurones.
Sus compañeros dejaron escapar la habitual exclamación de asentimiento. Pero, al advertir que el explorador se disponía a ir en cabeza, un par de guerreros le indicaron por señas que algo ocurría. Al mirar hacia atrás, Hawkeye se dio cuenta de que el maestro de canto los había seguido hasta allí.
—No sé si sabréis, amigo —le dijo el explorador con gravedad, y con el orgullo de quién es consciente de su propia importancia—, que esta expedición tiene un cometido muy difícil, y que quien está al mando no dejará descansar a sus hombres ni un momento. Puede que no transcurran ni cinco minutos antes de que nos tropecemos con los hurones.
—Aunque no he sido informado de vuestras intenciones —replicó David ruborizándose un poco, mientras sus ojos, normalmente tranquilos e inexpresivos, brillaban con un fuego desacostumbrado—, vuestros hombres me han recordado a los hijos de Jacob cuando lucharon contra los siquemitas, porque uno de estos había querido casarse a la fuerza con una mujer del pueblo elegido por el Señor. Ahora bien, he viajado mucho, y he pasado buenos momentos y también malos en compañía de la joven que buscáis, y aunque no soy hombre de guerra, y poco sé de batallas y otras gestas, me gustaría batirme por ella.
El explorador titubeó, como si calibrara las consecuencias de aquel extraño alistamiento, antes de responder:
—No conocéis el manejo de las armas y no lleváis rifle. Creedme, nosotros sabremos recuperar a esa joven y arrebatársela a los mingos.
—Aunque nunca me he enfrentado al sanguinario Goliat —respondió David, extrayendo una honda de su atuendo llamativo y rústico—, no he olvidado el ejemplo del muchacho judío. De joven practiqué mucho con esta antigua arma de guerra, y todavía la manejo con cierta eficacia.
—Puede que esto sirva de algo contra las flechas, e incluso contra los cuchillos —dijo Hawkeye, examinando con expresión de desconfianza la honda que le mostraba David—, pero cada uno de estos mingos ha recibido de los franceses un buen fusil de cañón estriado. Sin embargo, puesto que tenéis el don de pasar entre el fuego enemigo sin sufrir daño alguno, y puesto que hasta ahora habéis sido favorecido… —se interrumpió para dirigirse a Heyward—. Mayor, lleváis el rifle sin seguro, y un solo disparo antes de tiempo significaría la pérdida inútil de veinte cabelleras… Cantor, podéis seguirnos; quizá nos seáis útil cuando llegue el momento de entonar el grito de guerra.
—Gracias, amigo —replicó David, mientras se aprovisionaba de municiones recogiendo guijarros del arroyo, como su real tocayo—. Aunque no siento deseos de matar a nadie, si me hubierais rechazado, me habría entristecido mucho.
—Recordad —añadió el explorador, tocando en su propia cabeza el lugar donde Gamut había sido herido tiempo atrás— que vamos a luchar, y no a celebrar un concierto. Hasta que haya que proferir el grito de guerra, solo deben hablar los rifles.
David asintió con la cabeza, dando a entender que seguiría las instrucciones de su compañero, y Hawkeye, tras mirar significativamente a sus hombres, dio la orden de avanzar.
La ruta elegida seguía, a lo largo de una milla, el lecho del arroyo. Aunque se hallaban protegidos por las orillas escarpadas y por la espesura de la maleza que crecía en los márgenes, tomaron todas las precauciones posibles en previsión de un ataque indio. Un explorador se arrastraba más que andaba a cada flanco, para controlar así lo que sucedía en el bosque, y de cuando en cuando la partida entera se detenía y aguzaba los oídos, en busca de ruidos sospechosos, con esa intensidad de percepción propia de quienes viven en plena naturaleza. No hubo interrupciones, y alcanzaron el punto donde la corriente secundaria se unía a la principal sin obtener indicio alguno de la proximidad del enemigo. Una vez allí, el explorador volvió a detenerse para examinar el bosque.
—Quizá tengamos un buen día para luchar —dijo en inglés, dirigiéndose a Heyward y mirando las nubes, que empezaban a agruparse en el cielo—. Un sol brillante y un cañón reluciente no ayudan a hacer buenos disparos. Todo nos favorece. Como el viento sopla hacia nosotros, nos hará llegar sus ruidos y el humo de sus hogueras, lo que no es poco. Ellos, en cambio, solo sabrán de nosotros después del primer disparo. Pero a partir de aquí estamos al descubierto. Los castores se han enseñoreado de este lugar desde hace cientos de años y, como veis, han dejado muchos tocones y pocos árboles que puedan protegernos.
Hawkeye estaba en lo cierto. El arroyo tenía una anchura irregular. Unas veces discurría por estrechas fisuras de las rocas, y otras se extendía sobre amplias zonas y las anegaba. A lo largo de sus riberas se alineaban las reliquias de árboles muertos en diversos estados de decadencia. Había desde troncos resecos y oscilantes, que parecían gemir al moverse, hasta ejemplares que habían sido privados en tiempos recientes de esa cubierta arrugada que misteriosamente contiene el principio esencial de sus vidas. Había también, entre unos y otros, leños cubiertos de musgo, restos funerarios de una generación anterior desaparecida mucho antes.
El explorador observó con singular atención todos aquellos detalles. Sabía que el campamento de los hurones estaba a una media milla escasa del arroyo y, con la ansiedad propia de quien teme un peligro oculto, estaba preocupado por la ausencia de señales del enemigo. Una o dos veces sintió la tentación de ordenar un ataque por sorpresa contra el poblado, pero la evidencia del riesgo le hizo desistir. Volvió a escuchar con atención, por si le llegaba algún ruido de lucha procedente del lugar donde se había separado de Uncas; pero no había nada audible salvo el suspiro del viento, que había empezado a soplar en ráfagas, como si anunciase tormenta. Al fin, cediendo a una impaciencia que casi nunca sentía, decidió actuar sin demora, y apartarse del arroyo sin dejar por ello de mantener las precauciones.
Mientras hacía estas observaciones, el explorador se había mantenido oculto en la maleza, y sus hombres habían permanecido en el barranco a través del cual desembocaba la corriente más pequeña. Pero, al oír su tímida señal, toda la partida abandonó la ribera y, como una bandada de espectros oscuros, le rodeó en silencio. Tras señalarles la dirección en que deseaba avanzar, Hawkeye inició la marcha y todos le siguieron en fila, pisando sus huellas con tanta exactitud que, de no ser por Heyward y por David, habría cabido pensar que el rastro que dejaban era el de un solo hombre.
Pero hacía muy poco que habían salido al descubierto cuando la descarga de una docena de rifles sonó a sus espaldas, y un delaware saltó en el aire, como un ciervo herido, antes de caer muerto.
—¡Ya me temía yo un truco así! —exclamó el explorador en inglés, y al momento añadió en su idioma de adopción—: ¡Todos a cubierto, y cargad las armas!
La partida se dispersó al oír la orden, y antes de que Heyward se hubiera recuperado de la sorpresa se encontró solo con David. Por fortuna, los hurones habían retrocedido en seguida, y de momento estaban a salvo de su fuego. Pero aquella situación no podía durar mucho, y el explorador dio ejemplo y se puso a perseguir al enemigo, disparando y ocultándose de árbol en árbol.
Todo hacía creer que aquel ataque repentino había sido llevado a cabo por un grupo reducido de hurones, que sin embargo iba creciendo en número a medida que se retiraban, hasta reunir casi el mismo número de rifles que los delawares. Heyward ocupó su puesto entre los combatientes y empezó a responder a los disparos. El combate aumentó en violencia, y el avance se detuvo. Hubo pocos heridos, porque los guerreros de ambos bandos se escudaban en los árboles y solo se exponían para apuntar y disparar. Pero la situación se tornaba cada vez más difícil para el grupo de Hawkeye. El explorador advirtió el peligro sin saber cómo conjurarlo. Comprendió que era más peligroso retirarse que permanecer, pese a que el enemigo los atacaba por el flanco, lo que hacía doblemente difícil mantenerse a cubierto. La superioridad del fuego enemigo casi los había obligado a dejar de disparar, y empezaban a pensar que los hurones estaban rodeándolos cuando oyeron los gritos de combate y el estampido de las armas, que retumbaban bajo las arcadas del bosque y que procedían del lugar donde estaba apostado Uncas, un poco por debajo del nivel donde combatían Hawkeye y sus hombres.
Los efectos producidos por este ataque se dejaron sentir de inmediato y produjeron en Hawkeye y los suyos una agradable sensación de seguridad. Parecía como si el enemigo, que antes se había anticipado a los delawares, no hubiera calculado la posibilidad de otro ataque por sorpresa, y ahora dispusiera de un contingente insuficiente de hombres para resistir al impetuoso Uncas. Que esto era así se demostró por el modo en que la batalla se desplazó desde el bosque hacia el poblado, y por la rapidez con que la mayoría de cuantos se oponían al avance de Hawkeye corrieron a reforzar el frente que era su principal línea de defensa.
Animando a sus seguidores con su voz y con su ejemplo, el explorador ordenó un nuevo avance. La estrategia se reducía a ir tras los hurones sin dejar de cubrirse. Fue obedecido de inmediato, y los hurones se vieron obligados a abandonar. El escenario del combate cambió con rapidez desde el terreno más despeñado donde había dado comienzo a una zona de mayor espesura, donde los perseguidos encontraron cobijo. La lucha se hizo más ardua, y el resultado volvió a parecer incierto. Aunque no tenían más muertos, había muchos heridos entre los delawares, a causa de la posición desventajosa en que se encontraban.
En aquella crítica situación, Hawkeye se ocultó tras el mismo árbol que servía de escudo a Heyward. La mayoría de sus seguidores estaban cerca, un poco hacia su derecha, donde mantenían intercambios de fuego rápidos pero infructuosos con los hurones, bien resguardados.
—Sois un hombre joven, mayor —le dijo Hawkeye, apoyando la culata de en tierra y recostándose contra el tronco, un tanto fatigado por sus recientes esfuerzos—, y quizá algún día os corresponda mandar un ejército contra estos malditos mingos. Aquí mismo podéis apreciar la filosofía del combate con los indios. Lo más importante es tener la mano siempre dispuesta para apretar el gatillo, un ojo avizor y un buen escondite. Si ahora tuvierais a vuestra disposición una compañía del Regimiento Real de América, ¿cómo les ordenaríais combatir?
—Las bayonetas abrirían un camino bastante ancho.
—Ay, bien se ve que razonáis como un blanco; pero un hombre debe preguntarse a sí mismo, en estos bosques, cuántas vidas puede ahorrar. No, son los caballos —continuó el explorador, moviendo la cabeza pensativo—, aunque me avergüence decirlo, quienes acabarán decidiendo estas escaramuzas. Los caballos son mejores que los hombres, y habrá que recurrir a ellos. Poned unos cascos bien herrados tras los mocasines de los indios, y cuando estos hayan descargado su rifle una vez no podrán detenerse para volver a cargarlo.
—Es un tema que me gustaría discutir en otra ocasión más apropiada —replicó Heyward—. ¿Qué os parece si cargamos ahora?
—No veo ningún mal en hacer alguna reflexión mientras se repone el resuello, amigo —comentó el explorador—. En cuanto a esa carga que me proponéis, no puedo deciros que me atraiga demasiado, porque perderíamos uno o dos cabelleras en el intento. Pero —añadió, inclinando la cabeza a un lado para captar mejor los sonidos del combate lejano—, si hemos de servir de ayuda a Uncas, habrá que deshacerse de esos rufianes que tenemos ahí delante.
Se volvió con aire decidido y habló a sus indios en su idioma. Un grito unánime respondió a sus palabras. Obedeciendo a una señal, cada guerrero abandonó con rapidez el árbol que le protegía. La visión de tantos cuerpos oscuros, deslizándose ante sus ojos en el mismo instante, atrajo el fuego indiscriminado, y por tanto ineficaz, de los hurones. Sin pararse a respirar, los delawares avanzaron a saltos, como las panteras cuando van tras su presa. Hawkeye iba al frente, blandiendo su terrible rifle y animando a sus seguidores con su ejemplo. Solo algunos de los hurones más viejos y experimentados, que no se habían dejado engañar por aquel ardid destinado a dispersar su fuego, dispararon ahora desde más cerca con gran eficacia, y justificaron los temores del explorador derribando a tres de sus mejores guerreros. Los delawares no cejaron en su empeño, y con su ferocidad característica desalojaron a los hurones de sus escondites.
El combate cuerpo a cuerpo fue muy breve, y el enemigo cedió terreno con rapidez hasta alcanzar el lado opuesto de la espesura, donde volvieron a ponerse a cubierto, con esa obstinación propia de las fieras acosadas. La suerte del combate parecía otra vez indecisa, cuando el disparo de un rifle sonó a espaldas de los hurones, y una bala pasó silbando desde uno de las construcciones de los castores que se alzaban en el claro situado tras ellos. A continuación se oyó un grito de guerra atronador.
—¡Ya ha hablado el Sagamore! —exclamó Hawkeye, respondiendo al grito con su voz estentórea—. Ahora los tenemos entre dos fuegos.
Los hurones reaccionaron de manera inmediata. Desmoralizados por aquel ataque que los hacía quedar al descubierto, lanzaron gritos de desesperación y se dispersaron, sin pensar más que en huir. Muchos murieron en el intento, bajo las balas y los golpes de sus perseguidores.
No nos detendremos a describir el encuentro entre el explorador y Chingachgook, o el aún más conmovedor que tuvo lugar entre Duncan y Munro. Unas palabras breves y apresuradas sirvieron para poner al corriente a ambas partes. Ante sus hombres y señalando al Sagamore, Hawkeye le transmitió su autoridad. Con la dignidad que siempre caracteriza a los jefes indios, Chingachgook asumió el mando que le correspondía por su nacimiento y su experiencia. Siguiendo los pasos del explorador, condujo la partida de regreso a través de la espesura. Mientras avanzaban, sus hombres iban arrancando las cabelleras de los hurones muertos y ocultando los cadáveres propios. Al llegar a determinado lugar, el viejo mohicano decidió hacer alto.
Los guerreros que habían luchado con tanta dureza en el combate precedente se encontraban ahora en una pequeña elevación poblada de árboles, en número suficiente para ocultarlos. A sus pies había una ladera escarpada, y ante sus ojos se extendía un valle estrecho y boscoso, donde Uncas continuaba luchando contra el grueso de las fuerzas enemigas.
El mohicano y sus amigos avanzaron hasta el borde de la colina y escucharon con atención el estruendo del combate. Algunos pájaros que habían abandonado sus nidos revoloteaban asustados sobre la espesura del fondo del valle, y en algunos puntos donde el combate era más encarnizado se divisaban nubecillas de humo blanco que ya se mezclaban con el aire.
—La lucha viene hacia aquí, ladera arriba —dijo Duncan, señalando la aparición de nuevas nubecillas de humo—. Estamos en el centro de su línea de combate, y en esta posición no les serviremos de mucha ayuda.
—Seguirán por esa hondonada, donde los árboles se espesan —dijo el explorador—, y entonces nos encontraremos en uno de sus flancos. Apresúrate, Sagamore. A duras penas vas a tener tiempo de lanzar el grito de guerra y de conducir a tus jóvenes guerreros al combate. Yo lucharé ahora en compañía de gente de mi propio color. Pero ya me conoces, mohicano: ningún hurón cruzará el torrente y se pondrá a tu espalda sin antes encontrarse con .
El jefe indio se detuvo un momento más para observar las señales del combate, que ahora ascendía con rapidez por la ladera, prueba evidente del triunfo de los delawares, y no abandonó el lugar hasta que las balas que disparaban sus amigos empezaron a caer cerca de él, entre las hojas muertas del suelo, como el granizo que precede a la tormenta. Hawkeye y sus tres compañeros retrocedieron unos pasos para ponerse a cubierto, y aguardaron con una calma que solo podía ser fruto de su larga experiencia.
No pasó mucho tiempo antes de que el eco de los bosques dejara de acompañar a los disparos, que ahora sonaban al aire libre. Los hurones fueron apareciendo; habían sido expulsados del bosque y se reagrupaban al llegar al claro, como si fuera allí donde pensaban librar la última batalla. Pronto se les unieron otros, hasta componer una larga línea de figuras atezadas que buscaban una posición favorable. Heyward comenzó a impacientarse, y a dirigir a Chingachgook miradas llenas de ansiedad. El jefe se había sentado en una roca y lo observaba todo con serenidad, como si no tuviera intención de participar en el combate.
—¡Es hora de que ataquen los delawares! —dijo Duncan.
—Aún no, aún no —replicó el explorador—. El Sagamore espera que se acerquen más. Mirad, mirad: esos bribones se están concentrando en aquellos pinos como un enjambre de abejas cansadas de volar. ¡Por Dios, que hasta una mujer podría hacer blanco entre tanto indio!
En aquel preciso instante sonó el grito de guerra del Sagamore, y una docena de hurones cayó bajo los disparos de Chingachgook y sus hombres. Se oyó un alarido de triunfo al que respondió otro grito de guerra procedente del bosque, y un clamor que parecía nacer de un millar de gargantas atravesó el aire. Los hurones dudaron y abandonaron el centro de sus líneas. Aprovechando aquella brecha, Uncas salió del bosque a la cabeza de cien de sus guerreros.
Moviendo sus manos a derecha e izquierda, el joven señaló las posiciones del enemigo. Las dos alas en que se habían dividido los hurones se retiraron, buscando de nuevo la protección del bosque y seguidas de cerca por los victoriosos lenapes. Poco después, los sonidos fueron haciéndose más difusos, y volvieron a retumbar bajo las arcadas de los árboles. Pero un pequeño grupo de hurones parecía reacio a cubrirse y se retiraba, como una manada de leones acorralados, por la ladera del risco que Chingachgook y los suyos acababan de abandonar para tomar parte en la refriega. Magua destacaba entre ellos, tanto por la fiereza de su salvaje expresión como por la orgullosa autoridad que aún mantenía.
En su afán por continuar la persecución, Uncas se había adelantado hasta quedarse casi solo. Pero tan pronto como avistó a , olvidó toda otra consideración. Profirió su grito de guerra, que hizo que seis o siete de sus enemigos se fijaran en él, y corrió hacia su enemigo sin advertir que estaba en inferioridad de condiciones. , que vigilaba sus movimientos, sintió una gran alegría y se detuvo para recibirle. Pero cuando imaginaba que el ímpetu del joven mohicano le había dejado a su merced, sonó otro grito, y se vio a , que corría para ayudar a su amigo, en compañía de los demás blancos. El hurón dio media vuelta, y empezó a retirarse pendiente arriba.
No hubo tiempo para congratularse por la victoria, porque Uncas, sin notar la presencia de sus amigos, continuó persiguiendo a su rival con la velocidad del viento. En vano le llamó Hawkeye para que se pusiera a cubierto. El joven mohicano desafiaba el peligroso fuego de sus adversarios, y pronto los obligó a huir a la misma velocidad con que él avanzaba. Por fortuna, la carrera fue breve y los hombres blancos se encontraban en una posición aventajada, pues de lo contrario el delaware pronto habría rebasado a todos sus compañeros, y habría caído en alguna emboscada. Pero, antes de que ocurriese dicha desgracia, perseguidos y perseguidores llegaron al poblado de los wyandotes, y se enfrentaron en una lucha cuerpo a cuerpo.
Exasperados por la proximidad de sus hogares y hartos de tanta persecución, los hurones se hicieron firmes y combatieron en torno a su choza del consejo con la furia que otorga la desesperación. La pelea era destructiva, como un torbellino: el de Uncas, los golpes de Hawkeye y el todavía vigoroso brazo de Munro se desempeñaron con eficacia, y pronto el suelo se cubrió de enemigos caídos. Aunque luchaba con increíble osadía. Magua siempre conseguía burlar la muerte, como si estuviera bajo esa protección legendaria de que gozan los héroes en las antiguas sagas. Pero al ver caer a casi todos sus seguidores y saberse en inminente peligro, profirió un grito cargado de odio y frustración y abandonó el lugar, acompañado de los otros dos hurones supervivientes, mientras los delawares se apresuraban a arrancar las sangrientas cabelleras de sus enemigos.
Uncas, que en vano le había buscado durante el cuerpo a cuerpo, se lanzó en su persecución, seguido de cerca por Hawkeye, Heyward y David. A veces el explorador intentaba apuntar a Magua con su rifle, pero temía herir a Uncas, y además el jefe hurón se desplazaba con rapidez de un lado a otro, de tal modo que apenas le dejaba oportunidad de disparar. Magua se detuvo como si fuese a hacer un último esfuerzo para vengar su derrota, pero al momento desapareció entre unos arbustos, y sus perseguidores llegaron a tiempo de verle entrar en la cueva que ya conocen nuestros lectores. Hawkeye profirió un grito de alegría, convencido de que iban a capturarle. Los perseguidores irrumpieron en el corredor estrecho y oscuro, a tiempo de tener un atisbo de los hurones que huían. Su paso a través de las galerías y compartimientos subterráneos de la caverna era precedido por los gritos y lamentos de cientos de mujeres y niños. El lugar, visto con la luz incierta que penetraba por algunas grietas entre las rocas, evocaba las sombras de las regiones infernales, pobladas de almas en pena y salvajes demonios.
Como si no tuviera otro propósito en la vida. Uncas no perdió de vista a Magua. Heyward y el explorador, que los seguían a duras penas, compartían, aunque quizá con diferentes intensidades, el deseo de acabar con el jefe hurón. Pero el camino se hacía cada vez más intrincado a través de aquellos pasadizos oscuros y lóbregos, y cada vez eran menos frecuentes las ocasiones en que vislumbraban a los fugitivos. Creían haber perdido el rastro cuando vieron un vestido blanco, que se alejaba al final de un pasillo que parecía conducir a lo alto de la montaña.
—¡Es Cora! —exclamó Heyward, con un tono de voz en el que se entremezclaban el horror y la alegría.
—¡Cora, Cora! —repitió Uncas, saltando como un ciervo.
—¡Es la joven! —grito a su vez el explorador—. ¡Valor, muchacha, ya vamos, ya vamos!
Reanudaron la persecución, con un entusiasmo renovado por aquella breve aparición de la prisionera. Pero el camino se hizo más agreste y, en algún trecho, casi impracticable. Uncas abandonó su rifle y siguió adelante. Heyward le imitó, y ambos tuvieron poco después ocasión de lamentar su imprudencia, al oír el estampido de un rifle cuya bala rozó al joven mohicano.
—¡Es preciso alcanzarlos! —gritó el explorador, adelantando a sus amigos con un esfuerzo desesperado—. A esta distancia, los muy rufianes tienen tiempo de dispararnos y de volver a cargar, y encima utilizan a la joven como escudo.
Aunque pareció que no le escuchaban, sus compañeros le imitaron y se aproximaron lo bastante a los fugitivos como para ver que los dos seguidores de Magua arrastraban a Cora, mientras el jefe hurón iba en cabeza. Por un momento, las siluetas de los cuatro se recortaron contra el cielo por una abertura, y desaparecieron. Ebrios de desesperación, Uncas y Heyward redoblaron unos esfuerzos que ya de por sí eran sobrehumanos, y alcanzaron la salida de la cueva a tiempo de avistar la ruta que tomaban los perseguidos. Iba esta montaña arriba, y seguía un trazado arduo y laborioso.
Entorpecido por el rifle, y movido quizá por un interés menos vivo que el de los jóvenes por la cautiva, el explorador dejó que le adelantaran. Uncas se situó en cabeza. De este modo, rocas, precipicios y otros obstáculos fueron superados en un tiempo muy corto, que en otras circunstancias habría parecido imposible. Pero los impetuosos jóvenes fueron recompensados con el descubrimiento de que la compañía de Cora retrasaba la marcha de los hurones, que iban perdiendo terreno.
—¡Detente, perro wyandote! —exclamó Uncas, agitando su brillante hacia Magua—. ¡Aprende a obedecer a un delaware!
—¡No iré más lejos! —gritó a su vez Cora, deteniéndose inesperadamente junto a un borde rocoso que sobrevolaba un profundo precipicio, a poca distancia de la cima—. ¡Mátame si quieres, odioso hurón, pero no iré más lejos!
Los guerreros que la habían conducido hasta allí alzaron sus con esa alegría impía de quienes disfrutan haciendo el mal, pero Magua detuvo sus brazos. El jefe hurón, después de arrojar sobre la roca las armas que había arrebatado a sus compañeros, tomó su cuchillo y se volvió hacia su cautiva, con una mirada que reflejaba el intenso conflicto de sus pasiones:
—¡Mujer! —dijo—. ¡Elige entre la tienda de o su cuchillo!
Cora no le miro. Se arrodilló, alzó los ojos y levantó los brazos hacia el cielo. Con una voz melodiosa pero llena de confianza, dijo:
—¡Soy tuya, Señor! ¡Haz de mí lo que disponga tu voluntad!
—¡Mujer! —repitió Magua con acritud, esforzándose en vano por captar una mirada de aquellos ojos serenos y brillantes—: ¡Elige!
Pero Cora no atendió a su demanda. Temblando, el hurón alzó el brazo y lo dejó caer sin descargar el golpe fatal. En una feroz lucha consigo mismo volvió a levantar el cuchillo, pero entonces se oyó desde arriba un grito penetrante, y Uncas apareció y se precipitó desde gran altura sobre el borde rocoso. Magua retrocedió un paso, y uno de sus compañeros, aprovechando la oportunidad, hundió su propio cuchillo en el pecho de Cora.
El hurón se volvió como una fiera contra su compañero, que ya huía, pero el cuerpo de Uncas, al caer, se había interpuesto entre los dos. Enojado por aquella contrariedad y por la muerte que acababa de presenciar, Magua enterró su cuchillo en la espalda del delaware, que seguía postrado, y profirió un grito diabólico. Pero Uncas se repuso del golpe, como la pantera herida que se revuelve contra su enemigo, y en un esfuerzo que consumió sus últimas energías descargó un golpe mortal sobre el asesino de Cora. Con una mirada firme y llena de gravedad se volvió hacia , dando a entender lo que le habría hecho si sus fuerzas no le hubiesen abandonado, y quedó a su merced. El hurón sujetó el brazo inerte del joven mohicano y le apuñaló tres veces en el pecho, antes de que su víctima, que no dejaba de mirarle con irónico desprecio, cayese muerta.
—¡Piedad, piedad, hurón! —gritó Heyward desde lo alto, con una voz casi ahogada por el horror—. ¡Ten piedad y la tendrán contigo!
Mostrando su cuchillo ensangrentado al implorante joven, el victorioso Magua profirió un grito de siniestra alegría, que llevó la noticia de su salvaje triunfo a los combatientes que, a un centenar de metros por debajo, todavía forcejeaban en el valle. Le respondió otro grito del explorador, cuya alta figura avanzaba con rapidez hacia él, con saltos tan firmes y atrevidos que parecía caminar por el aire. Pero, cuando llegó al escenario de la horrible tragedia, solo encontró a los muertos.
Apenas les dirigió una breve mirada, antes de considerar las dificultades del ascenso que debía emprender. Una figura se erguía sobre un saliente de la montaña, al borde del abismo vertiginoso, con los brazos extendidos en actitud amenazante. Sin detenerse a considerar su identidad, Hawkeye se disponía a dispararle cuando una piedra golpeó a uno de los fugitivos en la cabeza, y entonces el explorador reconoció el rostro indignado de Gamut. Magua surgió de una hendidura y, pasando con indiferencia sobre el cadáver del último de sus compañeros, subió por las rocas hasta un lugar donde el brazo de David no podía alcanzarle. Un salto más al borde del precipicio y quedaría a salvo para siempre. Antes de darlo, el hurón se detuvo y, amenazando con el puño al explorador, exclamó:
—¡Los rostros pálidos son perros, y los delawares, mujerzuelas! ¡Magua los deja sobre las rocas, para alimento de los cuervos!
Con una risa ronca dio un salto que falló por poco, pero sus manos asieron un arbusto que crecía en el borde rocoso. Hawkeye se había acurrucado como una bestia a punto de saltar, y a causa de la excitación temblaba tanto que el cañón de su rifle oscilaba como una hoja movida por el viento. Consciente de que no debía malgastar esfuerzos, el astuto Magua se dejó colgar hasta que sus pies encontraron un punto de apoyo. Tras descansar un instante, consiguió llevar las rodillas hasta el borde. Entonces, cuando el cuerpo de su enemigo había adoptado una forma más compacta, el explorador se llevó el arma temblorosa al hombro. Las rocas que le rodeaban no eran más firmes que en el instante del disparo. Los brazos del hurón se relajaron y su cuerpo se echó un poco hacia atrás, mientras las rodillas mantenían su posición. Aún dirigió a su enemigo una mirada llena de odio. Pero, sin fuerzas ya para sostenerse, cayó con la cabeza hacia abajo y resbaló a lo largo de la franja de matorrales que bordeaba la montaña, en su rápido vuelo hacia la destrucción.