El último mohicano

Capítulo XXXI

Capítulo XXXI

F.— Matar a los rezagados y a quienes transportan los pertrechos, es infringir las leyes de la guerra. Es una ruindad que, como sabéis, no tiene igual en el mundo.

S

Mientras el enemigo y su víctima continuaban al alcance de la vista, la multitud permaneció inmóvil, como si algún poder favorable al hurón la hubiera hechizado. Pero, tan pronto desapareció, quedaron bajo la influencia de poderosas pasiones. Uncas se mantuvo en su posición elevada, con los ojos fijos en la imagen de Cora, hasta que los colores de su vestido se confundieron con los del follaje. Entonces descendió, se movió en silencio entre la multitud y entró en la choza de la que había salido poco antes. Algunos de los guerreros más solemnes y atentos, que habían advertido en sus ojos los destellos de la ira, le siguieron al lugar que había elegido para sus meditaciones. También Tamenund y Alicia se retiraron, y se ordenó a las mujeres y a los niños que se dispersaran. Durante la hora siguiente, el campamento fue como una colmena de abejas enojadas, que solo aguardaban la aparición y el ejemplo de su jefe para emprender un vuelo decisivo a un lugar lejano.

Al cabo, un joven guerrero salió de la choza donde estaba Uncas, se dirigió en una suerte de marcha solemne hasta un pino pequeño que crecía entre las grietas de la plataforma rocosa, le arrancó la corteza y volvió sobre sus pasos sin decir palabra. Pronto le siguió otro, que despojó el árbol de sus ramas y dejó el tronco desnudo y amputado. Un tercero trazó en el poste una serie de franjas de un rojo oscuro. Estos indicios de un designio hostil por parte de los jefes de la tribu fueron acogidos con un silencio sombrío por los hombres que permanecían fuera. Al fin apareció el propio mohicano con el torso al descubierto, y con una mitad de su noble rostro oculta bajo una nube amenazadora de pintura negra.

Uncas caminó con lentitud hacia el poste y empezó a dar vueltas en torno a él con paso acompasado, mientras entonaba un canto de guerra salvaje e irregular. Las notas de este canto abarcaban todo el registro de la voz humana; a ratos eran melancólicas y exquisitamente lastimeras, comparables a los trinos de los pájaros, y de pronto, mediante bruscas y sorprendentes transiciones, hacían temblar al auditorio por su profundidad y su fuerza. Las palabras eran pocas y se repetían a menudo. Al principio formaban una especie de invocación o himno a la divinidad, que después se convertía en una manifestación de los deseos del guerrero, para concluir como habían comenzado, con un reconocimiento de la dependencia del Gran Espíritu. Si intentamos traducir el melodioso lenguaje que empleaba, el canto sería poco más o menos como sigue:

¡Manitú, Manitú, Manitú!

¡Eres grande, eres bueno, eres sabio!

¡Manitú, Manitú!

¡Eres justo!

En los cielos, en las nubes,

veo muchas manchas. Unas son negras, otras rojas.

En los cielos, ¡oh!, veo

muchas nubes.

En los bosques, en el aire, ¡oh!, oigo

alaridos, gritos prolongados y lamentos.

En los bosques, ¡oh!, oigo

el grito del combate.

¡Manitú, Manitú, Manitú!

Yo soy débil, tú eres fuerte, yo soy lento.

¡Manitú, Manitú!

¡Ayúdame!

Al final de cada estrofa, o de lo que podría considerarse como tal, Uncas cantaba con más fuerza y alargaba las silabas, subrayando de un modo curiosamente apropiado los sentimientos que acababa de expresar. El final de la primera estrofa fue solemne, y transmitió la idea de veneración; el final de la segunda fue descriptivo, con un toque de alarma; el final de la tercera fue el conocido y terrorífico grito de guerra, que en los labios del joven guerrero parecía evocar el estruendo de la batalla. El final de la última estrofa fue como el de la primera, humilde e implorante. Tres veces repitió esta canción, y otras tantas bailó en torno al poste.

Al concluir la primera vuelta, uno de los jefes lenapes más apreciados siguió su ejemplo, cantando otras palabras que se ajustaban a la melodía. Un guerrero tras otro se unieron a la danza, hasta que todos cuantos tenían algún renombre y autoridad figuraron en ella. El espectáculo adquirió un aspecto terrorífico. Las miradas feroces y los rostros amenazantes de los jefes parecían más temibles en combinación con sus gritos salvajes. En el momento de mayor excitación, Uncas hundió su en el poste, al tiempo que lanzaba un grito enérgico que podía considerarse su propio grito de batalla. Dio así a entender que asumía la máxima autoridad en la expedición que iba a emprenderse.

Aquella señal despertó todas las pasiones dormidas de la tribu. Un centenar de jóvenes, que hasta entonces se habían contenido a causa de su menor experiencia y por respeto a sus mayores, se arrojaron con frenesí sobre la representación imaginaria de su enemigo y lo golpearon una y otra vez, hasta que no quedaron del tronco más que las raíces en la tierra. Los actos de guerra más crueles se representaron utilizando los trozos del árbol, con tanta ferocidad como si se tratara de enemigos vivos. Fueron golpeados con hachas afiladas, les hundieron cuchillos e incluso se fingió que se les arrancaba la cabellera. Ante aquellas manifestaciones de celo y de fiereza, toda la tribu se consideró en guerra.

Apenas hubo Uncas asestado su golpe de , salió del círculo y miró al sol, que estaba alcanzando el punto en el que la tregua con Magua iba a concluir. Un gesto significativo, acompañado del grito correspondiente, anunció a todos la llegada del momento crítico, y la multitud renunció a persistir en aquel simulacro de guerra y se dispuso a partir para la guerra auténtica.

El aspecto del campamento cambió al instante. Ya armados y pintarrajeados, los guerreros se serenaron, como si fueran incapaces de expresar mayores emociones. Las mujeres, por su parte, salieron de las chozas entonando unos cantos en donde la alegría y el dolor se entremezclaban, de tal modo que resultaba difícil saber qué sentimiento prevalecía. Ninguna, sin embargo, se quedó inactiva. Llevaban unas sus objetos más valiosos, otras a los niños, y algunas a los ancianos y a los enfermos al brisque, que se extendía como una brillante alfombra verde por la ladera de la montaña. También Tamenund se puso al resguardo tras una conversación breve y emotiva con Uncas, de quien se separó con la reluctancia con que un padre se separaría de un hijo perdido durante largo tiempo y recién recuperado. Tras dejar a Alicia en lugar seguro, Duncan buscó al explorador con un semblante que traicionaba la agitación que sentía ante la inminente contienda.

Pero el explorador estaba ya demasiado acostumbrado a las danzas y a las declaraciones de guerra de los nativos como para mostrar interés en aquellos acontecimientos preliminares. Se contentaba con observar el número y la calidad de los guerreros que manifestaban su intención de seguir a Uncas al campo de batalla. En este sentido tenía motivos para estar satisfecho porque, como hemos visto, el poder de convocatoria del joven jefe incluía a cada delaware en edad de combatir. Cuando comprendió que nada había que temer al respecto, envió a un muchacho indio en busca de y del rifle de Uncas al lugar donde los habían ocultado antes de acercarse al campamento de los delawares; precaución doblemente útil, porque evitaba que las armas pasaran a otras manos si los detenían como prisioneros, y les daba la ventaja de presentarse ante los extraños más como víctimas que como hombres poderosos. Al elegir a otro para recuperar su valioso rifle, el explorador demostraba una vez más su habitual prudencia. Sabía que Magua no había llegado solo, y que los espías hurones vigilarían desde el bosque contiguo los movimientos de sus nuevos enemigos. Un guerrero no habría llegado muy lejos, pero el muchacho no corría peligro mientras no se descubriera su objetivo. Cuando Heyward se acercó a él, el explorador aguardaba el resultado de la prueba.

El muchacho, que había sido instruido con cuidado y era lo bastante agudo como para comprender la importancia de su misión, avanzó sin cuidado por el claro hasta el bosque y entró en este, cerca del punto donde estaban escondidas las armas. Tan pronto, sin embargo, como le ocultó la espesura, se agachó y, reptando como una serpiente, llegó hasta el codiciado tesoro. Tuvo éxito, y poco después se le veía, volando como una flecha y con un trofeo en cada mano, a lo largo del estrecho paso que orillaba la base de la plataforma rocosa donde se asentaba el campamento. Había alcanzado los riscos, y estaba subiendo por ellos con gran agilidad, cuando un disparo hecho desde el bosque demostró hasta qué punto habían sido acertados los cálculos del explorador. El muchacho contestó al disparo con un grito de desprecio, y un segundo tiro atentó contra su vida desde otra zona del bosque. Un instante después aparecía en el nivel superior alzando las armas con gesto de triunfo, y se dirigía con aire de vencedor hacia el famoso explorador que le había honrado con una misión tan gloriosa.

Pese al vivo interés que Hawkeye sentía por la suerte del muchacho, recibió a con una alegría que le hizo olvidar provisionalmente todo lo demás. Tras examinarlo con cuidado y comprobar varias veces sus resortes y mecanismos, se volvió hacia el muchacho y le preguntó, solícito, si estaba herido. El rapaz le miró a la cara con orgullo, pero no contestó.

—¡Ay! Ya veo, muchacho, que esos rufianes te han hecho un buen rasguño —exclamó el explorador, alzando el brazo del sufrido joven, donde una de las balas había abierto una profunda herida—, pero un poco de aliso machacado te curará con la rapidez de un hechizo. Mientras, te haré un vendaje. Has empezado muy pronto tu vida como guerrero, y estoy seguro de que lucirás muchas cicatrices honrosas antes de ir a la tumba. Conozco a más de uno que ha arrancado cabelleras, pero no puede mostrar cicatrices como esta. ¡Vete! —le dijo cuando le hubo vendado el brazo—. ¡Serás un gran jefe!

El rapaz se alejó, más orgulloso de su sangre vertida que un cortesano de sus condecoraciones, y convertido en objeto de envidia y admiración general se reunió con sus compañeros.

Aquel acto de juvenil heroísmo no atrajo, sin embargo, tanta atención ni tantos elogios como habría merecido en circunstancias más apacibles. Pero sirvió para informar a los delawares de la posición y de las intenciones de sus enemigos. Una partida de guerreros salió, pues, para desalojarlos. La tarea se llevó a cabo con rapidez, porque los hurones, al verse descubiertos, se retiraron por sí mismos. Los delawares los siguieron un trecho y se detuvieron a la espera de nuevas órdenes, por temor a caer en una emboscada. Como ambos bandos se ocultaban, los bosques volvieron a adquirir la placidez propia de una mañana de verano.

Controlando su impaciencia, Uncas reunió a sus jefes y los hizo partícipes de su autoridad. Presentó a Hawkeye como un guerrero experto, merecedor de absoluta confianza. Cuando vio que su amigo encontraba una acogida favorable, le encargó el mando de veinte hombres como él, valientes y resueltos. Explicó después a los delawares el rango de Heyward en el ejército inglés, y quiso honrarle con uno equivalente. Pero Duncan rehusó y manifestó su deseo de servir como voluntario a las órdenes del explorador. Cuando Uncas terminó de asignar sus responsabilidades a cada jefe, dio la orden de marcha. Animosos, pero en silencio, le siguieron más de doscientos hombres.

Entraron en el bosque sin dificultad, y llegaron junto a sus propios exploradores sin encontrar seres vivientes que pudieran advertir al enemigo o proporcionarles información. Se ordenó hacer alto, y los jefes se reunieron en consejo y a media voz plantearon diversas propuestas, ninguna de las cuales llegó a satisfacer los deseos de Uncas. De haber seguido este sus propias inclinaciones, habría ordenado el ataque inmediato, confiándolo todo a un golpe de fortuna. Pero, como esa actitud se oponía a las costumbres y a los criterios de sus compatriotas, se vio obligado a escuchar opiniones que en las circunstancias actuales su mente desdeñaba, al pensar en el peligro que corría Cora y en la insolencia de Magua.

Llevaban ya bastante tiempo sin ponerse de acuerdo cuando vieron que un individuo se les acercaba desde el campo enemigo, con tal prisa que parecía un mensajero enviado a negociar la paz. Se hallaba a unos cien metros del lugar donde se celebraba el consejo de los delawares cuando dudó sobre el rumbo que debía seguir, y se detuvo. Todas las miradas se volvieron hacia Uncas, en busca de instrucciones.

—Hawkeye —dijo el joven jefe en voz baja—, haz que ese hombre calle para siempre.

—Le ha llegado la hora —respondió el explorador, lacónico, apuntando con cuidado entre las hojas. Pero, en lugar de apretar el gatillo, bajó el cañón y se dejó llevar por su risa silenciosa—. ¡Le había confundido con un mingo! —dijo—. Pero ¿a que no sabes lo que he visto, Uncas, al buscar entre sus costillas un lugar para encajarle la bala? ¡El silbato del cantor! Porque no se trata sino de ese infeliz de Gamut, cuya muerte a nadie beneficiaría y cuya vida, si puede hacer con la lengua algo más que cantar, puede servirnos de mucho. Voy a llamarle con una voz que ha de parecerle mucho más grata que la de .

Dicho esto, dejó a un lado su rifle y se arrastró entre la maleza. Cuando llegó al alcance de los oídos de David, intentó imitar sus cánticos, como había hecho, con singular audacia, para escapar del campamento de los hurones. Al oír aquel ruido que ya había escuchado con anterioridad, y que por otra parte solo el explorador podía emitir, David reconoció inmediatamente su origen. Cambió la expresión de su rostro y, dejándose guiar por la dirección de la voz, lo que, por cierto, no era más difícil que localizar una batería por su estruendo, descubrió pronto al imitador.

—¡Me gustaría saber qué opinan de esto los hurones! —exclamó el explorador, riendo, mientras tomaba a su compañero de un brazo y lo conducía a retaguardia—. Si esos rufianes andan lo bastante cerca para oírnos, creerán que hay dos locos en lugar de uno solo. Aquí estamos a salvo —añadió, señalando a Uncas y a los otros—. Contadnos, en vuestro buen inglés y sin gorgoritos, lo que planean los mingos.

David miró a los jefes de fiero aspecto con estupor, pero al descubrir caras conocidas entre ellos se repuso lo suficiente como para responder:

—Los infieles se han lanzado al bosque, en gran número y me temo que con perversas intenciones —dijo—. Durante estas últimas horas han armado un griterío indescriptible, tan espantoso que he tenido que huir hacia el campamento de los delawares en busca de paz.

—Tus oídos no habrían ganado mucho con el cambio si hubieses sido más rápido —replicó el explorador—. Pero, en fin, dejémoslo estar. ¿Dónde están los hurones?

—Se han ocultado en la selva, entre este lugar y su poblado, y son tantos que haríais mejor en retroceder.

Uncas miró hacia los árboles donde se escondían sus propios seguidores y preguntó:

—¿Y Magua?

—Está con ellos. Trajo a la joven que había dejado con los delawares. La dejó en la cueva y se puso, como un lobo rabioso, a la cabeza de sus salvajes. Ignoro qué puede haberle perturbado tanto.

—¿Dices que la ha dejado en la cueva? —le interrumpió Heyward—. Bien, al menos sabemos dónde se encuentra. ¿No podemos hacer algo para liberarla inmediatamente?

Uncas miró con gravedad al explorador, antes de preguntar:

—¿Qué dice Hawkeye?

—Dame mis veinte hombres, e iré por la derecha, a lo largo del torrente, para unirme a Chingachgook y al coronel en el estanque de los castores. Oirás el grito de guerra desde allí con este viento. Cuando eso ocurra. Uncas, atacaréis en aquella dirección. Tan pronto los tengamos a tiro, te doy mi palabra de veterano de la frontera de que romperemos sus líneas. Atacaremos después su campamento y rescataremos a la joven de la cueva. Luego podremos acabar con ellos, bien a la manera de los blancos, atacándolos por sorpresa y venciéndolos, o a la de los indios, diezmándolos desde nuestros escondrijos. Es posible que no sea un plan muy elaborado, mayor, pero con valor y paciencia puede realizarse.

—Me gusta mucho —replicó Duncan, al comprobar que para el explorador la liberación de Cora era también el objetivo esencial—. Pongámoslo en práctica cuanto antes.

Tras una breve consulta con los demás jefes, a cada uno se le asignó su misión específica. Se acordaron las señales a utilizar, y las diferentes partidas se separaron rumbo a sus cometidos.

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